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Memorias de Mamá Hueva, por Javier Guédez - Cuentos

Entré al baño del bar para retocarme, volverme a tocar quise decir, reconocerme, era todo. No habían cortado el servicio eléctrico en todo el día, eso había que celebrarlo de alguna manera. Me dispuse frente al espejo muy mal grafiteado. Eso me encantaba, los espejos rotos, sucios, llenos de voces cansadas. Me coloqué a una distancia prudencial, ni muy muy, ni tan tan. Saqué mi kit de maquillaje de la cartera y comencé a devolverme la parte de la vida que me habían quitado a los 7 años. Estaba quedando bella, no parecía yo, no era yo de hecho, para que les voy a mentir. ¿Quién pudiera ser uno mismo?

Andaba sola, porque sola es mejor, es falso que la verdadera felicidad siempre es compartida. El teléfono se te llena de cadenas en media hora y te sientes sola, esa es la verdad, la única. Las cárceles son una distracción para que confundas tu verdadera libertad. Perder esa libertad es quedarte sola también. El femenino del sol, no es la luna, es sola. Más sola que nunca.

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En eso, mientras la luz se me venía al rostro, comencé a escuchar un ruido particularmente raro que salía dentro de uno de los cubículos que tenía la puerta cerrada sin seguro. Era una queja extraña que logré oír dos o tres veces, cada vez era más frustrada. Pude pensar en varias cosas a la vez, pero decidí rápidamente imaginar que se trataba de alguna mujer alta, muy flaca, con una falda muy corta intentando en un esfuerzo torpe resolver el caso menstrual de todos los 28 de cada mes, con una toalla sanitaria desbordada de sangre. Quizás se encontraba agradecida y buscaba de alguna manera ofrendar ese momento glorioso, esa llegada puntual. Porque tener un hijo de Roberto sería lo último que haría en este mundo. La menstruación es así, como una luna, (la luna no tiene masculino, luno no existe). La luna tiene mucho poder. Hay que saberla llevar, y saber entender que tu sangre es también la sangre de la tierra. No se le acerque demasiado a una mujer con la luna puesta. Se tenía que decir y se dijo. No

puse mucha atención al principio. Así que continuaba arreglándome, ajustándome, recorriéndome con las manos para asegurarme de que toda la carne estaba en su puesto, quería pensar que era un diseño renderizado con articulaciones soñadas en Pixar. El bar se llamaba el Maní es Así. Me había mudado a Caracas para trabajar en la humanización penitenciaria. No creía en las cárceles pero si estaba segura que la mayoría de nosotros nos la merecíamos por alguna extraña razón. Era mi primera noche ahí. Las montañas eran una suerte de árbol de navidad sin regalos. Cuando no pude más con el cuento, el puje y el golpeteo, porque los cuentos tienen esa intensidad y llegan de repente, me fui asomando lentamente al cubículo desde donde provenía la voz pujante. Pregunté entonces para salir de dudas.

¿Estás bien? No. Me contestaron desde adentro. ¿Puedo ayudarte? Sí, por favor, entra. Entré.

Y coño, la vaina era rarísima. Se trataba de un Drag Queen o algo parecido que supe identificar de inmediato, muy bien vestido además. Intentaba llevarse el huevo hasta atrás, para no delatar el paquete de mentiras recientes que se le hace a los hombres por delante. La idea, según pude entender rápidamente, era amarrarlo con un lazo elástico y escondérselo lo más atrás que se pudiera, entre las piernas, sin que los testículos sufrieran tanto.

Tenía unos senos parejitos aunque muy separados uno de otro. Eran casi de verdad, le pedí permiso para tocárselos. Se los toqué, pero parecían rellenos de piedras. Estaban tiesos. Los pezones lucían algo deformados como si fueran viscos. Le dije que se volteara y se mantuviera en 4 patas, que la iba a ayudar en serio.Aquel ejemplar era grandísimo, casi le llegaba al ano. Yo estaba acostumbrada a contar ocho dedos más el ábside en los hombres que me han puesto en el camino para amar. No más de ahí. Nunca había visto algo parecido ni en las revistas donde los agrandan intencionalmente con un cursor envenenado. Con razón el pobre sufría, era como esconder una máquina de coser en una cajita de música. Se lo toqué y era de verdad, nada de implantes, me provocó no puedo negarlo, lo espiché varias veces para ver si se dejaba aplanar. Cuando no aguanté más le di una probadita como si se tratara de una barquilla cremosa. Nunca más estaría yo tan cerca de una escultura totémica como esa. Sabía ni muy salado, ni muy lavado, lo disfruté. Cuando terminé el arreglo floral, aproveché de hacerme una selfie, para mandársela a Mónica Ilija, mi amiga eslovena, que vive en España, y que quiere escribir un libro sobre estas vainas que me pasan a mí por safrisca. Ya tiene título me dijo la última vez que hablé con ella: Memorias de Mamá Hueva. Me gustó ese título. Cuando volteó y le miré a los ojos, estaba llorando, dos lágrimas inmensas, masculinas en toda su geometría bajaban como raíces sobre su rostro.

¿Qué te pasa mi amor? Le pregunté, y lo abracé. Puse su cabeza sobre mis piernas. No paraba de llorar, lloraba como un niño, era un niño muy desarrollado. Se parecía mucho a Isaías, mi novio de primaria, que también se ponía a llorar así, moqueando y gimiendo al compás cuando yo me negaba a darle mi prueba de amor. Isaías era bello, este hombre también. Pasó sus brazos a cada lado de mi cintura y sus manos estaban frías, no como las mías.

Recostados sobre el WC, también lloré con él, no sé porque lloraba, me imagino que reconocía lo duro que es llorar solo. Isaías no lloraba solo nunca, yo lloraba con el cada vez que podía porque nos amábamos y nos íbamos a casar si no es porque Andreina se atraviesa y lo hace caer del tercer piso del colegio. Bajé la tapa del inodoro, bajé el agua, pero no bajó. Todo quedó flotando como ocurre con los barcos en el mar cuando está tranquilo. Intenté ponerlo de pie. Me abrazó, lo abracé. Me dijo: Mamá, te quiero mamá. No quiero ir al colegio hoy, mamá. Los odio a todos.

Después lo invité a respirar y respiramos. Le conté una broma y se sonrió. Me reí. La gentileza se mide con los actos, le dije. Así que vamos allá afuera a bailar Bebiendo Ron sin bañarse, ¿sabes cuál es esa?, es la que está sonando, la interpreta Andy Montañez, te va a gustar. Contestó que no, moviendo la cabeza. Ven y te la muestro, apúrate, no vaya a ser que se vaya la luz en plena pista. Este negocio no tiene planta eléctrica, anda vamos. Vimos en dirección al espejo y sentimos una fascinación increíble, éramos como siamesas. De verdad nos parecíamos mucho. Nos chorreaba todo el maquillaje, a causa del sudor y el llanto. Nos abrazamos otra vez, para que el mundo no se viniera abajo como un panal de avispas en la sala de un apartamento y salimos pelando los dientes, con la seguridad de que algo había cambiado muy en el fondo. El exterior, las texturas esas de las paredes, ya no nos importaba. Tomadas de la mano violamos los torniquetes del paraíso, la noche que existía sobre nosotras apenas estaba empezando a caminar.

Así que bailamos, bailamos, bailamos y nos fuimos desapareciendo.

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