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Aquae Deus, por Eric D. Haym Fielitz - Cuentos
Aquae Deus
Por: Eric D. Haym Fielitz
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Don Timoteo paró la oreja no bien el ingeniero se puso de pie. Sabía que, en algún momento de la noche, uno de los concurrentes a la mesa iba a hablar, a contar alguna anécdota de la historia de Montepelado, una entre miles de historias verídicas o inventadas, vaya a saber uno en qué medida, que conformaban ese conjunto de leyendas que servían de excusa para la existencia del pueblo y de sus habitantes.
Esos discursos, esos recuerdos en voz alta luego de haber tomado más de dos ginebras en seco, eran la historia viva del lugar, desde los tiempos en los que don José Orígenes Pereira, el Manco, llegó al pueblo con un certificado del mismísimo virrey Del Abeto que le acreditaba como dueño de todas las tierras que abarcaba la vista y muchas más. En esas tierras estaba incluido Montepelado, que entonces no pasaba de ser un caserío sin orden ni forma, con una pequeña capilla mal administrada por un cura sordo y una pulpería, atendida por un paisano cuyo nombre verdadero nadie jamás supo, pero que le conocían como El Chato.
—En realidad… —comenzó a decir el ingeniero Rodríguez mientras se ponía de pie y miraba a sus compañeros de mesa y a quienes le estaban escuchando desde las mesas vecinas— En realidad, esa famosa fuente de la juventud de la que todos hablan… existe.
Comenzó a hacerse silencio entre los concurrentes al bar “Las Ruinas de Atenas”, que esa noche no eran demasiados, ya que llovía a cántaros y hacía bastante frío.
—Hubo un tiempo —prosiguió Rodríguez luego de una pequeña pausa— en el cual a Montepelado llegaban todo tipo de visitantes, vendedores en carromatos, circos ambulantes, gringos que venían a medir la velocidad del viento, la altura de los cerros o la cantidad de agua que caía. Uno de esos gringos, cuyo nombre no recuerdo ahora pero que mi padre conoció en persona cuando era chico, vino buscando una fuente de aguas termales que le habían comentado que quedaba cerca o lindera al bosque de pinos y acacias que hay por el camino del sur, saliendo de Montepelado a unos cincuenta kilómetros como quien va a la capital. Mi abuelo, que en paz descanse, se ofreció a guiarle por esos andurriales que entonces, como ahora, estaban poco transitados y donde era muy fácil perderse.
El ingeniero hizo una pausa. Sabía que muchos de los concurrentes no iban a creer una sola palabra de lo que estaba contando. Y no porque fueran descreídos o no confiaran en su persona, sino por el simple hecho de llevar la contra. Era casi un deporte local, una forma de mantener cierta independencia de criterios, aunque se tratara de temas que no se dominaban en absoluto. Todos eran doctores, todos eran científicos, todos eran literatos, incluso los que no sabían leer o escribir. Miró de reojo y descubrió que el escribano Gutiérrez, con sus casi 101 años a cuestas, se había quedado dormido.
—Esto que les estoy contando sucedió poco tiempo antes que el Evaristo descubriera su condición de santo y se dedicara a bendecir urbi et orbis a todos…
—¡Alto ahí, ingeniero! —le cortó el Dr. Pérez, dentista y barbero del pueblo—. Todos sabemos de su triste condición de agnóstico, pero háganos el favor de no burlarse de los santos y prosiga con su relato.
—Mi dilecto amigo Dr. Pérez, en ningún momento he pretendido…
—Le conozco bien, ingeniero… —dijo el dentista con cara de pocos amigos.
—En fin… —suspiró el ingeniero con una sonrisa propia de la Gioconda— les comentaba, antes de ser interrumpido por nuestro sacamuelas predilecto, que todo lo que sucedió en esos tiempos alrededor del tema de la famosa fuente de la juventud, es cierto.
