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Un seguro, por Erasmo W. Neumann - Cuentos

Un seguro

Por: Erasmo W. Neumann

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Era una noche oscura y tormentosa. Me encontraba en un bar de Avenida Juárez y las cavilaciones vertidas en un primer trago dieron pie a un segundo, un tercero y sabrán los dioses que rigen la medianoche a cuántos más. Lo cierto es que, cuando el cantinero se negó a rellenar mi vaso, el dinero en mi billetera apenas fue suficiente. A falta de efectivo, tendría que caminar de regreso a mi apartamento. Ello no habría sido inconveniente de haberme encontrado sobrio pero, por la embriaguez, las siete cuadras se me antojaron tan largas como los kilómetros que separan Maratón de Atenas.

Ahora, si algo sabemos los bebedores sobre los licores balcánicos es que éstos son golpeadores perezosos: el aire fresco torna el leve mareo en vertiginoso vendaval y, víctima de tal efecto, vi las luces del alumbrado y los automóviles orbitar en torno mío mientras deambulaba por la acera. Al cabo de un errático paseo me detuve en un cruce y me aferré a un poste, presa de las náuseas. La luz proyectaba incongruentes sombras sobre el asfalto. Respiré profundo en aras de contener mis entrañas. Una vez me impuse al reflejo, levanté la mirada; estrellas y bombillas volaban cual dragones chinos ante mis ojos. La realidad se deslavó en trazos rojos, verdes y amarillos.

Perdido en la psicodelia, eché a andar sólo para perder el suelo: me sentí flotar en medio de una luz blanquecina al tiempo que un chillido artificial rasgaba el aire. Todo daba vueltas. Tan pronto alcancé el cénit de aquel etílico paraje, me precipité con violencia a una insondable obscuridad. De alguna parte llegaban gritos consternados. Temeroso, manoteé en un intento por escapar de la gravedad, pero nada pude hacer: caí en picada y, conforme la negrura y el silencio me envolvieron, perdí noción de mí.

Recobré el conocimiento en la penumbra. Un hormigueo me corría de la nuca a las piernas. Quise incorporarme, pero un agudo dolor lo impidió. Tenía las extremidades inmóviles y un zumbido clavado en las orejas. Me preguntaba si acaso me las había apañado para llegar a casa. Conforme las ideas se acomodaron en mi cabeza, la luz me regresó a los ojos y descubrí que no era así: me encontraba en la avenida, tendido sobre la acera. De a poco recobré la sensibilidad en manos y pies. Entonces hice acopio de todas mis fuerzas para levantarme.

Dos cosas me fueron evidentes tan pronto lo hice: la primera fue que el mundo ya no daba vueltas (estaba sobrio); la segunda fue que una veintena de personas formaba un medio círculo en torno a un automóvil, justo en el cruce en donde me desplomé. Embargaba sus rostros una tremenda consternación. Me acerqué a averiguar qué los tenía así, mas al dar el primer paso sentí el cuerpo tan ligero que por poco pierdo el equilibrio. Puse especial cuidado a mis movimientos para desplazarme, pues era como si me hubiesen rellenado de helio. Ya me disponía asomar por encima de aquel muro de hombros cuando alguien tiró de mi chaqueta. Al voltear no di crédito: estaba junto a mí un personaje bajito y de caricaturescas proporciones, su cuerpo entero cubierto por un fino pelaje blanco y negro. Sus extremidades eran cortas, y mientras que las inferiores asemejaban patas antropomorfas, las superiores despuntaban en unas simpáticas manos provistas de cuatro dedos regordetes. (…)

(…)Su abdomen describía una curva que bien podía tomarse por barriga, y dos largas orejas pendían de su acacahuatada cabeza. Por encima de la nariz, redonda y húmeda, sus ojos brillaban, ingeniosos.

Incapaz de asimilar aquella visión, apreté los párpados y sacudí la cabeza, mas al abrir los ojos no me cupo más duda: tenía ante mí a Snoopy, tal como lo dibujaba Charles Schulz.

