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Lunación
Lunación Por: Yolanda Arroyo Pizarro
1. Estoy asignada a la pieza del Atrio Mensis y estas son las instrucciones que debo seguir al pie de la letra: limpiar todas las noches lo que queda fuera del círculo. Asear únicamente la sangre que se derrama más allá de la línea del dibujo. El dibujo es el círculo pintado en el suelo. Ha sido delineado con algún tipo de pintura adhesiva color roja. Un rojo que parece sangre, pero que no es la sangre que se embarra en el piso. La sangre regada sobre las losas todos los miércoles y viernes, durante la siempre abarrotada exhibición performera, es la que tengo que limpiar. El velador está al tanto de prevenir que no se contamine la muestra, que es como una puesta en escena que luego se vuelve obra de arte estática. Debe velar por quienes toman fotografías, que no pasen adentro del círculo, que no pisen con sus zapatos chuscos la inspiración de las mujeres creando arte, sentadas en el redondel sobre el suelo. El velador observará al público que asiste, pero a ninguno dirigirá la palabra. Estará cauteloso, solo eso. Dará instrucciones a los otros empleados con la mirada, o hará algún movimiento de cabeza y apuntará con el dedo. Yo estoy atenta a que él me dé la orden de iniciar el aseo tan pronto el público abandona la pieza. Limpio lo que queda fuera del círculo. Aseo únicamente la sangre que se desparrama más allá de la línea del dibujo.
2. No estoy asignada a la sala del Atrio Hambrus. Benita es quien debe atenderla, pero igual ha capturado mi atención lo que en ella acontece. Paredes y piso blancos, inmaculados. Un collar como de perros, alterado para que pueda ser usado por un humano, yace en el suelo. El collar permanece al lado de varios papeles de periódicos, un envase con agua y otro envase con comida procesada. Una webcam instalada en el techo del salón, que es el más amplio del museo, comienza a transmitir imágenes en directo al sitio internet de algunos medios noticiosos. Durante la inauguración, llevan a una chica vestida como momia al centro y le colocan el collar de perros en el cuello. La chica se acuesta en el suelo, lánguida. De inmediato le son retirados los platos de agua y comida, que son colocados en una esquina. Los flashes de las cámaras no se hacen esperar. Un murmullo se extiende por todo el recinto y yo miro a Benita, la otra conserje, al otro lado de la habitación. Benita me mira a mí y se encoge de hombros. Los dos guardias de seguridad apostados afuera de la puerta del museo se encienden mutuamente unos cigarrillos. Hace luna llena.
3. Este es mi tercer mes de laburo en el museo. Antes de trabajar aquí fui conserje también, en una galería de arte en medio de la ciudad. Previo a ello fui ama de llaves por espacio de seis años del pintor Zulam
Olivièhr, y luego fungí como ayudante de limpieza en el atelier de un famosísimo restaurador de muebles que padeció leucemia y antes de morir, veló amorosamente porque Patricia, la directora de este museo, me ofreciera trabajo.
Al principio Patricia y yo no congeniamos. No le cayó bien que yo fuera tan silenciosa, que asintiera con la cabeza la mayoría de las veces o que murmurara tan
una equis. Era una mujer rara, dictatorial y muy seria que solamente suavizaba sus facciones si la mujer con quien vivía llegaba en las tardes y la invitaba a almorzar o a pasear al parque. En más de una ocasión las espié mientras se besaban en la oficina de la dirección. Las vi abrazarse, tocarse los senos, llorar. Durante las fiestas navideñas y sin querer, las encontré en el pasillo sonriéndose. Esa tarde la mujer que lleva flores de vez en cuando a la directora, me entregó una tarjeta de
bajito. En más de una ocasión me preguntó si yo había entendido sus instrucciones. Supongo que con el tiempo, al corroborar que llevaba a cabo las mismas sin errores, se convenció de mi eficiencia. Pronunciaba mal mi nombre y le fastidiaba que yo no pudiera firmar las jornadas de trabajo, más allá de marcar con
felicitación. Patricia se disculpó enseguida conmigo y le explicó a la mujer que yo no sabía leer. Ella también pidió disculpas.
