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La Blanca por Carlos Jiménez

por Carlos Jiménez.

Ya vámonos— dijo Cesar al momento que tomaba el balón entre sus manos y se dirigía a la salida trasera de la cancha, la que daba hacia el CBTIS que desde hace horas permanecía vacío. ¿Por ahí?— Pregunto Alvarito— Pero en esa calle esta la blanca— decía el pequeño niño a sus primos. —Y qué, ¿tienes miedo?— ¡No!, no me da miedo—. Subió por la rampa que conducía a la calle, le siguieron los demás y poco a poco se fueron adentrando en la calle de la Blanca, una perra de ojos humantes, poseedora unos colmillos que habían probado la carne de dos o tres generaciones en el pueblo y una velocidad abrumadora. O al menos así la describían las historias, ya que pocos eran los que se atrevían a penetrar en su territorio. Alvarito seguía caminando, cada paso que daba más tenso, pero era inaceptable mostrar miedo frente a aquellos gorilas tres o cuatro años mayor que él. Las gotas de sudor caían por su frente y el corazón se le aceleraba. En realidad, y a pesar de todo esto, se comenzaba a sentir seguro, capaz, dueño de sus miedos y de su decadente ansiedad. — ¡Corran! ¡Ahí viene La Blanca!— gritó Cesar. Su voz desencadeno una lluvia de pasos que cada vez aceleraban más. Alvarito intentó correr pero fue derribado por una zancadilla propinada por Eduardo el cual corría con una sonrisa victoriosa incrustada en la cara. Alvarito, al sentir su pequeña humanidad chocar contra el pavimento y sentir que las piedras llenaban de raspaduras y magulladuras codos y piernas se dio cuenta de su situación. Se encontraba totalmente a merced de la Blanca. Se levantó desesperado y reinicio la carrera, impulsado por el miedo de sentir aquellos colmillos penetrar en alguna de sus piernas, de ver su sangre correr en el suelo llenos de piedras y basura, de perecer por las heridas en un lugar tan miserable como aquel. Alvarito corrió dejando tras de sí toda presencia humana que se atravesaba en su camino. A lo lejos divisaba tierra, veía la seguridad de la casa de su abuela a la cual se acercaba velozmente. Al llegar abrió la puerta del patio y se arrojó dentro. Momentos después entraron sus primos, los cuales reían a carcajadas y miraban a Alvarito que yacía en el suelo casi desmayado por el miedo. Alvarito respiraba agitadamente, su mirada se dirigía al cielo, aunque sin ver nada en particular. Dentro de su pecho el corazón le latía a toda prisa. Lagrimas bajaban por los laterales de su cabeza. Se encontraba sumergido en un pánico total, el cual, no le permitía percatarse que durante todo su escape no había escuchado un solo ladrido.

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