Perro Negro de la Calle no.50 Noviembre 2020

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l año agoniza. Vaya pinche año. Mientras todo el mundo se cae a pedazos entre desastres, pandemia, elecciones gringas, y demás, este can llega a su edición cincuenta. Semejante encrucijada durante estos cuatro años; toda esta gran colección de autores y obras que hemos compilado, se queda registrada para siempre en la web. Jamás se perderá en el olvido. Alguna vez leí que las revistas literarias son acervo cultural, registro de su tiempo; y vaya que Perro Negro de la Calle ha vivido tiempos violentos y tumultuosos; estos cincuenta números (de evolución y mejora constante), sirven de registro, de bitácora, de prueba de que el arte continuó, y que nada ni nadie pudo detenerlo, ni siquiera la tan odiada pandemia exasperante. Pues bien, lector, he aquí la quincuagésima edición de tu perro callejero favorito, de tu revista literaria favorita. Sé parte de esta historia, como todos los que hemos dejado el alma y espíritu en estas hojas digitales a lo largo de su vida.

Amaury R. Ledesma

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Sobre el autor: Fernando Antolín Morales (Zaragoza, España, 1984) estudió Matemáticas y Filología Hispánica. Desde hace nueve años vive en Nitra, Eslovaquia, desde donde pone en práctica su faceta de poeta y dramaturgo. En los últimos meses ha ganado algunos premios literarios y menciones en concursos de Europa y América, además de publicar algunos de sus poemas en revistas como Quimera (Costa Rica), miNatura (España), El Camaleón (Guatemala), Máquina Combinatoria (Ecuador) o Nefelismos (Venezuela). En el mes de julio se publicó su primer poemario, La esfinge del pino (Multiverso Editorial, 2020).

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errota súbita baldía tras sorber el néctar de tu piel de coco y endiablar mis temores en tu cáscara menuda. La aromática frondosidad de tus orquídeas se ha secado y en este desierto nuestro tan solo germina el pigmento anaranjado del cempasúchil en honor a este no-amor muerto. Oxidaste mi sonrisa de acero inoxidable anegaste mi optimismo de firmeza innegable y te fuiste dejando la puerta abierta de par en par dejándome tu ropa sucia una mancha en la almohada y un par de interrogaciones que parecían de terciopelo pero tenían un corazón (inerte) de cal viva. Y no dijiste nunca adiós. Ni siquiera lo siento. Y mucho menos gracias. Aunque hoy he oído un silbido en el viento de otoño parecido a tu silencio.

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Sobre el autor

Francois Villanueva Paravicino. Escritor peruano (Ayacucho, 1989). Egresado de la Maestría en Escritura Creativa por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM). Estudió Literatura en la UNMSM. Ha publicado Cuentos del Vraem (2017), El cautivo de blanco (2018), Los bajos mundos (2018), Cementerio prohibido (2019) y Azares dirigidos (2020). Textos suyos aparecen en la antología Recitales “Ese Puerto Existe”, muestra poética 2010-2011 (2013) y en diversas páginas virtuales, revistas, diarios, plaquetas y/o; de su propio país como de países extranjeros. Ganador del Concurso de Relato y Poesía Para Autopublicar (2020) de Colombia. Ganador del I Concurso de Cuento del Grupo Editorial Caja Negra (2019). Finalista del I Concurso Iberoamericano de Relatos BBVACasa de América “Los jóvenes cuentan” (2007).

