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De octubre hasta abril, por Pamela Trejo - Cuentos
De octubre hasta abril
Por: Pamela Trejo
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Era el año de 1994 y Alberto Santa Clara se levantó de la cama con la extraña sensación de que debía salir a buscar a alguien. A veces le ocurría, estaba sentado mirando la televisión y sentía el deseo incontrolable de buscar algo, no se sabe si se le perdió algo hace mucho tiempo o, en realidad, era algo que deseaba tener y que hasta ahora no había obtenido. Desempleado desde hace seis meses, Alberto se despertaba con los ruidos del tránsito de la calle Pino, alrededor del mediodía y con una sed incontrolable que lo llevaba hasta la cocina en busca de agua, quizá sería por la resaca constante o por el desgaste del tiempo sobre su cuerpo que parecía haber durado siglos. Se detenía a mirar por la ventana como si no supiera que iba a ver lo mismo de todos los días: transeúntes empleados agotados de la oficina, estudiantes de medicina agotados de la escuela, amas de casa agotadas de las labores del hogar, y así es como se imaginaba a sí mismo mirándose por la ventana desde su tercer piso, agotado de tanto observarse durante cada día de los últimos meses exactamente a la misma hora. Finalmente después de tanto pensar salió a la calle como todos los jueves; sin desayunar y con el ánimo indiferente se puso la chamarra gris que estaba en el perchero a lado de la puerta y encendió un cigarro. (…)
(…)Tenía mucho tiempo que no se sentía mareado al sentir el viento helado que octubre traía consigo, desde el día en que su madre llegó a la casa con la piel pálida y apenas una lágrima que recién resbalaba en su cara, con la voz tan fuerte como siempre, pero que parecía ser ahogada por los suspiros:
-Está muerto mi niño. Eran las 6:00 de la mañana.
Apenas habían pasado seis meses desde que Ismael se había ido y Alberto ya se sentía tan solo como ese primer día en el que recordó las palabras de su hermano recién enterrado: “no la dejes sola”.
«Ismael, te fuiste en días tan felices que todavía imagino que al estar de regreso te voy a encontrar en el mismo lugar de siempre, y no me sorprendería cruzar las palabras contigo otra vez, aunque sin sonreír, y en ese momento te daría la mano…»
Muy poco tiempo había vivido junto a su madre, él y ella solos sin saber cómo comportarse o qué decirse uno al otro, las palabras eran inútiles en medio de la nostalgia que les traía el acontecimiento. Para Alberto Santa Clara las palabras siempre habían sido inútiles, nunca había conseguido decir lo correcto o encontrar el momento adecuado para decirlo, es por eso que ese día sentía poder hablar con su hermano porque tenía seis meses sin verlo y una vida sin decirle nada.
«Ismael, te fuiste en días tan felices que aun siendo octubre siento que va a salir el sol cuando regreses, como cuando te fuiste…»
Alberto Santa Clara tenía una profesión y una vida tan normal que al verlo por primera vez, nadie pensaría que una persona como él podría llegar a tener sentimientos que hablaran de la poca fortaleza que un hombre podría demostrar en esa época. Aquél ciudadano capitalino demostraba completa indiferencia hacia las circunstancias en general, su aura solo demostraba la infinita distancia en que se encontraba su mente con respecto a su presencia en cualquier lugar. (…)
(…)El hombre salió de su casa con la ingenua expectativa de encontrarse con un fantasma que llevaba a lado desde hace poco menos de veinticuatro semanas.
«Ismael, te fuiste en días tan felices que los perros están alegres porque no saben que no estás, y el otoño no ha secado el verde de tus ojos en nuestro retrato…»
El muchacho Santa Clara caminó rápido como todos los días y se encontró en la memoria con todas las veces que había pensando en lo mismo, la estancia permanente de una máquina del tiempo que siempre lo enviaba hacia los mismos lugares; en el mejor de los casos eran escenas triviales e insignificantes de acciones y personas que seguían siendo parte activa de su cotidianidad, en el peor, eran los sueños prolongados hasta el medio día en el que se hallaba otra vez como en los días felices, sin saberse dichoso pero con un futuro que enfrentar, algo de lo que hoy hubiera querido tener, por lo menos un poco de lo segundo. A propósito de los sueños, Alberto Santa Clara sabía bien que soñar con muertos no atraía buen augurio, el día en que se levantó pensando en su padre era porque lo había soñado, traía en su sueño una camisa de vaquero como cuando era joven y sus botas color café que tenía puestas el día que lo mataron. Después entró su madre con la noticia. Ese día la casa había amanecido sin que Ismael llegara, la madre de ambos decidió levantarse a buscarlo y Alberto se quedó escuchando el radio.
«Ismael, te fuiste en días tan felicites que aún escucho en todas partes la canción de Aerosmith que sonaba en el radio ese día, aunque ya casi no es 1994…»
Alberto Santa Clara había caminado por la calle Pino, casi por la orilla del parque con la esperanza de encontrar algo que no halló y no hallaría nunca y que perdió hace tiempo, al mismo tiempo y de la misma manera que todos los que caminamos a diario llevando a lado una ausencia, un recuerdo y una palabra que no se puede olvidar.