4. Tuve que atender una clase sobre métodos correctos de manejo de desperdicios, para que se me diera este oficio y que Patricia, que es tan exigente, quedara conforme. Benita me contó durante un almuerzo, que ella y los demás conserjes también habían tenido que pasar el curso. Que incluso debían atender a dicha orientación los veladores de galería y hasta los guardias de seguridad de interiores. Tuve que aprender a limpiar correctamente las salas de exhibición, los alrededores de los cuadros, las esculturas y los montajes especiales según ciertas reglas específicas. Por lo que se nos indicó a mí, a Benita, y a los otros empleados de saneamiento, todo lo que existe en un museo es sagrado. Hasta lo que parece basura. Se nos habló del caso de una doméstica que fue despedida de un museo en Ciudad México por haber echado al zafacón las colillas de cigarrillo de una exhibición importante que formaban parte de la pieza “Huella latente”, inaugurada el pasado año.
Durante las clases, los otros compañeros de trabajo tomaron notas en sus libretas e hicieron preguntas. Yo me mantuve en silencio grabándome en la cabeza todo el material importante. Una vez terminado el curso, nos dieron un diploma. Coloqué el mío sobre la cabecera de mi cama, en el pequeño apartamento que comparto con Minina, mi perra, esperanzada en que algún día mi hermano Jesuso salga de la cárcel y me visite. Quién sabe, quizás me lo pueda leer para ver qué dice. Es posible que hasta sienta orgullo de mí.
5. En el Atrio Mensis se realiza, dos veces a la semana, una dramatización que, al finalizar desemboca en la creación progresiva de lo que las artistas, el público y la directora del museo catalogan como una obra de arte viva. Dicen, en realidad, que es una obra de arte sobre otra obra de arte. El primer miércoles nueve mujeres se sentaron en las losas con sus torsos desnudos y menstruantes, a dibujar con su sangre, un diseño en el suelo. Lo que quedó dentro del círculo se preservó, y lo que quedó fuera, yo debí eliminarlo una vez dio cierre la exhibición por esa noche, y el público fue ahuyentado del museo. Luego, el viernes siguiente, el colectivo se volvió a sentar sobre la obra anterior a reconfigurar una nueva. Y así, todas las semanas lo
mismo. Y todas las semanas se abarrota el recinto de gente. Gente muy fina, con trajes negros, largos, caros. Gente que llega lo mismo en motocicleta que en auto con chofer.
A mí me toca cepillar las losas fuera del límite, una vez todos abandonan la escena. La sangre es muy espesa, y mucho más si se coagula.
6. Lo ideal es lavar con agua fría (la caliente solo sirve para fijar la mancha aún más) lo antes posible, ya que luego costará mucho más quitarla. Con una esponja y un poco de detergente basta. Cuando una mancha se resiste a salir, hay que emplear alguno de los productos especiales en el almacén. De todos modos, si la mancha se ha quedado impregnada, detergente, agua y amoníaco pueden ayudar, empleando luego agua oxigenada para eliminar los rastros que puedan quedar tras la limpieza. Como el suelo del museo no es poroso, nunca hay demasiados problemas.
Con el pasar de las semanas he logrado acortar el tiempo de saneamiento. En principio me tomaba casi dos horas. A estas alturas ya puedo higienizar completamente (fuera del círculo rojo) invirtiendo tan solo cuarenta y ocho minutos. Como ya me toma menos, Benita me espera a la salida y yo la acompaño a su casa. Caminamos contándonos cualquier cosa. Ella se despide con un abrazo caluroso, en las escalinatas de su hogar y siempre me pregunta si tengo apetito. Yo le digo que no e intento explicarle que así, como ella lo pronuncia, no se dice mi nombre. Al final me convenzo de no decir nada y sigo el camino.
7. El documento que cuelga en la entrada principal del Atrio Hambrus es leído con gran atención por casi todos los visitantes del museo. La chica amarrada al collar de perro desfallece de a poco, conforme pasan los días, y las bandas de tela que tiene alrededor de su cuerpo se han ido deshaciendo. A Benita le ha tocado limpiar sus desperdicios de excremento y orines después de las primeras funciones de la exhibición. A estas alturas de la casi semana y media que lleva, como no come, ya ni defeca y mucho menos orina.
Benita me pregunta una noche mientras caminamos por el parque, si yo me atrevería a hacer lo que hacen las muchachas artistas esas con su menstruación. Le contesto que a mi edad ya no me viene la regla y que considero este nuevo tipo de protesta y rebeldía por los jóvenes, muy raro. En mi buena época, —le digo— si una mujer deseaba denunciar algo, se iba al Congreso de los americanos con algún grupo de extremistas a disparar. O se quemaban bragas y sostenes frente a algún edificio de gobierno.
