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Ficcióm
SEIS ARCANOS
Mike Wilson
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1. Cuando era chico le pedía a mi hermano que me contara historias de terror. Siempre empezaban igual, un chico, parecido a mí, de mi edad, salía del colegio y se iba caminando a su casa, siempre llegaba una tormenta de viento y nubes oscuras, siempre era otoño y caían hojas secas, siempre subía por una colina curva en dónde se encontraba con una mansión ruinosa que por algún motivo nunca había notado, siempre algo lo movía a entrar a la casona, pasando primero por una reja de fierro negro que rechinaba al abrirse, el antejardín descuidado, hierba amarilla y maleza, la puerta de entrada siempre era de madera maciza, grande y oscura, siempre estaba sin llave y cuando el niño entraba siempre se cerraba tras él y quedaba encerrado, y después de una aventura pavorosa en el segundo piso de la mansión, el niño siempre lograba escapar, apenas, y llegaba a su casa justo a tiempo para la comida. Pienso que la última vez que me contó esa historia algo pasó, creo que tembló fuerte y tuvimos que interrumpir el relato y salir a la calle, me acuerdo de estar afuera de noche en pijama, los vecinos con linternas, después de un rato todos volvieron a entrar, nos dormimos, nunca más le pedí que me contara esa historia. Esta noche, muchos años después, me acuerdo de eso, y que cuando tembló, el niño de la historia inconclusa seguía encerrado en la mansión, pienso que permanece ahí esperando, mi hermano vive en otro país, ya no lo veo casi nunca, me imagino al niño sentado en los escalones que dan al segundo piso, arrimado contra la baranda, sus ojos vacíos, y lejos de ahí sus padres lo esperan, la comida servida, putrefacta, nadie se mueve.
2. Mi abuelo murió en las colinas de Chihuahua en 1973, mi abuela lo encontró en el granero, ahogado en un barril de roble. Mi viejo dice que no sabe todos los detalles, que mi abuela le contó que estaba en el la casa leyendo un libro, me gusta pensar que leía algo como Hawthorne o Lovecraft. El sol se
había puesto, hacía frío, armó un fuego en la chimenea y se sentó en una mecedora de pícea a leer. El fuego crepitaba, mi abuela preparaba una sopa, estaban solos, ancianos, hacía años que los niños se habían vuelto hombres e ido al norte. La casa era de madera, grande y vacía, la había construido mi abuelo cuando era joven, solo, sin maquinaria. Mi abuela le contó a mi viejo que después de leer un rato se puso de pie e hizo un gesto de dolor, tomándose el brazo, le dijo que se sentía descompensado, mi abuela ofreció prepararle una baño de agua caliente en el granero, calentaría agua y llenaría el barril de roble, mi abuelo dijo que sí. Mi abuela le preguntó si quería que lo acompañara, dijo no gracias, buscaba la soledad, siempre fue así, mi viejo también, yo igual, se fue solo al granero, afuera soplaba un viento helado, hojas en el aire, su sombrero de disparó, lo persiguió por unos metros hasta pillarlo cerca de la puerta del granero, entró, el barril lleno, vapor se elevaba del agua caliente, se desnudó, se demoró, sus articulaciones tiesas, le costaba quitarse la botas, su cuerpo cargaba con los años y con una vida de labor doblegado por el campo. Hay dos caballos en el establo, se escucha como mastican, el aroma de alfalfa, el sonido de roedores bajo la hierba, se sube a una banca dispuesta al lado del barril y se sumerge en el agua caliente. Tan pronto supo, mi papá viajó del norte a buscar a mi abuela y a dejar las cosas en orden. El cadáver de mi abuelo estaba en un cajón de pino, mi viejo fue al granero, el barril seguía ahí con agua, ahora helada, lo tumbó, en el fondo estaban los anteojos de lectura de mi abuelo. Mi papá regresó a casa. Fui concebido es noche.
