Revista Azcapotzalco. Historia, Arte y Literatura. No.1

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Cuentos

Relatos de

“El centro del Hormiguero” ❦

Blandina

por Gerardo Soriano Ángel1

L

a casa ardía al calor de las teas, como encendidas por los gritos y maldiciones que los pobladores lanzaban al monstruo de fuego en que se había convertido la casa de madera. Los brazos de humo se elevaban buscando tocar las nubes y hacer caer una lluvia de ceniza sobre los campesinos. El aroma a café de grano y a nixtamal a la leña que escapaba de las casas de carrizo del pueblo, era abrasado por el olor a maldad despedido por el fuego de la chabola incendiada. Algunas mujeres se persignaban luego de aventar piedras a las llamas, mientras otras escupían hebras de alacranes al suelo. En el campo, algunos hombres dejaron sobre los surcos el odre de puerco en el que llevaban el pulque, ultrajado de los magueyes y corrían al sitio donde, semejante a una gran pira funeraria, ardía la charca, habitada por Blandina, mujer de piel color del amate, donde la fatalidad y la sensualidad marcaban sus grafías. A no pocos metros de distancia, un cortejo fúnebre apareció en el paisaje de tierra seca, árboles oxidados y cerros agonizantes. En un principio la hilera de dolientes lucía famélica, como los cuerpos de quienes la integraban. Al acercarse los deudos al lugar donde los habitantes de San Martín arremetían contra la propiedad de Blandina, una de los indígenas, curtida por siglos de rencor, y que maldecía, distinguió a el eco agudo y manso de una chirimía y entonces se tragó sus gritos, mientras clavaba el aguijón de sus ojos parcos en la columna mortuoria que se acercaba. Una a uno los demás indígenas la imitaron y le dieron la espalda a las lla1

maradas. Al pasar junto a ellos, poco a poco se engrosó la fila de la muerte. El silencio que se creó, era apenas interrumpido por la música oscura de la chirimía y por el coro siniestro que escupía el fuego, cuyo calor cobijaba a los afligidos. Un anciano, vestido con calzón y camisa de manta, era quien interpretaba la chirimía y guiaba el paso de los apesadumbrados por las calles silenciosas del pueblo rumbo a la iglesia. De las casas y del almacén de semillas, salían hombres y mujeres, quienes se unían también a la fila de desconsolados, como si con ese acto, los pobladores de San Martín buscarán exorcizar su maldición. El grupo aumentó de tal forma, que en el templo no cabía nadie más, por lo que un descompuesto y colérico sacerdote organizó a los feligreses para que estos permitieran el paso de quienes llevaban la caja del angelito, asesinado la noche anterior. Frente al altar y sobre una cruz de pétalos blancos, reposaba la caja pequeña, de menos de un metro de largo de inocencia. La serpentina aromática del incienso, de la flor de nube y de las gladiolas enlazaba la pena de quienes desbordaban el templo colonial. En primera fila, los abuelos: Él, sin atreverse a despegar la mirada del suelo; ella, sin dejar de interrogar entre lágrimas, al cristo que presidía el retablo apolillado. A su lado, la madre, quien escuchaba el eco lejano del sermón y quien ni un solo instante apartó su mirada resquebrajada del féretro donde yacían los restos de su hijo. Distante de ellos, el padre, quien a pesar de todo lo ocurrido y al mismo tiempo que el cura ofrendaba el cuerpo y la

Licenciado en Lengua y Literatura Hispánica por la UNAM. Periodista y docente, actualmente es Coordinador Académico del Área de Español y

Literatura en el Instituto Juventud del Estado de México.

Revista Azcapotzalco / 74


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