Rodríguez volvió a hacer una pausa, esperando el efecto de sus palabras en los concurrentes, en especial en el Dr. Pérez, víctima preferida de sus dardos. En otra ocasión, de esto hacía ya mucho tiempo, habían tenido que separarlos antes que las cosas pasaran a mayores, cuando cerca de la fecha del viernes santo, al ingeniero no se le ocurrió mejor tema para hablar que de las incongruencias del relato bíblico, de lo poco confiables que eran las fuentes, de los detalles del martirio sufrido por el hijo del carpintero y de lo nada creíble del hecho de retornar a la vida luego de haber pasado por semejante paliza a manos de los romanos. El Dr. Pérez no tardó en injuriar al ingeniero, en recordar su bajo abolengo, en especial el de su madre, y agarrando una botella por el cuello a modo de arma mortal, abalanzarse sobre el ingeniero, quien no dudó en sacar el revolver que siempre llevaba consigo desde los felices tiempos de las guerras civiles. Esta vez, el Dr. Pérez permaneció en su lugar.
—Resulta ser que cuando mi padre era chico, llegó a Montepelado un gringo contratado por el gobierno. Creo que trabajaba para el Ministerio de Sanidad, si no me equivoco. Había estado ya en varios sitios del país, tomando muestras de aguas termales y minerales para analizarlas en la capital y luego evaluar si servían para el consumo de la gente o si tenían propiedades curativas. Creo que medían el nivel de distintos minerales, la temperatura y la densidad para establecer si eran beneficiosas y, por supuesto, si se podía sacar algún rédito de todo ello.
—¿Y cómo fue que llegó hasta acá? —preguntó don Marcos, el dueño del local donde todos jugaban a la quiniela— Estamos bastante lejos de cualquier camino… Y en la capital solo se acuerdan de nosotros cuando aumentan los impuestos y deben pasar por aquí a cobrarnos los hijos de mil putas…
—Ah, de eso no estoy muy seguro… —contestó el ingeniero— pero mi abuelo me contó que ese gringo sabía bastante bien lo que estaba buscando y dónde podía encontrarlo.
Hizo una pausa que aprovechó para mojarse los labios con su ginebra. De reojo observó al escribano, que comenzaba a roncar por lo bajo. Hacía un par de semanas, debieron atajarlo antes que se cayera de su silla. A esa edad, los golpes y las roturas de huesos podían ser fatales.
—Según le contó el gringo a mi abuelo, —prosiguió— en las memorias de un viajero europeo que anduvo dando vueltas por estos pagos, a caballo o diligencia no lo se bien, pero que pasaba con frecuencia a uno y otro lado de la frontera con los lusitanos, parece ser que en esas memorias el tipo describió bastante bien nuestro pueblo y sus alrededores, los cerros pelados, los bosques, los campos fértiles, el ganado gordo, las buenas pasturas, y menciona unas fuentes de aguas termales, o lo que creía que eran aguas termales, en un sitio indeterminado cercano a Montepelado, que el viajero lo ubicaba al sur del poblado. No fue el único que menciona la existencia de dichas aguas, pero según he podido saber, ese viajero fue el primero en hacerlo. Muchos años después, este gringo contratado por el Ministerio de Sanidad se apareció un día por aquí, con sus bártulos e instrumentos que para entonces eran una rareza, y además de medir la altura de las nubes y la fuerza de la caída de la lluvia, quería conocer esas aguas termales… que aquí nadie conocía.
—¿Nadie? —preguntó don Julio.
—Alguien debe haber sabido algo, supongo… —agregó el Dr. Pérez, con sorna poco disimulada.
—Sí, mis queridos amigos —prosiguió el ingeniero—. Alguien sí sabía o tenía una idea clara de dónde ir en búsqueda de esas aguas termales… Mi abuelo. No diga…
—Sí, el mismo —contestó el ingeniero, acabando de un trago su ginebra—. El viejo era muy andariego. Parece que nunca se quedaba quieto y en aquellos tiempos tampoco había muchas cosas para hacer en este pueblo. No es que ahora las haya, pero entonces creo que era peor. Por lo que mi abuelo se dedicaba a recorrer los alrededores. Se llevaba una mula o un caballo si conseguía uno con algunas cosas para pasar la noche, se arropaba en su poncho y daba vueltas interminables por los cerros y los campos que nos rodean. Contaba que, en uno de esos paseos, se adentró en un bosque de acacias y pinos viejos que queda al sur, perdido entre varios montes, y que allí mismo se topó una fuente de aguas cristalinas, las más puras que él había visto en su vida.
Hizo una pausa para servirse otra ginebra. Afuera la lluvia había amainado pero el contraste del frío intenso a la intemperie y el razonable calor dentro del local había empañado los vidrios. Don Timoteo estiró su brazo y limpió uno con la mano. Las luces de las farolas aparecían amarillentas y tristes, y un perro cruzó la calle temblando de frío.
