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En un lugar de esos por Santiago “Murky” Rúa Correa

por Santiago “Murky” Rúa Correa.

Un muchacho negro de bermudas y camiseta de fútbol vendía bebidas frías en la playa durante los primeros días de abril, llevadas en una nevera portátil cuyo peso le enterraba las sandalias en la arena. Una pareja de novios que descansaba con inaplazable sed bajo una sombrilla, lo llamó con un silbido y él se apersonó ante ellos, sonriendo con una amplia dentadura tan cándida y fina como las conchas de mar que la mujer tenía ordenadas cual medallas sobre su toalla.

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Ella tomaba el sol acostada de espaldas sobre su toalla azul como el jabón para ropa, justo al borde donde terminaba el amparo de la sombrilla, mientras que su novio reposaba en una silla plástica, con sus lentes de aviador puestos y una camiseta cubierta de arena y agua de mar ya seca. Vigilaba constantemente la mochila que tenía al pie y se despreocupaba de la otra silla tras ellos, llena de toallas que se movían solas de tanto en tanto.

Revisaron el interior de la nevera, escogieron una bebida cada uno, regatearon el precio y al final dejaron al vendedor quedarse con el vuelto. Cuando se marchó, ambos notaron que las piernas flacas del individuo se parecían a los troncos que a veces flotaban entre la espuma del mar. El novio fue el primero en beber de su cerveza rubia y mantuvo el buche en la boca, sopesando qué tan bien le vendría una rodaja de limón.

La novia no se movió de su toalla, pero giró su lata de leche chocolatada para ver el sol reflejado contra los bloquecitos de hielo que se desprendían de ella. A la derecha, la playa se curveaba en forma de cuenca, tras una cortina de concreto compuesta por diez o más hoteles, solo diferenciados uno del otro por las formas de los techos. Parecían pequeños en el horizonte, y ella los comparó con la lata cerrando un ojo mientras decía:

— Esto parece Miami o un lugar de esos. Ahorita me tomas una foto en la que se vea todo eso, podemos decir que viajamos lejos, ¿quién se va a dar cuenta?

El novio se colgó los lentes en la frente para ver mejor los hoteles y preguntó:

— ¿Y quedará buen rollo? Creo que ya toca comprar otro…

Se quedó esperando un comentario de ella que nunca llegó, luego miró la mochila, y verificó que el bulto de la cámara sobresalía todavía de la tela. Cada cinco minutos repetía dicha comprobación y más aún si veía a alguien con cara de ser amigo de lo ajeno.

La novia siguió concentrada en su compra:

— Chocolate en lata, nunca había visto esto.

El novio recordó la frase que le escuchó a una pareja de viejitos cuando bajaban del avión: «Aquí es como estar en el extranjero sin salir del país».

— Es que acá traen mucha cosa americana. Pregunta por lo que no veas. Seguro los que venden películas piratas podrían conseguirme la de «King Kong aparece en Edo». La novia se volteó y ahora sí mostró interés:

— ¿Esa es la película que no se puede encontrar? —recordando algo que él le contó alguna vez.

— Extraviada hace más de 60 años —señaló con ímpetu—, en internet solo se pueden encontrar pedacitos. ¿Te imaginas ahora en pleno 2005, cuánto ofrecerán por ella? Es que lo viejo vale…

El comentario final de él la hizo voltear su rostro y observara tentada el mar pálido donde los cuerpos saltaban ante cada ola que venía. Al momento apareció ante ellos una mujer en sus treintas, solamente un poco más mayor que ambos. Llevaba el pelo rubio suelto y esponjado por el mar y una capa grasosa de bloqueador recién puesta que hacía brillar todo su cuerpo desde las rodillas hasta las comisuras de su boca tensa donde se agotaba una sonrisa.

— Hola, ¿de pronto han visto pasar una niña? Es castaña y tiene un vestidito de baño con patitos amarillos.

Las huellas tras ella demostraban que venían recorriendo cada sombrilla desde metros atrás. Ambos se miraron por el rabillo del ojo y negaron con la cabeza al mismo tiempo.

