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Cacería interna por Sebastián Echegaray Rivera
from Nudo Gordiano #17
por Sebastián Echegaray Rivera.
El reloj de pared dio la hora, y llenó con sus ocho gritos fúnebres la gélida habitación. Un cenicero con diez colillas de cigarrillos en su interior humeaba debido a uno que estaba a la espera de terminar junto con los demás, consumiéndose solo, agonizando en la oscuridad sin que nadie lo tocara desde hace un buen rato. El viento frío de la noche se filtraba por unas ranuras invisibles de las ventanas, generando un arrullo prolongado que simulaba el gorjeo de una paloma. Un hombre, sentado sobre su silla bailarina, tamborileaba con un bolígrafo azul sostenido por su mano derecha, la superficie de una descuadrada mesa de madera que había sido estabilizada por una precaria cuña de papel periódico puesta en una de sus patas. Por otro lado, la mano izquierda del hombre le soportaba la cabeza por miedo a que esta llegara a caer del cansancio. Casi ocho horas sentado en la misma posición, sin levantarse ni siquiera para prepararse un bocadillo, y mucho menos para ir al baño.
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Aunque esto último aguardaría su turno mientras no hiciese lo primero. Pero no podía hacer ni lo uno ni lo otro porque estaba a la espera, no de alguien, sino de algo, pero un algo con nombre femenino que a veces no se le encuentra por más que se le busque, por más que se le llame y se le pida a gritos su presencia. Esta presencia etérea tiene la capacidad de ignorar, de hacer caso omiso a tus súplicas mirándote con altivez, observando cómo te desesperas cuando más la necesitas y regocijándose de tu desgracia. Se interna en su madriguera y entonces es difícil hacerla salir. Desde ahí ella puede verte, más no tú a ella, solo te quedas con la imagen de una oscuridad insondable, una negrura capaz de absorber al mismo sol.
Este algo es conocido como “idea”, un animal salvaje difícil de cazar. Su naturaleza escurridiza provoca que los más avezados sucumban en su búsqueda. Es como el leopardo de las nieves, como el santo grial de los intelectuales. A este animal le encantan los cerebros lúcidos, las mentes pensantes. Solo ante ellas se rinde y aparece como tierno gatito, dispuesto a ronronear siempre y cuando se le sepa domesticar. Porque si no, desaparecerá de la misma forma en que llegó y dejará a quien lo poseyó en un estado de angustia total.
Nuestro personaje, a quien llamaremos Carlos, no porque ese sea su nombre, ni mucho menos, sino porque tiene un ligero parecido a don Carlos Firens, un ex militar de rasgos duros y de temperamento aún más duro que, en un arranque de locura, liquidó a todo su pelotón mientras estos dormían, colocándoles una bomba en pleno campamento para luego huir sin huir hacia la zona enemiga, dejándose capturar por un grupo de avanzada quienes lo dejaron libre a los pocos minutos después de enterarse de esa “gran hazaña” que obedeció más a su arrebato psicótico que a su deseo de traición, según fue lo que contó, no sin antes tallarle un enorme y deforme sol en el antebrazo derecho como símbolo de que en algún momento perteneció a ellos. Y no es que lo dejaran ir por considerarlo un héroe, como le hicieron creer, sino por el miedo a que les detonara otra bomba.
Si sus compatriotas fueron despedazados, ellos peligrarían de correr peor suerte. Fue así cómo Carlos Firens, regresó a casa entre aclamaciones para luego ser condecorado con la más alta distinción ofrecida por su país en mérito a sus grandes hazañas, y sobre todo por haber sobrevivido a dos carnicerías. Nadie hasta ahora, aparte de don Firens y de mí, conocía la realidad de esta historia. Y yo también me habría quedado viéndolo como un héroe de no haber sido su hijo. Es por eso, por el gran parecido que encuentro entre ambos hombres, entre mi padre y este que se halla a la mesa, que le puse Carlos, en parte también porque este es uno de los nombres que más abunda en los registros civiles sin importar raza, credo, ni condición social, junto con Julio, José, Juan, Pedro, Pablo, etc.
