Septiembre 2017, nº 117
PAREDÓN DE LAS MANOS, emisarios del pasado MEMORIA OLVIDADA, el cuerpo y el paisaje SEMIÁRIDO FLORIDO, epopeya de color PULSO DE LA NATURALEZA, señor del bosque
PAREDÓN DE LAS MANOS, emisarios del pasado Hace alrededor de seis mil años atrás, Chile no era como hoy lo conocemos, si bien en tiempos geológicos puede que no sea mucho, para el ser humano son épocas tan remotas...
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MEMORIA OLVIDADA, el cuerpo y el paisaje Nuestra herencia es un testimonio real de nuestra existencia, lo que fuimos y en lo que nos convertiremos… En una solitaria ruta, al costado de un maravilloso escenario natural, el lago Tranquilo... SEMIÁRIDO EN FLOR, epopeya de color La capacidad de asombro es una de las virtudes más admirables del ser humano, es lo que nos hace maravillarnos ante alguna situación especial o algo que nos conmueve profundamente… EL PULSO DE LA NATURALEZA, gran señor del bosque El eco de un poderoso golpe que provenía desde lo más recóndito del bosque, llegó hasta mis oídos como si se tratara de una insospechada actividad humana...
Araucaria (Araucaria araucana)
H
ace alrededor de seis mil años atrás, Chile no era como hoy lo conocemos, si bien en tiempos geológicos puede que no sea mucho, para el ser humano son épocas tan remotas que es difícil darle el trabajo a la imaginación para que recree los paisajes de ese entonces, y más difícil aún vislumbrar qué especies de la flora y la fauna habían o como eran. Por su parte, los pueblos que habitaban en nuestro actual territorio, distaban bastante de nuestro aspecto actual, es más… su cosmovisión sobre la naturaleza era diametralmente opuesta a la nuestra, tan errática con una marcada desvinculación con el entorno, a diferencia de nuestros antepasados. Esta somera reflexión, nos permite predisponer la imaginación para hacer un viaje a un tiempo remoto, cuando los habitantes de la Patagonia buscaban su alimento y refugio desplazándose grandes distancias y en esa labor, hallaban extraordinarios escenarios naturales para enfrentar las crudas condiciones climáticas de una tierra que aún hoy… es extrema. Viajamos a Aysén, a Puerto Ibañez, una comuna que guarda en sus estepas y bosques el espíritu de la Patagonia de los grupos étnicos preTehuelches y Tehuelches, antiguos habitantes provenientes de las estepas patagónicas.
Luego de intensas nevazones el paisaje en la ruta, nos parece simplemente sublime, su belleza prístina e indómita nos conmueve. Los bosques de lengas, ñirres, notros y calafates de la Reserva Nacional Cerro Castillo quedaron desprovistos de color otoñal que precede al invierno, al ser invadidos por el espesor y el candor de la nieve. Este inclemente escenario, nos concedió una visión pavorosa del modo de vida de los pueblos originarios de estos territorios, su coraje y adaptabilidad sobrepasaba lejos hasta el más experto en supervivencia que pueda existir, trashumaban desprovistos totalmente de indumentaria adecuada para protegerse de estas crudas condiciones, sólo cubiertos de pieles de Guanaco viajaban alimentándose en el trayecto y pernoctando muchas veces teniendo sólo como techo la bóveda celeste sobre ellos. Nos dirigimos al Monumento Nacional Paredón de las manos, inserto en la comuna de Río Ibañez, en el sector de Villa Cerro Castillo, a unos cien kilómetros de Coyhaique, un recóndito lugar con una vista panorámica al lecho del que fue una vez un gran glaciar del cual aún hay vestigios visibles de su paulatino desplazamiento. En este sorprendente rincón de Chile, antiguos pueblos de cazadores y recolectores dejaron un legado más enigmático que la arquitectura o la escritura, ellos plasmaron sus manos pintándolas con oxido y grasa animal en las heladas paredes de estos vertiginosos acantilados como en una suerte de saludo del pasado que se transmitió hasta nosotros como una maquina del tiempo, que tardó en