—Por eso, unos años después, cuando el gringo se apareció por el pueblo y preguntó por esas aguas, el único que pudo indicarle dónde buscarlas fue mi abuelo —prosiguió el ingeniero Rodríguez, atusando su bigote con la mano izquierda.
—Así que un día, —prosiguió— luego que el gringo había terminado su trabajo para el Ministerio, salió junto a mi abuelo en la búsqueda de esa fuente de aguas termales. Contaba el abuelo que tardaron bastante en encontrar el rastro. Hacía muchos años que no regresaba a esos lugares y le pareció como que el bosque se había movido de lugar. Quizás habían crecido, mientras tanto, algunos cuantos arboles cerca de ahí y se confundió. (…)
(…)Pero siempre dijo que le quedó la sensación de que aquel bosque de acacias se había mudado de lugar, como si un día decidiera tomar sus bártulos y buscar un sitio más cómodo, qué se yo…
—Su señor abuelo tenía mucha imaginación, se ve — dijo don Marcos mientras enrollaba un cigarrito de tabaco oscuro.
—¡Sí que la tenía, mi amigo, sí que la tenía!
—Pero prosiga, ingeniero, que nos deja atragantados con el cuento. ¿Encontraron la dichosa fuente de la juventud o no? —le apuró el Dr. Pérez, fingiendo sorpresa e intriga.
—Sí —fue la lacónica respuesta del ingeniero.—No diga…
—Le digo. Sí, luego de tres días y sus noches dando vueltas por ese bosque de acacias y pinos, que parecía moverse de lugar cada noche, como si estuviera embrujado y Mandinga hiciera de las suyas por ahí, una mañana mi abuelo reconoció unas rocas que formaban un montículo natural. Atrás de ahí, unos pocos pasos dentro de un enramado casi impenetrable de acacias y vaya a saber uno qué otras plantas, había un pequeño riachuelo, un hilo de agua que se perdía entre las rocas. Lo siguieron haciéndose camino a fuerza de hacha y llegaron a una fuente que parecía surgir de entre varias piedras. Decía mi abuelo que saltaron y bailaron como dos locos. El gringo no podía creer que aquello fuera cierto, pero llenó varias damajuanas con aquella agua para llevarla a la capital y poder analizarla. Decía que, si bien no eran aguas termales porque no era agua caliente como para el mate, sí parecían ser muy cristalinas y puras. Le contó, y esto lo pude comprobar yo mismo en una visita que hice a los archivos del Ministerio de Sanidad hace unos años, que era fama desde hacía décadas, quizás siglos, que esas aguas eran milagrosas. (…)
(…)Los indígenas de la zona, que nunca fueron muchos ni se quedaban quietos en ningún lugar, parece que las reverenciaban como un regalo de sus dioses.
—Ignoraba que esa gente tuviera creencias… — murmuró el Dr. Pérez por lo bajo.
—Por lo que el gringo supuso que se trataba de aguas tan puras que podían ser utilizadas en forma medicinal —prosiguió Rodríguez, ignorando el comentario del dentista.
A lo lejos sonaron varios truenos. La lluvia helada estaba trayendo una tormenta, quizás con viento y granizo. La última vez que había sucedido, cayeron piedras de hielo del cielo que destrozaron varios tejados del pueblo y los contertulios debieron volver a sus casas corriendo para no caer mal heridos.
—Creo que deberemos ir terminando esta velada, mis amigos… Se viene una lluvia de la gran puta —dijo Mateo, el mozo del bar.
—No sin antes saber qué sucedió con esa famosa agua milagrosa —protestó el Dr. Pérez.
—Esa agua fue analizada en la capital y confirmaron su excepcional pureza —dijo el ingeniero Rodríguez a modo de conclusión.
—Pero de milagrosas… nada —refutó el dentista.
