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A la hora de los milagros, por Juan Pablo Goñi Capurro - Cuentos

A la hora de los milagros

Por: Juan Pablo Goñi Capurro

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Era uno de esos pueblos que te hacen creer en la existencia de las máquinas del tiempo y te llevan a preguntarte si no has sacado pasaje en una de ellas. Una esquina sin ochava sostenía la marquesina auspiciada por una bebida muerta cuarenta años antes de mi nacimiento; debajo, la puerta cerrada con cadena y candado ratificaba que estábamos dentro del sagrado horario de la siesta. Cuando giramos, esperé toparme con sulkys y carretas, quizá con una partida extraviada de los Colorados del Monte, la sangrienta guardia de Juan Manuel de Rosas allá por el siglo XIX. Mi mujer dormía a pesar de los corcoveos a que me obligaban las desparejas calles de tierra. De haber estado despierta, sus quejas hubieran abortado mi fantasía.

Por cierto, junto a la plaza no había guerreros a caballo ni carros atados a los palenques. El verdor irrumpió como un bálsamo para mis ojos, hastiados del asfalto rutero y el polvo de las pocas cuadras transitadas por la villa. La plaza cubría dos manzanas, los macizos florales se destacaban en las esquinas y una glorieta muy grande copaba el centro. Árboles sobre las veredas y árboles escoltando los senderos internos; árboles de copas generosas y sombras abundantes. Aproveché y estacioné bajo un eucalipto.

Debía despertar a mi mujer, donde apagara el aire acondicionado el habitáculo se convertiría en un horno. Según el GPS estábamos en la localidad donde vivía su querida amiga Juana; la dirección completa era inhallable por esa vía, nadie se había ocupado de cargar el plano del pueblo en la base. Viendo lo que ofrecía Villa San Martín en materia de decoración, con suerte encontraríamos un teléfono de baquelita como última incorporación tecnológica.

Con cierto temor sacudí con ligereza su hombro; las primeras reacciones de Adriana al despertar podían resultar temibles.

—¿Qué es esto?—Villa San Martín, el pueblo de tu amiga.

Se tomó unos segundos para contemplar el anacrónico panorama; en la puerta de la iglesia era ostensible un farol, de los que cargaban aceite o kerosene. Más acá, un local con descascaradas cortinas de hierro cerradas hasta el piso, sostenía que «Bazoka» era «el más hinchable» mientras el niño y la niña del cartel se desvanecían en el olvido, como los chicles. Supongo que hasta allí llegó su curiosidad, o que había tenido suficiente muestra con eso.

—Villa Martín, Juan Pablo, Villa Martín.

¿Villa Martín? Adriana pasó las manos por sus sienes y continuó hasta izar el cabello desde sus laterales; eran las maniobras previas de un artillero a cargo de un cañón antitanques. Me apresuré a colocar Villa Martín en el GPS, intentando el fallido gesto de contraer las orejas.

—Salgamos de esta... ¿vive gente en este lugar?

—Es la hora de la siesta, Adri, en estos pueblos se las respeta.

El GPS no encontraba Villa Martín. Aparecieron más de veinte localidades que incluían San Martín, desde Tierra del Fuego hasta Jujuy, pero ninguna Villa Martín. Le di un golpe al aparato, Adriana lo notó y apartó mi mando.

—Dejame, inútil.

Había demorado pero llegó el corolario de cada una de nuestras discusiones, una nueva certificación de mi inutilidad. La dejé que buscara, el auto en ralentí; especulé con los kilómetros y la nafta, no había visto gasolineras pero habría alguna de seguro, quizá con surtidores a manivela. Lástima, me había comenzado a gusta la idea de pasar un par de días en la antigüedad, hasta había escogido el banco en el cual me sentaría a leer el diario por la mañana, después de un café con auténtica leche de vaca, libre de químicos y de procesos dudosos.

—Este GPS está desactualizado, te dije que no compraras el chino, pero nunca me oís, Juan Pablo. ¿Dónde pusiste el mapa?