Aunque por lo que vemos, Carlos es el único nombre que no viene de los tiempos de Cristo como los mencionados. Pareciera como que, en el aspecto de los nombres, la iglesia también hubiese logrado imponer una moda hasta nuestros días. En fin, como les contaba, le puse Carlos además porque en ningún momento me mencionó su nombre, de todo lo que sé de él, lo único que no pude averiguar fue eso. Error mío, así que pido las disculpas del caso, pero la verdad es que nunca me importaron los nombres, ni siquiera el mío, ya que cada cierto tiempo me lo cambiaba. Mamá y sus gustos estrafalarios.
En el colegio, en un examen podía llamarme Umberto y en el otro Gerardo. Podía firmar una carta con Alejandro y luego responder a la respuesta a esa carta con Leonardo, lo cual ponía en un estado de confusión extrema a mi interlocutor. Pero es que resulta que cuando algo no te interesa, o simplemente no te llama la atención, pierde valor, y por lo tanto necesitas reemplazarlo con otro semejante o si se da la posibilidad con algo mejor, pero nunca peor.
Pero vamos, esta no es mi historia, ya habrá oportunidad de contarla en otro texto. Eso sí, no sé con qué nombre firmaré este, así que no se guíen por el que ponga al final del relato. Como les decía, todos en algún momento de nuestras vidas nos hemos topado con algún Carlos en nuestro camino, quizás un amigo, un vecino, un familiar (como en mi caso), un jefe o hasta una mascota, sí, aunque no lo crean conocí un pequinés cuyo pomposo nombre era el de Carlos II, un perro tan viejo como su dueña, quien justamente fue la encargada de ponerle ese peculiar nombre en honor a su esposo fallecido, por lo que fue segundo no por mérito propio. Así que así va la situación, dado que no conozco el nombre de mi personaje, le llamaré Carlos.
En un principio pensaba dejarlo así, en el más completo anonimato para no someterlo al cruel escrutinio de la gente debido a la inescrupulosa acción que tendrá al final de esta historia. Más como siempre es menester que todo sea nombrado, he aquí Carlos, quien no era un buen cazador de ideas, por lo que ahora lo vemos a punto de declinar en su lucha. Desde las doce del mediodía que se sentó a la mesa, hasta ahora que son cerca de las nueve de la noche, solo oscuridad, silencio, y una sensación aguda de ineptitud lo acompañaron desde entonces. Peleó de una forma encarnizada por hacer surgir alguna idea de su escondrijo, pero nada. Estas se encontraban muy bien agazapadas oliendo la angustia de Carlos y riéndose como hienas de él. Hasta yo podía oler ese agobio que imperaba en el ambiente, era una mezcla de humedad con sudor y unos ligeros toques de madera carcomida que complementaban esa singular fragancia.
La hoja de papel seguía esperando ser acariciada con la fina punta del lapicero. Salpicada con la tinta como símbolo de que ahí se desarrollaba una contienda, donde el cerebro demostrase su poderío y se vanagloriase de su sapiencia. Esa hoja no fue creada para quedar en blanco, necesitaba mancharse, ensuciarse al menos siendo garabateada, porque su placer residía en eso. Pero Carlos no le daba ese gusto. Solo la veía, la observaba con minuciosidad y detenimiento, auscultando cada fibra suya con la yema de los dedos como si estuviese leyendo en braille, era la única caricia que le podía dar por el momento.
Carlos no se movió de su lugar para encender la luz por miedo a que en ese lapso una idea asomase y justo cuando estuviera a punto de capturarla, se volviese a esconder ahuyentada por la luz. Así que permanecía en total oscuridad. Hasta que se dio cuenta que sería imposible capturarla sin poder verla, por lo que abrió uno de los cajones de su escritorio y de ahí saco una vela a mitad de su existencia que guardaba en caso de apagones, y hoy era uno de esos días, su apagón mental necesitaba luz. Cogió la vela y junto con ella una caja de fósforos que procedió a encender. Una vez que insufló vida a la vela, la inclinó sobre una parte desnuda de la mesa y le obligó a que lagrimeara, hecho esto, la puso encima de su llanto y quedó firme, atrapada por sus lágrimas. Así pudo ver la blancura amarillenta de la hoja, y en ella vio reflejado el vacío que poblaba su mente.