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n el barrio los vecinos se apiadaban, cuando dejaron de juzgarlo, del viejo borrachín que había dilapidado su fortuna. Aquel hombrecito carecía de buenas facciones en el rostro, era poseedor de modales burdos, lenguaje torpe y atropellado, sufriendo cada vez más de demencia senil, vestido andrajosamente en las calles. En su sempiterna embriaguez, le gustaba contar la mayoría de las veces sobre una historia de amor que lindaba con lo inverosímil. Se preguntarán ustedes, qué importancia puede tener un hombre de edad en estado indigente que apenas está con su vida, que lo único interesante que te puede contar es la vez que se enamoró perdida y platónicamente de una chica a la que dejó de verla tras salir del colegio. Sin embargo, aquello suena atractivo en el terreno de lo ajeno y lo vulgar, de los chismes y las mal habladurías, especialmente en las zonas donde abundan los lumpen, los drogadictos y los pandilleros. Decían los vecinos más antiguos que de pequeño era hiperactivo y travieso, que usaba unas gafas de abuelito y vestía ropa anticuada que lo convertían en un gracioso antipático, pero de adolescente se volvió tímido, retraído, y andaba por las calles en las nubes, con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos. Cuando cumplió los veinte años, sus hermanos mayores viajaron al extranjero a ejercer las profesiones que estudiaron con dedicación. Sin embargo, él fue el único que nunca llegó a concluir sus estudios universitarios, dicen porque sufría una terrible depresión que le inhibía expresar sus sentimientos más elementales, una especie de incomunicación que le impedía liberar sus ideas congruentemente, algo extraño en sus congéneres que aman el Arte, como se supone que son ellos. Le creyeron un enfermo y tuvieron que tratarlo con médicos especialistas que le descubrieron un mal que postra y ataca a personas demasiado sensibles. Después de unos años, sus padres, ya personas de edad, al verlo más recuperado y mucho mejor que antes, avalándose en que había retomado los estudios superiores y parecía cada vez más un chico normal con el tratamiento, partieron a visitar a sus hermanos. Por una extraña razón, jamás regresaron, e incluso hasta el presente no se sabe nada de ellos, de la familia Ventura Sindulfo. Y el benjamín, es verdad, parecía un extranjero de otro idioma con los vecinos, pues no les hablaba y apenas los saludaba con un murmuro que ellos entendían muy mal. Él nunca supo contar sobre qué pasó con sus familiares, ni nadie lo pudo averiguar. Sin embargo, al año, aquel jovencito dejó de tomar la ruta que lo llevaba a su centro de estudios, y consiguió un empleo ajeno a su profesión que debía ser pesado, pues salía de su casa a las seis de la mañana y volvía a las once o a la medianoche. Su vida monótona se interrumpió cuando intentó casarse con una mujer a la que no amaba y a la que dejó esperando en el altar el día de la boda. En aquella época, ya habían desaparecido los clanes familiares más fuertes del distrito y, por lo tal, las broncas entre ellos dejaron de realizarse en nuestra calle, que era su preferida, aunque esta continuaba siendo escenario de batallas campales entre hinchas locales de Alianza Lima y Universitario. Él pasó desapercibido aquellos años, como un huraño o un personaje nada público, pero el incidente de aquella boda inconclusa le hizo ganar fama de tonto en el vecindario. Los detalles de lo sucedido, como verán, se esclarecieron con el pasar de las semanas. Unos meses atrás, él había conocido a una bella dama que vivía al otro lado de la ciudad, con quien supuestamente iniciaron una relación amorosa vertiginosa. Cuando decidieron entablar matrimonio, su pareja le dijo que se fuera a vivir con ella, a la casa de ella, y que la suya la vendiera para armar un negocio. Lo que nadie sabe a ciencia cierta es qué fue lo que pasó en su cabeza para desistir de aquel futuro que posiblemente le hubiese salvado de tanta infelicidad, que seguro la sufre ahora en su total indigencia, como todos opinamos y lo sentimos en nuestro más sensible interior.