¿Mapa? El puñetazo sobre la guantera me evitó una respuesta.

—Lo sabía, no trajiste el mapa.

—Tranquila, Adri, aprovechemos para estirar las piernas, caminando por la sombrita. En rato abrirán los negocios y conseguimos el mapa.

—¡En este pueblo te venden mapas con la tierra cuadrada! Mi amiga Juana nos está esperando, debe estar preocupada…

Dejó la frase y se estiró por la cartera. Sacó el celular. Me dediqué a observar el arreglo floral más cercano; rosas, en cantidad.

—¡La puta que lo parió! ¿Dónde te metiste, pelotudo? Ni señal hay en este pueblucho.

Ella me amaba, sólo que su forma de expresarlo no era comprendida por los extraños. Sonó a que me estaba retando pero en realidad estaba solicitando mi ayuda. Por pensar esas excusas, una manera de no mandarla a la mierda yo también, no reaccioné a tiempo para evitar un nuevo brote de pasión.

—¿Qué estás esperando? Volvé a la ruta, idiota.

Puse primera y avancé hasta el final de la plaza. Girando a la derecha regresaría y, en la última callejuela volvería a voltear para dar con el camino de entrada. Infalible. Adriana se puso de costado con la vista hacia afuera, la mano me cubrió su perfil. Mascullaba. Me tentó sintonizar la radio pero temí que la molestara. Llegué hasta la heladería del pueblo, «Helados Laponia» por supuesto; no se habían molestado en entrar las mesas y las sillas de la vereda, ¿quién se llevaría esos mamotretos con patas de hierro? Giré como había planeado.

A las cuatro cuadras una alambrada y una arboleda nutrida certificaron que el pueblo había terminado; volví a girar a la derecha. A quinientos metros vi otra masa de árboles cerrando la calle, allí encontraría, a la izquierda, la salida. Adriana bufaba. Me hubiera gustado contemplar las casas pero estaban de su lado; un vistazo conllevaba el riesgo de toparme con una mirada asesina. Seguí por la polvorienta calleja, libre de vehículos. Me pregunté si el asunto de la siesta no sería más serio, solo faltaba que apareciera un policía a multarme por circular en horario prohibido para completar la furia de mi amada cónyuge. A los cinco segundos cambié de idea, hubiera pagado para que apareciera ese uniformado.

Frené, desconcertado; el bosque no se interrumpía, a mi izquierda no se encontraba la salida, la calle por la que había entrado a Villa San Martín.

—Juan Pablo, ¿de verdad te perdiste en este pueblo de cuatro casas?

Intenté explicarle que no, que el cálculo era perfecto, el trazado de las calles era cuadricular, no existía la posibilidad de error. Miré a la derecha; a cien metros, el letrero de «Bidú Cola» visto al llegar. Se lo señalé.

—Entramos por esta calle, te lo juro, pasé por esa esquina. No estaba el monte.

De una mirada como la que me lanzó, no se volvía. O me internaba por loco o se divorciaba. Me hizo una señal inequívoca; intenté protestar pero decidí que era mejor dejarla manejar y que ella misma se convenciera. Apenas bajé, el calor me atacó con saña; pasar por delante del capó para instalarme en el asiento del acompañante me dejó empapado. Adriana aceleró antes que me sentara, tomó la curva en plena aceleración y no volcamos porque no había bordillo; logró girar a treinta centímetros de la pared de ladrillo viejo, perteneciente a una casa de persianas cerradas. Pisó a fondo, levantamos a cien kilómetros por hora, en nada se nos acabó el pueblo; clavó los frenos, el auto derrapó y el polvo vistió el aire de marrón. Aproveché para ajustarme el cinturón de seguridad y liberar la tensión de los brazos con que me había aferrado a la portezuela, primero, y a la guantera en el momento de la frenada. Por supuesto, delante nuestro había una alambrada y, un metro más allá, el mismo monte que rodeaba la Villa San Martín.

—Vimos tres opciones, tiene que ser para allá —dijo sin tanta firmeza, señalando la última dirección sin recorrer.

