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El hijo de Vallejo

Carlos Arévalo Venegas

Cirujano General

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Estoy cansado. El día en la clínica no pudo complicarse más. A punto de dar la medianoche abro la puerta de mi departamento. Una luz de lámpara tenue me da la bienvenida, mientras tropiezo con juguetes regados por todos lados, testigos silentes del huracán que los desplaza de un lado a otro cada día, arrastrados por la frenética diversión de la energía de sus dos años y medio. Todos duermen, pienso con resignación mientras camino a la cocina en busca de algo que cenar. Lo veo tan poco, ¿será que ya aprendió a decir “papá”? Un vaso de limonada fresca, un bizcochito, algunos recibos sobre la mesa. Paso por la habitación contigua y escucho su respiración serena. Abrigo sus sueños. Son también los míos. Esta tarde, mientras almorzaba en la cafetería escuché las noticias: lluvias e inundaciones habían azotado el norte, y un huayco de imágenes calamitosas mostraron la ciudad de Trujillo arrasada por fango, piedras y llantos desprendidos desde la quebrada de San Ildefonso. El “Niño costero”, otra vez. Sobre un muro de la céntrica avenida Miraflores, una vieja casona trujillana lucía un grafiti de la famosa imagen del gran Cesar Vallejo, contemplando el horizonte en dirección contraria del cauce de lodo, con el mentón sobre su mano derecha.

“No aprendemos”, pensé, mientras terminaba el postre. El grafiti me acompañó todo el día en recuerdos sucesivos. La mirada devastada del poeta parecía contener como un dique la furia de la naturaleza.

Es difícil interpretar a Vallejo. Su obra poética coqueteó con el modernismo de Rubén Darío, con una vanguardia personalísima y telúrica, con versos de profundo compromiso social y un dolor desgarrador como núcleo de su obra prolífica y tan esperanzadora como un vientre preñado. Aún nos preguntamos, como Luis Alberto Sánchez: “¿Por qué Vallejo ha escrito Trilce?”. Repaso su imagen dibujada como un lamento sobre ese muro y reconozco en la profundidad de su ancha pirámide nasal, el aroma de los trigales en Santiago de Chuco; en su mirada crepuscular, la oscuridad de las haciendas azucareras endulzadas por la esclavitud perpetua; en su frente amplia y sesuda, largas conversaciones primaverales con Antenor Orrego y Víctor Raúl Haya de la Torre; en su facie lívida, el rastro del paludismo mal curado. El grafiti extiende sus trazos sobre el muro y aparece Georgette Philippard, su amor parisino e incondicional a prueba de xenofobias, ideologías, intelectos y diferencias sociales; está sentada a su espalda salvaguardando el sombrero de fieltro y su obra inmortal ante el acoso nazi, y aparece el patio del Gran Trianón, y es un chateau de Versalles con sus jardines majestuosos, y la lente curiosa de Juan Domingo Córdova, que retrata en ese verano de 1929 la posteridad del poeta, empuñando el bastón. Sobre el mármol apoya su huesuda figura de serranía.

“Y aparece, desafiante y perturbadora, esa, tantas veces negada, ilusión de paternidad. ¿Por qué Vallejo no quiso ser padre? ¿Tal vez no pudo? ¿Acaso no tuvo el coraje?”

De la mano de Otilia Villanueva, cajamarquina de figura adolescente, caminaba el profesor Vallejo por las callejuelas de los Barrios Altos. Paseaban enamorados por la vereda del jirón Ancash, cuadra cinco, dejando atrás el colegio Barrós entre repiqueteos de valses y jaranas que brotaban de los zaguanes como flores en un balcón. Caminaban distraídos el uno con el otro, y sobre la otra acera, caminaban todos los demás poetas. Y en ese romance limeño, en el otoño de 1918, se forjaron las primeras líneas a su musa de “Trilce”. Y fue ella, en su erotizada inspiración, quien le propició un dolor interminable y quizás culposo, arrastrado en toda su obra posterior: Otilia quedó embarazada y ante la negativa del vate por formalizar el compromiso, partió al destierro familiar de Huarochirí, no sin antes abortar al hijo de Vallejo. Quedó acuñada en esa experiencia su visión poética de la vida y la muerte, el terror a una paternidad no deseada. Y luego llegó el compromiso marxista de evitar las trabas a su furiosa militancia; tal vez su deseo furtivo de evitarle a su descendencia una dolorosa vida en tiempos de violencia política y miserias ante la deshumanización expresa del mundo atiborrado de conflictos inacabables y tragedias naturales y la profunda responsabilidad de criar a un niño en ese contexto. Vallejo vivió la injusticia de la cárcel, el abuso hacia los campesinos, la miseria parisina, la epopeya del migrante andino, el devenir de la salud quebrada por la pobreza, la humillación de Paco Yunque, sus frustrados estudios de medicina, el ciego pesar de la empatía, la indiferencia ante su obra monumental, la nostalgia de su identidad, el fervor republicano en la infausta guerra civil española. Pero los rastros de ese dolor gestado en Otilia, ante la vida que llega, que no nace y se pierde, lo acompañó en sus días más aciagos como parecen mos- trarlo algunos estudios sobre la pulsación e intertextualidad del aborto en su obra. Dice Vallejo: “…Pedradas negras se engendran en tu máscara y la rompen. La tumba es todavía un sexo de mujer que atrae al hombre”. (“Desnudo en barro”).

Algunas versiones biográficas del poeta señalan la precaria salud reproductiva de Georgette, expresada en varios abortos provocados ante la negativa de su esposo de asumir una paternidad juiciosa y desafiante. Alejada de aquellas versiones difamantes, aparece en muchos de sus versos una angustia por la infancia amenazada y un frustrado instinto paternal. Una enfurecida Georgette en su destierro limeño negó siempre tales calumnias. Lo amó y respetó, aún en su joven viudez, y luchó por publicar la obra de su esposo quebrada por su partida. En su epitafio, Georgette resumió su vida compartida: “He nevado tanto para que duermas.”

Hay también una intuición profética en esa mirada exploradora que trasciende el daguerrotipo que penetra el horizonte más allá del marco fotográfico, que acompaña su gesto versallesco de aquella tarde en Paris, recordándonos que “…todo lo vivido se empoza, como charco de culpa, en la mirada” (“Los Heraldos negros”). Una sensibilidad que sostiene presagios.

Cesar Vallejo nació el 16 de marzo de 1892, “…un día en el que dios estaba enfermo, grave” (“Espergesia”). Murió el 15 de abril de 1938, rodeado de sus amigos, con hambre de miseria y enfermo de vida. Era viernes santo, “…en Paris con aguacero” (“Piedra negra sobre piedra blanca”), un día en el que dios había muerto.

Vallejo acompañado de Otilia Villanueva, la supuesta “musa” de Trilce

Regreso a mi habitación intentando conciliar el sueño postergado por los pacientes y la imagen de Vallejo reaparece en el televisor, en la lamparita, en la sombra del techo. Extiendo la sábana. Escucho el suspirar de mi hijo desde su nariz afligida y húmeda por una alergia estival. No logro disipar el rostro incólume del poeta graficado sobre esa pared desbordada por el huayco que discurre en la pantalla del televisor. En esa mirada sepia de Vallejo hay una sonrisa inexpresiva, tenue. El niño desató su furia otra vez. ¿Acaso él tenía razón?

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