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RELATO EROTICO

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SALUD

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Un encuentro de narices

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Un día más, como desde hace cinco años, algunos menos que los que llevaba casada, estaba a punto de terminar su turno de noche en la unidad neonatal de un gran hospital. Al acabar repetía ese ritual que se había ido instalando en su quehacer diario sin sentir, que le proporcionaba una sensación agradable de seguridad y satisfacción de la labor bien hecha, y que forzosamente acababa con una visita rápida a los bebés que más la necesitaban, investida de una sonrisa, porque estaba convencida de que la percibían, como ella les percibía a ellos. Apenas se paraba un momento, Pacha-mama infantil, e inspiraba profundamente. Le encantaba percibir aquel olor a pan recién hecho, a galleta, a vainilla, a leche materna, a lluvia de primavera, y por qué no, a medicamentos. Era un momento íntimo, especial, que la embriagaba e indudablemente ponía en marcha la endomorfinas de su cerebro, las hormonas de la felicidad. Era su dosis necesaria para volver a ese hogar que se había ido enfriando en los desencuentros, los silencios y las rutinas.

Sin embargo, algo cambió aquella mañana al pasar por la tienda donde solía comprar los cruasanes que llevaba al hogar para desayunar. Alguna conexión secreta en su cerebro se activó y, por primera vez, mientras mordisqueaba distraída uno de aquellos manjares recién horneados, se dijo que si quería cambiar el mundo, tenía que empezar por cambiar ella. ¿Quién dice que el matrimonio es la tumba del erotismo? La invadió una ola de entusiasmo y una sensación olvidada la recorrió la espina dorsal con estallido en el hueco central de su entrepierna.

Sus orígenes tropicales, su nombre, Jacaranda, de origen guaraní “la que tiene perfume, la que es fragante” y su sangre caliente despertaron su instinto más animal y primitivo: su olfato. Sin darse cuenta empezó a idear, con cierta malicia y picardía un plan. Se deleitaba planificando el juego de la provocación.

Se pasó por el gran supermercado que había cercano a casa. Con deleite, con delectación morosa de pensamiento prohibido, pero con la certeza de llevarlo a término, con una complacencia deliberada, hizo acopio de todo lo necesario. Caminó por las distintas secciones, deteniéndose especialmente en la frutas fresca, los dulces y algún otro departamento que le atacó directamente a la pituitaria.

Al entrar en casa, Luis merodeaba por la cocina como de costumbre, en pijama, medio adormilado todavía, le dio un beso sin entusiasmo, esperable, sin mensaje. Ella contestó con un sonido gutural indescifrable, dejó la bolsita con los cruasanes sobrantes sobre la encimera, y fue derecha al dormitorio conyugal. Apenas cinco minutos después le llamó con urgencia, y él acudió solícito, desprevenido.

-¿Qué ocurre? ¿Qué tienes?-preguntó precavido abriendo la puerta. Tratando de descifrar que escondía aquella música sugerente que llegaba de dentro.

Jacaranda, escondida detrás de la puerta, le agarró de la muñeca, y con fuerza le lanzó sobre el lecho sin darle a penas tiempo a reaccionar, se sentó a horcajadas sobre él y le colocó un antifaz. Aletargado como estaba, no terminaba de comprender qué ocurría. Momento de incertidumbre que ella aprovecho para calmarlo susurrándole al oído, mientras con un pañuelo de seda le ataba ambas manos a la cabecera: -¡Déjate hacer! Este nuevo día viene con sorpresa. Vamos a darnos una vuelta por el jardín fragante de los sueños. -¡Quiero verte, quiero tocarte!-protestó él- tratando de ganar su espacio.

-Hoy las reglas las pongo yo-sentenció ella por toda respuesta. Y le colocó su frutales pechos sobre la nariz. Momento que trató él de aprovechar para alcanzar con la boca sus pezones.

-No, no,.. ese no es el juego-anunció con voz seductora. Es una variante del veo, veo.. ¿Qué ves?. Se trata del huelo, huelo…¿Qué me evoca?

Luis fue dándose por vencido, dejando de lado las resistencias, y entregándose al placer. Y ella fue colocándole con deleite, con fruición sobre sus fosas nasales unas jugosas fresas, un chocolate especiado, una mezcla de especias, … que intercalaba con partes de su anatomía para acabar con su flor de mujer. Perfectamente planificado, cada perfume elegido cumplía religiosamente los mismo pasos: primero se lo acercaba, sin llegar a tocar su nariz, después le pedía que olfateara, tratando de adivinar de qué se trataba. Luego se lo retiraba, y le preguntaba qué era, qué le sugería, El segundo paso consistía en acercárselo más, para que el perfume se conectara con su sistema límbico, y le pedía que se tomara su tiempo para describir lo que olía y le evocaba.

Poco a poco, Luis fue entrando en aquel juego que producía un efecto relajante en su cuerpo, enervaba sus sentidos y catapultaba su libido. Iba poniendo palabras a todo aquello que olía, y cada olor nuevo le deleitaba más que el anterior, provocándole sentimientos, sensaciones, recuerdos que creía olvidados, o que dormían en la memoria genética de un yo desconocido. Llegó a tal grado de éxtasis, que entre sollozos de placer, y con la sangre desbordada en dirección a todas sus terminaciones nerviosas de su cuerpo, le suplicó en una mezcla de devoción y rendición total: ¡Déjame amarte!

Así nació aquel juego del síndrome olfativo de Sthendal, que ya nos les abandonaría más.

Las historias de Shati

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