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Shogun, por Gerardo Ugalde - Cuentos
Por: Gerardo Ugalde
Shogun
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Le decían todos el Samurái, para mí solo era un cabrón con un machete.
Nos reuníamos alrededor de un bote de basura con leña ardiente esperando que el invierno terminara. Las edades de los que por ahí rondaban oscilaban entre los quince hasta los treinta y cinco. Éramos pobres. En su totalidad era este un barrio marginal. De los olvidados del novedoso Nuevo Orden Mundial, comandado por el Emperador del Japón; provincia Méjico.
Las guerras feudales nos acosaban sin cesar. Cada camino, cada vía aérea o marítima estaba bloqueada por nuestro enemigos, algunos pocos recursos nos llegaban o eran intercambiados por los que a ellos les faltaban. La carencia de millones de personas era un pacto para alcanzar la paz. Poco a poco la población disminuiría hasta que se lograra un equilibrio de ecosistema. Al menos eso es lo que nos decían los del centro de reeducación.
De camino a mi casa siempre me perdía entre las calles de la colonia, ya fuera para ir al Arcade o para evitar llegar temprano con mis frustradas hermanas.
A los meses de hacer mi paseo fui conociendo cada rincón de concreto; estaba desde el tacaño tendero, el desconfiado frutero y el ama de casa triste, como decía Rockdrigo y es triste porque para decir ama de casa hay que usar el y no la. Sin embargo esto quiere decir que es una paradoja gramatical: //error//Alg; 4.5.+}{%&%&%}[125025-001]….ajustando el error:
¡Mierda! Es necesario que le recuerde a mi mamá que debe formatear mi memoria personal. O comprarme una extensión.
La primera vez que vi al Samurái no llamó mi atención. Vendía elotes cocidos en su triciclo. Era joven, moreno, media casi 1.80 y era delgado. En su cara un débil bigote apenas ganaba la lucha de crecer. Pasaron más meses en lo que conseguía dinero para comprarle quelites. Cuando lo vi usar el cuchillo supe que era alguien excepcional, cuando vi sus ojos, tan calmos, con una retina blanca como una sábana nueva y esas pupilas negras igual a gotas de petróleo, que miraban el elote mientras su consciencia percibía todo el exterior, con eso supe de que lo seguiría viendo toda mi vida, en cada esquina, en cada parpadeo mientras caminara en este barrio condenado.
Una tarde lo vi trabajando por primera vez, lo de los elotes era una simple fachada. El que fuera un asesino no era tan impresionante, en estos tiempos en que la vida no vale, hasta la muerte tiene precio, como dice el maestro Leone al final de cada sesión. El Samurái vendía tamales a una viejecita (más tarde me enteraría que ella le pasaba el trabajo), después montó en su triciclo, antes de llegar a la esquina estaba el camello del barrio: un imbécil sin futuro, condenado a vender sintéticos. El camello lo detuvo, imponiéndose en su trayecto. El Samurái bajó de la bicicleta simulando ser una garza delicada que vuela en el horizonte.
Extrajo a una velocidad casi imperceptible su machete y le cortó la cabeza al camello, cuyo nombre era el Richie. El cuerpo del decapitado continuó caminando por seis metros. Luego cayó ocasionando un ruido ensordecedor, no producto de la caída, sino del concierto de aullidos por parte de las señoras que barrían la calle. Impactado por lo que acababa de observar no me percaté que el asesino ya había desaparecido. Un relámpago feroz. Que vende quelites.
Pasaron meses hasta que apareció. Yo no había comentado nada de lo visto, igual mi historia no sería creída por nadie. Entonces guardé silencio al respecto, pero después de unos días, cuando a su regreso éste produjo murmuraciones considerables; yo lo platiqué en la comida. Mi madre se levantó de la mesa y me abofeteo:
—De eso no se habla, pendejo, ¿quieres que nos maten? —Me quitó el plato de la mesa—. Los pendejos no comen, ándale a su puto cuarto por favor.
En mi habitación me distraje con una de las fichas porno de mi hermano. Era albañil, pero técnico electrónico. Le iba mejor que a los otros. Era el objeto que más presumía mi mamá. Lástima que no lo conociera como yo: es una bola de estiércol, siempre fresca, calientita. Detrás de la oreja derecha me habían hecho la ranura. Últimamente escucho un pitido, espero que sea sólo la memoria y no un aneurisma digital.
El Samurái caminaba afuera de mi casa. Lleva su humeante triciclo de quelites. Hoy vende tamales también. Baja del asiento y empuja unos cuantos metros su carga. Se detiene, llama a alguien, no alcanzo a ver quién es. Sirve en una bolsa unos tamales. Dos niños se acercan. Toman la bolsa y se van. Vuelve a montar su unidad, pedalea con su gracia divina, terminando el día. Al final de esa noche pienso en lo que hará, cómo será su casa, si tiene familia.
¿Qué sentirá cuando mata? ¿Le dará miedo acaso? Entre tanta oscuridad quedo inconsciente. Algún algoritmo indica que la hora exacta fue a las 23:57.
Caminando sin rumbo alguno me encuentro con un pepenador que empuja su carretón. Me acercó a él, salvando la distancia para no intercambiar la palabra. Su cargamento debe estar pesado. A pesar de no hacer un calor infernal, el pobre despojo humano suda copiosamente. Un pequeño bache desestabiliza el vehículo. De entre la basura un brazo sobresale. Tanto muertos, que ya hasta dan dinero por llevarlos al crematorio, según don Chuy, quien atiende un abarrote, utilizan a los muertos para mantener vivas las llamas de los hornos termoeléctricos. El cuerpo humano puede llegar a soportar temperaturas mayores a los doscientos grados, antes de hacerse cenizas. Según los cálculos de don Chuy si se juntaban tonelada y media de cadáveres podía generarse la suficiente electricidad para seiscientas horas. Es por eso que el gobierno nada más nos permite usar la energía por las noches, antes del toque de queda.