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Según nos enteramos después, por su propia boca, aquello se debió a que toda la vida vivió enamorado de una chica a la que nunca declaró su amor (es más, apenas le saludó por internet sin que ella jamás pudiera verle el rostro) y a la que no volvió a mirar tras dejar el colegio, donde había surgido aquello que nosotros los comunes llamaríamos patología mental. Por ello, lo que pasó con la novia plantada, no fue otra cosa que solo una aventura con la que quería tapar el sol con un solo dedo; es decir, ocultar masoquistamente su verdadera, apasionada y única ilusión: su Mireia del alma. Pero, ¿quién podría creer esa historia? Solo él, por supuesto. Si empezó a beber fue en ese punto decisivo de su vida, donde había perdido la noción del tiempo por vivir encerrado en su habitación, en aquella época oscura de su existencia, y que lo hizo aceptar después el vaso con caña que le ofreció Melquiades (un dipsómano que murió de cirrosis varios años atrás), quien era su vecino de alojamiento del hostal de mala muerte donde dormía entonces, el mismo donde se vendían polillas a un precio módico y los fumones alucinaban fantasías de otras dimensiones. ‹‹Fue un amor a primera vista lo que me pasó con Mireia, y a veces me parece lo más grandioso y fenomenal que pudo sucederme, pero otras lo siento, odiándome a mí mismo, como lo peor que me pudo pasar››, le dijo aquella vez el Ventura Sindulfo totalmente embriagado a Melquiades, con una voz expeliendo un aliento ácido y azucarado. ¿Quién era la tal Mireia? Las vecinas del mercado la conocían. Era una muchacha muy bella y engreída que vivía con sus abuelitos a varias manzanas de nuestra zona, y decían que tenía fama de enamoradiza. Se supo además que tuvo un primer hijo a los diecisiete años de un estudiante de Derecho que la abandonó por no perjudicar su profesión. Al par de años después, volvió a estar con un técnico en ingeniería que dicen había sido su primer enamorado en la época del colegio, cuando ella estaba en primero de secundaria y él en quinto. Ahora, es una tierna abuelita que engríe a sus nietos. ‹‹Yo una vez recité un poema de Pablo Neruda en mi colegio, delante de todos los alumnos y profesores, donde entre la muchedumbre de estudiantes, escondida entre las filas escolares, me escuchaba Mireia, mi imposible Mireia››, contaba su adorador secreto a cualquiera que se atrevía a brindar unas copas con él, cualquier imprevisible día de la semana, ya vestido con una camisa grasosa y unos pantalones raídos, junto con los alcohólicos del barrio, en la época que desgastaba toda su fortuna. Incluso los Mariachis, como conocíamos a los alcohólicos que cantaban a voz en cuello y desafinadamente las penas del corazón sentados en la vereda de la ex iglesia evangélica vieja y ruinosa que abría una vez cada prolongado tiempo, le habían dedicado un tema irreprochable que comenzaba así: ‹‹Las estrellas de tus ojos siempre me miran en silencio, como tu voz ausente, tus caricias perdidas, tus deseos prohibidos, mientras yo me desangro en tu pasión››. Día tras día, noche tras noche, en aquellos tiempos, era común ver al pobre hombre en las esquinas del barrio, tomando su botella de caña y aguardiente en vasos descartables y sucios, discutiendo acaloradamente o a carcajadas con sus compañeros de ocasión, y en los momentos más sentimentales cantar gritando. El vejete perdió entonces la noción de la cómoda vida que alguna vez llevó, pues entonces sufría más que vivía, subsistía, y pese a eso nunca se le vio renegar de su amor imposible, sino solo se le escuchó frases de adoración y dulces versos para con ella, mezclando anécdotas truculentas con detalles variopintos. Varias veces se le escuchó decir, por ejemplo, que la primera vez que vio a esa «brujita» —a veces la llamaba así, o «angelita», «diablita», «damita», «beldad» también—, fue en el recreo, cuando él observaba solitariamente desde el patio una paloma blanca con