Una sorpresa mayor me aguardaba más allá del grupo de curiosos: aquello que tanto miraban no era sino un cuerpo tendido sobre el adoquín, justo delante del coche. Un cuerpo con el cuello torcido en un ángulo imposible y cuyo rostro, pálido y con los ojos en blanco, era nada menos que el mío.

Entonces retrocedí tan asustado que terminé una vez más sobre la acera, jadeando sin jadear, pues ya no habían en mí pulmones que recibieran el aire a mi alrededor. Antes de que pudiera cubrirme el espanto con las manos, Snoopy se acercó y me dio unas palmaditas en la espalda. Fue su tacto tan cálido que no hubo espacio para la congoja. Luego, con una pantomima bastante humorosa para la situación, me explicó lo sucedido: intenté cruzar la calle tras detenerme en el poste, mas era tal mi estupor que no vi el semáforo en verde y fui embestido por un automóvil que no logró frenar. El impacto me arrojó por los aires y la caída me rompió el cuello.

“Con que así es como todo termina”, medité, triste, mientras contemplaba la escena del percance. Entonces Snoopy sacó, no sé de dónde, un pequeño portafolios. De allí extrajo un fajo de papeles que identifiqué como la póliza de mi seguro de vida. Pasó las páginas y se detuvo en una casi a la mitad del documento, impresa en una tipografía tan diminuta que tuvo que facilitarme una lupa para que la leyera. Señaló un renglón perdido entre artículos, apartados, cláusulas e incisos. (…)

(…)Allí decía que uno de mis beneficios como contratante era que, en caso de defunción, la propia mascota de la compañía de seguros (Snoopy) se encargaría de conducirme al más allá.

Lo confirmó con una servicial caravana.

Enterado de esto, doblé las hojas por la mitad y me incorporé, más habituado a mi nueva condición. Dejé escapar un suspiro resignado antes de echar un último vistazo a mi accidente: los curiosos ya se dispersaban y una sirena aullaba calle arriba. Destellos rojos y blancos volaban por las fachadas de los bares y restaurantes de Avenida Juárez. Sin deseos de ver más, hice saber a Snoopy que estaba listo para acompañarlo. Ordenó que lo siguiera y fui detrás suyo con las manos en los bolsillos, cual Dante tras Virgilio. Observaba con detenimiento la calle, deseoso de memorizar la noche de mi muerte. Irrumpió la nostalgia una serie de interrogantes: ¿A dónde me conducía? ¿Cuál era la entrada más cercana al reino de los muertos y cómo sería allí? ¿De verdad había un lugar reservado para quienes llevaron una vida intachable y otro para aquellos que eligieron el mal camino, quizá dividido en nueve círculos como sugiere la Comedia? ¿O acaso caminaríamos hasta un oscuro muelle en donde pagaría dos monedas al barquero por trasladarme a la otra orilla del Aqueronte? De ser lo último cierto, me encontraba en un aprieto, pues no llevaba cambio conmigo antes del percance.

Sin embargo, no llegamos al pórtico del inframundo — abandonad toda esperanza…— ni a la obscura orilla del río de la muerte, sino a un umbral perdido en la memoria de la ciudad: el Nuevo Teatro La Paz, otrora el centro de espectáculos predilecto de la zona. Snoopy fue a la taquilla y dio unos golpecitos al vidrio (uno de esos vidrios reflejantes que tanto odio porque nunca se sabe si hay alguien del otro lado). ¿Sería esa puerta, la puerta de un desvencijado teatro, el acceso a la vida más allá de la vida?