—En realidad, sí, mi dilecto amigo —contestó el otro, con voz socarrona—. Milagrosas. En una carta que el gringo le envió a mi abuelo un tiempo después, le contó del extraño caso de la esposa de un colega suyo que bebió de esas aguas. Parece ser que el hombre se llevó a su casa una de las damajuanas y su esposa, una señora ya mayor y en edad de reposo, comenzó a tomar de esa agua y a tener ciertos apetitos que hacía años que no tenía. (…)
(…)El pelo se le oscureció, desaparecieron las arrugas, el dolor del lumbago y su tos de tísica, y comenzó a corretear a su esposo por toda la casa. Dicen que el hombre dejó de frecuentar los lupanares del bajo de la capital, no solo porque su esposa estaba cumpliendo con creces con el débito matrimonial, sino porque de tanto hacerlo ya no podía mantener el “rigor virilis” en estricto rigor… Quizás usted debiera organizar una expedición en la búsqueda de esa fuente y así poder emular las hazañas del dichoso colega del gringo.
—Es usted un mísero hijo de mil putas… —llegó a decir el Dr. Pérez, rojo de ira, antes que el ingeniero manoteara su revólver y le apuntara directo a la cabeza.
Esa noche no hubo víctimas que lamentar. Entre Marcos y Mateo lograron calmar al dentista. Sabían que el ingeniero no iba a disparar a menos que fuera muy necesario. Ya tendrían ocasión de dirimir sus conflictos, que mezclaban la pertenencia a divisas políticas enfrentadas en el campo de batalla en un pasado demasiado reciente y desconfianzas personales que llevaban a que Rodríguez se atendiera en San Ignacio con otro dentista cada vez que tenía problemas con sus muelas.
Don Timoteo quedó impresionado con el relato del ingeniero. Durante varios días anduvo como perdido, ensimismado en sus pensamientos. Atendía su negocio casi de memoria. Tantos años de boticario en Montepelado le permitía conocer al dedillo males y miserias de todos sus habitantes. Píldoras para combatir el estreñimiento, sales digestivas, laxativos, preparados para aliviar el exceso de bilis o los males del hígado, gotas para curar la tos o la migraña. Desde hacía más de cuarenta años, todos los días, sin reparar en domingos o días de santo, tomaba los recados que le enviaba el Dr. Espinoza o alguna enfermera del hospicio municipal, se encerraba un rato en su pequeño laboratorio de moderno alquimista y preparaba la droga con esmero. (…)
(…)Los pocos dineros que recibía en compensación los invertía en comprar los mejores materiales y sustancias a un comerciante de la capital. Era su esposa, doña Fermina, quien con paciencia lograba hacerse con algunas monedas de la caja de la botica, para pagar las cuentas y tener una mesa decente al mediodía y en especial en la noche. Ella conocía muy bien a su marido y él confiaba mucho en ella. Lo que doña Fermina no sabía era que don Timoteo se estaba muriendo.
—Así que usted quiere encontrar la fuente de la juventud, don Timoteo…
Le había encontrado en un banco de la plaza principal de Montepelado, bajo la sombra escasa de un naranjal amargo. El boticario se puso de pie para saludarle y le invitó a quedarse un momento a charlar.
—En realidad —comenzó don Timoteo, algo avergonzado— me impresionó mucho lo que usted contó la otra noche en el bar. No es la primera vez que escuchaba ese tipo de historias sobre cosas sobrenaturales… Usted conoce bien a este pueblo.
—Es verdad, hay fantasmas y aparecidos en todos lados, desde el Joaquín que de vez en cuando le da un susto a alguien y le deja seco hasta nuestro poeta afamado, que el escribano jura que se desvaneció delante de sus ojos. Sin mencionar, por supuesto, a nuestro santo local, otro desvanecido.
—Pero la historia a la que se refirió usted la otra noche es verdadera…
—De principio a fin, querido amigo. Mi abuelo tenía algunas malas costumbres, pero la mentira no era una de ellas. Él encontró, junto al gringo, una fuente de aguas cristalinas, muy ricas en minerales que, si no servían para curar los males del hígado, de seguro sí lo hacían con los del corazón. (…)
(…)Yo mismo pude encontrar en unos archivos olvidados y llenos de polvo allá en la capital los informes de los laboratorios que indicaban la presencia incluso de ciertos minerales ignotos que sospechaban que podrían ayudar a la recuperación de tejidos y órganos enfermos.
Don Timoteo quedó un momento en silencio, contemplando la punta de sus zapatos. Un lejano dolor, a esta altura constante, en el hígado, le recordó que no tenía mucho tiempo.
—Dígame, ingeniero, ¿por qué nunca se volvió a saber de dichas aguas? ¿Nunca se comercializaron?