3. En la casa de enfrente había un chico con síndrome down, yo no sabía qué era eso, tenía cinco años, nos hicimos mejores amigos, se llamaba Winnie, pensaba que hablaba distinto no más, yo también lo hacía, a esa edad mezclaba idiomas, pese a eso, nos comunicábamos bien. Jugábamos con cartón, hacíamos autos de cajas de fósforos, edificios de cajas de línea blanca, guaridas de cajas de zapatos. A veces arrancábamos amargones del patio y jugábamos a pillar al otro desapercibido y soplarle las cipselas a la cara. A veces decía cosas de su padre, no se acordaba de él, murió poco después de que naciera, pero en su cabeza se armó una historia. Decía que era grande y fuerte, le creí, la madre de Winnie era pequeña, Winnie era más alto que yo y tenía fuerza. A veces me lo hacía saber cuando hacíamos carreras y me tumbaba de un manotazo como sin nada. Le tenía miedo a los gatos, mi casa estaba repleta de gatos, jugábamos más en la de él. Me fui de ahí a los siete, a otro país, crecí, me olvidé de muchas cosas, me cambié de país varias veces, estudié, me enamoré, viví una vida, perdí todo eso, seguí adelante, dejé de pensar en Winnie. Cumplo cuarenta y me llega una carta de su madre, dice que Winnie sigue cruzando la calle y toca el timbre, buscándome, dice que los vecinos le tienen paciencia, le dicen que no estoy pero que vuelva mañana, para él siempre estoy por llegar. Me acuerdo del niño de los cuentos de mi hermano, esperando en la mansión ruinosa, sentado en los escalones, arrimado a la baranda.
4. Hace más de treinta años que mi hermano mayor vive, come, duerme y existe en un camión. Lleva cargamentos de granos, whisky, carne y harina. Cruza el país entero, Nueva York a Los Ángeles, a Chicago, a Nueva Orleans, a Seattle, a Salt Lake, a Dallas, a Boston, a St Louis, Phoenix, Boise, Pittsburgh, Cincinnati, y pueblos olvidables, desiertos, montañas, humedales, planicies,
bosques, prados, hielos, primavera, verano, otoño, invierno, día tras día, año tras año, sin tregua. Siempre solo, apenas hay gente accidental, cruces momentáneos con otros en diners, cafés, boliches de carretera, encuentros sin permanencia. Cada noche se estaciona donde puede y duerme en la cabina del camión. Siempre. No es una mala forma de vivir, no es una buena forma de vivir, es una vida. La soledad deja de ser una idea poética con el pasar de los años. A veces me escribe, me manda mensajes de texto, siempre breves, dos o tres palabras, me dice que me quiere, que me extraña, nunca sé de dónde escribe, siempre me llegan en la madrugada. A veces pasan varios años sin vernos. La última vez que lo vi fue en una intersección rural en Wyoming, me dijo que no puede jubilarse, que no hay forma, que va a seguir andando hasta no poder más, me dice que piensa que en algún momento se va a quedar dormido manejando, que pasa, me cuenta de otros camioneros que terminan así, desbarrancándose en la noche por una quebrada en el desierto o en las montañas, lejos de todo y de todos. Anoche me llegó otro mensaje, que me quiere, que me extraña. 5. En 1986, durante el recreo, unos chicos me golpearon mientras cruzaba la cancha de fútbol. Yo era más chico que ellos, creo que
dijeron que era por mi ropa, me quedaba grande, herencia de mis hermanos mayores, me tiraron al suelo y me patearon entre todos. No recuerdo el dolor, creo que el miedo fue más, mi cuerpo se había adormecido. Me escupieron, me dejaron ahí, no me moví por un rato, quedé sin voluntad, sonó la campana, junté fuerzas y me levanté. Sacudí la tierra de mi ropa y lloré un poco. No volví a la sala de clases, decidí irme, nadie me detuvo al salir del colegio, crucé la avenida y caminé unas veinte Cada noche se estaciona donde puede y duerme en la cabina del cuadras hasta llegar a casa. Ya atardecía, me senté en el living y me camión. Siempre. No es una mala forma de vivir, no es una buena puse a leer un libro sobre un niño que se llama Henry que va forma de vivir, es una vida. La sole- al mar con su padre y dad deja de ser una idea poética con el pasar de los años. A veces me espesca un mero gigante. Y luego un vacío. Mi hermano me describe, me manda mensajes de texto, siempre breves, dos o tres palabras, pierta, me pregunta qué hago ahí, son las tres de la madrugame dice que me quiere, que me extraña, nunca sé de dónde escribe, da, el pasillo oscuro, estoy en el baño, de pie, con la frente aposiempre me llegan en la madrugada. yada contra el espejo. Confundido, digo no sé, me acuesto a dormir. En la mañana hago el cálculo, había perdido nueve horas, repaso el día en mi cabeza, lo repito en un loop esforzándome por recuperar lo extraviado, sondar la laguna mental, me queda la sensación de que no es tiempo perdido, sino más bien tiempo ausente. Revivo la golpiza decenas de veces, calco mis pasos, reviso las páginas del libro, Henry y el pez, pero da lo mismo, siempre llego al mismo olvido, no sé con qué llenarlo. Es como un viaje en el tiempo, pero al revés, como si el futuro hubiese viajado a mí, las nueve horas hechas un bucle y amputadas de la
existencia. Poco después, me despreocupo, pido ropa de mi porte, vuelvo al colegio, las cosas tranquilas, veo tele, Robotech, Cobra, fútbol, el Mundial, la mano de Dios seguida por el mejor gol de la historia.