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una oliva verde en su pico, posada en la balaustrada del segundo piso del colegio. Entonces Mireia apareció lentamente y el ave, inexorablemente, se dejó acariciar por las palmas níveas de aquella doncella. La miró con éxtasis, anonadado, conmovido, purificado, sintiendo con fuerza el ímpetu de la atracción indestructible. No comprendió en aquel momento la distancia que se forjaría eterna por el hierro del destino, estando desde el inicio hasta el final como siempre se dilató aquella historia personal: la tal Mireia en lo alto y él observándolo desde lo bajo, sin que ella lo advierta venerándole con el más apasionado sentimiento. Fueron años después de aquella epifanía real, anecdótica y demoníaca, cuando empezó a juntarse a beber con los borrachitos callejeros en nombre de ella, su diosa, y empezó a despilfarrar rápidamente su poca fortuna que le sobraba, lo botaron del alojamiento, empezó a dormir en el parque o en los antros de sus camaradas, a no cambiarse de ropa o a vestirse sucio y maloliente, hasta que envejeció y lo tomaron como viejo pelele, apiadándose de él cada vez que abría su mundo interior al mundo, con rarezas y excentricidades que ruborizaban, como la historia de su primer y único amor imposible.

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Sobre el autor

Demetrio Navarro del Ángel. Nació en Ébano, S.L.P. en 1976. Docente por vocación y escritor por convicción. Uno de sus textos se encuentra en Antología de poesía erótica Trazos tórridos, Ediciones Afrodita (2020). Volutas Volumen I. (2020). También ha publicado en la Revista Literaria Engarce julio de 2020, y en la Revista Literaria Perro Negro de la Calle del Mes de mayo, julio, y agosto del 2020. Pueden encontrarse cuentos de su autoría en la Antología de cuento breve Cuentos de Misterio, suspenso y horror (2019), Para un mundo mejor (2018), Todos somos inmigrantes (2017), todos ellos de Grupo Editorial Benma, finalmente prosa y poesía del autor se encuentran en la Revista electrónica Teresa Magazine.

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n mi universo paralelo nos sorprende la luz, es un espacio de construcción que nos sonríe, bebemos el néctar de estrellas infinitas, posibilidades se arrullan en la crisálida de ámbar, hilos de luna tejerán nuestras almas blindadas Resonancias del sueño se encienden en las acústicas pupilas, el fuego interior consume la emancipación fugaz y la convierte en vuelos cósmicos de oídos perfumados, de místicos abrazos. Mi holograma es un barco en el viento con un timón de independencia y una brújula de cuarzo; cantamos la melodía en el círculo infinito revoloteando en los nidos de la onírica memoria. Crisálidas materializan su verdadera identidad, sus sueños tiñen en el éter infinito su rebeldía instintiva se diluye en el efecto mariposa de esta realidad amada concentran su ser en la nueva vibración del inconsciente un camino de luz invocamos en el vuelo perpetuo de la existencia. Otros estados de la existencia abrazarán los plexos solares caminarán en los espumosos brotes de primavera, morarán en la amniótica poesía, serán germen que resbala en el cardumen del espejo beberemos el rocío sagrado en la intimidad del cielo. Alas de miel emergen de los pétalos de ceniza un puñado de barro endulza anacrónicas disfonías, en la grana chispeante florecerá el verano con la potencia de un recuerdo ambarino luminosas trenzas serán el cónclave de ignotos pensamientos. que grabarán en el limbo con punzones de nácar. El vuelo colectivo arropa la melodía volátil, aquelarres de luz tañen la cítara de la eternidad y danzo en el sueño que renace en elegías cotidianas en la piel sin regreso que se vuelve etérea.

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Sobre el autor

Ríchard José Sosa Villegas (Caracas, Venezuela, 1984). Profesor egresado de la Universidad Pedagógica Experimental Libertador, Instituto Pedagógico de Caracas. Investigador en el área de la literatura, análisis del discurso, y la lectura y la escritura. Ensayista y escritor. Corrector de estilo de la Revista Gaceta de Pedagogía. En cuanto a sus publicaciones, las mismas han aparecido en revistas de investigación como Gaceta de Pedagogía (UPEL-IPC) y próximamente en Letras (UPEL-IPC) y Dialéctica (UPEL). En narrativa ha sido publicado en las siguientes revistas: El elefante azul, El morador del Umbral, El gorrión ahorcado, Artesiente, Juggernaut, Marginalees, Perro Negro de la Noche, Revista Literaria Pluma, y en Almicidio, por la Editorial Cornamenta (2020); en las Antologías Microcuentos y relatos Sublime Mujer, Microcuentos de terror en tiempos del Coronavirus, La vida, Conspira por la Editorial Nueve Editores (2020), y recientemente en la Antología Almas confinadas por la Editorial ITA (Colombia).

