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RADIOGRAFÍA DEL DISCURSO TOTALITARIO
El discurso ideológico, legitimación del totalitarismo
Los regímenes totalitarios, desde la Antigüedad hasta nuestros días, no se han conformado con someter cuerpos y haciendas e imponer su poder por la fuerza bruta. Han querido controlarlo todo. Incluyendo, por supuesto, el discurso. Pues es a través del discurso como se difunde la ideología que legitima el poder.
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Por: Enrique Sánchez-Costa. Doctor en Humanidades Premio Extraordinario de Doctorado (UPF) Profesor principal UDEP
La ideología que lo justifica y lo enaltece ante los sometidos al régimen y –según se espera– ante la posteridad. El dictador necesita, mientras hace el mal, ser celebrado como ángel de luz. Lo explicó con perspicacia Alexandr Solzhenitsyn, víctima del totalitarismo soviético, en su monumental Archipiélago Gulag (1973):
“Antes de hacer mal, el hombre tiene que concebir el mal como un bien o como una acción lógica, con sentido. Así es, por suerte, la naturaleza del hombre, que tiene que buscar justificación a sus hechos. […]
Tan solo una docena de cadáveres agotaban la fantasía y las fuerzas espirituales de los criminales shakespearianos. Eso les pasaba por carecer de ideología.
¡La ideología!, he aquí lo que da la justificación buscada a la maldad y la requerida dureza prolongada al malvado. La teoría social que ante él mismo y ante los demás le ayuda a blanquear sus actos y a escuchar, en lugar de reproches y de maldiciones, loas y honores”.
Octavio Augusto, Padre de la Patria
Tras 500 años de República y varias guerras civiles, Cayo Octavio se proclama, el año 27 a. C., primer emperador de Roma. Es, de hecho, un rey absolutista. Pero como los romanos odian la monarquía, Octavio no utiliza ese término. En su lugar, crea una constelación de títulos que le confieren poder y prestigio: Augusto (el “Reverenciado”), Padre de la Patria, Príncipe de la Ciudad, César, Emperador.
El ministro de Augusto, Cayo Mecenas, patrocina a intelectuales. Estos cantan la valentía, la clemencia, la justicia y la piedad del emperador, “a quien se le concedió un imperio sin fin” (Virgilio). Por su parte, los artistas romanos saturan el Imperio de esculturas de Augusto, que lo muestran siempre joven, bello, idealizado.
El hombre que ha derramado sangre sin cuento para alcanzar el poder se presenta como “Príncipe de la Paz”. El hombre de vida sexual disoluta ilegaliza el adulterio (y condena a su hija Julia al exilio, por adúltera). Y el hombre que ha acabado para siempre con la democracia de la República romana (y que inaugurará medio siglo de emperadores autoritarios), se presenta en sus monedas como “aquel que restituyó las leyes y el derecho al pueblo romano”. Su testamento, las “Hazañas del divino Augusto”, es una larguísima auto justificación narcisista de su vida.
Klemperer y el discurso del nazismo
En la época contemporánea, los totalitarismos fascistas y comunistas, aprovechando el desarrollo de la psicología de masas y los mass media, llevarán al paroxismo la propaganda ideológica. Para aproximarnos a la retórica del nazismo, nada mejor que acudir a La lengua del Tercer Reich, publicado por Victor Klemperer en 1947. Para este filólogo alemán –de origen judío– “el lenguaje no solo crea y piensa por mí, sino que guía a la vez mis emociones, dirige mi personalidad psíquica, tanto más cuanto mayores son la naturalidad y la inconsciencia con que me entrego a él”. De ahí que, tanto a una persona como a un régimen, les delate “el estilo de su lenguaje”. A continuación, espigaré del libro de Klemperer diez características del lenguaje nazi:
* Lenguaje muy pobre y homogéneo. Repetición continua, como la publicidad, de los mismos tópicos. Uso de palabras visuales y concretas. Dice Goebbels: “Tenemos que hablar el lenguaje que el pueblo entiende. [...] Mirarle la boca al pueblo”.
* Odio al pensamiento, el sistema, la inteligencia (el “intelectualismo”) o la objetividad, que se sustituyen por el sentimiento. Exaltación (que bebe del romanticismo) del sentimiento, la voluntad, el instinto, el impulso, lo espontáneo, la fe desgajada de la razón, la visión intuitiva, la vivencia, etc.
* No hay diferencia entre el discurso oral y escrito. Todo es declamación: arenga, agitación, incitación. Todo es grito. Todo es teatralidad y escenificación (los símbolos, gestos, banderas y antorchas son tan importantes como las palabras).
* Eliminación de lo privado. Todo es público, colectividad, pueblo. Una de sus consignas: “Tú no eres nada, tu pueblo lo es todo”.
* Predominio de lo militar, a lo cual se reduce todo “heroísmo”. Exaltación del “fanatismo” (relacionado con el coraje y la pasión) y de la obediencia “ciega” o “fanática”. Servilismo: “¡Somos los siervos del Führer!”, pronunció un catedrático.
* Obsesión antisemita. Uso de “judío” como adjetivo denigratorio: la “guerra judía”, el “venenoso humanismo judío” (opuesto al ideal de germanidad). Se asocia a los judíos con el “tumor”, la “pestilencia”, el “gusano”, lo “amarillo” (color de la peste y la envidia).