Aguardó que se asentara el polvo levantado. Apareció, al final de la calle, el consabido monte. Miré por el lateral y no vi hueco alguno que permitiera el paso de una calle. Mi esposa tragó con dificultad antes de poner primera. Quinientos metros para encontrar una respuesta lógica a ese delirio de siesta; ni rabia ni insultos, la perspectiva de no tener salida nos puso sombríos. Adriana partió calma, como si estuviera dando tiempo a algún demiurgo para que volviera las cosas a su lugar, apartara los árboles y dispusiera una vía por la cual pudiéramos dejar ese pueblo.

Cuando detuvo el coche ante la última encrucijada, mi mujer había perdido todo ánimo de confrontar; me asusté, jamás había visto una expresión así en su rostro. Los ojos perdidos, la mano descansando sobre la palanca de cambios. No me atreví a repetir mi sugerencia de esperar en la plaza; aunque había comprobado que no existía una salida, yo seguía siendo el culpable de habernos metido en ese poblado. Aproveché esos segundos de quietud para observar el marcador de temperatura; informaba que en el exterior hacía veinte grados. El medidor estaba loco, superaba con holgura los treinta grados centígrados, lo había comprobado en cinco segundos de exposición.

Adriana volvió a poner primera y giró a la derecha. Repitió la maniobra para dejarnos en la plaza; no iba tan distraída cuando realicé mi primer intento de encontrar la ruta, había contado las cuadras. No era tan difícil, pero lo había hecho. Estacionamos del otro lado, frente a una agencia con vidrio esmerilado; leí, tallado en el vidrio, que se trataba de una consignataria de hacienda, a la vez que estafeta postal y escritorio. Más allá, una raída bandera argentina sobre una edificación de paredes pintadas a la cal revelaba una repartición oficial.

Era necesario bajar y sentarnos a la sombra; la vuelta sirvió para constatar que no tendríamos donde cargar nafta de agotarse el tanque. Adriana quitó el contacto; aguardé con el cinturón puesto, decidido a dejarle la iniciativa. Tomó su cartera, desprendió su cinturón y abrió la portezuela. El calor invadió el recinto y me apresuré en imitarla. Para cuando nos sentamos bajo un sauce llorón, los dos teníamos las ropas pegadas al cuerpo. Ella gozaba la ventaja de usar falda, pudo descubrir casi la totalidad de sus muslos.

Sentí la necesidad de decir algo pero temí pecar de optimismo. A la sombra se podía respirar mejor; Adriana alzó la muñeca con su reloj, las tres de la tarde. Una hora, hora y media, dos horas nos aguardaban, si es que abrían los comercios. Como era esperable, me había quedado sin certezas.

—La heladería.

La heladería, sí, cien metros a nuestras espaldas; me pregunté que había querido decir con ello. Ocho años de matrimonio nos permitían escuchar las preguntas no pronunciadas.

—Supongo que la heladería será la primera en abrir, digo, el calor alienta la venta de helados.

—Puedo ir a ver si hay un letrero con los horarios. Dijo entones lo que no hubiera esperado oír de ella en cinco vidas consecutivas.

—Ni loca me quedo sola, vamos juntos.

Para nuestra fortuna, había sombra en todo el trayecto hasta la esquina. Adriana me tomó del brazo, percibí la rigidez de sus músculos. Íbamos más lento que en el recorrido por el pasillo central de la iglesia el día de nuestra boda. La diferencia era el entorno, aquí nos rodeaban bajas casas cerradas, persianas descoloridas, un cerco de ligustro sobre el que asomaba un tejado y una curiosa edificación apenas más alta, con una puerta minúscula en la pared rosada.