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penas tras dos años de casados, el granjero perdió a su esposa. Contra todo pronóstico, la mujer murió desangrada. El parto había sido duro. Desde ese día, Harold se volvió más circunspecto. Se ensimismó porque estaba convencido de que el fallecimiento de su mujer lo había causado su unión carnal. Si tan solo hubiese tenido la fuerza de voluntad suficiente, como Ángela se lo había pedido, no habrían llegado a aquel final. No se lo merecía, en absoluto. Era una verdadera santa. Recordó cómo esa noche, llegó ebrio de la taberna del pueblo y la poseyó sin compasión, dejando su lado animal vencer su cordura. Lloró a la mañana siguiente cuando vio a su mujer con su honra mancillada. Prometió no volver a hacerlo, se aferró más a sus dogmas religiosos y rezó cada noche para que se le librara de la tentación del pecado original, pues imaginaba sus consecuencias. No obstante, sus súplicas fueron inútiles cuando se percató de que la panza de su mujer crecía; estaba embarazada. Sin duda alguna, los efectos de su grave error no lo dejarían jamás. Tras la muerte de Ángela, estaba convencido de que debía expiar sus pecados. Por esta razón, su espalda estaba roída de tantos azotes que se profería por las noches mientras rezaba, viendo la imagen de su dios frente a él. — ¿Qué traes hoy? —preguntó el viejo Foreman, su principal comprador de mercancía en el pueblo, esa mañana. — ¡Huevos! —respondió huraño Harold. Nunca decía nada más, cobraba lo acordado y se iba en su antigua pickup azul del 84. A horas del mediodía, el delgado sujeto preparó su almuerzo y se dirigió al granero. Llevaba un plato y un galón de agua fresca. Abrió la puerta con la llave que celosamente guardaba en el bolsillo de sus vaqueros. Escuchó el gruñido, le era familiar. No obstante, estaba de buen humor. Se quitó el cinturón de cuero y lo colgó en el improvisado perchero. Se sentó. Aquellos ojos lo miraron con odio contenido y un sonido gutural surgió de la criatura tratando de liberarse de sus ataduras. Era difícil saber de qué tipo de animal se trataba. La bestia empezó a gritar mostrando sus deformes dientes y expulsando saliva maloliente. Harold la abofeteó dos veces y la criatura reculó, empezó a sollozar, visiblemente asustada. El olor de sus heces y orines debajo de aquella silla era putrefacto. El granjero no pronunció una palabra, solo se limitó a alimentarla. A veces tomaba el cinturón para indicarle que debía comer. Luego le dio agua y esta corrió encima de la bestia, poco acostumbrada a beber de la botella. Harold se puso de pie y se retiró, la criatura siguió atada a la silla dando gritos, deseando ser liberada. El hombre cerró la puerta y pensó para sí mismo: «no hay mejor forma de expiar nuestros pecados, que cuidando de nuestros vástagos».

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Sobre la autora:

Irma Lozano Ramírez. Arandas, Jalisco, México. 1973. Ha publicado: dos poemas en el periódico Noti-Arandas; en El caballo negro, dos sonetos, periódicos locales de Arandas, Jalisco. En la página virtual Café de letras con algunos haiku e ilustraciones. Ganadora del segundo lugar de los Juegos Florales 2017, Encarnación de Díaz, Jalisco. Con el poemario El umbral Del fénix. Actualmente participando en dos antologías: 1; Los cuentos de la campana, libro que se ésta editando por la fundación del pensamiento editorial de Arandas, Jalisco. Participando con el cuento El Sonido de la oscuridad. 2; Mujeres Poetas de los Altos de Jalisco, libro que ya fue publicado por el ayuntamiento de Guadalajara, Jalisco, viendo la luz el 4 de marzo del año en curso; participó con dos haiku. Otro haiku se tomó como portada para la revista virtual el colibrí https://www.facebook.com/Collhibrirevista/ Tres veces seleccionada en la revista digital Perro Negro de la Calle, de Lagos de Moreno, Jalisco.