El viento comenzó a arreciar con fuerza, haciendo tambalear las vigas de madera que funcionaban como el esqueleto de la casa, provocando que chirriaran cual ratón al ser atrapado por un gato. A lo lejos, no sabría precisar la distancia, un perro callejero emitió un aullido melancólico como el de un lobo que llamase a la luna aun sabiendo que nunca vendría. En ese momento, ocurrió lo que tanto estaba esperando. Una idea se le vino a la mente. Vio asomar su pequeña cabeza y se abalanzó sobre ella. La cogió a las justas, pero su piel era resbaladiza como de anguila, así que, si no se apuraba en agarrarla por completo, volvería a su madriguera y a lo mejor nunca más volviese a salir.
Colocó el lapicero sobre el papel y empezó a escribir. La tinta brillaba a la luz de la vela para luego secarse de inmediato. El frenesí propio de la caza, lo sometió y como si de un poseso se tratase, llenó hojas y hojas hasta tener la mano adolorida y la tinta del lapicero a punto de terminarse.
Por algún motivo secreto, la vela que ya debía acabarse seguía acompañándolo, iluminando el trayecto de su ágil mano. Una vez culminada su heroica tarea, se sintió regocijado al saber que aún su mente seguía funcionando, que aún tenía la fuerza suficiente como para cazar una idea. Así que, complacido y exhausto, se recostó sobre el respaldar de la silla y en medio de un suspiro vio su obra terminada. Vio al animal muerto frente a sus ojos envuelto en una cuantiosa cantidad de papel. Había sido su más grande cacería.
A aquella satisfacción le devino el hambre, que ahora después de doce horas recién se manifestaba con una furia apabullante. Entonces Carlos se levantó y fue a la cocina a prepararse algo. ¡Oh querido lector! Tal vez pienses que esta es una historia con un final feliz, pero nada más alejado que eso. Lamento tener que destruir tus ilusiones, pero la vida es así, es una ida y venida de gracias y desgracias, salimos de una para entrar en otra en un ciclo interminable, así que es mejor suponer desde un principio que lo que queremos no se cumplirá, para así no llevarnos tremendo fiasco cuando todo emocionados nos destruyan nuestras esperanzas. Por eso ahora veremos cómo Carlos pasa de la emoción a la desolación en tan solo unos minutos, y todo porqué, por su ineptitud. Había estado tan emocionado al momento de escribir que se olvidó encender la luz y siguió con la vela prendida que, como dijimos, por obra y gracia del destino no se acabó, y a pesar de resultar innecesaria luego de haber culminado su labor, Carlos ignoró su presencia y la obvió, como cuando vemos un punto fijo durante determinado tiempo, sin parpadear, hasta que todo lo que está alrededor comienza a desvanecerse.
Eso fue lo que sucedió, y tal vez ahora comprendan por qué dije que era mejor no saber su nombre. Resulta que olvidó apagar la vela y así se fue, sin tener conciencia de que dejaba a un pequeño monstruo de melena encendida encerrado junto a su obra. Fue suficiente una ligera brisa para que ese insignificante pedazo de cera cayese y envolviera con su cabellera el montón de papel que esperaba a su dueño. El pequeño monstruo incrementó su tamaño, alimentándose de todas esas hojas y de todo lo que tenían escrito. Su voracidad fue atroz. En unos segundos ya no quedaba nada, solo un montón de cenizas que fueron dispersadas con el viento, dejando la mesa vacía, la habitación en completa oscuridad, y a Carlos, que no tardaría en llegar, en el más absoluto abatimiento.