IMPOLÍTICAS DE LO COMÚN
TEXTO INÉDITO DE JEAN-LUC NANCY
Ensayos sobre George Bataille, Maurice Blanchot, Giorgio Agamben, Jacques Rancière y Roberto Esposito
PORTAFOLIO
ESCRIBEN:
Octavio Moctezuma: El eterno presente
Román Suárez, Edgar Calderón Savona, Edgar Morales Flores, Leticia Flores Farfán, Carlos López Ocampo y Hugo César Moreno Hernández
$50.00
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METAPOLÍTICA
ISSN: 1405-4558
Año 18, núm. 86, julio-septiembre, 2014, www.metapolitica.com.mx
METAPOLÍTICA
SUMARIO
AÑO 18, NÚM. 86, JULIO - SEPTIEMBRE 2014
www.metapolitica.com.mx
PORTAFOLIO Rector Mtro. J. Alfonso Esparza Ortiz
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OCTAVIO MOCTEZUMA: EL ETERNO PRESENTE por Ernesto Zavala
Secretario General Dr. René Valdiviezo Sandoval
88
Sobre ¿HACIA DÓNDE VAMOS? de Cesáreo Morales, por Óscar Martiarena
91
Sobre ATLAS MÍSTICO DE LA HOSPITALIDAD TRASHUMANCIA de Reyna Carretero Rangel, por Margarita León Vega
95
Sobre LAS BRECHAS DEL PUEBLO REFLEXIONES SOBRE IDENTIDADES POPULARES Y POPULISMO de Gerardo Aboy Carlés, Sebastián Barros y Julián Melo, por Antonio J. Hernández
SOCIEDAD ABIERTA
Director de Comunicación Institucional Mtro. Alfredo Avendaño Arenaza Director editorial Dr. Israel Covarrubias
IMPRENTA PÚBLICA
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LA MEDUSA DE PERSEO, EL PODER DE LAS IMÁGENES Y LA CULTURA por Juan Cristóbal Cruz Revueltas y Martha Elisa López Pedraza
20
LA CONTINUIDAD, LO NOVEDOSO Y LO OLVIDADO EN EL PROGRAMA DE CULTURA 2014-2018 por Román Armando Pérez López
100
Sobre EN BUSCA DEL PASADO PERDIDO. TEMPORALIDAD, HISTORIA Y MEMORIA de María Inés Mudrovcic y Nora Rabotnikof (coords.), por Gerardo Martínez Hernández
30
EL CONFLICTO EN UCRANIA. A DIEZ AÑOS DEL FRACASO DE LA REVOLUCIÓN NARANJA por Franco Gamboa Rocabado
103
Sobre SLAVOJ ZIZEK: FILOSOFÍA Y CRÍTICA DE LA IDEOLOGÍA de Francisco Castro Merrifield y Pablo Lazo Briones (coords.), por María Fernanda Miranda González
34
LAS BASES CONCEPTUALES EN TORNO A LAS POLÍTICAS DE DEFENSA NACIONAL Y DE SEGURIDAD por Herminio Sánchez de la Barquera y Arroyo y Hugo Ernesto Hernández Carrasco
107
Sobre RETRATO INVOLUNTARIO de Marina Azahua, por Giorgio Emilio Lavezzaro
109
Sobre GUERRA MEDIÁTICA PROLONGADA. EMOCRACIA, VIOLENCIA DE ESTADO Y CONTRAINFORMACIÓN de Pablo Gaytán Santiago, por Alfonso León Pérez
metapolitica@gmail.com
Consejo editorial José Antonio Aguilar Rivera, Roderic Ai Camp, Alejandro Anaya, Antonio Annino, Álvaro Aragón Rivera, Israel Arroyo, María Luisa Barcalett Pérez, Miguel Carbonell, Jorge David Cortés Moreno, José Antonio Crespo, Jaime del Arenal Fenochio, Rafael Estrada Michel, Néstor García Canclini, Pablo Gaytán Santiago, Francisco Gil Villegas, Armando González Torres, Paola Martínez Hernández, María de los Ángeles Mascott Sánchez, Alfio Mastropaolo, Jean Meyer, Edgar Morales Flores, Leonardo Morlino, José Luis Orozco, Juan Pablo Pampillo Baliño, Mario Perniola, Ugo Pipitone, Juan Manuel Ramírez Saíz, Víctor Reynoso, Xavier Rodríguez Ledesma, Roberto Sánchez, Antolín Sánchez Cuervo, Ángel Sermeño, Federico Vázquez Calero, Silvestre Villegas Revueltas, Danilo Zolo.
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Coordinador de Debates del presente número: Edgar Morales Flores Diseño, composición y diagramación Artegraf
METAPOLÍTICA, año 18, No. 86, Julio a Septiembre de 2014, es una publicación trimestral editada por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, con domicilio en 4 Sur 104, Col. Centro, C.P. 72000, Puebla, Pue., y distribuida a través de la Dirección de Comunicación Institucional, con domicilio en 4 sur 303, Centro Histórico, Puebla, Puebla, México, C.P. 72000, Tel. (52) (222) 2295500 ext. 5271 y 5281, www.metapolitica.com.mx, Editor Responsable Dra. Claudia Rivera Hernández, crivher@hotmail.com. Reserva de Derechos al uso exclusivo 04-2013-013011513700102. ISSN: 1405-4558, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Con Número de Certificado de Licitud de Título y Contenido: 15617, otorgado por la Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas de la Secretaría de Gobernación. Impresa por MAGDALENA GARCÍA REYES, Circuito San Bartolo Oriente A, Edificio C 709 Int. 8, Infonavit San Bartolo, Puebla, Puebla, C.P. 72490, Tel. (222) 1411337, DISTRIBUCIÓN. PERNAS Y CÍA., EDITORES Y DISTRIBUIDORES S.A. DE C.V. Poniente 134 No. 650 Col. Industrial Vallejo C.P. 023000, México D.F., Tel. 55874455, éste número se termino de imprimir en junio de 2014 con un tiraje de 3000 ejemplares. Costo del ejemplar $50.00 en México. Administración y suscripciones Ricardo Cartas Figueroa, Tel. (01) (222) 2295534, ext. 5127, correo: yosoy@ricardocartas.com.
EL MUNDO EN LA PALMA DE LA MANO. SOBRE SUBJETIVIDAD Y TECNOLOGÍA por Arturo Santillana Andraca
DEBATES IMPOLÍTICAS DE LO COMÚN 47
EL COMÚN EL MENOS COMÚN por Jean-Luc Nancy
51
BATAILLE: NOSTALGIA DEL MILAGRO. HETEROLOGÍA, SOBERANÍA Y COMUNIDAD por Román Suárez
56
LA COMUNIDAD INCONFESABLE O LA IMPOSIBILIDAD DEL VIVIR-JUNTOS por Edgar Calderón Savona
61
EL CUMPLIMIENTO DE LO IRREPARABLE. COMUNIDAD Y MESIANISMO EN GIORGIO AGAMBEN por Edgar Morales Flores
69
JACQUES RANCIÈRE Y LA COMUNIDAD DE LOS SIN-PARTE por Leticia Flores Farfán y Carlos López Ocampo
77
VIDA COMÚN O VIDA EN COMÚN. LA BIOPOLÍTICA Y EL SUJETO EN ROBERTO ESPOSITO por Hugo César Moreno Hernández
Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Todos los artículos son dictaminados. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. METAPOLÍTICA aparece en los siguientes índices: CLASE, CITAS LATINOAMERICANAS EN CIENCIAS SOCIALES (Centro de Información Científica y Humanística, UNAM); INIST (Institute de L’Information Scientifique et Tecnique); Sociological Abstract, Inc.; PAIS (Public Affairs Information Service); IBSS (Internacional Political Science Abstract); URLICH’S (Internacional Periodicals Directory) y EBSCO Information Services. METAPOLÍTICA no se hace responsable por materiales no solicitados. Títulos y subtítulos de la redacción.
Diseño de Portada: Paola Martínez Hernández. Imagen: Octavio Moctezuma, La suave patria, Técnica: temple y óleo sobre tela, 210 X 130 cm., 2009
OCTAVIO MOCTEZUMA: EN EL ETERNO PRESENTE Ernesto Zavala* Cómplice del tacto, Octavio Moctezuma traza las texturas del rostro del desierto hecho de corteza, hojas secas y polvo. El camino de espinos del maguey conduce paso a paso al centro de la soledad humana. Braulio González
¡No pasarán!, temple y óleo sobre tela, 130 x 210 cm., 2013.
Con las palabras de un escritor, entonces cercano, conocí hace diez años la obra de Octavio Moctezuma. Su complicidad con el tacto se confirma nuevamente en cada trazo. Y es verdad también que el desierto: es sólo corteza, empaque temporal; las hojas secas son desde literaturas clásicas hasta novelas pulp; y el polvo: los pigmentos de un camino que conduce a redescubrir aquella soledad humana resignificada. Hoy nos ofrece presente y eternidad en un solo trazo: Eterno Presente. Octavio Moctezuma es el “Vigilante” de la crónica de los hechos de un día en la modernidad; como siguiendo las huellas de un caso y arrancando la confesión para exponerla mediante pruebas irrefutables. Hace justicia por su propia mano y la realidad es “delatada” por la representación. Tal insistencia en el trazo obtiene que el presente se (re)presente y estalle en una diversidad plástica narrativa y elocuente. La sonoridad repercute en armonía que orquesta silencios, los sonidos cotidianos, urbanos y fabriles, hasta explotar en una noche de jazz. En ese baile con figuras liberadas, más allá de lo abstracto y más allá de lo conceptual, festejando el deseo más puro e inconsciente de vida. El deseo de la naturaleza está en todo: desde sus personajes más oscuros defendidos por el poder, los anónimos, las masas, los ausentes, las máquinas híbridas, los paisajes.
En los cuadros de una modernidad que se destruye y reconstruye los cuerpos reclaman su lugar. El paisaje urbano crece como hierba entre ruinas. Esculturas silentes e inmóviles contemplan el paso de las horas que las máquinas ignoran con su combinación y repetición de movimientos en otro tipo de baile sordo e inmóvil. Todo ocurre en un mismo instante, como escenas simultáneas que parecerían haber sido tomadas al azar para ser unidas y armar las pistas de un caso. El anonimato cotidiano se convierte en manifestaciones movidas por el deseo de la fuerza de trabajo en rebeldía. El baile es el preámbulo amatorio que conduce de vuelta al anonimato de los cuerpos que se reencuentran. El deseo de los cuerpos sobrevive a la inmovilidad, al gris lapidario -concreto- de lo urbano y sobrepasa la interpretación de un diván Lacaniano. La figuración se desborda en abstracciones. Los colores se liberan de las cadenas de la historia. La pintura de Octavio Moctezuma cruza el umbral de la materia y las masas del emplaste. Su genuina crítica civilizatoria da lugar a una reconstrucción de la geometría, de los organismos. La abstracción devela los misterios antes invisibles. Ofrece una alternativa, un reto, igualmente monumental de representar lo real, a toda costa.
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Filósofo, pintor y crítico de arte.
Biología de la reproducción, óleo sobre tela, 130 x 210 cm., 2014.
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OCTAVIO MOCTEZUMA
EL ETERNO PRESENTE
La declinación de occidente, temple y óleo sobre tela, 130 x 210 cm., 2011.
Conversatorio de humanistas, temple y óleo sobre tela, 130 x 210 cm., 2013.
Cuerpos extraños, óleo sobre tela, 130 x 210 cm., 2014.
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Díaz y Madero se reúnen a discutir la reforma política, óleo sobre tela, 130 x 210 cm., 2010.
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OCTAVIO MOCTEZUMA
EL ETERNO PRESENTE
El abogado del diablo, óleo sobre tela, 130 x 210 cm., 2013.
Aprendiendo a vivir juntos (el baile), óleo sobre tela, 130 x 210 cm., 2011.
El ciclo vital, óleo sobre tela 130 x 210 cm., 2013.
El analista, óleo sobre tela, 130 x 210 cm., 2012.
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OCTAVIO MOCTEZUMA
EL ETERNO PRESENTE
El coloso, temple y óleo sobre tela, 130 x 210 cm., 2011.
El héroe abandonado, óleo sobre tela, 130 x 210 cm., 2010.
El discurso político, temple y óleo sobre tela, 210 x 130 cm., 2011.
El legado de los imperios, temple y óleo sobre tela,130 x 210 cm., 2009.
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OCTAVIO MOCTEZUMA
EL ETERNO PRESENTE
El principio de la nada, óleo y temple sobre tela, 210 x 130 cm., 2010.
Investigadores, óleo sobre tela, 130 x 210 cm., 2014.
En el eterno presente, óleo sobre tela, 130 x 210 cm., 2012.
La fama, óleo sobre tela, 130 x 210 cm., 2011-2012.
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OCTAVIO MOCTEZUMA
EL ETERNO PRESENTE
La feria de las vanidades, óleo sobre tela, 130 x 210 cm., 2012.
La soledad del poeta, temple y óleo sobre tela, 130 x 210 cm., 2010.
La invitada, óleo sobre tela, 130 x 210 cm., 2012.
Los Insaciables, óleo sobre tela, 130 x 210 cm., 2012.
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OCTAVIO MOCTEZUMA
LA MEDUSA DE PERSEO, EL PODER DE LAS IMĂ GENES Y LA CULTURA
Juan CristĂłbal Cruz Revueltas y Martha Elisa LĂłpez Pedraza*
E SueĂąo de una tarde en Madero, Ăłleo sobre tela, 130 x 210 cm., 2012.
Una noche, en cualquier parte de la república‌, óleo y temple sobre tela, 210 x 130 cm., 2010.
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l uso ancestral y recurrente de parĂĄfrasis, de antiguas imĂĄgenes metafĂłricas y de arquetipos hace que nuestra cultura estĂŠ sedimentada a manera de un gran palimpsesto. Ya desde el nĂşcleo de su poema filosĂłfico inaugural ParmĂŠnides retoma el pasaje de las sirenas de la Odisea en el que el Ulises/filĂłsofo logra ser el Ăşnico en elevarse sobre el mĂĄstil y oĂr y ver “el prado floridoâ€? sin ser devorado fatalmente por los bellos monstruos (Cassin, 2008: 37-38). El conjunto de la tradiciĂłn filosĂłfica girarĂĄ en torno a esa parĂĄfrasis de Homero por ParmĂŠnides e invocarĂĄ innumerablemente esta imagen del hombre astuto que se eleva sobre los demĂĄs y alcanza el conocimiento. Hans Blumenberg no se equivoca al mostrar que a lo largo de sus varias veces milenaria historia, la filosofĂa ha encontrado una veta inagotable de significados en un cierto nĂşmero de metĂĄforas como las son el filĂłsofo que cae en el pozo al tener la atenciĂłn puesta en el cielo, la luz como imagen de la verdad, el mundo como un libro o el naufragio como alegorĂa de la existencia humana. De igual manera, la literatura, esa “antigua casa de la lenguaâ€?, como gustaba enfatizar ese obsesivo de la escritura que era Karl Kraus (Kraus, 1959: 59), no ha dejado de reescribir por mĂĄs de cuatro mil aĂąos el mito sumerio de Gilgamesh y de regresar a sus pasajes primordiales sobre la desmesura, la amistad, el viaje, el diluvio o la serpiente. Si la importancia matricial de las imĂĄgenes se puede rastrear en la literatura y en el pensamiento “abstractoâ€?, no puede sino encontrarse tambiĂŠn 3URIHVRU LQYHVWLJDGRU HQ HO 'HSDUWDPHQWR GH ÂżORVRItD GH OD 8QLYHUVLGDG $XWyQR- ma  del  Estado  de  Morelos  y  Doctorante  en  el  programa  de  Historia  del  Arte  de  la  8QLYHUVLGDG 1DFLRQDO GH (GXFDFLyQ D 'LVWDQFLD (VSDxD UHVSHFWLYDPHQWH
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en la historia misma de las imĂĄgenes plĂĄsticas. Hubert Damisch hace patente, en un apasionante libro, que el motivo del Juicio de ParĂs (y su evocaciĂłn del mortal obligado a juzgar la belleza divina, la seducciĂłn y la fatĂdica manzana) recorre –con su apariciĂłn, desapariciones y reapariciones, pero siempre presente en sus momentos clave– el conjunto de la historia de la pintura (Damisch, 1992). Del Ăşltimo gran pintor, Pablo Picasso, AndrĂŠ Malraux observa: “Era muy sensible a formas extremadamente antiguas que han atravesado las civilizaciones: la calavera, el toro del Sol, el caballo de la Muerte‌â€? (Malraux, 1974: 41). Es patente que la irradiaciĂłn de las imĂĄgenes trasciende las fronteras de las artes y las disciplinas entre sĂ. En 1834 el inglĂŠs William Turner termina una pintura, La Rama dorada, basada en un motivo de la Eneida de Virgilio. La obra de Turner a su vez inspirarĂĄ el cĂŠlebre estudio del mismo nombre de James George Frazer, publicado en 1890. Su influencia en la cultura del siglo XX serĂĄ incalculable: de Sigmund Freud a William Carlos Williams, de James Joyce a Francis Ford Coppola, entre muchas otras grandes figuras. Todo esto hace plausible equiparar el conjunto de la cultura a una rica y fĂŠrtil reserva de imĂĄgenes compartidas: plĂĄsticas, literarias o mentales (recuĂŠrdese que en griego antiguo graphein es a la vez escribir, dibujar y pintar). Algunos dirĂĄn que la cultura es entonces a grandes rasgos las imĂĄgenes homĂŠricas para los griegos, el santoral para los cristianos y ellas combinadas conforman nuestra cultura actual. Otros incluirĂan tambiĂŠn el Rig-veda, la vida de Buda, la Coatlicue o El libro de la almohada de Sei Shonagon, entre otras grandes referencias, aĂşn si deformadas,
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JUAN CRISTÓBAL CRUZ REVUELTAS Y MARTHA ELISA LÓPEZ PEDRAZA
como parte plena de nuestra cultura. En realidad, el acervo no se puede limitar a las imágenes de la mitología, la religión o la poesía, también se deben incluir aquellas ya citadas de la filosofía, literatura y del arte en general; las imágenes o figuras políticas como el Gorro frigio o el Leviatán, y las científicas, como la de Arquímedes en su bañera, la manzana que cae sobre Newton, el Big Bang o el gato de Schrödinger. Estas imágenes constituyen, al menos hasta ahora, la cultura en Occidente. Que la cultura se conforme de un sedimento de metáforas e imágenes ya disponibles, no significa necesariamente que estemos condenados a ser prisioneros de un número predefinido de imágenes o de una visión del mundo insuperable. A pesar de lo que temía Karl Kraus, la humanidad no está condenada a toparse siempre contra el mismo muro y a recorrer infinitamente la muralla china de un lenguaje o de un acervo de significaciones ya dado. La historia de la humanidad no está predeterminada a ser siempre “la misma historia” o la eterna misma representación: la misma obra, los mismos personajes pero con nuevos actores. Ejemplo que la historia no es siempre la misma, que no estamos limitados a un conjunto predeterminado de figuras, es el origen de la perspectiva a principios del Quattrocento italiano. Esta invención dará pie a una radicalmente nueva comprensión del espacio y de la representación –acompañada de su parafernalia simbólica inseparable: la ventana, la puerta, el espejo– que si bien ha entrado hoy en día en crisis en la pintura, ella subsiste indiscutida y ampliamente en la televisión, en el cine, en la fotografía y en el universo de las innumerables pantallas de nuestra vida cotidiana. Si, como se ha señalado, la cultura es un fecundo bagaje compartido de imágenes, ¿de qué es síntoma la recurrente denuncia de las imágenes en nuestros días? Denuncia que suele ir a la par de la condena en su conjunto de nuestra época, incluso contra el mundo moderno en su totalidad. En efecto, se acusa a nuestra época moderna de ser “la época de la imagen del mundo” (Heidegger), de imponer el “ocularcentrismo”, de privilegiar la visión y de “humillar la palabra” (Jay, 2003: 195). Para quienes no compartimos este género de acusaciones tan generales pero no podemos ignorar lo que ellas expresan, debemos encontrar la causa del malestar. Un primer motivo de este tipo de denuncias se puede encontrar en el hecho que en nuestros días se ha vuelto casi imperceptible, si acaso existe aún, un canon o un programa estético o intelectual que nos
permita orientarnos dentro del inmenso flujo actual de imágenes. Otra explicación se encuentra en el hecho que nuestro mundo actual es el teatro de una perpetua guerra de imágenes en el que cada Estado y cada facción luchan por imponernos su versión de los hechos o, mejor dicho, su visión del mundo. Además de que cada día que pasa es más patente la tendencia a convertir a la sociedad en una estructura panóptica, con una cámara en cada rincón, en el que nadie escapará del ojo vigilante del Estado y menos a la imagen incriminante. El malestar está entonces justificado. Más aún, en muchos de sus aspectos, estamos en una sociedad dominada por la opinión y el sentimiento, sometida a la apariencia y a las emociones. Todo ello multiplicado infinitamente por los ya mencionados innumerables soportes visuales que pueblan nuestra vida actual. En nuestro mundo de pantallas la imagen se antoja no sólo una expresión de lo irracional, sino su mejor medio de difusión, su mejor forma de contagio, su vector de dominación, su peor expresión: “el terror es siempre visual” exclama Jacques Ellul (Jay, 2003: 199). ¿Qué hacer ante el peso de estas evidencias? Un remedio consiste en analizar y discutir el papel que las imágenes han jugado en diferentes momentos de la historia. Con este recorrido se puede mostrar que si bien es cierto que las imágenes suelen favorecer la ilusión, el fanatismo, el poder de las ideologías y llanamente al poder, se debe reconocer también la otra cara de la moneda: que pueden ser instrumentos de conocimiento, emancipación y crítica. Son un medio ineludible para enriquecer lo más importante en la democracia, ya que es común y visible para todos: el espacio público. Pero no sólo se trata de matizar la acusación que pesa contra la imagen, también se debe hacer patente la enorme importancia de las imágenes para nuestra compresión física y moral del mundo, así como el papel ineludible que juegan en la articulación y en la ampliación de nuestra experiencia. En cierta forma, esto debería ser una evidencia para las primeras generaciones en la historia de la humanidad que han visto por primera vez al planeta Tierra desde el espacio y que pueden literalmente “fotografiar” los primeros instantes del universo. Hay que subrayar que la revaloración de las imágenes a la que invitamos aquí, no sería posible sin el importante debate en torno a la imagen, aún conocido de manera insuficiente, que en los últimos cien años han emprendido personalidades de la talla de Ernst Cassirer, Aby Warburg, Erwin Panofsky o Ernst Gombrich. Gracias a los trabajos gestados
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LA MEDUSA DE PERSEO, EL PODER DE LAS IMÁGENES Y LA CULTURA
en torno al Instituto Warburg, nuestra época no ha olvidado por completo lo que ya se sabía desde la antigüedad clásica: el poder ambivalente de las imágenes. ¿Qué mejor elogio de la imagen que la ambigüedad que guarda frente a ellas el mismo Platón? Como es bien sabido, el fundador de la Academia buscaba excluir las imágenes de la polis, al grado que su denuncia violenta ha sido el sustento milenario de los iconoclastas. Pero Platón en algún momento pensó en ser pintor y terminó siendo un gran (o quizá el mayor) creador de imágenes (literarias) y un ferviente creyente en la naturaleza visual de la verdad. En ese mundo de gran sensibilidad visual que es la antigua Atenas, Aristóteles no podía sino buscar contrarrestar la suspicacia de su maestro y volver a la evidencia: las imágenes fascinan incluso cuando representan cosas “penosas de ver”. Por lo demás, ellas dan placer y procuran conocimiento (Poética, 1448b). No se trata aquí de volver a la relación apasionada y contradictoria de la filosofía con la imagen (Cruz Revueltas, 2009). Baste con hacer dos puntualizaciones. En primer lugar, si los sueños tienen una naturaleza simbólica cuando bien podrían funcionar conforme a un lenguaje literal, ello sólo puede explicarse por el carácter profundamente simbólico de nuestra experiencia del mundo. De aquí que Wittgenstein no pudiera sino reaccionar contra la mencionada obra de Frazer, para defender que no sólo el hombre “primitivo” sino también el moderno recurre constantemente al ámbito simbólico: “Quemar en efigie. Besar la imagen del amado. Naturalmente que esto no se basa en la creencia, en un efecto determinado sobre el objeto representado por la imagen. Lo que se propone es una satisfacción y la obtiene. Más bien, no se propone nada; actuamos así y entonces nos sentimos satisfechos” (Wittgenstein, 2000: 15). Ahora bien, admitir el peso de las imágenes y los símbolos en nuestra experiencia del mundo no obliga a reducirlas, las imágenes y nuestra experiencia del mundo, a un universo onírico de pulsiones y poderes oscuros, a una esfera que trasciende inexorablemente la razón o a identificarlas con una frontera u horizonte infranqueable para nuestra comprensión. Al contrario, como lo ilustran los mitos de Ulises y Perseo, la civilización es la salida del poder mágico de las imágenes y su progresiva “domesticación” (como lo muestra la cerámica del pintor Tarporley, “apropiarse de su fuerza”). Es alejarse del “genio maligno” de Descartes que impide distinguir entre el mundo real y la imagen confusa
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de los sueños, para entender las imágenes como una vía no sólo adecuada para ordenar nuestra percepción del mundo, sino también para ampliarla. Un buen ejemplo nos lo da la perspectiva renacentista. Es decir, la idea de una espacio matematizable que permite construir las condiciones de la enunciación y distinguir el acá, del ahí, del allá; que hizo posible en su origen pensar lo que la ciencia matemática de aquellos días aún no concebía: la noción de un espacio homogéneo e infinito. Esto prueba que el lenguaje verbal no es el medio privativo de la reflexión y del pensar. Como si fuera poco, al ordenar el espacio en función del ojo que ve, al llanamente salir del confuso y jerárquico espacio medieval y ordenar el espacio común, la plaza pública, la perspectiva renacentista hizo posible pensar la igualdad republicana (Arasse, 2004: 133), permitió la constitución del sujeto que puede interpretar e intervenir en el espacio político, en el mundo común. Esto explica que a pesar de su error al querer ver en la escena cortesana de Las Meninas de Velázquez una suerte de “representación democrática”, una obra de museo contemporáneo cuando en realidad estaba destinada a las alcobas del Rey, Foucault tenga razón. No se trata como quiere el filósofo francés de una enigmática expresión de la “época clásica”, ni es la genial escena representada lo que permite pensar de otra forma, es a fin de cuentas el dispositivo de la perspectiva lo que es profundamente “democrático”. ¿Defender entonces la imagen? ¡Sí! no olvidemos que la Grecia antigua, el Renacimiento, incluso la época moderna, tienen algo sutilmente común: son los grandes momentos en que la humanidad salió de la adoración de los ídolos, para sumergirse jubilosamente en el fértil placer de las imágenes. REFERENCIAS Arasse, D. (2004), Histoires de peintures, París, Gallimard. Cassin, B. (2008), El efecto sofístico, Buenos Aires, FCE. Cruz Revueltas, J. C. (2009), Imagen ¿Signo, icono o ídolo?, México, Siglo XXI Editores. Damisch, H. (1992), Le jugement de Paris. Iconologie analytique, París, Flammarion. Jay, M. (2003), Campos de fuerza. Entre la historia intelectual y la crítica cultural, Buenos Aires, Paidós. Kraus, K. (1959), Worte in Versen, Mónaco, Kösel-Verlag. Malraux, A. (1974), La Tête d’obsidienne, París, Gallimard. Wittgenstein, L. (2000), “Remarques sur Le Rameau d’Or de Frazer”, Agone, núm. 23.
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LA CONTINUIDAD, LO NOVEDOSO Y LO OLVIDADO EN EL PROGRAMA...
LA CONTINUIDAD, LO NOVEDOSO Y LO OLVIDADO EN EL PROGRAMA DE CULTURA 2014-2018
Román Armando Pérez López*
L
a publicación del Programa Especial de Cultura y Arte (Peca) 2014-2018 al incluir modificaciones conceptuales y la integración de indicadores, trajo consigo la posibilidad de modificar las acciones del sector cultural. Acciones que de 1994 a 2012 no mostraron cambios significativos, posiblemente por la falta de imaginación para realizar propuestas novedosas, conformismo con los resultados, defensa de un trabajo basado en la inercia o, en el mejor de los casos, una acumulación de acciones limitadas espacial y temporalmente. Una de las principales causas de este estancamiento, al menos la que se tratará aquí, es la ausencia de datos numéricos, periódicos y comparables que permitan valorar y cuestionar las acciones del sector cultural, el cual se encuentra encabezado por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta). Ejemplo de lo anterior es que los números existentes que intentan calcular el valor de la cultura a través de su aportación al Producto Interno Bruto (Pib) se ha hecho por distintas instituciones nacionales e internacionales tomando en cuenta diversos indicadores y obteniendo distintos resultados; en el área de educación no existen números sobre las actividades que se encuentran desempeñando los egresados del sistema educativo del Instituto Nacional de Bellas Artes (Inba); y tampoco se cuenta con un seguimiento sobre los ganadores y becarios de preEspecialista en políticas culturales del gobierno mexicano. En la actualidad realiza sus estudios doctorales en el área de Administración Pública en la UNAM.
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mios auspiciados por el gobierno federal. Es decir, varias de las acciones culturales aún no cuentan con indicadores para realizar evaluaciones o bien apenas se están construyendo. LA CONTINUIDAD, LO NOVEDOSO Y LO OLVIDADO EN EL PROGRAMA DE CULTURA 2014-2018 El nombramiento en diciembre de 2012 de Rafael Tovar y de Teresa al frente del Conaculta fue leído por varios especialistas como una decisión acertada al colocar a una persona con varios años de experiencia en el manejo de la administración cultural (de 1992 a 2000 ocupó el mismo cargo). Sin embargo, a casi año y medio de su designación y con los resultados asentados en el Primer Informe de Gobierno 2012-2013, lo que se había reforzado entre algunos sectores interesados en lo cultural fue la idea de autores como Ernesto Piedras, Ricardo Pérez Montfort, Antonio Machuca y Bolfy Cottom (Amador Tello, 2012) sobre la ausencia de una verdadera política cultural en los gobiernos del Partido Acción Nacional (Pan) y su prolongación al actual gobierno surgido del Partido Revolucionario Institucional (Pri). Lo anterior al tomar en cuenta que el Conaculta sigue funcionando con la misma organización, estatuto jurídico y líneas de trabajo desde 1988; características que para algunos responsables de la administración cultural son parte de una “continuidad” en el trabajo y no de un estancamiento,
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como lo sugiere Sarí Bermundez, en su momento titular del organismo: “Yo sentí que lo hice bien, aunque reconozco que hubo cosas que no se pudieron llevar a cabo. Creo que le di continuidad a la política que había empezado Ricardo Tovar y de Teresa, que Sergio Vela hizo algo nuevo, y que Consuelo Saízar le está dando también esa continuidad y estoy contenta con su gestión” (citado en Anabitarte, 2009). Sin embargo, esta “continuidad” de la política cultural se encuentra más cercana a la implementación de rutinas establecidas hace un par de lustros, a las que sólo se ha agregado o resaltado uno o dos objetivos en cada sexenio: fomento a la lectura con Vicente Fox, los festejos del Bicentenario con Felipe Calderón y la reconstrucción del tejido social con Peña Nieto. Una muestra de esta inercia es que después de catorce meses transcurridos del actual gobierno se publicó el Peca 2014-2018; es decir, en los catorce meses anteriores las instituciones culturales mexicanas encabezadas por el Conaculta, el Inba y el Instituto Nacional de Antropología e Historia (Inah) trabajaron siguiendo sus rutinas, sin que pareciera relevante la ausencia de un programa rector pues los resultados fueron similares a los años anteriores. Los interesados en el sector cultural, antes de la publicación del Peca 2014-2018, podían rastrear las principales líneas de trabajo y los objetivos del actual gobierno a través del Plan Nacional de Desarrollo (Pnd) 2013-2018, el Primer Informe de Gobierno 2012-2013 y la conferencia de presentación del Peca 2014-2018. En ellos se describían a la cultura y las artes “como un motor de desarrollo
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y promoción de la integración regional” (Presidencia de la República, 2013: 331) y “[…] afirmación de nuestra identidad nacional e identidades locales, […]”; ambos enunciados establecidos desde la administración de Carlos Salinas de Gortari con la adopción de los conceptos “industrias culturales” para no observar a la cultura como una carga fiscal, sino como una inversión en una fuente de empleos y divisas; y el concepto de “culturas populares” para dar paso a la diversidad existente en México y sustituir la idea de una identidad mexicana única. Lo distinto de este gobierno, en un primer instante, era resaltar el papel de la cultura como una alternativa para reconstruir el tejido social frente a los “efectos sociales de la marginación, la exclusión, las conductas antisociales, la criminalidad y la violencia (Presidencia de la República, 2013: 332)”. Sin embargo, una vez publicado el Peca, se pueden ubicar otros elementos novedosos en el discurso del gobierno sobre el sector cultural. QUÉ HAY DE NUEVO... El peca 2014-2018 se encuentra estructurado de manera similar a los anteriores programas de cultura: establece un diagnóstico, plantea objetivos generales y sus estrategias particulares para alcanzarlos, incluso la mayor parte de los ejes rectores de la política cultural establecida en el Programa Nacional de Cultura (Pnc) 2007-2013 se pueden ubicar dentro de los seis objetivos generales del Peca, como se puede observar en la Tabla 1:
TABLA 1. SIMILITUDES ENTRE LA POLÍTICA CULTURAL DE 2007 Y 2014 Objetivos PECA 2014-2018
Ejes PNC 2007-2013
Promover y difundir las expresiones artísticas y culturales de México, así como proyectar la presencia del país en el extranjero.
Promoción cultural nacional e internacional.
Impulsar la educación y la investigación artística y cultural.
Formación e investigación antropológica, histórica, cultural y artística.
Dotar a la infraestructura cultural de espacios y servicios dignos y hacer un uso más intensivo de ella.
Infraestructura cultural.
Preservar, promover y difundir el patrimonio y la diversidad cultural.
Patrimonio y diversidad cultural.
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Objetivos PECA 2014-2018
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Ejes PNC 2007-2013
Apoyar la creación artística y desarrollar las industrias creativas para reforzar la generación y acceso de bienes y servicios culturales.
Estímulos públicos a la creación y mecenazgo.
Posibilitar el acceso universal a la cultura aprovechando los recursos de la tecnología digital.
Esparcimiento cultural y lectura. Cultura y turismo. Industrias culturales.
Es decir, aunque en el Pnc se encontraban jerarquizadas de distinta manera, seis de sus temáticas se encuentran en el Peca, posiblemente con el objetivo de dar “continuidad” al trabajo. A ello se agrega que el eje de “cultura y turismo” del Pnc que no se encuentra explícitamente dentro de los objetivos generales, sí se incluye transversalmente en el Peca y se asocia con el programa sectorial de turismo. Las similitudes continúan al comparar los contenidos de los ejes, las estrategias y los objetivos.
Sin embargo, más que las similitudes entre el Peca y el Pnc, lo que se desea resaltar aquí son los aspectos novedosos que se han incluido y han generado expectativas de mejores resultados o al menos distintos en la administración cultural. El primer punto es que por primera vez, desde 1988, se han incluido seis indicadores cuantitativos medibles y comparables, cuyos resultados se esperaría que aparezcan en los siguientes informes presidenciales (véase Tabla 2).
TABLA 2. INDICADORES DE MEDICIÓN DE LA POLÍTICA CULTURAL Indicadores
Se refieren a:
1.1, 1.2, 1.3
Acceso de la población a bienes y servicios culturales, principalmente de aquellas “zonas de atención del Programa Nacional para la Prevención Social de la Violencia y la Delincuencia, y de la Cruzada Nacional contra el Hambre”.
2.1, 2.2
Medición de los resultados de las áreas enfocadas a la profesionalización del sector cultural, por ejemplo, escuelas de artes.
3.1, 3.2, 3.3
Red Nacional de Bibliotecas y la profesionalización de su personal.
4.1, 4.2, 4.3
Patrimonio arqueológico, su catalogación y usuarios de los servicios.
5.1, 5.2, 5.3
Estímulos y premios ofrecidos al sector cultural, además del fomento a las industrias de la radio, la televisión y la editorial.
6.1, 6.2, 6.3
Uso de recursos digitales para la preservación digitalización y difusión de los bienes; así como a su acceso por parte de la población.
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Para los especialistas en el tema, estos indicadores podrían ser insuficientes e incluso relativos para evaluar las áreas a las que se refieren y menos aún para abarcar los seis objetivos generales. Sin embargo, ya que en varias ocasiones se ha hablado de una política cultural que carece de evaluaciones periódicas, lo cual ha contribuido al estancamiento del sector1 por un conformismo con valoraciones generalmente subjetivas, la existencia de estos primeros indicadores y su medición periódica pueden modificar el trabajo para buscar mejorar los resultados anuales, fomentar el aumento de personas interesadas en los resultados de la política cultural y contribuir para la elaboración de instrumentos más sofisticados. El segundo punto a resaltar es de carácter teórico. De 1988 a 2012, los programas de cultura retomaron el concepto de “industrias culturales” para destacar el papel económico de la cultura como una fuente de divisas y empleos formales; además del término “multiculturalidad” para hacer referencia a la pluralidad de expresiones artísticas y culturales existentes a lo largo del país. Sin embargo el Peca ha sustituido estos conceptos por los de “diversidad cultural” e “industrias creativas”. Con el concepto de “diversidad cultural” no sólo se reconoce la existencia de varias culturas a nivel regional e internacional, sino que se toma en cuenta su interacción y la necesidad de implementar mecanismos para su investigación y conservación. De la mano del concepto de “pluralidad cultural”, es la propuesta política de organismos internacionales para fomentar la interacción armoniosa en un contexto democrático para el desarrollo económico, intelectual, afectivo moral y espiritual (UNESCO; 2001). Por su parte, el concepto de “industrias creativas” mantiene las bases del concepto “industrias culturales” sobre la visión de la cultura como una fuente de divisas, empleos e intercambio mercantil. Pero a ello se agrega la discusión sobre bienes y servicios culturales, libre comercio, comercio internacional, copy right y copy left, entre otros. En síntesis, los conceptos de “diversidad cultural” e “industrias creativas” son la versión revisada, corregida, detallada y político-administrativa de los conceptos “multiculturalismo” e “industrias culturales”. Es decir, no son conceptos opuestos, sino 1 Personalmente realicé una evaluación de la administración del Centro Nacional de las Artes y encontré, entre otros aspectos, que no existen evaluaciones comparables ni periódicas que permitan hacer valoraciones basadas en números de la organización. Sin embargo, el Centro se encuentra en un estado de confort o conformismo que lo ha llevado a tomar decisiones para mantener el estatus quo en lugar de arriesgarse a implementar nuevas acciones. Véase Pérez López (2012).
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complementarios. Mientras los primeros surgen con la ampliación del mundo global y el desarrollo de las tecnologías de la información y comunicación (Tic), los segundos se establecen cuando lo anterior se ha consolidado y se requiere dar respuesta a problemas previamente inexistentes. Por otra parte, si bien se incluyeron innovaciones en el Peca, en sentido contrario, prácticamente desapareció la participación de la sociedad en las labores culturales. Los ejes, estrategias e indicadores han omitido la participación de actores no gubernamentales; una participación que se ha incrementado a nivel regional con la creación y financiamiento de casas de cultura, festivales, escuelas, encuentros, premios y museos, entre otros. En el Peca esta participación se considera casi exclusivamente para la inversión privada en cine y la cooperación de actores no gubernamentales en acciones de política exterior, a pesar de que académicos, administradores y en la redacción de los programas anteriores han subrayado la participación de los actores no gubernamentales con un papel relevante en las distintas áreas del ámbito cultural. Fundaciones privadas han intensificado sus mecenazgos, apoyando a las artes escénicas, enriqueciendo sus colecciones y abriendo nuevos museos, como el Soumaya de la Fundación Carso, de Carlos Slim, el de la colección Jumex, el de la Fundación Banamex, con sus actividades propias y al frente de importantes patronatos de museos, como el del Museo Nacional de Arte que encabeza Roberto Hernández, el Franz Mayer, etcétera (Estrada Rodríguez, 2010: 480).
Con lo anterior se desea establecer que la introducción de indicadores y la sustitución de conceptos en el Peca generan esperanzas para modificar la administración cultural y romper con el seguimiento de rutinas; pues si se opta por continuar en la inercia de la administración cultural los resultados no sólo seguirán siendo los mismos, sino que pueden limitar el acceso a bienes y servicios culturales y artísticos, así como perjudicar en las características del arte mismo. Es ingenuo considerar que no existen repercusiones en los públicos, la cantidad, la calidad y el tipo de expresiones artísticas debido a las becas, los maestros, los concursos, la infraestructura, las escuelas y los centros de investigación que se encuentran en manos del gobierno. A lo anterior se agrega que la planeación, implementación y evaluación de las acciones culturales deben retomar la inclusión de actores no
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gubernamentales que ya se encuentran trabajando, o pueden incorporarse, a través de distintos proyectos a la oferta cultural y artística. Si bien históricamente es incuestionable la intervención del Estado mexicano en el arte debido a los cuantiosos recursos que ha proporcionado al sector cultural, si se podría cuestionar la manera de ejercer estos recursos al concentrarlos en algún espacio geográfico, una disciplina o una corriente artística. Sin embargo, para hacer estos cuestionamientos o valoraciones sustentadas cuantitativamente, se requiere de números que en muchas ocasiones no existen o se están integrando; ejemplo de ello es el valor de la cultura. CUANDO NOS ALCANCE Con frecuencia, creadores e interesados mencionan que los recursos económicos limitados son una de las principales razones del estancamiento del sector cultural. De ello se podría inferir que si se desean más lectores la respuesta se encuentra en editar más libros y construir más bibliotecas, si se quieren más artistas se requiere construir más escuelas, centros o casas de cultura; es decir, mayor inversión. Lo anterior es verdad, pero sólo en parte ya que se deben considerar otros aspectos como la distribución de la oferta, la demanda y el presupuesto disponible, por mencionar algunos ejemplos. Algo favorable en 2014 es que la asignación del presupuesto al sector cultural cada vez está más relacionada al concepto de “inversión” y menos al de “gasto”. Este cambio en la forma de pensar se encuentra asociado a la adopción del concepto “industrias culturales” que ha tenido como una de sus consecuencias la superación paulatina del cuestionamiento de la intervención del gobierno en lo que para algunos debe restringirse a los privados y la sustitución de este pensamiento por uno en el que se piensa al ámbito cultural como una actividad económica dinámica, la cual cruza de manera transversal distintas etapas de la economía: derechos de propiedad intelectual e industrial, creación, innovación, comercialización, distribución, adquisición y reproducción. Sin embargo, para lograr la consolidación del concepto “inversión” y legitimar el involucramiento del Estado se necesita mostrar cuantitativamente el valor económico y el valor social de la cultura no sólo entre los especialistas, sino entre los ciudadanos para eliminar los cuestio-
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namientos y consolidar la confianza en este sector. Inmersos en una economía de mercado, aunado a los ensayos y disertaciones cualitativos, evaluaciones cuantitativas periódicas podrían favorecer la legitimación de las políticas públicas. El problema, de manera similar a temas como la pobreza o la educación, es cómo medir el valor del mercado cultural. En países como Estados Unidos, España, Colombia, Inglaterra y Francia han comenzado a calcular el valor económico de la cultura a través de la aportación de este sector al Pib del país. En México, de acuerdo con el Foro Consultivo y Tecnológico (Fcyt), el valor del sector “servicios de esparcimiento culturales y deportivos, y otros servicios recreativos”, en 2009, era de 32,913 millones de pesos; es decir, el .41 por ciento del Pib total del país ese año. De este valor el 54.8 por ciento se concentraba en cuatro estados: Guanajuato, Estado de México, Nuevo León y el Distrito Federal (Foro Consultivo Científico y Tecnológico, 2012: 35). Otra cifra la ofrece la Unesco al mencionar que el valor del “empleo en las industrias culturales y creativas” era de 3.65 por ciento en el año 2007 (UNESCO, 2007). Esta misma organización menciona que anualmente este sector aporta en promedio el 3.4 por ciento al Pib mundial. Una cifra más actual se encuentra en la Cuenta satélite de cultura 2008-2011, realizada por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) en coordinación con el Conaculta; en ella se menciona que el flujo económico del sector cultural alcanzó los 380,000 millones de pesos anualmente; es decir el 2.7 por ciento del Pib. Si se toma en cuenta la cifra del Fcyt, México se encuentra lejos del promedio internacional, con la cifra de la Cuenta satélite se encuentra un poco por debajo del promedio y con la cifra de la Unesco se encuentra en el promedio. El contraste de los valores es ocasionado en gran parte por las diferencias existentes entre las metodologías e indicadores utilizados por cada organización o país. Así, por ejemplo, la Unesco incluye a la radio, la televisión, el cine, la industria editorial y la industria musical; mientras que el Foro Consultivo no lo hace, en cambio sí incluye las actividades deportivas. La discusión sobre la metodología e indicadores para medir el valor de la cultura con mucha probabilidad se mantendrá vigente a nivel internacional aún por algunos años, pero lo que aquí se quiere resaltar son tres puntos en lo económico: 1) las mediciones del sector cultural en México apenas están comen-
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zando, y por lo tanto aún pueden modificarse para construir herramientas más sofisticadas; 2) las distintas mediciones anuales del sector a nivel internacional coinciden en un incremento de su valor, así como de su posicionamiento como un sector estratégico para la competitividad y el empleo (Piedras, 2004); y 3) la inversión en el sector cultural en los últimos siete años en México generalmente se ha incrementado. GRÁFICA 1. PRESUPUESTO FEDERAL DESTINADO A CULTURA 2006-2013
Presupuesto en cultura mdpmx 15,662.90
16781.4
11593.3 11394.9 11997.6 6121.1
2006
7434.6
2007
9159.7
2008
2009
2010
2011
2012
2013
El incremento en el presupuesto debe tomarse con cuidado ya que puede responder al factor inflación, el cual hace que cada año se necesite más dinero para pagar los mismos salarios, mantenimiento de las instalaciones, agua, luz, teléfono, internet y computadoras.2 Es decir, cuando se mantiene el mismo presupuesto o se reduce, como en el año 2010, hay al menos tres opciones para con menos dinero hacer las mismas cosas: 1) reducción del personal, principalmente el que cuenta con contratos de confianza por seis meses o un año; 2) reducción en la inversión directa en la producción de obras; y 3) la búsqueda de recursos entre actores sociales y comerciales.3 Más allá de la inflación, en la Gráfica 1 se observa como el gobierno federal mexicano asigna por año 2 En algunas áreas como el Cenart y la Coordinación de Nacional de Literatura no se compran computadoras, sino que se contrata una outsourcing que renta los equipos, les da mantenimiento e instala la paquetería necesaria y las actualizaciones. Lo cuestionable de esta subcontratación es que en ambas instituciones del gobierno federal cuentan con personal contratado específicamente para la realizar labores similares. 3 Observé personalmente la reducción del presupuesto en 2010 y las acciones que se implementaron en el Cenart. La respuesta fue mantener al personal para evitar conflictos laborales, pero se redujo el gasto en producción de obras escénicas, difusión y servicios como papelería, consumibles o papel higiénico; la búsqueda de recursos por otros medios fue marginal.
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miles de millones de pesos al sector cultural ejercidos por el Conaculta, el Inba, el Inah y las dependencias de cada una de estas. El 2013 no fue la excepción y el presupuesto de cultura incremento 6.67 por ciento (pero si se toma en cuenta que la inflación del año 2012 fue de 3.41 [Banco de México, 2014], entonces el incremento real fue de 3.26 por ciento): En 2013 se autorizó un presupuesto para el CONACULTA y sus organismos coordinados por 16,781.4 millones de pesos, con los cuales se apoyó, principalmente, el desarrollo del patrimonio y diversidad cultural con 32% del presupuesto, la promoción cultural nacional e internacional con 20%, la infraestructura cultural con 18% y el 30% restante, a otros rubros culturales (Presidencia de la República, 2013: 331).
Los principales resultados de la inversión de este dinero se pueden localizar en el Primer Informe de Gobierno 2012-2013, en el cual se menciona que se realizaron “64 mil actividades culturales y artísticas, en beneficio de aproximadamente 35 millones de personas” (Presidencia de la Reopública, 2013: 331). Estos números significan, en primera instancia, que tres cuartas partes de la población mexicana no tuvo acceso a bienes y servicios culturales ofrecidos por el Estado, ya sea porque no tuvieron acceso o porque no se les considero dentro de la contabilidad pues los instrumentos de medición no consideran algunos sectores del trabajo cultural, o que en algunas áreas en definitiva no se cuenta a los participantes. También significa que hay una variedad en el ofrecimiento de bienes y servicios culturales (lo cual se observa en la oferta publicada en periódicos y revistas sobre ciclos de cine, obras de teatro y danza, exposiciones, conferencias, óperas, orquestas sinfónicas y mesas redondas), pero no llegan a la mayor parte de la población. En otras palabras, parece ser que de manera similar a la propiedad, la salud, la vivienda y el nivel de ingresos, el acceso a los bienes culturales es desigual. Si se toma en cuenta lo anterior, se requeriría más del doble de la inversión hecha en 2013 en cultura para abarcar aproximadamente el 70 por ciento de la población. Sin embargo, al revisar otros datos se observa que la misma inversión puede tener mejores resultados y llegar a un mayor número de ciudadanos si se maximiza el uso de los recursos que en algunos casos podrían estar subutilizandose. La existencia de indicadores también ayudaría a identificar cuáles son esos casos.