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n el claustro de la noche, diosa, desnuda estĂĄs, la sabana celeste tus delicadas formas cubrirĂĄ, los luceros te veneran, las estrellas celosas brillan, tu eterno compaĂąero postrado se maravilla ante la belleza pura, suspiros exhala, latidos retumban, su amor es latente y no tiene tumba.

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Sobre la autora:

Martha Violeta Lerma Álvarez, país de origen México, nació en Durango el año de 1963. Su profesión es Maestra en Ciencias de la Administración, aficionada a la Literatura. Actualmente radica en la Ciudad de Aguascalientes, en donde han sido publicados algunos de sus poemas en revistas de circulación local.

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endida sobre el césped a la mitad del parque, mis ojos con asombro contemplan el tranquilo vaivén de las nubes que se agrupan en amenazante tormenta; y entonces pienso: —El agua es lluvia—. Voy a la montaña, veo y escucho a los cantarines arroyuelos que veloces corren a juntarse en el río para llegar al mar; y entonces pienso: —El agua es corriente que fluye—. Parada en la tranquila orilla lanzo piedrecillas, revotan sobre el quieto espejo provocando pequeñas estelas, que luego crecen en círculos haciendo que se asomen los saltarines peces; y entonces pienso: —El agua es lago—. Subyugada por su inmensidad, a la vez me parece hermoso y amenazante. Sus golpes de agua provocan que mi barca zozobrante apenas libre las tenebrosas olas. Ante el inmenso azul del paisaje; inevitablemente pienso: —El agua es mar—. En un caluroso día mi garganta con desesperación reclama un poco de refrescante agua. Mi paladar y mi boca saborean con inigualable placer cada gota del vital líquido; y entonces pienso: —El agua es vida—.

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Sobre el autor: Zacarías Zurita Sepúlveda, Chile, 1980. Profesor de Historia y Geografía por la Universidad de Playa Ancha y Mag. en Desarrollo Curricular y Proyectos Educativos por la Universidad Andrés Bello. El 2017 su cuento Paranoia fue seleccionado para el libro La comunidad de la Letra: Antología de narradores porteños (Chile). El mismo año su microrrelato Terror en primera persona forma parte del libro Microterrores, IV Concurso de microrrelatos de terror, Ediciones Diversidad literaria, España. En 2018 se incluye en la antología El monstruo era el humano, de Editorial Cthulhu, Perú, su cuento Número 35. Algunos de sus textos han sido publicados por diferentes revistas literarias en español, tanto impresas como digitales. Es fundador de la revista de ciencia ficción latinoamericana Espejo humeante y del Fanzine Literario Letras Públicas. Es integrante de la Fundación de fomento lector Libera Letras.