llegarnos nada más ni nada menos que alrededor de 3000 a 6000 años(1). El arte de la pintura, fue un elemento esencial en la vida de estos nómades, teniendo como tela distintos soportes con significados diferentes, el cuerpo, los cueros o utensilios y las paredes de roca, las pinturas faciales y corporales tenían fines ceremoniales, no obstante también era una forma de protegerse del clima ya que los pigmentos de diversos colores eran elaborados a base de grasa animal. Los kais o quillangos(2) eran mantas con piel de guanaco eran ricamente decorados con dibujos geométricos simples con llamativos colores, tales como puntos, líneas, círculos y sus famosas grecas. Pero su impronta más llamativa son las de inspiración naturalista, pictoglifos que han marcado el espíritu enigmático de la Patagonia, como la Guanaca y su cría, una pintura rupestre que sólo existen dos piezas realizadas en toda la gigantesca Patagonia, una de ellas a un kilómetro de Villa Cerro Castillo en las cercanías del paredón de las manos y la otra en Argentina. Así mismo, la impronta de manos en estos paredones, nos han permitido comprender de su humano entendimiento de sí mismos, el paredón de las manos, un verdadero refugio natural protegido de la lluvia y el viento patagónico, nos muestra un abanico de participantes, entre niños y adultos que dejaron su huella palmar, alrededor de 180 impresiones entre negativas y positivas, las negativas eran realizadas con aerografía bucal, es decir ingiriendo la pintura liquida para después soplarla sobre la mano puesta en la pared, y la positiva era pintura
aplicada sobre la palma para imprimirla sobre la piedra. Los Tehuelches, llamados así por los Mapuches y renombrados por los primeros europeos exploradores como Patagones(3), fueron los habitantes más reconocidos de que se tiene registro en la Patagonia, quienes finalmente dieron la identidad a esta tierra austral. Ellos, probablemente compartían un modo de vida y una lengua con sus antepasados, no obstante se dividían en grupos que hasta usaban dialectos distintos, existiendo parcialidades como los Aonikenk de la región del Estrecho de Magallanes. Este pueblo Patagón, se dedicaba a la caza de Guanacos y Ñandues usando como herramientas para eso boleadoras, arcos y flechas, además de recolectar los productos que les ofrecía el litoral, una vida nómade de adaptación y constante lucha con un clima belicoso e impredecible, pero esa fue su fase pedestre o precaballo, la introducción del equino a su cultura fue el inicio de una nueva era de desplazamientos más rápidos y con mayor cobertura territorial, sin embargo, nada hacía presagiar que también marcaba el comienzo de su fin, adquiriendo paulatinamente influencias mapuches y costumbres “incluso” europeas provenientes de colonos estancieros que además diezmaron sus cotos de caza y territorios de recolección, acorralando su población a solamente dos
Impronta negativa de lo que podrĂa ser un zapato de cuero, los que tambiĂŠn eran decorados con grecas y figuras
reservas; Kamusu Aike y Lago Cardiel en la que hoy es Argentina, ya en la ultima década de 1800 los Tehuelches eran irreconocibles si les hubiese comparado con sus pares pedestres quienes recorrían la Patagonia libres y el más puro estado silvícola. El arte rupestre ha representado en la evolución humana un eje de equilibrio consciente de entendimiento de nuestra propia existencia, es decir que el pensamiento humano, abstracto y avanzado ya estaba presente en esa remota época de los pueblos patagones, ya sea que haya tratado de plasmar el quehacer diario de un grupo humano como rituales de caza, grandes acontecimientos naturales o simplemente perpetuar la imagen de seres divinos, etc. La conciencia de sí mismos, de su propia existencia pudo llevar a estos lejanos habitantes de las estepas patagónicas a perpetuar su existencia con simples pictoglifos, tal como lo hicieran varias ignotas culturas en la Europa paleolítica, algunas con una data de entre 30.000 y 40.800 años(3) descubiertas en las cavernas de El Castillo, Altamira y Tito Bustillo al norte de la Península Ibérica. Probablemente eran Neandertales quienes plasmaron sus manos con métodos similares a los utilizados en Patagonia pero con una extraordinaria data de 37.300 años de antigüedad, exactamente en la caverna de El Castillo, en Puente Viesgo en la región Cantábrica.