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EL AMOR Y EL DINERO NUNCA SON DEMASIADO Siguiendo la idea de que más dinero en el sector cultural es igual a mayor cantidad, calidad y diversidad en la oferta, a los recursos proporcionados al Conaculta y sus dependencias, se han sumado el Programa anual de proyectos culturales de la Cámara de diputados y los estímulos fiscales para la producción de teatro y cinematografía del artículo 189 y 190 de la Ley del Impuesto Sobre la Renta (Isr) (Cámara de Diputados, 2013). En el Programa anual de proyectos culturales de la Cámara de diputados se pueden inscribir y recibir financiamiento proyectos de diversa índole: producción de artes plásticas, escénicas, visuales; edición de libros y revistas físicas y electrónicas; así como la reconstrucción, rehabilitación, remodelación, mantenimiento y equipamiento de espacios culturales. En este programa además de artistas profesionales, se pueden inscribir agrupaciones no gubernamentales con proyectos culturales como el rescate de sitios históricos o la realización de festivales con temáticas específicas. Por otra parte, los artículos 189 y 1904 tienen el objetivo de fomentar la participación de la sociedad civil y agentes privados en la producción de obras cinematográficas y teatrales nacionales o coproducciones internacionales realizadas en territorio mexicano a través de la deducción (máximo del 10 por ciento) del equivalente de la inversión contra el pago del Isr del ejercicio fiscal del año en curso. La aprobación de los estímulos se encuentra a cargo de un Comité interinstitucional conformado por el Inba, el Conaculta y la Secretaría de Hacienda y Crédito Público (Shcp). Esta iniciativa se llevó a cabo primero en el área cinematográfica con el artículo 189 de la Ley del Isr, teniendo como resultado el aumento de la producción cinematográfica en cinco años, de 10 películas que se filmaban por año hacia finales de los años noventa a un promedio de 50 en 2010. Después se implementó el artículo 190 para teatro, el cual en su primer convocatoria (2011) aprobó la inversión de 27,832,300.99 millones de pesos para 16 proyectos. Así, 19 contribuyentes aportaron de manera directa cantidades que fueron de los 150,000.00 pesos a los 2,000,000.00 en las compañías de teatro, y cuyo El primer estímulo fiscal que se creó fue a mediados de los años noventa para impulsar la producción cinematográfica a través del artículo 226 de la Ley del Impuesto Sobre la Renta; y en 2010 se agregó a la misma ley el artículo 226 bis para impulsar la producción teatral. Con las reformas fiscales llevadas a cabo en 2013 el estímulo a cine quedó asentado en el artículo 189 y el de teatro en el artículo 190. 4
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monto fue deducible al momento de pagar el Isr. La implementación del esquema de los artículos 189 y 190 ha tomado en cuenta 2 situaciones: 1) es atractivo para los contribuyentes, pues además de cumplir con una obligación fiscal, se obtiene un valor agregado al mostrarse como compañías a favor de la cultura y 2) es necesario fomentar la participación de la comunidad artística para acceder a este tipo de apoyos gubernamentales, ya que en la convocatoria de 2011 se ejerció el 60 por ciento de $50,000,000.00 aprobados como límite. Tanto el Programa anual de proyectos culturales de la Cámara de diputados como el estímulo fiscal de los artículos 189 y 190 se han significado como una manera de ampliar las posibilidades de financiamiento de proyectos culturales evitando que los creadores esperen la convocatoria del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (Fonca) y el Fondo Nacional para el Fomento de las Artesanías (Fonart), además de abrir la posibilidad de obtener recursos a través de la iniciativa privada al establecer un marco legal definido que ha mostrado buenos resultados en el ámbito de la cinematografía. Con lo anterior parecería ser cierto que más dinero en el sector cultural es igual a mayor cantidad, calidad y diversidad en la oferta; sin embargo, la existencia de este dinero ha mostrado situaciones negativas como la existencia de asociaciones civiles que crean proyectos para buscar rentas estatales sin realmente perseguir objetivos artísticos o que algunos artistas vean la oferta de becas como una bolsa trabajo. ABUNDANCIA CREA VAGANCIA Una parte del presupuesto asignado a la cultura se encauza para la formación y consolidación de los creadores a través del sistema de educación artística conducido por el Inba, además del sustento de becas, premios, reconocimientos y concursos. Sin embargo, los resultados sobre la formación de artistas son imprecisos por la ausencia de indicadores y en algunos casos contraproducentes. Son imprecisos porque lo que domina es el desconocimiento de dónde están y qué es lo que hacen los egresados del sistema educativo del Inba. No se trata sólo de hacer mención de la dificultad que enfrentan los alumnos al salir de las escuelas, centros y conservatorios para encontrarse con un mercado laboral reducido (problema que se comparte con muchas otras profesiones), sino que a diferencia de
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otras carreras no relacionadas a lo artístico en las que sí existen periódicamente mediciones, en las carreras profesionales de arte no existen mediciones al respecto o en el mejor de los casos se están haciendo de manera aislada. En entrevistas realizadas en 2011 a personal de diferentes escuelas del Inba y del Centro de Capacitación Cinematográfica (Ccc) las respuestas a la pregunta: ¿tienen un seguimiento sobre lo que hacen los alumnos egresados de la escuela?”, fueron: Enat (Montes, Esteban; Coordinación de difusión): No, no llevamos un programa propiamente dicho. Apenas está estableciéndose el programa de seguimiento de los egresados. Ccc (Nieto, Alberto; Subdirector de administración y finanzas): Como tal, no. Se ha hecho esporádicamente; si ha existido un seguimiento.
Sólo se infiere que algunos sí ejercen su labor como artistas mientras que muchos otros no realizan una labor para la que se prepararon años y el gobierno invirtió recursos; que algunos por sus limitaciones creativas o de mercado laboral estudian otras carreras, mientras otros se insertaron en el mercado de la cultura pop; pero todo ello sólo se infiere. Ahora, es importante aclarar que se considera que no existe nada de negativo en que los estudiantes de danza clásica o contemporánea finalicen bailando con cantantes de pop o que egresados de la Enat se desempeñen como guionistas o coreógrafos en producciones de las grandes televisoras (Televisa o Televisión Azteca). Al contrario, eso incrementa la calidad de las producciones que con frecuencia dejan mucho que desear; lo importantes aquí es que no se desconoce dónde están esos recursos humanos en los que se invirtió. La inexistencia de números sobre quienes se formaron profesionalmente para crear arte tiene dos consecuencias negativas: 1) no respaldan el buen funcionamiento de las escuelas de las cuales egresaron; y 2) deja espacio al cuestionamiento de especialistas, administradores, investigadores y sociedad sobre dinero mal invertido en la formación de artistas que al concluir sus estudios engrosarán las estadísticas del desempleo. Por otra parte, son resultados contraproducentes porque, por ejemplo, las becas y el Sistema Nacional de Creadores (Snc), el cual se planeó como incentivo para incrementar la producción de artes, se están interpretando como una fuente de empleos aspiracional entre los estudiantes y artistas. Rafael Lemus
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(2010: 20) comenta que en el área de literatura, pero la idea se puede ampliar a otras áreas, estas inversiones pueden ser contraproducentes al crear un grupo de becarios que redacten libros bajo el amparo de las instituciones, pero aislados de la sociedad: El mayor riesgo: que se invierta tanto en los creadores, se procure tanto su subsistencia y que al final se termine por aislarlos. Puede pasar: que con el pretexto de protegerlos de la inercia mercantil, obstinada en hacer de los productos culturales una mercancía más de la civilización del espectáculo, no se les margine del mercado sino de la sociedad. […] Qué peor escenario que este: no la muerte, sino la vida artificial de la literatura mexicana. Un grupo de autores subsidiados, felices en su burbuja, pero desactivados. Un montón de obras inofensivas, desatendidas por el público, pero protegidas por las instituciones.
La cantidad de obras financiadas por el Estado aumenta, pero de manera similar a la formación de artistas, hay quienes cuestionan su calidad e impacto tanto en el mundo artístico como entre la sociedad. Y, como en el caso anterior, en el área de literatura no hay números disponibles sobre el número de libros vendidos por los ganadores de los premios financiados por el Estado (“Premio de obra de teatro para niños”, “Premio de Cuento de San Luis Potosí”, “Premio Juan Rulfo para primera novela”, “Premio Luis Cardoza y Aragón para crítica de artes plásticas”, entre otros), cuáles de esos títulos han sido reeditados o en qué editoriales; se menciona lo anterior no por una medición monetaria, sino para hacer cálculos sobre sus lectores entre la sociedad mexicana. Y esta ausencia de números se extiende a prácticamente todas las áreas del arte. De esta manera, considerando los millones de pesos que se invierten en arte, parecen contradictorios los dos aspectos hasta aquí descritos: 1) la formación de artistas que no cuentan con empleos y que se ven orillados a ejercer otras actividades; y 2) más de la mitad de la población sin acceso a bienes y servicios culturales. CONCLUSIONES Las políticas culturales establecidas en los dos sexenios priistas (1988-1994 y 1994-2000) y los dos panistas (2000-2006 y 2006-2012) se caracterizaron por mantener las mismas líneas de trabajo, el estatus jurídico y administrativo de las institucio-
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nes responsables y la implementaciĂłn de acciones con pocas diferencias. El programa cultural del presente sexenio, establecido en el Peca 2014-2018, incluye nuevamente los temas de infraestructura, promociĂłn nacional e internacional, turismo, investigaciĂłn, resguardo, educaciĂłn, fomento a la lectura, ampliaciĂłn de los pĂşblicos y creaciĂłn; sin embargo se incluyen dos cambios significativos que podrĂan romper el trabajo rutinario y conformista del sector cultural: la sustituciĂłn de los conceptos “industrias culturalesâ€? y “multiculturalismoâ€? por los de “diversidad culturalâ€? e “industrias creativasâ€?, respectivamente; y la inclusiĂłn de indicadores medibles. En sentido contrario, se ha marginado en el texto, difĂcilmente de la realidad, la participaciĂłn de la sociedad. La implementaciĂłn de las mismas acciones en el sector cultural, siguiendo ejes temĂĄticos parecidos y obteniendo resultados similares ha sido interpretada por algunos especialistas como un conformismo o ineficiencia de las polĂticas culturares, mientras que algunos de los responsables del sector lo ven como una “continuidadâ€? en el trabajo sin que en ello repercuta el origen partidista del gobierno. El Peca mantiene el papel preponderante del gobierno al proponer la creaciĂłn de nuevos premios, concursos y estĂmulos para la formaciĂłn de artistas y la creaciĂłn de obras; se observa a la cultura como un generador de divisas y trabajos, ademĂĄs de ser una posible respuesta para los problemas generados por la economĂa, polĂtica e inseguridad. No se pueden negar los avances en el incremento de infraestructura; aumento de becas, concursos, incentivos fiscales; la sustituciĂłn de una mentalidad
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que veĂa la cultura como gasto por una que la considera como inversiĂłn. Sin embargo, si se crean mecanismos de evaluaciĂłn que identifiquen los sitios de conformismo, desviaciĂłn de recursos, entonces con los mismo recursos se podrĂĄ hacer mĂĄs. Si bien aĂşn se encuentran redefiniendo los indicadores de mediciĂłn, los datos econĂłmicos disponibles muestran un crecimiento sostenido en la inversiĂłn cultural y un aumento de su aportaciĂłn al Pib del paĂs; pero la idea de que mĂĄs dinero es igual a mĂĄs cultura no necesariamente se sostiene ya que algunos programas e instituciones muestran resultados negativos o conformismo en sus labores. Una propuesta para complementar iniciativas como las becas, el Snc y el estĂmulo fiscal de los artĂculos 189 y 190 pudiese ser la creaciĂłn de un curso de capacitaciĂłn previo, para que los beneficiarios observen su labor bajo el modelo de pequeĂąas, medianas o micro empresas en las cuales se invierte esperando en el mediano y largo plazo sean capaces de generar sus propios recursos aunado a nuevas propuestas artĂsticas y conceptuales. Es evidente que no existe un modelo idĂłneo de tipo fiscal para el desarrollo de proyectos culturales y artĂsticos; lo que sĂ parece apuntarse es una disminuciĂłn del papel del Fonca en su funciĂłn de gestor de recursos, sea bajo el mecenazgo o con la procuraciĂłn de mayores recursos pĂşblicos. Una tendencia que parece hegemĂłnica en el mundo es evitar la proliferaciĂłn de subsidios, bajo el nombre que aparezcan, y de impulsar en cambio, proyectos productivos, de tipo empresarial, autosustentables. Sin embargo, fomentar la independencia de los artistas no significa que el gobierno no debe participar.
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EL CONFLICTO EN UCRANIA
EL CONFLICTO EN UCRANIA. A DIEZ AÑOS DEL FRACASO DE LA REVOLUCIÓN NARANJA Franco Gamboa Rocabado*
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l conflicto en Ucrania de 2014 y las sombras de una invasión militar por parte de la Federación Rusa, no pueden entenderse sin el análisis de los alcances y fracasos de la llamada Revolución naranja, un acontecimiento de indudable importancia en Europa postcomunista, donde la democracia nunca terminó de echar raíces sólidas, debido a que la dinámica para administrar el poder no siempre se resuelve por medio de reglas electorales y la definición de instituciones democráticas. En muchos casos, el hecho de ejecutar elecciones libres con la participación de varios partidos políticos tampoco es la garantía que asegure plena legitimidad, ni queden resueltas por completo las contradicciones de un sistema político como el que existe en Ucrania, donde constantemente imperan las inclinaciones autoritarias. Esto hace necesario volver a evaluar las condiciones de surgimiento y desenlace de la Revolución naranja en 2004. Diez años después todo vuelve al caos y los riesgos de un conflicto a escala continental. Fue muy extraño que los medios de comunicación internacionales bautizaran como “revolución” a un proceso de negociaciones políticas que terminó con la definición del poder a manos de un conjunto de élites partidarias. Las elecciones del 31 de octubre de 2004 en Ucrania marcaron un proceso de pugnas muy hostiles entre los candidatos de entonces donde destacaban Viktor Yushchenko, líder
Doctor en Relaciones Internacionales y Gestión Pública. Investigador del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO). Correo electrónico: franco.gamboa@aya.yale.edu.
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de la coalición de partidos “Nuestra Ucrania” y Viktor Yanukovych, cabeza del “Partido de las Regiones” del este y del sur, además de ser el favorito del entonces presidente Leonid Kuchma. Yanukovych volvió a desencadenar una crisis de gobernabilidad al abandonar el país en medio de la violencia en febrero 2014, luego de negarse a firmar un tratado comercial con la Unión Europea, convocando más bien a un acercamiento geopolítico con Rusia. La crisis contemporánea trasluce la manera en que la sociedad civil está dispuesta a sacrificarse con todo y a dar mayores mártires en cualquier movilización, aunque el desenlace final esté tristemente en las manos de los partidos y políticos profesionales. LOS TEMAS IRRESUELTOS DURANTE LOS CONFLICTOS EN LA REVOLUCIÓN NARANJA ¿Cuáles fueron las condiciones políticas que dieron lugar a un conflicto de carácter político, electoral y social entre noviembre y diciembre de 2004? Básicamente cinco elementos: primero, las intenciones de reelección que Kuchma tenía, para lo cual ejerció un control del parlamento donde intentaba aumentar las facultades presidenciales. Asimismo, Kuchma tropezó con un rechazo popular por las denuncias de corrupción, abuso de poder y su involucramiento en la desaparición y asesinato del periodista Georgiy Gongadze (no resuelto hasta el día de hoy). Los intentos de Kuchma por controlar los hilos del poder hicieron que armara la candidatura de
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Yanukovych y posicionara un recambio calculado frente a cualquier otra alternativa más democrática y pluralista. El perfil personal y político de Yanukovych era muy singular: fue condenado a prisión en su juventud por robo y asalto, pero terminó convirtiéndose en una figura central que siempre cautivó en el interior del escenario electoral. La gente, a pesar de su oscuro pasado, siguió votando por él. El segundo elemento gira en torno del sorpresivo empate en las elecciones de octubre entre los dos candidatos más votados, Yushchenko y Yanukovych. Ninguno de ellos obtuvo la mayoría del 51 por ciento, de tal forma que se realizó una segunda vuelta el 21 de noviembre de 2004. La Comisión Electoral declaró vencedor a Yanukovych en medio de múltiples denuncias de fraude, evidenciándose una serie de ventajas a favor del líder protegido del presidente Kuchma. Los observadores internacionales detectaron intimidación, uso indebido de influencias y recursos del Estado, así como incompatibilidades entre el conteo de la Comisión Electoral y la ausencia de otros mecanismos de control. Varios integrantes de algunas comisiones electorales locales fueron impedidos de asumir sus funciones, mostrando una clara manipulación del proceso electoral. El tercer elemento fue la movilización de la sociedad civil que tomó las principales calles y plazas de la capital Kiev. El distintivo colorido fue el uso de bufandas, gorras y chaquetas de color naranja, un símbolo electoral que rápidamente se transformó en una señal política de protesta pacífica para desafiar al orden imperante, con el fin de promover el cambio de gobierno y forzar reformas más democráticas. Sin embargo, todo fue un juego mediático con publicidad bien montada en el ámbito europeo. Aunque se advirtieron auspiciosos procesos de auto-organización y democratización desde las bases civiles, lamentablemente éstas tuvieron un peso relativo a la hora de clarificar la vocación y el ejercicio del poder durante las negociaciones entre las élites políticas. El denominativo de Revolución naranja tuvo un atractivo solamente por el color vistoso en las calles, aspecto que hábilmente fue explotado por la televisión y los fabricantes de souvenires autóctonos en Ucrania. El cuarto elemento trascendental fueron las amenazas y presiones internacionales que atenazaron las negociaciones políticas. Por un lado, Estados Unidos emitió un comunicado público por medio del entonces Secretario de Estado, Collin Powell, que afirmó rechazar los resultados electorales a favor de Yanukovych, al no cumplir con los “es-
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tándares internacionales” en materia de elecciones democráticas. Simltáneamente, Vladimir Putin, presidente ruso, se expresó públicamente en contra de cualquier “intervencionismo extranjero en la agenda política ucraniana”. Este conflicto internacional que se mantuvo por diez años hasta la actualidad, transmitió una realidad evidente: por un lado, la candidatura de Yanukovych y el presidente Kuchma eligieron el apoyo ruso debido a sus relaciones comerciales y alianzas histórico-tradicionales con Moscú. Por otro lado, Estados Unidos recomendó la ejecución de nuevas elecciones, favoreciendo la candidatura de Viktor Yushchenko. Además, este líder pasó a la fama por el intento fallido de envenenarlo, terminando con la cara desfigurada pero bastante seductora para fomentar un apoyo electoral y la solidaridad internacional. Este tipo de tensiones dibujaron un panorama trascendental donde la Revolución naranja luchaba por establecer su propia voluntad de autodeterminación democrática, frente a las estructuras internacionales donde Rusia buscaba conexiones incondicionales con regímenes afines que son considerados “estratégicos para su seguridad territorial”. Esto chocaba, por lo tanto, con las previsiones estadounidenses que trataban de expandir los lazos de Ucrania con la Unión Europea, la Organización del Atlántico Norte (OTAN) y una proyección nacionalista pro-occidental de los frentes ucranianos que rechazan el intervencionismo ruso. La agenda internacional expresaba, a su vez, cuán delicadas eran las condiciones de Rusia y las ex repúblicas soviéticas luego de la desaparición del comunismo en 1991. Los planes de Yanukovych, Kuchma y Putin consistían en desarrollar proyectos y relaciones lejos de la OTAN y Estados Unidos, mientras que Yushchenko y sus bases nacionalistas tuvieron que aprovechar los signos de apoyo político estadounidense, junto a la eventual apertura hacia una agenda pro-europea. Después de diez años de la Revolución naranja, el conflicto en Ucrania presenta dos perfiles. En un lado de la medalla están en juego los intereses democráticos para una consolidación pluralista del sistema político y una legitimidad que valore en su correcta dimensión el voto ciudadano como eje de cualquier democracia. Mientras que al otro lado de la moneda se encuentran las previsiones de aquellos líderes que harían cualquier cosa para controlar el poder, instrumentalizando para eso el apoyo internacional y los equilibrios de influencia en un contexto geo-estratégico.
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El lado democrático se encuentra en las protestas y capacidad de organización que tiene la sociedad civil, mientras que el lado autoritario se identifica con los cálculos de poder de los líderes nacionalistas o pro-rusos y los partidos políticos como los liberal-conservadores Batkivschyna y el Bloque Nuestra Ucrania-Autodefensa Popular; el Congreso de Nacionalistas Ucranianos, el Partido Comunista de Ucrania, el Partido de las Regiones de fuerte inclinación hacia la cultura y la hegemonía rusa, así como el ultranacionalista partido Svoboda. El quinto elemento gravitante para las negociaciones políticas de la Revolución naranja fue la institucionalidad doméstica; es decir, el funcionamiento del sistema político democrático en sí mismo. Ucrania debía consolidar sus instituciones políticas o correr el riesgo de un retroceso antidemocrático. Este dilema fue resuelto por la Corte Suprema de Ucrania que intervino para anular los resultados de la segunda vuelta electoral de noviembre de 2004, tratando de preservar un equilibrio entre los postulados constitucionales y las elecciones que debían solucionar los problemas sobre la titularidad del poder a través de mecanismos con legitimidad. Las movilizaciones sociales rechazaron directamente la victoria de Yanukovych y se aprestaron a enfrentar una posible represión por parte del presidente Kuchma. EL PRAGMATISMO ECLIPSÓ A LA REVOLUCIÓN A lo largo de aquello que parecía ser un proceso revolucionario –y en similar orientación a los conflictos de hoy–, los intereses de la sociedad civil representaron un ámbito significativo pero al mismo tiempo contradictorio. Por una parte, la movilización de masas que dio nacimiento a la denominada revolución, promovió una intensa participación para que el voto popular sea respetado en las urnas, exigiendo a las élites políticas la necesidad de negociar con el objetivo de evitar un estancamiento y el surgimiento de la violencia. Sin embargo, esto limitó el accionar de la sociedad civil y su intervención efectiva en la esfera democrática porque las negociaciones sobre la titularidad del poder fueron transferidas hacia la Corte Suprema, el parlamento y la Comisión Electoral que luego promovieron diversos acuerdos sobre la base de intereses estrictamente partidarios. Por otra parte, las élites siguieron siendo las mismas para repartirse los beneficios. El poder fue
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entregado a Viktor Yushchenko que finalmente ganó el proceso electoral luego de ser repetida la segunda vuelta en diciembre de 2004, aunque Yanukovych, los llamados oligarcas (nuevos ricos que brotaron después del fin del comunismo soviético), y otros líderes que aparecían como independientes, permanecieron sólidos en sus ejes de influencia. La revolución fracasó porque al final los resultados respondieron a las élites dominantes, incluso las supuestas novedades como Sergei Tigipko, ex presidente del Banco Central y ex asesor de campaña de Yanukovych en el año 2004. Tigipko fue una revelación en las elecciones de 2010 al obtener un tercer lugar y participar en las negociaciones para resolver otra crisis en el nombramiento de un primer ministro y la conformación de un gobierno de mayoría relativa. Las negociaciones entre élites políticas se realizaron en dos escenarios. Primero, por medio de acercamientos oficiales con la presencia de las partes en conflicto; es decir, el partido de Yanukovych y los negociadores de la alianza que apoyaba a Yushchenko. Las discusiones giraban en torno a la presión de la sociedad civil que había bloqueado los edificios gubernamentales amenazando el orden político e impugnando totalmente la autoridad del presidente Kuchma. El oficialismo, por su parte, exigía la suspensión de cualquier medida de presión, barajando la alternativa de una intervención violenta con las fuerzas policiales y el ejército hasta retomar las condiciones de orden. Segundo, las negociaciones por “debajo de la mesa” tuvieron lugar para asegurar que las élites políticas conserven sus dominios más allá de las expectativas de reforma y cambio democrático que aparecían en los medios de comunicación. Estas negociaciones resultaron efectivas porque se trataba de satisfacer aspectos neurálgicos que podían ser difícilmente aceptados por la opinión pública; por ejemplo, evitar aquellas reformas políticas donde el voto de censura en el parlamento se transforme en un boomerang para afectar la estabilidad de cualquier futuro gobierno. Otro punto central era reducir el antagonismo anti-ruso, debido a la fragilidad económica y la enorme dependencia energética de Ucrania respecto al petróleo producido en Rusia. Las negociaciones de la Revolución naranja finalizaron en la convocatoria a nuevas elecciones nacionales para el 26 de diciembre de 2004. La sociedad civil participó activa y emotivamente hasta que triunfó nuevamente Viktor Yushchenko. De cualquier modo, su presidencia nunca impulsó nuevas
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transformaciones como inicialmente se esperaba, mientras la crisis política se reprodujo al romperse por dentro la coalición Nuestra Ucrania que apoyó su elección como presidente. Todos los esfuerzos de la sociedad civil quedaron en la nada cuando la política profesional negoció el conflicto y fue incapaz de generar cambios dentro del parlamento. La primera ministra que emergía triunfante de la Revolución naranja, Yulia Tymoshenko, acompañó por poco tiempo al presidente Viktor Yushchenko hasta el año 2006, siendo removida de su cargo por acusaciones de abuso de autoridad y corrupción, lo cual promovió la realización adelantada de elecciones parlamentarias. Yushchenko tuvo que nominar a su anterior rival político, Yanukovych como primer ministro, únicamente para conseguir estabilidad por medio de acuerdos de gobernabilidad. Este final pragmático y realista mostró que la democracia de coaliciones electorales en un sistema multipartidista, mezclado con un régimen presidencial-parlamentario como el que rige en Ucrania, exige que las negociaciones sean el núcleo principal para la definición del poder. Los acuerdos pueden moverse muy bien dentro de intercambios sobre ofertas de espacios de poder, al margen de la legitimidad que brinda el voto popular y la opinión pública. Por lo tanto, el denominativo de Revolución naranja fue una ilusión vendible ante la prensa internacional y el mercado de aspiraciones posmodernas donde todo se confunde con todo: autoritarismo con democracia, contubernios con negociaciones, o simplemente ambiciones personales con actitudes elitistas para la distribución de prerrogativas. La negociación, más allá de sus virtudes para resolver conflictos, transmite claras oportunidades políticas donde es posible tomar lo que se pueda en el momento oportuno. Ganar, en el fondo, implica negociar con Dios y con el Diablo, con la izquierda o la derecha, con buenos y malos, nacionalistas, europeístas y aprovechadores. La negociación es el arte de lo posible y, en el fondo, el escenario donde la política se desplaza con sus verdaderos rostros y facultades. Todo es negociable mientras sirva para validar alternativas y vocaciones por el poder. Las elecciones presidenciales de febrero de 2010 dieron la victoria al Partido de las Regiones de Yanu-
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kovych aunque sin obtener la mayoría absoluta, pues las fuerzas de Yulia Tymoshenko se posicionaron como la segunda alternativa de poder, resistiéndose a reconocer su derrota. El gobierno nuevamente tuvo que pactar para controlar el parlamento y el nombramiento del primer ministro, llegando a aliarse Viktor Yanukovych (presidente electo) con Mykola Azarov (primer ministro) y los líderes del Partido Comunista y el Partido del Pueblo. La historia se repitió y todo guardó el silencio de las negociaciones pragmáticas. Mientras tanto, el ex presidente Viktor Yushchenko perdió popularidad y la sociedad lo removió del cargo, profundamente decepcionada. Su liderazgo durante la Revolución naranja se eclipsó porque simplemente dicha revolución nunca existió, pues este ejemplo histórico muestra claramente que en el siglo XXI es imposible el surgimiento sólido de un impulso revolucionario, tanto desde la sociedad civil como desde el ámbito político. La violencia tomó nuevamente las calles en febrero de 2014 cuando Yanukovych se negó a llevar adelante un conjunto de acuerdos comerciales que acercarían mucho más a Ucrania con la Unión Europea, además de ordenar una represión que dejó 77 muertos. Escapó del país en medio del caos, denuncias de enriquecimiento ilícito y provocando un vacío de poder que hasta ahora no puede ser llenado, razón por la cual Vladimir Putin tomó la decisión peligrosa de probar su hegemonía en Crimea, optando por intervenir militarmente con el objetivo de realinear Ucrania a los intereses rusos. Esto desafía a la Unión Europea y aprovecha la decadencia de Estados Unidos como potencia mundial. Diez años después de la Revolución naranja, Ucrania continúa dividida entre el ánimo por europeizarse bajo la égida del liberalismo conservador y globalizante de la economía, en contraposición a las fuerzas que se identifican con el pasado soviético y la gran patria rusa. El nacionalismo exacerbado moviliza fuertemente el coraje popular, aunque la inestabilidad política es endémica, haciendo ver al mundo que Ucrania no alcanzó la mayoría de edad democrática y ahora está tensionada por probables hostilidades bélicas venidas de Estados Unidos, Europa central y la Federación Rusa.
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LAS BASES CONCEPTUALES EN TORNO
A LAS POLÍTICAS DE DEFENSA NACIONAL Y DE SEGURIDAD Herminio Sánchez de la Barquera y Arroyo y Hugo Ernesto Hernández Carrasco* Una nación tiene seguridad cuando no tiene que sacrificar sus intereses legítimos para evitar la guerra y es capaz, si se los desafía, de mantenerlos recurriendo a la guerra. Walter Lippmann (1943)
LA SEGURIDAD: UNA NECESIDAD HUMANA El poder vivir con seguridad es uno de los más grandes anhelos del hombre y es una de sus más fundamentales necesidades, tan antigua como el hombre mismo. En 1943, Abraham Maslow (1908-1970), el notable psicólogo humanista, desarrolló una “pirámide de necesidades”, que descansa en una escala de cinco niveles abarcando desde las necesidades básicas hasta la autorrealización personal; en ella, coloca a la necesidad de seguridad (seguridad física, protección contra enfermedades y contra el dolor, seguridad contra el desempleo, de recursos, familiar, de propiedad privada) en el segundo escalón, es decir, entre las necesidades fisiológicas básicas (respiración, hambre, sed, impulso sexual) y las necesidades sociales o de afiliación (afecto, amistad, intimidad sexual), lo cual nos da una idea de la importancia trascendental que la seguridad tiene para la persona humana (Weinheimer 2008: 30; Rodríguez 1988: 16-17). Doctor en Ciencia Política por la Universidad de Heidelberg, Alemania. Coordinador de Posgrados en Ciencias Sociales en la Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla, y Maestro en Defensa Nacional por la Escuela de Defensa Nacional Argentina, Buenos Aires, Argentina, respectivamente.
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La palabra “seguridad” proviene del latín securitas/securitatis, que quiere decir despreocupación o tranquilidad, y proviene etimológicamente de securus, “que no tiene temor”: se por sine, sin; cura, cuidado: sine cura significa “sin recelo, sin temor”. Así, seguro es quien está libre de todo peligro, temor o amenaza. El grado de seguridad es en gran medida de naturaleza subjetiva, a partir de experiencias históricas y de otras condiciones del contexto, y también posee un componente objetivo (Meier, Nelte y Huhn, 2008: 410; Rausch, 2006: 1236). En un estado ideal de cosas, podemos en este sentido afirmar que los criterios objetivos y las sensaciones subjetivas de la seguridad deberían coincidir (Weinheimer, 2008: 32). Sin embargo, es menester señalar que los niveles de seguridad absoluta son imposibles, en tanto que la seguridad siempre implicará un relativo grado de inseguridad, sea por la paradoja de seguridad (es decir, que la seguridad de un Estado puede significar la inseguridad para otros) o bien porque los factores cambio, tiempo y espacio vulneren en alguna medida dicha tranquilidad (sobre la paradoja de la seguridad,
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véase Sánchez de la Barquera y Hernández, 2013: 154-155). Todos los actores y variables involucradas hacen que administrar la seguridad consista, como consecuencia, en administrar la complejidad (según Dominique Gatto y Jean-Claude Thoenig, citado por L’Heuillet, 2010: 151). LA SEGURIDAD: LA REFORMULACIÓN DE LAS AMENAZAS, LA SOBERANÍA Y LA SEGURIDAD NACIONAL La seguridad nacional designa un estado de cosas “en el cual no existen amenazas para el repertorio de valores de una nación” (Brozus, 2006: 1238). En esta situación de seguridad, las personas, los grupos sociales y los Estados no se sienten amenazados por peligros serios, o bien se sienten eficazmente protegidos frente a peligros potenciales, por lo que pueden estructurar su vida según sus propios deseos. Es imposible encontrar unanimidad en cuanto al significado de dichas amenazas y de los valores en peligro, pues esto cambia considerablemente a lo largo de la historia. En general, por lo menos hasta mediados del siglo XX, se considera que la integridad del territorio y la soberanía de la nación son valores que la política de seguridad nacional tiene que defender. En cuanto a lo que significa definir “integridad territorial” no hay gran problema, pero acerca de “soberanía” las opiniones son muy divergentes. La amenaza más seria a estos valores provenía (o proviene) de otras naciones, a quienes sólo por medios militares se podía o se puede disuadir. El término “soberanía” es empleado de distinta manera según la contingencia histórica y política de las naciones. Podemos definirla, para los fines de nuestro estudio, como “la pretensión de dominación que constituye al Estado moderno hacia adentro y hacia afuera, así como una de las fundamentaciones esenciales para su monopolio en la dominación”. El Estado moderno, por lo tanto, definido territorialmente, es independiente en su acción, es libre e igual por principio a otros Estados, y es el actor esencial en el sistema internacional (Seidelmann, 2006: 1268). El poder de configuración del Estado soberano hacia adentro y hacia afuera puede ser sujeto de restricciones voluntarias, como ocurre cuando un Estado transfiere derechos propios a organizaciones supranacionales (Meier, et al., 2008: 415). Tal fenómeno puede encontrarse, por ejemplo, en los países de la Unión Europea (UE), que han cedido derechos
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y facultades en diversas materias como defensa, finanzas, comercio y relaciones exteriores a la UE o a otras organizaciones internacionales. Esta disposición para renunciar a ciertos derechos o para compartir con otros Estados funciones primordiales de la soberanía, como lo es la defensa del territorio, requiere por parte de gobernantes y gobernados de una correspondiente cultura política. En otras latitudes y contextos socioculturales y sociopolíticos es más difícil hallar tal disposición, como puede ejemplificarse con las discusiones en México en torno a las reformas en materia energética o a la participación de militares mexicanos en maniobras con otros países, pues con las banderas y el discurso del nacionalismo y de la resuelta defensa de una supuesta soberanía por parte de ciertos actores políticos, se anteponen reacciones muchas veces emocionales a argumentos de orden técnico y de la actual realidad internacional, tan radicalmente distinta a la del siglo XIX. El cambio en la concepción tradicional de la soberanía que se ha efectuado en algunas sociedades sobre todo desde la segunda mitad del siglo XX se debe a que el Estado nacional de la postguerra ha tenido que enfrentarse a problemas cuya solución rebasa con mucho sus fronteras, tales como la intensificación y creciente complejidad de los medios de comunicación y de transporte a nivel mundial, la crisis medioambiental, la disuasión nuclear, el terrorismo, el narcotráfico y otras formas de delincuencia organizada; además, se han formado órdenes internacionales integrados de muy amplio espectro, como por ejemplo la Unión Europea. Todo ello ha traído consigo nuevos pensamientos regionalistas y universalistas que están substituyendo paulatinamente la concepción de la soberanía heredada del siglo XIX, tanto hacia adentro –pues los casos de violaciones a los derechos humanos, digamos a guisa de ejemplo, ya no pueden justificarse por los gobiernos responsables aduciendo simplemente que se trata de cuestiones internas, a salvo de la injerencia extranjera– como también hacia afuera, debido, entre otros casos, a que el combate al terrorismo y a la delincuencia organizada, así como el aseguramiento de la paz, no son únicamente de incumbencia de unos cuantos países o gobiernos, sino de toda la comunidad internacional (Seidelmann, 2006: 1269). En el actual escenario internacional posterior a la Guerra Fría, la situación de amenaza o de conflictos bélicos entre Estados se presenta de manera más esporádica, sino que ahora los riesgos y peligros son de otra naturaleza, frente a los cuales los me-
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HERMINIO SÁNCHEZ DE LA BARQUERA Y ARROYO Y HUGO E. HERNÁNDEZ CARRASCO
dios militares tradicionales y convencionales poco pueden hacer. Es así que los fines y medios de la política de seguridad nacional han tenido que replantearse aproximadamente desde la década de 1980, por lo que se ha ido ampliando paulatinamente el concepto de seguridad nacional, abarcando ahora otros campos: la economía, la cultura, la salubridad general, la dominación, la delincuencia organizada a nivel supranacional y los problemas ambientales en toda su magnitud, contemplándolo todo en una escala global. Debido a esta nueva dimensión de la política de seguridad nacional se habla ahora de “Seguridad extensa o amplia”, es decir, un principio que contempla, junto a peligros de origen militar, otras causas de conflictos y situaciones de crisis nacional e internacional debido a riesgos de tipo medioambiental, socioeconómico, étnico, etcétera, que por lo mismo tienen que ser integradas en las medidas de seguridad preventiva (Meier, Nelte y Huhn, 2008: 410, 123; Brozus, 2006: 1238-1239). Esta llamada seguritización o securitización tendría que ser revisada de manera crítica dado que no toda situación de vulnerabilidad implica una respuesta mediada por instrumentos de orden militar o policiaco. LA SEGURIDAD INTERNA Como requisito para definir desde el derecho estatal a la seguridad interna, a la seguridad externa y en su caso la “seguridad nacional”, está el reconocimiento del monopolio de la violencia –una “violencia organizada”, como sostiene Crettiez (2010: 73)– o de la fuerza física por parte del Estado. Weber (2006a: 565-566) define sociológicamente al Estado moderno a partir de un medio específico que le es propio, como también a otras unidades políticas: la fuerza física, pues “[…] Todo Estado se funda sobre la violencia”, dice citando a León Trotsky. La violencia, prosigue Weber, no es el único medio del Estado, pero es específico de él; y si en el pasado, comenzando con el clan, se conocía a la fuerza física como un medio normal, en la actualidad (Weber escribe esto en 1919) el Estado es aquella comunidad humana que en el interior de un territorio determinado reclama para sí con éxito el monopolio de la violencia física legítima, siendo lo específicamente actual, concluye, que se reconoce el derecho a dicha violencia física a otras unidades políticas o a personas particulares sólo si el Estado lo permite, pues él es la única fuente del “derecho” a la violencia.
Es necesario subrayar, empero, que el monopolio de la fuerza no justifica la dominación exclusiva y totalitaria del Estado, sino que únicamente es la base sobre la que se apoya la facultad suprema de éste y de sus instituciones para disponer y, en todo caso, imponer las decisiones políticas vinculantes en un régimen democrático (Schultze, 2006: 914-915). La aplicación misma de la ley no puede descansar exclusivamente sobre la fuerza, pues esta situación se haría insostenible a largo plazo por sí sola (L’Heuillet, 2010: 146). Al hablar del mantenimiento o restablecimiento de la seguridad estatal estamos hablando de la función de orden del Estado; el monopolio del poder es tanto preventivo como reactivo; así, el Estado, al monopolizar la violencia, se protege y protege a su población ante ella. En el caso de Alemania, por ejemplo, la seguridad interna está dirigida a defender al sistema político de los enemigos internos, fundamentalmente la delincuencia y el extremismo político de cualquier signo (Rausch, 2006). En el caso mexicano existe un vacío legal e indefinición conceptual de seguridad interior, al grado que programas como el Sectorial de Defensa Nacional 2013-2018 hacen énfasis en la necesidad de conceptualizar jurídicamente la seguridad interior para otorgar “certidumbre legal y administrativa, a instituciones militares y civiles” (SEDENA, 2013: 10). Podemos afirmar que la seguridad interna es resultado de una política que es capaz de garantizar la convivencia pacífica de los habitantes dentro de un marco de libertades propio de un Estado de derecho. Está basada en la paz interior, esto es, en un orden estable. Esta paz, si seguimos a San Agustín de Hipona, en una definición que después retomaría y comentaría con su acostumbrada profundidad Santo Tomás de Aquino, consiste por lo tanto en la tranquilidad en el orden.1 La seguridad interior busca estructurar una vida acorde a la dignidad de la persona humana, por lo que debe tener en cuenta que esta tiene necesidades materiales y espirituales que satisfacer; debe garantizar las libertades esenciales dentro del imperio de la ley que proteja a los habitantes. Las disparidades socioeconómicas y socioculturales, las alteraciones del medio ambiente producidas por el hombre (incluido el cambio climático) y los grandes movimientos migratorios son peligros evidentes para la seguridad interna de los 1 Las reflexiones sobre la paz a las que nos referimos pueden consultarse en las siguientes obras: de San Agustín de Hipona, De civitate Dei contra paganos, Liber XIX; y de Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, secunda pars secundae partis a quaestio XXIX.
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Estados. La capacidad de estos últimos para hacer respetar los derechos más elementales de la persona es esencial para el disfrute de la paz. Recordemos que los derechos básicos e inalienables no son concedidos graciosamente por el Estado ni por documento legal alguno, sino que deben ser únicamente reconocidos y garantizados por el Estado, pues son anteriores a él. Algunos de estos derechos son propios de la persona debido a su naturaleza humana, algunos otros lo son debido a su carácter de ciudadano del Estado. A estos derechos pertenecen, entre otros, el respeto a la dignidad de la persona humana, el derecho a la vida, la libertad religiosa y de culto, así como la libertad de conciencia, de expresión y de reunión (Meier, Nelte y Huhn, 2008: 201, 180, 280). Para terminar este apartado, añadamos unas palabras acerca del Estado de derecho, mencionado arriba. Se ha demostrado que los Estados constitucionales liberal-democráticos practican generalmente políticas de seguridad interna más moderadas y sujetas a un control constitucional, mientras que los regímenes autoritarios ponen en práctica medidas más duras de control y de represión, generalmente carentes de un control efectivo por parte de instancias constitucionales (Schmidt 2006; Sánchez de la Barquera y Hernández, 2014). LA POLÍTICA DE SEGURIDAD De todo lo anterior podemos deducir, en una primera aproximación, que una política de seguridad es el conjunto de medidas tomadas por los Estados nacionales para mantener su seguridad interior y exterior, con el objetivo de garantizar la integridad de la sociedad frente a amenazas y ataques provenientes del entorno internacional. Los medios que se utilizan son generalmente la disuasión, la eliminación de hipótesis de conflicto entre vecinos, las alianzas –mediante bloques o a través de medidas de confianza– y las políticas de control de armamentos y de desarme (Wilzewski, 2006). Sin embargo, la política de seguridad tiene metas más ambiciosas y se complementa con medidas tomadas también hacia adentro. En un Estado democrático de libertades, las medidas tendientes a evitar conflictos entre los ciudadanos, a proteger tanto su integridad física como sus posesiones y a garantizar la invulnerabilidad del propio Estado deben estar apegadas al derecho. Siguiendo con las ideas de la “Seguridad extensa”, que ya hemos explicado arriba, tras el fin de la Guerra Fría ha aumentado la importancia de los
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aspectos no militares de la seguridad nacional, particularmente en lo referente a los rubros de la seguridad económica y medioambiental, al grado que son considerados en algunos estamentos militares y de defensa como los de Argentina, Brasil y México. El mantenimiento y la reinstauración de la paz, la búsqueda de soluciones pacíficas en los conflictos y tensiones entre las naciones y el aseguramiento de la estabilidad en las relaciones entre los países, así como el resguardo de las fronteras y de la integridad del territorio nacional, la salvaguarda de la dignidad de las personas y la creación de condiciones propicias para el desarrollo económico y la sana convivencia de los habitantes, son elementos esenciales de la política de seguridad, por lo cual, al conjunto de medidas políticas, militares, legales y de otro tipo, que ayuden a garantizar los puntos anteriores hacia adentro y hacia afuera de un Estado, se le conoce como política de seguridad (Meier, Nelte y Huhn, 2008: 411-412). Todos estos elementos ayudan además a proteger los intereses que cada Estado tiene. En el caso de un país democrático, la política de seguridad persigue el objetivo de crear las condiciones propicias para un desarrollo y una convivencia respetuosa de la dignidad de las personas, que garanticen además sus libertades y su seguridad personal, así como su derecho a gozar de condiciones sociales y económicas acordes a su dignidad. Del mismo modo, otros intereses que la política de seguridad debe perseguir son: garantizar la soberanía nacional –acerca de lo cual ya hemos puntualizado los cambios que han ocurrido en algunos países a raíz de los nuevos escenarios mundiales– así como la defensa de la integridad del territorio estatal, es decir, del suelo, islas, mares adyacentes, aguas de los mares territoriales y el espacio aéreo sobre el territorio nacional, de acuerdo a las normas del Derecho Internacional (véase el artículo 5 de la Constitución Política mexicana). Hay que tomar también en cuenta las 12 millas náuticas de mar territorial y las 200 millas de zona económica exclusiva; ambas zonas constituyen el llamado “mar patrimonial” del país ribereño respectivo. En términos generales, los intereses de un Estado nacional en materia de política de seguridad tienen que ver con el fortalecimiento de la estabilidad en su respectiva región geográfica. A ningún país le conviene tener vecinos inestables. El caso del Estado brasileño, tratando de mantener una estabilidad a lo largo de sus diez fronteras como asunto de defensa nacional, resulta ilustrativo. Esencial
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para la defensa de los intereses de seguridad de un Estado nacional es la construcción de un orden de seguridad regional e internacional en colaboración con otros Estados, pues se trata no sólo de resolver crisis o conflictos, sino de prevenirlos antes de que los daños aumenten y la situación pueda salirse de control. Es por eso que al poderío económico, político y militar de un Estado va aparejada una creciente responsabilidad en el plano internacional: acciones tan variadas como la adquisición de armamento, la realización de ejercicios militares conjuntos, la cooperación científica o la participación en misiones de mantenimiento de la paz tienen un impacto significativo a nivel diplomático. Recordemos que las acciones que un mundo globalizado reclama y los fenómenos transfronterizos han cobrado una complejidad mucho mayor. Hoy en día, un conflicto, por muy focalizado que se encuentre, tiene repercusiones económicas, militares y políticas sobre el resto del mundo, como lo demuestra la situación en la frontera entre Rusia y Ucrania o el perenne conflicto entre Israel y Palestina. En términos reales, resulta muy peligroso para un Estado fuerte –o que pretenda llegar a serlo– dejar que otros sean quienes determinen las condiciones internacionales, particularmente aquellas que son más caras para sus intereses nacionales, por lo que –a pesar del alto costo que ello implica y de que en los hechos o de palabra busquen solucionar de manera pacífica todos los conflictos– muchos Estados, tanto democráticos como no democráticos, prefieren intervenir activamente en la configuración del escenario mundial o bien prevenirse ante dichos cambios; tales son, en nuestros días, los casos de Rusia con la anexión de la península de Crimea, el rearme de Japón, India y China, así como el desarrollo nuclear de Irán y Corea del Norte. Otro elemento importante para los intereses de seguridad nacional es el mantenimiento de relaciones cordiales y amistosas con Estados clave en las principales regiones del mundo, particularmente en las que al Estado respectivo le sean de mayor utilidad económica, política o militar. Además, no debemos olvidar la consolidación de un orden internacional que posibilite la utilización de mecanismos efectivos para desactivar fenómenos desestabilizadores, para dar prioridad a medidas pacíficas en la solución de crisis y conflictos, para posibilitar las medidas multilaterales en la solución de problemas de alcance supranacional y que privilegie el diálogo en las relaciones entre los Estados. En tiempos recientes ha cobrado importancia
para la política de seguridad el concepto de la “Seguridad interconectada” (Meier, Nelte y Huhn, 2008: 468-469), que se ha convertido para la OTAN en un concepto fundamental, equivalente, en dicho contexto militar y político, al Comprehensive approach, particularmente a partir de las experiencias en Afganistán.2 En su concepción, este término subraya que la seguridad en estas épocas de la globalización y de los peligros e interdependencia a nivel internacional está determinada por la colaboración de factores de tipo militar, político, social, económico, medioambiental y cultural. Todo ello relativiza las diferencias entre la seguridad interna y externa, entre la política de seguridad nacional e internacional y entre la prevención de seguridad civil y militar. Aquí hay que resaltar, por lo tanto, la necesidad ineludible de una política de seguridad en el más amplio sentido de la palabra, que abarca a muchos campos de la política y que está basado en el trabajo multilateral. A nivel nacional, esta seguridad interconectada se refiere al hecho de que la seguridad sólo puede ser garantizada por una prevención a nivel de todo el Estado y, como anotamos arriba, a través de un principio de acción de varios campos de la política, en cuyo marco confluyen las políticas de seguridad, de defensa, de asuntos exteriores, de economía, del medio ambiente, de finanzas y de desarrollo social. Por lo tanto, si comprendemos a la política de seguridad como una tarea de corte transversal y multisectorial, es claro que una política de seguridad interconectada requiere de una correspondiente coordinación nacional y de los instrumentos de acción necesarios que posibiliten de manera óptima esta cooperación de los ámbitos civiles y militares y, en el caso de los Estados federales, entre los ámbitos federal y estadual. Ante los nuevos retos del mundo globalizado e interconectado, muchos países han echado mano de nuevos instrumentos de acción, de decisión, de coordinación y de consulta, como es el caso de varias naciones que han instituido un Consejo de Seguridad Nacional, dotado, según sea el caso, de facultades y funciones, más o menos democráticas y de mayor o menor magnitud y alcance. Países como Israel, Chile, México o Austria han fundado o reconstituido en los últimos años un gremio semejante, mientras que en Alemania se discute sobre la necesidad y conveniencia de instalar uno según el modelo de Estados Unidos, que para muchos sigue siendo paradigmático. 2 El “Libro Blanco (Weissbuch) 2006” del Gobierno Federal alemán denomina a este concepto “Vernetzte Sicherheit”.