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quella mañana despertó nervioso y un poco tarde para un asunto como ese. —Rápido, Miguel, o no llegaremos a la hora. —Pero aun ni me baño. —Hoy es la última vez que verás el sol en la vida y tu preocupado de la ducha... Adolescentes —dijo en voz baja moviendo la cabeza suavemente de un lado para el otro— Apresúrate mejor. —Bueno, mamá —respondió estirando los brazos para quitarse un poco la modorra, aún recostado de espalda en la cama. Se puso el mismo pantalón del día anterior, sus gastadas zapatillas azules y una chaqueta para cubrir la parte superior del pijama que, ante la premura, optó por no quitarse. Cogió unas cosas del cajón del velador, y salió de su casa corriendo, intentando alcanzar a su madre, quien le llevaba muchos metros de ventaja. Su padre, el más interesado en ver el fenómeno, ya se encontraba en la cima de la colina guardándoles un lugar para no perderse el gran evento. Cuando arribó estaba algo fatigado; había corrido 500 metros en subida y sin detenerse. —Miguel, por acá —le gritó su progenitora moviendo el paño rojo que usaba normalmente en el cuello. Se escurrió entre la multitud. Al llegar, le habló a su papá, quien llevaba una hora apostado allí. —¿Falta mucho? —Exactamente 108 segundos —dijo el hombre mirando su viejo reloj de pulsera. —Desearía haber tenido el dinero para pagarnos el viaje. No merecemos quedarnos acá. Un hemisferio completo en la tierra, sin sol y a la espera de que los inventos sirvan. ¿Y si nada resulta? —su rostro demostraba decepción—. ¿Si los soles artificiales que nos repartieron no cumplen con su función? —su mirada se perdió en el horizonte. —Tranquilo, hijo, son fiables. Además, estoy completamente seguro que podremos adaptarnos a ellos. Debemos confiar en el trabajo de nuestra gente y sus esfuerzos. Una característica propia del ser humano es evolucionar si la ocasión lo amerita y esta vez no será la excepción. Ya verás —respondió el hombre con un tono esperanzador, atento al tiempo que restaba para el acontecimiento. —Pero es injusto que todo siempre dependa del dinero. Incluso no les importó si trabajaste o no para la misión —sus palabras comenzaron a cargarse de ira—, debemos conformarnos con vivir aquí, mientras ellos empiezan una nueva vida, una nueva civilización en ese planeta. —Yo no estaría tan seguro de tus aseveraciones, hijo —se volteó y miró al chico a los ojos. —¿Por qué? Si nos dejaron a nuestra suerte, prácticamente condenados a morir — contestó desganadamente, respondiendo a la mirada de su padre. —Todos hemos de morir, las preguntas son ¿cuándo? Y ¿cómo? —puso su mano en el hombro de Miguel —aun así, y para tu consuelo, te puedo contar que a los viajeros del hemisferio norte les dejé una pequeña gran sorpresa —esbozó una leve y casi imperceptible sonrisa. —¿Cómo es eso? —¿Recuerdas que trabajé en las últimas reparaciones de la nave? —Si.

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—Bueno, este ingeniero les ha dejado una sorpresa, algo que hará que no alcancen a… —un aplauso potente y generalizado, al que se unió eufóricamente, le impidió terminar de hablar. Miguel, boquiabierto por la respuesta, y con los ojos vidriosos, se volteó a mirar los tímidos rayos de sol que comenzaban a salir a esa hora de la mañana, sin atreverse a aplaudir. Cuando su padre lo abrazó, no pudo evitar pensar en su hermano mayor y la carta que a petición de él, debía entregarle en ese preciso instante. «¿Recuerdan la sorpresa que les comenté hace tiempo? Me embarqué, y en este instante me encuentro rumbo a lo que ha de ser nuestro nuevo hogar. Los enviaré a buscar en menos de un año; no desesperen», decía parte de la misiva que Alejandro les había dejado y que Miguel ahora arrugaba en el bolsillo del pantalón con la mano sudada.

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A paso lento FotografĂ­a de Demetrio Navarro

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Sobre el autor: J.L. Zúñiga, Lagos de Moreno, Jalisco, 30 de abril de 1993. Se define a sí mismo como un pensador constante, creador recurrente, creativo y sensible. Las experiencias plasmadas en sus obras son inspiradas en las propias experiencias de vida del autor y de su círculo social directo e indirecto.

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l equilibrio está ausente… ya no tengo en mis manos la taza de café. La bruma en las palabras aumenta y desentrañar ausencias desemboca en el insípido silencio. Mientras las sombras se reúnen, no puedo buscar en las palabras que alguien más escribió. No hay dimensión para la lógica, cuando la noche ya no es mágica y tampoco es única. No hay posible respuesta, no hay nada que buscar, todo se encuentra donde siempre ha estado. Donde se rompió y se reconstruyó; donde se arrebató un fragmento, pero creció otro. Donde todo dejó de ser, pero volvió a ser. Al fondo y a la izquierda.