Con las guerras en las selvas y en el desierto del Norte la violencia por carestía era pan de cada día. En el barrio y en sus alrededores los ajustes de cuentas se volvió cosa común igual que ver cadáveres. En un principio creía que la violencia era algo normal, que debía suceder como ir a trabajar, el amanecer o las mujeres embarazadas; sin embargo mi contacto con la lógica de cada muerte vino con el Samurái, con aquel terrible hombre que caminaba como si de un fantasma se tratara. Empujando su carrito de humeantes quelites, su afilado machete oxidado y esa cara de saber que todos los días uno está condenado a lo mismo.
Entonces llegó el Soldado, un cholo rapado, tatuado en casi todo el cuerpo, malo muy malo. Mató primero al Joselo, un taxista que en las noches tenía un carro de hot-dogs. Supongo que por las noches vendía droga o simplemente estaba en la esquina equivocada.
Le clavó su propio cuchillo cebollero, luego le metió varias salchichas en el pantalón o al menos, eso fue lo que leí en el Nota Roja. Su siguiente asesinato fue más espectacular, arrojó desde una azotea a unos de sus compinches, al parecer éste le había robado dinero. El tercero aunque se comentó en las calles solo fueron unos balazos contra una prostituta, mi hermano me dijo que era hombre no vieja, de ahí que el Soldado la matara. La razón de su apodo rondaba entre que era un verdadero ex-militar o porque siempre se cortaba el pelo de la misma manera. Sin embargo la fama de aquel animal infernal le concedió un respeto aterrador ante todos nosotros. Era imposible pensar que alguien pudiera verlo a los ojos. Como si estuvieras ante la misma muerte. Su risa era un aullido de coyote. Siempre fumando, oculto en las sombras, bebiendo cerveza. Junto a dos o tres tipos no tan horribles. No como él.
El barrio se había vuelto más silencioso, sobre todo durante las noches; antes uno escuchaba los gritos, la música, las peleas, todo era normal. Unos cuantos balazos eran cosa común. Pero ahora hasta se extrañaban. Por las noches, cuando me conectó al tomacorriente para renovar mi RAM creo poder oír el viento. Es como un lamento, o al menos he escuchado personas llorar de tal manera.
Un presentimiento, algún bug persistente, me dibujaba en la mente la posibilidad de que el Samurái y el Soldado se enfrentarían ¿Cuándo? Imposible saberlo, de lo único que estaría era que sería espectacular. En la escuela y en las charlas del corro en el estanquillo se apostaba por quien daría el primer paso y quien sería el vencedor.
Salí de la secundaria temprano hoy, viernes, con algunas fichas en los bolsillos para ir a la miscelánea a jugar un rato en las maquinitas. Tenían una antigüedad con el legendario Snow Bros. (…)
Todos los rapaces estábamos entusiasmados con aquellos monitos de nieve que escupían energía, saltaban torpemente, convertían a sus enemigos en bolas de nieve, batallando contra demonios, sapos, calabazas fantasmales. Toda una odisea electrónica de la era nostálgica.
Ninguno de los ahí presentes presenció la caminata del Soldado, se rumoraba que estaba muerto, pero no era claro que muriera por la policía; ellos nunca matarían a alguien, no, claro que no. Mucho menos a un delincuente como él, que trabaja para el mejor postor. Estaba pedo, bastante perdido, si acaso no caía de repente, era porque un poder sobrenatural lo poseía. Fue ahí entonces, en esa visión que vi que era un fantasma; sentí lo mismo cuando observé al Samurái en el otro lado de la acera. Todo mi campo de visión era ahora en widescreen y la percepción corneal se agudizó hacia el costado, tiñéndose además de grises intensos los colores de la imagen.
Atrás distintos murmullos alcanzaba a escucharse:—El Soldado retó al Samurái a un duelo a muerte.
—Que al Samurái lo contrataron los mismos sicarios que contrataron al Soldado para que entre los dos se mataran.
—Se disputan la plaza.
—Que el Soldado mató a la viejecita que le daba trabajo al Samurái.
—¡Miren, la trae en su carrito de quelites!
La anciana era un pequeño bulto, su rostro estaba bañado de sangre, la cobija que la resguardaba también. Dio unos pasos firmes, no muy rápidos, pero tampoco lentos, seguros hacia el Soldado; éste temblaba como un coyote, sacó de su pantalón un revolver y le descerrajó tres tiros. El otro los recibió de pleno, continuó hacia el Soldado y lo decapitó con un fino tajo de su machete.
Del torso el cómico chorro de sangre salió disparado hacia el aire. El cuerpo cayó al suelo. Con los tobillos el Samurái giró hacia nosotros, su respiración era agitada, su frente estaba empapada de sudor, igual que su pelo. Levantó el machete en noventa grados y con un grito se encajó el oxidado fierro en la boca del estómago. Como si no fuera suficiente, de su cadera una pequeña cantimplora colgaba, la tomó con suficiente fuerza, la destapó y se mojó; sacó un encendedor y un fuego naranja, de negro humo, lo envolvió.
Pasaron los días y las cosas cayeron bajo su propio peso, todo siguió igual, lo que había pasado era ya anécdota para otras generaciones. A nosotros todavía nos quedaban más noches bajo las estrellas, rodeando el tambo de basura, calentándonos los huesos. (?¡% + *}{*) Error de discontinuidad, revisar las aplicaciones pendientes.