* Abuso del superlativo. Todo lo nazi es “histórico”, “singular”, “total”, “mundial”, “eterno”, “milenario”. Los números son siempre hiperbólicos.
* Exaltación del deporte (sobre todo, el boxeo y las carreras de carros), el músculo, la acción, la fuerza, el dinamismo, "el Movimiento".
* Abuso del entrecomillado irónico, que se aplica para poner en cuestión todo concepto que no sea claramente nazi.
*Usurpación del lenguaje religioso cristiano. Hitler persigue el cristianismo, pero se apropia de sus referentes simbólicos y lingüísticos.
Orwell y el discurso del comunismo soviético
Pocos escritores del siglo XX vivieron tantas vidas como Arthur Blair, más conocido por su pseudónimo: George Orwell. Nació en la India británica. Estudió en el colegio elitista de Eton. Fue policía del Imperio británico en Birmania. Trabajó de lavaplatos en los bajos fondos de Londres y París. Vivió con mineros ingleses paupérrimos. Y luchó junto al bando republicano en la Guerra Civil española. Allí, por sus simpatías trotskistas, fue perseguido por los estalinistas. Huyó de España, con sus perseguidores pisándole los talones. Esa experiencia límite le cambió. Afirmaría luego: “Cada renglón que he escrito en serio desde 1936 lo he creado, directa o indirectamente, en contra del totalitarismo y a favor del socialismo democrático”.
En su novela alegórica Rebelión en la granja (1945) satirizará la deriva totalitaria de la Revolución rusa. Y en su distopía 1984 (1949) radiografiará como nadie el discurso totalitario. Narra un mundo infernal, en el que un dictador –el Gran Hermano– lo controla todo. Hay cámaras y micrófonos ocultos por todas partes. Se fomenta la delación dentro de la familia. Y la Policía del Pensamiento castiga la más mínima desviación heterodoxa. El régimen retuerce la verdad por medio del “doblepiensa”: la imposición de incoherencias lógicas. Y crea una “nuevalengua”, que comprime el número de palabras y limita sus significados, para “reducir el alcance del pensamiento”.
En el mundo totalitario que describe Orwell llama la atención, también, el recurso continuo a la mentira y el eufemismo: “El Ministerio de la Paz promueve la guerra; el Ministerio de la Verdad miente; el Ministerio del Amor tortura; y el Ministerio de la Abundancia favorece el hambre”. El régimen no solo falsea las palabras: también manipula la historia, para suprimir o tergiversar cualquier evento o palabra pasada que contradiga la ortodoxia actual del Partido. Y, por supuesto, recurre al enemigo externo, al chivo expiatorio (Goldstein/Trotsky, al que se dedica en las noticias, cada día, Dos Minutos de Odio).
Ya en los inicios de la Revolución rusa, el Partido Comunista había creado un Departamento de Agitación y Propaganda (“Agitprop”). Trabajará a destajo, tiñendo de ideología cualquier discurso y producción artística. Lo vemos, por ejemplo, en los carteles soviéticos. En uno de 1920, de connotaciones mesiánicas, se lee que “el camarada Lenin barre la suciedad del mundo”. En uno estalinista, de 1946, se desea “larga vida a nuestro maestro, nuestro padre, nuestro líder, Camarada Stalin”. En la URSS todos eran camaradas, pero Stalin era el camarada con mayúscula. O, por decirlo con la frase emblemática de Rebelión en la granja: “Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros”.
Las líneas maestras del discurso totalitario
Tanto en el imperialismo romano como en el nazismo y el comunismo se aprecian rasgos comunes del discurso totalitario. La exaltación del líder y su equiparación con la patria (“Fidel es un país”, dirán en Cuba). El abuso del eufemismo (en Cuba la “libreta de racionamiento” se llama “libreta de abastecimientos”). La repetición incansable de lemas propagandísticos. La hipérbole y la adjetivación exaltada. La búsqueda de chivos expiatorios y enemigos externos –deshumanizados–, para unir contra ellos a los gobernados. Las menciones continuas al “pueblo”, y la reducción de este al molde ideológico del dictador. La apelación continua a los sacrificios y las guerras, para acceder a la esperanza y el nuevo mundo/ hombre que traerá la ideología salvadora. El adanismo: como si la verdadera Historia empezase con ese dictador.
El 27 de mayo de 2021, Nicolás Maduro, “hijo de Chávez” (igual que Octavio Augusto se proclamaba hijo del divino César) escribía esto en Twitter: “Estuvimos reunidos en el Congreso Bicentenario de los Pueblos, activo, vivo y movilizado en estos tiempos de unión revolucionaria, despertar popular, esperanza renovada, de batallas, resistencia y sacrificios. Preparándonos para los 200 años de la Batalla de Carabobo”. He ahí, condensados, muchos de los temas que han aparecido en esta radiografía del discurso totalitario.
Por desgracia, los discursos legitimadores de regímenes autoritarios perviven hoy en el mundo y en América Latina. Y es tarea de cada observador desenmascarar a los populistas de todo pelaje, que reducen la complejidad de lo real a moldes ideológicos simplistas, exaltados y fallidos. Vigilando a los tramposos del discurso lograremos que el “pueblo” no sustituya al ciudadano, ni la emoción a la razón, ni el radicalismo a la prudencia, ni la igualdad a la libertad, ni la falsa utopía a la realidad.