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El deseo de cambio en América Latina

La historia reciente ha estado teñida por la sangre causada por insurrectos y golpistas. El autor urge a recobrar la tarea de reflexionar para evitar repeticiones.

Andy García

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Se cernía sobre el pueblo brasileño, por entre todas sus calles y miradas baja la dramática atención de las estrellas, una fragancia rígida de sal y tempestad. Como con esa ruptura, ese estallido fulminante, de la ola rompiendo sobre las rocas, se inundaba el país de la fuerza militar: del golpe de Estado. Cuatro tediosos días desde el 30 de marzo de 1964 abogaron por “romper el cerco rojo” con el objeto de “salvar la patria en peligro y librarla” de ese yugo como dijo el general de división Amauri Kruel, mando del segundo ejército de los estados de Sao Paulo y Matto Grosso, contra Joâo Goulart. En Argentina, le pidieron abandonar el despacho al propio presidente Arturo Illia en junio de 1966. En octubre de 1968 se adentraron los tanques en la plaza de Lima para llegar hasta el palacio de gobierno y derrocar a Fernando Belaúnde Terry. La máxima principal común fue un deseo de cambio capaz de reconstruir y reunificar la voluntad de estas naciones, es propio que por ende se denominaran a sí mismas como “Revolución Argentina” o “Gobierno Revolucionario de la Fuerza Armada del Perú”. En el caso de este último cayó por otro golpe militar, el “Tacnazo” en 1975, mientras que el resto fue degenerando hasta recuperar la normalidad “democrática”. Todas estas ambigüedades abiertas supuraban un despotismo y radicalismo que tan sólo avivó el nacimiento encarnizado del brutalismo sistémico en forma de guerrillas.

El “pacto de sangre”, como el que el propio Abimael Guzmán esparciría, convergiría en una latente y constante convulsión política y social por todo América latina. Ni el milagro económico de Brasil (1969-1973), ni la apertura de mercados argentinos con Onganía (1966-1970), o el antioligarquismo de Juan Velasco (1968-1975), se mantuvieron en el tiempo. La contagiosa volatilidad institucional de esos años acentuó que cada paso pudiera retrotraerse sobre sí mismo pulverizando cualquier proyecto de reforma. Esa constante de fluctuaciones ponía de manifiesto además el enorme conflicto de intereses internos y externos que se alineaban y desalineaban en función de unos personalismos carnavalescos que finalmente socavó el intenso deseo de cambio que tanto se había perseguido hasta delegarse en una fútil esperanza de espera, de tortuosa quietud por encontrar quien cumpla todos nuestros deseos.

Esa viva desilusión latinoamericana pronuncia también que hoy en día factores técnicos como los escrutinios limpios generen una fuerte consciencia fundacional sobre cualquier nuevo gobierno, y que se transmita la propia legitimidad democrática, fuera así o no. Y después de tanta sangre derramada, de tanta efusividad política y social, se adormece el fulgor de una cándida llama que se desconecta y vive en su penumbra, ahogada en la fantasía de un milagro indeterminado. Este estado taciturno de la consciencia social se refleja en las infranqueadas asperezas que se han generado durante todos esos años, esas máximas culturales de las doctrinas mar- xistas que se han enquistado en las infraestructuras gubernamentales aun cuando el movimiento revolucionario de sendero luminoso minó profundamente la confianza y la seguridad con la que el dogma se esparcía. No ha sido capaz de desaparecer el carisma de sus planteamientos sociales aún en la más profunda crisis de su identidad como restauradora de un orden social, quebrantado por sí mismo. No ha sido capaz de desaparecer el claroscuro que se genera entre las instituciones y la corrupción, entre la sociedad y su gobierno, entre las palabras y el humo. Y todo porque el recuerdo vive teñido de rojo. Desmotiva, enfría el alma en cierta medida, pero debemos romper este estancamiento dogmático con la prosaica hazaña de nombrarlo, de revitalizar la memoria que tan sólo nos puede guiar hacia un futuro abierto y fértil con las ideas que sean acumulado y obstruido en el olvido.

La memoria no puede estancarse, porque tan sólo el impulso de la razón la interconecta y da vida, haciéndola pervivir en el diálogo. Permitiéndonos recobrar el aliento ya no por una Latinoamérica definida por nada ni nadie, sino por la responsabilidad de comprometernos con unos objetivos que tan sólo yazcan en nosotros mismos. Porque al final, si no decidimos cambiar, nos convertiremos en todo eso que tanto hemos temido: una mentira. Recobremos entonces la prometeica misión de reflexionar, de recordar y dialogar, porque las ideas son lo único que ha perdurado y subsistido sobre toda la podredumbre. f Colaborador de AVANCE.

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