6. Anoche una amiga me escribió un mensaje de texto a las tres de la mañana, yo estaba despierto, insomne, me dijo que había soñado conmigo, que en realidad fue una pesadilla, que debía contármelo ahora porque en la mañana se le iba a olvidar, estaba alterada, me dijo que en el sueño ella y su hermana y su padre estaban en una casa abandonada, y la casa en un baldío remoto, y que todo estaba helado, y que en la casona había una escalera curva, y que me vio descender por la escalera y que estaba pálido, espantosamente blanco, y que detrás mío, ceñido a mí, venía un anciano, alto y delgado, con cabello largo y una barba blanca como la nieve, así lo dijo ella, y el hombre viejo seguía de cerca mis pasos, imitando cada movimiento que hacía, y ellos nos miraban descender por la escalera, y temblaban en el frío y sintieron miedo, y solamente querían que el anciano desapareciese, y después me dijo cosas ambiguas, que había sangre y que algo malo ocurrió en ese lugar frío, le dije que me sentía mal, culpable por causarle miedo en la pesadilla, se quedó callada, esta mañana volví a escribirle, le dije que la descripción del anciano me hacía pensar en un viejo italiano que llegó a Buenos Aires al comienzo del siglo XX, que no hablaba español, que mi abuelo lo recogió de la calle y que se quedó con ellos hasta morir, que él era muy delgado y tenía el pelo largo y una barba blanca como la nieve, busqué una foto, me demoré, sabía que mi madre me había mandado una del anciano, le decían el Vecchio, encontré la foto, estaba de pie enfrente de una casa, usaba ropa gastada que le quedaba grande, o que alguna vez le quedaba bien pero que con el avance de los años su carne se había atrofiado hasta quedar en huesos, y su chaleco de lana colgaba sobre sus costillas pero no encontraba a qué ceñirse, sus piernas largas apenas unas varas ocultas en el género holgado del pantalón, un sol lánguido lanzaba las sombras de las ramas desnudas de los árboles sobre el muro de la casa, manchas muertas ennegrecían la vereda, un viento gélido cruzaba el encuadre, su barba estaba soplada y él fruncía el ceño en un gesto de helor, y además el aire de la escena estaba trocado por una filtración de luz al negativo, dejando un aura amarillenta que se devoraba el costado izquierdo de la imagen, le mando la foto a mi amiga, me dice que es igual, siento frío y no hablamos más del tema.
No todos
Rodrigo Curicó
Se subieron tan apuradas que se les quedó el nylon. Por el espejo retrovisor lo vieron resistiendo los embates del viento, amarrado aún al árbol bajo el cual se habían parapetado las últimas cinco horas. Como único gesto de bienvenida, el conductor dio dos golpecitos en el ancho asiento del copiloto. Se acomodaron pegadas a la puerta, casi encima la una de la otra, dejando medio metro entre ellas y el camionero, quien inmediatamente dijo “ya pero si no muerdo”. Los tres camioneros anteriores habían dicho exactamente lo mismo, así que solo se miraron y suspiraron, aburridas.
Tanto Ignacia como Ana iban vestidas con buzo y parca. Se sentían seguras así, abultadas y ocultas dentro de sí mismas. Contestaron las mismas preguntas de siempre y luego cambiaron de tema: el cielo del sur, su luz, las fotografías que habían sacado y las que quedaban por sacar. Acordaron el cruce en el que se bajarían, recibieron consejos que no habían pedido (todos relativos a cuáles eran los mejores lugares para acampar y hacer dedo) y luego, como un gato sobre otro, se durmieron.
Ambas soñaron cuestiones relativas a la situación en la que se encontraban, pero ninguna dijo nada. Se habían salido del camino, ya no llovía y el camionero, un sujeto rectangular y de yoqui rojo, sostenía un termo humeante frente a ellas. Como fue lo primero que vieron apenas abrieron los ojos, dieron un salto. No todos los hombres somos iguales, ¿saben? Como si aquello lo certificara, les mostró fotos de su familia y, mientras bebían y rellenaban sus tazas plásticas, fue soltándoles la historia de su solitaria pasión por la carretera. Se notaba que lo tenía ensayado, pero no por ello dejaba de ser un relato interesante de oír allí, en algún punto de la carretera austral, mientras la tarde iba perdiendo su luz.