—Es una buena pregunta la que me hace usted, don Timoteo —dijo el ingeniero bajando la voz y con la mirada muy seria—. Tanto mi abuelo como mi padre intentaron encontrar esas aguas otra vez. La idea que tenían era la de poder embotellarla y venderla en el pueblo y los alrededores como agua mineral, la más pura del país y de todo el sur de las Américas.
—¿Y por qué no lo hicieron? – preguntó el boticario.
—Porque no las volvieron a encontrar… Así como usted lo oye: se desvanecieron. Muchas veces fueron a ese maldito bosque y siempre que regresaban juraban por lo más sagrado que ese paraje estaba embrujado, que los árboles cambiaban de lugar, que podían escuchar el agua corriendo entre las rocas, pero jamás daban con ellas. Volvían siempre con las manos vacías.
—Increíble… —murmuró don Timoteo.
—¿Y usted quiere encontrar esas aguas… para su botica?
—Sí, así es… —mintió el boticario—. Unos botellones de un agua tan pura y rica podrían ayudarme mucho en mi labor. Y quizás dejarme unos vintenes en el bolsillo, que a esta edad son muy necesarios.
El ingeniero Rodríguez sonrió mientras se ponía de pie para proseguir su paseo.
—Cuando le dije que lo que conté la otra noche era toda la verdad, omití algo… La señora que se tomó un botellón de esa agua no solo se curó de todos sus males, que eran muchos y complicados, sino que rejuveneció. Sobrevivió a su marido y a todos sus conocidos y vivió hasta pasados los 116 años sin haber visto nunca más a un médico.
—¿En serio es eso?
—Absolutamente… ¿Es usted un hombre de fe, don Timoteo?
—Algo… A pesar de jugar a la alquimia, tengo algunos momentos de duda y recurro a lo espiritual. Mi esposa es la come santos de la familia. Yo, en realidad, no tanto. ¿Por qué la pregunta, ingeniero?
—Mi madre, que en paz descanse, solía decir que esas aguas esquivaban a quien recurría a ellas sin fe. Ella era muy creyente, quizás demasiado. Pero tanto mi abuelo como mi padre no lo eran, creo que mi abuelo de joven sí pero luego ya no, y ella decía que era por eso por lo que no podían encontrar la fuente de agua de dios, como ella la llamaba. “Aquae Deus” hubiera sido un buen nombre comercial.
—¿Y el gringo…?
—El gringo era un científico… Pero tenía una fe inquebrantable en que esas aguas existían. Quizás por eso las encontró, vaya usted a saber. Si sale en su búsqueda, quizás le ayude tener un poco de fe en lo que sea. Y si la encuentra, resérveme una botella para mí, que se viene la campaña política y quiero repartir un poco de fe en los quilombos de la frontera.
Al quinto día de búsqueda, don Timoteo se sentó en el suelo de tierra, a la sombra de una acacia, exhausto y dolorido. Se le estaban acabando tanto la comida como el agua que trajo consigo. (…)
(…)Le dolían los pies de tanto caminar y las manos de escarbar la tierra, remover piedras y arrancar arbustos. Con la barba crecida y la ropa sucia, nadie hubiera reconocido al respetable boticario de Montepelado.
Unos pocos meses atrás, en un viaje de rutina a la capital, sintió un dolor a la altura del hígado que le dobló en dos. Sin ser médico, pero estar bastante entrenado en los secretos del funcionamiento del cuerpo humano, supo desde el principio que algo maligno estaba creciendo dentro suyo. Un par de visitas a su sobrino oncólogo y algunos análisis le confirmaron el panorama. Se negó siquiera a considerar la posibilidad de una operación o de un tratamiento de esos que había atestiguado muchas veces en clientes y conocidos de Montepelado, con sustancias que terminaban siendo tan nocivas como el propio cáncer que debían combatir.
Ordenó a su sobrino mantener silencio sobre el tema y retornó al pueblo decidido a enfrentar su destino y, si tenía suficiente fuerza, doblarle el brazo. La advertencia médica fue contundente: sin tratamiento tendría pocos meses de vida, sufriría dolores insoportables, adelgazaría y si la enfermedad se extendía a otros órganos, el tiempo se acortaría aún más.