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A nivel internacional, la seguridad interconectada expresa la convicción de que la seguridad y la paz únicamente pueden ser garantizadas a través de la colaboración de los actores más relevantes, ya sea en el marco de las organizaciones internacionales o con su apoyo. Estas organizaciones pueden ser, por ejemplo, la ONU, la OTAN, la OEA, la Unión Africana, o también organizaciones no gubernamentales, así como actores y agrupaciones locales. Todo lo anterior nos confirma lo que ya hemos aseverado: la política de seguridad en el siglo XXI ha dejado de ser un asunto nacional o regional para convertirse, querámoslo o no, en una tarea global, ya que los Estados se enfrentan a nuevos riesgos, peligros, amenazas, crisis y conflictos, tanto en su aspecto cualitativo como cuantitativo. Esto trae aparejado, a su vez, la necesidad de actualizar los marcos legales que rigen los aparatos e instrumentos de seguridad de las naciones en aras de facilitar la cooperación internacional o bien para que pueda haber contrapesos que permitan un control institucional y democrático sobre los mismos. El terrorismo internacional, la delincuencia organizada, la proliferación de armas de destrucción masiva, la inestabilidad de muchos países, el tráfico ilegal de personas y el fracaso de muchos Estados para enfrentar tales amenazas conforman un ramillete de riesgos globales y asimétricos que han colocado a las fuerzas armadas ante nuevas tareas. Así, las labores tradicionales que estas tenían que cumplir, tales como desarrollar la capacidad para la defensa nacional, ser instrumentos de disuasión y, en caso de necesidad, estar en condiciones de atacar al enemigo, han sido paulatinamente substituidas por otras tareas de características distintas: prevención de conflictos, solución de situaciones de crisis, lucha contra la piratería, contra el narcotráfico y contra el terrorismo (Küllmer, 2008: 35). Esto ha tenido y tendrá en el corto plazo un impacto particularmente mayor sobre todo en las fuerzas armadas de los países en desarrollo, donde generalmente los aparatos militares suelen sustituir la falta de consolidación burocrático-legal de sus respectivos gobiernos civiles, es decir, tienen que cumplir labores que en otros países están en manos de autoridades civiles bien consolidadas y estructuradas.3 3 El caso de México es ilustrativo: las fuerzas armadas no sólo deben realizar labores policíacas en contra de la delincuencia organizada, sino que también combaten incendios forestales, realizan campañas de asistencia médica, cuidan casetas de peaje, vigilan a los “huehues” en la época de carnaval, intervienen en primera instancia antes catástrofes naturales, llevan el registro de la posesión de armas, realizan labores de reforestación, protegen a bañistas en las playas, realizan tareas de policía marítima y de guardia costera, custodian material electoral, etcétera.
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LA POLÍTICA MILITAR La política militar se entiende como una política que contiene las normas que rigen el funcionamiento, dimensión, estructura, composición de fuerzas y capacidad técnico-profesional de las Fuerzas armadas, además de la forma en que estas se relacionan con otros organismos del Estado y con el resto de la sociedad civil. La política militar se desprende de la política de defensa (Escobar ,1995: 7). Este campo de la política se ocupa de los aspectos militares de las cuestiones de seguridad y de defensa de alcances nacional e internacional (Rudolf, 2006; Meier, Nelte y Huhn, 2008: 287-288). La política militar, según Rudolf, se ocupa de: a) las cuestiones estratégicas; y b) los elementos estructurales de las fuerzas armadas. En cuanto al inciso a), la dimensión estratégica de la política militar abarca, por un lado, la toma de decisiones acerca de la extensión y composición de las fuerzas armadas, a su disposición de entrar en acción y a su armamento; por el otro, a las decisiones respecto a su utilización y la correspondiente planeación militar. La parte estructural, bajo nuestro inciso b), abarca sobre todo las decisiones en torno a la distribución de recursos, al equipamiento con personal y a la organización de las fuerzas armadas (Sánchez de la Barquera y Hernández, 2014). LA POLÍTICA DE DEFENSA NACIONAL Con este término, Meier, Nelte y Huhn (2008) designan al conjunto de acciones emprendidas por un Estado para la prevención de la seguridad en el marco de las políticas de asuntos exteriores y de seguridad, primordialmente con el objetivo de resguardar la integridad del territorio estatal y el de sus aliados. A la política de defensa pertenece, de manera importante, la voluntad de un Estado para emprender acciones militares en caso necesario, lo que se conoce como “credibilidad”. Esto significa que existe una total disposición por parte de las instancias superiores de dirección política, económica y militar para emprender todas las medidas que se requieran en un conflicto armado para alcanzar las metas que se han propuesto. Esta voluntad descansa en la capacidad propia para la defensa del territorio, ya sea debido a la fuerza propia que se posee o por sustentarse además en una alianza con otros Estados; se trata en ambos casos de la capacidad de ejercer un poder de disuasión, es decir, de poder influir en la voluntad
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de un agresor potencial para moverlo a abstenerse de querer hacer uso de la presión política o militar o, en caso de haber comenzado ya una agresión, para mover al enemigo a detener las operaciones militares. Es fundamental, en estos casos, que el agresor pueda ser convencido de que, con el uso de las armas, tendría más que perder que ganar. La capacidad de disuasión descansa en la posesión de suficientes fuerzas militares, en su capacidad operativa, la adecuada capacitación y formación del personal militar, una alta moral y espíritu de cuerpo de las tropas y un mando militar de probada capacidad. Así, un enemigo potencial observaría en estos elementos un riesgo demasiado alto y quizá difícil de calcular como para pretender llevar a cabo una agresión militar y en cambio opte por el camino diplomático para solucionar el conflicto en cuestión. Los elementos disuasorios se complementan con la voluntad y la capacidad políticas, que también deben mostrarse en caso necesario, de echar mano de la fuerza militar, si así lo requiriesen las circunstancias, para defender los intereses propios con toda energía y convicción. Es, siguiendo la idea de Theodor Heuss (1884-1963, primer presidente de la República Federal de Alemania), saber luchar para no tener que hacerlo (citado en Frank, 2001: 17). Este es un elemento fundamental que sustenta la fortaleza y la presencia de un Estado en el ámbito internacional. A la política de defensa pertenece también la capacidad y la decisión del Estado para participar en operaciones multinacionales con el fin de que, en colaboración con otros Estados, puedan llevarse a cabo medidas de prevención de conflictos o de solución de crisis. Por último, un elemento más de la política de defensa es el conjunto de medidas para proteger adecuadamente a la población civil, particularmente cuando las autoridades legítimamente establecidas han sido rebasadas por las circunstancias. Si bien es cierto que la política de defensa nacional se basa en gran medida en la prevención, también lo es el hecho de que no todos los peligros pueden ser evitados con medidas profilácticas; empero, pueden ser más o menos paliados cuando se posee una visión realista de ellos4 y, vale la pena subrayarlo, cuando se tiene la capacidad y la determinación de enfrentarlos. 4 Tercer Informe de Peligros de la Comisión de Protección en el Ministerio Federal del Interior (Dritter Gefahrenbericht der Schutzkommission beim Bundesminister des Innern, Alemania), marzo de 2006, citado en Weinheimer (2008: 35).
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EL MUNDO EN LA PALMA DE LA MANO. SOBRE SUBJETIVIDAD Y TECNOLOGÍA
EL MUNDO EN LA PALMA DE LA MANO. SOBRE SUBJETIVIDAD Y TECNOLOGÍA Arturo Santillana Andraca*
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ás que hacer un análisis comparado de la obra de Michel Foucault y Norbert Elias, pretendo abordar sus semejanzas o en su caso sus distancias a través de la reflexión sobre un fenómeno social que ha venido modificando de forma considerable la subjetividad y las relaciones intersubjetivas de la vida social. Me refiero al uso de la telefonía celular. Un elemento importante de la metodología empleada por Nobert Elias al estudiar fenómenos como el proceso de la civilización, la génesis de la sociedad cortesana o el mundo de los moribundos, es la convicción de que individuo y sociedad no son dos entidades distintas o separadas que en ciertos momentos interactúan; lejos de ello, Elias defiende la idea de que el individuo se hace con la sociedad. Desde esta perspectiva, la subjetividad es, y también es un punto compartido por Foucault, resultado de un conjunto de valores, relaciones de poder y prácticas de verdad que hacen del individuo un hijo de su tiempo. Un ejemplo, con el que se entusiasma Elias en El proceso de la civilización, son las reflexiones de Erasmo de Rotterdam (1466-1536) en torno a los valores de civilidad que habría que inculcar a los jóvenes en el contexto de una sociedad cortesana que hace de los modales y el estilo del comportamiento, un elemento de distinción frente a la burguesía que rápidamente se ha venido enriqueciendo y que ameDoctor en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México. En la actualidad, es profesor investigador de tiempo completo en la Academia de Ciencia Política y Administración Urbana de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México.
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naza sus privilegios con una retórica de la igualdad. Las preocupaciones de Erasmo con relación a cómo se deben comportar los comensales, si deben escupir o no, compartir la copa, comer con tres dedos o con toda la mano, utilizar o no pañuelo al limpiarse la nariz, son la manifestación subjetiva de algo que estaba cambiando en los hábitos de la vida social. Siendo consecuente con la preocupación metodológica de Nobert Elias, las reflexiones que desarrollo a continuación parten al unísono de mis vivencias con la telefonía celular, así como de una serie de reflexiones teoréticas y/o especulativas que intentarán explicar tanto mis vivencias, como la búsqueda de sentido –o sin sentido– de lo que acontece. Parto también del entendido de que mis experiencias, además de expresar mi subjetividad, manifiestan el entorno social que me rodea o lo que Charles Taylor llamara los “marcos de referencia”. Esto implica que las sensaciones, los sentimientos y reflexiones que me provoca el desarrollo tecnológico de la telefonía celular, sea muy probablemente compartido por otros individuos. La primera vez que comencé a cobrar conciencia de las implicaciones sociales del uso del teléfono celular fue hace aproximadamente diez años, cuando tuve la oportunidad de viajar a Europa. Durante mi estancia en Italia y Francia, pero particularmente en este último, quedé sorprendido del ensimismamiento en el que se encontraban una cantidad considerable de personas que al caminar por la calle, viajar en el metro o comer en restaurantes atendían en todo
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momento su teléfono celular, muchos de ellos con audífonos. Parecían autómatas o unidades aisladas del mundo, pero paradójicamente estaban más en el mundo que yo, en mi calidad de espectador. De por sí, antes de viajar había escuchado en distintas ocasiones que estar en Europa, como mexicano, generaba la sensación de ser ignorado. El individualismo, el mundo de la productividad y la rapidez de la vida en las ciudades europeas, constituye, se decía, parte de tal indiferencia de los unos respecto a los otros, pero si a ello le añadimos la posibilidad de portar el mundo en la palma de la mano, ese ensimismamiento y esa indiferencia de lo que acontece se exacerban todavía más. Diez años después, esas imágenes que me quedaron tan grabadas del otro lado del Atlántico, se multiplican infinitamente en la Ciudad de México. Ya nos hemos habituado a que dónde volteemos encontraremos a varias personas revisando su teléfono, parejas que llegan a un restaurante o amigos en una reunión, más pendientes de su celular que de convivir. Se trata de la paradoja de la comunicación que aísla. En un teléfono celular podemos encontrar los últimos avances tecnológicos en materia de información, pero al mismo tiempo se convierte en un factor de enajenación que termina interrumpiendo la comunicación inmediata, carnal, entre las personas. Esta tendencia al aislamiento, particularmente en las sociedades más industrializadas, ya había sido diagnosticada por Elias al hacer sociología de los viejos y los moribundos. En aras de la higiene y de los dispositivos disciplinarios que articulan ciencia y técnica para la procuración de la vida, se termina por aislar a los viejos o a los individuos de la llamada tercera edad, del resto de la sociedad. De la misma manera, la implementación de tecnología en materia de comunicación viene, en algunas ocasiones, a interrumpir la comunicación. Una de las tesis más defendidas por Foucault al hacer filosofía o sociología del presente, era la de pensar al sujeto como la convergencia de múltiples mecanismos disciplinarios que se reproducen desde la episteme a la ética, pasando por supuesto por la política, la economía, la erótica, el derecho, etcétera. Esos mecanismos disciplinarios de control social que lo mismo se reproducen en la escuela, que en la fábrica, en el hospital o en la alcoba, son resultado de relaciones de poder y dominación que a su vez circulan mediante prácticas discursivas a las que estamos de alguna forma “atrapados”. No habla el autor, sino la obra, dice Foucault. Nosotros no somos más
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que el discurso que pronunciamos y nos pronuncia. Una obra como Vigilar y castigar nos deja una sensación de pesimismo; algo similar a lo que puede llegar a despertar la lectura de Dialéctica del Iluminismo de Adorno y Horkheimer o la noción de estado de excepción de Agamben: el dominio de la técnica sobre el mundo. En Vigilar y castigar, Foucault da cuenta de una serie de factores que incidieron para que en un lapso menor a un siglo, se modificara la forma hegemónica de castigo ejercida por el poder soberano al transitar del suplicio a la prisión. A la manera como lo hace Norbert Elias en El proceso de la civilización, el pensador francés logra vincular la discusión filosófica sobre los derechos naturales, el surgimiento de la ciencia penal y particularmente la criminalística, la transformación del taller en la fábrica y del asilo como espacio de confinamiento al hospital, con el nacimiento de la prisión. Tanto la justificación de la prisión como de los hospitales psiquiátricos, descansa, al fin y al cabo en las expectativas de la readaptación social. De lo que se trata es de normalizar a los anormales para volverlos funcionales y ordenados conforme al sistema social. El panóptico diseñado por el jurista inglés Jeremy Bentham (1748-1832), como modelo arquitectónico para lograr, en el interior de las prisiones, un sistema de vigilancia y castigo que resulte económico y eficaz, es recuperado por Foucault para analizar la sociedad disciplinaria de nuestro tiempo. Así como en el interior de la prisión, según el esquema del panóptico, una sola persona puede vigilar a muchas por la posición espacial y política en la que se encuentra, de la misma manera por afuera de las prisiones los individuos nos encontramos inmersos en relaciones sociales, que son a un tiempo relaciones de normalización y control. La hipótesis a la que me quiero arriesgar en este artículo sugiere que la telefonía móvil es en la actualidad el nuevo gendarme que nos acompaña durante todo el día, desde que amanecemos hasta que al día siguiente nuestro sueño vuelve a ser interrumpido por la alarma, que es uno de los tantos dispositivos con los que cuenta el teléfono celular. Salir de casa sin el teléfono puede generar la sensación de haber dejado al mundo tras nosotros, con las consecuencias sociales de la “desconexión” y el aislamiento, que esa angustia provoca. Salir a la calle sin celular equivale a salir de la caverna sin cuchillo, esto es, desarmado. Y es que el teléfono celular es una mercancía sumamente seductora. Además de utilizarlo para ha-
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blar, nos permite estar conectado con las redes sociales, consultar casi cualquier tipo de información, hacer negocios, flirtear, recibir noticias, escuchar la radio, ver la televisión, jugar. El que nuestra conexión con el mundo se genere a través del celular tiene efectos sociales diversos. Al menos en las grandes ciudades, el celular se ha convertido en un poderoso vínculo social, lo cual nos llevaría a pensarlo como una condición de posibilidad del estar en el mundo. El teléfono celular es más que un medio de comunicación, un dispositivo de control. Las relaciones laborales, por ejemplo, rebasan a través del celular, las fronteras espaciales del trabajo y se hacen presentes en la vida íntima. En el interior de la familia y en las relaciones de pareja, el celular se ha convertido en el dispositivo fundamental de comunicación y control. Cantidad de relaciones de pareja han terminado dado que el celular delata encuentros y desencuentros: llamadas, mensajes, fotos, chats, a través de los cuales se puede dar seguimiento a la mayor parte de las actividades de un sujeto. Cantidad de sucesos, pueden quedar registrados a través de los celulares. El uso de redes sociales como facebook ha provocado un índice importante de divorcios en Estados Unidos. Personas que han utilizado este espacio como una extensión de su intimidad han perdido el empleo, han sido secuestradas y son perseguidas por la justicia. En México, según una encuesta reciente y nutrida con datos del Instituto Nacional de Geografía y Estadística (INEGI), más del 70 por ciento de las familias cuenta con un teléfono celular, cuando se trata de un país donde el 66 por ciento de la población vive en la pobreza. Ello nos hace pensar que el celular se ha convertido en un artículo de primera necesidad. Otra cosa es que se trate de una necesidad inducida por el mundo del trabajo y la productividad, por las relaciones amorosas, familiares y de amistad. Norbert Elias y Michel Foucault coinciden en que las relaciones sociales se tejen a través de relaciones de poder, pensadas como campos de fuerza que lejos de circunscribirse a instituciones macro como las que se derivan del mercado o de los aparatos coercitivos del Estado, se encuentran en los más diversos espacios de la vida cotidiana. Aunque ciertas formas del ejercicio de poder pueden ser éticamente reprobables, sobre todo en aquellas prácticas que acompañan a los Estados totalitarios, el poder no es en sí mismo ni bueno ni malo si lo pensamos como el vínculo social por excelencia a
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través del cual conviven los seres humanos, al tiempo que se constituyen. En este sentido, el poder no es un lugar ni una cosa ni una cualidad, es la forma mediante la cual unos individuos influyen sobre la conducta de otros. En una entrevista realizada a Norbert Elias por Peter Ludes, el sociólogo alemán se refiere al poder como “un aspecto de una relación, de cada una de las relaciones humanas. El poder tiene algo que ver con el hecho de que existen grupos o individuos que pueden retener o monopolizar aquello que otros necesitan, como por ejemplo, comida, amor, sentido o protección frente a ataques (es decir, seguridad), así como conocimiento u otras cosas… Los grupos o individuos a los que se les niegan los medios para satisfacer sus necesidades poseen generalmente algo de lo que carecen y que a su vez necesitan, los que monopolizan los que otros necesitan”. Justamente por ello, el poder es ante todo una relación social que además circula, es microfísica y no necesariamente jerárquica. Así, el teléfono celular se ha convertido en un medio de ejercicio de poder que viene a corroborar otra preocupación común a estos dos pensadores: la idea de que sociedad e individuo se constituyen –diría Elias o se disciplinan diría Foucault– a un mismo tiempo. El celular es, en este sentido, un dispositivo eficaz para generar control, vigilancia y poder. Se trata de un poder que se encuentra arqueológicamente determinado por el consumo, por la uniformidad de la información que por medio de él podemos obtener, por los tiempos de esparcimiento lúdicos, por la homogeneidad en la que poco a poco nos van induciendo las redes sociales, por la inducción a la formación de una determinada opinión pública. La tesis del hombre unidimensional de Marcuse o las sociedades pensadas en el mundo literario por Georges Orwell, Aldous Huxley o más recientemente Michel Houellebecq con su novela La posibilidad de una isla, cobra aquí su realidad. En un mundo en el que la información se confunde con el saber o el conocimiento, el teléfono celular ha resultado algo pernicioso. Si ya costaba trabajo que los estudiantes prestaran atención en clase por un tiempo prolongado, ahora con los celulares la atención se vuelve un verdadero viacrucis. Es común ver a los estudiantes consultar su celular mientras toman clase. Incluso, yo me he visto orillado a reprobar estudiantes por responder exámenes con la información tal y como la encuentran en internet a través de sus celulares y que simplemente
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transcriben al papel. Probablemente piensen que la información a la mano, puede sustituir la labor de reflexión que nos conduce al saber. También suelen grabar las clases sin autorización, en lugar de tomar apuntes y con ello se evitan, además, comprar los libros y leer. Se evitan también la lectura de los periódicos, puesto que en el maravilloso celular puedo revisar unonoticias para mantenerme al tanto de lo que pasa en México y el mundo. La noción del saber pensada como un fin en sí mismo, poco a poco ha sido desplazada en el mundo contemporáneo por un conjunto de conocimientos adecuados al dominio instrumental y estratégico de la técnica. La idea misma de universidad, nos puede aportar un buen ejemplo. El hecho de que prácticas como el plagio, el famoso “copy-paste”, como el leer resúmenes de los libros, en lugar del libro completo, el llegar a clase sin leer o comprometerse a exponer y no llegar, así como el ausentismo, me hacen pensar que la universidad se convierte en un trámite para obtener un título que nos califica como fuerza de trabajo. Pero ha dejado de ser un centro de producción de saber. La preocupación por la verdad ha sido desplazada por la preocupación por el éxito calculado monetariamente. Dicho en otras palabras, la actitud subjetiva de los estudiantes en clase es una expresión de la idea de universidad que llevan en su mente. Por supuesto que el uso del celular nos facilita la vida, la vuelve más dinámica, más entretenida y aparentemente más versátil. Y digo aparentemente porque la técnica que nos atrapa a través de la innovación está condenada a la repetición. Hemos dejado de mirar las estrellas, por vivir atrapados a esa pequeña ventana al mundo que es el celular. A través de este dispositivo vivimos y reproducimos una sociedad de autocontrol. Mediante él nos vigilamos y controlamos unos a otros. Es un excelente dispositivo de poder que se ha vuelto indisociable de la información vía internet. Pero no sólo eso, además de la circulación microfísica de poder, el celular es también un dispositivo de control político y de inteligencia militar. Toda esa información que portamos en los celulares y que en ocasiones hacemos circular, puede ser visto por otros con los que ni siquiera la hemos decidido compartir. Pero lo peor de
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todo es que no existe un control o regulación clara de ello por parte del Estado. Wikileaks es el caso más nítido de los últimos tiempos: la información cibernética traspasa las fronteras del Estado y, por ende, su soberanía. Esta es un arma de doble filo: por un lado, nos vuelve más libres frente al Estado al menos en el acceso a la información y a la libertad de expresión, pero, por el otro, carecemos como sociedad de un control sobre quien accede a nuestra información. Es, por tanto, una situación que nos vuelve inseguros. Por su parte el Estado, a pesar de verse rebasado, él mismo puede llegar a tener un dominio sobre la información de individuos o grupos que les resulten incómodos o peligrosos para el ejercicio de su poder. El uso del celular y el flujo de información cibernética que circula a través de él vuelve visible y, por tanto, publica nuestra intimidad y ello, por supuesto, trae consecuencias de todo tipo en la dinámica social. Espero que no se me malentienda: lejos de pensar que el uso de la telefonía celular ha generado por sí mismo una nueva sociedad, me parece que ha simplemente resultado funcional para afianzarse mediante flujos de información cada vez más sofisticados y también más individualistas. Tampoco quisiera que se entendiera que el celular es una mercancía más que permite funcionar a una sociedad autorregulada. Al menos en México, el monopolio de la telefonía celular resulta tan jugoso en ganancias que hizo de Carlos Slim el empresario más adinerado del planeta en un país de pobres. He aquí una manifestación más de la porosidad de la soberanía estatal frente al poder del capital. O dicho con Norbert Elias, he aquí un ejemplo de cómo un artefacto de la vida cotidiana se convierte en vértice de la sociedad, el individuo y el Estado dentro de un mismo proceso civilizatorio. Así como en su momento la generalización en el uso de los cubiertos o de la pijama denotaron que algo estaba cambiando en el ethos de la sociedad cortesana, me parece que hoy el uso del celular nos demanda un estudio genealógico para entender sus distintas repercusiones en la dinámica social y frente al poder del capital. Sólo así estaremos en condiciones de comprender cómo es que se puede tener el mundo en la palma de la mano.
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EL COMÚN EL MENOS COMÚN* Jean-Luc Nancy**
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1 ada es más común acaso el común. Esta perogrullada abre en realidad el vértigo: el común es tan común que no se ve, no se habla de él. Se tiene un poco de miedo de él, ya sea porque es común-vulgar, ya sea porque es común-comunitario. Corre el riesgo de bajar o sofocar. O los dos. Sin embargo, por supuesto, el común es común, es nuestro destino común de estar en común. Pero todo sucede como si las culturas –las políticas, las morales, las antropologías– no dejaran de oscilar constantemente entre el Común dominante, englobante –el clan, la tribu, la comunidad, la familia, el linaje, el grupo, el orden, la clase, el pueblo, la asociación...– y el común banal, el profanum vulgus (no sagrado...) o el vulgum pecus (la manada...), el pueblo, la gente, la multitud, todo el mundo (el inenarrable “Sr. Todo el mundo”). O es el todo que engloba la parte o es la humildad de la condición ordinaria. En la idea del comunismo, gran parte de Europa ha visto la adición de los dos: tanto la Colectivi-
Nota de la traductora: Agradezco a Jean-Luc Nancy por especificarme el sentido exacto del título de este artículo: “El sentido es éste: la palabra ‘común’ puede tener el valor fuerte de la comunidad, lo que nosotros compartimos (por ejemplo, tú con Grecia). O el valor débil de lo ‘banal’, ‘trivial’, ‘vulgar’ (al menos en francés, en italiano, en inglés, y en alemán común). Entonces, ¿cuál es el ‘común’, el menos susceptible de recibir el segundo valor? Esta es una pregunta acerca de la nivelación democrática, si tú quieres, o acerca de un sentido aristocrático de la democracia”. Comunicación con el filósofo por correo electrónico, 17 de septiembre 2014. Traducción de María Konta.
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Profesor emérito de filosofía en la Universidad Marc Bloch de Estrasburgo, Francia.
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dad apremiante como la mediocridad niveladora. De hecho, el comunismo llamado “real” ha combinado la nivelación de las condiciones con la influencia de la autoridad supuestamente colectiva. Una forma de igualdad –forma restringida, gris, sin embargo eficaz– combinada con un intervencionismo brutal: los dos factores permitían que se exceptúen de esta condición tanto a los líderes como al aparato militar y técnico. El resultado fue una sociedad dual de la cual se podría decir que la razón de ser –más allá del acaparamiento del poder y de la riqueza que se encuentran en una u otra forma en todas las sociedades– era sobreponer la hipertrofia del Estado a una condición humana decididamente limitada a su sostenimiento mecánico –casi a la reproducción de la especie, por un tiempo reducida a la población del imperio socialista soviético. Este comunismo “real” que tanto ha desrealizado las relaciones de las personas entre sí y con el mundo (sin impedir que la negación, la protesta, el hombre revuelto vivan en secreto pero intensamente) ha reunido no por casualidad estos dos grandes caracteres del común: el Todo y lo Bajo. Ha reunido lo que quedaba del común perdido. Habían sido comunes de todo tipo. Se debe referir a Marx, por supuesto, y a su análisis de las distintas formas comunes anteriores al mundo moderno, pero no sólo a él: los modos de la existencia común son los que caracterizan, en maneras desde luego muy diversas, todas las civilizaciones anteriores donde lo social reemplaza lo común.
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DEBATES
JEAN-LUC NANCY
La “sociedad” es la asociación, es decir, la combinación, la composición a partir de elementos distintos (individuos, intereses, fuerzas). La “comuna” –voy a evitar decir aquí la “comunidad” que se refiere demasiado rápido a una comunión espiritual o natural– es lo que no presupone la exterioridad de los individuos, de los intereses y de las fuerzas: ella no les niega, les integra a priori. Ella tiene en sí los medios para regular los efectos: estos medios son la afirmación primordial de una pertenencia y de una providencia común. Digamos, para abreviar, que la comuna implica en este sentido el tótem, su tótem (es decir, su mito, su auto-reconocimiento, su sentimiento de existencia y de protección). 2 No es cuestión de discutir ni de la naturaleza fantasmática del tótem y tampoco de sus funciones opresivas o coercitivas. No podemos hablar de él, estamos muy lejos. Lo que señalo con la palabra “tótem” –la comuna totémica– no es otra cosa sino aquella en la cual no tenemos nada para partir, nosotros, los recién llegados de la civilización que a partir de ahora está en el proceso de dar forma a la humanidad. Pero lo que llamamos “común” se nos presenta como emblema partido en dos: por un lado la posibilidad de la comunidad, por el otro la reducción al destino común. Nos imaginamos que la comuna, la que fuera, asumió de alguna manera el destino común, no dejó ninguno en el extravío estupefacto frente a la existencia aislada, difícil, conflictiva y privada de sentido. Es una representación, no sabemos nada y no sabemos mucho acerca de lo que han vivido o viven los individuos de las comunas –aunque parece imposible negar que son también individuos, en todo caso, los seres singulares cuya singularidad no está completamente disuelta en el seno de la obediencia del tótem. Pero es nuestra representación porque por nuestra parte no sabemos que nos asocia: hacemos “lazo”, “relación”, “contrato social”, la “ciudad”, la “cosa pública”, “bien común”, todas las nociones o entidades que presuponen encuentro, reunión, convención, discusión y participación. Aristóteles decía que el hombre es el “animal político”, ya que discute lo justo y lo injusto: la posición inicial es la de cada ser viviente así conducido a hablar, a intercambiar para medir en el mejor de los casos lo que puede ser el “vivir bien” de todos y cada uno. Pero “todos y cada uno” es la fórmula que esconde el pro-
blema que supuestamente arregla. Ya que cuando se parte de cada uno, no les sucede a todos más que de un modo más o menos desarticulado. De ahí que en Aristóteles un concepto del común, de la koinônia, juega un papel tan importante que los “comunitaristas” se han podido reivindicar en él. Pero no quiero estudiar a Aristóteles: sólo señalo que ya en él el común procede de cada uno, de la comunicación –por el logos– entre cada uno. Eso es lo que lo separa profundamente de Platón, el cual en cambio intentó recrear –sí, casi literalmente a partir de nada– un común que preexistía en los vivientes logikoi y que por lo tanto no fue el logos de la comunicación sino el Logos de la arquitectura que todos habitarían. En resumen, Platón inventó un sustituto del tótem. Hoy sabemos que no hay sustituto, quizá temible, del tótem, incluso dotado del logos que se quiera, pero por otro lado la comunicación de los logikoi no basta para hacer otra cosa más que la sociedad –y a pesar de que el famoso “lazo” social no se relaja demasiado. Lo que se relaja es el no-lazo o el lazo en forma de escalada de relación que descansa sobre la equivalencia general y cuyo logos común es el dinero. La equivalencia es lo que Marx llama la mercancía, pero también es de los sujetos de una comunicación general que tendenciosamente puede coincidir con el intercambio de valores mercantiles: el simbólico reducido a la señalización “virtual”, como se dice hoy, pero que siempre ha sido la base de la naturaleza del dinero. O aún más, un simbólico que no será otra cosa sino símbolo de lo simbólico, incluso su alegoría: el intercambio de la moneda valiendo para el intercambio en tanto que compartir. La humanidad tratada según los “recursos humanos”. 3 He aquí en primer lugar que el común no aparece más que a través de la quiebra entre el Todo y lo Bajo y, en segundo lugar, la idea comunista aún no ha sido capaz de darse una forma verdaderamente distinta. El Todo, de hecho, no es la parte nulificada –excepto en la circulación, en la comunicación colectiva que tiende a no comunicar otra cosa sino el dinero–, y el resto, es decir, la existencia de gentes, no puede aparecer sino como la trivialidad común. Incluso se sabe que el dinero no hace feliz. Eso no impide que los ricos siempre se enriquezcan a riesgo de sufrir y de morir como los otros (incluso, ¿quién lo sabe? De desesperarse como ellos...).
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Sin embargo, todavía denuncia la trampa: “feliz” es una categoría que sin duda las comunas no poseen. Esta es una categoría más o menos mercantil porque hay algo de felicidad que se puede comprar. En ningún caso es ni la alegría ni el encantamiento ni el rapto ni la exaltación o entusiasmo ni la pasión ni la beatitud. Incluso tampoco podría ser el placer – por lo menos el placer donde el deseo realiza lo vivo. El comunismo real no fue sin procurar un cierto bienestar –un cierto encanto, un confort, una suficiencia desde luego limitada, mezquinamente medida pero aún establecida precisamente en la idea de la “suficiencia”. Un bienestar congruente puede jugar el papel de felicidad aceptable, ya que la condición humana es simplemente lo que es. También se ha visto el cara a cara de la equivalencia mercantil, en la cual algo nunca es suficiente, y de la equivalencia de la suficiencia, donde el deseo se aletarga. La idea comunista fue desde que surgió –y surge cuando el común comienza a sentirse y conocerse desquebrajado o nulificado y sin valor– la idea de lo que no sería ni Todo, ni Bajo, ni colectivo, ni social, ni equivalente –ni suficiente, pero que nos da a todos juntos la oportunidad de estar juntos ya que somos. Puesto que el común no sólo nos es donado, sino además está él mismo en el don de la existencia y que nada, ningún ser, se da sin él. Pero “él” es nada para nosotros: ni tótem, ni colectivo, ni cambio, ni comunicación. Como él devino nada, porque se estaba volviendo cada vez más irreconocible sin tótem y dignidad, reducido a la vulgaridad y la subordinación, el común reclamó su vencimiento. Esto se llama “comunismo”. Ya sea que fuera iracundo en un proyecto donde la modernización tanto política, así como técnica y económica, se entiende como una especie de nivelación de todos los fines de la existencia común y no-común, doblada sobre la finalidad inmanente de una máquina de dominación pura (y que en la versión soviética o la versión nacional-socialista) es a la vez un accidente terrible de la historia y es también, sin duda, una lección de ésta: el comunismo no podía y no debía ser puesto en forma de institución, de gobierno, de doctrina. Ni siquiera debería dar lugar a una filosofía. No ha sido política, economía y filosofía, más bien en el fondo fue un completo error. Era una llamada, un impulso, un empuje, no la puesta a disposición de una construcción para que ella fuera. Las instituciones que se reivindican de su idea no han conseguido más que exacerbar la distorsión del común entre el Todo y lo Bajo, entre el
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colectivo como tótem reclamado de la dominación y la igualdad como equiparación bajo un norma. 4 Mientras tanto, la democratización y la socialización de las sociedades industriales en las cuales –por el desengaño de Marx– la revolución comunista no tuvo lugar desarrolló lo que se llamaba hasta hace muy poco la clase media y que tendenciosamente se vuelve en una sociedad homogénea donde un gran número se ocupa en no considerar ni la miseria que ella marca ni la confiscación de la riqueza que corresponde. Muy poco, bastante, mucho –dinero, conocimiento, poder, derecho, salud–, justo bastante, suficientemente... pero ni siquiera se sabe en qué medida uno se refiere, si no a la medida media que pasa entre la pobreza y la riqueza. El común como totalidad mediocre. El valor, el más comúnmente aceptado de lo común. Pero del estar juntos, no hay noticias. Sin embargo, quizá esta es mejor: hemos aprendido que la idea comunista ha llevado la verdad del estar juntos en contra todas las formas de dominación, de la individualización, de la socialización. Ha llevado el conjunto o el con como una condición tanto ontológica como práctica todavía inédita en un mundo que se percibe oscuramente como la pérdida de toda comuna. Puede ser que todas las comunas desaparecidas hayan sido Todos opresivos. Puede ser que nada común tuvo lugar más allá de la banalidad amenazante. Puede ser que el común nunca reciba una figura de identificación. El hecho es que la idea comunista –y todos los roles que desempeñó, innobles o sublimes– ha sido impulsada por este con (ese cum, com) que define nuestra existencia –el lenguaje, el deseo, el mundo– antes y después de toda separación de cualquier “individuo”. ¿Acaso los individuos no son los más comúnmente comunes? La cuestión es entender tanto en el mejor como en el peor sentido al “común”. La idea comunista –que puede o debe aún mantener ese nombre– designa el menos común del común, su excepción, su sorpresa. Ninguna totalidad, ninguna mediocridad, pero es eso lo que permite, por ejemplo, que les pueda escribir aquí, a todos y a todas, a cada una y a cada uno, y sin saber exactamente cómo compartimos un poco de esta idea. Nosotros.
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BATAILLE: NOSTALGIA DEL MILAGRO. HETEROLOGÍA, SOBERANÍA Y COMUNIDAD
BATAILLE: NOSTALGIA DEL MILAGRO. HETEROLOGÍA, SOBERANÍA Y COMUNIDAD Román Suárez*
HETEROLOGÍA
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a obra de Bataille es, toda ella, una empresa del riesgo que discurre en dos direcciones simultáneas: el camino de lo paródico y el camino del exceso. Ya desde 1927, en El ano solar, uno de sus primeros textos, se hace sentir esa doble rasgadura del riesgo: “Está claro que el mundo es puramente paródico” (Bataille, 1997: 15) reza la primera línea de ese texto. En él, “paródico” indica no tanto una manera de ser del mundo, como la manera en que irremediablemente estamos en él: “cada cosa que miramos es la parodia de otra” (Bataille, 1997: 15), lo que implica que, pasando de una cosa a otra, el mundo, a nuestros ojos, necesita ser descifrado. El pensamiento se forma gracias a un movimiento paródico y de contagio en el que las ideas nacen de las frases que se forman cuando las palabras copulan entre sí. Pensamiento y mundo en un constante movimiento de producción de sentido que se sostiene por el movimiento que junta y separa cuerpos, seres y palabras. Ese mundo, que aparece frente a nosotros como paródico, piensa Bataille, es el producto de una combinación de fuerzas: el movimiento simultáneo de rotación/translación de la tierra y el baño continuo de la energía solar sobre la superficie terrestre que eleva hacia sí a los seres vivos. Ambos movimientos producen la fuerza erótica que hace convulsionar de manera violenta, *
ciega y excesiva el mundo y todo lo que en él habita: la tierra y el mar se masturban continuamente (Bataille, 1997: 20) de manera frenética agitados por la fuerza erótica que desborda todo. Lo mismo que la tierra y el mar, los animales y los vegetales están en movimiento continuo, producto de fuerzas eróticas, cósmicas y solares. El conjunto de fuerzas al que todo obedece de manera incondicional establece el compás y la duración de la sinfonía en la que se expresa la existencia vital de la materia entera. Arrastrado en esa exuberancia erótica y vital, el hombre, cuya “situación actual está determinada por esos elementos” (Bataille, 1997: 17), se separa –gracias al trabajo, la consciencia de la muerte y el deseo sexual– de esa vida inmersa en la continuidad –que Bataille también llama “sagrada” o “heterogénea”– y es proscrito al mundo de lo “profano” u “homogéneo”, al mundo del trabajo y la prohibición. Dicha separación le arroja de manera irremediable a la nostalgia de esa continuidad heterogénea de la que ha salido para no volver y que intentará recuperar irremediablemente a través de los otros y a través de la entrega sacrificial de sí mismo como algo diferenciado e individual: A un hombre situado en medio de los otros hombres le irrita saber por qué él no es uno de los otros. Acostado en una cama, junto a una chica que ama, olvida que no sabe por qué es él, en lugar de ser el cuerpo que toca. Ignorándolo todo, sufre a causa de la oscuridad de la in-
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teligencia, que le impide gritar que él mismo es la chica que olvida su presencia agitándose en sus brazos (Bataille, 1997: 17).
El sufrimiento de no poder ser otro se produce gracias a la inteligencia que coloca a un sujeto pensante frente a un objeto que se ofrece, en tanto inmerso en la heterogeneidad, clausurado a lo homogéneo. Dicha angustia (que es también nostalgia) de saberse retirado del mundo sagrado en el que los animales habitan “como al agua en el agua” (Bataille, 1998: 27) es una constante en el trabajo de Bataille, que sus textos pueden leerse como las derivas que produce la imposibilidad de acercamiento a ese mundo. La imposibilidad de acercamiento y comprensión del mundo heterogéneo o sagrado es, desde su inicio, la aporía que signa y motiva todo el trabajo de Bataille. Esta imposibilidad alcanza su punto máximo en la esfera del pensamiento, ya que dicho acercamiento implica, por principio, el conocimiento de aquello a lo que, por definición, resulta imposible de conocer. La clausura del mundo heterogéneo frente al mundo homogéneo, al mundo del trabajo (el conocimiento es para Bataille el más elaborado de los trabajos) implica que ciertas experiencias son ontológicamente imposibles y nos han sido históricamente retiradas, pero, más que eso y por ello mismo, nos han sido imposibles de concebir, de ahí que el acceso a ese mundo nos sea no sólo vedado a nivel de la experiencia, sino del pensamiento.1 El carácter excesivo, paródico y arriesgado de la tentativa batailleana nace de la irrenunciable tendencia de la razón a conocer lo que le está vedado, de aquello que sólo puede ser alcanzado como resultado de su destrucción y, por lo tanto, más allá de sus propios límites, más allá de ella misma. Heterología es el nombre que Bataille encontró para nombrar su empresa desorbitada (Bataille, 2012: 403-421). Bajo esta no-categoría se cobija la posibilidad imposible de una estrategia de aproximación a los aspectos de la cultura que, como desechos, quedan fuera de la máquina de sentido que organiza el mundo bajo las representaciones del saber y la efectividad del trabajo. Todo el proyecto batailleano parte de la idea de que el mundo, más allá del saber y el trabajo, es 1 “[…] ninguna supervivencia de las fiestas antiguas puede hacer que el hombre de la reflexión, al que la reflexión constituye, no sea en el momento de su cumplimiento, el hombre de la intimidad perdida. Sin duda, la intimidad no le es extraña, no se podría decir que no sabe nada de ella, puesto que tiene la reminiscencia. Pero esta reminiscencia justamente le reexpide fuera de un mundo en el que no hay nada que responda a la nostalgia que tiene de ella” (Bataille, 1998: 27).
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continuo y se da como un solo ser indiferenciado, pero es al mismo tiempo heterogéneo ya que no toda realidad se pliega a las exigencias de utilidad que orientan todo trabajo y todo saber: “Detrás del mundo, detrás de la pobreza en que vivimos, detrás de los límites precisos en que vivimos sólo hay un universo cuyo brillo es incomparable y detrás de ese universo no hay nada” (Bataille, 2008: 56-57). Esta sospecha inicial terminará por transformarse en la convicción profunda de la existencia de un mundo excremencial que se produce como reverso o parodia del orden que se expresa en la representación científica y filosófica de la realidad. Ese mundo excremencial ajeno al mundo del saber y del trabajo, no es propiamente un “orden” en la medida en que es heterogéneo, pero tampoco es el retorno a un estado de animalidad, es un mundo que se abre entre la animalidad que le ha sido vedada completamente al hombre y el mundo inteligible y calculable de la razón científica. No es el mundo de la razón, sino su inevitable parodia que se produce como resultado de procesos de apropiación de los objetos de la naturaleza y de la excreción de todo aquello “que resta”. Excreción y apropiación (Bataille, 2012: 407) son los procesos paralelos que polarizan y organizan el devenir humano cuando éste se ordena de acuerdo con el principio de utilidad. La relación que los movimientos de apropiación y excreción mantienen es de un carácter necesario y dicha relación se complica a la luz del saber, porque al intentar dar cuenta de su realización, el pensamiento se topa con el límite de lo que le es completamente incomprensible, al mismo tiempo irrenunciable; en la medida en que el movimiento de excreción y su contenido son parte constitutiva y esencial del trabajo de conocer, al que el hombre está sujeto de manera irremediable y sin el cual no podría subsistir, en esa misma medida es que es un objeto irrenunciable para el conocimiento; pero al mismo tiempo, dado el carácter heterogéneo del proceso excremencial, resulta imposible de ser apropiado por la razón. El contenido de lo otro que resta, de lo hetero, escapa a toda representación homogénea de la realidad: todo lo ajeno a la producción y acumulación debe ser proscrito por ser contrario a la utilidad, que es el objetivo principal del trabajo. La filosofía es, en tanto que organiza esta representación y que provee de las categorías que conducen la experiencia del mundo del trabajo y la utilidad, el más encomiable de todos los trabajos: selecciona y separa lo pensable de lo que no es. Sin embargo, el mecanismo
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mismo del pensar, al discurrir sobre los rieles del razonamiento lógico, engendra irremediablemente su figura gemela: la heterología. Ésta es producto de un exceso del pensamiento que, sin participar del orden del trabajo y la representación, resulta en una parodia del conocimiento científico: la heterología, “ciencia acéfala” de lo imposible, del no-saber. ¿Una ciencia de aquello que escapa a la representación del saber?, ¿un saber de lo “hetero”, de lo completamente otro, de lo singular e inconmensurable?, ¿un saber del no-saber? Cuando se dice que la heterología aborda científicamente los problemas de la heterogeneidad, eso no significa que la heterología, en el sentido que normalmente adquiere una fórmula tal, sea la ciencia de lo heterogéneo. Lo heterogéneo se encuentra incluso decididamente colocado fuera del alcance del conocimiento científico, el cual sólo es aplicable, por definición, a los elementos homogéneos. Antes que nada, la heterología se opone a cualquier otra representación homogénea del mundo, es decir, a cualquier sistema filosófico (Bataille, 2012: 413).
Bataille sabe de lo aporético de su ciencia. La heterología es un proyecto imposible si se consuma como tal. Sin embargo, Bataille supo esquivar la trampa: la heterología, más que una ciencia, representación ordenada o saber de lo otro, es el esfuerzo por señalar la tensión entre el orden racional del mundo y lo que necesariamente queda fuera de ese orden, los entrecruzamientos entre el poder, los cuerpos, el lenguaje y la vida. La violencia de ese movimiento, que es en última instancia el movimiento del mundo, su energía, la vida que nos atraviesa, es aquello que no puede ser nunca ni pensado, ni representado, ni reducido a un sistema racional que entregue cuentas claras de ello.2 El saber total, es decir filosófico, se muestra siempre como incapaz de reducir a un sistema coherente la vida y sus malos olores, sus arrebatos de violencia y su intempestividad, es la vida lo que siempre se le escapa. En consecuencia, la heterología nunca podría hacer otra cosa más que señalar esa incompletud del saber y, al mismo tiempo, denunciar la treta que implica el intento de reciclaje de lo excremencial, de los “desechos totales”. La filosofía es, 2 “El proceso intelectual se limita automáticamente desde el momento en que produce por sí mismo sus propios desechos y por lo mismo libera el elemento heterogéneo excrementicio de una manera desordenada. La heterología se limita a recuperar consciente y resueltamente este proceso terminal que, hasta ese momento, era visto como aborto y vergüenza del pensamiento humano” (Bataille, 2012: 413).
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en este giro operado por Bataille, la primera ofrenda de un sacrificio del saber; su resquebrajamiento y su fragmentación no son otra cosa que los signos de lo excesivo de su tarea. Exceso del pensamiento que impide su categorización y que deja al descubierto la trampa del pensar y con ello su indigencia y su fragilidad, mismas que se ofrecen, ya no como tierras a conquistar, sino como los signos claros de su existencia. Si el saber opera colonizando lo heterogéneo, necesariamente encuentra su límite en lo que no puede ser apropiado: la vida interior, la vida soberana (Bataille, 1996: 55). SOBERANÍA Según afirma Bataille en La parte maldita. Ensayo de economía general, desde el punto de vista de la naturaleza, la existencia de los fenómenos dilapidatorios o lujosos se impone como necesaria si consideramos que los recursos y la energía de los que el mundo dispone, gracias a los movimientos del planeta y a la constante donación de la energía solar, son infinitos. Lo anterior implicaría la reproducción y el crecimiento infinitos de plantas y animales que, inevitablemente, arrastrarían como consecuencia la saturación de la superficie terrestre. La naturaleza, al tiempo que aprovecha la energía del sol y la transforma en vida, instrumenta un conjunto de procesos dilapidatorios con el fin de frenar el despliegue ilimitado de la vida. Las tres formas principales de gasto lujoso o dilapidación de ese excedente de energía son la depredación, la sexualidad y la muerte. Dichas formas comportan el carácter de lujosas, ya que el derroche que hacen de la vida es un despilfarro, en el sentido de que ese uso de la energía no retribuye nada y se dilapida sin finalidad alguna, es decir, es antitético al principio de utilidad que orienta el mundo del trabajo. La primera forma de dilapidación es la depredación (manducation) animal y vegetal que transcurre de acuerdo con la cadena alimenticia, en la que “el herbívoro es un lujo con respecto a la planta y el carnívoro con respecto al hombre” (Bataille, 2007: 45), la segunda forma de dilapidación es la reproducción sexuada que introduce la imposibilidad de que un organismo vivo se reproduzca infinitamente de manera idéntica. La reproducción sexuada es uno de los frenos que la naturaleza ha impuesto a la reproducción infinita de un mismo ser; el otro mecanismo de contención es la muerte. La muerte, que es la tercera forma de dilapidación, es el gasto más lujoso de todos y,
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de las modalidades de la muerte, la que implica un derroche mayor es el sacrificio, el don de sí mismo sin finalidad útil alguna, sino sagrada. La vida humana transcurre de manera irremediable a caballo entre el principio de utilidad y el del gasto lujoso. La manera en que el hombre habita el mundo puede ser a un mismo tiempo servil (cuando actúa con miras a la consecución de fines externos a las propias acciones que realiza) o soberana (cuando su existencia es una completa dilapidación y es improductiva). El hombre, a un tiempo esclavo y soberano, divide su existencia entre el mundo sagrado y el mundo profano, entre el mundo de la técnica y el trabajo, es decir, el mundo de lo útil y profano (en el que la acumulación de bienes futuros es el fin de las acciones) y el mundo de lo lujoso y sagrado (en el que lo excedente aparece en su plenitud expresado como sacrificio, risa y erotismo). Escapar al principio de utilidad es lo que dota a la risa, el sacrificio y al erotismo de un carácter sagrado. Las actividades sagradas son soberanas por ser aquellas en las que el principio de utilidad desaparece; son actos o acciones cuya realización escapa a consideraciones externas a ellas mismas, es decir, a consideraciones que les arrebaten el éxtasis soberano de lo instantáneo, y que las hagan serviles y dependientes de otros fines ajenos a ellas mismas. Si una acción es considerada calculando lo que pueda venir después de ella, si es ejecutada como un eslabón más en la cadena de causas y efectos que produce y de los que es producto, entonces no puede ser una acción soberana porque es pensada como parte de un cálculo exterior a ella. Al contrario, aquellas manifestaciones que se dan como producto de la ruptura de esa cadena son las que escapan a la servidumbre de la causalidad y del tiempo por venir, son las que habitando la instantaneidad de lo fugaz pueden considerarse soberanas. El propósito abierto de Bataille es, como ha quedado claro desde sus primeros escritos, antes que la conformación de una morfología de lo soberano, “el examen de lo esencial”,3 es decir, el seguimiento de las derivas heterológicas de lo soberano. Si la condición de lo soberano es el dominio del 3 “Si lo soberano es esencialmente el milagro, y si a la vez participa de lo divino, de lo sagrado, de lo risible o de lo erótico, de lo repugnante o de lo fúnebre, ¿no debería considerar en general la morfología de estos aspectos? Parece vano ir más lejos en el conocimiento de la soberanía sin dar cuenta de la unidad profunda de aspectos cuya apariencia es tan variada. Sin embargo, para comenzar, me parecería inoportuno ir más lejos en esta vía. Una morfología que describa dominios complejos no podrá sino seguir a un planteamiento de los problemas fundamentales. Podría ser un resultado final, que sobrevendría únicamente en último lugar. Prefiero comprometerme desde el principio en el examen de lo esencial, sin entretenerme siquiera, más allá de lo inevitable, en la cuestión del método” (Bataille, 1996: 66-67).
