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PENSAR EN EL OTRO, EN EL DÍA A DÍA
Proteger la vida de los demás
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Escribe: Federico Prieto Celi. Doctor en Derecho, periodista y profesor universitario
El 16 de agosto del 2020 vimos por la pequeña pantalla de televisión a más 2,500 personas en la plaza Colón de la capital española, manifestándose en contra del uso obligatorio de la mascarilla, por entender esa medida como ridícula y un recorte de libertades merced a la crisis del coronavirus, una pandemia que calificaron de farsa y mentira. Por supuesto los manifestantes iban sin mascarillas.
En Lima, mientras tanto, el desacato ante la norma se ha dado al no respetar siempre los dos metros de distancia social ante el peligro de contagio del COVID-19, con una estoica indiferencia en las colas del Banco de la Nación, en los mercados de abastos o en las filas para tomar los autobuses municipales. El apremio por cobrar 760 soles de subsidio de supervivencia, de compra de alimentos esenciales o de traslado del domicilio al trabajo está por encima, en su informalidad ancestral, que el cumplimiento estricto de un reglamento del Ministerio de Salud, por mucho que incumplirlo implique quizás la enfermedad y hasta la muerte.
El orden natural de la convivencia humana nos lleva a reconocer que cada persona tiene el deber y el derecho de proteger su propia vida de los peligros exteriores. Y ese mismo sentido común nos conduce al deber parejo de proteger la vida de los demás con el mismo énfasis, porque la dignidad de la persona humana es la misma en todos los casos, somos seres sociales y corresponsables de la existencia humana. Desacatar una norma es egoísmo. Cumplirla es madurez. Excederse en el cumplimiento es generosidad.
Puede ocurrir que dentro de un par de años se demuestre la inutilidad e incluso lo perjudicial de la mascarilla, como puede experimentarse que los dos metros de distancia no sirven de casi nada porque el COVID-19 se desplaza en el aire cinco metros. Pero mientras ello ocurra, cada persona en sociedad debe acatar las normas por una obligación ética, por un deber legal, por una solidaridad humana. El camino para encontrar la verdad de las cosas está en la investigación y experimentación científicas y no en el desacato práctico, ruidoso en España y silencioso en el Perú, pero igualmente perjudicial para ambas naciones.
Vale la pena desarrollar este argumento, diferenciando la actitud ética del gobernante con la del gobernado. Sin duda, el gobernante se ha encontrado, de la noche a la mañana, con un desafío descomunal, que ha enfrentado como mejor ha podido, con resultados dispares. Hay países que han obtenido un buen resultado en la defensa de la salud de los ciudadanos, como Corea del Sur o Alemania, mientras que hay otros -como el Perú y España, hay que decirloque nos ha ido mal. Pero los gobernados debemos obedecer.
Obedecer es una palabra que desde 1968, con la revolución cultural en el hemisferio norte, tiene un olor desagradable. Lo correcto es para la juventud la rebeldía individual, la manifestación callejera en contrario, la vestimenta informal y chocante, todo aquello que en definitiva sea un reproche a la generación de los padres. Los gobernados que se manifestaron en Madrid o que formaron filas indias sin distancia entre personas en Lima, tienen muchas razones para hacerlo pero han violado las normas y se han hecho merecedores de la intervención policial.
Sabemos que las normas son imperfectas y discutibles. Que puede haber ciudadanos que sustenten el portarse incorrectamente por algún argumento de peso. Pero la ley es la ley. Decían los clásicos: dura lex sed lex, dura ley pero la ley debe cumplirse, porque las normas se hacen pensando en el bien común, en la mayoría de las personas, a sabiendas que en casos aislados podría ser innecesaria, incómoda y hasta perjudicial. Pero si no hay ley ni orden, hay caos y daño social.
Podemos profundizar hasta llegar a lo íntimo de la conciencia individual, lo más secreto y escondido del alma. Ahí está la sindéresis que nos dice que hay que hacer el bien y rechazar el mal. Es algo puesto por Dios en la naturaleza humana. Este sentido natural o sentido común se enriquece con la cultura cristiana de los pueblos que la tenemos, como el español y el peruano. Y esa cultura cristiana, que está en la base de la formación cívica de estas naciones, dice que debemos amar al prójimo como a uno mismo. Esta simple frase nos lleva a respetar el uso de la mascarilla y a dejar dos metros entre uno y otro en la cola del banco, del mercado o del autobús.
Así, podría suponerse que a Corea del Sur y a Alemania les ha ido bien porque sus habitantes son disciplinados, mientras que al Perú y a España nos ha ido mal porque no lo somos. Observando esa comparación podemos pensar que no se trata solamente de obediencia o desacato, sino también de fortaleza o cansancio. Es un hecho que los pueblos del mundo se están cansando de medidas coercitivas a la libertad individual, y que asimismo la mayor parte de las familias se están quedando sin recursos económicos para subsistir encerrados en sus casas.
Ante tal panorama, la inteligencia, la voluntad y la afectividad de las personas y de los pueblos deben superar el aburrimiento cósmico del encerramiento social. Porque no podemos volver a la ley de la selva, que no es otra cosa que dejar de lado la obediencia a la ley, a pesar de las limitaciones, incompetencias, carencias y corrupción de la administración del Estado.
No podemos justificarnos echándole la culpa a las autoridades de nuestro comportamiento personal. Siempre tenemos como ‘tribunal constitucional’ de nuestra conducta personal a la conciencia individual, limpia de deformaciones ideológicas y fiel al sentimiento cristiano de la vida. Una vez libre por el cumplimiento de las normas, una vez rendidos ante la justicia humana por defectuosa que sea, tendremos paz en la conciencia. Esa es la riqueza que necesitamos ahora, paz ética. No es vano, otro adagio clásico reza: Si vis pacem, cole iustitiam, si quieres la paz, cultiva la justicia.
En la vida de relación entre los hombres, el pensar en el otro al obedecer una ley, por repugnante que sea, en el día a día, tiene por lo menos dos valores humanos: el ejercicio de la virtud de la humildad, que tanto enaltece; y el ejercicio de la solidaridad, que va más allá de la justicia, fortaleciendo la paz social.