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La tragedia

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El hijo de Vallejo

El hijo de Vallejo

Alejandro Cárdenas (México)

Médico Internista

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Procedente del latín “tragoedia” y este del griego “tragoidía” (canto o drama heroico), compuesto de trágos (macho cabrío) y ádein (cantar), por el papel que se hacía desempeñar a este animal en las fiestas griegas donde se cantaban tragedias, especialmente en las fiestas de la Península Balcánica.

En el sentido que la conocemos, tragedia es el evento que irrumpe en la vida tranquila y rutinaria de todos y que viene a ensombrecer el panorama, el día, la vida familiar, la vida personal y la vida misma.

* * *

Alicia se despertó el sábado con un mordisco en la lengua que se dio en la madrugada debido a la angustia de no saber donde se encontraba Eduardo, su hijo, de 30 años, quien, como todos los jóvenes de esa edad, pretenden acabarse la vida en una noche de fiesta con los amigos, en salpicantes carcajadas y pensamientos argüenderos sin objetivos especiales, rodeados de la nada y para hacer disfrutar a todos de la poca importancia que tiene el hablar solo para hacer reír a los demás. a todos lados, y a todos los amigos, nadie sabe nada o lo ocultan por complicidad. La situación es desesperante y el tiempo hace que las sensaciones transformen la preocupación en angustia y luego en horror.

Eduardo era un muchacho alegre, amante de los animales de entre los cuales los gatos ocupaban su prioridad. Disfrutaba los amaneceres, correr por la playa, respirar el aire puro que viene con la brisa marina y gozar de la arena que se hunde en cada pisada enjuagando el frío del agua costera con su calidez pegajosa y su suavidad cosquilleante. Amaba las estrellas y los campos, las comidas caseras y los corajes de su mamá los sábados y domingos por la mañana debido a sus fiestas de fin de semana. Sabía perfectamente que no había nada que un beso y su presencia, no sometiera la ira materna por no haber avisado que llegaría tarde.

Soñaba con una vida profesional exitosa y se esforzaba a grandes pasos por ser protagonista de los buenos resultados, de llegar primero, de saber y aprender más Su sonrisa era la de un niño, sus intenciones siempre claras, su juventud contagiosa y sus comentarios siempre por el lado bueno del camino evitando conflictos y solventando malos entendidos.

Leía poesía y conquistaba con flores, bailaba enamorado de la música y se embebía abrazado de su novia, de la paz que da la cercanía humana y el palpitante corazón con la piel que rosa al sentimiento profundo del amor.

Alicia enloquece cada fin de semana, cuando, avanzada la noche, no escucha la puerta, ni la voz o la presencia de los hijos. Hoy tiene un mal presentimiento. Es la segunda noche que no sabe nada de su hijo. Ha llamado a todos lados, y a todos los amigos, nadie sabe nada o lo ocultan por complicidad. La situación es desesperante y el tiempo hace que las sensaciones transformen la preocupación en angustia y luego en horror.

Aconsejada, levanta el lunes por la mañana un acta de desaparición y se encuentra con la espeluznante respuesta de la presencia un cuerpo en el servicio médico forense aún sin identificar, pero que encaja perfecto con la descripción de Eduardo. Nada fue saberlo comparado con el drama de verlo: su niño desfigurado, su muchacho sano y fuerte amoratado por todos lados, rotos los huesos de la cara y reventado un ojo. Se tiene que sostener, llora en sollozos y niega la realidad. Lo mira una vez mas para reconocer cada espacio de su cuerpo aún desfigurado por la inclemente golpiza. Ni una puñalada, ni un balazo, solo golpes que masacraron aquel corazón joven y aquel jovial muchacho que soñaba con amar y ser amado. “Dios mío”, se dijo, “como permitiste esto, me has traicionado, nunca te he fallado, ¿por qué lo permitiste?”.

Inevitablemente, ella pregunta qué pasó y un policía con sonrisa socarrona le contesta: “Lo asaltaron y debe haberse resistido, o pleitos de alcohol; hay gente mala, la realidad es que no sabemos nada. Veremos qué dice el forense”.

El forense inicia el festín de órganos para explorar qué sucedió, lo hace con torpeza y sin mayor compromiso.

Alicia, a paso lento, abandona el recinto con un certificado en la mano y el permiso para llevarlo a incinerar. Lleva un profundo dolor que ya nadie sanará y que le quitó sentido a la vida.

Educó y cuidó a su hijo, lo enseño a ser buena persona y creó valores en él; le infundió respeto a la vida, una vida misma que le fue arrebatada a patadas. ¿Qué más podría haber hecho? Alicia está decepcionada de Dios, de la gente y de quienes deberían preservar el orden y la seguridad. Percibe que estamos desamparados y abandonados a la suerte. Se arrepiente de no haberlo enviado a vivir fuera del país y se lamenta en su dolor sin venganza en una ruda impunidad que ofende.

“Muerto estas, pequeño mío, nada puedo hacer”.

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