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instante sobre la duración, de la inconsciente consciencia (no-saber) del instante sobre la servidumbre duradera del pensamiento, entonces los momentos que desarticulan esa continuidad son los pasajes al afuera, a lo heterológico: la risa, las lágrimas, los sollozos. La risa a carcajadas, las lágrimas o los sollozos son el signo de una quiebra del pensamiento porque […] se desencadenan en el vacío del pensamiento, que su objeto hizo en el espíritu. Pero estos movimientos […] tienen el poder de mantener, de tomar y retomar sin fin el instante que cuenta, el instante de la ruptura, de la falla. Como si intentáramos detener el instante y fijarlo en los hipos una y otra vez repetidos de nuestras carcajadas o de nuestros sollozos (Bataille, 1996: 70).
Risa, lágrimas y sollozos son, por soberanos, milagrosos. No en tanto que acción, sino en tanto que síntoma de un vacío, de una falla, que fractura la continuidad del pensamiento, es que lo milagroso de las lágrimas es la deriva excesiva de lo soberano. La experiencia paradójica de las “lágrimas felices” (Bataille, 1996: 71) sirve a Bataille para entrar en la consideración profunda de la relación entre lo soberano y lo milagroso. Bataille recuerda un episodio en el que el encuentro con un pariente suyo, al que se creía muerto, le produjo “lágrimas felices”, lágrimas que son producto no de una alegría, sino de una imposibilidad, de aquello que, a pesar de ser imposible, resulta cierto; de aquello que, con propiedad, podemos definir como milagroso en la medida en que escapa a nuestra voluntad y que parecería, bajo las mismas circunstancias en que se dio, algo imposible de repetirse, algo inesperado. Si lo esperado es, de alguna manera, lo posible, lo calculable y lo cognoscible, lo milagroso es, por el contrario, aquello que rompe la cadena de cálculos sobre los que el pensamiento se desplaza. Lo milagroso es, propiamente, el advenimiento de un acontecimiento que disloca toda racionalidad y toda espera. El advenimiento de lo imposible es de un carácter paradójico que puede hacer de la contradicción algo posible: “lo que había encontrado en las lágrimas felices, se encontraba también en las lágrimas infelices” (Bataille, 1996: 73). Lo milagroso, deriva última de la soberanía, es el reino del instante en el que la espera olvida que espera, instante soberano en el que la espera, y con ella el saber, “se resuelven en NADA” (Bataille, 1996: 73). Finalmente, la vida soberana, la salida de la servidumbre, sólo puede ser una aspiración, si se le busca en los senderos ciegos del no-saber, si se re-
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ROMÁN SUÁREZ
nuncia al trabajo que espera y calcula la llegada de lo posible, si se opta por el trabajo de la desobra, el no-saber que ya no espera lo posible, ni busca el conocimiento: “Ya no esperaba el momento en el que obtendría la recompensa de mi esfuerzo, en el que al fin sabría; sino aquel en el que ya no sabría, en el que mi primera espera se resolvería en NADA” (Bataille, 1996: 74 [cursivas del autor]). COMUNIDAD “La comunidad de los que no tienen comunidad” (Blanchot, 1999: 9) es el dictum batailleano con el que Blanchot abre su trabajo sobre Bataille y el concepto de comunidad. Alude de una manera sintética al riesgo que implica entrar en los meandros paradójicos del pensamiento de la comunidad. Este dictum condensa las dos derivas de las que hemos hablado antes, en él se anudan heterología y milagro: acontecer de lo excrementicio y la excreción de lo acontecimental. Retirada de lo milagroso y el acontecer de lo milagroso fuera de los márgenes de lo pensable. Por un lado, toda comunidad es imposible y paradójica en el sentido de que siempre es incompleta y abierta. Si Bataille ha logrado dar cuenta de algo es de que el orden profano (orientado por el trabajo como actividad y por la utilidad como principio) produce de manera irremediable un mundo que le es inapropiable, pero no ajeno: la comunidad de aquellos que no tienen comunidad. Frente al mundo del trabajo, las figuras encarnadas de esa comunidad heterogénea toman la forma baja de la infamia: “Los obreros comunistas parecen a los burgueses tan feos y tan sucios como las partes sexuales y velludas o partes bajas: tarde o temprano tendrá lugar una erupción escandalosa en el curso de la cual las cabezas asexuadas y nobles de los burgueses serán cortadas” (Bataille, 1997: 22). Todas ellas, figuras de lo imposible, portadoras de la potencia de la fragilidad, resisten al molino de la ley, la palabra y el saber; todos ellos advienen cuando la razón despliega su potencia, cuando pone en marcha los mecanismos de su inmunidad y cuando el conocimiento y su violencia devoradora son los ejes de la danza descentrada del vivir. Si Bataille trató la filosofía “pasándosela por la verijas” (Díaz de la Serna, 2012: 9) y rehuyó los títulos del saber tradicional, fue porque esos títulos son los emplazamientos en los que la razón y sus productos acomodan a los hombres para neutralizar la potencia de la vida que se asoma en el lenguaje y
BATAILLE: NOSTALGIA DEL MILAGRO. HETEROLOGÍA, SOBERANÍA Y COMUNIDAD
sus efectos incontrolables. Para Bataille, por lo tanto, hay un afuera del saber en el que el pensamiento sólo encuentra la mímica paródica y desorbitada de un no-saber, pensamiento de lo singular, de lo no categorizable, que como el golpe del relámpago en los ojos, no tiene ni ley ni medida: la ausencia de comunidad (Bataille, 2008: 55). La comunidad de los que no tienen comunidad impugna desde su ausencia la pirotecnia omniabarcante del relato total, la resistencia de lo inapropiable y de lo inasimilable al saber, le hace la guerrilla al epicentro del lenguaje del logos: su actuar es viral y no epopeyístico: están en la historia como acontecimientos: están y no están. Están porque son lo que resta, no están porque no pueden ser integrados: están como interrogación. Se abre aquí la otra deriva de la comunidad batailleana, aquella que tiene que ver con el acontecimiento de lo imposible. La comunidad de los que no tienen comunidad es la comunidad soberana, aquella cuya existencia imposible problematiza la continuidad en el tiempo de un pensamiento del progreso continuo y lineal, aquella que suscita la pregunta por la temporalidad de lo instantáneo, de lo que no puede integrarse al gran relato de la historia: el acontecer de lo milagroso:
REFERENCIAS Bataille, G. (1996), Lo que entiendo por soberanía, Barcelona, Paidós.
Bataille, G. (1997), El ojo pineal. Precedido de El ano solar y Sacrificios, Valencia, Pretextos. Bataille, G. (1998), Teoría de la religión, Taurus, Madrid. Bataille, G. (2007), La parte maldita, Buenos Aires, Las cuarenta. Bataille, G. (2008), La religión surrealista. Conferencias 19471948, Buenos Aires, Las cuarenta. Bataille, G. (2012), “La función de D. A. F. de Sade (Carta abierta a mis actuales amigos)”, en G. Bataille, Para leer a Georges Bataille, México, FCE. Blanchot, M. (1999), La comunidad inconfesable, Madrid, Arena Libros. Díaz de la Serna, I. (2012), “Georges Bataille o la ejecución del saber y del lenguaje”, en G. Bataille, Para leer a Georges Bataille, México, FCE.
Desde el principio, este contenido, lo milagroso, que finalmente yo reconocía allí donde menos se lo podía esperar, en el objeto de las lágrimas, me pareció inscribirse esencialmente en la espera de la humanidad. Entonces pude decirme a mí mismo, con un sentimiento de certidumbre, que “el hombre no sólo tiene necesidad de pan, que no está menos hambriento de milagro” (Bataille, 1996: 73.
Es la comunidad de la espera en la indigencia, la comunidad del olvido y del no-saber, la comunidad de la soberanía en la “ausencia de poesía” (Bataille, 2008: 55), comunidad sin empleo, una comunidad tan abierta que no es otra cosa que ausencia de comunidad: “lo que debe desaparecer, puesto que la conciencia se vuelve cada vez más aguda, es la posibilidad de distinguir al hombre del resto del mundo” (Bataille, 2008: 55). La retirada paulatina del mundo sagrado es obra del desarrollo de la razón calculadora, ni Dios ni su Iglesia han escapado al imperio del trabajo: “En todas partes el hombre siente a la naturaleza humana como profundamente humillada y lo que queda de religión termina de humillarla ante Dios, que después de todo no es más que la apóstatas del trabajo”
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(Bataille, 2008: 55). Nostalgia de la comunidad que es al mismo tiempo una comunidad de la nostalgia, nostalgia de “una vida que deje de ser humillada, de una vida que deja de estar separada de lo que está detrás del mundo” (Bataille, 2008: 55), nostalgia del milagro, del encuentro/desencuentro con los pequeños actos que se revisten de un halo milagroso gracias al toque de ese “impulso irracional que da el valor soberano” (Bataille, 1996: 76).
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LA COMUNIDAD INCONFESABLE O LA IMPOSIBILIDAD DEL VIVIR-JUNTOS
LA COMUNIDAD INCONFESABLE O LA IMPOSIBILIDAD DEL VIVIR-JUNTOS Edgar Calderón Savona* A Cesáreo Morales No hay que durar, no hay que formar parte de ninguna duración, cualquiera que sea. Maurice Blanchot, La comunidad inconfesable. Cuando se comparten suficientes decepciones es posible ir más lejos. Peter Sloterdijk, Los latidos del mundo.
I El presente artículo tiene como objetivo trazar algunas líneas reflexivas en torno a la concepción de “comunidad” en el pensamiento de Maurice Blanchot. El punto de partida, inevitable es La comunidad inconfesable (1983), ensayo que constituye una réplica al artículo de Jean-Luc Nancy titulado La comunidad desobrada. A riesgo de dejar la exposición trunca, no desarrollamos aquí un análisis comparativo entre las convergencias y divergencias de ambos autores. En cambio, la tentativa se centra en esbozar la experiencia de la comunidad en Blanchot y cómo ésta confluye con la que Michel Foucault denominara la “experiencia del afuera”. En la historia de la filosofía del siglo xx, Maurice Blanchot ocupa un sitio de difícil categorización. Periodista, novelista, crítico literario, en su heterodoxo y elusivo itinerario intelectual produjo una obra fragmentaria, enigmática y por momentos impenetrable. No obstante, como lo ha señalado Jean-Luc Nancy, en esa mistificación abstracta del discurso blanchotiano, siempre es posible encontrar el impulso por “pensar sin sosiego un mundo que se sale, de manera a la vez lenta y brutal, de todas sus condiciones adquiridas de verdad, de sentido y de valor” (Nancy, 2007: 11). *
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En otras palabras, pensar en la noción de comunidad desde Blanchot supone un cuestionamiento radical de los lazos entre singulares que se debaten en un mundo cuyos goznes están estallados; un examen tajante sobre el “vivir juntos”, tal como lo concibiera Roland Barthes: “No el vivir-de-a-dos conyugal, ni el vivir-de-a-muchos por coerción colectivista, se trata más bien de una soledad interrumpida de manera reglada, el proceso por el cual se ponen distancias en común” (citado en Pelbart, 2009: 35). Lo anterior toma una dirección concreta a la luz de la nota final de La comunidad inconfesable, donde se subraya el “sentido político acuciante” con el que se puede leer este libro. Desde esa perspectiva, Blanchot expone en un primer momento la “necesidad imperiosa, acaso violenta, de reconsiderar lo que el comunismo había ocultado tan poderosamente y que lo había hecho surgir: la instancia de lo ‘común’ —pero también su enigma o su dificultad, su carácter no dado, no disponible y, en ese sentido, lo menos ‘común’ del mundo […]” (Nancy, 2007: 25 [las cursivas son mías]). La argumentación que se despliega en La comunidad inconfesable no sólo se orienta contra una esencia única de lo común, sino que pone en evidencia cómo una comunidad, desde su establecimiento —si acaso se puede decir así—, se dirige de manera necesaria a su desaparición. Para Blanchot, una co-
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munidad no es la reunión de sujetos cuyas identidades se enlazan por medio del reconocimiento. En cualquier caso, los singulares congregados en un espacio común hallan impugnación (del otro) antes que algún signo de pertenencia. Así lo explica Mónica Cragnolini en el “Postfacio” a La comunidad enfrentada, de Nancy: la de Blanchot es una “comunidad de la distancia” que va a contrapelo de una comunidad definida como la suma de individuos en la cercanía. Es cierto, “esa comunidad a la que se refiere tiene algunos de los caracteres de la comunidad pensados por la sociología, pero desde una dimensión ontológica totalmente distinta […] A diferencia de la comunidad de la sociología, en Blanchot asistimos a la comunidad de la no-identificación, de la des-apropiación, de la apertura a la exposición al otro” (Nancy, 2007: 62). De ese modo, al reconsiderar la instancia de lo común, en La comunidad inconfesable Blanchot propone dos “accesos” a la esencia sin esencia de la comunidad: el orden social-político y el orden pasional-íntimo (Nancy, 2007: 30-31). En relación con el primero, evoca largamente el “Acéphale”, aquel hombre descabezado que servía de símbolo al grupo que Georges Bataille —junto con Michel Leiris y Roger Caillois— pretendía crear alrededor del llamado Colegio de Sociología (Jay, 2007: 175). Asimismo, en el orden político, Blanchot trae a la memoria el mayo del 68 parisino, cuando las protestas en la calle demostraron que “sin proyecto, sin conjuración, podía, en lo repentino de un encuentro feliz, afirmarse la comunicación explosiva [y], más allá de cualquier interés utilitario, una posibilidad de ser-juntos” (Blanchot, 1999: 75). Por otra parte, en el orden pasional, El mal de la muerte o La enfermedad de la muerte, de Marguerite Duras, le permite dar cuenta de una “comunidad episódica entre dos seres que están hechos, o que no lo están, el uno para el otro, y que juntos constituyen una máquina de guerra” (Blanchot, 1999: 115); más allá, plantear también cómo “la extrañeza de lo que no podría ser común es lo que funda esa comunidad eternamente provisional de la que siempre ya se ha desertado” (Blanchot, 1999: 126). Ahora bien, ¿a qué responde la elección de esos “accesos”?, ¿qué rasgos comparten esas figuras y cómo ejemplifican aquello que Blanchot llamará, a la postre, “comunidad inconfesable”? Es claro que esas comunidades representan tres momentos de dislocación, de fragmentación: “lo que las caracteriza es que sus miembros —si tiene sentido llamarlos
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así— ponen en suspenso sus actos y se niegan a tomar el poder que sea, aceptan no hacer nada, guardar el secreto total o encerrarse en un fuera-de-lugar o un fuera-de-tiempo” (van Rooden, 2011: 99). En los tres casos, como telón de fondo, hay una declaración de impotencia. Ante esta consideración, aquel artificio retórico que Michel Foucault usara para referirse a los mecanismos de la literatura blanchotiana: “La ficción consiste no en hacer ver lo invisible sino en hacer ver hasta qué punto es invisible la invisibilidad de lo visible” (Foucault, 1989: 27), es perfectamente trasladable a la noción de comunidad que aquí se intenta esbozar: “La comunidad consiste no en hacer lazo sino en hacer ver hasta qué punto es imposible la posibilidad de ese lazo”. De nuevo, esto se ilustra en la novela de Marguerite Duras, donde se verifica lo irrealizable de un “acuerdo fusional” en la comunidad de los amantes: “Ahí está la habitación […] donde dos seres intentan unirse nada más que para vivir (y en cierta manera celebrar) el fracaso que es la verdad de lo que sería su unión perfecta, la mentira de esta unión que siempre se realiza no realizándose (Blanchot, 1999: 117). II En términos generales, Blanchot suscribe la “exigencia comunitaria” de Bataille, pero introduce en ella algunos matices importantes que nos conducen al carácter propiamente inconfesable de la comunidad. Cuando Georges Bataille evoca un principio de insuficiencia como la base de todo ser, dice Blanchot, creemos comprender sin problema lo que dice; sin embargo, esto no ocurre así: ¿insuficiente en relación con qué?, ¿insuficiente para subsistir? (Blanchot, 1999: 27-28). El subrayado aquí debe estar en la palabra principio: “Es un principio, observémoslo bien, lo que manda y ordena la posibilidad de un ser. De ahí resulta que la carencia por principio no va a la par de una necesidad de completud” (Blanchot, 1999: 21). Al resaltar esa insuficiencia como principio, y no como algo necesario, Blanchot no pretende deshacerse de ella, sino exacerbar su sentido. En la base de una comunidad, sostiene, se halla la insuficiencia, pero ésta no busca aquello que le ponga fin, sino más bien el exceso de una carencia que se profundiza a medida que se colma. La insuficiencia, sin duda, requiere la impugnación, que es siempre
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EDGAR CALDERÓN SAVONA
la exposición al otro, aquel que nos pone en juego y nos revela como seres insuficientes con lo excesivo como horizonte (Blanchot, 1999: 27-28). De tal forma, dicha puesta en juego es violenta y contundente: “Una comunidad sólo puede durar teniendo la intensidad de la muerte, y se descompone desde que le falta la grandeza particular del peligro” (Blanchot, 1999: 36). En el contexto de tal afirmación de Bataille, se entiende lo que Blanchot le escribiera en una carta a su amigo: “Me parece desde hace mucho tiempo que las dificultades nerviosas que usted sufre —por hablar en términos de objetividad médica— no son sino su manera de vivir auténticamente esta verdad, de mantenerle en el ámbito de aquella desgracia impersonal que el mundo, en su fondo, es” (citado en Bident, 2006: 21). En esta desgracia hay una doble afirmación: por un lado, la ausencia de salida y, por otro, la imposibilidad de renuncia (Bident, 2006: 21), la exigencia comunitaria asedia. No se puede renunciar a formar parte de ese “acuerdo común, momentáneo, de dos seres singulares, que rompen con unas pocas palabras la imposibilidad del decir”, pero tampoco hay salida, “la comunidad sólo se mantiene como el lugar —no lugar— donde no hay nada que retener, secreto de no tener ningún secreto” (Blanchot, 1999: 55). Es precisamente ahí donde se anuncia la condición inconfesable de la comunidad. No hay secreto porque no hay lazo. Lo que no se puede confesar es el frágil acontecimiento que sostiene a la comunidad, donde los particulares se reúnen, como afirma Nancy, “más que por la necesidad de encontrarse, por la necesidad de perderse sin remisión” (Blanchot, 1999: 73). La comunidad no se sostiene por ningún lado, pero eso no lo podemos confesar. O sí. Cumplir con la exigencia infinita del borrarse, dirá Blanchot en otro lado. III Y seguimos hablando. Sí, hablar a pesar del acecho del silencio o, más bien, dice Blanchot, hablar porque es la única manera de que, en definitiva, podamos callar. Sí, hablar, para después enmudecer. Sí, hablar, pero ¿con palabras de qué clase? Ésta es la pregunta que atraviesa, vacilante, La comunidad inconfesable (Blanchot, 1999: 131). Es precisamente esa interrogación la que encarna el “sentido político acuciante” de la reflexión. La pregunta, según Blanchot, no nos permite desintere-
sarnos del “tiempo presente”. A pesar de tratarse de una categoría desvirtuada y casi irreconocible, ese tiempo es apertura de “espacios de libertad desconocidos” y de “nuevas relaciones siempre amenazadas entre lo que llamamos obra y lo que llamamos desobra” (Blanchot, 1999: 131). Aquí es preciso insistir en que La comunidad inconfesable invoca, a fin de cuentas, la eterna cuestión del vivir-juntos. Y esa comunidad que asume e inscribe su propia imposibilidad es, en cierto modo, el llamamiento de Blanchot a enfrentar la amenaza, el presentimiento de un peligro, la sospecha de vivir a orillas de un desastre cuya presencia se percibe, pero cuya naturaleza no se consigue desentrañar (véase Tabucchi y Gumpert, En esta perspectiva, la “comunidad inconfesable” no es un mero concepto, sino que se convierte en la marca de una intensidad existencial. Su puesta en escena, por medio de la escritura, crea una tensión insondable al situarse en ese no-lugar entre la palabra y el silencio, lugar de suspensión e indecisión, sin centro ni cierre (Cragnolini, 2003). Al punto que nos desplazamos a través de un pensamiento que se exige a sí mismo reformularse constantemente, enunciar su fin en tanto conciencia fundacional y producirse desde la experiencia del deterioro, del mundo sin mundo, de la agonía de la esfera de lo indemne. En la comunidad no hay esencia, origen ni destino, tampoco resguardo, sólo conciencia de la fragilidad. Y ésa es precisamente la “experiencia del afuera” que citábamos al inicio. A contracorriente de la positividad del saber, se sitúa esta experiencia de la que tal vez, sostenía Foucault, “la cultura occidental no ha hecho más que esbozar, en sus márgenes, su posibilidad todavía incierta: la transición hacia un lenguaje en que el sujeto está excluido” (Foucault, 1989: 16-17). La experiencia del afuera no es metáfora de una experiencia en la exterioridad —en las calles, por ejemplo— como contrapuesta a una experiencia en la interioridad —un hogar, un refugio—. El afuera tampoco se refiere a una de las piezas de la dicotomía interior-exterior, representada por un sujeto y el mundo que lo rodea. El resultado de la experiencia del afuera es justo la ruptura de esa dicotomía, la ruptura con el mito de aquello que Foucault llama la “vieja trama de la interioridad”, aquella que entiende a la conciencia como un teatro de representaciones internas. El cuerpo-viviente-animal que somos es puro afuera, sus órganos no están en un adentro, ellos son otro pliegue del mismo afuera. Este viviente que se
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LA COMUNIDAD INCONFESABLE O LA IMPOSIBILIDAD DEL VIVIR-JUNTOS
dice que piensa, que habla, se halla en un ensamblaje con lo simbólico, con el lenguaje, pero no posee ninguno de los dos, se yuxtapone con ellos como un pliegue más del afuera. La experiencia del afuera, que da cuenta de lo segregado, de “lo otro” de la razón, es desgarradura en la que no existe resarcimiento ni resguardo. En esa medida, la experiencia del afuera es la experiencia de la comunidad. “La comunidad no teje el vínculo de una vida superior entre sujetos” (Blanchot, 1999: 34), al contrario, en ella asistimos al imposible despliegue de la intimidad como pertenencia. Es entonces cuando, en la “desnudez del yo hablo”, sobreviene el temblor. Y lo inconfesable se descubre como la participación de una experiencia de los límites que no es susceptible de ser transmitida. IV En Thomas el Oscuro, una de las novelas más conocidas de Maurice Blanchot y, en palabras de Leslie Hill (1997: 53), uno de los textos más indispensables y a la vez oscuros de la literatura contemporánea, hallamos a un personaje que encarna justamente esa marca existencial de la comunidad inconfesable: aquella que declina toda identidad y toda condición de pertenencia, y al mismo tiempo es un espectro de vecindad y resonancia, de distancias y encuentros, más que de vinculación (Pelbart, 2009: 46). “A decir verdad —describe Blanchot a Thomas—, había en su manera de ser una indecisión que abrigaba algunas dudas sobre todo lo que hacía. [...] Cuando se puso a andar, daba la impresión de que no eran sus piernas, sino su deseo de no andar lo que lo hacía avanzar” (Blanchot, 2002: 11 y ss.). “¿Quién eres?”, le pregunta Anne a Thomas. Ella es una comensal del mismo hotel donde él se hospeda. En la trama, se desarrolla entre ellos una relación ambigua: inocencia, repulsión, atracción, seducción. Los dos están condenados a conocerse sin conocerse. “¿Quién eres?”, insiste Anne. Casi siempre, nos dice el narrador, es posible prever entre aquellos dos cuerpos ligados tan íntimamente por lazos tan frágiles, contactos que revelan de una manera espantosa la debilidad de sus vínculos. Anne busca comprender a Thomas exasperadamente, pero siempre encuentra un vacío inextricable.
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Thomas se presenta ante ella como un rehén voluntario de su oscuridad. Insiste en sentir una nada anclada a su existencia como una condición inapelable: “Es una propiedad de mi pensamiento, no la que me asegura que existo (como lo hacen todas las cosas, como una piedra lo hace), sino la que me asegura de estar en la propia nada, y que invita a no ser, de tal manera que pueda ser una ausencia maravillosa” (Blanchot, 2002: 78 y ss.). Anne exhorta a Thomas, casi como sabiendo de antemano su fracaso, a salir de la oscuridad. “¿Quién eres?” es la pregunta que flota en el aire, es la pregunta que hace Anne sólo para arrepentirse un momento después. Pronto, ella se da cuenta de que ésta, como toda pregunta, invita al lenguaje que se devela como un mecanismo con propensión a disimular y decepcionar. ¿Quién puede ser Thomas en el fondo? No hay en esta observación ninguna pregunta propiamente dicha. ¿Cómo hubiera podido, Anne, por aturdida que estuviera, interrogar a un ser cuya existencia era una terrible cuestión que se le planteaba a ella misma? Anne miraba a Thomas cara a cara, y reiteraba: “¿Quién eres?”. El peligro, señala el narrador, en el acto desconsiderado y arbitrario que representa esa pregunta es que Thomas tratara de responder como un ser que pudiera responder, y hacer oír su respuesta. Sucede lo inesperado esperado. Repentinamente Thomas mueve los labios torpemente para pronunciar las palabras: —Lo que soy... —Cállate —interrumpe Anne, que pronto se ha dado cuenta de su manera tan grosera de tratar con lo inconfesable. V El discurso de Maurice Blanchot asfixia, agota. La lectura de La comunidad inconfesable es la lectura de un acta de defunción. Escribir sobre Blanchot es ceder ante la tentación de la palabrería hiperbólica. Su lectura, sin embargo, resulta ineludible ante la crisis de legitimidad de la esfera de lo social, que exige una limitación crítica del vivir juntos: advertir el desastre que modula la comunidad, mientras escuchamos, atentos, el murmullo del afuera.
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EDGAR CALDERÓN SAVONA
REFERENCIAS Bident, C. (2006), Reconocimientos, Madrid, Arena Libros. Blanchot, M. (1999), La comunidad inconfesable, Madrid, Arena Libros. Blanchot, M. (2002), Thomas el oscuro, Valencia, Pre-textos. Cragnolini, M. (2003), “Temblores del pensar: Nietzsche, Blanchot, Derrida”, Pensamiento de los Confines, núm. 12, junio. Foucault, M. (1989), El pensamiento del afuera, Valencia, Pre-Textos.
Hill, L. (1997), Blanchot: Extreme contemporary, Nueva York Routledge. Jay, M. (2007), Ojos abatidos, Madrid, Akal. Nancy, J.-L. (2007), La comunidad enfrentada, Buenos Aires, Ediciones La Cebra. Pelbart, P. P. (2009), Filosofía de la deserción, Buenos Aires, Tinta Limón. Tabucchi, A., y C. Gumpert (1995), Conversaciones con Antonio Tabucchi, Barcelona, Anagrama. van Rooden, A. (2011), “La comunidad en obra…”, Pléyade, núm. 7.
EL CUMPLIMIENTO DE LO IRREPARABLE. COMUNIDAD Y MESIANISMO EN GIORGIO AGAMBEN Edgar Morales Flores*
E
l presente artículo deriva de las ideas expuestas por Giorgio Agamben (Roma, 1942) en torno a la noción de la “comunidad que viene” y su relación con la temática mesiánica en la línea de Walter Benjamin, y con relación a las ideas de animalidad y vida nuda (en parte derivadas de Georges Bataille y de la biopolítica foucaultiana). El escenario conceptual está saturado y no se presta a un fácil acceso; el estilo de Agamben no suele ser “directo” y en él abundan los movimientos paradójicos y las reversiones semánticas. La escritura agambiana suele ser provocadora más que analítica, por ello, ante un pensador que ha mostrado su habilidad para subvertir la topografía de la exposición de ideas, resultaría ingenuo, por decir lo menos, intentar “poner en orden” el tejido conceptual para dar paso al afán doxográfico. Los textos agambianos proceden de la diseminación y el diferendo teórico, de lecturas que miran a la tradición, ciertamente, pero que al mirarla la recrean y la recuperan del secuestro puramente erudito incapaz de articularla en nuevos escenarios. La estilística agambiana tiene el emblema del uroboros: en ella todo acaece en el lugar menos esperado, especialmente en la incapacidad de sujeción de un punto de partida privilegiado y único que garantice un tratamiento puntual y tematizado. Agamben juega con el borrado de los umbrales y fronteras, en
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sus textos toda identidad está en caída y la determinación es minada por los movimientos de expatriación temática. Tales son las características de las ideas expuestas por Agamben en torno a la noción de “comunidad”, ellas se mueven dentro y fuera de los márgenes que ha establecido la discusión tal como la constituyeron pensadores como Bataille, Blanchot y Nancy (tradición a la que se han sumado igualmente otros filósofos y politólogos, especialmente del espectro francés e italiano). La participación de Agamben en esta discusión ha resultado enriquecedora puesto que ha permitido la reestructuración del escenario mediante incursiones ontológicas de gran calibre teórico, las cuales obligaron a su autor a revisar categorías griegas y latinas de las que ya no se tenía memoria, y plantear así topologizaciones casi inverosímiles que miran oblicuamente a la noción de “comunidad” (quizá la única forma de enfrentarla sin caer en lugares comunes). Agamben deja en pasmo a la razón estática que privilegia el principio de identidad y la prevalencia del acto sobre la potencia, lo que le importa al pensar la comunidad no es su fundamentación, al estilo ilustrado, o su finalidad y realización última (en el sentido escatológico convencional). Los engranes que exhibe la reflexión agambiana parecen lubricarse en la idea de comunidad que presenta Bataille en el umbral de la cuarta década
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EDGAR MORALES FLORES
EL CUMPLIMIENTO DE LO IRREPARABLE. COMUNIDAD Y MESIANISMO ...
del siglo pasado, época en el que el proyecto acéfalo había dejado por herencia una crítica feroz al tren civilizatorio occidental. Al menos son tres los conceptos que Agamben extrae de Bataille y que logra redimensionar: lo sagrado, la soberanía y la animalidad. El efecto diseminador que entrañan tales nociones supone la cancelación de las confianzas en un tipo de razón lineal y asertiva. A los lectores atentos de Agamben resulta clara la impronta batailleana, por ejemplo, procedente de La experiencia interior (1943) donde su autor plantea los principios de un método y de una comunidad (en función de la crítica de la servidumbre y de la noción de experiencia). Pero la retracción nos lleva hasta Nietzsche, para quien, recordado por Bataille, toda comunidad es un desierto y un plano de indistinción: “un hombre no se distingue en nada de los otros” (Bataille, 1989: 38), lo cual adelanta el camino que echa a andar Agamben con el asunto del quodlibet,1 si asumiéramos que alguien debe ser señalado por su carácter ejemplar, surgiría la tentación de hacerlo bandera y representación, en torno suyo se formaría una comunidad servil y mimética. Pero una convivencia tan identitaria, lejos del desierto de la conciencia de lo indistinto, pierde su soberanía justo en el rechazo de una comunión profunda con “lo humano”. La fidelidad a la experiencia supone la salida de la existencia limitada, del principio de identidad que obstaculiza la comunicación de la inmanencia ontológica. El hombre de la experiencia es la multitud y paradójicamente la soledad singularísima. El uroboros del sujeto comunicado es aquel que asume su irredimible soledad, el deseo de estar en comunidad debe ser más profundo que el del puro reconocimiento de la diferencia (en un contexto de régimen democrático aburguesado), y tampoco tal deseo puede satisfacerse con la adquisición de una cubierta cultural. Al contrario, lo que comunica al hombre con el hombre es su mutua desposesión, su ser en el desierto. Esta dramatización batailleana responde al imperativo poético que conduce al ignoto fuera de sí mismo, es la fuga de la ipseidad del mundo. Pero si no supiéramos dramatizar no podríamos migrar fuera de lo que asumimos como propio, tampoco sabríamos que lo humano es algo que se construye, que se juega mediante las variables de lo propio y lo ajeno, es decir, de lo que nos hace comunes y lo que nos enemista. El reto ontológico que Agamben toma
de Bataille es lo dramático que “reside simplemente en ser” (Bataille, 1989: 22), en la singularidad tal cual se expresa en su ser más elemental, en su plano de simpleza ontológica. Por ello Agamben recuperará el “ser tal cual” como crítica de todo proyecto de “salvación”, como régimen de cumplimiento total que no requiere sino su simple expresión, su ser ente en cuanto ente. Toda intención de redimir al hombre de su facticidad es un subeterfugio, la idea de salvación es repugnante cuando lo que se ama (lo que se desea tal cual) está revelado por la contingencia; la idea de comunidad deja desnudo, refuta el saber, en ella no hay razón ni fin. En el afán sagrado batailleano el ser sí mismo no es un aislamiento sino un lugar de comunicación que se da en el silencio, justo cuando la palabra “silencio” deja de ser palabra y control discursivo, cuando es capaz de entregarse a un no saber, a la impotencia de la identidad como eje de comunidad. Ciertamente se juega aquí una erótica, un amor por el singular como tal, no como plataforma de propiedades que demandan ser los objetos del deseo y que a título de un carnaval de luces envuelven al singular en la mascarada que los hace deseables. No. El singular debe ser atendido en su fuga de la no-comunidad, en su entrega en un tiempo que siempre está ahí con él, como tiempo de cumplimiento de los tiempos. Justo la idea de vivir al filo del tiempo sirvió para que la imaginación literaria de Raymond Quenau suscitara el interés de Alexandre Kojève en tiempos de la posguerra. Los personajes de Quenau, en su esbozo despiadado, fueron presentados como voyous désoeuvrés, como unos vagos “sin oficio ni beneficio”, como unos “buenos para nada”, hombres perdidos en la inacción y la des-obra. Basta recordar el interés hegeliano de Kojève en la noción de fin de la historia para comprender por qué los voyous désoeuvrés le resultaron tan atractivos y por qué tales ideas le costaron tensiones graves con Bataille que dieron pié a una discusión intelectual de altos vuelos y que dejó clara huella en el posterior intercambio de ideas de Jean-Luc Nancy (La communauté désoeuvrée) y Blanchot (La communauté inavouable).2 Giorgio Agamben recupera, a su vez, la polémica Bataille-Kojève en su libro Lo abierto. El hombre y el animal (2002), donde recuerda que Kojève había cedido a la tentación de pensar un fin de la historia en términos casi literales, en el que toda empresa humana habría cedido ante la animalización de la especie,
Categoría escolástica que implica la asunción del ente tal cual es, del que Agamben extrae un posible sentido ligado al deseo: el ser cual se quiera.
2
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Cf. Salzani (2012). Agradezco a María Konta la información sobre Carlo Salzani.
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es decir, todo arte, toda ciencia, toda política habrá desaparecido y justo en ese retorno a lo primitivo se habrá perdido todo horizonte histórico: “el Hombre permanece en vida como animal que está en acuerdo con la Naturaleza […] Lo que desaparece es el Hombre propiamente dicho” (citado por Agamben, 2002: 16). El acéfalo Bataille replicará severamente contra la animalización del arte, el juego y el erotismo, contra su privación de negatividad sagrada, en su lugar apuesta por la idea de una “negatividad sin empleo”, idea que, una vez más, sobrevive en Nancy, Blanchot y Agamben, pero de manera disímil. En este último se recupera mediante la potencia de no, la capacidad que todo acto tiene para no ejercerse, de toda positividad para negarse y, por tanto, la incapacidad de desproveerse de toda impotencia. Bataille escribe una carta a Kojève el 6 de diciembre de 1937 en la que plasma esta idea asombrosa: […] a partir de ahora la historia se ha acabado (excepción hecha del epílogo) […] Si la acción (el “hacer”) es —como dice Hegel— la negatividad, se plantea entonces el problema de saber si la negatividad de quien no tiene “ya nada que hacer” desaparece o bien subsiste en el estado de “negatividad sin empleo”: personalmente, no puedo decidirme más que en una dirección, al ser yo mismo exactamente esta “negatividad sin empleo” (no podría definirme de manera más precisa). Reconozco que Hegel ha previsto esta posibilidad, si bien no la ha situado en el final de los procesos que ha descrito. Imagino que mi vida —o mejor todavía, su aborto, la herida abierta que es mi vida— constituye por sí misma la refutación del sistema cerrado de Hegel (citado por Agamben, 2002: 18).
La comunidad que viene se ha aproximado tanto que de hecho está con quien la quiera asumir. La comunidad que viene es en realidad una comunidad que ha venido hace mucho y que vendrá ciertamente, que requiere el deshacimiento del tiempo tal como lo pensamos y plantearlo en la forma contracta de un pasado que vendrá y un futuro sido.3 Bataille es el tipo, no ejemplar, de los voyous désoeuvrés, de la negatividad sin empleo y sin obra, el sujeto que cae sin más redención que su inoperancia y singularidad. De alguna forma, en este ángulo, la comunidad que viene es tanto una comunidad inoperante como una comunidad inconfesable (e impolítica). Entre 1948 y 1959 Kojève realizó diversos via3 “Tal estado de devenir es necesario para evitar la expresión soberana por excelencia: la división entre un adentro y un afuera, entre lo propio y lo extraño, entre bios y zǀƝ” (Bacarlett, 2010: 48).
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jes, entre ellos fueron significativos los realizados a Estados Unidos y a Japón. A propósito de ellos tuvo la oportunidad de regresar a la reflexión sobre el fin de la historia y el tipo de comunidad que en ella se daría, en él surgió la certeza, casi batailleana, de que el fin se había ya consumado, por fin llegó a la conclusión de que no se trataba de un asunto literal que habría que esperar llevados de la mano de la línea del tiempo. La experiencia en carne propia del american way of life, en franco contraste con su propia experiencia en la Europa de la Segunda Guerra Mundial, le reveló que la forma de vida norteamericana era la propia del periodo post-histórico. Pero el asombro del maestro fue mayúsculo con la japanese way of life, una versión esnob más propia de su temple aristocrático que la vulgar y masificada forma norteamericana; y dado que “ningún animal puede ser esnob, cualquier época post-histórica japonizada será específicamente humana” (citado por Agamben, 2002: 22). La tesis batailleana finalmente logró cabida en el corazón de Kojève, pero en una versión más civilizada y tolerable, más coordinada, sin duda, con la economía capitalista. A finales de los años ochenta, después de la caída del socialismo europeo, la idea de un fin de la historia resurgió, curiosamente, en la voz de un norteamericano de ascendencia japonesa, Francis Fukuyama, para quien el Espíritu de la historia finalmente había dado el veredicto que inauguraría el tiempo sin tiempo, el fin de la historia ideológica. La cultura popular que requirió el capitalismo de la posguerra implicó el desplazamiento de lo político y su invisibilidad. El poder se tornó espectral y halló nuevas formas de ejercicio, nuevos territorios dóciles, las nuevas formas de vida se volcaron hacia el horizonte batailleano: la risa, el juego, el erotismo y la corporalidad. Pero estas acciones ya no implicaban una amenaza sagrada al orden profano, se convirtieron justo en su expresión más aburrida. La animalización de lo humano no llevó al sujeto moderno a la soberanía, todo lo contrario, sirvió de coyuntura a la fuerza de ley que requería la territorialización de la zona anómica de la vida nuda (zoé) como zona de exclusión de la forma legalizada de ella (bios) que le permitía, desde el puro ejercicio del poder que requiere su ejecución para afirmarse, situarse en la zona privilegiada del adentro (de la legalidad) y el afuera (del estado de excepción). En pocas palabras, el biopoder requirió la animalización de un sujeto gobernable, es decir, dirigible, poseíble-poseedor, sometido a la sintaxis de las imágenes del mercado.
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La comunidad que viene lleva en sus entrañas vectores que la desgarran porque apuntan a diferentes objetivos. La vida y sus formas son el espacio de tensiones múltiples, de inclusiones y diferencias móviles; lo que se ha entendido por “ser humano”, por “humanismo”, por comunidad humana, devela su movilidad extrema. Las maquinarias antropogénicas, antaño funcionales, ahora trabajan ad vacuum, al parecer ya no hay más comunidad “humana”, todo parece resolverse en la atención exclusiva de la propia animalidad y a nivel estatal en la administración técnica de la vida nuda. Tal escenario obliga a Agamben a reflexionar sobre las formas contemporáneas del biopoder y la biopolítica como factores de articulación de procesos de exclusión e inclusión, de separación y articulación de la vida. Desde Heidegger (y el nazismo en su conjunto) ya no hemos visto ese tipo de confianza en los proyectos de consolidación de una comunidad compacta, sólida y destinada a la gran empresa de la construcción de un destino glorioso popular. Los Estados ya no persiguen “tareas históricas”, la tarea es otra, administrar la vida nuda de la animalidad poblacional, y “para una humanidad que ha vuelto a ser animal, no queda otra cosa que la despolitización de las sociedades humanas, a través del despliegue incondicionado de la oikonomía, o bien la asunción de la propia vida biológica como tarea política” (Agamben, 2002: 98). Es penoso ver los esfuerzos de algunos pueblos por aferrarse a sus raíces y a su “identidad” en la era post-histórica cuando lo que domina es la lógica de atención al bienestar subjetivo que se presenta como sucedáneo de los llamados metarrelatos. Los viejos motores antropogénicos (religiosos, poéticos o filosóficos) son incapaces de articular lo humano que demanda la idea de una comunidad universal, en su lugar aparece el mercado, el mundo feérico de los satisfactores del cuerpo, de la pura vida biológica. “Genoma, economía global, gestión humanitaria son las tres caras solidarias de este proceso en que la humanidad post-histórica parece asumir su misma fisiología como último e impolítico mandato” (Agamben, 2002: 99). A todo esto: ¿debemos salvarnos, salvar a los demás? Los proyectos soteriológicos han constituido las fuerzas más robustas de la historia, sin embargo hay dificultades conceptuales en ellos. Para mostrar que la naturaleza es insalvable Agamben recuerda la disputa que entabló Aquino contra los herejes (como Guillermo de París) que pensaban que en el cielo los cuerpos de los creyentes redi-
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midos serían tal cual eran en el mundo, comerían, beberían y defecarían eternamente (de ahí la queja: maledicta Paradisus in qua tanta cacatur). La corrección de Aquino a tales herejías conllevó la imagen de un cuerpo “post-orgánico” en el que no habrá funciones digestivas ni sexuales. La naturaleza tal cual se manifiesta en el tiempo presente, está dada sólo ad experimentalem cognitionem, es decir, a título de extracción de conocimiento de la contingencia que requiere salvación pero no como modelo de lo eterno. La vida nuda de la comunidad de los redimidos es totalmente otra que la actual zoé, en ella no se da el hambre, ni el dolor, ni el placer gástrico, ni la fruición genital. En pocas palabras, el cuerpo glorioso no es dado ad experimentalem cognitionem y, por tanto, no es el cuerpo que tenemos y que deseamos tanto salvar, la vida nuda es irredimible. Pero hay otra forma de plantear la escatología de los cuerpos, la que enseñó Nietzsche mediante la reivindicación de la naturaleza dionisíaca. El festejo no debe acaecer en las postrimerías de la realización del Espíritu Absoluto, debe explotar en cada momento y en cada ente. La singularidad debe abrirse a la eternidad del instante y disolver el artificio de la identidad que lo separa de la gran comunidad. En este mismo sendero parece haber caminado Heidegger cuando demandaba pensar al ente no como esto o aquello, sino en tanto ente, es decir, en tanto indistinto respecto a otro ente cualquiera. También Bataille mostró lo nefasto que resulta el proyecto de conservar la identidad adyacente y discontinua de los seres. La actitud apropiada ante la singularidad es la que la afirma en cuanto tal, la que ama tal cual particularidad y no sus propiedades genéricas y aislables. Con estos antecedentes, Agamben emprende su investigación ontológica sobre el quodlibet, el ser cualsea, el ser que viene, uno, verdadero, bueno, perfecto y amable. Esta acotación escolástica permite separar al quodlibet del qualunque (lo que sea) puesto que éste último no implica el “libet” desiderativo, es indistinto a la voluntad. En cambio, el quodlibet es lo que siempre importa, lo que se quiere (qual-si-voglia). De hecho la raíz lib que está presente en el término ontológico es la misma que está en las palabras “libido”, “libertad” y “love” (y en el Liebe alemán). Lo cual hace pensar en la indiferencia a la diferencia, que se torna irrelevante y que impide la concentración amorosa en lo cualsea. En lo amado cualsea no hay ejemplaridad de propiedades, se le desea en su ser así, en su contingencia pura, sin necesidad de cambiar-arreglar nada en absoluto. El quodlibet es la
sinécdoque de la comunidad y la comunidad misma como totalidad de sentido, es también irredimible como ser tal cual, traicionada si se le desea de otra forma, por ejemplo redimida de su pasión fáctica. Es necesario, por tanto, anular la “esperanza”, la comunidad que viene termina su venir en el acto de tal anulación. El ser cualsea es del tipo de la carta sin destino, limbada en su puro devenir, inoperante en su pérdida absoluta de rumbo. Es también del tipo del alma infantil inconfesa que se halla perdida sin saberlo, privada eternamente del sumo bien de la contemplación divina, arrojada por ende a la peor condena imaginable, pero también privada de la conciencia de tal dolor, perfecta en su vacuidad. Tales cualsea habitan sin dolor la zona de toda excepción, “están llenos de una alegría para siempre sin destinación” (Agamben, 1990: 11). La dosis nihilista heredada de Nietzsche, Heidegger y Bataille enfrenta aquí el desafío de habitar en la “noche en la que Dios está ausente y donde todos nuestros gestos se dirigen a esa ausencia en una profanación que de una vez la designa, la conjura, se agota en ella y se encuentra reconducida por ella a su pureza vacía de transgresión […] muerte de Dios […] que no hay que entender como el final de su reino histórico, ni como la constatación por fin alcanzada de su inexistencia, sino como el espacio vacío a partir de ahora constante de nuestra experiencia […] experiencia por consiguiente interior y soberana” (Foucault, 1996: 125). Hubo generaciones que nacieron con la identidad tatuada de la presencia divina, que habitaron un espacio saturado de sentido, cuya comunidad esperaba el milagro del cumplimiento del ser para enarbolar eternamente su perfección. En contraste, se puede pensar que el tiempo actual yace en el vacío, pero ¿y si más bien hemos dramatizado demasiado y toda la retórica posmoderna no ha sabido comprender una lección ontológica crucial? Agamben recuerda a los seguidores de Amalrico de Bene que fueron llevados a la hoguera el 12 de noviembre de 1210 por sostener que “Dios es todo en todo”, que es lugar de toda posibilidad y está en todas las cosas como “carácter topológico de todo ente” (Agamben, 1990: 16). Es decir, hay forma de darse conocimiento del ser como lugar de las posibilidades, como el khora platónico, más que como presencia y/o sentido.4 Si esto se concede, la comunidad que viene, y que debe hacerse cargo del desafío nihilista, no debe ser pensada como lugar sino como el tener lu4
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Véase el análisis llevado a cabo por Derrida (1993).
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gar, como permanente posibilidad de todo ser cual se quiera. Spinoza afirmó en su Ética (II, lema 2) que: “El tener lugar, el comunicar a las singularidades el atributo de la extensión, no las une en la esencia, sino que las dispersa en la existencia”. Es decir, el cualsea se constituye mediante la indiferencia a lugares fijados por la esencia, y en su lugar aparecen múltiples posibilidades de diseminación de lo pensado como “común” y “propio”. El quodlibet es la cosa con todas sus propiedades, ninguna de las cuales constituye diferencia, y justo la indiferencia respecto a las propiedades es lo que individualiza y, a su vez, disemina, las singularidades, y las hace “amables”. Agamben trae a cuento la deducción de Scoto respecto a la naturaleza pensada como común, la cual no podía ser asumida como universal pero tampoco como particular, la naturaleza común es más bien indiferente a cualquier singularidad y no rehúsa ser puesta al lado de cualsea unidad singular. Por otro lado, la idea y la naturaleza común no constituyen la esencia de la singularidad (tesis de Guillermo de Champeaux) puesto que la idea está presente en los entes no de manera esencial sino indiferentemente. De todo esto Agamben extrae la inutilidad del principio de individuación y, por ende, de la supuesta necesidad de identidad. La Khora es el estado de apertura y la iluminación del aparecer, el desocultamiento ontológico, por tanto es un bien que posibilita al ser y simultáneamente su no-fijación, de alguna manera es la asimilación de la impropiedad como potencia presente en todo uso y surgimiento de “algo”; en cambio, el mal radica en la manutención de la identidad y su hipóstasis, en el afán de entender al ente como propietario y como soberano, como muralla que impide el advenimiento del lugar a sí mismo, muro erguido la más de las veces en algún tipo de furor comunitario legal.5 En esta misma línea hace aparición la teoría de las “maneries” de Roselino,6 las cuales no son género ni especie, ni pura particularidad, son “manera” ejemplar que vale para todos puesto que no radican en ser propiedades que discriminan materias signadas sino en ser una especie de “impropiedades” asumidas en el existente, en el uso del tal o cual ente. Es decir, lo que hace que algo sea tal cosa, que sea asimilable a un conjunto se seres “equivalentes”, es 5 Como sucede en el caso de la banal obediencia de Eichmann en los campos de concentración. 6 Es sorprendente la resurrección de problemas filosóficos de la filosofía antigua y medieval en la obra erudita de Agamben, pero también es sintomático de una época en la que toda publicación de ideas filosóficas suele ser evanescente, motivo por el cual algunos, como Agamben, proyectan la mirada hacia territorios clásicos.
