Revista Pasando Página Nº 24

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CUENTO

Un encuentro de narices Un día más, como desde hace cinco años, algunos menos que los que llevaba casada, estaba a punto de terminar su turno de noche en la unidad neonatal de un gran hospital. Al acabar repetía ese ritual que se había ido instalando en su quehacer diario sin sentir, que le proporcionaba una sensación agradable de seguridad y satisfacción de la labor bien hecha, y que forzosamente acababa con una visita rápida a los bebés que más la necesitaban, investida de una sonrisa, porque estaba convencida de que la percibían, como ella les percibía a ellos. Apenas se paraba un momento, Pacha-mama infantil, e inspiraba profundamente. Le encantaba percibir aquel olor a pan recién hecho, a galleta, a vainilla, a leche materna, a lluvia de primavera, y por qué no, a medicamentos. Era un momento íntimo, especial, que la embriagaba e indudablemente ponía en marcha la endomorfinas de su cerebro, las hormonas de la felicidad. Era su dosis necesaria para volver a ese hogar que se había ido enfriando en los desencuentros, los silencios y las rutinas. Sin embargo, algo cambió aquella mañana al pasar por la tienda donde solía comprar los cruasanes que llevaba al hogar para desayunar. Alguna conexión secreta en su cerebro se activó y, por primera vez, mientras mordisqueaba distraída uno de aquellos manjares recién horneados, se dijo que si quería cambiar el mundo, tenía que empezar por cambiar ella. ¿Quién dice que el matrimonio es la tumba del erotismo? La invadió una ola de entusiasmo y una sensación olvidada la recorrió la espina dorsal con estallido en el hueco central de su entrepierna. Sus orígenes tropicales, su nombre, Jacaranda, de origen guaraní “la que tiene perfume, la que es fragante” y su sangre caliente despertaron su instinto más animal y primitivo: su olfato. Sin darse cuenta empezó a idear, con cierta malicia y picardía un plan. Se deleitaba planificando el juego de la provocación. Se pasó por el gran supermercado que había cercano a casa. Con deleite, con delectación morosa de pensamiento prohibido, pero con la certeza de llevarlo a término, con una

complacencia deliberada, hizo acopio de todo lo necesario. Caminó por las distintas secciones, deteniéndose especialmente en la frutas fresca, los dulces y algún otro departamento que le atacó directamente a la pituitaria. Al entrar en casa, Luis merodeaba por la cocina como de costumbre, en pijama, medio adormilado todavía, le dio un beso sin entusiasmo, esperable, sin mensaje. Ella contestó con un sonido gutural indescifrable, dejó la bolsita con los cruasanes sobrantes sobre la encimera, y fue derecha al dormitorio conyugal. Apenas cinco minutos después le llamó con urgencia, y él acudió solícito, desprevenido.


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