— ¿No? Bueno, muchas gracias. Se me escondió muy bien esa culicagada…—dijo, y se dirigió a la próxima sombrilla. Una breve sonrisa mutua asomó en sus bocas, hasta que tres bañistas adolescentes pasaron también frente a ellos y contuvieron la carcajada al verlo a él. El novio se avergonzó, apretó el abdomen y limpió la arena de su camiseta ya seca.

— Con lo buena que es la piscina del hotel…— mencionó en tono acusatorio.

— No te vas a dejar dañar el viaje por unas aparecidas —pidió ella—, que ni quince años deben tener.

— Es que no son solo ellas. Todo el mundo me está viendo. ¿Crees que no me doy cuenta? Por eso ahora me metí al mar sin ti —explicó, y ella le rebotó la acusación con reluctante temperamento:

— ¿Y yo te dije que fueras solo? Quería que fuéramos juntos, pero te di espacio para no pelear. El novio se puso los lentes de nuevo y miró al suelo mientras agitaba la cerveza en su mano. Olvidaba mantener el abdomen apretado y éste se asomaba y escondía como un bulto de gelatina bajo el pecho. Ella abrió la lata de chocolate y dio un primer e insatisfactorio sorbo. El cisma silente entre ambos les permitió escuchar las olas indómitas hasta que ella retomó inconforme:

— Yo no estoy mirando a nadie más. El viaje lo pagamos tú y yo —dijo, y recalcó haciendo un cuenco con las manos que llevó de un lado a otro—, tú y yo, nadie más.

— Seguro creen que eres la puta que traje de paseo y que estás conmigo solo por la plata —señaló el novio y, antes de que pudiera arrepentirse, vio desintegrarse toda la calma en el rostro de ella.

— ¿Cuál plata? ¿Ah? — preguntó con todo ánimo de devolver el golpe, viendo con desagrado la mochila donde estaba la cámara de rollo, — Dime, ¿cuál plata?

Exasperada, golpeó su frente contra la arena, él no despegó la mirada del suelo, pero pudo ver por el rabillo cómo, cuatro sombrillas más allá, la mujer de hace rato aún buscaba a su hija, entonces volteó a mirar con discreción a la silla que tenían atrás repleta de toallas, pero su novia interrumpió con voz cansada:

— Esos complejos tuyos me tienen harta.

— Yo sé y estoy esforzándome. ¿Hoy qué almorcé? Llevo sin tomar gaseosa… ¿Cuánto? Dos semanas más o menos — calculó él.

— No hace falta eso. Si de verdad quisieras, irías al gimnasio, así fueran solo tres días a la semana — advirtió ella.

— Tú sabes que ya lo intenté— respondió, pero ella le rebatió al segundo.

— Eso no fue intentar. Intentar es no rendirse, sin importar si te miran o no. El novio bebió agitado el resto de la cerveza mientras la novia daba pequeños sorbos y golpeaba la lata contra su mentón como si, en medio de la discusión, algo se le estuviera olvidando.

— ¿Y yo parezco una puta? — recriminó con audaz filo—, el bikini es militar, pero a mí me gusta así y punto— observó sus propios pechos, que rebotaba sutilmente cuando se movía—, Ni que estuviera operada o me maquillara extravagante… como tus alumnas…

No dijo nada, pero ella escuchó el manso sonido parecido al de un aspersor de jardín, que hacía él cuando algo le causaba gracia. Mientras esperaba respuesta, sintió su lata cada vez más vacía y logró contar tres vendedores de playa en menos de dos minutos. Al final se apaciguó:

— Tú podrías encontrarla —dijo mientras empezaba a ordenar de nuevo las conchas, esta vez por tamaño.

— ¿Qué cosa?

— La película perdida. Tú siempre encuentras las películas. Como esa de la cárcel brasileña que les mostraste a los alumnos de décimo. Y hasta esa rectora loca te felicitó… El buen humor de él fue más audible con el repentino cambio de tema.

— Esa no. Está en la lista oficial de filmes no encontrados. Me leí la sinopsis y ocurre en el Japón antiguo, King Kong es malo y secuestra a la hija de un rico — recalcó dudoso—, es el malo o la mascota del malo… no recuerdo bien.

— ¿Y dónde la mala sea la película? —vaciló ella—, pagar un montón de plata para que al final resulte una estafa. El novio formó un cuadro fílmico con sus manos y lo apuntó hacia la muralla hotelera.