El patrimonio cultural material de Chile, son hitos arqueológicos que son protegidos y se deben continuar protegiendo y difundiendo, para conocer y entender como fue la existencia de nuestros distantes parientes, cómo asimilaron su existencia en simbiosis con el duro hábitat que los cobijo y también los castigó. ¿qué hacían para vivir? ¿a qué le temían? ¿en qué creían? ¿cuáles eran sus esperanzas?... preguntas que probablemente nunca se respondan en profundidad, no nos dejaron más que un silente saludo… el pueblo nómade que dejo este legado hoy nos enseña que la vida simple y contemplativa del entorno puede permitirnos entender cual es el verdadero rol que tenemos en este planeta, el porqué estamos aquí y hacia donde vamos, tal vez, sólo tal vez… ellos ya tenían la respuesta… (1) Cabe indicar que el método de datación con radiocarbono 14 no es adecuado para fechar pinturas a base de pigmentos naturales. (2) Un Quillango necesitaba unos trece cueros de guanaco, de preferencia de la cría, el Chulengo para su elaboración. (3) Probablemente las pinturas rupestres más antiguas del mundo, de acuerdo a nuevas dataciones con medición de isótopos de uranio en los depósitos de calcio en las pinturas.
Revista BIOMA 2017
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uestra herencia es un testimonio real de nuestra existencia, lo que fuimos y en lo que nos convertiremos… En una solitaria ruta, al costado de un maravilloso escenario natural, el lago Tranquilo en la región de Aysén, guarda un secreto en sus orillas de quietud eterna, donde el silencio abruma los sentidos, este gran cuerpo de agua resulta ser un escaparate para una diminuta construcción de tejas de madera nativa, desgastada por los cientos de inviernos con nieve, lluvias y sol patagón, que lo han cubierto por casi una centuria de líquenes y musgos, tanto que a la distancia se mimetiza con la hierba crecida y las sombras del día. La muerte parece algo imposible en un paisaje de belleza perpetua, sin embargo colonos hicieron de este inexorable hábitat su panteón, robándole al paisaje un pequeño rincón para que las almas de sus seres queridos dieran el último aliento de su alma a la madre naturaleza. Las antiguas tradiciones mortuorias con influencia de la cultura chilota en estos recónditos lugares de la Patagonia, fortalecen la mística de estas tierras precordilleranas, transmitiendo una
energía etérea que traspasa más allá de lo que entendemos o vemos como una tumba abandonada. Las familias de colonos en el siglo pasado y sobre todo lejos de cualquier poblado no tenían acceso a lo tradicionalmente aceptado, que es dar sepultura a sus muertos en un cementerio urbano, en las oscuras horas de la partida de un familiar, no había manera de llevar sus restos a algún campo santo, y que tal vez estaba a cientos de kilómetros de distancia, ese es el sentido practico que explica esta tradición. En un contexto menos terrenal, la nostalgia por el amor fraternal perdido para siempre, mantenía viva la unión familiar dejando el cuerpo en el mismo suelo que lo vio partir, el mismo espacio donde se compartieron las esperanzas y los temores causados por una tierra salvaje y poco amable con los aventurados colonos.
Las necrópolis familiares provienen de antiguas costumbres vistas también en otras culturas alrededor de planeta, donde los deudos compartían los espacios con sus difuntos bajo el mismo suelo donde dormían. ¿quiénes fueron estas personas? ¿por qué fueron olvidadas? Sus sepulturas hoy están a merced del inclemente clima de la Patagonia, mientras sus tejas de ciprés se entregan a la biodegradación e igual que los cuerpos que ahora y desde partieron forman parte del paisaje. Son memoria olvidada, son el vestigio incógnito y silente de quienes una vez vieron en estas tierras un futuro donde depositarían sus sueños y hoy le pertenecen a la Patagonia.