Lejos, meando en unos matorrales, convinieron que era un tipo confiable. De vuelta le preguntaron si podían tomarle algunas fotos. A diferencia de los camioneros anteriores, contestó inmediatamente que sí. Sin preguntar para qué, o por qué. Le tomaron unas cuantas simulando manejar, otras de pie y con los brazos cruzados frente a su máquina –él mismo había propuesto esa pose- y, finalmente, una foto grupal en la que, por vez primera, le vieron sonreír. A diferencia de cuando recién se subieron, se habían sentado a sus anchas, cubriendo casi toda la superficie del asiento. Ana se había quitado la parca, Ignacia se pintaba los labios; incluso habían puesto música y vociferaban coros de canciones que el camionero no había oído ni volvería a oír nunca. Había agotado ya su repertorio y parecía una extensión orgánica de la máquina que se limitaba a mirar hacia adelante e insistir en los mismos consejos que, unas horas antes, ya les había dado.
El tránsito era nulo y la niebla comenzaba a agolparse cuando frenaron de golpe. Al sobresalto se le agregó la curiosidad en torno al bulto que yacía en frente, iluminado por los faros. Ni siquiera estacionaron. Se bajaron los tres: el conductor primero y Ana e Ignacia a la cola. Era un caballo atropellado. De lado, con las patas tiesas y los ojos que parecían de juguete y mal atornillados. Aún podía verse el vapor que subía desde la nariz, en tandas cada vez más espaciadas. Por unos instantes estuvieron los tres en silencio, improvisadamente solemnes alrededor de esa especie de escenario brumoso. Eso hasta que el camionero comenzó a inquietarse: murmuraba para sí mismo, girando sobre su propio eje como animal enjaulado. En ningún momento le habían preguntado su nombre, así que no supieron qué decir cuando lo vieron avanzar y agacharse hasta el costado lacerado del animal. Quizá, de haber sabido su nombre, tampoco habrían dicho nada.
No entendían si el tipo besaba o masticaba. Fuera cual fuera el caso, había apoyado ambas manos en el cuerpo inerte y parecía concentrado en su labor.
En cuclillas, y como si aguantara la respiración bajo el agua, Ignacia se acercó con su cámara. Las primeras fotos salieron borrosas, por la niebla y también porque Ana, con sus bolsos y abrigos a cuestas, insistía en tironearla para que huyeran. Luego, con su amiga alejándose en sentido contrario, pudo sacar varias más, incluso desde distintos ángulos y siempre atenta al tráfico, que seguía siendo escaso.
AGUA OSCURA
Marcela Fuentealba
Cualquiera que se siente a escribir algo más subjetivo que un reporte, sea una crónica o su diario o un poema, sentirá que aunque supo cómo comenzar, con una idea o noción del tema, termina en otra cosa, en un territorio desconocido. Lo que aparece sorprende porque habla de algo que se intuía pero que no se llegaba a articular, a pensar realmente. Es lo que sucede a los poetas, para ellos y para sus lectores, escriben conectados al inconsciente, por decirlo vagamente, con algo que puede llamarse lo esencial, no deformado, los restos de experiencias remotas incrustadas pero a medias reveladas, que tienen que volver a la luz.
Dicen que todo o casi todo se graba en la niñez, en un palimpsesto hasta los 5 o los 4 o los 2 años, sobre el cual toda impresión posterior queda dibujada. Puede existir la idea de que por allá abajo, escondida y borrada, corre una verdad extremadamente clara o compleja, que se marchita en el aire contaminado del mundo
“La verdad me ama”. Sylvia Plath a Ted Hughes
normal. Son cosas, si se quiere, demasiado delicadas y enraizadas para respirar en los espacios abiertos de la cohabitación cambiante. Es un dolor que se ha querido esconder, pero que emerge imparable. Es la esencia del suicidio, como explica Al Alvarez en El dios salvaje. Se trata con ese dios salvaje: el poeta, o también el que examina sus sueños, realiza una especie de magia en la oscuridad, un hechizo por sacar algo de lo desconocido. El lenguaje, como saben todas las madres, es originalmente imaginario y propio. Pero es lo que está entre nosotros. El acto de hablar es mágico porque se dirige a alguien, cuenta algo, hace aparecer: alguien se refiere a algo remoto y el que escucha ve lo que no está. Pero la magia negra es más peligrosa y poco corriente. Hay varias voces, demonios, fuerzas implacables, la última posibilidad de palabra. No se trata de la escritura automática que cultivaban los surrealistas para liberar la cabeza (la fantochada surrealista, como dijo Beckett);