Cruzamos la calle y sentí que el cuerpo de mi esposa hacía retranca, casi que la empujé para llegar a la vereda. En las mesas no había polvo, tampoco sobre las sillas. La heladería tenía dos ventanales grandes, con cortinas bajas; la puerta vidriada carecía de protección. No vi candado ni cadena. Adriana buscó un cartel indicando los horarios; no lo halló. Al sol, el calor reactivó nuestras glándulas sudoríparas. La situación me superó, el rostro demudado de mi mujer se tornó insoportable, necesitaba quitar esa expresión de abatimiento total pero no se me ocurrió una idea. Empujé la puerta por hacer algo. La puerta cedió.

Sus ojos me respondieron que sí al consultarla. Me adelanté, abrí por completo. Ingresé, dejé que pasaran unos segundos para que mis pupilas se adaptaran a la penumbra. (…)

Identifiqué con facilidad la heladera larga enchapada en blanco, con las tapas correspondientes a cada gusto. A un costado, una caja alta, dorada. Más sillas contra las paredes, un cesto. En la pared un tablero con los sabores de los helados. Vi cucuruchos y potes blancos. En uno de ellos, cucharitas plásticas de colores. Servilleteros de chapa, como en las pizzerías clásicas.

—Hace calor.

Adriana tenía razón, un local como ese debería estar un poco más fresco. Fue ella quien dio la vuelta y empujó una pequeña puerta batiente. Levantó una tapa, el letrero decía sambayón y me ofreció una nueva expresión de desconsuelo. No había helados. Se sentó detrás de la caja, me quedó su rostro oculto. Vivíamos una situación imposible y lo sabíamos. En la pared, a continuación del letrero, divisé unas cortinas de colores. Fui hacia allí, al correrlas descubrí una puerta de madera. Abrí y me introduje en una oscura habitación. El celular no tenía señal pero bastó para iluminar el pequeño recinto.

—Hay un teléfono, Adriana.Me respondió una risa histérica.

—Llamá, pelotudo, capaz que te atiende Matusalén. El insulto lejos de ofenderme me calmó un poco, la risa me había hecho temer un brote de locura en la mujer amada. Me sentí ridículo alzando el tubo de baquelita, ¿acaso no había ironizado al respecto apenas llegamos? Me volví, mi mujer no se había acercado; mejor, menos presión. Temía llevarlo a mi oreja, como si hubiera un monstruo oculto en el cable negro que lo conectaba a la base. En la habitación no había más que una mesa, grandes libros de contabilidad y papeles; un miedo irrazonable evitó que dirigiera la luz hacia ellos y averiguara las fechas de las anotaciones.

Reuní coraje y llevé el auricular a mi oído izquierdo.

Coloqué un dedo en el disco con los números. Esperé, no había tono. Sonreí, a pesar de la amargura. Los dedos de mi derecha jugaron con la horquilla. De golpe, oí un pitido.

—¡Tiene tono, Adriana!, ¿a quién llamo?—¡A Mulder, infeliz!

Esta vez el sentido del humor de mi esposa, ese que afloraba incluso en sus ataques de furia, no me resultó un rasgo atractivo. Quizá fuera nuestra última chance de conectar con el mundo; ojalá hubiera existido la posibilidad de comunicarme con un agente tipo Mulder y sus socios de Expedientes X, pero la realidad no funcionaba como las series de televisión. Era injusto que Adriana no aportara su propuesta, luego la culpa sería toda mía.

—¿Se va a decidir o cuelgo para darle la chance de comunicar a otra persona?

—¿Operadora?—No, caperucita roja.

La voz de la mujer era agudísima, y su carácter tan simpático como el de la otra mujer que me aguardaba en el local.

—Quisiera comunicarme con la policía, estamos atrapados en Villa San Martín y no podemos salir.

—¿En Villa San Martín dijo? ja, ja, ja, ja…

La estridente risa de la mujer recorrió como un repeluzno mi columna vertebral. Intenté hablar pero no cesaban las carcajadas, excepto para algún «hip». Giré y tuve otro sobresalto; Adriana estaba junto a la puerta, observándome. Intenté pasarle el tubo pero negó con sus manos; no existía un rasgo de enojo o de burla en las líneas caídas de su cara. Hubiera estrellado el aparato contra la pared pero no me atreví a perder nuestro único contacto.