Revista BIOMA 2017
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a capacidad de asombro es una de las virtudes más admirables del ser humano, es lo que nos hace maravillarnos ante alguna situación especial o algo que nos conmueve profundamente… es asombrarse, sorprenderse, quedar sin aliento o simplemente quedar con la “boca abierta” estos actos que deben ser espontáneos, accidentales y no planificados son los que nos mantienen de alguna forma y en parte… vivos… sí, por que sin esa capacidad, el mundo que nos rodea perdería su magia, nada nos agradaría ni llenaría nuestros pensamientos, manteniéndonos despierta la mente soñadora. No habría curiosidad, no habría inquietud de ver más allá del horizonte, al caminar por las praderas en esta temporada primaveral, el desierto florido se roba las miradas, sin embargo la naturaleza sabe dar a cada rincón de nuestro hábitat un toque de su magia, como las hadas que se encargan de colorear los pétalos entre agosto y septiembre. El semiárido de la zona costera se vistió de aromas y una gama de tonalidades para montar a su estilo su propio espectáculo natural, a pesar de que muchos no se detienen a observar por creer que se trata de sólo un monótono tramo del litoral intermediario entre la Comuna de Los Vilos y La Serena.
Nos detuvimos cuantas veces fue necesario para internarnos entre quebradas y hondonadas pintadas con tintes amarillos, fucsias, verdes, lilas, naranjas, etc. De las especies… bueno, hay mucho para aprender a reconocerlas, Patas de Guanaco (Cistanthe grandiflora), Don Diego de la noche (Oenothera acaulis), Huilli (Leucocoryne ixioides), Lirios de campo (Alstromeria magnifica), Añañuca roja (Rhodophilia phycelliodes), Suspiro del mar (Nolana paradoxa), sólo por nombrar algunas de este extraordinario abanico de efímeras expresiones de arte naturales, que denotan su presencia con llamativos vestidos para seducir a los polinizadores que parecen enloquecer que esta generosa oferta, que los rodea. El fenómeno del desierto florido, se extiende entre las latitudes 27ºS y 28 ºS entre el río Copiapó y la ciudad de Vallenar, que normalmente esta zona recibe alrededor de 50 mm de agua por año, pero en los años del fenómeno del niño se incrementan las precipitaciones generando una verdadera explosión de flores, algunas más comunes que otras y algunas prácticamente verdaderas piezas únicas y muy raras de encontrar, como la Garra de León (Leonthochir ovalle) pero en versión blanca.
Así, este año la alza de precipitaciones que por poco inundan Chile, sin querer exagerar dieron como resultado una verdadera invasión florística que está claro se extendió más allá de las fronteras del ya clásico Desierto Florido nortino, abarcando un área mayor hacia el sur con sus propias denominaciones bioclimáticas como el semiárido de estepa costera. Una franja longitudinal muy extensa, decorada con pequeñas formaciones lacustres estacionales y grandes estepas o llanos, flanqueada por serranías que contienen a la vaguada costera en su avance hacia los valles interiores, con otra climatología distinta, y por ende otras características bióticas. Es un mundo para explorar y conocer, no hay que ir lejos para apreciar el reino de la flora, cada bioma tiene su historia, en este caso el semiárido nos obsequió estas imágenes…
Si vas al desierto florido o al semiárido florido, por favor no cortes ni pises las flores, ellas a diferencia de la fauna silvestre no pueden huir de nosotros…
Revista BIOMA 2017
El eco de un poderoso golpe que provenía desde lo más recóndito del bosque, llegó hasta mis oídos como si se tratara de una insospechada actividad humana, enclavada en laderas precordilleranas casi inaccesibles de la Región del Maule. Mientras avanzaba lentamente intentando dilucidar el misterio, parecía que robles y quilantales, me salían al paso para impedir que se revelara un secreto celosamente guardado entre faldeos montañosos. Sin embargo, mi curiosidad me movía a desafiar las dificultades que me anteponían la pendiente y la intrincada maraña vegetal. Por momentos escuchaba suaves golpeteos, intercalados por la variada frecuencia de una voz aguda, cuyo tono repetitivo daba forma a lo que parecía un extraño monólogo que resultaba completamente indescifrable para mis códigos de lenguaje, no obstante, cada cierto tiempo se sentía un fuerte golpe cuyo estruendo me producía un inevitable sobresalto. Dando riendas sueltas a la imaginación y por supuesto con cierta dosis de humor, me pareció visualizar los afanes de un solitario y desgreñado montañés, construyendo no sé qué artificio. Por un instante me divertí imaginándolo tan concentrado en los detalles de su creación, hasta el extremo de no percatarse que al ritmo del martillo, su obra se deslizaba hasta el borde de un improvisado mesón de trabajo, para caer repentinamente provocando un destemplado ruido, al estrellarse con la rigidez del suelo montañoso. Pero más allá de la fértil imaginación, la impresionante realidad de la vida silvestre me deparaba una grata sorpresa… el autor de tan sonoro tamboreo, era uno de los personajes alados más sorprendentes del bosque; el magnífico carpintero negro. Fue un encuentro emocionante, por primera vez mis retinas reflejaban esa enorme