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sólo un hábito, una pura manera de ser (el ethos es lo que genera la continencia de la identidad):7 “El ser que se genera sobre esta línea es el ser cualsea y la manera en que pasa del común al propio y de lo propio a lo común se llama uso, o también ethos” (Agamben, 1990: 19). Lo anterior hace pensar que toda manera es propia de cualquier ente, y que en ella reside toda ejemplaridad, pero justo por ello, la potencia de un ente de ser ejemplo, muestra del conjunto que lo alberga, es aplicable prácticamente a todo ser. El ejemplo es un particular que vale por todos, pero no vale en su particularidad como tal, es incalificable en tanto ejemplo puesto que sólo se muestra como un cualsea al lado de los demás. La comunidad de la que se extrae un ejemplo es sólo el producto del nombrar tal ejemplo, su naturaleza, por tanto, es puramente lingüística, depende de ser nombrado un representante que sea el “más común”, ejemplar. Pero en la facticidad todo ejemplar es sustituible por el ad-yacente; ser sustituible es algo inherente a la condición de los seres, se vive sustituyendo de manera sistemática.8 Ser ejemplo es de sí una exclusión incluyente, exclusión en tanto surge una diferencia, la de ser ejemplo, e inclusión en tanto se es ejemplo de una comunidad.9 La ejemplaridad ocupa sólo un espacio vacío: “The whatever singularities thus communicate only in the empty space of the example, being bound by no common propriety, having abandoned all identity” (Salzani, 2012: 215). En tal vacuidad y desposesión de identidad la ejemplaridad posee la aureola de ser tal cual, la perfección de ser ejemplo no implica en realidad ningún cambio sustancial. Sucede como en la historia rabínica que Scholem había dado a conocer a Benjamin, y éste a Bloch, en la que se narra que en la llegada del mesías todo sufrirá un cambio, nada permanecerá en su sitio pero, sorprendentemente, dicho cambio consistirá sólo en un ligero desplazamiento de lugar de cada una de las cosas. Es decir, todo cambiará y a su vez nada cambiará, el mundo será sólo “un poco distinto”. Aquino, por su parte, concibe las aureolas que tendrán los seres redimidos como iluminaciones que
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no añaden perfección puesto que no serán novísimas propiedades, sólo serán el resultado, inesencial, de la perfección misma de los entes. El asunto aquí es que el cumplimiento del eschaton ya no puede ser pensado al amparo de la mitología confesional; la comunidad que viene, lo afirmamos una vez más, es la comunidad que está en ejecución, que ya otorga aureolas y marca ejemplos. Basta sólo la perspectiva de lo “un poco distinto” para saber jugar dentro-fuera de las reglas de tal comunidad, escapar de su determinación identitaria y exhibir la potencia-de-no de cada ente. Cualsea es la figura de la singularidad pura, difícil de pensar porque no tiene identidad ni está determinada por un concepto, está unido a un espacio vacío como “suceso de un afuera”, es una entidad en ekstasis. A través de estas ideas se puede dar cuenta de un doble fenómeno contemporáneo, por un lado la exhibición de la inautenticidad burguesa y de la lógica espectral del fetiche, y por otro la contemplación de ese “un poco distinto” que tomaría la vacuidad del cualsea como la potencia-de-no que da a luz el diferendo con la comunidad fantasmal, así “having no identity and no belonging, the whatever singularities cannot possibly build a societas […] The state cannot tolerate such an antisovereign community without identity, without distinctions and separations, without boundaries and qualities.” (Salzani, 2012: 217). En El tiempo que resta, Agamben retorna a este problema; en un texto paulino (1 Co. 7.17-22) se invita a los conversos a permanecer en la vocación (klesis) en que cada uno ha sido llamado. Resulta significativo que el término klesis haya sido traducido al latín como “classis” posibilitando así una hermenéutica que llegaría a Marx quien sustituye el término Stand usado por Hegel por el de Klasse dado que: La burguesía representa de hecho la disolución de todos los Stande; ella es realmente una Klasse y no un Stand: “La revolución burguesa ha deshecho los Stande junto con sus privilegios. La sociedad burguesa sólo conoce clases” (Marx, IV, 181); “La burguesía es una clase y no un Stand...” (III 62) “[…] La diferencia entre el individuo personal y el individuo como miembro de una clase, la casualidad de la condición de vida del individuo, se produce solamente con la aparición de la clase, la cual es a su vez un producto de la burguesía (Agamben, 2000: 38).10
7 Nótese aquí la cercanía categorial con la noción de “forma de vida”, tan entrañable para Agamben y toda reflexión biopolítica. 8 Agamben trae a la memoria un concepto del notable arabista Louis Massignon: La Badaliya, la incondicionada posibilidad de sustitución de un ser humano por otro, sin “representación” (ni parcial ni universal), dejando la puerta abierta a la concepción de una “comunidad absolutamente irrepresentable” (Agamben, 1990: 21). 9 Lo cual presenta una isomorfía con la idea de un estado de excepción como capacidad de inclusión excluyente (cf. Agamben, 1995).
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Las citas de Marx proceden de la Crítica de la filosofía del derecho de Hegel.
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Se debe operar la distinción entre el individuo y su figura social alienada, y esto es posible mediante la asociación a la “clase” puesto que la figura social de los sujetos se vacía del significado constituido por el Stand y se muestra entonces como “mera casualidad (Zufälligkeit)” sujeta a la transformación de la lucha del proletariado, que asume el hiato antropológico-político pero sólo para exhibir la contingencia de toda figura social. Por este tipo de análisis en Marx es que Benjamin tenía la certeza de que la titánica empresa de aquél consistía en la secularización del mesianismo. Pablo, no como fundador de una nueva religión, sino como líder absorto en la idea del cumplimiento del tiempo mesiánico, era también un militante y un estratega político (cf. Badiou, 1999), capaz de aconsejar la conservación de la forma profana en la constitución misma de la ek-klesía, la comunidad llamada a relativizar su “klesis”. De forma análoga, en Marx se halla justo el mismo proceder estratégico cuando habla de “una clase de la sociedad civil que no es una clase de la sociedad civil, de un Stand que es la disolución de todos los Stande […] Esta disolución de la sociedad como Stand particular es el proletariado” (citado en Agamben, 2000: 39). Agamben logra ver claramente el equívoco en el que incurrieron los teóricos marxistas que defendieron categorías de “clase” sin visos de contingencia. Lo que era sólo una identificación estratégica de la comunidad proletaria pasó a ser una identidad como requisito de ingreso a la vocación revolucionaria. No pudo entenderse que “el proletariado sólo puede liberarse en tanto se autosuprime” (Agamben, 2000: 39). Pero se ha hablado de un doble movimiento simultáneo. En el escenario actual, el “pequeño burgués internacional” hace las veces del sujeto en caída de su propia identidad, es la encarnación, vertical y solar, de una “singularidad común” que se aferra a su propia impropiedad. Tal vez ya no sea útil hablar de “clase” cuando lo que prevalece es el dominio de una “pequeña burguesía planetaria” completamente dócil y gobernable (al igual que lo fueron las comunidades fascistas). Por ello, según Agamben, la tarea política de la actual generación es la estimulación de la perfecta exterioridad que se comunica sólo a sí misma, la potencia de no, la apropiación de lo impropio que juega con la forma del mal pero que es capaz de revertir mediante su apropiación, “entonces la humanidad accedería por primera vez a una comunidad sin presupuestos y sin sujetos, a una comunicación que no conocería más lo incomunicable” (Agamben, 1990: 42).
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Por su parte, la singularidad cualsea también es nombrable y se somete a relaciones conceptuales, esto es válido siempre y cuando se tenga en cuenta que las clases formadas por tales relaciones son productos del querer así, de “tal modo”, es decir, de desear en determinada dirección y nombrar al cualsea en determinado sentido que, en realidad, no le pertenece. La intuición de Badiou de que el cualsea en cuanto tal, como singularidad radical, está sustraído a la autoridad de la lengua, sigue siendo una idea contundente. El problema surge cuando se tiene que lidiar con tales cualsea no como singularidades sino como imágenes, como “ejemplos”. La cultura capitalista ha actualizado el topos ouranos platónico en tanto que el cualsea no es asible sino en su relación con la idea, en el caso actual, con la ejemplaridad exhibicionista requerida por el mercado. En 1967, Guy Debord presentó su analítica de la sociedad del espectáculo y dejó claro que todo lo vivido se aleja en su representación (“el espectáculo es el capital en tal grado de acumulación que se convierte en imagen”). El actual dominio de la forma-mercancía (v.g. en la publicidad o en la pornografía) nulifica el valor de la singularidad cualsea, y sustituye los cuerpos vivos por cuerpos sin órganos. El juego político radica ahora en manipular la percepción colectiva, administrar la memoria y el escenario en el que el mundo “aparece”. La paradoja es que la “comunicación” impide la comunión, y los hombres terminan separados por aquello que los une. Sin embargo, a pesar de que la comunicación se agota en su aburrimiento vacuo, alcanza a develar las reglas del juego político que ahora se abren a contra-usos y a desobras. Por esto Agamben no duda en afirmar que aquellos que lleven al extremo la espectacularidad “serán los primeros ciudadanos de una comunidad sin presupuestos ni Estado, en la que el poder anulador y destinante de lo común será pacificado” (Agamben, 1990: 53). La lucha política que se avecina no va más por el apoderamiento del Estado, sino contra él desde la singularidad cualsea, desprovista de identidad. Las singularidades cualsea no pueden formar una sociedad porque no disponen de identidad ni de lazo de pertenencia que deba ser reconocido para entrar en relación con eso “cualsea”. El escenario es la conformación de singularidades que hacen comunidad sin reivindicar identidad, sin condiciones de representación. Fuera del orden de representación y relación de identidades, el Estado no puede ejercerse como tal, y para los cualsea que están fuera del núcleo identitario el Estado mismo resulta irrelevante.
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La exterioridad de los cualsea singulares es también la zona de la vida que incesantemente excede sus formas de realización (y que el bios políticamente establecido debe saber formar), por ello es el espacio sin espacio, la franja impertérrita y sin atributos que no requiere ser redimida porque en ella no hay nada redimible, nada genuinamente ejemplar o diferenciable. La realización del shabbat mesiánico implica la entrega al mundo como tal, en su profanidad irreparable e inejemplar, “perderse hasta no poder concebir más que cosas” (Agamben, 1990: 71), ser capaz de afirmar la talcualidad. Por ello la esperanza (como la entiende el mesianismo) muere justo en el cumplimento de su deseo y se abre a lo “irreparable”, en esto radica la alegría “pura”. La comunidad que viene no espera más esto o aquello pues está inserta en el así de un mundo que ha retornado a la simpleza. Ahora bien, asumir el así del mundo no es la rendición ante su determinación sino la apropiación de su impropiedad, el festejo de la posibilidad de ser renombrado y, así, re-expuesto. El ser tal cual está anudado con el ángel del nombrar que exhibe su ser cual se quiera. Tal es la condición ontológica irreparable, su necesaria contingencia y contingente necesidad (cf. Agamben, 1990: 29). A tal comunidad no se puede pertenecer ni se le puede poseer, esto sería tanto como partir de la estabilidad ontológica de un poseedor-poseíble, de un factor identitario que subyace (subjectum) en la posesión. Lejos de ello, Agamben insiste en el uso,11 en el mero ejercicio de la klesis bajo el filtro existencial del “como si no…” (hos me)12 que invita a profanar el sentido de la ley constitutiva de la comunidad. Así, “todo permanece inmutable y sin embargo, todo se transforma radicalmente” (Agamben, 2000: 42). La comunidad se ofrece sólo “un poco distinta”, no es necesario repararla sino abrazarla en el cumplimiento-abandono de toda esperanza, participar como no estando constituidos por ella, exhibiendo su des-comunal poten11
Contra el “dominium” (cf. Agamben, 2000: 35).
“El tiempo es corto; por lo demás, que los que tienen mujer vivan como no [ȫȢ µȒ –hos me] teniéndola y los que lloran como no llorando, y los que están alegres como no estándolo; los que compran como no poseyendo, y los que disfrutan del mundo como no abusando de él” (1 Co 7.29). Se debe recordar que Agamben interpreta en texto paulino como celebración del cumplimiento de la promesa mesiánica, como desactivación del poder de la Ley, haciéndola ineficaz mediante su reducción a simple uso y no como requisitiva de identidad (el circunciso y el incircunciso, de enorme desemejanza ante la Ley, quedan indiferenciados en su ser tal cual).
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cia de no-poder13 en el momento de su profanación, es decir, de su restitución al uso. La comunidad del tiempo ahora (ho nyn kairòs) mira de frente a lo irreparable del mundo, a su ser “inmejorable”, su ser amable tal cual se quiera (quodlibet). En conclusión, nada peor para el nuevo escenario ético y político que la persistencia en el principio de identidad que protege al pequeño “propietario”, el pedestre soberano que asume su forma gobernada (bios) como vocación de pertenencia a una clase. De cara a esto, la llamada mesiánica consiste en inoperar la Ley comunitaria, apropiarse de lo impropio, de la potencia-de-no pertenencia, ser en el desierto que indistingue y que implica una comunión en ángulo de retorno a lo singular.
JACQUES RANCIÈRE Y LA COMUNIDAD DE LOS SIN-PARTE Leticia Flores Farfán y Carlos López Ocampo*
REFERENCIAS Agamben, G. (1996), La comunidad que viene, Valencia, Pre-Textos. Agamben, G. (2006), Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida, Valencia, Pre-Textos. Agamben, G. (2000), El tiempo que resta. Comentario a la carta a los Romanos, Madrid, Trotta. Agamben, G. (2002), Lo abierto: el hombre y el animal, Valencia, Pre-Textos. Agamben, G. (2007), The Kingdom and the Glory. For a Genealogy of Economy and Government. Homo sacer II,2, Stanford , Ca., Stanford University Press. Bataille, G. (1989), La experiencia interior, Madrid, Taurus. Bacarlett, M. L. (2010), “Giorgio Agamben, del biopoder a la comunidad que viene”, Araucaria, vol. 12, núm. 24. Badiou, A. (1999), San Pablo: La fundación del universalismo, Barcelona, Anthropos. Deranty, J.-P. (2004), “Agamben’s challenge to normative theories of modern rights”, Borderlands, vol. 3, núm. 1. Derrida, J. (1993), Khora, Buenos Aires, Amorrortu. Foucault, M. (1996), De lenguaje y literatura, Barcelona, Paidós. Salzani, C. (2012), “Quodlibet: Giorgio Agamben’s Anti-Utopia”, Utopian Studies, vol. 23, núm. 1.
La potencia lleva al acto, pero el acto alberga una nueva potencia, la potencia de no, la cual sólo es posible en el acto, es decir, se origina un paradójico escenario en el que el acto supremo debe implicar la potencialidad de no serlo.
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ara Jacques Rancière (Argel, 1940), una comunidad no puede funcionar si no es bajo la astucia y argucia de tapar fisuras, de (re) contar los miembros y sus respectivos rangos o, también, de traducir las fórmulas de la igualdad que finalmente servirán de puntos de identificación de unos con otros. Y decimos “fórmulas de la igualdad” porque, si bien la igualdad para Rancière es una presuposición (1995: 57) que obliga a las partes a discernirla, sea ocultándola o subrayando su carácter conflictivo, es necesario contar con fórmulas o maneras de identificarse y de aplicarse dentro de una comunidad. La igualdad, por tanto, no es una ficción.1 La obediencia rendida a todo “amo” por parte de su “esclavo” necesita, para ser operativa, de un principio de legitimidad que evite la huida de este último. Sea la imposición de leyes o la configuración de instituciones que encarnan lo que hay de común en una comunidad, todo ello nos habla de un ordenamiento que busca controlar la igualdad entre el que ordena y el que obedece (Rancière, 2005: 55). La crítica va dirigida también contra los que se creen astutos y realistas, esos que, según Rancière, no cesan de calificar la igualdad como “le doux rêve angélique des imbéciles et des âmes tendres”. La igualdad está allí, y lo prueba el hecho de que no existe servicio dado sin una autoridad establecida, y dentro de una situa*
Faculta de Filosofía y Letras de la UNAM.
Lo que sí es ficción es la legitimación de la autoridad: el valor dado al dinero, la estima a los grados académicos o a la decisión de ir contra las reglas –evidentemente, la lista queda abierta. 1
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ción donde el que ordena e instruye bien pudiera tratar de igual a igual al obligado o instruido. Cómo son trabajadas estas fórmulas de la igualdad y cuál es el papel que juegan en los momentos de construcción de una comunidad son cuestiones que intentamos revisar en las siguientes líneas, con el propósito de resaltar la fertilidad de un pensamiento como el de Rancière, filósofo de cuño marxista, que construye un nuevo vocabulario a partir de su “mirada indisciplinada” (Adnen Jdey, 2013: 32) sobre conceptos como mésentente, igualdad, democracia y política. Ciertamente, su decisión de trabajar estos conceptos desde la plasticidad de las acciones2 hace indispensable su participación en la discusión actual relacionada con el juego ineludible del “vivir juntos”. IGUALDAD Y CUENTA DE LAS PARTES Una de las nubes que ensombrecen el paisaje tenido en alta estima sobre la igualdad, y al que Rancière intenta oponer un análisis que acabe con ese “sen2 Esta plasticidad de las acciones está también sustentada en sus acercamientos cada vez más frecuentes a las “esferas del arte”, por ejemplo al cine, del cual dirá que “intenta dar cuenta de las maneras en que eventualmente se hace comunidad, de las maneras en que hombres y cosas hacen comunidad, en que al mismo tiempo hacen sentido” (Entrevista inédita a Jacques Rancière realizada por los miembros del proyecto de investigación “Cine y filosofía. Poéticas de la condición humana”, PAPIIT IN401413, DGAPA/UNAM, “Cine y Filosofía: Poéticas de la condición humana”, París, 2014, del que formamos parte). Finalmente el cine, para Rancière, forma parte de la comunidad de sentido porque da cuenta de ella; la registra, y al hacerlo, se inserta en ella.
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timiento moroso”, es el trabajo depredador de todo “honor igualitario y comunitario” (Rancière, 1998: 94), aunque distribuido al menos en dos vertientes: por un lado, la de la nostalgia del gran cuerpo (fantasma) que nos azuza presentándose como la imagen de algo que no quisiéramos perder, por el otro, exhibiendo su carácter de figura que ya no provoca ni pena ni esperanza. Ambas, pero sobre todo esta última, mantienen, a decir de Rancière (1995: 96), imperceptible la querella que todo ejercicio de repartición o de conteo provoca bajo la “efigie” de la igualdad. Al interior de toda comunidad existe un control de las partes, es decir, y en términos de Rancière, existe un conteo de lo que la conforma que tiene como propósito engendrar figuras de engarce entre la aptitud de habla y la capacidad de nombrar lo justo, lo cual en su conjunto servirá al hombre de parámetro para preferir un tipo de vida y no otro. Por tanto, hay maneras de contar, maneras de contarse y ser contado o “maneras de definir los intereses igualmente irreductibles al cálculo simple de los placeres y de las penas” (Rancière, 1995: 95). Son maneras que implican todavía más las formas de estar juntos (de parecerse y de distinguirse). La pregunta que acciona la discusión la plantea Rancière de esta forma: ¿de cuántas maneras pueden contarse los iguales? Y, más aún, y puesto que una cuenta debe ser operativa, ¿cómo deben estar contados para que tenga efecto dicha cuenta? (1995: 96). Ahora bien, el funcionamiento de una cuenta radica en su ensamblaje con otras más, y a este ensamblaje Rancière lo llamará régimen: un sistema según el cual se da a experimentar lo sensible. Por esta razón, repartición de lo sensible (en partes: grupos de personas, individuos) y con tareas específicas implica, siguiendo a Rancière, un sistema de cuentas sobre las que se proyecta el funcionamiento que se tiene, en tanto hombres sensibles, en una sociedad, como cualquiera, que se sirve del lenguaje para condicionar y ser condicionada. No obstante, ninguna cuenta es absoluta y su aparición no puede de ningún modo eludir un perjuicio, le tort fondamental del que habla Rancière (1995: 25 y ss.), que es el efecto directo de la imposibilidad de que la cuenta establecida haga de tal modo su distribución que no puedan aparecer más partes sin parte. Este perjuicio fundamental intentará hacerse visible cuando dicha parte sin parte entable una querella a esa cuenta que la excluyó. Viene al caso la alusión de Rancière a la concepción aristotélica de ciudadano, donde éste es percibido como “aquél que tiene parte en la acción
de gobernar y de ser gobernado”, pues es a partir de ella de donde Rancière sostendrá la existencia de determinaciones que preceden sin excepción cada una de las funciones de las partes al interior de una comunidad. Por tanto, si bien el ciudadano es “aquél que tiene parte en el hecho de gobernar y de ser gobernado”, debe uno percatarse, nos dirá Rancière, que “otra forma de repartición precede este tener parte: aquella que determina quienes tienen parte en ello, pues el animal parlante, dice Aristóteles, es un animal político, en cambio, el esclavo, si bien comprende el lenguaje, no lo posee” (Rancière, 2000: 12 y 13); podrá tener la capacidad de emitir voces inteligibles (logos), pero no la posesión, el estado activo (hexis, que Aquino y Boecio tradujeron como habitus) de esta capacidad, y ello se debe, ni más ni menos, a que no hay sistema o régimen que la haga distingible. La exclusión del esclavo se descifra como un régimen de cuentas que determina que el don recibido,3 el habla, no lo obliga más que a rendir pleitesía y obediencia. Sin embargo, lo accesorio del ejemplo libera a la querella de la cuenta de funcionar sólo en un régimen de repartición que incluya esclavos; antes bien, y ya que no existe sociedad cuyas partes funcionen sin un sistema de distribución de aptitudes, la composición de partes definida por una cuenta desata en todo momento la querella de los no-contados (les sans-compte). Así, y como señalamos líneas arriba, toda cuenta es para Rancière (1995: 25) un faux compte, un double compte o un mécompte. Sus figuras, múltiples y fuera de cualquier sucesión temporal, se asoman entre las mancuernas enlistadas por Rancière: jefes y subordinados; gente de bien y gente de rien; élites y multitudes; expertos e ignorantes (Rancière, 1995: 34). En los eufemismos contemporáneos, agrega, se tiene algo no muy distinto: la sociedad está compuesta de partes, es decir, mayorías y minorías sociales, categorías socio-profesionales, grupos de interés, comunidades, etcétera (Rancière, 1995: 34). Todas las figuras confluyen en lo siguiente: “no hay parte de los sin-parte. No hay más que las partes de las partes” (Rancière, 1995: 34).4 Precisamente la detección de los sans-part se da cuando éstos comienzan a contarse, pues la existencia de algo viene precedida por su cuenta. Mientras tanto, sólo podemos suponer que es probable que los haya. 3 Reconocemos la línea de reflexión que viene desde Marcel Mauss y que ahora se encuentra muy presente en Roberto Esposito (2003). 4
“Il n’y a pas de part des sans-part. Il n’y a que les parts des parties”.
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Por otro lado, Rancière hace especial hincapié en la absoluta falta de definitividad de un sistema de cuentas, lo cual quiere decir una ausencia de arché que, en términos más precisos, significa la absoluta “contingencia de todo orden social” (Rancière, 1995: 35) porque la arché recae a la vez en nadie y en todos. Unas veces son unos los que cuentan y otras, otros, sin ningún parámetro natural que lo justifique. En este sentido, la revisión del nacimiento de la polis (Gschnitzer, 1987), con el objetivo de focalizar el carácter griego de su acontecer, ha posibilitado desentrañar la ligazón entre su surgimiento y la crisis de soberanía que sacudió la fortaleza de una arché situada simbólicamente en el palacio. La caída del sistema palatino de organización social posibilitó que la soberanía o poder de mando no la detentara una sola persona, sino que, a partir de ese momento, quedara ubicada en el centro de la ciudad. Ese lugar central en la constitución de las ciudades se entiende como un espacio vacío o vaciado del poder absoluto y, por consiguiente, espacio público, espacio cívico, lugar de encuentro entre los individuos que acceden simbólica y legalmente a la categoría de ciudadano. El carácter convencional/legal sobre el que se levanta la ciudad griega pone en evidencia la fragilidad sobre la que se soporta la legitimidad de la soberanía. Por ello, los ciudadanos establecieron un hito simbólico con base en el cual se determinaran con precisión las fronteras entre el adentro y el afuera, quién era miembro de la polis y quién solamente habitaba en su territorio o no pertenecía en absoluto a la comunidad (pues, efectivamente, la palabra polis deriva ella misma de una raíz que significa “muro”). Y estos “muros” no se establecían solamente como marca de seguridad contra los potenciales ataques de otras poblaciones, sino como forma de institucionalizar, en el interior mismo de la ciudad, los lazos simbólicos que los mantendrían unidos, las condiciones para ser ciudadano, el ejercicio de la libertad y el acatamiento a las leyes como forma de “levantar un muro” con respecto a la esclavitud y la tiranía5 y, por supuesto, con relación a la extranjería, la foraneidad, 5 Es importante destacar aquí que el miedo o temor hacia la tiranía, es decir, hacia la defensa del interés personal en detrimento del bien común, fue una preocupación fundamental de las ciudades griegas y, por ello, las magistraturas fueron paulatinamente siendo de una duración más corta. Con relación a este tema, véase Aristóteles (1982: 1015-1017). Asimismo, y de acuerdo con el análisis de Paul Veyne (1984: 138), “[…] el verdadero papel de la elección popular no es el de escoger a los representantes, sino el de marcar que no gobiernan por derecho divino, puesto que su poder es aleatorio; las elecciones son una lotería que recuerda a todos que el poder sólo se presta a los gobernantes y que éstos no son como un rey, que era el propietario legítimo de su reino”.
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así como, al extremo, la enemistad. Las formas de institucionalizar o de “levantar los muros”, presentes en el nacimiento de la ciudad, van al unísono con la nueva forma de hacer las cuentas en un contexto donde ya no está el rey como responsable de todo acontecer; a partir de ese momento se abre el camino para una historia de la definición del término de ciudadanía bajo el rasgo de una ampliación de los participantes en la toma de decisiones políticas. Lo que le interesa a Rancière en relación a este debate sobre la idea de ciudad es lo que está alrededor de la peculiar acción de los sans-part, o sea, lo que hace que esta parte sin-parte pueda “interrumpir” (Ruby, 2009) un régimen de cuentas tomando parte en él. Se trata, entonces, de las cualidades de las partes de una ciudad-comunidad que detentará lo repartido. DE LA IGUALDAD A LA LIBERTAD La observación de Rancière (1995: 25) vuelve a estar determinada por Aristóteles cuando compone la ciudad en tres clases, cada una con un “título de comunidad”: los aristoi y su correspondiente virtud, los oligoi con su riqueza y, en tercer lugar, el demos con su paradójica libertad (el esclavo, por ejemplo, recibe su virtud de la virtud de su amo). Paradójica porque en realidad es una ausencia de virtud, pues, si seguimos la recomendación de Rancière de preguntarnos sobre lo que aportan estas cualidades a la buena conducción de la ciudad, ¿cómo podríamos valorar la libertad aportada a esta por la gente del pueblo? El punto es tan crucial que de él entresaca lo que llamará le mécompte fundamental, en otras palabras, la no-cuenta de aquellos que no tienen un título positivo, sino sólo la facticidad (ni riqueza ni virtud) de ser libres, pero, aunque sí, y aquí viene lo más revelador, libres como los otros. Esta es la reflexión de Rancière que enlaza la libertad con la igualdad: la parte sin parte se atribuye unilateralmente como “parte propia” la igualdad que pertenece a todos los ciudadanos (Rancière, 1995: 27). Esta parte sin parte, el demos, identifica su “propiedad impropia” al principio exclusivo de la comunidad, y no sólo eso, sino también su nombre con el propio de la comunidad. La libertad, que en principio es la cualidad de los que no tienen cualidad, se cuenta al mismo tiempo como virtud común. Toda comunidad, como ya señalábamos, implica un perjuicio fundamental, lo cual significa que
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para mantenerse vigente, un cuerpo comunitario debe cubrir las fisuras del agravio o perjuicio (blaberon)6 que devienen de la cuenta de las partes y que continĂşa con la descuenta (mĂŠcompte) de las partes sin parte. Son movimientos contrapuestos pero incrustados en una misma lĂłgica: la adjudicaciĂłn (al demos) de la libertad como Ăşnica virtud y la identificaciĂłn (del demos) a las otras partes igualmente libres. Es preciso decir que Rancière no localiza el perjuicio sĂłlo en el conteo de las partes que tendrĂĄn finalmente parte. El perjuicio, para ĂŠl, continĂşa en su inercia hacia la apropiaciĂłn exclusiva de una propiedad comĂşn (la libertad), y es por ello que el tĂtulo con el que el demos se ostenta como parte de la comunidad y que representa su Ăşnica aportaciĂłn a ĂŠsta lleva, ĂŠl mismo, una propiedad litigiosa, aunque lo haga en nombre del perjuicio que reciben de aquellos que los encierran en la inexistencia. Se trata, pues, del litigio fundamental, “un litigio que se inscribe sobre la cuenta de las partes antes, incluso, de inscribirse sobre sus derechosâ€? (1995: 28). Rancière nos pone como ejemplo la comida de los iguales, imagen inspirada en la tradiciĂłn antigua, bĂblica y literaria, que tomaba el nombre de phidities (1998: 97), es decir, comida de la amistad. Es una fraternidad que retrotrae a orĂgenes mĂĄs mezquinos (la palabra griega Pheidein, de donde proviene Phidities, quiere decir economizar) (Rancière, 1998: 97). Una sociedad de iguales o de amigos fundada en la exclusiĂłn, pero perfecta en ella misma (1998: 98), aunque levantadas, justo es decirlo, sobre dos fuerzas opuestas pero complementarias: Eris “poder de conflicto, rivalidad, discordiaâ€? y PhilĂa “poder de uniĂłn, lazos de amistad, sentimiento de pertenencia a una comunidadâ€?. La rivalidad propia de una colectividad conformada por individuos con disposiciones naturales diferentes necesita enmarcarse dentro de un ĂĄmbito de amistad que impida que el enfrentamiento y el desacuerdo venzan sobre los lazos de unidad que viabilizan la vida en comĂşn. Y esa amistad que permitiĂł que se forjara el “sentimiento de pertenencia a una misma comunidadâ€?, del que habla Vernant (1992: 35), se funda en la creencia de un co-nacimiento, en un origen autĂłctono compartido por aquellos que constituyen la ciudad, lo que hace que el lazo de amistad se entreteja con el de paren6 Rancière (1995: 21) identifica dos usos que los griegos le dan al tĂŠrmino blaberon: el primero se refiere al inconveniente que recae sobre un individuo, sea por razones naturales o por una acciĂłn humana; el segundo alude a la consecuencia negativa que un individuo recibe de su propio acto o de la acciĂłn del otro. En cualquiera de las dos acepciones subyace la idea de la relaciĂłn entre dos partes.
tesco y produzca, como afirma Derrida:7 >ÂŤ@ XQD DPLVWDG VyOLGD \ ÂżUPH bĂŠbaion SXHVWR TXH QDFLGD GHO FR QDFLPLHQWR GH OD FRPXQLGDG QDWDO < HVWH SDUHQWHVFR DOLPHQWD XQD DPLVWDG FRQVWDQWH \ KRPyÂżOD >ÂŤ@ QR VyOR HQ SDODEUDV VLQR GH KHFKR HQ DFWR >ÂŤ@ 'L- FKR GH RWUR PRGR OD HIHFWLYLGDG GHO OD]R GH DPLVWDG OR TXH OH DVHJXUD OD FRQVWDQFLD PiV DOOi GH ORV GLVFXUVRV HV UHDOPHQWH HO SDUHQWHVFR UHDO OD UHDOLGDG GHO OD]R GH QDFL- PLHQWR >ÂŤ@ %DMR OD FRQGLFLyQ GH VHU UHDO â&#x20AC;&#x201C;y  no  solamente  H[SUHVDGD R HVWDEOHFLGD SRU FRQYHQFLyQâ&#x20AC;&#x201C; HVWD VLQJHQDOR- JtD DVHJXUD GH IRUPD GXUDGHUD OD IXHU]D GHO OD]R VRFLDO HQ OD YLGD \ VHJ~Q OD YLGD
La apariencia (otro alcance de la hexis) es tambiĂŠn cuestiĂłn de distribuciĂłn de partes, y su legitimidad no se fundamenta mĂĄs que en el ocultamiento de las fisuras producto del perjuicio de la cuenta que en el caso griego no abarca solamente al bĂĄrbaro o al otro griego, sino a todo aquel no nacido en el suelo de la ciudadanĂa pero domiciliado dentro de las fronteras territoriales de la ciudad. Los ejemplos de igualdad por antonomasia analizados por Rancière, como aquĂŠl de la Trinidad, son igualmente falsos y estĂĄn acompaĂąados siempre de torsiones argumentativas. La unidad del Padre y de su imagen se complementa en la mĂĄs radical disimilitud: la igualdad presupuesta desde el parecido con lo exterior (Rancière, 1998: 103).8 AsĂ tambiĂŠn, en la comunidad de monjes tenemos una comunidad no de iguales sino de esclavos unos de los otros (Rancière, 1998: 106) y es, ademĂĄs una figura de peso que Rancière reconoce en la historia y prĂĄctica del pensamiento comunitario, sobre todo en el socialismo utĂłpico (1998: 108). En el litigio â&#x20AC;&#x153;donadoâ&#x20AC;? por el demos, la igualdad no es mĂĄs que un estado, una situaciĂłn de la que parte un movimiento de desclasificaciĂłn que no permite predecir si habrĂĄ o no un nuevo movimiento de reclasificaciĂłn; en el perjuicio de la reparticiĂłn, la recomposiciĂłn desprendida de un ejercicio contestatario no elimina el perjuicio del otorgamiento de las funciones. Derrida, por ejemplo, destacarĂĄ la stasis y el polemos como dos formas de litigio cuya emergencia delimita tambiĂŠn la cuenta de las partes: â&#x20AC;&#x153;esos dos nombres (pĂłlemos y stĂĄsis) se relacionan, en efecto, con dos especies del litigio, de la discu7 â&#x20AC;&#x153;El amigo aparecido (en nombre de la democracia)â&#x20AC;? (Derrida, 1998: 93129). 8 La igualdad la distingue Rancière sĂłlo en la uniĂłn de voluntades del Padre y del Hijo, en la obediencia de este Ăşltimo ya en camino de morir sobre la cruz.
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siĂłn, del desacuerdo (diaphorĂĄ). El litigio (diaphorĂĄ) entre quienes comparten lazos de parentesco o de origen (oikeĂŽon kai syggenĂŠs: familia, casa, intimidad, comunidad de recursos y de interesas, familiaridad, etcĂŠtera), es la stĂĄsis, la discordia o la guerra que se llama a veces civil. En cuanto a la diaphorĂĄ entre los extranjeros o las familias extranjeras (allĂłtrion kai othneiĂłn), eso es la guerra sin mĂĄs (pĂłlemos). La naturaleza del lazo que une el pueblo griego o la raza griega (HellĂŠnikon gĂŠnos) sigue manteniĂŠndose inencentada, tanto en el pĂłlemos como en la stĂĄsis. El gĂŠnos griego (descendencia, raza, familia, pueblo, etc.) estĂĄ unido por parentesco y por comunidad de origen (oikeĂŽon kai syggenĂŠs). Por este doble motivo es extranjero al gĂŠnos bĂĄrbaro (tĂ´ de barbarikĂ´ othneĂŽĂłn te kaĂŹ allĂłtrion)â&#x20AC;? (1998: 112). Esta distinciĂłn entre stĂĄsis y pĂłlemos, afirma Derrida siguiendo a Nicole Loraux, se mantiene efectiva en el ĂĄmbito polĂtico hasta en tanto no se quiebra la oposiciĂłn entre esos dos tipos de litigio por un conflicto intestino que provoca que â&#x20AC;&#x153;atenienses maten a otros ateniensesâ&#x20AC;? creando asĂ una situaciĂłn excepcional que conlleva un â&#x20AC;&#x153;contarse de otra maneraâ&#x20AC;?, una recomposiciĂłn de la cuenta, con la intenciĂłn de dinamitar lo que tambiĂŠn Derrida llama â&#x20AC;&#x153;discurso y fantasma de la physis genealĂłgicaâ&#x20AC;? (Derrida, 1998: 112) o, lo que es lo mismo, ficciones que sirven para determinarse como iguales al interior de los â&#x20AC;&#x153;murosâ&#x20AC;? de la ciudad. Bajo el presupuesto de una igualdad cualitativa, que no numĂŠrica, las preguntas giran hacia aquello que, sin embargo, evidencia dicha igualdad en tanto es una circunstancia cuya operatividad estĂĄ ampliamente difundida. ÂżCuĂĄles son los mecanismos identitarios sobre los que un grupo de personas basa su poder para definir determinada situaciĂłn â&#x20AC;&#x201C;preguntĂŠmonos por quĂŠ se le pide a un intelectual dar su punto de vista sobre algĂşn suceso de actualidadâ&#x20AC;&#x201C;? La igualdad no es un don que pueda ser ejercido o promovido por una instituciĂłn, tampoco es una esencia que la ley encarne. El nombramiento de la igualdad no conforma un plus en la acciĂłn de una nueva cuenta de las partes. Es, mejor dicho, parte de su esencia que hace pensar que la diferencia otorgada por el â&#x20AC;&#x153;don del logosâ&#x20AC;? para sobresalir de entre los animales fustiga tambiĂŠn la diferencia entre los propios seres humanos â&#x20AC;&#x201C;Âżhombre o ciudadano?, ÂżquiĂŠnes llegan a ser lo segundo?, ÂżquiĂŠnes tienen cabida dentro de las instituciones, o sea, al interior de los â&#x20AC;&#x153;murosâ&#x20AC;??
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LA MĂ&#x2030;SENTENTE: IRRUPCIĂ&#x201C;N DE LA POLĂ?TICA La polĂtica, para Rancière, no tiene propiedad definida, pues puede darse en cualquier situaciĂłn del pensar: la ciencia, el arte, el ejercicio gubernamental. No obstante, para que el encuentro de ellas, en tanto situaciones del pensar, produzca un efecto en el pensamiento es necesario que exista una situaciĂłn que Rancière nombrarĂĄ mĂŠsentente: un cierto disentimiento con relaciĂłn a un mismo tema. El problema que se dibuja en esta figura de la mĂŠsentente es la imposibilidad de un entendimiento basado en la hipotĂŠtica neutralidad de las palabras y la desesperaciĂłn que provoca la espera ilusoria de un arreglo â&#x20AC;&#x153;racionalâ&#x20AC;? entre las partes. La mĂŠsentente de Rancière nos permite suponer que una hegemonĂa de cualquier cuenta de las partes jamĂĄs dependerĂĄ del balance mesurado de lo hablado. Antes bien, debemos de esperar hallar los pesos anexos a partir de los cuales ciertas palabras impusieron su sentido. AsĂ entonces, las situaciones de mĂŠsentente no desaparecen aun explicando el sentido de las palabras. â&#x20AC;&#x153;Los interlocutores â&#x20AC;&#x201C;explica Rancière (1995: 13)â&#x20AC;&#x201C; entienden y no entienden la misma cosa en las mismas palabras. Hay todo tipo de razones para que un X entienda y a la vez no entienda a un Y: porque, aunque se entienda claramente todo lo que dice el otro, no ve el objeto del que le habla el otroâ&#x20AC;?. Por ello, una mĂŠsentente implica sobre todo la situaciĂłn misma de los que hablan, haciendo resurgir las preguntas como: ÂżquiĂŠnes hablan?, Âżpueden ocupar este lugar, haciendo uso de tal lenguaje?, Âżles es permitido enseĂąar el sentido correcto de las palabras? Obviamente, en numerosos casos, cada parte, quitĂĄndose de dudas, harĂĄ uso de los aparatos de poder con que cuente para hacerse â&#x20AC;&#x153;entenderâ&#x20AC;?. Rancière afianza en su argumentaciĂłn la desmitificaciĂłn de la dialĂŠctica diĂĄlogo-consenso, con la misma intensidad con que, segĂşn Roberto Esposito, Nietzsche, Heidegger y despuĂŠs Benjamin habĂan reparado ante la dosis de violencia que toda comunicaciĂłn jurĂdica entrega a la lengua (Esposito, 1996: 136-137). La discusiĂłn del argumento en cuestiĂłn reenvĂa al litigio sobre el objeto de la discusiĂłn y, principalmente, al litigio sobre la cualidad de los hablantes que hacen de dicha discusiĂłn su objeto. Si bien Rancière tiene en cuenta que el problema se inaugura y se sostiene por el lenguaje, ĂŠl cree necesario ver lo que sucede con la corporalidad de ĂŠste, con las posibilidades de uso de la palabra den-
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tro de una atmósfera rarificada por las presentaciones sensibles de un “común” puesto en juego, lo cual no era poca cosa entre los griegos, pues para ellos la vida común, ligada a la idea del ciudadano, tenía primacía sobre la idea de individuo y la marcaban en la relación indisoluble entre ética y política, de forma tal que si un hombre renunciaba al cumplimiento de una obligación ciudadana se condenaba a la atimía (“deshonra”), a la pérdida de todos los derechos políticos y a la exclusión del pacto no escrito de que la vida en común era el objeto más deseable en tanto en ella se conformaba y realizaba la vida buena y feliz. Pues bien, de situaciones de mésentente está compuesta la acción política: la mésentente se asienta donde existen seres que se sirven de la palabra para discutir y que, además, se ven involucrados en un litigio que pone en cuestión no sólo el objeto discutido, sino su cualidad de interlocutores. Y si la filosofía, en su “impropia” ramificación como filosofía política (Rancière, 1995: 7), ha querido controlar y suprimir estas situaciones, es porque no ha aceptado que la política tiene por impulso el propio disentimiento. Rancière entiende el destierro de esta característica de la política como el proyecto de llevar a cabo la supuesta esencia de la política. ARQUIPOLÍTICA, PARAPOLÍTICA Y METAPOLÍTICA Rancière no oculta su evaluación sobre el resultado de la ciencia política. Así, para él, desde Platón hasta ahora la ciencia política es el encubrimiento de aquellos movimientos que rompen la regulación de los papeles dados, y cuyas formas coinciden con ciertos dominios. Es, pues, la política de los filósofos de la que Rancière detecta tres modos: la arquipolítica, la parapolítica y la metapolítica. La primera de ellas es el régimen de la realización integral de la physis en la ley; todo está acordado: maneras de ser y de hacer, de sentir y de pensar. Platón introdujo en él la invención de una “interioridad” de la comunidad para la que la ley fuera la armonía del ethos –absoluta concordancia entre el carácter de los individuos y los hábitos de la comunidad para revocar la supuesta “falsa política”, cuyo nombre es la democracia– (Rancière, 1995: 103 y 118). En la segunda, la parapolítica, de lo que se trata es de normalizar el conflicto político, haciéndolo pasar por una competencia del poder ejecutivo que ocupa un espacio representacional. Aristóteles reconoció que el gobierno que dirige una ciudad y la mantiene es
siempre el gobierno de una de las partes que dictará para los demás la ley y la división de la ciudad (1995: 108). La última, la metapolítica, es la política marxista. En ella se afirma el conflicto esencial de la política, pero asegurando que el litigio se origina, por lo que se puede ver, en otra parte. En la metapolítica, la política “es la máscara de la repartición de las partes…, es la mentira sobre una verdad que se llama sociedad” (Rancière, 1995: 120) y que se marca una y otra vez en la separación entre los nombres y las cosas, “entre la enunciación de un logos del pueblo, del hombre o de la ciudadanía y la cuenta que se hace de ellos” (Rancière, 1995: 119). Si todas ellas, nos dice Rancière, son intentos de negar la política, entonces ¿qué hay que pensar bajo el nombre de política?, ¿cómo se da la mésentente en la racionalidad política?, pero, antes, ¿qué es esta racionalidad política? La primicia de Rancière es buscar la lógica de la política en dualidad, es decir, en su arista de palabra y en su otra arista de cuenta de esta palabra.9 Ambas partes derrumban cualquier argumentación contundente de lo que quiere decir hablar. La racionalidad política vista por Rancière es el sometimiento de los enunciados a las condiciones de su validez; “es poner en litigio el modo sobre el cual cada una de las partes participa del logos” (Rancière, 1995: 73 y 74). La racionalidad política, por tanto, pone en evidencia dos vertientes de la comprensión de un discurso: la comprensión de un problema y la comprensión de un orden. La pregunta “vous m’avez compris?” interpela al otro suponiendo que hay un orden sobre el cual funciona lo que previamente se dijo. Rancière (1995: 73) piensa aquí en el performance, la forma absoluta de ver las cosas que valida la categoría de los seres parlantes, dividiéndolos entre aquellos que comprenden el problema y aquellos otros que comprenden las órdenes. Localiza, además, esta división al interior del logos: la lengua de las órdenes se coloca del lado de la simple comprensión de una enunciación y la lengua de los problemas, del lado de la comprensión de la cuenta del habla que dicha comprensión implica. Ahora bien, esta interlocución, un tanto paradójica, jamás la pone Rancière como prueba de incomunicabilidad. Al contrario, para él hay siempre entendimiento en la escucha, y poco importa que la interlocución (política) mezcle juegos del lenguaje y registros heterogéneos de frases, pues es con ellos con los que “siempre se han construido intrigas y Rancière (1995: 74) también hablará de una brecha entre la lengua de las órdenes y la lengua de los problemas. 9
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argumentaciones comprensibles” (Rancière, 1995: 79). Esto significa que el problema no está en el lenguaje. No es la dificultad de poner lenguas diferentes en la interlocución, ni descomposturas propias del lenguaje por la introducción de neologismos. El problema consiste en “saber si los sujetos que se cuentan dentro de la interlocución son o no son, si hablan o si hacen ruido” (Rancière, 1995: 79). En consecuencia, la querella o conflicto en el interior de una situación del habla está en qué consideración se tiene de los hablantes y no en la opacidad o transparencia de las lenguas. COMUNIDAD, DEMOCRACIA Y MÉSENTENTE El conflicto de una situación de habla o de mésentente se abre en el momento en que el pensamiento de una de las partes acerca de la legitimación del discurso le evidencia su igualdad con el otro en el acto del pensar. El logos, siendo brecha entre la comprensión de la orden y la del problema, está atado tanto a los ejercicios de dominio, como a los actos polémicos que recusan la universalidad con que el otro piensa su discurso. La mésentente, en tanto situación del habla, irrumpe como política porque arrastra al litigio las categorías de los hablantes que están en la escena de interlocución. En la evaluación de qué se cuenta como teniendo parte y qué se cuenta como no teniendo parte, la tercera forma, la no-cuenta que se cuenta como teniendo parte, inaugura una situación desarticulante, a partir de la cual necesita comprobar su capacidad de enunciar lo justo y lo injusto. En otras palabras, inaugura el litigio por su convicción de verse contada como teniendo parte en la polis. La política es ruptura (Rancière, 1995: 52 y ss): ella rompe la configuración sensible donde se definían las partes y sus pertenencias. En una de sus diez tesis sobre la política, Rancière especifica que la ruptura va más allá de una clausura de la distribución “normal” de las posiciones de las partes. La ruptura a que da lugar la política está sobre todo en la idea de las disposiciones que justifican las posiciones (Rancière, 1998: 168). La política también es desplazamiento: lleva un cuerpo a un lugar distinto del asignado, a partir de lo cual demuestra que no había lugar para ser visto. En suma, la política está condicionada, para Rancière, por un ensamble de dos lógicas “heterogéneas”: la de la policía y la del proceso de la igualdad, esta última bajo el auspicio de una ausencia de
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arché que, en la práctica, significa la igualdad de no importa quién con no importa quién.10 Una vez dado este ensamble –entendido aquí en total paridad con una situación de mésentente, pues los así llamados “no importa quién” discutirán de igual a igual sobre el mismo asunto–, la política surge como la acción cuyo propósito es verificar esa igualdad, desarticulando en el proceso regímenes de cuentas, al tiempo que coloniza con otro tipo de disposiciones. Que la democracia sea el régimen del consenso11 o la repartición igualitaria del poder político, es, entre otras muchas más, una preconcepción de una acción política del hombre que posiblemente guarde desde su momento inaugural los defectos que se le atribuyen. En este sentido, justo como una crítica que busca las fisuras de lo, en apariencia, sólido, Rancière nos conduce por los resabios de errores o equívocos que, a su parecer, han sido ignorados por la tradición de la filosofía política, para dirigir nuestra atención hacia la propia perplejidad frente al curso de la política y de los regímenes democráticos, cuyos defectos son, contrario a una opinión generalizada, su propia condición. De ahí que se hable de un “odio a la democracia” tan antiguo como la propia democracia. Rancière nos recuerda que la palabra misma es una expresión de odio, un insulto proferido por aquellos ciudadanos de Grecia antigua que adjudicaban la ruina del orden al gobierno de la multitud (Rancière, 2005: 7). La observación de los reproches que se han sucedido a lo largo de la historia lleva a reformular la democracia como “estilo de vida opuesto a todo gobierno ordenado de la comunidad” (Rancière, 2005: 42). Curiosamente, es desde Platón y su lectura sociológica que la expresión de la libertad de los individuos, en tanto característica inalienable de la democracia, descubre al hombre egoísta que allí gobierna según las variaciones de su “humor”. Y es esta descripción de una polis democrática de hace más de dos mil años y, sin embargo, apropiada al hombre democrático del tiempo del consumo de masas, lo que hará que en La haine de la démocratie Rancière postule como hipótesis principal el retrato de ese hombre como el producto de una operación siempre inaugural y renovable que intenta “conjurar” lo que él considera como saboteador de la comunidad misma: la igualdad. De esta condición se sirve Rancière para aclarar que no siempre hay política. Para él, una huelga será política cuando, en lugar de pedir reformas, exija mejoras; cuando, en vez de engancharse a las relaciones de autoridad, se avoque a la insuficiencia de salarios (véase Rancière, 1995: 56).