— Haré acá mi propia versión de King Kong: va a secuestrar a esas tres payasas de ahora y las dejará en la punta de esos dos hoteles. ¿Te imaginas? Un enorme simio local — y con orgullo remató—, «Dirigida por Castro».

— ¿Y yo qué? — reclamó ella con endulzados y maliciosos ojos que sacaron a su novio la sonrisa definitiva. Él corrigió: — «Castro y Oriana». De pronto, escuchar su nombre descifró en su mente lo que no recordaba e inmediatamente volteó a ver la silla con las toallas.

— Pregúntale si quiere algo —susurró ella. Su novio entonces se asomó primero y vio que, a lo lejos, la madre sufría neurastenia crítica y apretaba su cabeza con las manos.

— Esperemos que la mamá la encuentre. Después de todo, ella fue quien le dijo que jugaran.

— ¿Y? Qué pena. Se va a acabar la Semana Santa y no hicimos nada por el prójimo— formuló ella riéndose—. Comprémosle así sea un helado, además ya es mejor que vaya, esa señora parece enloquecida y podemos meternos en un problema por dejarla esconderse aquí. El novio se levantó por primera vez desde su regreso del mar, con el efecto acuático del peso extra aún en sus piernas. La silla vacía tenía las patas enterradas y las toallas estaban extendidas de tal forma que no pudiera verse lo que había bajo ella. Se agachó con humor recuperado y la arrancó del suelo para sonreírle a nada más que la huella de un cuerpo pequeño acostado sobre la arena.

— No está— plantó él en seco. La novia se giró de golpe y comprobó con sus propios ojos el espacio vacío bajo la silla.

— ¿Cómo que no está? —replicó alarmada poniéndose de rodillas. Vio las infantas huellas en la arena, que se arrastraban de su escondite hasta perderse en el camino tras las sombrillas por donde pasaba todo el mundo—, ¿para dónde se fue?

— ¡Ay jueputa! — exclamó el novio con una voz ahogada. Los atrapó un segundo de parálisis antes de ver cómo, a la distancia, un círculo de turistas consternados rodeaba a la mamá y atraían a otros de forma casi electromagnética.

— ¿Qué hacemos? — se desesperó ella repentinamente.

— Recoge todo y nos vamos ya. ¡No mires a nadie! —su advertencia entre dientes se escapó sobre la resequedad de sus labios maltratados por la sal y el sol, mientras se colgaba la mochila en su espalda y cubría su rostro en el anonimato de las gafas de sol. La desesperada novia metió en su toalla la ordenada colección de conchas de mar y también recogió su lata y la botella de cerveza vacías antes de alejarse con toda la discreción posible, forzando sus cuellos contra el impaciente deseo de mirar atrás.

— ¿Y dónde tiro esta basura? —preguntó ella atracada de los nervios.

— ¡Pues ahí en la basura! —apuró él a señalar tres botes de colores verde, azul y gris, puestos contra una palmera al borde de la calle.

— ¿En cuál de las tres? ¿Dónde va la lata y dónde el vidrio? Su novio se desentendió del tema y cruzaron apurados la calle en dirección hacia los hoteles.

Junto a ellos solo transitaban más turistas que disfrutaban de los últimos días de la Semana Santa. Por más rápido que avanzaron y por más conchas que se le cayeron en el camino, la novia no dejó caer la basura y una cuadra después le recriminó con recelo:

— ¿Una niña nos pide escondite y no la vigilas? ¡Por estar pendiente de esa puta cámara tan fea! ¿Quién se va a robar algo tan viejo? Regalada es cara…

Aún con ganas de recordarle a ella lo buena que estaba la piscina del hotel, el novio se tragó su bilis sin detener el paso, pero descolgó rabioso la mochila de su espalda para llevarla cargada como un bebé. Sus manos acariciaron el bulto sobresaliente, aferrándose más a su bitácora vacacional, y las líneas de sudor en su frente pasaron tan de largo por su cara como ellos pasaron de la tienda de rollos. Ahora ambos tendrían una anécdota de viaje que jamás podrían contar.

Al lado, la playa se hacía interminable y por toda ella posaban parejas y familias sonrientes, con la muralla hotelera que adornaba sus fotos.

De lejos podía parecer Miami o un lugar de esos.

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