Pronto confirmé que, cuando menos, era el inicio del trámite: alguien deslizó una hoja por debajo de la ventanilla, al parecer un formulario, seguida de un bolígrafo. El sabueso lo llenó a prisa para devolverlo al invisible burócrata. ¿Qué requisito sería aquél? ¿Qué aspecto de mi destino se resolvía allí? Aguardamos. Iba yo de un lado a otro, impaciente por conocer la eternidad, mientras Snoopy silbaba una alegre melodía y se limaba las garras. Cuando nuestras miradas se cruzaron, me sonrió como para tranquilizarme. Cavilaba que estar muerto, después de todo, no era muy distinto a estar vivo cuando por fin regresó el documento. Una de sus caras mostraba un sello rojo. Snoopy lo leyó, extrañado, y comenzó a discutir con la persona al otro lado de la ventanilla. Profería quejas idénticas a las del dibujo animado de los 80 y recibía por respuesta balbuceos como los de la maestra de Peppermint Patty. Por la frecuencia con que me miraba, me figuré que la charla iba de mí y que eso no podía ser bueno.

Al cabo de argumentar unos minutos, Snoopy y su invisible interlocutor llegaron a un acuerdo y aquél, victorioso, chasqueó los dedos. Una bombilla encendida apareció por encima de su cabeza y no pude sino preguntarme si la muerte sería siempre tan caricaturesca. El beagle tiró de mi chaqueta una vez más para que lo siguiera. Dejamos el Nuevo Teatro La Paz en pos de la esquina de mi fatal desenlace. Un paramédico ya aseguraba mi maltrecho cuerpo a una camilla. Entonces Snoopy me entregó el antedicho formulario. Por encima de las casillas de datos, estampado en gruesas letras rojas, se leía “RECHAZADO”, y justo debajo:

Estimado asegurado: nos apena informarle que su póliza no lo ampara contra incidentes propiciados por su propia intoxicación. De antemano le pedimos nos disculpe por las molestias que esto le ocasiona.

Estaba por exigir una explicación cuando descubrí a Snoopy a mis espaldas; corría hacia mí con una sonrisa bribona.

A continuación me propinó tal puntapié —¡AAUGH!— que salí despedido hacia la camilla que cargaba mi cadáver. La inconsciencia me reclamó una vez más. Sorbía aire a bocanadas cuando desperté. Me sentía como quien, a punto de ahogarse, emerge de las aguas. Por mi inesperada reacción, el paramédico pegó un brinco y los pocos mirones echaron a gritar cual si hubieran visto un fantasma. Eso no era del todo desatinado. El corazón me retumbaba en el pecho, la cabeza me daba vueltas, las luces me cegaban, y la nuca me dolía como nunca en la vida, pero me las apañé para esbozar una sonrisa: igual que los dinosaurios animados de los 90, estaba de regreso.

Cuando los chicos del forense se repusieron del susto, me examinaron con incrédulo detenimiento; habían confirmado y pronunciado mi muerte sólo para tenerme de vuelta en el reino de los vivos. Seguro que por un momento me tomaron por un zombi o un vampiro. Una sorpresa aún mayor se llevaron al desatar las correas de la camilla y verme andar como a cualquier otra persona. Claro: cualquier otra persona encorvada y con el cuello un poco chueco (al cabo de unas horas se habría enderezado, si bien los malestares persistieron durante semanas). Sin deseos de llamar la atención todavía más, les agradecí sus atenciones y me ofrecí a pagarles por la molestia; fue una suerte que se negaran a recibir recompensa alguna pues, recordarán, no llevaba dinero conmigo. Ignorante de los mirones que atestiguaron mi resurrección, me dirigí a casa cuan rápido permitieron mis piernas.

El ascenso por las escaleras fue, por ponerlo en una palabra, tortuoso. En cuanto llegué a mi apartamento me desplomé sobre la cama y cerré los ojos. El dolor me calaba hasta los huesos pero mi cuerpo suplicaba descanso. Si bien apremiaba que me revisara un especialista, lo que deseaba en ese momento era dormir; celebrar la vida mediante el sueño, que a fin de cuentas era con lo que Calderón la equiparaba. Recuerdo que antes de hundirme en el sopor me asaltó una pregunta: ¿por qué no pude tener un guía al otro mundo normal como todos los demás?

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