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Consenso también va en el sentido de afirmación del carácter indiscutible de lo dado a sentir o el monopolio de la descripción de situaciones. De cualquier forma el carácter impositivo es claro (Rancière, 2009: 180).
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¿Cómo construir una comunidad con ella?, ¿cuáles serán los estatutos de lo sensible que definan dicha igualdad? Lo cierto es que las respuestas, aunque paradójicas, están esparcidas en las formas de sociedad dentro de un recuento diacrónico. La comunidad se construye, pero siempre en la esfera del perjuicio (le tort). Rancière propone, entonces, que la “innombrable democracia”, antes de verse como forma de sociedad hecha para el buen gobierno pero adaptada al malo, se conciba como el principio de la política, “el principio que instaura la política fundando el buen gobierno sobre su propia ausencia de fundamento” (Rancière, 2005: 44). La democracia está, por tanto, desvinculada a la idea de representatividad o parlamentarismo. Lo que tenemos es, más bien, una disrupción al interior de lo sensible que provoca un extrañamiento consigo mismo. La alteración logra intervenir una operación salvaguardada policialmente (Rancière, 2005: 49) la democracia incendia la cuenta de la otra parte; la democracia es aquello que incendia la idea de la comunidad. Ella es su “impensable” (Rancière, 1998: 99). De esta forma, y como contrargumento a la comunidad desobrada de Nancy y a la comunidad del porvenir de Derrida, Rancière asegura que siempre hay comunidad aunque ésta sea litigiosa. Se trata, precisamente, de un litigio que se desencadena cuando una “contingencia igualitaria” (Rancière, 1998: 38) interrumpe como libertad el orden establecido de dominaciones, para así desarticularlo por la introducción de partes que anteriormente no eran partes en él. La idea que sobrevuela es, por un lado, la de un agravio consustancial a la comunidad (regida por reparticiones y cuentas) y, por el otro, la de una comunidad vulnerable: “hay política si la comunidad de la capacidad argumentativa y la capacidad metafórica es, no importa cuándo y por el acto de no importa quién, susceptible de devenir” (Rancière, 1995: 91). Seguramente, y a modo de conclusión, la mésentente de Rancière toma fuerza de su inscripción en la política moderna, pues ésta conforma una multiplicación de las operaciones de subjetivación que implican, como lo hemos querido señalar en nuestro recorrido, nuevos mundos de comunidad a la par que mundos de disentimiento. En la comunidad
propuesta por Rancière verificamos la fragilidad que sostiene lo común, es decir, el carácter fortuito con que las partes que la integran se ven y se escuchan como iguales. Todas las figuras de la igualdad en donde se apoya lo común son efímeras, y basta con que una parte no contada pretenda hacerse audible y visible para que las fisuras de la comunidad resalten y desarticulen el régimen de cuentas establecido. El momento que fractura este régimen será, en efecto, el momento de la mésentente, el momento del disentimiento de una voz que intenta desplazar su cuerpo a posiciones que le fueron vetadas; cuerpo y voz que hacen, al fin y al cabo, política.
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l objetivo del presente artículo es pensar la comunidad inmersa en el sistema de sociedad capitalista según los rasgos del consumo, donde el trabajo ya no articula a la producción. Pensar la comunidad a la manera de Esposito, como un peligro para el lazo social del cual la consolidación de los Estados-nación inmuniza al sujeto. El movimiento inmunitario descrito por Esposito se observa en la huida de la muerte para hacer un cuerpo desde la igualdad, pero con el fin de lograr la diferencia a través de lo propio, es decir, “sólo disociándose pueden los individuos evitar un contacto mortal” (Esposito, 2007: 65). De esta disolución de lo común (la vida en común), se observa la operación biopolítica de la sociedad moderna para crear una vida común, es decir, unos rasgos comunes enlazados mediante las regularidades biológicas de la especie para crear el espacio común en el sistema de sociedad capitalista existente gracias a la disociación y disolución de lo común. COMÚN Si lo social es la inmunización de la comunidad y el sujeto es social, el asunto sería localizar, sin un afán arqueológico, sino recurriendo a claves de persistencias o de aparición de neoarcaísmos (como propone Maffesoli, 2004) que, casi por descontado, traen un matiz arqueológico-genealógico, es decir, sobre
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cómo persisten los salvajismos, un sujeto que no sería del todo nuevo, que no sería del todo antiguo y que no sería del todo “libre”. Quizá el asunto está en desentrañar al sujeto que se encadena de otra manera. Ya no con una relación de soberanía, sino con otras tecnologías de poder, con otros dispositivos. Si comprendemos que el sistema de sociedad contemporáneo se finca en la disolución del lazo común, que lo sacrificado para establecer el vínculo político-económico (ciudadanía y contratos libres) es la comunidad, “Lo que la comunidad sacrifica –a su autoconservación– no es otra cosa que ella misma” (Esposito, 2007: 75), entonces es posible observar que el enlazado de los sujetos mediante la individualidad libre, inmuniza a la sociedad de lazos comunitarios. El Derecho, para Luhmann, funciona como el sistema inmunológico de la sociedad, sobre todo gracias a que define los límites de la libertad y la transgresión implícitas en cada individuo, el cual, como bien se sabe, en esta teoría, participa en el sistema social sólo a través de sus comunicaciones. El individuo (persona) como sistema psíquico y personal está aislado de los otros individuos, separado y sancionado por el Derecho en caso de transgredir, con comunicaciones, las comunicaciones sistémicas. De esta manera se prosigue con la consecución de un sujeto tipo o un tipo de sujeto eficaz para la sociedad moderna: es parte del proceso de interiorización del que abunda Nietzsche (2002). Es parte de un “proyecto” no necesariamente planeado, pero si ejecutado, un proyecto sistémico, es pensamiento estratégico con relación a la delimitación de lo hu-
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mano y, por tanto, a su definición: la consolidación de un sujeto culpable capaz de autodirigirse, capaz de ser soberano en la medida que se ordena, se manda y se obedece. Se sacrifica el lazo común para implantar un lazo íntimo y culpable, como observa Esposito a propósito de su análisis de Tótem y tabú de Freud: “primero sacrificio del padre, y después sacrificio de los propios hermanos al padre sacrificado. Doble sacrificio, sacrificio al cuadrado. Sangre, pero también inhibición. Introyección de la prohibición en forma de una autoimposición consciente” (Esposito, 2007: 81). Proceso de interiorización. El sujeto subjetivo debe convertirse en su propio déspota, la alianza se realiza con él a través de la racionalización del Estado, la ciudadanía, “servidumbre común, es decir, lo diametralmente opuesto a la comunidad. Esta última es, precisamente, lo que se sacrifica en el altar de la autoconservación individual” (Esposito, 2007: 96). Sin embargo, esta individualización o separación de los comunes, la limitación de lo común, orquesta la unidad artificial de los social, en el sentido que la potencia irresistible de la sociedad frente al individuo, tal y como se logra ver en la teoría hobbesiana, es para asegurar la supervivencia, la mantención del organismo, incluso a pesar de una célula “[…] toda forma posible de vida ‘justa’ o ‘común’ posible es sacrificada a la mera supervivencia de su contenido biológico tan sólo” (Esposito, 2005: 20). Salvar la vida, en su sentido biótico, asumiendo al colectivo como cuerpo vivo, condenando a muerte lo común. Inmunizándose contra la comunidad. Inmunizar es el procedimiento por el cual lo común se disuelve para atemperar la violencia y permitir el lazo institucional, el Derecho originado en la violencia se traza mediante este principio, mientras que lazos intersubjetivos se configuran al interior del sistema social, asistémicos, comunicándose lo común (de un margen, de una existencia liminal, de un contrasentido impuesto por el sentido del sistema de sociedad, como un síntoma) y, por tanto, violentando el principio de disociación subjetiva, individualizante. El sistema de sociedad contemporáneo tiene como síntoma la violencia, pero es una violencia jurídicamente sancionada, su existencia funciona a la manera de una vacuna, se trata “no a suprimir la violencia –en ese caso, se extinguiría la comunidad, inseparable de ella– sino a asumirla en formas y dosis no letales” (Esposito, 2005: 58), como inoculando pequeñas dosis de comunidad en el cuerpo social, leves instancias de enfermedad de lo común. Por ello, a diferencia de otros sistemas de sociedad, el capitalista logra, con la inundación (De-
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leuze, 2005), integrar formas arcaicas, incluso crea neoarcaísmos (neotribalismo o formas de esclavitud inéditas) como síntoma de su búsqueda de estructuras sociales sólidas, según Slavoj Žižek: […] La dinámica estructural inherente a la sociedad civil produce necesariamente una clase social que queda excluida de los beneficios que la sociedad civil procura (trabajo, dignidad personal, etc.); una clase privada de los derechos humanos elementales y, en consecuencia, exenta de deberes para con la sociedad; un elemento de la sociedad civil que niega el principio universal por el que esta se rige; algo así como una “no Razón intrínseca a la propia Razón”: en suma, su síntoma (2011: 141).
Este síntoma es la agudización de la separación, del proceso de igualdad inmerso o dominado por el principio de libertad, ni sujeción a otro, sino a la libre circulación de comunicaciones a través de los sistemas sociales (político, económico, jurídico, etcétera), “Sólo cuando los hombres se inmunizan del contagio de una relación sin límites, pueden dar vida a una sociedad política definida por la separación entre los bienes de cada uno de ellos” (Esposito, 2005: 65), porque esta libertad domina la igualdad, separa mediante la diferencia respecto a la propiedad y es la propiedad, como extensión del cuerpo, según Locke (2003), la que distingue los cuerpos ciudadanos del cuerpo social y hace cuerpo. La comunidad no permite hacer cuerpo, porque no permite lo propio, la propiedad, mientras que ésta “[…] unificada por el principio de común separación: sólo es común la reivindicación de lo individual” (Esposito, 2005: 41). Por ello Locke identifica como parte del derecho natural a la vida la propiedad como una extensión del cuerpo forjada mediante el trabajo y la necesidad del Estado para defender esta vinculación, “para garantizar la vida común el derecho se ve obligado a introducir dentro de ella algo que la retiene más acá de sí misma. A hacerla menos común o no común: precisamente inmune” (Esposito, 2005: 43). Así, la sociedad (civil o como opuesta a la comunidad en cuanto un don en común, una carga en común) está fincada en la separación no sólo corporal sino más férreamente subjetiva, en el yo me pertenezco y mi cuerpo es expresión de esa propiedad. De ahí que ciudadanía y propiedad, economía y política, se enredan en la interiorización que da forma al yo o como dijera Foucault en Vigilar y castigar, al alma, porque “la propiedad es el presupuesto, no el resultado, de la organización social” (Esposito, 2006: 106) y el cuerpo la expresión natural y
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simbólica de la pertenencia “ya apuntalada sólidamente por la pertenencia del cuerpo propio, la lógica propietaria puede expandirse en ondas cada vez más amplias hasta cubrir por entero la extensión del espacio común” (Esposito, 2006: 106), disolviendo lo común en la repetición, por pertenencia, del espacio, incluidos el cuerpo y las distancias simbólicas que éste establece en las relaciones intersubjetivas. Incluyendo en esta repartición-separación, el alma, como observa Esposito: “nada excepto el alma resulta más dividido, hendido, dominado por los demonios de la escisión” (Esposito, 2012: 37). Como apunta Esposito, la igualdad como principio jurídico de orientación para la convivencia en común según el orden civil, pone a los sujetos sin un lazo en común, impone a la deriva inmunitaria de la política moderna y la ciudadanía a que los sujetos se pongan “en manos del primer amo que se presente”, y lleva, casi indefectiblemente, a formaciones estratégicas definidas como biopolítica (gestionar los cuerpos según sus ritmos biológicos endémicos), yendo un paso adelante en este proceso de biopolítica negativa (Lemm, 2013) hacia su opuesto tanatopolítico: “el rebaño, oportunamente domesticado” (Esposito, 2006: 122). La definición de biopolítica pasa, necesariamente, por el desprendimiento de la metafísica del hombre, su profundo descentramiento en el sentido, en el origen y el fin de la vida humana. El hombre ya no como forma de vida enriquecida, mística y política, saturada de sentidos excedentes. La forma de vida se asume como simple vida, organicidad biológica. Hay una animalización del hombre, un desencantamiento del sentido, del valor y de las valoraciones, pues como afirma Esposito “si se desea permanecer dentro del léxico griego y, en especial, aristotélico, más que al término bíos, entendido como ‘vida calificada’ o ‘forma de vida’, la biopolítica remite, si acaso, a la dimensión de la zoé, esto es, la vida en su simple mantenimiento biológico; o por lo menos a la línea de unión a lo largo de la cual el bíos se asoma hacia la zoé, naturalizándose él también” (Esposito, 2006: 25). La “naturalización” de la vida humana pasa, en la tecnología biopolítica, indefectiblemente, por la serie saber-poder-saber, por la cientifización de la existencia humana. En términos de subsunción real, primero con la disciplina, con la individualización y sus dimensiones acordes al sistema de sociedad capitalista. De esta manera se subsume lo humano al proceso de producción como fuerza de trabajo. Pero aún como trabajo vivo, como forma de vida, es decir, como bíos donde la zoé es apenas base material. Con la consi-
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deración de lo humano como una herramienta, su extrema cosificación, movimiento magistral de la racionalidad instrumental, cancelación de la ética kantiana, la vida humana, la materia biológica, su forma de existencia, su pura animalidad, el cuerpo torna en elemento central de la subsunción total, pues su inclusión al proceso productivo como herramienta le despoja de la asunción de la vida como forma, como cultura, forma de ser, particularidad con el fin de asir la vida como regularidad, de transformar la mente en química, de pensar los lazos sociales como zoología y el mundo humano como una biología, el mundo de vida se torna en existencia biológica. En esta serie opera el dispositivo científico, a través del discurso universitario descrito por Lacan, pues la expropiación del trabajo por parte del capital se opera a través del saber científico supeditado a la aplicación tecnológica, a la extracción de energía vital de los cuerpos humanos (energía vital humana que integra no sólo el factor nutrimental, tipo mercancía, sino la propia forma de vida, los mundos de vida) para insertarla en los procesos productivos sin fuerza de trabajo, movilizados por un saber súper especializado. La subsunción total es eso, la expropiación de la fuerza de trabajo al trabajador, el fin del trabajador (productivo). Triunfo de la regularización, por el lado de la producción, pero también campo de batalla de la regularización poblacional, de la animalización de lo humano vía el saber y sus efectos de poder. La biopolítica es moderna porque se encastra en la racionalidad (esa racionalidad weberiana) tendiente a la dominación del mundo: la tecnociencia, es decir, la ciencia como espada de la dominación y no como forma de construir sentido y valor del mundo. Así, como identifica Foucault, el saber de “la medicina es un sabe/poder que se aplica, a la vez, sobre el cuerpo y sobre la población, sobre el organismo y sobre los procesos biológicos que va a tener, en consecuencia, efectos disciplinarios y regularizadores” (Foucault, 2002: 228), doble amarre del sujeto, como individuo exclusivo y excluyente y como espécimen identificable (idéntico) de una población incluyente, un tratamiento científico que lo naturaliza, le desnuda, un sujeto desnutrido a falta de energías vitales, al ser soportado en el mundo como un simple organismo biótico: un ser vivo en el sentido científico, un ser insacrificable en el sentido político, pues es puro elemento que, dependiendo de las necesidades de regularidad, podrá ser podado, eliminado, retirado, pero no asesinado. Así, el gesto biopolítico cae en una “doble indiscernibilidad. Por una parte, porque incluye un término que no le corresponde y
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que incluso amenaza con distorsionar su rasgo más pregnante; por la otra, porque refiere a un concepto –justamente el de zoé– de problemática definición él mismo: ¿qué es, si acaso es concebible, una vida absolutamente natural, o sea, despojada de todo rasgo formal? Tanto más hoy, cuando el cuerpo humano es cada vez más desafiado, incluso literalmente atravesado, por la técnica” (Esposito, 2006: 25). Biopolítica y tecnociencia son indiscernibles al mismo tiempo que integradas en la forma del Estado moderno. VIDA COMÚN La distinción entre biopolítica y biopoder que hace Esposito se inscribe en la construcción de una vida desamparada o abandonada (como refiere Agamben, 2003) a la decisión política sobre lo vivo y no sobre las formas de vida o los mundos de vida, en el ejercicio del poder que no supone relación, sino pura dominación en términos de acción negatriz transformadora (en lenguaje hegeliano), es decir, asumir la vida humana como una materia susceptible de transformar, como naturaleza, un paso más de la subsunción total del capitalismo, la expropiación técnica de la vida. A diferencia de una biopolítica que, siguiendo a Lemm, puede definirse como afirmativa. Esta orientación está en germen en la argumentación de Foucault, a pesar de que éste no lo teoriza a profundidad. La visión foucaultiana de la biopolítica como el “cuidado” institucional de la vida es desarrollado según el recorrido sociohistórico (genealógico): poder pastoral que se preocupa por la vida biológica de los individuos, la individualización homogeneizante de los dispositivos disciplinarios y panópticos y la operación de la gestión de la vida, donde “la existencia biológica del ser humano es totalizada en la vida de la especie: cada ser humano particular, en tanto ser viviente, es subsumido en la totalidad de la especie. En segundo lugar, la ‘existencia como ser viviente’ del ser humano es particularizada en sujetos separados, aislados e individuales” (Lemm, 2013: 176). La pinza de las tecnologías de poder modernas, donde la gestión de la vida se corrompe en la biopolítica negativa (o tanatopolítica) mediante el racismo, que es la ideología política que permite a la biopolítica tender hacia la tanatopolítica, o para mantener la vida de la especie crea subespecies dañinas que deben ser segadas a favor de la raza superior. De esta manera, el sujeto, doblemente atravesado por los dispositivos del poder, se considera un engrane de la máquina social,
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donde la individualidad creativa es cancelada a favor del todo. Por ello, el sujeto, como límite interior del capitalismo (Deleuze, 2005) es resistencia y, con ello, contrapoder cuando se ocupa de sí mismo para relacionar sus fuerzas con otros y con el sistema. Quizá, esta identificación del sujeto como límite interior del sistema de sociedad capitalista sea consecuente con la intuición luhmanniana que establece al sujeto (incluso mejor dicho en jerga luhmanniana, a la persona) como fuera del sistema social, como límite interior de los sistemas. Lo vital del sujeto está, entonces, en esa capacidad de resistencia y oposición que en la modernidad tardía aparece como oposición valoral, integrando ética y estética como contraforma a la moral civilizatoria. Nos dice Lemm: “Foucault entiende a la vida biológica del yo como una función de la creatividad en lugar de entender a la creatividad como una cualidad particular del yo. En contraposición a una ética sartreana existencialista de la autenticidad, Foucault busca desarrollar una ética de la libertad que se perfila como una ‘estética de la existencia’” (Lemm, 2013: 179). Hacer de la propia vida una obra de arte es apelar a la posición política del sujeto desde la cultura, para elaborar formas de contrapoder fuera y entre lo político, en el límite, en el intersticio que queda entre cultura y civilización, lo que Esposito (2006a) reconoce como lo impolítico. En esa liminalidad de los ejercicios de poder donde el sujeto puede imponerse al producir valores, Esposito identifica una política sobre la vida (biopotere) y una política de la vida (biopotenza), es decir, la posibilidad de una biopolítica afirmativa donde el continuo de la vida, sin distinguir la vida humana de la vida animal que constituyen al sujeto, vista por Esposito como la “animalización del hombre”, decante en la estética de la existencia haciendo de la propia vida una obra de arte (el sujeto soberano por creador y no por ejercer unos derechos otorgados institucionalmente, sino libre por darse su derecho). En Esposito la voluntad de poder es política. Con la tecnociencia, la biopolítica supera el umbral del cuerpo. Penetra físicamente al sujeto, objetivando los cuerpos los penetra profundamente, tecnificándolos y decidiendo políticas en ese sentido. La medicina, como organismo público, como herramienta para la regularización poblacional, es uno de los ejes tecno científicos de la política, sobre todo cuando interfiere con lo político-legal, cuando sirve de eje de racionalidad burocrática, cuando desnuda la vida humana y la torna elemento biológico, “el ingreso, y más tarde la sutil obra de colonización,
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del saber médico en el ámbito que antes era competencia del derecho determina un auténtico pasaje a un régimen ya no basado en la abstracción de las relaciones jurídicas, sino en tomar a cargo la vida en el cuerpo mismo de quienes son sus portadores” (Esposito, 2006: 47). La biopolítica, como parte del proceso de subjetivación, se tensa con sus modelos de objetivación, en la tensión derechos políticos y derechos humanos, entre la conservación del ciudadano y la segregación-eliminación de los no-ciudadanos, la nuda vida, al ser tecnología de poder propia del capitalismo, también asume formas inéditas en el capitalismo de consumo. Ahí, la distinción entre biopolítica y biopoder pierde potencia, pues lo biopolítico integra a su forma positiva, esa de fomentar la vida, es decir, una política de la vida, la forma negativa del biopoder, el poder sobre la vida, donde la eliminación, la eutanasia, la eugenesia, el genocidio y demás formas de asesinato impune se convierten en formas de ejercer gobierno. En el nazismo encontramos la “esencia” de la racionalidad instrumental, internada en la tecnociencia, en la cientifización extrema de la política y la sociedad o la sociedad politizada tecno científicamente, es decir, el extremo de la biopolítica, pues ésta no se entiende sino se ampara al binomio poder-saber. “El nazismo no es, ni puede ser, una filosofía realizada porque es ya una biología realizada. Lo trascendental del comunismo es la historia, su sujeto es la clase y su léxico la economía, mientras que lo trascendental del nazismo es la vida, su sujeto la raza y su léxico la biología” (Esposito, 2006: 178). La sociedad nazi empotró la decisión política, aquello constitutivo del estado de excepción, en un marco jurídico empapado de ciencia médica, biología y antropología biologizada, la politización de lo desnudo. Como dice Foucault, el racismo es algo así como un saber-poder capaz de interiorizar en la biopolítica la zoé, la nuda vida, la vida biológica “no simplemente de transcribir en términos biológicos el discurso político, no simplemente en una manera de ocultar un discurso político con un ropaje científico, sino realmente en una manera de pensar las relaciones de la colonización, la necesidad de las guerras, la criminalidad, los fenómenos de la locura y la enfermedad mental, la historia de las sociedades con sus diferentes clases, etcétera” (Foucault, 2002: 232). Así pues, la biopolítica, más que la soberanía, se integra a partir de la politización de la ciencia, se integra en la cadena poder-saber-poder, cientifizando al cuerpo político, biologizándolo, asiéndolo por los entresijos de lo objetual, lo aprehensible de una
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realidad científicamente constatable y técnicamente manipulable. Tanto eutanasia como eugenesia se basan en la comprensión profunda de fenómenos biológicos, comprensión científica, razón que es el irracionalismo del dominio, es decir, como puede observarse de la mano de Horkheimer y Adorno (1944), la biopolítica es la razón de la dominación, de la comprensión y el conocimiento para dominar, para transformar y orientar, no para “comprender”, sino para atrapar. La idea de degeneración lleva a relaciones de poder verticales indisolubles, a una naturalización científica, proceso de saber-poder, una interiorización biológica, inamovible, un esencialismo científico. La solidaridad o la competencia horizontal entre hermanos, típica de las sociedades liberales democráticas, es suplantada por la relación vertical que conecta a los hijos con sus padres y, a través de ellos, con los antepasados. En contra de las teorías pedagógicas y sociales de inspiración igualitaria, la diferencia entre los individuos aparece como insuperable: tanto los rasgos somáticos como los psicológicos están predeterminados desde el nacimiento conforme a una vinculación biológica que ni la voluntad individual ni la educación pueden quebrantar […] nadie puede escapar a sí mismo, nadie puede romper la cadena que lo ata inexorablemente a su propio pasado, es imposible elegir la dirección de la propia vida (Esposito, 2006: 192).
La biopolítica opera la integración de lo impolítico en la decisión política con un andamiaje científico individualizando desde el nacimiento, en clave disciplinaria, y regularizando la forma de la vida digna de ser vivida, de la vida científicamente vivible. Esa muerte es jurídicamente inobjetable no porque la justifiquen superiores requerimientos colectivos, sino porque las personas a las que alcanza están ya muertas. La meticulosa búsqueda léxica de expresiones adecuadas para su situación dividida –“semi-hombres”, “seres averiados”, “mentalmente muertos”, “cáscaras humanas vacías”, “existencia lastre”– tiene el objetivo de demostrar que en su caso la muerte no llega desde afuera, porque desde un principio es parte de esas vidas. O, con más precisión, de esas existencias. Este es el término resultante de sustraer la vida a sí misma. Una vida habitada por la muerte es mera carne, existencia sin vida (Esposito, 2006: 215).
La acción biopolítica es un “llenado” para vaciar, se desactiva el derecho (los derechos bio-políticos,
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aquello que llenó la vida biológica de política para hacer asequible a lo político) para activar el no-derecho y evitar la infracción al derecho. Es decir, se logra un lugar en donde no pasa nada. Un lugar que no es accidente. Se crea en el cuerpo del estado la capacidad del guiño, del gesto burlón que no ataca al nomos, pues “el estado de excepción no es una dictadura, sino un espacio vacío de derecho, una zona de anomia en que todas las determinaciones jurídicas –y, sobre todo, la distinción misma entre lo público y lo privado– son desactivadas” (Agamben; 2004: 75). Entonces la espada entra libremente, sin tapujos, sin vergüenza, sin asco y sin culpa. Esto convierte al Estado (a cualquier Estado) en un matarife y no en un asesino, pues no comete asesinato, mata en el sentido más estricto de la palabra, pues quien mata es, apenas, un matador (el torero no asesina al toro, simplemente lo mata), nunca un asesino o, peor, un homicida. Como sucedió en los campos nazis. Se dio un proceso de inclusión de los judíos tanto por la vía burocrática, como por la ideológica, pero todo en formato racional, una separación del pueblo alemán y la “sustancia ajena judía”, como observa Bauman, el régimen nazi buscó y encontró la manera de desligar racionalmente (sin odio y sin pasión) los vínculos de valoraciones entre el alemán de a pie y lo judío, “este método consistía en hacer invisible la humanidad de las víctimas” (Bauman, 2008: 49), deshumanizarlos, desprenderlos de la forma humana, convertirlos en pura zoé, en una animalidad infecciosa, asquerosa que hiciera del acto de exterminio un asunto de salud pública. “Ellos simplemente no existían: este es el motivo lógico por el cual podía dárseles muerte infinidad de veces en el transcurso de un mismo día y, por otro lado, les estaba prohibido suicidarse. Su cuerpo sin alma pertenecía al soberano. Pero el derecho soberano, en el régimen biopolítico, no es tanto la facultad de dar muerte como la de eliminar por anticipado la vida” (Esposito, 2006: 234). No se excluye de la norma, es la norma, pues ha entrado en un estado de excepción. VIDA SIN CONTACTO, VIDA EN COMÚN La sociedad, el saber-poder y sus estrategias biopolíticas (la definición del mal como situación exclusivamente individual) inmunizan de comunidad al cuerpo de la sociedad. “El cuadro inmunitario dentro del que se ubica este proceso general de superposición entre práctica y ordenamiento político es hasta demasiado obvio: para devenir objeto de “cui-
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dado” político, la vida debe ser separada y encerrada en espacios de progresiva desocialización que la inmunicen de toda deriva comunitaria” (Esposito, 2005: 199). La comunidad es contrapoder porque es aquello por lo que surgió la sociedad, en cuanto forma “ordenada” y “controlada” de relaciones de poder. Así, el “verdadero” contrapoder es camino “falaz”, según lo normal. La multitud de Hardt y Negri (2004) se enfrenta al Imperio, la multiplicidad explosiva de los colectivos rizomáticos desviados, anormales, delincuenciales, se enfrentan al poder, son fuerza desmedida y, a veces o la mayoría de las veces, irreflexiva. Y estas formas de agregación se desconectan al actuar corrosivamente, al fluir con cualidades ácidas entre los flujos sociales. Son culpables, han cometido el pecado de la acomunación, un pretendido estallamiento de la esfericidad del sujeto al sujetarse al otro, por endeudarse con el otro y no según la triangulación de clausura del sujeto culpable que permite la vida en sociedad, que siempre será una vida culpable, “la vida no es condenada por, sino a, la culpa […] condenar la vida a una perpetua culpabilidad” (Esposito, 2005: 50). Esta culpabilidad disociadora es fundamental para producir al sujeto moderno. El sujeto contemporáneo, además, debe extender su culpa al convertirse en consumidor para ser cabal miembro de la sociedad. Si aquel arcaico añora comunidad, se la destruimos y le ponemos un teatro de sombras comunal, siempre y cuando consuma. Si no consume, no funciona, su esfericidad es frágil, por tanto, peligrosa. Pero su incapacidad de consumo no es debilidad del deseo, es decir, no significa que no desea consumir, sino que no puede consumir. Un mal consumidor es un mal ciudadano, ha quedado fuera del consumo. El capitalismo de consumo precisa de una sociedad de control, de sujetos esféricos controlados para el consumo, autovigilantes, dóciles. Una individualidad aplastada por el socius, sin lazos para reventar, tan interiorizada a grado de integrar la tecnociencia en el cuerpo, convertirlo en artículo de consumo (el cyborg): Mientras hasta cierto punto fue el hombre quien se proyectó en el mundo, y luego también en el universo, ahora es el mundo, en todos sus componentes naturales y artificiales, materiales y electrónicos, químicos y telemáticos, el que penetra dentro de él en una forma que parece abolir la separación misma entre adentro y afuera, derecho y revés, superficial y profundo: en vez de limitarse a asediarnos desde el exterior, la técnica se instaló en nuestros propios miembros (Esposito, 2005: 208).
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Con el capitalismo de consumo la ilimitación se alcanza al constituir el cuerpo mismo en mercancía, incluso más allá de la alienación de la fuerza de trabajo. Siguiendo los pasos de Nietzsche, la ciencia, sobre todo cuando se convierte en esclava de la técnica, es una fuerza de interiorización. El sujeto que se acomuna a fuerza de desventajas ante el consumo, a fuerza de marginación, fragiliza la esfericidad que le contiene ensimismado para aliarse a otros y forjar subjetividades alteradas, explosivas y violentas. Sus violencias y peligros se encuentran en esa comunidad “infecciosa”, en ese ir a la contra, en su contraflujo. Son mutilaciones del cuerpo de la sociedad, a la vez desechos. “Entonces el definitivo desmembramiento del cuerpo político y de sus metáforas organicistas hará emerger, no la obsesión neurótica de nuevas incorporaciones, sino el perfil de una ‘carne rebelde al Uno, siempre ya dividida, polarizada en el Dos del quiasma, pero tal que ignore toda jerarquía, toda separación irreversible entre una parte que manda y otra que obedece’” (Esposito, 2005: 170-171), rebeldía de comunidad frente a la unicidad del cuerpo político. Una subjetividad explosiva en tanto se exterioriza para ligarse con otros, para establecer una deuda con los pares. Cada vez que ese ideal toma cuerpo en una realidad colectiva –patria chica, ciudad, fiesta popular–, la impetuosa exigencia rousseauniana de comunidad se vuelca en su mito. Precisamente el mito de una comunidad transparente para sí misma, en la cual cada uno comunica al otro su propia esencia comunitaria. Su propio sueño de absoluta autoinmanencia. Sin ninguna mediación, filtro, signo que interrumpa la fusión recíproca de las conciencias; sin ninguna distancia, discontinuidad, diferencia frente a otro que ya no es tal, porque forma parte del uno; que incluso es ya el uno que se pierde –y se reencuentra– en la propia alteridad (Esposito, 2007: 101).
Lo que en otro lugar he llamado lazo-de-deuda (Moreno, 2010) que abre la subjetividad para explotar y empapar al otro se constituye en una comunidad contra la sociedad y el peligro de la comunidad debe ser inmunizado, al menos esa es la estrategia biopolítica. Una “deriva comunitaria” un preferiría no ensimismarme en el yo, sino abrirme. Otra vez Esposito, “para devenir objeto de ‘cuidado’ político” es decir, ciudadano, “la vida debe ser separada y encerrada en espacios de progresiva desocialización”, es decir sujeto subjetivado, donde se interioriza la producción (el trabajo, la operación de la economía política), la operación social (la conciencia, el deseo) y
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la vigilancia, la paranoia, la persecución (la culpa, proceso dramático de la cristianización del mundo), para hacer del sujeto vida, nuda vida que para ser protegida por derechos humanos, arropados por los derechos políticos (ciudadanía), precisa “que la inmunicen de toda deriva comunitaria”, es decir, de la apertura, de rasgar la membrana del sujeto esférico, de lanzar un lazo-de-deuda comunitario. Si, como afirma Esposito, “Rousseau es el primer pensador de la comunidad porque del sujeto toma en consideración su existencia y no su pensamiento […] Existir es una verdad del corazón –del sentimiento, de la pasión, del sufrimiento– mucho más que de la mente” (Esposito, 2007:104), entonces ahí está la sustancia, para decirlo de alguna forma, de un lazo exteriorizante, explosivo a través de una existencia no “pensada”, no “razonada”, una existencia que tiene que ver con sobrevivir: En su centro está el concepto de munus, concebido como “ley del don”, del cual deriva su estatuto ontológico el concepto de communitas, en una forma que tiende a expropiar al sujeto individual en pro de la alteridad respecto de uno mismo. Por vez primera esa “nada” que habita las palabras de la política occidental adquiere los rasgos afirmativos del ser en común en el que los hombres reconocen su propia donación originaria. Pero también el riesgo de la alteración, o la expropiación, de su propia identidad subjetiva (Esposito, 2012: 23).
La comunidad se conforma en ese recubrimiento de los sujetos a su interior. Esposito, siguiendo a Rousseau, entiende el tiempo extendido, circular y no progresivo y lineal como elemento constituyente de una comunidad, es decir, como lazo comunitario, enlazado presenteista, el presente: Su punto de partida es siempre la critica a toda actitud que sacrifique el presente al pasado y al futuro. Pasado y futuro están mal porque, alternando la presencia del presente, la arrastran fuera de sí misma. Haciendo que la existencia penda del chantaje del deseo, y de la emoción del recuerdo, la trasladan del plano del ser al del tener. O del querer. O al del representar. Hacen de la simple presencia una representación del pasado y una prefiguración –que es también representación– del futuro. Y así, intensificándola y representándola, la anulan en cuanto pura presencia (Esposito, 2007: 108).
El sacrificio invertido o, mejor dicho revertido, aparece también con el tiempo, con la toma del tiempo más que de la palabra, el tiempo paralelo. La comu-
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nidad enlaza a los sujetos con un lazo-de-deuda que designa exterioridad, mientras el lazo-de-culpa es interioridad: […] si por “comunidad” podemos entender la exteriorización de la existencia, cabe referir a su mitificación a la interiorización de esa exterioridad […] Cuando ese exterior no es la naturaleza –con la cual no obstante el ego rousseauniano tiende irresistiblemente a identificarse– sino otro hombre, mejor dicho, los otros en cuanto tales, entonces se puede emplear la palabra “comunidad”. El yo, como hemos visto, no puede vivir fuera de ella. Ni siquiera –y, tal vez, sobre todo– cuando, desilusionado se aísla porque ese aislamiento expresa, de una manera invertida, su irreductible necesidad de compartir (Esposito, 2007: 109).
Esposito afirma que el “pasaje del estado de naturaleza al civil determinado por la instauración del Estado Leviatán” se halla en “la anulación de la nada que la comunidad lleva naturalmente dentro de sí mediante la producción de una nada artificial capaz de reconvertirla en términos ya no destructivos sino ordenadores” (Esposito, 2005: 124). La comunidad es autodestructiva o lleva a una deriva de autodestrucción, a una nada, un vacío de la muerte. Las subjetividades se desubjetivan (o no se hace al sujeto) cuando un lazo se tiene demasiado exteriorizado, cuando hay no Ser (si es posible), o no persona, como el mismo Esposito refiere con relación a Deleuze a partir de la ecceidad, una individuación-acontecimiento, una apertura “una aptitud para la composición con otras fuerzas, de cuyo efecto, o afecto, son objeto, transformándose y transformándolas en individualidades más complejas, sujetas ellas mismas a la posibilidad de ulteriores transformaciones” (2009: 213), lo que he llamado sujeto explosivo, estallado, reventando la forma esférica del sujeto forjado con la dureza del recorrido nietzscheano (Sócrates-Cristo-Capitalismo/ democracia, para abreviar), ese proceso de interiorizaciones de lo social, lo económico y lo político. “Es decir, el orden político de la soberanía se vuelve posible sólo merced a la drástica eliminación de toda relación social externa al intercambio estrictamente individual, entre protección y obediencia” (Esposito, 2005: 124 [las cursivas son mías]). El lazo-de-culpa. Con la eliminación de un lazo exteriorizante, una línea de fuga creativa, que permita constantes transformaciones subjetivas, otras subjetivaciones constituyen el lazo-social de la sociedad. Se elimina a la comunidad para que exista sociedad.
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¿La comunidad es una contra-sociedad? Responder afirmativamente es temerario, como si la sociedad fuera “originada” a partir de ese pacto mítico hobbesiano (o rousseaniano o lockeano) y entonces lo anterior (estado de naturaleza o de guerra) no estuviera cerca de ser sociedad. La comunidad como no sociedad, incluso como contra-sociedad. Clastres (1978) distingue dos tipos de sociedad, una con Estado (Leviatán, el contrato social) y otra sin Estado. Sociedades primitivas y sociedades civilizadas. Las primeras, en plano negativo, carecen y por tanto casi no son, es decir, son pre-sociedades, sin economía de mercado, sin, sin… y en esas carencias está su imposibilidad de ser sociedades: “parecen ser dos los axiomas que guían la marcha de la civilización occidental desde sus comienzos: el primero plantea que la verdadera sociedad se desarrolla bajo la sombra protectora del Estado: el segundo enuncia un imperativo categórico: hay que trabajar” (Clastres, 1978: 169). Sin embargo, Clastres asume que las sociedades sin Estado no lo son por carencia sino como forma de organización, rechazan el Estado, evitan la formación de poder político, se oponen al Uno como mal, a la unificación bajo el signo de un Estado. Y si bien la aparición del Estado es una revolución, sucede como la muerte de las sociedades primitivas. Sin duda, bajo esta óptica, sociedades sin Estado y contra él, en su primitivismo, su tamaño y estructura (no clasista y sin poder político) la voluntad de ir a la contra “de exorcizar lo que está destinado a matarla: el poder y el respeto al poder” (Clastres, 1978: 173), la sociedad está contra el Estado. Una contra-sociedad estatal. Entonces, siendo temerario, la comunidad es una contra-sociedad si nos atenemos a los dos axiomas expuestos por Clastres. Como dice Nancy, acerca del poder, éste fluye y aparece por todo el cuerpo de la sociedad, despliega y desplaza las líneas constitutivas de un dispositivo: siempre hay líneas de fuga, resistencias, flujos, reflujos y contraflujos: El poder es la fuerza que, para asegurar la cohesión del grupo, debe también poder eventualmente ejercerse hasta la muerte de cada uno, o al menos hasta los parajes de la muerte (la guerra, al menos). Existe el poder porque la coexistencia no es pacífica, porque es competitiva y hostil al mismo tiempo que cooperativa y fraterna […] Si sólo compartiéramos la vida, sin la muerte, seríamos una comunidad de plantas o de animales, comunidad de organismos. Pero somos una comunidad anorgánica […] (Nancy, 2007: 45).
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El poder, los flujos, reflujos y contraflujos del poder hacer cuerpo, relaciones de fuerza, tensiones, movimientos hacia la vertical o la horizontal. Un cuerpo, colectivo, social, político, animal, no se constituye de la pura biología, del puro estrato vital, nutricional. Emprende rupturas, líneas trenzadas. La orientación biopolítica impone al cuerpo como organismo, jerarquizado naturalmente, funciones vitales determinantes. La sociedad, a través de la mirada organicista, supone la definición vital de las partes: una más necesaria que la otra para la vida. La biopolítica, como gestión de la vida biótica, asume la forma organismo como definidor social. La separación de los elementos vinculados orgánicamente. La referencia de Nancy a compartir la muerte involucra la diferencia central entre sociedad y comunidad, es decir, aquello que debe ser inmunizado para evitar la muerte y constituir un lazo social de desvinculación. Esto es el nihilismo negador de la vida que, como refiere Esposito (2009), al momento que la tecnología biopolítica penetra en la definición de la organización social torna en tanatopolítica: el asesinato (o exterminio) de los elementos infecciosos, insalubres. Eliminación inmunitaria para proteger la vida. No compartir la muerte, sino conjurarla. Organizar al cuerpo social para la vida-biótica. Como dicen Deleuze y Guattari, “el organismo no es en modo alguno el cuerpo, el CsO, sino un estrato del CsO, es decir, un fenómeno de acumulación, de coagulación, de sedimentación que le impone formas, funciones, uniones, organizaciones dominantes y jerarquizadas, trascendencias organizadas para extraer de él un trabajo útil” (2008: 164). Compartir sólo la vida, conjurar la muerte, es el principio de la aparición del Estado, el Leviatán. Cuerpo organizado, la visión distópica de Huxley, el supuesto Mundo feliz, amar las cadenas, la función. Bombear la sangre, convertirse en un órgano. Hay una indeterminación de hecho padecida por el marginal de las sociedades posmodernas. “Desde el punto de vista jurídico, el ‘adentro’, la medida de la inclusión, se determina sólo en contraste con lo que está afuera, no comprendido en sus parámetros [el] derecho, este excluye de sus límites precisamente al hombre en cuanto tal” (Esposito, 2009: 104). Esa exterioridad o esa capacidad de externarse como táctica de supervivencia, lastima al cuerpo organizado de la sociedad, el cuerpo soberano constituido por la multitud de cuerpos: El soberano es al propio tiempo el todo y la parte, el cuerpo y su cabeza, su propio cuerpo y el conjunto de cuerpos que forman parte de él a manera de miembros,
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como aparecía en la imagen impresa de la portada de la primera edición inglesa del Leviatán: un macrocuerpo formado por la interconexión de muchos cuerpos encastrados como escamas de una coraza. Un cuerpo vuelto inmortal por la suma, o el producto, de infinitas mortalidades: un orden vuelto duradero por el sacrificio de todos aquellos que al mismo tiempo son sujetos suyos y puestos bajo su sujeción […] La soberanía como creación de la ley, esto es, como su origen no legal, y la ley como legitimación a posteriori de la ilegalidad que la instauró: ley de la excepción. Nada de la política moderna –no sólo de la absoluta, sino también de la democrática– es comprensible fuera de la referencia al modelo teológico-político en que, pese a todos sus vuelcos, todavía estamos profundamente arraigados […] Para inmunizar la comunidad –como precisamente hace toda religión– el cristianismo debe inmunizarse ante todo a sí mismo mediante la asunción de su opuesto secular (Esposito, 2005: 104-105).
La ley retorna a su fundación, a su fuera de sí para comprender lo que tiene fuera a fuerza de exclusiones sociales. Mientras lo social es un enlazamiento de exclusiones, de cuerpecitos unidos por la homogeneidad de la persona artificial, sujetos por la forma del cuerpo social, pero disueltos en la individualidad del derecho. Para que la ley pueda activar dispositivos inmunitarios necesita mirar la comunidad que debe inmunizar. Si la exclusión está ya dada, elegir la súper-exclusión, como afuera impolítico de la sociedad, es la novedad comunitaria y como enfermedad por sanar: Decir que la patología no es una simple variación cuantitativa con relación a la fisiología significa afirmar que la enfermedad tiene, también ella, como la salud, una norma propia: pero una norma inhabilitada para modificarse, para producir nuevas normas. Una norma no normativa. Volviendo a la diferencia con la ley soberana, la “pura vida” no el objeto, ni el efecto, de la norma, sino el lugar de su invariancia. No el ámbito de la anomia, ni de la anomalía –ni lo contrario del nomos ni del homalós–, sino el ámbito de la anormatividad (Esposito, 2005: 204).
Así, el aparato biopolítico enferma a un sector de la población, peligroso para la salud del resto de la sociedad y para establecer relaciones con esa parte tumorosa crea un espacio de indeterminación social, política y jurídica, un vacío donde sólo encontrará al criminal patológico. En principio el asunto es curarlo. Pero es notable la mutación que ha padecido el
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sistema de sociedad capitalista en las últimas décadas y la potencia de estos cambios para desarticular al sujeto moderno. Como dice Esposito: Es lo que define como procesos de “primitivización” o “reinstitintivación”, entendidos como una suerte de retorno artificial a la naturaleza determinada, por oposición, por el exceso de subjetividad que libera el progreso técnico. Ya no sometido al trabajo material obligatorio –y al potente freno inhibitorio que este implicaba–, el hombre resulta cada vez más expuesto a un crecimiento anómalo de la interioridad psíquica y, por ende, a un decrecimiento proporcional del principio de realidad. Sometidas al impulso disgregador de dicha hipertrofia subjetiva, las instituciones resultan primero debilitadas y luego desbordadas por un aluvión de demandas que no pueden afrontar. Así, ya no vinculados objetivamente por el orden institucional, todos los ámbitos de la vida amenazan con estallar cuanto más protegidos parecen por un artificio que a esta altura coincide con una nueva naturaleza (Esposito, 2005: 155).
La posmodernidad también se caracteriza por una serie de vaciamientos sociales, ese impulso disgregador del que habla Esposito, como hipertrofia subjetiva, esfericidad total del sujeto, aislado en sí mismo y constituyendo mundo a partir de su soledad. Vaciamiento social de las instituciones, debilitadas y desbordadas por subjetividades demandantes por millones, millones de mundos subjetivos demandando con dialectos personales. Esfericidad a punto de implotar versus explosión de líneas de fuga, exteriorizarse o suprimirse con la interiorización. El orden institucional se vacía, se hace fluido, líquido, el vínculo es inasible, no ordena la acción colectiva. Ante este panorama, ¿de dónde el margen encuentra una fuerza capaz de resistir con los precarios medios aún a la mano para los movimientos colectivos, para la consolidación de estrategias desde abajo? Porque si bien Michel de Certeau (2000) identifica las tácticas, como fuerza de la debilidad en la cotidianidad en las relaciones con el otro, logran llegar a un rango colectivo según su multiplicación, así desvinculadas, según el estatuto de subjetividad esférica, la imposibilidad de constituir una estrategia, dar el salto del micropoder al contrapoder (Moreno, 2011), hace del vaciamiento social la única vía para el orden social, es decir, la sociedad de control sin otra alternativa.
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I 0 35(17$ 3Ò%/,& A “Leer, es para unos, una fácil y agradable manera de matar el tiempo; para otros un rito lleno de sorpresas amables. Unos buscan en los libros el secreto de las edades; otros buscan huir de las cruentas realidades del mundo, usando de la lectura como de una droga. El ansia de aventura, la inconformidad con los tiempos que corren, el anhelo de compresión, la sed de entendimiento, el gusto por la soledad y la falta de polaridad con el ambiente que nos rodea, todas las inclinaciones humanas capaces de ser tocadas, excitadas, intoxicadas, todos estos son otros tantos incentivos a la lectura”. Miguel R. Mendoza, Pequeña historia de la imprenta en México, 1944, pp. 40-41.
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¿CUÁL ES ESE LUGAR?
¿CUÁL ES ESE LUGAR? Óscar Martiarena*
[Cesáreo Morales, ¿Hacia dónde vamos? Silencios de la vida amenazada, México, Siglo XXI Editores, 2010.]