imagen y se teñían con los contrastes del negro intenso y el rojo escarlata de su plumaje. Nunca había visto a un carpintero negro en vivo, sin embargo conocía muy bien sus características; en mi adolescencia transcurrida en mi terruño del norte chico, había aprendido en forma autodidacta su taxonomía, su morfología, su biología, su conducta y su distribución. En aquellos años que hoy me parecen lejanos, había soñado muchas veces con la posibilidad de viajar y conocer en su ambiente natural a esta formidable ave de los bosques del sur de Chile. Sabía que sus dominios se extendían en Chile desde la Región del Maule hasta Magallanes; que su período de incubación duraba alrededor de quince días y que en estado adulto, el macho podía alcanzar más de cuarenta y cinco centímetros de longitud cráneo caudal, con un peso promedio de trecientos cincuenta gramos. Sin embargo, lo que más me fascinaba eran sus extraordinarias adaptaciones evolutivas, en función de la extracción de escurridizos huéspedes larvarios desde el corazón lignificado de los árboles nativos. Aunque nunca lo había visto en vivo, sabía que su prolongada lengua tres veces más larga que su pico y cubierta de vellosidades, podía llegar hasta el más secreto escondite de los insectos xilófagos, dictando su inexorable sentencia de muerte. Por tal motivo, inevitablemente me conmoví cuando lo vi desplazarse dando saltos tronco arriba con insuperable destreza, sin ningún esfuerzo aparente, como si caminara por sendas horizontales. Ahí están –Me dije– sus pies zigodáctilos conformados por dos dedos dispuestos hacia adelante y dos orientados hacia atrás, fuertemente adheridos por sus uñas, impulsados por poderosos músculos motores y reforzados por el apoyo de su cola.
Pero para colmar mi fascinación, su vigoroso taladro bucal se desplegó ante mi vista y mi oído, perforando ruidosamente la madera una y otra vez, lanzando astillas y pequeños trozos de madera en todas direcciones. Recordaba que algún erudito había medido la frecuencia de esos violentos golpes; alrededor de veinte picotones por segundo, una proeza que sólo era posible gracias a un sistema de amortiguación ósea conformada por un hueso detrás del pico y otro delante de su cerebro que actúan como resorte, más la existencia del hueso hioides, asociado a sus fosas nasales, que permite reforzar la base de su mandíbula. Y como si todo esto fuera poco, un segundo carpintero macho vino a desafiar al primero, instalándose en el lado opuesto del gigantesco tronco seco de coigüe, que todavía proyectaba hacia el cielo su enorme fuste, como perseverante recuerdo del coloso vegetal que algún día fue. A continuación observé una conducta territorial sorprendente; ambos machos giraron alrededor del tronco, permaneciendo cada uno en el lado opuesto a la ubicación del otro. Aparentemente el enorme esqueleto del árbol no les permitía verse y por momentos
me dio la impresión de que jugaban a las escondidas o al pillarse. Sin embargo de un momento a otro se acercaron por el mismo costado, haciendo contacto visual. Cuando lograron confrontar sus miradas me pareció que sus ojos se encendieron, mientras que simultáneamente propinaban un poderoso golpe a la madera. En ese momento descubrí el origen del estruendo que minutos antes me había sobresaltado; era un golpe disuasivo, “cuidado no te acerques, mira lo que te espera”, parecían decirse mutuamente, en actitud desafiante. En todo momento una interesada hembra, completamente negra, los observaba desde un árbol vecino. Luego, sin despedirse de mi fortuita asistencia a este espectáculo, se alejaron uno detrás del otro, desplegando un pesado y ruidoso vuelo ondulante, empequeñeciendo sus formas aladas, hasta desaparecer entre los gigantes vegetales que parecían custodiar la existencia de este gran señor del bosque.
Por Mario Ortiz Lafferte Ilustración: César Jopia Q. Revista BIOMA 2017
SEPTIEMBRE 2017