¿Qué es lo que dibujan ellas?, insiste Benita y yo me distraigo con el oscuro iris de sus ojos. Allá le escuché decir al velador que dibujan una lunación, contesto. ¿Y eso qué es?, pregunta Benita mordiéndose el labio. Me entran nervios. Me da pavor llegar a un punto en que no pueda contestar más por no saber la respuesta. Ella es una mujer inteligente, y yo no lo soy tanto. Entonces digo: ¿Cuándo darán de comer a la chiquita de tu exhibición? Benita parpadea. Se desorienta un poco por el cambio repentino de tema y dice: Nunca. Se supone que se muera de hambre.
8. La lunación es el período que transcurre entre dos idénticas fases de la luna, por ejemplo dos lunas llenas, dos medias lunas y así. Equivale a veintinueve días, doce horas, cuarenta y cuatro minutos y tres segundos o, más simplemente, 29.5 días. Todos o casi todos los calendarios de la antigüedad son basados en la lunación para medir el tiempo. La lunación es, pues, el origen de los meses. Y tú, ¿para qué quieres saber eso?, me pregunta Patricia que está sentada en el escritorio de su inmensa oficina observándome. Alzo los hombros, miro mi uniforme y le doy las gracias. Cuando volteo para salir, ella me increpa: Perdona mi rudeza, no ha sido mi intención. Si algún día tienes cualquier otro cuestionamiento sobre las exhibiciones, estoy a tus órdenes para contestarlo.
Gracias, le digo.
Y ella añade: Si deseas, puedo… er… puedo matricularte en alguna clase de alfabetismo, es decir, en una clase para que aprendas a leer y escribir.
Es ahí cuando titubeo y le pregunto: ¿Únicamente so-
bre las exhibiciones es que puedo hacerle preguntas? Patricia sube y baja la cabeza lentamente: O sobre cualquier otra duda u otra cosa que quieras aclarar, incluye.
Yo, pues, me armo de valor y exclamo: ¿Cómo se hace para besar por primera vez a una mujer?
9. Voy pasando revisión sobre los productos de limpieza. Estoy catalogando el amoníaco para el lavado de cristales y azulejos, el agua oxigenada para la limpieza del mármol y el bicarbonato para la eliminación de máculas amarillas que aparecen en los manteles blancos de los cocteles, cuando se me ocurre.
Aprender a leer y escribir, ha sugerido Patricia. Yo no le he contestado. Y creo que quedó fatal que le hiciera la pregunta sobre el beso. Creo que por eso no pudo contestarla. Quizás, si aprendo a leer y escribir, puedo redactar una carta en la que sea yo quien pregunte directamente a Benita. Algo así como: Benita, ¿puedo besarte? Y entonces ella dice que sí. Yo me le acerco y beso por fin a alguien. Beso por primera vez a alguien.
Doy con el limón. El limón elimina las manchas de óxido en tejidos, suelos de cerámica y sanitarios, blanquea las manchas de tinta y elimina las de metales. Y doy también con la sal, que deshace los malos olores; y el vinagre, que reaviva el color de los textiles y evita que las cortinas de los atrios se destiñan. También tenemos leche, por si salpica sangre o se nos mancha la ropa. Dentro del bote de leche, mirándola con calma y cautela, puedo encontrar la imagen del rostro de Benita. Sus labios. Mis deseos de besarla.
10. El personal de mantenimiento del museo desayuna en la cafetería del lado. Es allí donde recuerdo haber visto los labios de Benita, por primera vez, con detenimiento. Se encienden las luces de las salas de exposición. Dos vigilantes se aseguran que todos los aparatos eléctricos —luces, audio, vídeo— funcionan correctamente. Algunos guardias de seguridad se reúnen en la puerta de entrada. En aquella puerta olí el perfume de Benita por primera vez. Violetas moradas.
