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EL TÍO ENEMÍAS

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DISCALCULIA

DISCALCULIA

Ni los fantasmas lo saben

por El tío Enemías

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Salvo por alguna parada técnica, llevaban cincuenta y tres años viajando a dieciséis pársecs por segundo. Al día siguiente, la ReTardis empezaría a decelerar. Nuevo Saigón, un planeta de la constelación de Biselios con condiciones similares a las de La Tierra, su destino. Eran la vanguardia de la conquista del Espacio. Como en una película barata de ciencia ficción, transportaban cientos de personas criogenizadas y materiales para establecer una primera colonia. Con el tiempo, los pocos supervivientes que quedaban en La Tierra se irían asentando. Aunque eso la Capitana Ágreda y su equipo no llegarían a verlo. Ya eran demasiado viejos. Más viejos que un bosque. Toda la tripulación había embarcado con veintipocos. Vidas casi enteras en una lata a una velocidad absurda a través del Espacio. Cincuenta y tres años son demasiados años. Para vagar por el espacio, para trabajar en una fábrica, para dormir con la misma persona. Para cualquier cosa.

La Capitana Ágreda pasaba horas observando el Espacio, en silencio. Durante décadas lo hizo de pie, hasta que a los cincuenta y pico tuvo que empezar a sentarse en una silla. Desde hacía meses se quedaba dormida en la silla hasta que algún ruido, por lo general algún pequeño androide de limpieza, la despertaba.

De los ochenta y nueve tripulantes ya habían perdido a más de la mitad. La mayoría de viejos durante los últimos años. Pérez de Zabalza, el cocinero, y Urarte, la científica, se suicidaron en los años 19 y 23 de viaje. Aquellos años fueron los peores. En el año 39 de viaje perdieron a Aguado, la operaria de mantenimiento, cuando salió a revisar los reactores. Su arnés se soltó. La vieron alejarse flotando a la deriva en el indiferente vacío espacial. Nada pudieron hacer. Ágreda ordenó salir a todo el mundo de la cabina de mando y a través del intercomunicador acompañó a la operaria durante las dos horas que duró el oxígeno en su traje. Lo que hablaron en esas dos horas, ni los fantasmas lo saben. Ni siquiera la Capitana lo recuerda, el tiempo y un alzhéimer en ciernes se han encargado de desvanecer aquellas palabras.

Cuando las fuerzas flaqueaban, Ágreda leía las cartas que les habían mandado niños de todo el mundo antes de partir. Los primeros años de viaje sentía a esos niños sin cara como hermanos pequeños, después como hijos y ahora como nietos. Pero ya estaban todos muertos. Y los nietos de los nietos de esos niños probablemente también. La ReTardis viajaba más rápido que el tiempo, tanto, que no podían comunicarse con La Tierra. Era imposible saber cómo estaban las cosas allí atrás. Los primeros años de viaje, la tripulación bromeaba con que en La Tierra ya habría institutos, calles, polideportivos y estadios con sus nombres. Ágreda seguía soñando con La Tierra. Soñaba con que hacía cosas normales como comprar el pan, ir a echar gasolina o ver la televisión con sus padres y su hermano. Su familia también había muerto.

El viaje terminaba. Si nada iba mal, en pocas horas su trabajo habría concluido. Como Capitana, sería la primera persona en salir de la nave y clavar la bandera de La Tierra en Nuevo Saigón. A lo largo de cincuenta y tres años, el discurso, dentro de su cabeza, había cambiado cientos de veces. Esperaba no tropezarse ni balbucear. Toda una vida orientada a un puto único momento.

* Ágreda activó el piloto automático y dejó que el ordenador hiciera el resto. Toda la tripulación llevaba los trajes puestos y estaba bien amarrada a sus asientos. Ágreda miró a su izquierda, ahí estaba Montañés, el segundo de abordo. Fue su alumno en la academia. Lo conoció con 23 años. Ahora tenía 79. Sabía más de él que de su propio hermano o de sus padres, que hacía tiempo eran sólo fotografías viejas en su mesilla. –He ganado la apuesta, Capitana –le dijo Montañés–, llegamos a Nuevo Saigón y conservo más dientes que usted. –Creo que ya va siendo hora de que me tutee –le respondió Ágreda. –Nada hasta que aterricemos, Capitana. –Montañés. ¿Lleva puestos sus pañales? –Afirmativo. Hace ya un rato que me he cagado

encima, Capitana. –Teníamos que haber apostado a ver quién se cagaba antes en vez de lo de los dientes, Montañés. –Ya es tarde, Capitana. –Sí. Ya es tarde.

Cuando entraron en la atmósfera de Nuevo Saigón, el aire dentro de la nave se volvió más pesado, arrugando sus trajes y su caras aún más de lo que ya estaban. En un minuto, la temperatura subió hasta cincuenta y un grados. Someter a unos carcamales a un aterrizaje así era una muerte casi segura. Pero alguien tenía que hacerlo. Hubo una sacudida. Gritos. Otra sacudida. La luces se apagaron y empezó un traqueteo ensordecedor. Ágreda vio desprenderse un trozo de la ReTardis que se deshizo en llamas al momento. Respiraba deprisa. Sudaba un sudor viejo, caducado. Su casco se fue empañando hasta que no pudo ver nada. Oyó un crac. Mi casco rompiéndose por la presión, pensó. Pero no. Era su cráneo. Intentó morder con fuerza para mantenerse consciente pero su dentadura postiza se resbaló y se precipitó garganta abajo. Mierda. No había contado con eso. Se ahogaba. Adiós a aparecer en los libros de Historia, pensó. Sus esfínteres se soltaron. Cerró los ojos y le vino la imagen de Aguado, la operaria de mantenimiento, manoteando en la nada, intentando aferrarse a algo. Se desmayó.

* Despertó en una habitación blanca. Aunque la garganta le dolía y tenía la cabeza embotada, estaba medio bien. Tenía la cabeza vendada y llevaba pañales limpios. En una mesilla estaba su dentadura dentro de un vaso con agua. Se incorporó y se la puso. La habitación era pequeña y sobria: una ventana, una televisión, una mesa con dos sillas, un armario y un andador. Se puso una bata de franela encima del pijama, unas zapatillas, agarró el andador y salió. Caminó por un pasillo con muchas puertas iguales a la suya en las que había diferentes nombres. Algunos eran de sus compañeros de viaje pero la mayoría le eran ajenos. Llegó a una gran puerta tras la que se oía un murmullo. La abrió y la luz de un sol desconocido la cegó unos segundos. Cuando su vista se acomodó, vio un gran jardín con caminitos de piedra y árboles de todo tipo. Había perros y pájaros. Niños jugaban, adultos y ancianos paseaban. No conocía a nadie. Caminó varios minutos, curiosa y desorientada, hasta que vio a Montañés sentado en un banco echando miguitas a unas palomas. Se acercó y se sentó a su lado. –Nos adelantaron hace tiempo, Capitana –dijo él–. Mientras veníamos construyeron naves mucho más potentes. Llevan décadas aquí. Se olvidaron de nosotros. –Pues vaya mierda –dijo Ágreda. Y añadió: –Por cierto, ya puede usted tutearme. –Me va a costar acostumbrarme, Capitana. –¿A qué hora se cena aquí? –Preguntó Ágreda. –A las siete, Capitana. –Las siete. Buena hora.

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