—Ah, en Villa San Martín, otro. Usted no necesita la policía, usted necesita un milagro, para milagros…

Una estática interfirió, luego me aturdió un pitido más agudo aún que la voz de la operadora. Fantaseé que la chillona señorita continuaba diciendo «para milagros diurnos, marque uno, para milagros nocturnos, marque dos, para...». La voz de Adriana me sacó de esa lucubración que rondaba peligrosamente el delirio.

—¿Me vas a decir qué te dijo?—Que precisamos un milagro.

Aguardé agachando los hombros su andanada de i m p r o p e r i o s ; s i l e n c i o . A l v o l v e r m e , h a b í a desaparecido. Oí sus pasos en el salón y corrí tras ella. La encontré en la vereda, dirigiéndose con resolución hacia la iglesia, a mitad de cuadra. Me atraganté y perdí unas lágrimas, creí que Adriana desvariaba; ¿iba a rezar por un milagro? La gruesa puerta rechinó, Adriana se introdujo en la oscuridad del templo. Empujé un poco más para hacerme espacio, soy bastante más gordo que ella. Aunque los tacos de sus sandalias eran bajos, resonaron con claridad sobre el piso duro. Una solitaria vela, envuelta en un vaso rojo, estaba encendida delante de una puertecilla dorada, detrás del altar.

Tanteando los bancos, caminé por el pasillo del centro, guiado por los pasos de Adriana. Tropecé con sus talones y caí sobre ella, yendo ambos de bruces contra el altar; por centímetros nuestras cabezas no impactaron en la piedra.

—¿Esas es tu idea de pedir un milagro, violar a tu mujer en medio de la iglesia?

Conseguí ponerme de pie y retrocedí, Adriana había vuelto, mi esposa era otra vez la mujer que conocía. Podía dejarla a solas en ese templo oscuro, ella resolvería la situación. Me disponía a hacerlo, cuando sentí su mano aferrando mi pantorrilla. Me quedé, entonces. (…)

(…)La mano continuó apretándome; dolía, pero acepté que me necesitaba allí. La luz roja no alumbraba otra cosa que la puertecilla dorada; tenía una función en la liturgia pero no pude recordarla. Me dio culpa, mi mujer orando y yo pensando idioteces; dejé de esforzarme e intenté algo parecido a una plegaria. Dije amén, la vela se apagó y la mano de Adriana me liberó.

—Vamos.

Giré, siguiéndola; la puerta entornada nos permitió salir sin dificultades. Anduvimos hasta el coche, Adriana volvió a instalarse al volante. Salió hacia la misma cuadra que transitamos, regresó por delante de la iglesia y giró en la esquina siguiente. Fui a decirle que era contramano pero me sentí un imbécil por sólo pensarlo. Pasamos frente al cartel de «Bidú Cola» y a los doscientos metros apareció el camino. Dos mil metros más adelante dimos con la ruta. Adriana redujo la velocidad y detuvo el coche en la banquina. Soltó el volante y lloró. Decidí que sería bueno devolver el gesto recibido en la iglesia y le apreté la pantorrilla. Se volvió; esta vez fue su pregunta la que no precisó enunciarse.

—Te devuelvo el apretón que me diste en la iglesia, a mí me ayudó mucho.

—Juan Pablo, ¿enloqueciste? Nunca te toqué en la iglesia, como para apretones estaba.

Villa Martín apareció en el GPS sin que nos extrañara. Adriana condujo siguiendo las indicaciones. Dejé que eligiera la música y me mantuve en silencio. Esperé una hora hasta que llegamos a la siguiente estación de servicio, acallando ideas extrañas. Fui al baño y me bajé los pantalones; en el gemelo estaba la marca de cuatro dedos delgados, el pulgar se distinguía apenas, parte sobre la tibia.

Me pasé el resto del viaje preguntándome cuál de los dos estaba loco; no me angustió tanto como lo hubiera hecho en otra situación, la locura era la más tranquilizadora de las explicaciones.

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