Sabor azucarado. Se abre la Tienda del museo. Da inicio el taller para niños y adolescentes sobre dibujo corporal en una de las salas. Empieza la visita guiada a la exposición de Las Perseidas. Un hombre y una mujer pasean sus perros en la plaza, y algunos conserjes lo notan desde los cristales. Tres pintores motean de blanco los muros del vestíbulo principal. Se enciende la fotocopiadora en la biblioteca del museo. Finaliza la exposición de Oriónidas. Benita me cuenta en secreto, muy cerca su boca de mi oreja, que así se llama a los meteoros de octubre. La supervisora de vigilantes contempla fijamente la webcam situada en el techo del Atrio Hambrus. La chica con sed y hambre duerme poco, pero se mueve inquieta. Tiembla y delira. Va perdiendo las bandas de tela que lleva alrededor de su cuerpo y que la hacían parecer una momia. La biblioteca abre al público. Un padre y su hija toman el sol en uno de los balcones frente a las ventanas de la biblioteca. Usan una sombrilla roja para protegerse de los rayos. Los dos vigilantes que se encuentran en la puerta principal del museo se encienden mutuamente los cigarrillos. Luego salen a almorzar. Recuerdo que Benita no fuma, y por lo mismo he dejado de fumar yo. Porcentaje de humedad en el exterior: 70%. Humedad relativa dentro del museo: 60%. Temperatura dentro del museo: 20°C. Temperatura media en las salas de exposición:19 grados centígrados. Un joven sordo-mudo limpia las escalinatas de entrada y el podium con una manguera. Hoy miércoles, es el día del Visitante Especial en el museo. La entrada solo cuesta la mitad del precio regular. En un momento de distracción, Benita pregunta al primero que pasa: ¿Sabe usted que está siendo observado? La persona responde: ¿Observado?
Sí, esa cámara (señalando la webcam) está conectada a un sitio internet y cualquier persona puede mirar por ella las 24 horas del día.
La persona contesta: Imagino que toda la vigilancia es para que la chica que agoniza no se escape. ¿Sabe usted que este mismo experimento se hizo en 2007? Un costarricense llamado Habacuc dejó morir de hambre a un perro en una de sus ‹composiciones› para una exposición de arte en Nicaragua. La hipocresía de la gente, imagínese. Protestaron por la muerte del animal, pero nadie hizo nada. Nadie llegó a liberar al perro ni le dio comida o llamó a la policía. Igual pa-
sará con esta fulana anónima, la gente no se sensibiliza nunca. Pero esto es otra cosa, una obra artística de verdad, valiente, más grande en fondo y forma. ¿Crees que esto que acabo de decir ha salido por la webcam?
11. Lo primero que aprendo a escribir en las clases de alfabetismo es su nombre. La b con doble barriga porque es mayúscula. La e de elefante con movimiento de círculo a mitad. La n de niña con un palito y un bastoncito pegado. La i de iglesia con su línea y su puntito. La t de tomate, conjunción de dos líneas pequeñitas, una para arriba y la otra que le cruza. La a de amor.
12. La tarde de limpieza rigurosa del Atrio Hambrus, Benita no ha ido a trabajar. Se pierde el caos en el museo causado por la remoción del cuerpo sin signos vitales.
Benita se ausenta alegando estar enferma, ese día y el siguiente. La he besado la noche anterior. Estuve enviándole varias notas a su casa, para demostrarle que aprendía a escribir. Le hice cartas que enviaba con los otros conserjes, explicándole que así, como ella lo pronuncia, no se dice mi nombre. Ella nunca contestó ninguna ni me habló de ninguna. A pesar de que sí sabía leer y escribir, eligió no contestarme.
Ahora que ya puedo entender el cartel de la chica muerta, me doy perfecta cuenta que su testamento firmado y autografiado por unos abogados, de nada sirve si el resto del mundo está dispuesto a ver tu agonía. Lo que hace falta es que otros quieran y puedan mirarte mientras desapareces. Verte languidecer. Atestiguar tu caída. Todo lo que hace falta es el otro que observa. Que observa y no hace, o que no sabe qué hacer, o que no quiere enterarse.
Mientras retiran el cuerpo, yacen los envases intactos de comida y agua, lo que queda de las bandas de tela que tenía alrededor de su cuerpo, los excrementos y la orina en el suelo. Entonces alguien logra acceso al Atrio Mensis, sin que nadie lo note. Y así, como una incógnita, entre los matices rojos de la obra construida sobre el piso encuentran el siguiente escrito: la b, la e, la n, la i, la t y la a.
Hoy es luna llena.