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La estrategia rusa de desinformación

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Pedro Galli

Pedro Galli

Amón Moriones

Más allá del escenario bélico en las llanuras y ciudades de una Ucrania invadida, existe una dimensión de la acción exterior rusa prácticamente desconocida por el gran público, una tendencia casi secular que presenta aspiraciones sobre los más insospechados y aparentemente cándidos ámbitos de nuestras vidas. Hablamos de la desinformación, cuyo estudio resulta particularmente tedioso, como atestigua la obra del investigador alemán Thomas Rid.

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Todo poder, si no encuentra un contrapeso que le oponga resistencia (separación real del legislativo, ejecutivo y judicial) tiende a la dominación casi de manera natural e instintiva. La máxima expresión de esta ansia de control fue el totalitarismo soviético de los años 30 y 40 con Iósif Stalin; un control que no se circunscribía a la mera dominación física, sino que deseaba el dominio mental de una sociedad desarticulada por el aparato burocrático. La práctica de la propaganda institucional para moldear la opinión pública propia (y del enemigo también, porque siempre debe haber uno) es una constante de todo régimen autoritario que se precie, con la particularidad de que en la URSS derivó, a partir de los años 20, en una serie de campañas completamente indiscriminadas cuyo objetivo era, con mayor o menor éxito, la total alteración de la percepción de la realidad. Este considerado como “arte” por la antigua KGB tuvo grandes nombres como el armenio Iván Agayants, cuyo bagaje regional y cultural le permitió entender a la perfección la mina de oro que suponen los traumas nacionales (matanzas, genocidios, etc) para la desestabilización social, y así lo aplicó contra la Alemania Federal.

Porque la desinformación, al contrario de lo que su nombre pueda sugerir, no consiste en difundir mentiras, sino en reafirmar nuestros propios prejuicios mediante la inoculación de medias verdades muy bien confeccionadas que exploten nuestras debilidades más internas y así anestesiar la capacidad de reacción de una sociedad que además de sobrepasada también se encuentra dividida. Un buen desinformador busca conflictos sociales, leyendas urbanas, traumas colectivos, estereotipos, conspiraciones, etc.

Tras los sucesivos lavados de cara del régimen y su caída definitiva en 1991, la actualidad de la Rusia post-soviética está marcada por una aparente regeneración de la vida económica y pública. Pero el núcleo autoritario en torno al cual se articula el régimen de Putin sigue intacto, así como sus hombres de confianza, muchos de los cuales se nutren de las filas de la antigua KGB (incluyendo el mismo Putin), siendo esta la tesis principal de la obra de Catherine Belton. Como consecuencia, la desinformación no ha desaparecido, sino que gracias a la participación de grandes figuras procedentes de los antiguos servicios secretos soviéticos se ha reeditado, actualizado y adaptado al nuevo contexto dominado por redes sociales (Twitter, Facebook y sus correspondientes bots, trolls y memes), grandes portales internacionales de noticias (Russia Today, Sputnik, Russia Beyond), intercambios filosófico-culturales (Aleksandr Duguin y su Cuarta Teoría Política, museos rusos en el extranjero, coros militares), movimientos sociales en la diáspora (Blagaoe Delo, Unión de Organizaciones de Compatriotas Rusos en España), etc. Toda este panorama completamente novedoso parece sugerir una posible relectura del concepto liberal de “poder blando” acuñado por Joseph Nye, en base a la cual la afinidad ideológica como caldo de cultivo de la desinformación se ha visto sustituida por una afinidad de tipo cultural, es decir, de rusofilia. Mientras tanto, y hasta donde sabemos, los organismos estatales encargados de realizar dichas campañas desinformativas son, entre otros, la Agencia para la Investigación de Internet (IRA) vinculada con el oligarca Evgeniy Prigozhin y la Unidad 54777 del GRU (inteligencia militar).

Lo cierto es que si delimitamos un periodo de tiempo transcurrido desde las protestas de Maidan en 2013 hasta la actual invasión de Ucrania de

2022 (sin olvidar Crimea, Donbass, Siria, la presencia en África del Grupo Wagner de propio Prigozhin o la intervención en Kazajistán el año pasado), Rusia está o ha estado de moda, por lo menos en España. Paralelamente podemos observar que el cultivo de la desinformación rusa ha sido particularmente fecundo en esta época, especialmente en los países de Europa del Este, que son quienes mejor la conocen: Polonia ha sufrido ataques a sus relaciones con Ucrania y la OTAN; Lituania ha hecho frente a campañas de desprestigio y Ucrania ha sido el blanco de todo tipo de acusaciones, desde ser un régimen nazi hasta practicar un genocidio a la minoría rusófona, por no hablar de los constantes bulos propagados por medios rusos, al frente de los cuales podemos situar al periodista Vladimir Solovyov.

España tampoco escapa a este fenómeno; como muestra un botón: en el año 2017, en plena crisis catalana, un ciudadano ruso de origen lituano llamado Daniel Estulín, presuntamente vinculado a la antigua KGB y conocido por difundir conspiranoias, aparece en TV3 diciendo que España es África del Norte y que los catalanes se quieren independizar porque los andaluces son unos vagos.

Lejos de rusofilias y rusofobias, y a modo de conclusión, este hecho aislado debería hacernos pensar no tanto en la imagen que proyectamos como sociedad dividida, enfrentada y en cierto modo acomplejada, sino en las causas de esta división, enfrentamiento y complejo de inferioridad. Una sociedad fuerte no se preocupa por hacer frente a la desinformación, sencillamente no le afecta. Nuestra labor debe ser, por lo tanto, construir una sociedad más unida y cohesionada, huyendo de injerencias estatales, tanto domésticas como foráneas.

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