Don Timoteo no se achicó con ese oscuro panorama. Retornó a Montepelado y siguió trabajando en su botica como si nada hubiera sucedido. Cambió un poco su dieta. Dejó de comer dulces, en especial unas mermeladas que hacía una vecina amiga de su esposa, que podían empalagar hasta a un muerto. Probó algunos preparados de su propia mano, hechos en base a plantas y sustancias minerales que tenían fama de ser anticancerígenas. Varios de los manuales de farmacología que guardaba en unos estantes de su laboratorio indicaban recetas para prevenir los tumores malignos y en algunos casos, combatirlos hasta hacerles desaparecer. (…)
(…)Otros libros de herboristería y medicina natural también coincidían en el uso de ciertas hierbas para diluir los tumores. Timoteo probó todo. Sin embargo, los dolores eran cada día más agudos. Debe ser ya tarde, se dijo mientras caminaba por las frías calles de Montepelado, aquella noche en la que concurrió al bar. Sin embargo, se aferró a la única salida que le quedaba: encontrar esas aguas milagrosas.
Sentado con la espalda apoyada en una roca grande, supo que estaba derrotado. Dos gruesas lágrimas le recorrieron el rostro surcado de arrugas. Las manos le temblaban y sentía que ese agudo dolor, que mantenía a raya a base de láudano y morfina, comenzaba a rebelarse una vez más. Sus fuerzas le estaban abandonando, tenía sed y probó el sabor de la mayor soledad en medio de un inmenso bosque de acacias y pinos. Pensó en rezar y encomendar su alma. Pero solo llegó a pronunciar una palabra, que sería la última que dijera en voz alta.
—Mierda…
Cerró los ojos, esperando que la muerte, esa maldita, le diera por fin alcance.
Y fue entonces cuando lo escuchó. Era el inconfundible sonido del agua corriendo entre las rocas. Agudizó el oído y creyó sentir que ese sonido provenía de algún lugar a su izquierda. Se puso de pie casi sin fuerzas y con las piernas temblando comenzó a caminar. Se adentró en medio de unos matorrales y pisó algo mojado. Sí, allí corría un muy pequeño riachuelo, que provenía de más arriba. Esto es imposible, pensó don Timoteo, quien había pasado por ahí varias veces en esos días y no había encontrado rastros ni recuerdos de esa caída de agua.
Con fuerzas sacadas de no sabía dónde y la mirada de un loco, siguió el curso del agua hasta encontrar la fuente, a unos setenta metros arriba de un montículo de piedras peladas. El agua, cristalina y muy fría, surgía entre algunas rocas con fuerza, como si alguien hubiera abierto una canilla. (…)
(…)Don Timoteo gritó fuera de sí en un idioma inventado, bailó y sació su sed con grandes tragos. No existía bebida ni elixir de los dioses que se comparara con esa agua. Cuando su sed se calmó, pensó en ir a buscar sus cosas, que dejó más abajo, cuando decidió esperar a la parca.
Pero en lugar de buscar su cantimplora vacía y los botellones que cargó durante cinco días, Timoteo se sentó junto a la fuente, respiró hondó y quedó contemplando el cielo de invierno, que comenzaba a perder color, mientras bebía cortos tragos haciendo un cuenco con sus manos. No supo ni se dio cuenta en qué momento su dolor desapareció, así como el temblor de sus manos, el dolor de sus pies, sus arrugas, su barba y su bigote. Siguió bebiendo hasta que la noche le alcanzó. No le importó el frío intenso ni la tormenta que se aproximaba por el sur.
Varios meses después, a pedido de una inconsolable doña Fermina, el juez de Montepelado le declaró “persona ausente”. Varias partidas de guardiaciviles habían peinado la zona donde se suponía que don Timoteo había ido a acampar. El ingeniero Rodríguez declaró que el boticario había ido al sur, a ese inmenso bosque que se puede ver desde la carretera, en busca de una fuente de aguas minerales que se creía que había en ese lugar.
Solamente un vecino, acostumbrado al aire libre y las inclemencias del tiempo, se adentró en el bosque sin perderse. Encontró, junto a una roca, el bolso de mano y los botellones. Más arriba, a unos veinte metros, estaban sus botas y una camisa. De don Timoteo no había rastros. Sin embargo, el vecino juró durante el resto de su vida que pudo ver, en lo alto de las rocas, una sombra pequeña que se movía, pero a contraluz no le pudo distinguir. Aunque sí sintió que desde ese lugar bajaba la inconfundible risa de un niño.