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espués de leer ¿Hacia dónde vamos? de Cesáreo Morales, luego de haber subrayado, no sin cierta obsesión, algunos de sus párrafos y de redactar varias notas, poco antes de iniciar la redacción de esta reseña, llamó mi atención, de nuevo, la manera en la que inicialmente el ensayo se presenta. No me refiero a su formato ni a sus primeras páginas ni a su índice. Tampoco a los autores que, en su trayecto, Morales menciona a pie de página. No. Lo que hizo que me detuviera fue otra cosa, acaso elemental, en la que, si bien había pensado, no había reparado con suficiencia. Me refiero a su título, a las palabras que advierten sobre el contenido del libro. Dejé el escritorio, me acerqué al librero y comparé el de Morales con el de otros libros. Pensé entonces que, en efecto, todo libro es una invitación, una propuesta, un contenido que su autor quiere compartir con sus lectores. Se trate de un ensayo, de un libro de poesía, de una novela, todo libro serio es una incitación, una cita posible, un llamado a un lector anónimo a penetrar en sus páginas, a recorrerlas, transitarlas y, tal vez, con ello, cambiar, transformar, aún en forma mínima, su percepción del mundo, sus posibilidades de acción, su vida. Lo que apareció ante mi con mayor claridad fue que, de acuerdo con el título del ensayo de Morales, la incitación, la cita posible con su lector anónimo se da mediante una convocatoria más directa que en otros casos. En efecto, Morales pregunta “¿hacia
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Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.
donde vamos?”, y lo hace en primera persona del plural, de manera que en el preguntar implica en seguida al lector. Es decir, se trata de un interrogar que sitúa a quien lee, incluso sólo el título del libro, en inmediata cercanía con el autor. Aunque no solo. Se trata de una pregunta que, además de emplazar al autor y a cada lector, interroga por un nosotros, en el que, desde luego, el autor también está implicado. Más aún. No es sólo una interpelación en la que autor y lector están en juego sino que, en el interrogar mismo, hay más. El título ¿Hacia dónde vamos?, al formularse como pregunta en la que, queda dicho, autor y lectores posibles están implicados, interroga también, si no sobre todo, por el lugar al que cada uno de nosotros nos dirigimos y, al hacerlo, sugiere, presupone que ese lugar es común, es el mismo, para cada uno de nosotros: “¿hacia dónde vamos?”. Pero si en el titulo del libro está implícito que lugar al que nos dirigimos es común, el mismo para todos, es de suyo que supone también que compartimos un lugar en el que ahora, en el presente, estamos; un hoy en el que nos encontramos. ¿Cuál es ese lugar? En el libro de Morales pronto se describe: nuestro “vivir juntos”, nuestro cotidiano convivir, está amenazado por la violencia y es muy probable que se agraven los males entre los que existimos. El diagnóstico del presente, del lugar y el tiempo que compartimos, expuesto en las primeras páginas del libro es sobrecogedor, aún asumiendo que, quienes leemos libros, periódicos y nos mantenemos lejos de la televisión, lo conocemos: el derecho se tensa, las instituciones se cimbran, la violencia legítima del
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Estado se extravía; es difícil si no imposible pensar en construir, el habitar pierde sentido; guerras regionales, terrorismo, criminalidad organizada, inseguridad, secuestros, homicidios, asaltos, mujeres asesinadas... A nivel global el capital se devora a sí mismo, los mercados financieros son presa de una especulación sin precedente. A lo largo del libro el terrible diagnóstico se mantiene; de hecho, paso a paso, se profundiza. En particular, en la medida en que Morales muestra, insiste en señalar, los nubarrones que amenazan nuestra existencia presente y futura. La pregunta se reitera: “¿hacia dónde vamos?”. Con el diagnóstico esbozado, con la pregunta por la dirección de nuestras vidas como eje cardinal, en cada apartado, acompañado de hitos del pensar político, Morales busca posibles respuestas, salidas, caminos. En el primer apartado se detiene en Carl Schmitt para quien “vivir es vivir en la amenaza”, que subraya que todas las teorías políticas han pensado al hombre como malo, que advierte sobre el derrumbe de la política y el peligro de un Estado mundial que, con fundamentos exclusivamente técnicos, termine por gobernar toda la tierra y todos los hombres. El apoyo en Schmitt, permite a Morales afirmar así que el neoliberalismo conlleva el dominio sobre los seres humanos sobre fundamentos económicos. Sostiene entonces, con el propio Schmitt y la lectura que del teórico y político alemán hace Derrida, que sólo la política es capaz de encauzar la lucha permanente entre los seres. Sí, la política. Es en la política donde Morales encuentra su punto de apoyo y que, a lo largo de libro, es invocada como posibilidad, como única vía posible. Pero, claro está, ¿qué política? No aquella que está en manos del poderoso, que se condensa en los aparatos de justicia y que se resuelve en la “suspensión de derechos” de quienes, desnudos y en su desolación, sólo cuentan con el cuerpo, con su vida. No. A la política que Morales apela es aquella que, como en Schmitt, es activa: “La acción política, dice, no se encierra en el castillo de la pureza, obliga a ensuciarse las manos en el curso de las aguas turbias que le otorga su posibilidad” (p. 25). Y como forma de acción política, también con Schmitt, cercano a Foucault, Morales subraya: “resistir es vivir” (p. 33), un resistir que es “velar en la desnudez y el desamparo para no caer en el ardid de la idolatría, preservando así la opacidad de la conciencia, imaginario del ser libre” (p. 36). Resistir, al menos como Bartleby, “pura pasividad paciente” (p. 44), en palabras de Blanchot, o bien, activamente, sigue Morales, como en Althusser, quien reclamaba una
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nueva práctica de la filosofía, “para una nueva práctica de la política” (p. 49). Morales subraya: “Sólo la decisión de diferir, contener y neutralizar la violencia, salva la decisión política, resultado de largas negociaciones […]” (p. 64). En su búsqueda de goznes entre filosofía y política, Morales encuentra a Heráclito, para quien, afirma, “ser libre o esclavo es el dilema de lo político y de la existencia” (p. 73); por ello, demanda: “Expropiar las palabras del dominio del monarca, tensarlas, hacerlas resonar según una armonía de diferencias con el Uno, suscribirlas y desbaratarlas, pues son las armas a lanzar en la relación agónica con el otro, ante la amenaza y la muerte.” (p. 66). Morales revela entonces lo que a sus ojos es el “arte de la política”: “consiste […], en la apelación, llamado a caminar juntos, aún si las palabras chocan, porque mientras los habitantes de la república se hablen unos a otros en pie de igualdad, la dominación se contiene, se aleja, se dispersa […]” (p. 77). En su trayecto en búsqueda de ese “arte de la política”, Morales se encuentra con Hobbes, para quien la salida del estado de naturaleza, que es el estado de guerra, es fundar el Leviathan, que consagra la soberanía del Estado como “monopolio de la violencia legítima” (p. 104). Sin embargo, en nuestro presente, sigue Morales, ante la violencia ilegítima, el Estado se derrumba. El diagnóstico se profundiza: “Somos una masa de damnificados que no puede gobernarse a sí misma” (p. 110). Y añade: “Lo público se reduce a un vacío entre mónadas que se atacan. Aún en su calidad de agentes de la retención y el diferir, los gobiernos no garantizan la seguridad de aquellos a quienes el presente falta” (p. 111). Decadencia e imposibilidad de lo político: “La paz se aleja, distante, mientras los aparatos estatales se pierden en el torbellino” (p. 111). Incluso la propia democracia se distancia de lo político: “se ha desarticulado de Estado, gobiernos y políticas públicas, dominada por la aritmética de los votos” (p. 112). El resultado se muestra: desigualdad social que conduce al infierno de la delincuencia, terrorismo interno practicado con lógica empresarial, crimen organizado, circulación de estupefacientes, jóvenes sin educación, trabajo ni opciones de otra índole que, a su vez, son criminalizados por no tener educación, trabajo ni opciones. ¿Qué hacer entonces? Morales propone detenerse ante el “milagro de la vida”: “Cuidar lo viviente, lo frágil y lo más precioso, permitir a cada quien entregar lo fijado desde el misterio, esos son los grandes ‘hay que’ de la política” (p. 121).
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En Kant, Morales echa de menos una crítica de la razón política y reprocha al sabio de Königsberg haber confiado en el derecho, al que encuentra sólo como “mediación débil para impedir que los hombres se maten unos a otros” (p. 141). Ante el mal, dice Morales, Kant sólo confía en la máquina de violencia que obligará a cumplir el “no matarás”, a partir de “la creencia, desde el punto de vista práctico, en un señor moral del mundo y en una vida futura” (p. 143).1 Por su parte, frente a Hegel, Morales sentencia el fracaso de la dialéctica: “No hay logos entre los sufrientes, pues el padecer es incomunicable y aún la compasión se detiene en el exterior” (p. 161). Y reitera: “La democracia procedimental aparece como última defensa ante el Estado convertido en espíritu, representante y voz de un pueblo. Democracia pobre y frágil. Constitución ajena al sufrimiento y a lo vivo, derecho vacilante, últimos ámbitos de la interpelación ante un Estado que se creía Dios” (p. 163). En el último apartado de su ensayo, Morales retoma el diagnóstico: la riqueza deviene ejemplar, la maquila internacional uniforma los bajos salarios, los campesinos apenas sobreviven, los desempleados están en aumento, la alta tecnología incrementa los parados, universalidad de la exclusión, la demo1 Me detengo en este punto un momento, para decir que no estoy de acuerdo con Morales en cuanto afirma que Kant sólo confía en la máquina de violencia que obligará cumplir el “no matarás”, en tanto cree sólo en un señor moral del mundo y en una vida futura. Morales se detiene en los trabajos de Kant sobre el mal y, me parece, descuida el único principio que, para Kant, la filosofía prescribe: “el hombre bajo reglas morales”. Asimismo, participa de un prejuicio generalizado en torno a Kant. A saber, que, para Kant, el hombre es por naturaleza malo. Por el contrario, aunque es cierto que, a los ojos del ensayo de Morales, puede verse como optimista, Kant confía en que el ser humano es perseverante en su avance hacia el fin final enunciado y, en tal dirección, invita a continuar en ese camino. Irónico, Morales afirma que, en la perspectiva del presente, la paz perpetua “parece más lejana que la vuelta de Jesús” (p. 123). La ironía no es mala, pero no suficiente para dejar a un lado la “idea regulativa” de la paz perpetua. Aunque estemos lejos, no pasa nada si nos empeñamos en alcanzarla, siempre de manera asintótica. Por otra parte, creo conveniente resaltar la importancia que Kant otorga a la formación de los ciudadanos, al buen uso de sus facultades del ánimo y a la búsqueda de la formación y consolidación de una sociedad cosmopolita, todo ello en el ámbito de la libertad, que es también responsabilidad. Lo cual significa una vía posible abierta para los ciudadanos –aunque también para los políticos–, que exige un previo percatarse de que no es a la luz de su narcisismo y sus inclinaciones que el porvenir podrá ser habitable. Por otra parte, tampoco estoy de acuerdo en que, como en Hegel, toda Ilustración conduzca al Terror. La Ilustración no lleva necesariamente a la guillotina, salvo que quienes la utilicen sean aquellos que sostienen que la salvación ha de ser, en términos de Morales, teológica.
cracia aritmética se amenaza a sí misma y no garantiza la elección de buenos gobernantes, el contrato social no se realiza. Ante lo cual, interroga: “¿Todo ha de terminar en un atentado generalizado contra lo viviente?” (p. 176). Ni la política de los Estados ni la teología, continúa Morales, alcanzan a procesar la enemistad. “El mal por venir, sostiene, se cierne sobre el ámbito mundial y ningún país está a salvo de la inminencia” (p. 189). La ilegalidad está en todos lados, se extiende. Abandonados a sí mismos, desvalidos, víctimas del terrorismo, secuestrados, frágiles ante los uniformados “los ciudadanos viven al borde de la enemistad, la nariz pegada al espejo narcisista y refugiados en los vericuetos de la envidia” (p. 189). La interpelación se reitera: “¿hacia dónde vamos?”. Morales vislumbra una salida: “invocar una democracia que no se agote en la regla de la mayoría sino que, justamente, ante contradicciones, desdicha y problemas, sea la promesa sustentada en la responsabilidad, garantía atormentada por su sin garantía, de ese privilegio propio de los dioses de vivir sin matar” (p. 190). Se precisa entonces una torsión, un giro, un cambio, otro camino. Como en Fractales. Pensadores del acontecimiento (México, Siglo XXI Editores, 2007), como en otras ocasiones, Morales propone: para conjurar el mal que nos aturde y agobia, la violencia que reacia impide y abate el “vivir juntos” amenazando el porvenir, se precisa de la política: otra política… No obstante, escéptico, concluye su ensayo con una nueva pregunta, ligada a la que titula su libro: “¿Hay salvación o la promesa es sólo huella de los tiempos de la escena teológica?” (p. 191). ¿Qué responder? Como dijimos, el título de libro nos emplaza, en primera persona del plural, a pensar en el lugar al que nos dirigimos, al que se encamina nuestra existencia. Claro está, de acuerdo con el diagnóstico de Morales, a pensar de igual manera en el tiempo y espacio en los que nos encontramos. La pregunta que cierra el libro nos interpela de nuevo. ¿Hay salvación?, ¿la esperamos de la escena teológica, es decir, de la Providencia? O, en todo caso, ¿quiénes son los que habrán, habremos, de emprender esa “otra política” que Morales demanda?
UN ATLAS PINTADO A LA ACUARELA: UN RECORRIDO TRASHUMANTE Y HOSPITALARIO POR LA MÍSTICA Margarita León Vega*
[Reyna Carretero Rangel, Atlas místico de la hospitalidad trashumancia, Morelia/ Madrid, Sequitur, 2013.]
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a sugerente portada del libro de Reyna Carretero Rangel, basada en el cuadro “El viajero diurno” de Miguel Ángel López Medina, prominente artista plástico de Jalisco, donde un hombre viaja en bicicleta acompañado de su perro, deslumbrado por un cielo crepuscular y multicolor, “sicodélico”, nos da la idea de viaje, de movimiento, en contraste con el árbol solitario que fija su raíz en tierra y cuyas ramas se alzan para alcanzar la altura. No hay portada mejor que ésta para el Atlas místico de la hospitalidad a la trashumancia, coeditado por la Facultad Samuel Ramos de la Universidad de San Nicolás de Hidalgo en Morelia y la editorial madrileña Sequitur. En el “Prólogo” el Doctor Eduardo González Di Pierro, describe el libro como un cúmulo de autores y de obras que Reyna Carretero pone en diálogo alrededor del fenómeno y la experiencia de la hospitalidad y su íntima relación con la de la trashumancia, expresadas a través de una serie de representaciones de lo divino. En efecto, Di Pierro llama la atención del lector respecto de la actualidad, originalidad y multidisciplinariedad del trabajo de Carretero pues “Abreva de la fuente nutricia de la filosofía occidenDoctora en Letras por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Profesora-Investigadora en el Centro de Poética del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM.
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tal como buena parte de su sustento teórico y conceptual”, amén de nutrirse de saberes y disciplinas diversas: la historia, la antropología —cultural y filosófica—, la filosofía, la religión, la filología, la estética, la ética, la filosofía de la religión, la filosofía del lenguaje. Ya en el índice del Atlas místico se advierte el tema central que va guiando todos los capítulos y partes que lo componen. En la parte que llama “Preludio”, la autora aclara el propósito de su libro: reflexionar sobre “Una narrativa de la hospitalidad-trashumancia como teofanía de la imaginación creadora”: Nos proponemos hablar de nuestro viaje trashumante en amalgama estrecha con el espacio hospitalario que posibilita seguir la travesía incesante, donde se configura la morada como oasis temporal; pues toda alma y todo cuerpo en tránsito requieren de un albergue, de un ethos, etimología original de habitación, como lo confirma el testimonio de Heráclito: “El ethos, la morada habitual, es para el hombre lo que desgarra y divide” (p. 15).
Este segmento está conformado por tres partes: “Inspiraciones teóricas”, “Inmersión mística” e “Itinerario” dedicadas al concepto de teofánica de la hospitalidad-trashumancia, basándose en autores
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que nos hablan de los intentos de ruptura del sentido, propios de experiencias límite como sucede con quienes sobrevivieron a los horrores de los campos de concentración, tal es el caso de Emmanuel Levinás y su “metafísica de la otredad”, “del tiempo narrado” de Paul Ricoeur, o el de María Zambrano y su “experiencia de exilio y destierro”. Pero también de la mano de la imaginación creadora de místicos como el sufí Ib’n Arabi. Tal fragmentación de las coordenadas de sentido es, dice Carretero, en la actual trashumancia masiva, un panorama cotidiano. Y no sólo se refiere a las grandes corrientes migratorias humanas del mundo contemporáneo, sino a los desplazamientos en un mismo territorio. Se trata este ensayo, dice la autora, de “una narración sobre la reconfiguración del sentido”, esto es “la apropiación del relato teofánico” que nos lleve a contarnos ese “otro modo de ser” e integrarnos a esa teofanía permanente y en infinito movimiento. “Inmersión mística”, el siguiente subcapítulo, está basado en la lectura de aquellos textos de la tradición musulmana desde un “ángulo alterno”, esto es, para mostrar que no hay tal separación cultural o civilizatoria, sino una continuidad estrecha entre la “filosofía profética” y la filosofía narrativa primordial contenida en la Biblia hebrea, en el Nuevo Testamento cristiano, así como en el libro sagrado del Islam. Por ello propone, abrir “el horizonte de la imaginación para encontrarnos frente a frente con el éxtasis embriagante de la narración embriagante”. El subcapítulo “Itinerario” alude a las cuatro partes principales que forman el cuerpo del libro, descritas de manera puntual y abreviada y las cuales constituyen, como señala la autora “una peregrinación” donde “confluyen las voces pasadas y presentes de toda humanidad en una temporalidad cíclica infinita”, y que nos llama “al recuerdo de nuestro ser errante, ambulante y finalmente, existente” y donde la “hospitalidad-trashumancia” es fundamento ético ineludible. La trashumancia que implica la experiencia de salida, cruce, búsqueda y retorno de una tierra a otra, en una suerte de “errancia sin fin” cuyo anhelo es básicamente llegar a alguna parte o quizá, nunca arribar a un sitio y nunca quedarse definitivamente, tiene una unidad de sentido fundamental en la cultura misma con la experiencia de la hospitalidad, pues la hospitalidad-trashumancia nos hace conscientes de que somos seres fronterizos, limítrofes, seres en movimiento, y que podemos transitar “por los caminos de la sorpresa y el descubrimiento, pero
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también por los de la desventura, el extravío y la aflicción pues “somos —dice Greta Rivara Kamaji cuando habla de María Zambrano— ese ente que existe, que sale fuera de sí para construir su destino humano”. Esto es, su metoikoi: mudanza de casa, cambio de domicilio, traslado a otra forma de estar en sí, entendida como la muerte y título de la última metamorfosis (citada en la p. 17). Entramos luego a la Primera parte propiamente dicha, titulada “Horizonte de Partida”, la cual nos anuncia desde dónde y con qué bagaje se inicia el tránsito del libro. Sus tres segmentos “Metáforas teofánicas de la hospitalidad-trashumancia”, “Narrativa de la Eternidad-Éxtasis”, “Hospitalidad-trashumancia” trazan las coordenadas de lo que se entiende por este complejo concepto, que retoma lo mismo de María Zambrano que de Emmanuel Levinás, y el cual ha preocupado y ocupado un espacio importante en el desarrollo académico de Reyna Carretero. Recordemos dos de sus trabajos anteriores: “El indigente trashumante”, publicado en 2009 dentro del volumen colectivo Los rostros del Otro: Reconocimiento, invención y borramiento de la alteridad y “Reconocimiento y hospitalidad” en el libro Virtudes y sentimientos sociales para enfrentar el desconsuelo, de 2012, ambos coordinados y editados por Emma León. En todos estos trabajos la autora fundamenta sus ideas en una reflexión muy actual y necesaria sobre la sociedad en el siglo XX y lo que va del XXI, que por diversas causas ha derivado —señala— en una suerte de “disritmia cronotópica” y una pérdida del sentido, para lo cual se propone la construcción de una “teofanía de la hospitalidad trashumancia”. Tal teofanía puede verse como un Atlas místico, esto es, como una línea que intente unir los puntos de la cartografía humana “dispersa” que nos ha tocado en la vida contemporánea, para llegar a una Unidad de propósito: encontrar un nuevo sentido al mundo y a nuestras acciones, en medio de una situación de caos, dispersión y descreimiento. La segunda estación o apartado II, “Geografía imaginal de la Hospitalidad-Trashumancia”, contiene cuatro subcapítulos: “Viaje de la creación”, “Mundo imaginalis”, “Teofánica de la Dignidad-Sutileza (Califa)”, “Hospitalidad absoluta”, “La súplica trágica por la hospitalidad”, “Estado de Excepción”. Sus títulos dejan entrever temas por demás interesantes que se derivan del concepto principal y que, suponemos, le ha dedicado la autora un buen tiempo de reflexión. Pues, ¿cómo es que Reyna Carretero ha llegado a concebir los temas de la trashumancia
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y de la hospitalidad en relación con uno tan difícil como es el de la mística?, ¿y todavía más, cómo es que encuentra una conexión íntima entre todos ellos y el lenguaje? La respuesta es la misma, buscar un sentido entre el vacío en que ha terminado el discurso cotidiano, el discurso político establecido, el discurso académico instituido, los discursos éticos e ideológicos aceptados e inamovibles. Se trata de recuperar el valor de las palabras a través de la imaginación creadora, la cual, vía el discurso poético “desautomatiza” los pensamientos y las expresiones otorgándoles un nuevo rostro —diría Víctor Shlovsky—, o como señala Ricoeur, citado por la autora, produce “nuevas especies lógicas por asimilación predicativa”. Y es que, a través de la metáfora, “buscamos trascender los límites del pensar dado, de lo dicho, para abrir espacio al ‘decir’”, dice Carretero. Lo mismo sucede al resignificar las experiencias de la alteridad que nos guían hacia “la estación de la hospitalidad”, entendida como “Bien infinito”, esto es, “la profundidad de la responsabilidad y el nivel del compromiso a que nos conduce la hospitalidad”. Ello responde a una “filosofía profética” que es conducto y portavoz narrativo de y hacia lo “Invisible y de los Invisibles”, esto es, hacia la construcción de una virtual “geografía imaginal”, la de la “Tierra celeste” que consiste en trazar los hilos temáticos de la hospitalidad-trashumancia para lograr un enfoque “fractal” de sus connotaciones. Sin duda estas y otras ideas del libro son complejas y habría que desmenuzarlas con todo cuidado. Es una tarea ardua y al mismo tiempo estimulante la que le propone Reyna Carretero a sus lectores. En el apartado III, “Apertura y ascensión (Futuwah)”, está dedicada al tema de la hospitalidad en algunos momentos claves de la experiencia humana, a través del discurso y las figuras de las tres grandes religiones monoteístas, el cristianismo, el judaísmo y el Islam, vistas como un continuum teofánico, junto con los héroes trágicos griegos y la vivencia mística de los profetas. Los títulos de sus subcapítulos y sus contenidos son más que elocuentes: “El Atlas Místico: Abraham”, “Agar: Atleta trashumante”, “El Principio-desierto: Moisés y Jidr”, “María: El femenino del Fatah”, “San Pablo: el Fatah cristiano”, “La ascensión de Muhammad: Fatah del Islam”, “El Sol espiritual: Shams de Tabriz y Rumi”. En cada una de estas figuras ya teofánicas y proféticas, ya huérfanas e indigentes, ya extranjeras, errantes o visionarias, la autora considera que la experiencia de la trashu-
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mancia y de la hospitalidad está condensada en el rol del “caballero espiritual (Al Fatah)” que ha configurado toda una cosmovisión derivada de la “caballería espiritual” (Futuwah) donde el caballero es un siervo de Dios, destinado a servir a los demás. Así liga Carretero figuras de otras latitudes y tiempos como es el caso de El Quijote de la Mancha de Cervantes con tal cosmovisión, pues el protagonista lucha con enemigos imaginarios para alcanzar niveles de ejemplaridad. Y recordamos en este sentido que el verdadero místico, a diferencia de la imagen contemplativa, estática por “extática” que nos hemos forjado de la experiencia mística, es aquel que transforma radicalmente su ser y su vida cotidiana, actuando en favor de sus semejantes. “Teofánica memorial como identidad narrativa” y “Califa”, conforman la IV parte del libro, “Estación de Arribo”, donde hace una reconsideración sobre los temas tratados para, como el nombre lo indica, llegar a una conclusión general y a otras derivadas, como parte de este viaje “con sentido” que la conducirá por otros derroteros intelectuales y personales. Se trata, nos dice Reyna Carretero, de integrar “los fundamentos de la identidad como epifanía que se abre a un horizonte de hospitalidad-trashumante, donde la identidad no sea más un acto solitario realizado por esa conciencia aislada sino, por el contrario, se convierta en la salida y apertura hacia el ‘rostro del Otro’” (p. 107). Un acto de hospitalidad y acogida que implica un cambio en la percepción de nuestra geografía cualitativa. Entre estos temas estaría el papel que juegan las teofanías en el imaginario religioso y no religioso, como un libro abierto a una constante reescritura, es decir, una recuperación de figuras teofánicas, pero apuntando a una nueva narrativa que nos libere de los mitos y de los falsos ídolos, que nos libere del olvido, pues hay que tener presente que nunca hemos dejado de ser entes trashumantes y hospitalarios, pero también, extranjeros y, como lo entiende Lévinás, “libres”. Como todo Atlas, la obra de Carretero intenta fijar un amplísimo territorio geográfico, temporo-espacial y conceptual a través de grandes líneas y una suerte de gruesas pinceladas. No es éste un dibujo que siga la cuadrícula de quienes –sobre de ella– calculan geométricamente la esfera terrestre y sus diversos territorios pues ¿cuál sería la línea que parte las dos mitades del globo, cuál la línea ecuatorial que lo cruza, cuáles los paralelos y los meridianos? Se trata de una pintura en acuarela que no obstante su imprecisión realista –hablando en términos pic-
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tóricos– tiene una lógica y alcanza a darnos el dibujo diverso de la hospitalidad-trashumancia como un Todo, un Uno, desde diferentes experiencias y concepciones. De ahí también resulta coherente su relación con la “Mística”, entendida como una experiencia humana que –dice Juan Martín Velasco– necesita para existir como tal, aflorar a la conciencia, pero además debe entenderse bajo ciertas premisas interpretativas de acuerdo a una tradición religiosa y cultural específica. En este sentido, la autora se inclina más bien por un “esencialismo místico”, pero abierto a un “diálogo dialógico” que intenta “dejarse conocer por el otro, aprender del otro y abrirse a una posible fecundación mutua” para sacar la experiencia y su discurso del área confortable del solipsismo y la incomunicabilidad entre los miembros de las distintas religiones (p. 48). Es precisamente en la autopiesis (latinismo que significa “presión”) que ejerce la individualidad y la subjetividad sobre la representación objetiva del mundo pero también en la poiesis, es decir, en el proceso de creación, donde la autora encuentra una posible salida a la aparente contradicción u oposición que existe entre diferentes ámbitos culturales de cara a la experiencia de la hospitalidad-trashumancia y el discurso que la describe. Contra la idea ortodoxa y occidentalista del Islam representada como una religión de la intolerancia hacia otras formas de búsqueda espiritual, los versos de los místicos sufíes, nos despojan de los velos del discurso reduccionista y nos descubren el verdadero propósito de la mística aquí y ahora, donde no importan las formas externas sino el camino del amor:
Mi corazón es capaz de todas las formas, es claustro para el monje, templo para los ídolos, y pasto para las gacelas; es la kaaba del devoto, las tablas de la Torá, y el Corán. el amor es mi creencia: sea cual sea la dirección que tomen sus camellos, el amor es siempre mi creencia y mi fe. (Ibn ‘Arabi, en Schimmel, 2002: 289).
Reyna Carretero Rangel nos hace una amorosa invitación a explorar diferentes caminos en la reconstrucción del sentido en nuestro mundo contemporáneo, a un tiempo que Malika Arifa al Yerraji, nos recuerda con sus palabras y su práctica, el valor divino y sobre todo humano de la trashumancia-hospitalidad.
IDENTIDADES POPULARES E IDENTIDADES POPULISTAS
Antonio J. Hernández* [Gerardo Aboy Carlés, Sebastián Barros y Julián Melo, Las brechas del pueblo. Reflexiones sobre identidades populares y populismo, Buenos Aires, Universidad Nacional de General Sarmiento/Ediciones Universidad Nacional de Avellaneda, 2013.]
REFERENCIAS Carretero Rangel, R. (2009), “El indigente trashumante”, en E. León (ed.), Los rostros del Otro: Reconocimiento, invención y borramiento de la alteridad, Barcelona, Anthropos/Universidad Nacional Autónoma de México-Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias. Carretero Rangel, R. (2012), “Reconocimiento y hospitalidad”, en E. León (ed.), Virtudes y sentimientos sociales para enfrentar el desconsuelo, Madrid, CRIM/Sequitur. Schimmel, A. (2002), Las dimensiones místicas del Islam, Madrid, Trotta.
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unque la obra política de Jacques Rancière sea una referencia relevante, el libro Las brechas del pueblo. Reflexiones sobre identidades populares y populismo, que reúne trabajos de Gerardo Aboy, Sebastián Barros y Julián Melo, puede ser leído como una polémica contra la teoría del populismo de Ernesto Laclau expuesta en La razón populista (2005). Dos tesis de Laclau destacan en este sentido: a) el populismo es equivalente a la “construcción del pueblo” como sujeto político (desplegada, especialmente, en el capítulo 4 de La razón populista); b) toda construcción política es, en mayor o menor grado, una construcción populista (capítulo 5). Frente a ellas, Aboy, Barros y Melo oponen dos tesis: a) hay construcciones populares no equivalentes a las construcciones populistas; b) no toda construcción política es equivalente a una construcción populista. El interés de los autores recae sobre la primera tesis, dejando de lado el problema que Carl Schmitt popularizó bajo la denominación del “concepto de lo político”. Sin embargo, si recurriéramos al artículo “lo” (das) como indicador lingüístico de aquello por cuyo concepto o especificidad interroga una teoría –como en “lo político”, pero también en “lo social”, “lo humano”, etcétera–, podríamos afirmar
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lo siguiente: la pregunta que ordena los trabajos de Aboy, Barros y Melo es la pregunta por lo popular y lo populista, en el sentido de qué es lo que los especifica y, asimismo, especifica sus relaciones recíprocas. Su respuesta (en particular la de G. Aboy y S. Barros: la posición de J. Melo requiere un comentario adicional que dejaré para el final), polemiza desembozadamente con tesis de La razón populista: lo popular no es lo populista, lo populista no es lo popular. Estas diferencias no suprimen algunas coincidencias fundamentales respecto a los puntos de partida. Al igual que Laclau, la formación de agrupamientos o ayuntamientos populares y/o populistas son pensados aquí como construcciones de identidad en el sentido de prácticas procesuales, contingentes y reversibles –Sebastián Barros prefiere llamarlas “identificaciones”, no “identidades” –que, sin embargo, desembocan en solidaridades y sedimentaciones más o menos estables. Se privilegia, además, la forma por sobre los contenidos de estas construcciones: lo que los textos de Las brechas del pueblo caracterizan como sus “gramáticas”. Un primer elemento en el que los trabajos de G. Aboy – “De lo popular a lo populista o el incierto devenir de la plebs”– y S. Barros – “Despejando la espesura. La distinción entre identificaciones populares
Candidato a Doctor en Ciencia Política por la UNAM.
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ANTONIO J. HERNĂ NDEZ
y articulaciones polĂticas populistasâ&#x20AC;?â&#x20AC;&#x201C; se separan, mĂĄs allĂĄ de sus afinidades, es la determinaciĂłn de los criterios para diferenciar lo popular y lo populista. Sus criterios generalĂsimos de distinciĂłn son en sĂ mismos distintos. Aboy asume un punto de vista tĂpico-ideal y lĂłgico-formal. Lo popular y lo populista, tal y como ĂŠl los usa, estĂĄn en un nivel de generalidad diferente: el primero es mĂĄs general (menos intensivo y mĂĄs extensivo) que el segundo (mĂĄs intensivo y menos extensivo). Dicho mĂĄs especĂficamente: los populismos son un subtipo de las identidades populares. Por eso Aboy afirma: â&#x20AC;&#x153;en nuestra Ăłptica, el populismo, lejos de monopolizar las identidades populares, constituye apenas una subvariedad de estasâ&#x20AC;? (p. 40). En el criterio general de distinciĂłn de Barros resuena mĂĄs bien la tradiciĂłn fenomenolĂłgica, en especial, el pensamiento de Martin Heidegger. Lo popular es condiciĂłn de posibilidad de lo populista, en el sentido de aquello que estĂĄ ya siempre presupuesto o aquello sin lo cual no serĂa posible ni real lo populista. AsĂ, Barros busca mostrar â&#x20AC;&#x153;quĂŠ implica la emergencia de una identificaciĂłn popular y cĂłmo ella puede funcionar como condiciĂłn de posibilidad de un articulaciĂłn populistaâ&#x20AC;? (p. 54). Que lo popular sea condiciĂłn de posibilidad de lo populista implica, por cierto, una cierta anterioridad o precedencia, pero ĂŠsta no se entiende desde una perspectiva temporal. Lo popular estĂĄ â&#x20AC;&#x201C;lĂłgica, no cronolĂłgicamenteâ&#x20AC;&#x201C; â&#x20AC;&#x153;antesâ&#x20AC;? de lo populista. Gerardo Aboy y SebastiĂĄn Barros definen las identidades populares y las identidades populistas en base a dos criterios adicionales, esta vez compartidos en sus rasgos mĂĄs amplios: 1) el criterio de la parte y el todo; y 2) el criterio de la â&#x20AC;&#x153;fronteraâ&#x20AC;? (ambos ya planteados por Laclau). El primer criterio recoge, de alguna manera, la historia occidental del concepto polĂtico de â&#x20AC;&#x153;puebloâ&#x20AC;?, el cual refiere, sin soluciĂłn de continuidad, tanto a la comunidad polĂtica como un todo (populus) como a la parte dominada o pobre de dicha comunidad (plebs). En las identidades populares y populistas, por una parte, la plebe y la comunidad se ponen en relaciĂłn, pero tal relaciĂłn es siempre una tensiĂłn irresuelta: â&#x20AC;&#x153;puebloâ&#x20AC;? nombra a la parte y, a la vez, al todo. La â&#x20AC;&#x153;fronteraâ&#x20AC;?, por su parte, metĂĄfora que en Las brechas del pueblo adquiere la forma de un concepto, alude a la disociaciĂłn, demarcaciĂłn o linde polĂŠmico-hostil entre un ellos (hostis) y un nosotros (amicus), entre una situaciĂłn de peligro y una situaciĂłn de protecciĂłn. Ahora bien, ni la tensiĂłn parte-todo y ni la frontera permiten distinguir entre lo popular y lo populista
IDENTIDADES POPULARES E IDENTIDADES POPULISTAS
pues tanto las identidades populares como las populistas ponen en acciĂłn ambos criterios. El meollo teĂłrico-polĂtico de los agrupamientos populares y populistas parece estar mĂĄs bien en la imbricaciĂłn entre la tensiĂłn plebs-populus y la frontera (quizĂĄ se pueda enunciar en tĂŠrminos de la tradiciĂłn: en el cruce entre la discriminaciĂłn amigo-enemigo y la â&#x20AC;&#x153;dialĂŠcticaâ&#x20AC;? amo-esclavo), sobre todo, en el modo concreto en el que se da la imbricaciĂłn. Dicho de otra manera, las identidades populares y las identidades populistas se distinguen, no por la tensiĂłn parte-todo ni por la frontera, sino por el modo en que aparecen una y otra. Descartando el nĂşmero y el carĂĄcter presuntamente â&#x20AC;&#x153;objetivoâ&#x20AC;? de la posiciĂłn subalterna como rasgos de lo popular, Gerardo Aboy define las identidades populares como â&#x20AC;&#x153;aquel tipo de solidaridad polĂtica que emerge a partir de cierto proceso de articulaciĂłn y homogenizaciĂłn relativa de sectores que, planteĂĄndose como negativamente privilegiados en alguna dimensiĂłn de la vida comunitaria, constituyen un campo identitario comĂşn que se escinde del acatamiento sin mĂĄs y la naturalizaciĂłn de un orden vigenteâ&#x20AC;? (p. 21). La â&#x20AC;&#x153;gramĂĄticaâ&#x20AC;? popular, en este sentido, recoge tanto un â&#x20AC;&#x153;espĂritu de escisiĂłnâ&#x20AC;? en contraposiciĂłn al â&#x20AC;&#x153;poderâ&#x20AC;? (sea como sea que ĂŠste se determine concretamente) como la desnaturalizaciĂłn del orden existente. La â&#x20AC;&#x153;gramĂĄticaâ&#x20AC;? populista se situarĂĄ, como un tipo peculiar, en el conjunto de las identidades populares. Sin pretender establecer una tipologĂa general y asumiendo que los casos histĂłricos son â&#x20AC;&#x153;hĂbridosâ&#x20AC;?, se sitĂşan en â&#x20AC;&#x153;zonas intermediasâ&#x20AC;? y experimentan â&#x20AC;&#x153;transicionesâ&#x20AC;? (pp. 23-24), Aboy distingue tres tipos de identidades populares. Aunque en las distinciones conceptuales en el interior de lo popular los criterios de la parte y el todo y la frontera se imbriquen, el primer criterio predomina sobre el segundo: a) en las identidades populares llamadas â&#x20AC;&#x153;totalesâ&#x20AC;?, la plebs pretende redefinir los lĂmites comunitarios convirtiĂŠndose en el Ăşnico populus legĂtimo, lo cual supone la negaciĂłn del hostis o su expulsiĂłn de la comunidad; b) por el contrario, con independencia del modo de relaciĂłn que se establezca con el hostis, en las identidades populares â&#x20AC;&#x153;parcialesâ&#x20AC;?, la plebs no aspira a convertirse en populus; c) por Ăşltimo, en las identidades populares â&#x20AC;&#x153;con pretensiĂłn hegemĂłnicaâ&#x20AC;? (que pueden ser consideradas, de alguna manera, como totales y parciales, sin llegar a ser una u otra), la plebs, como en las totales, aspira a convertirse en populus, pero ĂŠsta, sin embargo, no niega o excluye
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al hostis de la comunidad, sino que negocia su propia identidad plebeya e incluso puede buscar la conversiĂłn del enemigo a su campo identitario. El criterio de la frontera no ordena las distinciones de Gerardo Aboy CarlĂŠs. Pero, de forma inevitable, las atraviesa. En primer lugar, el â&#x20AC;&#x153;espĂritu de escisiĂłnâ&#x20AC;?, que define a las identidades populares en general, puede ser aprehendido como un espĂritu de frontera. En segundo lugar, si bien las identidades parciales pueden establecer modos diferentes de relacionamiento con el hostis, el tipo de frontera es decisivo para comprender la separaciĂłn entre las identidades totales y las identidades con pretensiĂłn hegemĂłnica. Entre la rigidez y la porosidad de la frontera, entre sus procesos de acentuaciĂłn y atenuaciĂłn, las identidades totales instituyen fronteras acentuadas a partir de las cuales el hostis es negado y excluido de la comunidad (tales negaciones, en cuanto maneras diferenciadas de tratar al enemigo, pueden ir desde la expulsiĂłn hasta el exterminio), mientras que las hegemĂłnicas, de maneras siempre cualificadas, instituyen fronteras atenuadas. AquĂ la frontera, sin desaparecer, permite un cierto trasiego (Aboy utiliza la imagen de â&#x20AC;&#x153;manchasâ&#x20AC;? que se superponen) y, por tanto, un tratamiento diferente del enemigo. El criterio de la frontera es decisivo porque solo desde el trasfondo de la atenuaciĂłn hegemĂłnica de la frontera se capta la especificidad de lo populista dentro del campo de lo popular en general: las identidades populistas son una variante de las identidades populares con pretensiĂłn hegemĂłnica (p. 36 y ss.). En los casos histĂłricos que Gerardo Aboy tiene en cuenta â&#x20AC;&#x201C;los populismos clĂĄsicos latinoamericanos: principalmente, el yrigoyenismo y el peronismo en Argentina, el varguismo en Brasil y el cardenismo en MĂŠxicoâ&#x20AC;&#x201C;, el autor encuentra lo especĂficamente populista en â&#x20AC;&#x153;un mecanismo pendular que â&#x20AC;&#x201C;a veces alternativa, a veces simultĂĄneamenteâ&#x20AC;&#x201C; excluye al campo opositor del demos legĂtimoâ&#x20AC;? (p. 39). Los populismos, en este sentido, habrĂan puesto en marcha procedimientos â&#x20AC;&#x153;regeneracionistasâ&#x20AC;? que negociaban y resignificaban la ruptura fundacional de la plebs, de modo que, en lugar de una negaciĂłn absoluta del hostis, actuaban oscilando permanentemente entre la ruptura de la comunidad y su integraciĂłn, sin llegar nunca a â&#x20AC;&#x153;fundirâ&#x20AC;? la plebs con el populus. 6HEDVWLiQ %DUURV SODQWHD OD GLVRFLDFLyQ HQWUH OR SR- SXODU \ OR SRSXOLVWD HQ RWURV WpUPLQRV /DV LGHQWLGDGHV SRSXODUHV VRQ GHPDQGDV â&#x20AC;&#x201C;â&#x20AC;&#x153;imprecacionesâ&#x20AC;?  las  llama  el  DXWRUâ&#x20AC;&#x201C; HQXQFLDGDV SRU XQD SDUWH plebs SHUR GLULJLGDV FRQWUD HO WRGR GH OD FRPXQLGDG populus TXH UHFODPD
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ANTONIO J. HERNÁNDEZ
la desplaza o relativiza. “Una articulación populista –escribe Sebastián Barros– opera sobre la frontera misma desplazándola constantemente, ampliando el demos en términos igualitarios y, simultáneamente, actualizando esa diferencia que le permite actualizar su origen en cuanto víctima de un daño. De este modo, el discurso populista hace ambigua, relativiza, pone tras un velo esa frontera que ya está inscripta en las identificaciones populares” (p. 62). Forzada a provocar la “ampliación conflictiva del demos legítimo” planteada ya por la identidad popular, la identidad populista oscila entre, por un lado, negociar dicha ampliación mediante el desplazamiento o la relativización de la frontera (una moderación del litigio en la que el hostis no es excluido) y, por otro lado, la perpetuación innegociable del daño en cuyo nombre la parte dañada por la comunidad se identifica con ella como un todo (la afirmación del litigio). Barros sitúa en esta oscilación el “gesto regeneracionista” señalado por Aboy como característico de los populismos. Este modo oscilante de articular, entre la perpetuación de lo popular y el desplazamiento de su frontera, es lo que distingue a las identidades populistas de las identidades populares. En el trabajo “La frontera invisible. Reflexión en torno al populismo, el pueblo y las identidades políticas en la Argentina (1946-1949)” de Julián Melo, confluyen motivos de Aboy y Barros, pero la manera de plantear el problema de lo popular y lo populista es distinto. En primer lugar, Melo confronta su reflexión teórico-política con los archivos del primer peronismo, en particular, con las elecciones de 1946 y los debates sobre la reforma constitucional de 1949. En segundo lugar, abandona la forma tética o hipotética de argumentación que caracteriza los trabajos de Aboy y Barros, reemplazándola por una sucesión de imágenes, preguntas e intuiciones. Su problema es explorar la “textura del antagonismo” (p. 66) peronismo-antiperonismo (ambos entendidos como campos solo relativamente homogéneos), con la intuición central de que, desde el punto de vista de sus “gramáticas”, hubo en la época dos populismos, uno peronista y otro antiperonista. Es decir, más allá de innegables diferencias en cuanto a contenidos, peronismo y antiperonismo poseían una “gramática compartida”: no eran “entramados radicalmente separados”, compartían “importantes núcleos orientadores” (p. 73). El antiperonismo, a pesar de ser el “otro” del peronismo, experimentó un proceso de construcción identitaria popular emparentado o afín al proceso peronista. Al menos si
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se enfatiza el componente rupturista del populismo –la “épica redentora” (p. 73) o la identificación de la plebs con el populus– y su consiguiente exclusión del hostis de la representación popular (componente que, en verdad, es considerado solo uno de los costados del concepto de lo populista), esta “gramática compartida” puede ser calificada como populista. Julián Melo, reformulando los conceptos de Gerardo Aboy y Sebastián Barros, entiende por populismo “un modo de gestión identitaria que si, por un lado, supone la afirmación alternativa de una ruptura comunitaria y su re-integración en un orden institucional nuevo universalizando un pueblo que es parte y todo simultáneamente, por otro lado deshace su propia frontera de origen en cada movimiento reconfigurando cada vez una nueva comunidad de referencia” (p. 75). De estos rasgos, peronismo y antiperonismo compartirían, no la existencia de una “frontera alternativa” (que Aboy determina como movimiento pendular y Barros como desplazamiento o relativización), sino el situarse en la dirección de la “ruptura comunitaria”; es precisamente esta coincidencia la que hace del “antagonismo” peronismo-antiperonismo una “frontera invisible” (donde invisibilidad no significa inexistencia). Dos planteamientos se coligen de la reflexión, uno referido a la tipificación de los populismos, otro a la reconsideración de su especificidad: ¿puede haber dos o más tipos de populismo y cuáles serían sus criterios de distinción?, ¿cabría pensar que lo populista, en lugar de referir a uno o a ambos espacios enfrentados, alude más bien al “lazo” y a los “mecanismos de la pugna” entre ellos? (p. 75). Estos dos planteamientos habilitan tres caminos de exploración en función de aspectos peculiares, pero no excluyentes entre sí. Los dos primeros caminos son explorados expresamente por Melo y están referidos a los aspectos de la jefatura y del poder gubernamental. El primero sería borrar del concepto de lo populista la figura del jefe, haciendo posible un populismo sin jefe populista. Esto no supondría abandonar del todo el problema de la jefatura, sino situarlo, más que como elemento de lo específicamente populista, como elemento de ciertos tipos de populismo, pudiendo haber, por tanto, populismos con jefe (peronismo) y populismos sin jefe (antiperonismo). El segundo camino sería eliminar de lo populista el control del poder gubernamental, lo cual haría posible un populismo no gubernamental, por ejemplo, un populismo de oposición o incluso un populismo ácrata. Esto, de nuevo, no supondría
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el abandono del componente gubernamental, sino solo de su pertenencia al concepto de lo populista como tal, convirtiéndose, por tanto, en un criterio de distinción entre tipos de populismo: populismos gubernamentales (peronismo) y populismos no gubernamentales (antiperonismo). El tercer camino no es explorado por Julián Melo, al menos no en los mismos términos en los que el autor sugiere los caminos anteriores. La nueva operación consistiría en suprimir de lo populista el elemento de la “frontera alternativa” y convertirlo también en criterio para distinguir tipos de populismo: populismos con “fronteras alternativas” (peronismo) y populismos con “fronteras categóricas” (antiperonismo). También se podría decir, insistiendo en la observación de Aboy: populismos regeneracionistas y populismos no regeneracionistas. Este camino es el más arduo. A diferencia de la jefatura y del poder gubernamental, el criterio de la “frontera alternativa” –como se ha señalado antes– es un componente esencial de la reformulación de Melo de los conceptos de Aboy y Barros. Es decir, de su propio concepto de lo populista. Si ni el carácter “alternativo” ni el “categórico” de la frontera definen lo populista, siendo solo criterios de sus modos de darse, la pregunta inevitable es: ¿qué es, entonces, lo populista? Quedaría, no obstante, un cuarto camino, a saber, preservar la “frontera alternativa” como rasgo de lo populista, relegando, por tanto, la “frontera categórica” a formas no populistas. Pero, al mismo tiempo, para mantenerse fiel a la afinidad detectada entre peronismo y antiperonismo, considerar a ambos, no ya como tipos de populismo, sino como modulaciones de lo popular como tal: por decirlo de alguna manera, lo popular podría darse de modo populista (peronismo) y de modo no populista (antiperonismo). Tal perspectiva, si bien no transforma la definición ofrecida de lo populista, obligaría a transformar la intuición central del trabajo, ya referida: que en el período de estudio hubo dos populismos. En efecto, más que dos populismos, habría dos manifestaciones de lo popular, una populista y otra no. El cuarto camino, por supuesto, no resuelve el problema; simplemente lo sitúa en otro lugar. Porque aquí la pregunta no sería qué es lo populista,
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sino más bien: ¿qué es lo popular? El planteamiento, no obstante, acaso permita establecer otro vínculo entre la reflexión de Melo y los trabajos de Aboy y Barros en torno a la disociación entre lo popular y lo populista. Quizá la pista para responder la cuestión pueda estar en la intuición ya referida sobre la “gramática compartida” entre peronismo y antiperonismo: ésta no sería una gramática populista sino una popular. El populismo, en este sentido, no tendría el “monopolio” sobre lo popular, en particular, sobre la relación parte-todo (plebs-populus) y la frontera (amicus-hostis). Sería, por decirlo de alguna manera, un modo de tramitar a la vez la relación y la frontera, consistente –como dirían todos los autores del libro– en un cierto movimiento que hace de la parte (plebeya) el todo (popular), pero introduciendo, respecto a la frontera, un mecanismo pendular de inclusión-exclusión sucesiva y/o simultánea (Aboy); una articulación que la perpetúa y, al mismo tiempo, la desplaza (Barros); y/o un procedimiento que, en cada uno de sus movimientos y ad infinitum, la está siempre deshaciendo y rehaciendo (Melo). Permanece la cuestión de si en la disociación (y co-pertenencia) entre lo popular y lo populista, asumidos ambos como construcciones de identidad, el primero haya de ser pensado como poseyendo un nivel de generalidad mayor (menos intensivo, más extensivo) o como una condición de posibilidad de lo populista. A pesar de su recurrencia en los lenguajes y las prácticas políticas, la teoría política no ha dado un tratamiento suficiente al problema del pueblo y lo popular. La razón populista de Laclau constituye, junto a Teoría de la constitución de Schmitt y pocas obras más, uno de los textos indispensables para introducirse en el problema. Se debe agradecer a los autores de este libro que, en continuidad con un trabajo propio y colectivo que lleva ya años en curso, hayan dado un nuevo paso en esta dirección. Se trata, sin duda, de un programa de investigación cargado de promesas. REFERENCIA Laclau, E. (2005), La razón populista, Buenos Aires, FCE.
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EL PASADO EN EL PRESENTE, O LOS DISIMULOS DE LA HISTORIA
EL PASADO EN EL PRESENTE,
O LOS DISIMULOS DE LA HISTORIA Gerardo Martínez Hernández* [María Inés Mudrovic y Nora Rabotnikov (coords.), En busca del pasado perdido. Temporalidad, historia y memoria, México, Siglo XXI Editores/UNAM, 2013.]
E
n pocas ocasiones los historiadores solemos reflexionar acerca de la materia prima de nuestro trabajo. No me refiero a la documentación, fuentes o historiografía –cuyo análisis y reflexión deben formar una de las piedras angulares de la investigación histórica–, sino a la sustancia misma de la historia: el tiempo pasado y la manera en que éste se construye desde el presente. Una vez que hemos aprendido el oficio de historiar y nos sentamos a escribir sobre hechos y épocas pasadas, teniendo un pacto implícito –ya sea por convicción, por conveniencia o por moda– con cierta tendencia historiográfica o escuela, dejamos de especular sobre la manera en que nos acercamos a los fenómenos históricos. De esta forma, hacemos nuestro trabajo basados en un andamiaje teórico que pocas veces cuestionamos y que muchas otras ni siquiera sabemos cómo se conformó. Por ello, creo que en muchas ocasiones ni siquiera somos capaces de ver nuestras propias limitaciones teóricas a la hora de enfrentar cierto fenómeno de la memoria que tuvo lugar en una temporalidad. En fechas recientes, en Latinoamérica asistimos a un festín de las conmemoraciones con el pretexto del bicentenario de las independencias. En México, la conmemoración de la Independencia coincidió con el centenario del inicio de la Revolución, por lo
Institución Milá y Fontanals, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Barcelona, España.
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cual, la fiesta y el despilfarro fueron dobles. En otros países, como Argentina y España, se ha dado también recientemente un uso político de la historia en los casos de la memoria histórica, el cual ha servido para tratar de solventar un problema aún presente en esas sociedades y que tiene que ver con el resarcimiento de los abusos de los regímenes autoritarios de la segunda mitad del siglo XX. En cierta ocasión, conversando acerca de la Ley de la Memoria Histórica española –que busca reconocer los derechos de las víctimas del franquismo– un colega español me comentaba que dicha ley se fundamentaba en el vacío ideológico de las actuales “izquierdas” que han llegado al poder. Así el gobierno del PSOE lejos de haber ofrecido una alternativa real a los problemas y desigualdades creados por el modelo económico actual, buscó enmascarar su vacuidad con una retórica victimista que se basaba en un pasado reciente y todavía no digerido por muchos. Parece que el tiempo le está dando algo de razón a aquel colega, pues en estos días asistimos a la reducción –por no decir desaparición– de las diferencias entre los gobiernos de “izquierdas” y de derechas. No es que se esté cumpliendo la premisa de Fukuyama del fin de la historia, sino que en estos últimos años no se ha dado eco a la reflexión que busca una respuesta, u opción, al denominado pensamiento único, cuyos apólogos, quienes se autodenominan demócratas (neo)liberales, pregonan como la única opción posible en el mundo globalizado.
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Es por lo anterior que libros como el de En busca del pasado perdido. Temporalidad, historia y memoria se hacen necesarios en estos días. Y no es porque los colaboradores de esta obra tengan una verdad absoluta de la forma en cómo se reconstruye y se utiliza el pasado, sino porque se debe comenzar a discutir la manera en que abordamos el pasado desde nuestros problemas del presente para vislumbrar alguna luz en los tiempos venideros. La idea de este libro surgió debido a que desde finales del siglo XX hubo una gran vuelta hacia el pasado a causa de un malestar cultural con el presente, según palabras de las coordinadoras de la obra María Inés Mudrovic y Nora Rabotnik. No obstante, hay que recordar que no es la primera vez que Occidente echa una mirada a su pasado buscando una respuesta al futuro en tiempos convulsos. Ya sucedió en el Renacimiento. En los siglos XV y XVI hubo un descontento con los tiempos: guerras, epidemias, intolerancia religiosa, economía que se expandía, inicio de las monarquías absolutistas. Al parecer no eran buenos tiempos los que corrían, por lo que el mundo intelectual de la época creyó necesario releer a los clásicos grecolatinos para tratar de hallar una respuesta a la crisis que ponía, desde nuestra perspectiva, fin al sistema feudal. Es decir, los humanistas del Renacimiento ahondaron con sus armas filológicas en el pasado de Grecia y Roma para tratar de enmendar la corrupción que prevalecía en el seno de las culturas europeas. Ahora, nosotros asistimos a una nueva época que se inauguró con la caída del bloque comunista a finales del siglo pasado, lo cual, es verdad, ha creado tensión, ansiedad y malestar en el mundo actual. Y a pesar de que contamos con un arsenal de conocimiento de experiencias pasadas, existen en este caso presente nuevas variables a las que nunca nos habíamos enfrentado anteriormente como la contaminación ambiental, la preponderancia del mercado, acceso inmediato a la información y el predominio de los medios masivos de comunicación, que devienen, bajo el cariz de libertad de información, en sistemas de propaganda. No obstante, esta no es razón para dejar de lado las experiencias anteriores, pues en ellas seguramente hallaremos algo que nos ayude en el futuro. En busca del pasado perdido aborda diversas cuestiones acerca de la conformación de la memoria y la historia, por ello el libro se encuentra dividido en dos partes: la primera denominada “Tiempo e historia” se compone de cinco trabajos que tratan
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sobre el tiempo, el régimen moderno de historicidad, el pasado histórico, la historia de los vencedores y vencidos y un acercamiento a una interpretación del tiempo desde una perspectiva freudiana. La segunda parte, titulada “Memoria y política” se centra en los usos políticos actuales de la historia. En esta segunda parte se hallan cuatro trabajos que estudian el abuso de la conmemoración, el pasado como oráculo para el futuro y las trampas que esto encierra. Como se puede observar son varios e interesantes los temas que se tocan a lo largo de los nueve ensayos que componen En busca del pasado perdido. Sería una tarea que sobrepasaría los límites de esta reseña atenderlos a todos. Sin embargo, hay algunos que merecen una atención especial, como por ejemplo el de la construcción de la historia, el cual es atendido por Edgar Salvadori de Deca, quien, siguiendo a Walter Benjamin, muestra la manera en que un intelectual se compromete con las cuestiones de su tiempo. En los últimos años muchas corrientes historiográficas se han inspirado en las tesis de Benjamin. Éstas, sin embargo, han difuminado las diferencias entre memoria e historia. En El origen del drama barroco alemán, Benjamin aporta una innovadora perspectiva de la historia, la cual se entiende como un escrito que no representa la recuperación del pasado, sino una interpretación y creación del pasado a partir de las vicisitudes del presente. Los problemas del presente a su vez son determinados por la preocupación por el futuro. Es en este eje, donde convergen fugazmente el pasado, el presente y el futuro, que se crean las temporalidades que encierran los cuestionamientos del historiador y que serán el material para la generación del discurso. De esta forma Benjamin nos remite a los impasses de una historia derivada del historicismo y una reflexión sobre la literatura y la historia. Sin embargo, hay otro componente imprescindible en la teoría de Benjamin: la historia aplicada por el historicismo de su época como una narrativa melancólica, cuyo objeto de estudio está ausente y remite frecuentemente a imágenes como la del “Ángel de la historia”, en donde se contempla el pasado ruinoso desde un alejamiento resignado e inevitable. En este sentido, el historiador debe estar atento a los disimulos de la historia y al rescate de la memoria y evitar caer en construir una imagen de una temporalidad única, lineal, progresiva y desprovista de alternativas históricas reales. Benjamin muestra cómo los vencedores modifican el transcurso de la historia a través de su escritura, volviéndose este hecho un acto de someti-
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GERARDO MARTÍNEZ HERNÁNDEZ
miento. Incluso, la periodización de la historia debe entenderse como un acto de poder, porque establecer la división del tiempo es una atribución del vencedor; un acto mismo de su dominación. Definir el antes y el después del acontecimiento elevado como símbolo de legitimidad es el acto de mayor significación política de la historia para el vencedor. De esta manera la periodización histórica representa el momento en el que el vencedor escribe su historia, ejerciendo plenamente su dominio y borrando a muchos actores que estuvieron presentes en un complejo sistema de símbolos e ideas en determinada época. En el acto de periodizar la historia es posible señalar los momentos fundadores capaces de hacer converger la memoria histórica, la cual se
convierte en un hecho de manipulación porque incluso los actores que se oponen al rumbo asumido por la historia se ven absorbidos por la memoria del vencedor. En la periodización de la historia se halla la legitimidad capaz de homogeneizar y desechar la historia de los vencidos. Como se puede observar, en un mundo en donde se pregona la homogeneización, la globalización, el discurso único, el triunfo del capitalismo, el mercado como única alternativa, deben buscarse explicaciones y soluciones alternativas. La historia sin duda alguna es una herramienta indispensable para ello, por eso no existe la menor duda de que hoy en día son necesarias las disertaciones de cómo construimos nuestro pasado.
LA EXPERIENCIA CONDICIONADA POR LA LÓGICA DEL CAPITAL
María Fernanda Miranda González*
[Francisco Castro Merrifield y Pablo Lazo Briones (comp.), Slavoj Žižek: Filosofía y crítica de la ideología, México, Universidad Iberoamericana, 2013.]
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stamos inmersos en un sistema político/ económico que abarca y condiciona hasta el espacio más ínfimo de nuestra experiencia del mundo, del cual no hay salida evidente a la cual dirigirse. Esta inminente soberanía del capital demanda reflexión, especialmente de aquellos que se dedican a indagar cuáles son “las causas primeras de todas las cosas”, aunque, paradójicamente, la producción filosófica al respecto no es tan basta y contundente como se esperaría. Leer a los filósofos que se atreven a problematizar, y a apostar por alguna alternativa frente a la situación política en la que estamos sumidos, se vuelve un imperativo; partir de sus sistemas teóricos, o de alguno de sus planteamientos, hará que la aproximación a la cuestión que se discute se torne más asequible. Si, efectivamente, a lo que se aspira es a una manera distinta de hacer significativa la experiencia de lo real, una que no esté condicionada, cual velo de Alberti, por la lógica del capital, se debe, como condición de posibilidad, comprender cómo funciona esta lógica. Slavoj Žižek es uno de los filósofos que se ha dedicado consistentemente a analizar estas problemáticas contemporáneas. El pensador esloveno tiene fama de muchas cosas: de cómico, de mediático, de contradictorio, e incluso de totalitario. Lo que es de-
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finitivo es que el autor tiene una postura clara frente al escenario al que nos enfrentamos, y más aún, ha presentado una propuesta, un plan de acción, si se quiere, como alternativa a este sistema. Conocer el trabajo de Žižek, pues, se presenta como una exigencia para el pensamiento crítico actual. Cualquier introducción al sistema especulativo de un autor debe responder, si no con gran detalle, sí claramente, por lo menos a tres preguntas elementales: 1) ¿De dónde parte?, es decir, a quién ha leído, con qué tradición o enfoque filosófico está familiarizado; 2) ¿A dónde quiere llegar?, cuáles son las propuestas concretas que el autor presenta en los campos que trabaja; y 3) ¿De qué medios se vale?, lo cual está condicionado en buena medida por la primera cuestión, pues se pregunta cuáles son los planteamientos o argumentos específicos que el autor desarrolla para construir sus propuestas. El libro Slavoj Žižek: Filosofía y crítica de la ideología, del que Francisco Castro Merrifield y Pablo Lazo Briones son compiladores, y que intenta “presentar una introducción panorámica al tono de este polémico pensador”, responde cabalmente las tres cuestiones previstas para la introducción a un autor. Después de leer el libro, queda claro que Žižek parte de Marx y Lacan, y por tanto, de Hegel y Freud, a los cuales se suma el análisis crítico de Benjamin, Derrida y Althusser. Puede, también, afirmarse que
Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.
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a partir de conceptos como el de Ideología o el de lo Real, hace una crítica a la cultura contemporánea y a la experiencia que tenemos de ella, en la que supone cierta invisibilidad de la violencia, que lo lleva a afirmar que ante el vigor del régimen económico, no hay que hacer nada, sino esperar a que otro tipo de violencia, una “divina”, llegue como agente de cambio efectivo. El libro invita a acercarse a los planteamientos de Žižek mediante un abanico amplio de posibles vías de exploración, que se distribuyen en capítulos acertadamente secuenciados. El texto avanza de manera concatenada, y cierra con dos capítulos dedicados a desarrollar críticas al pensador esloveno, las cuales terminan de moldear el panorama que el libro buscaba ofrecer. El primer capítulo, escrito por Francisco Castro Merrifield, parte de la recurrente práctica de Žižek de buscar filmes para ilustrar piezas teóricas. Para el filósofo esloveno, comenta Castro Merrifield, el cine es una “herramienta teórica”; las películas son lugares desde los cuáles puede hacerse una crítica de la ideología, discutirse la conciencia de clase. La lucha política y la economía capitalista exhiben deslizamientos inherentes, de los que los filmes dan testimonio. En ellos, “la noción de capital se desplaza hacia otros fetiches u obstáculos externalizados, como puede ser su tratamiento de la burguesía, la clase media, la noción de amor en el melodrama romántico o la noción del invasor extraterrestre en la ciencia ficción. La fantasía fílmica, como la fantasía onírica, construye la realidad de un universal posible, de una totalidad, (de una inclusión sin exclusión) por medio de un desplazamiento de lo Real en la vida social, y es sólo a través de este desplazamiento que la clase dominante puede presentar a la sociedad como un todo unificado”. El contenido en que el filósofo esloveno se enfoca al analizar una película, la lucha de clases, esta “oculto, desplazado del texto”; hacer evidente la manera en que lo está es la pretensión de Žižek. A propósito de la película El ciudadano Kane, Castro Merrifield analiza, con Žižek, cómo el capitalismo desintegra las identidades, casi inevitablemente, y cómo cualquier intento en contra del sistema resulta “desesperado y trágico”. Con lo que lidiamos en la actualidad es con la economía despolitizada, nos encontramos sin ningún recurso para limitarla u orientarla; para que haya algún tipo de control social sobre los procesos de producción hay que pre-
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cisamente integrarla al campo de lo político. Sólo de esta manera, asevera Castro Merrifield retomando al filósofo esloveno, se podrán resolver las demandas de “la subjetivación política posmoderna”, que se siguen categorizando como “cuestiones culturales”, en las que no puede adoptarse postura alguna. En esta última sección, hubiera valido la pena mencionar el trabajo que Giorgio Agamben tiene al respecto, sólo con el propósito de situar el planteamiento en el debate actual. Por lo demás, el capítulo es claro y constituye un primer acercamiento idóneo a la obra de Žižek. Lo mejor de “Ideología y violencia”, escrito por Pablo Lazo Briones y Emma Laura Rubio Ballesteros, es la manera en que logra interesar y enganchar al lector para continuar la discusión; la exposición está bien pensada y el contenido es preciso y claro. El capítulo plantea y desarrolla la pregunta de si, en el pensamiento de Žižek, tiene aún sentido la crítica de la ideología. Para contestarla, los autores empiezan por señalar que, para el filósofo esloveno, la crítica se hace “desde las mismas condiciones sociales que la hacen posible y de las que tiene vigencia”, es decir, no hay un lugar privilegiado desde donde hacer una crítica de la ideología que no sea ideológica ella misma. La parte dedicada a Althusser en el texto es muy clarificadora y está ubicada en el lugar preciso. En este punto es señalado el papel del Estado como la figura que se encarga de reproducir la ideología de la clase dominante, que no es diferente a la lógica del capital. A partir de este planteamiento, considera Žižek que la ideología es “la cosmovisión entera que determina la totalidad de nuestras prácticas culturales”. La ideología está presente siempre, estructurando todos los estratos sociales, y condicionado la “percepción entera del mundo de forma trascendental”. Frente a estos hechos queda responder la pregunta: ¿hay algo que hacer? La respuesta de Žižek es contundente: nada; cualquier posible acción, que sea respuesta a la violencia “subjetiva”, es decir, aquella evidente que nos alarma, y nos distrae de lo violento “objetivo” de la ideología, ya está pre-contemplada en la lógica del capital; actuar es, entonces, “ocupar un lugar que ya había sido reservado”. Así es como la ideología anula cualquier acción posible, concluyen los autores. En el capítulo siguiente, Fernando García Masip analiza el tratamiento que Žižek hace del concepto de ciberespacio como lugar donde se anula lo político
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y el sujeto desaparece. Hay, además, una parte dedicada a la discusión Žižek-Derrida respecto a este concepto. El texto ilustra acertadamente el método del filósofo esloveno: retomar algunos planteamientos de autores que ha tratado ampliamente, en este caso Hegel, para analizar fenómenos de la cultura contemporánea. Para que haya en-común, considera Žižek a partir de Hegel, tiene que haber Amo; aquella figura que determine el horizonte del deseo del otro, que le posibilite “el bien desear”. Reconocer el deseo del otro, experimentar lo restringido del estar-con, permite significar el mundo y saber qué es lo que se desea. En el ciberespacio no hay límites y, entonces, potencialmente, todos los deseos pueden ser satisfechos, comenta García Masip. En este espacio peculiar no está la figura del otro que limita y orienta; tener la posibilidad de desear todo lleva a la indecisión. Lo que nos permite desear es la falta, que sólo se experimenta por y en el otro. Esto conduce a Žižek a afirmar, por un lado, que en la comunidad se es libre, en tanto que puede ejercerse libremente la capacidad de desear –condición que en el ciberespacio queda anulada– y no se es libre, en tanto que nuestros deseos están determinados por el otro, es decir, podemos desear sólo en función de los deseos del Amo. Por otro lado, explica García Masip, para Žižek el ciberespacio hace desaparecer al sujeto, pues, en este espacio sin comunidad, no está aquello que lo constituye como tal; y sin sujeto –sin ser significante– no puede decirse que algo es: “el ciberespacio sería el local virtual en donde el deseo se virtualizaría a tal punto que haría desaparecer el propio deseo e impondría absolutamente el reino del goce infinito. Desaparecería el propio sujeto, es decir, desaparecería la falta, la hendidura significante que lo torna sujeto. El ciberespacio, entonces, sería nada”. Pablo Tepichín Jasso en “El grafo de la ideología”, muy a la manera de Žižek, aborda el tema a partir de un ejemplo de la cultura contemporánea: el episodio “Guerra Galáctica” de la serie South Park. Tepichín Jasso quiere en su texto “pensar las coordenadas de la política actual” y la “lógica integradora y homogeneizadora” de la ideología. El capítulo permite retomar algunos argumentos de capítulos anteriores e invita a estructurarlos de nuevo. Si bien el método del texto no es tan evidente, el objetivo es claro y va definiéndose cada vez mejor a medida que la lectura avanza. La buena voluntad que la noción de “integra-
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ción social” pretende reflejar, oculta la primacía de un orden bajo el que todo debe ser subsumido, “una ley simbólica a la que debe someterse”. La lógica del capital “destotaliza el sentido”, dice Žižek. En la sociedad mundial que se defiende hay un goce excesivo del otro, en el que el control se presenta como tolerancia provisional; parece que se trata, dice Tepichín Jasso, de “una sociedad mundial tolerante, pacífica, multicultural, ecológica, humanista, etcétera”. Cuando se defiende lo universal –lo neutral– aparentemente no hay intereses individuales, la lucha es justa y las medidas para llegar a esa sociedad global se justifican; hay, además, algunos conceptos con carga neutral que “son tomados acríticamente como auténticos ordenadores de la vida individual y colectiva, así como referentes para moldear la aparente completud de la sociedad”. Pero este tipo de apuestas revelan que hay un orden con el que el mundo entero debe estar identificado, y quién lo transgreda, explica Tepichín Jasso, es expulsado del orden de sentidos y se declara hombre sagrado, a la manera en que Agamben lo ha pensado. Hay, de este modo, un racismo cotidiano disfrazado de tolerancia temporal, que apuesta porque eventualmente la cultura se neutralice y se adapte a los estándares universales. Esta es la teorización que žižekianamente se desplegaría, a propósito de un episodio de South Park. El penúltimo capítulo fue escrito por Simon Critchley, quién frecuentó al filósofo esloveno algún tiempo. En su texto, Critchley analiza la naturaleza y posibilidad de una política de la no violencia, y examina la dicotomía violencia-no violencia. El texto pretende desarrollar un desacuerdo con Žižek respecto a estas cuestiones, y revelar que la posición del filósofo esloveno abandona al sujeto en un impase, le quita la posibilidad de actuar. El artículo dedica poca atención a desarrollar cabalmente los planteamientos de Žižek que pone en cuestión; la distinción entre violencia “subjetiva” y “objetiva” –que se ha tratado en capítulos precedentes– no se delimita lo suficiente. El autor se concentra, más bien, en desplegar, justificar y defender sus propias tesis (que le deben, hay que decirlo, todo, a los planteamientos de Benjamin y Levinas). Podría afirmarse, siendo así, que el artículo es una discusión del concepto de violencia, entre Levinas-Benjamin y Slavoj Žižek. Para Critchley “la obra de Žižek nos deja en un aterrador y fatídico punto muerto, tanto en un punto muerto trascendental-filosófico como en una
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práctico-político: lo único por hacer es no hacer nada. Sólo debemos sentarnos y esperar. No actuar, nunca comprometerse, y continuar soñando con un acto de violencia absoluto, cataclísmico, revolucionario”. Es importante señalar la relevancia de esta cita, siendo que éste es el único capítulo en todo el libro en donde se menciona eso que Žižek espera, y que será agente de cambio efectivo porque no estará contemplado en la lógica del capital; “hay que tener el coraje de no hacer nada” dice el filósofo esloveno. El autor del artículo retoma a Benjamin y señala que, para éste filósofo cualquier transformación social requiere violencia y ésta no puede ser excluida. Al parecer de Benjamin hay dos tipos de violencia: la mítica, que es la que inevitablemente trae la elaboración de la ley, y la divina, que acontece cuando se destruye la ley. “Si la violencia mítica es poder sanguinario sobre los asuntos humanos por el bien del poder del Estado, entonces, la violencia divina es el poder sin sangre sobre la vida para el bien de lo vivo, por el bien de lo sagrado de la vida”, comenta el autor acerca de esta distinción. Trayendo a cuento cuestiones sobre la violencia, en el tono de Benjamin, que Levinas plantea en Totalidad e infinito, y teniendo presente la “violencia divina” de la que habla aquel, Critchley termina por moldear su propia postura, que apuesta por una política de la no violencia. El autor afirma: “Se trata de un mesianismo anárquico subjetivo de la no violencia como el único modo de volverle a dar un sentido a la política más allá de la Ley y en nombre de la vida”. Sería fructífero, para ampliar la discusión de este planteamiento, que Critchley problematizara el asunto mediante las tesis del Homo sacer de Giorgio Agamben, en donde son consideradas las consecuencias de una política pensada en la connotación de “la santidad de la vida”. La posición que Žižek defiende, dice el autor, considera cualquier forma de resistencia como complicidad con el poder establecido, y en lugar de actuar, propone esperar por una “dictadura del proletariado”. Dice Critchley que el autor esloveno “defiende la dictadura y un Estado centralizado defendido con un poder militar”. Slavoj Žižek tiene, básicamente, dos tipos de
contradicciones, dice Rex Butler en el último capítulo del libro titulado “Las contradicciones de Žižek”. Es por ello que su obra se considera “en tránsito”. El filósofo esloveno, al respecto, afirma que esta peculiaridad es auto-crítica a la manera de Lacan. Pero no intenta con ello excusarse, señala Butler, sino precisamente asumir su responsabilidad. El primer tipo de contradicciones de Žižek que Butler revisa, son las aceptadas y conocidas por los críticos de su obra e incluso justificadas por el propio filósofo. Éstas, son introducidas deliberadamente para marcar giros teóricos en las especulaciones de Žižek, son traídas, dice Butler, con fines pedagógicos. El otro tipo de contradicciones no son parte de una estrategia consciente, y Žižek, a menudo, las deja pasar sin comentarios. Se trata de un “verdadero error” que el filósofo esloveno comete en su teorización sobre lo Real. En las primeras formulaciones del concepto, el filósofo lo describía como “núcleo duro”, como aquello que se niega a la simbolización. Pero a partir de que Žižek abandonó sus primeras intuiciones, lo Real no ha podido superar su status de “una falta que precede a”. La teorización que Žižek presenta del concepto, actualmente, es como sigue: lo Real –lo universal– es una falta que sólo puede verse por y en los intentos de llenarla, es decir, por y en lo particular. Si sólo en el particular se entrevé retrospectivamente lo universal, entonces, éste es solamente cada particular. La contradicción que este planteamiento expresa es que no es posible pensar en esa falta que es lo Real, sin que, al hacerlo, devenga en objeto –en particular–. “¿Cómo pensar esa falta antes de que se torne cosa?” pregunta Butler. Ese es el problema con el que el filósofo se enfrenta, y, sin embargo, estas contradicciones permiten que la obra de Žižek siga fluyendo y construyendo conexiones. El filósofo, dice Butler: “es capaz de continuar para siempre porque se contradice a sí mismo sin término […] Y el poder de lo simbólico es justo lo que entra en contradicción consigo mismo y después duplica el mundo […] Žižek nos hace ver las cosas como por primera vez”. Para Butler, las contradicciones de Žižek son las que permiten que haya, en absoluto, obra del filósofo.
VIOLENCIA DEL INSTANTE Giorgio Emilio Lavezzaro*
[Marina Azahua, Retrato involuntario. El acto fotográfico como forma de violencia, México, Tusquets, 2014.]
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o importa si el dueño de la efigie —¿quién es, por cierto?— no desea que la fotografía permanezca. Quien lleva el arma se apropia de la descarga y su producto. Decide qué hacer con esa imagen. Marina Azahua inicia el recorrido histórico-fotográfico con una idea que habita Retrato involuntario, de principio a fin: “La cámara es el artefacto auxiliar de un acontecer, una práctica con el potencial de convertirse en un acto de violencia”. Idea que se fija, pero también se disemina, en su escritura y en otras premisas: la fotografía es un acto y, como tal, no puede aislarse del contexto en que se crea; la producción de una imagen puede ser, y es, un ejercicio de poder; el acto fotográfico es un ícono occidental que puede enmarcar la violencia y, por ello, ser violento desde su manufactura hasta su reproducción. Ideas que se encuadran desde los epígrafes de cada ensayo hasta los hechos que relata; premisas que parten de la sutileza de tomar una fotografía a alguien que no desea ser retratado y que llegan hasta la más contundente expresión de la tortura y su posterior registro fotográfico. En el ensayo que da título al libro, “Retrato involuntario”, un hombre, J. D. Salinger, quien no deseaba que su imagen fuese tomada es apresado por la cámara de Paul Adao y Steve Connally, paparazzis o cazadores de la apariencia, quienes deciden conseguir lo que otros no han podido. Acechan a Salinger hasta conseguir su imagen y luego la publican, en
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Traductor de diversos espacios (literatura, docencia y clínica).
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contra de los deseos del autor de El guardián en el centeno. De esta manera la ensayista traza el terreno en que despliega su ejercicio escriturario: “El registro de la cámara practicado como ejercicio de imposición; robo de la imagen propia”. En “Souvenir de linchamiento”, Azahua regresa a las imágenes en que, en Estados Unidos, fueron colgadas —tras la tortura o la paliza— y asesinadas algunas personas de raza negra a finales del siglo XIX y los albores del XX. Recorre esta práctica, la de fabricar postales de estos eventos, y afirma contundente: “Como sucede con las fotografías de linchamientos, son los rostros que disfrutan la agonía ajena los que más impactan”. Antes de que el lector pueda pensar en el consuelo de que “eso es cosa del pasado”, la ensayista llega hasta 1980 y hace un testimonio del registro fotográfico que tuvo lugar en Abu Ghraib —prisión construida por el régimen de Saddam Husein para retener y torturar a prisioneros políticos. Enmarca la particular crueldad de algunos soldados con que, luego de torturar a los prisioneros, se retrataban junto a sus presas, victoriosos y sonrientes; acaso guiados por la idea de que serían impunes, o bien, que lo que hacían estaba, de alguna manera, justificado. Que se sitúe el hecho a finales del siglo XX se siente ominoso porque la cercanía eriza la piel cuando se piensa que es algo que está ocurriendo y no algo que pasó. “Resulta casi insultante el silencio de las fotografías. En su mutismo sólo muestran la realidad a medias, jamás revelan hechos completos”, escribe Marina Azahua. “Como género enmudecido, la fotografía permite que percibamos, pero sólo con
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GIORGIO EMILIO LAVEZZARO
la vista. En ella enmudecen los demás sentidos: las fotografías no huelen a carne quemada, no se prueba en ellas el dulzor de la sangre derramada, no escuchamos los gritos, no olemos la orina del miedo, sólo observamos y en silencio”, continúa y, frente al silencio, traza un camino testimonial y aviva los sentidos en la imaginación del lector. Azahua re-crea las imágenes del horror que se vivieron durante la era de la Kampuchea Democrática, metonimia de Camboya, régimen del Jemer Rojo, tras la guerra civil en 1975. Heredero de las prácticas que horrorizaron al mundo durante el nacionalsocialismo, el ejército del Jemer Rojo fue implacable con sus enemigos, y tuvo una peculiaridad: el registro fotográfico de los prisioneros que habitaron Toul Sleg, escuela y luego cárcel. La ensayista encuadra este rostro de la violencia en “La cámara de Nhem En” donde reflexiona sobre la función que tiene la burocracia dentro de una masacre: “La más silenciosa de las bestias, un meticuloso archivo compuesto de biografías de prisioneros, transcripciones de interrogatorios, notas de tortura y listas de nombres de personas destinadas a ser ejecutadas”. El registro de la destrucción. En otro ensayo, Azahua refiere lo que Marc Garanger tuvo que hacer en contra de su voluntad: tomar fotografías de mujeres argelinas, despojadas de su haik y su cultura, por órdenes del ejército francés cuando invadió Argelia en los sesenta. Azahua reflexiona en “Los rostros revelados”, desde la voz colectiva de las argelinas, sobre el gesto que Garanger tuvo en relación a este acto de violencia. “Nuestra furia se hincha como un grano mojado. El fotógrafo-soldado sabe que está mal lo que hace. Sabe que no debe usar la cámara, no de esta manera. Pero esto es una guerra, y aquí nadie tiene opción”. Donde se abre una posible manera de subvertir un acto de violencia: profanar el fin con que se tomaron las fotografías, sacarlas del archivo y la distancia histórica que deshumaniza para acercarlas a un proceso de reconocimiento, hasta que se convierta en recuerdo. En “La mirada robada”, Azahua explora un contexto en que se usa la fotografía distante, pero no distinto, al de la guerra: la antropología. Hace un testimonio de una cultura ahora desparecida (de Chile y del mapa geográfico del mundo): los selk’nam, habitantes de Tierra del Fuego. Martin Gusinde fue nombrado por los selk’nam mankasen, cazador de sombras, debido a la cámara con que capturó las efigies de esta población. Gusinde mismo reprobaba la violencia contra los indígenas de Tierra del Fuego; podía ver con claridad que cuando Julius Popper fo-
tografió a los nativos fue un acto de violencia, pues robó prendas, persiguió y mató a gente de este pueblo, y luego hizo una colección de estas imágenes en un álbum fotográfico. Pero nadie puede ver la ceguera propia: “El retrato antropológico es unidireccional: toma, pero no regresa. En el proceso, se lleva consigo información e imágenes que no le pertenecen”; el mismo Gusinde, saqueador de tumbas en nombre de la ciencia, fotógrafo de la antropología, tuvo un gesto similar cuando estudió los cráneos de esta tribu, capturó sus ritos y divulgó un secreto que, para ellos, era vital para su manera de entender el mundo. En el último ensayo, “La soledad de los cadáveres”, Marina Azahua escribe una reflexión sobre la ética en la fotografía, cuando se trata de fotografiar a alguien que ya no tiene voluntad: retratar a un muerto. “Los deseos de los muertos quedan siempre secuestrados por el impulso emocional de los vivos”, escribe certera la ensayista mientras hace una revisión de diversas imágenes que rondan o se instalan, desde distintas geografías y tiempos, en la idea del cadáver. Como la de Evelyn McHale, “El suicidio más bello”, quien quería desaparecer tras el suicidio y fue, irónicamente, inmortalizada con la imagen de su cadáver incrustado en una limusina. Como la “muñeca triste”, asesinada durante la represión del movimiento estudiantil en Tlateloco, en 1968. Como las imágenes de las personas cayendo de las Torres Gemelas en llamas luego del ataque en 2001. Como la fotografía del cadáver de Susan Sontag, que fuera tomada por su última pareja, Annie Leibovitz. O, más adentro, la fantasía por un retrato que no existe de la madre de la autora luego de haber muerto; o “el muerto más bello del mundo” que se apropia Marina desde la cámara de Manuel Álvarez Bravo. Imágenes que se enclavan en preguntas sobre la ética de la fotografía: “¿Es correcto registrar ese instante donde el cuerpo todavía no es cadáver pero se abandona a la muerte?”. “¿Qué efectos tiene sobre el mundo aquello que queda tras la muerte, lo que resta de nosotros?”. Cuestionamientos que se permean en el libro completo y que, desde la duda, se sostienen a lo largo de los seis ensayos que conforman Retrato involuntario. Un ejercicio que ensaya las contingencias veladas en un objeto que, antes de ser materia, fue una acción: el acto fotográfico como forma de ejercer la violencia. Una aproximación ensayística al gesto de tomar una cámara y usarla como revólver. Una escritura que es a la vez testimonio y experiencia estética. Un libro, al fin, que acerca temporalidades, culturas y geografías.
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LOS EFECTOS DEL IMAGINARIO MEDIOCRÁTICO Alfonso León Pérez* [Pablo Gaytán Santiago, Guerra Mediática prolongada. Emocracia, violencia de Estado y contrainformación, México, UAM-Xochimilco, 2013.]
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a reflexión de la democracia es abordada en los estudios políticos desde la yuxtaposición de la participación electoral y el clientelismo, en menor medida emergen enunciaciones que consideran a los medios electrónicos como el componente faltante para dilucidar el entramado de relaciones de fuerza en el campo político. En esta tesitura, el libro Guerra Mediática prolongada. Emocracia, violencia de Estado y contrainformación de Pablo Gaytán Santiago plasma entre sus páginas el vínculo entre imagen y vocalidad construida a través del aparato técnico, el cual es clave para explicar el imaginario mediocrático y el efecto paralizante del Complejo del Espectáculo Político Integral (cepi). Sobre esta argumentación emerge el paralelismo de los intereses económicos, los discursos políticos y la retórica jurídica que intenta controlar, elaborar y bloquear la información, pero nada de ello sería sencillo sin las propiedades panópticas que provocan el simulacro, el montaje y la desinformación en el “estudio del psicodrama mediático”. Se puede decir que en este esfuerzo por tratar de hacer explícito los efectos del imaginario mediocrático, el autor elabora otra historia desligada de las grandes descripciones que conforman el corpus de la historia oficial. De este modo, el libro se compone por una serie Profesor investigador en el Departamento de Relaciones Sociales de la Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco
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de ensayos divididos en tres partes: la primera es un acercamiento a la particularidades de la política mediática y corresponde al periodo de 1968-2012; la segunda parte elabora un análisis de los acontecimientos de 2009-2012 para observar a la democracia desde la gestión gubernamental de las emociones; y finalmente por último alude a la contrainformación y el arte libertario de la comunicación. Así, el libro recopila diversos ángulos a través de doce ensayos, en donde la mirada crítica del autor, permite explicar la incidencia de los medios electrónicos en la vida cotidiana de los sujetos. La lectura del libro permite intuir que en los linderos de la regulación de la vida o de la domesticación social es cuando recupera los ecos de Foucault y Guattari. Desde el punto de la corporalidad atrae la escritura de Virilio, en la mirada crítica sobre el advenimiento de la “sociedad del espectáculo” que como modelo socialmente dominante proyecta la pluma de Debord. Estos residuos permiten elaborar un análisis politológico y sociológico que lejos de detentar el lenguaje del Estado, explora el acontecimiento histórico para situar las consecuencias de los traumas políticos, por nombrarlo de alguna manera. Es así como aborda la primera parte dedicada a la etapa de efervescencia social de los movimientos estudiantiles; con ello el 68 mexicano es un trauma, una herida psíquica de la violencia externa del sistema regla-
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ALFONSO LEÓN PÉREZ
mentario-autoritario, que a decir del autor, es una condición para caracterizar “el modo de sentir” de los movimientos estudiantiles, pues la evocación no es sobre el pliego petitorio, es sobre la imagen del 2 de octubre lo que recubre la glosa documental. No obstante, parte de la historia oficial indica que la masacre en la Plaza de las Tres Culturas es un hecho que impulsó la apertura democrática, la ampliación educativa en las universidades, las reformas políticas, así como el reconocimiento de derechos humanos, la democratización en la Ciudad de México y la transición democrática de 2000. Incluso, quienes reclamaron ser los herederos del trauma se integraron al simulacro de la democracia procedimental por medio de las estructuras de representación política. A este ritmo los intelectuales mediáticos procesaron el imaginario de la transición democrática e inaugurando de manera accidental el escenario mediocrático con la videoejecución de Luis Donaldo Colosio y el videodedazo de Carlos Salinas de Gortari en favor de Ernesto Zedillo, asimismo con el primer debate presidencial de 1994. Después, las élites de Acción Nacional, las agencias de publicidad y las casas encuestadoras introdujeron las técnicas del mercadeo político con el fin de llevar al candidato Vicente Fox a la cúspide del poder, obviamente no fue lo único; en ese momento el cepi se fue esbozando bajo el modelo del reality show, sorprendiendo a los pasivos televidentes con las noticias de chismes y traiciones de la sociedad política. Al respecto, el autor argumenta que el imaginario mediocrático de la gobernabilidad destruyó la acción transformadora de los sujetos, pues la sociedad se “enamoró” de la imagen de Vicente Fox y de una democracia participativa que era inexistente, además esta relación dramática evidenció que la transición no era hacia la democracia sino a la consolidación del imaginario mediocrático manejado por el cepi, desde esta posición la red de medios electrónicos serían los artificies de construir avatares presidenciales, líderes políticos y narrativas de los procesos electores o en su caso confirmar el consenso sobre los comicios. Se puede objetar que la transición era aceptada por el cambio partidario, pero la hiperrealidad del reality show comprueba su inconsistencia ya que en lo subnacional imperaban las viejas redes de interés, agudizando tanto la corrupción como la violencia desocializadora; visto de esa manera el Estado mexicano
LOS EFECTOS DEL IMAGINARIO MEDIOCRÁTICO
se puede caracterizar como un extenso entramado de “relaciones sociopolíticas de corrupción en su interior, reproducidas por las redes tejidas por los poderes públicos ilegales y los poderes privados ilegales, los cuales succionan los recursos públicos, cubren actividades ilícitas, promueven negocios privados con recursos públicos utilizan las leyes para encubrir sus actividades” (p. 21). En contraste a las estrategias de la política mediática que generalmente son sutiles, el autor sostiene que los poderes ilegales de las narco-pandillas dañan al cuerpo directamente: desmembrando y mutilando sus partes para ser retrasmitidas en los medios electrónicos e impresos que conforman el Cepi. Este paralelismo introdujo la muerte como espectáculo, cuya mecánica reside en la dirección de las pasiones, miedos y deseos de los televidentes, el cual permitió que el infoentretenimiento sea un elemento de la política mediática. El marco de referencia de la segunda parte del libro es la dirección de las emociones en la democracia de México y su transformación en un gobierno que se rige mediante el miedo-esperanza; en esta posición el autor apunta que las audiencias pueden estar eufóricas por un partido de futbol, conmovidas por un desastre natural, angustiadas por el poder ilegal de las narco-pandillas y animadas a votar en los comicios de sus “amos”. Sin embargo, las estrategias del Cepi no quedan inmovilizadas en la externalidad, se requiere una autorregulación psíquica enfocada a “generar conductas que consiguen adaptar a los "ciudadanos sin atributos" a una disciplina social apolítica” (p. 163). El ciudadano declina su actuación en el ámbito público para sumergirse en lo privado, dicho así el sujeto “se siente desapartado y aislado, pero conectado en tiempo real a partir de los gadgets tradicionales o digitales de comunicación […], opta por pasar el tiempo, por des-realizar sus deseos que satisface en tiempo real, con el fin de escapar a los peligros del exterior y la inmoralidad pública” (p. 163). Si se analizan en esa perspectiva las relaciones entre los sujetos se comprobará que la diferencia posee un papel primordial, basta señalar el estilo de vida de las “tribus urbanas”, así como su desagrado a otros grupos. Es por tanto un fenómeno que está profundamente ligado tanto a la producción de discursos de los especialistas en problemas juveniles como al mercado de ropa global que estimula “las emociones de autenticidad y pureza contracultural” (pp. 168-169). Mientras la diferencia se presenta en los con-
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flictos cotidianos de los jóvenes, la movilidad de poder permitió desarrollar nuevas estrategias de dirección emocional en los distintos ámbitos de la política mexicana: en el sistema de partidos las campañas publicitarias del Partido Verde Ecologista de México sobre la pena de muerte a secuestradores o la guerra contra el narco impulsada por Acción Nacional y las justificaciones sobre los actos de corrupción del Partido de la Revolución Democrática, envuelven el escenario del psicodrama político. En otro punto, la estrepitosa noticia de la mutación de un virus de gripe que inmovilizó a las masas asustadas, elevó de manera drástica la tensión del psicodrama y cambio los patrones de comportamiento. En efecto, lo que el autor quiere explicar no sólo es el sometimiento de los sujetos en el trama del Cepi, de igual forma proporciona bases para analizar los procesos por los cuales se conforman subjetividades ya sean a través de estereotipos o de actos libertarios. Es indudable, entonces, la incidencia de la videovigilancia en la invención del sujeto peligroso, aquel que es identificado, según el autor, por “el chavo banda, el punk, el ultra, el cholo, el chaca, el mara, el sicario, el machetero de Atenco, el greñudo con tatuaje, el pandroso, el hip hopero, el grafitero, el desempleado, el "nini", o el damnificado por los pésimos servicios en el oriente de la metrópoli […] serán temidos por los otros, es decir, por las clases medias metropolitanas” (p. 204). En particular, el autor sostiene que aun cuando las cámaras instaladas en las diferentes zonas de la Ciudad de México se han convertido rápidamente en el nuevo panóptico que vigila a los sujetos, la transformación también apunta al beneficio económico, es decir, “lo que menos interesa al poder es castigar, el propósito es legitimar el negocio de la vigilancia que produce una subjetividad de la autorregulación” (p. 210). Quizá sea un tanto aventurado sostener esta premisa en el intento por reformular el análisis de Foucault, condicionalmente porque él presentaba con gran claridad que la cuestión no era la existencia de una empresa lucrativa, sino el poder incontrolado de los sistemas disciplinarios que normalizan a los individuos, un poder refinado que actúa de manera polisémica y se inserta en las acciones y en los gestos. Si bien el apunte elaborado por Guattari acerca de las “sociedades de control” es un tratamiento
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novedoso, en mi opinión no es posible elaborar una sucesión lineal, en donde desaparecen por completo los instrumentos disciplinarios. La información no sólo es una construcción del Cepi, es de igual forma un medio por el cual luchan los colectivos. Dentro de este marco se despliega la tercera parte llamada “Contrainformación”, donde el autor muestra que “los medios de comunicación contrainformativos, libertarios y autónomos corre paralela a la historia de la sociedad instituida” (p. 227). No obstante, el arte libertario cobró fuerza a mitad del siglo XX con publicaciones de revistas, fanzines punk’s, asimismo el cine independiente de finales de los sesenta fue vital para plasmar la inconformidad y el radicalismo político entre los jóvenes; incluso con la entrada de las nuevas tecnologías de información se crearon nuevas “experiencias de radios libres, e-zines, blogs y video por internet” (p. 228). Así, la lucha de los artistas, comunicadores y creadores se diferencia de los grupos de izquierda funcionales que buscan adherirse a las instituciones del Estado, en cambio lo que ellos tratan de consolidar es la comunicación autónoma, bien sea por lema o por convicción siguen construyendo información alterna a la red del Cepi. Se puede decir que la estrategia de los colectivos de artistas, comunicadores y activistas es salir de la relación comunicativa dominante, apropiándose de los medios electrónicos e impresos para desestabilizar los códigos lingüísticos, los regímenes de saber que imponen una conducta a los sujetos. Básicamente en las tres partes y doce ensayos que componen el libro se retrata otra mirada sobre la historia de México bajo el argumento que la red mediática determina las decisiones de gobierno: desde los procesos electorales hasta las políticas de salud y seguridad. Frente a ello, el planteamiento queda inconcluso: si el sujeto (televidente, masa, e-ciudadano) del régimen democrático es un simple súbdito que obedece fielmente los designios de la red del Cepi, entonces no existe alguna resistencia en esa relación comunicativa o sólo los colectivos anarquistas son los portadores de un proyecto de transformación radical. En esta perspectiva el reclamo que realiza el autor sobre el abandono de los compromisos sociales de los jóvenes por estar sumergidos en la telaraña mediática, no es entendible, ya que en México siempre ha existido un déficit de asociaciones (profesionales, partidos políticos, religiosas, deportivas, culturales, de beneficencia y ambientales), además los únicos ámbitos en don-
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ALFONSO LEÓN PÉREZ
de se podían expresar las demandas sociales en las décadas pasadas eran las asociaciones sindicales y campesinas aliadas al régimen del Partido Revolucionario Institucional (PRI), los otros colectivos radicales eran minoritarios y desde aquel momento manejan una agenda de “destruir el poder político de Estado”. Es absurdo negar el abandono de los compromisos sociales dentro de la academia o en la sociedad civil, incluso la crítica del autor sobre los grupos de izquierda y colectivos de ciudadanos que funcionan como simuladores de la democracia es endeble porque la estrategia de los colectivos de ciudadanos es incidir en las políticas mediante los derechos que han construido a lo largo de los años. De hecho, sería necesario reconocer que no siempre la sociedad representa el polo de la virtud y el Estado el polo opuesto. El Estado ha llegado a construir una serie de instrumentos sin el fin de “aniquilar” a la sociedad, sino la regulación disciplinaria se diseñó para la comodidad de los ciudadanos. Desde ahí es distinguible la lógica ambivalente que procura atender las exigencias de la ciudadanía y por el otro observar, analizar y manejar las acciones de los ciudadanos en esta sucesión: la acción de los actores es vital para construir contrapesos y proyectos políticos para ampliar los canales de participación. En México el análisis sociopolítico se ha ocupado principalmente en el estudio de las instituciones del Estado ya sea para detentar su evolución o en su caso para criticar el autoritarismo de sus decisiones, dejando marginalmente la vía de las experiencias de la participación ciudadana, formales o informales, y precisamente en los límites de la acción de los actores-ciudadanos es el ámbito en el cual existe una búsqueda por ampliar, consolidar, atrasar o sabotear a la democracia. No obstante, con frecuencia surge que en las descripciones de las experiencias no siempre se incluye a toda la sociedad, centrando el malestar en el tenor de que en nuestro régimen la participación es una actividad de algunos actores informados sobre lo que sucede en lo público. Desde este punto, la democracia mexicana sería un juego de élites cuyo alcance es técnicamente calculable y para algunos esto es la muestra de un montaje. Sin duda, la emergente democracia mexicana tiene que enfrentarse a los agravios y reprobaciones de los ciudadanos que intentan modelarla a diversos proyectos políticos: desde el proyecto de la rendición de cuentas sustentado por la inoperatividad institu-
cional a la acción cotidiana de los ciudadanos que se inserta en la vía informal para reclamar sus derechos, hasta el activismo de los grupos radicales que buscan apropiarse de los espacios para rechazar la injerencia del Estado autoritario. La clave sobre el proceso democrático, es la cuestión de cómo agrupar todas las demandas de una sociedad compleja y heterogénea para que las decisiones sean justas e igualitarias. Por su parte el autor proporciona una posible vía para avanzar hacia una democracia con mayores atributos, incorporando la experiencia de los colectivos de artistas del cine independiente y militante, de los productores del fanzine punk, de los comunicadores del video contrainformativo y del asalto cibernético de los activistas. De hecho, los medios electrónicos se convirtieron en “armas de combate social, político, semántico y epistemológico” (p. 247). En México fueron utilizadas por movimientos sociales como la Asamblea Popular de Pueblos de Oaxaca (APPO) o el “#Yo soy 132”. Asimismo los medios impresos como el periódico Autonomía y la Gaceta Cannábica sumaron esfuerzos para “crear nuevas formas de contrainformación y por lo tanto de contrapoder” (p. 250). Considera el autor que esta transformación “ocurre precisamente cuando el moribundo mundo de los medios electrónicos de comunicación comerciales y oficiales marchan sobre los pies de la inmoralidad y la ausencia de una ética social encarnadas por un ejército de comunicadores, auténtica servidumbre de la desinformación, que raya en el cinismo”, por ello la “contrainformación humaniza los medios, con sus significados estéticos, culturales y políticos. Así, la comunicación autónoma está iniciando procesos de comunicación horizontal con mensajes que encuentran receptores dispuestos a retroalimentar” (p. 250). La democracia mexicana no es una fundamentación filosófica de la verdad, es en cambio, un gobierno que busca arreglos, por el hecho de ser la forma más conveniente para agrupar las demandas de la ciudadanía en vista de los resultados. Puede ser complejo aceptarlo, debido a la suma de esfuerzos (no sólo de una parte de la sociedad) es que se realizaron cambios en la democracia mexicana. En esta lectura la demanda de autonomía en los medios electrónicos e impresos por parte de los colectivos de artistas y productores que se oponen al poder autoritario del Estado, no es proyecto alterno que intente generalizarse, es una especie de colectivo que busca mayores cuotas de libertad para seguir en resistencia.
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