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Recolector de esencias Escultura por Alfredo Basulto Lemuz TĂŠcnica Plata 925, cera perdida.

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Sobre la autora:

Esmeralda García (Guadalajara, Jalisco. México. 1970) Estudió la licenciatura en Psicología y maestría el Psicología Educativa en la Universidad de Guadalajara. Se desempeña actualmente como profesora en nivel secundaria, Poeta independiente, en proceso de autoconocimiento permanente. Ha participado en lecturas colectivas, festivales de poesía virtuales. Publicaciones: Deleite: Vida y placer, compilación Iberoamericana, Cascada de palabras, cartonera. Vol. 1, colección 2013. Poemario: Mujer Esteparia (2019) Proyección Literaria. Publicación en revistas digitales: La Coyolxauhqui, Revista digital, numero 0, abril 2020. Perro Negro de la Calle, no.46 Julio 2020. Otros: Spotify, Audios de consumo: Inconformidad Esmeralda García. 23 de abril de 2020.

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e gustan las mujeres que duermen desnudas, que no se ocultan entre sábanas, que no tienen prejuicios ante las formas de su cuerpo, que no se limitan por sus estrías o si tienen la piel flácida. Me gustan las mujeres que ondean la bandera del deseo, que no le temen al sudor ni a los olores corporales, que se entregan sin vergüenza, sin inseguridad, sin supresiones sin condiciones. Me gustan las mujeres que toman tu mano para que las acaricies, que no se ponen límites ni condiciones obsoletas, que conocen sus zonas erógenas y se disfrutan a sí mismas. A ellas las clamas, las idolatras, las disfrutas porque tienen iniciativa, te seducen, te enardecen descienden, galopan navegan a lo largo de la cama susurran, hablan, gritan. Yo quiero convivir con mujeres que no pretextan estereotipos culturales, que no conocen los hubiera, que no dicen: mejor mañana, que se entregan en su totalidad a quien las ama intensamente, en cualquier momento, en cualquier lugar.

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Sobre la autora:

Alejandra Cruz Castillejo nació en el pueblo de Zirahuén, Michoacán en 1983. Estudió la profesión de Lic. en Educación Primaria en la Benemérita y Centenaria Escuela Normal Urbana “Profr. J. Jesús Romero Flores”. En 2004 colaboró en la Antología Normalista con el cuento Y el tiempo quién me lo devolverá, en 2020 publicó en la revista Rigor Mortis su cuento El cuadro. Actualmente se desempeña como profesora de educación primaria en el nivel básico de la SEP.

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uando la mente se perturba, cualquier cosa puede aterrar. Nadia despertó confundida, perdida entre el tiempo. Le pareció tan real lo que soñó. En su letargo se veía viajando en su auto por un camino con frondosos árboles, un paisaje perfecto para el descanso. Cuando llegó a su destino, se alegró al contemplar el lago con tonos cristalinos, rodeado de un pinar. Repentinamente la escena cambió, ahora se encontraba caminado en una plazuela desierta, era de noche, las lámparas emitían un color amarillento, era innegable la soledad que se sentía en ese sitio, con el correr del viento la basura comenzaba a revolotear. Sus ojos empezaron a sentir cansancio. La lluvia escurría por su rostro llegando hasta sus labios, se había quedado dormida en una banca, sus ropas lucían empapadas. Ya no era de noche, ahora era un atardecer lluvioso, las nubes negruzcas desfilaban por el cielo, los goterones eran incesantes. Corrió para cubrirse y mantener seca por lo menos el alma, intentó entrar en una tienda a la que le negaron la entrada, ella solo quería protegerse. Al dar la media vuelta sintió un fuerte zumbido en sus orejas, tapó sus oídos con ambas manos, algo la inquietó, introdujo intuitivamente el dedo meñique dentro de conducto auditivo, sintió algo viscoso, al sacarlo observó cómo una pequeña larva se movía de un lado a otro en su dactilar, después de eso la amarillenta y maloliente pus empezó a emerger incesante acompañada de una cantidad incontable de larvas. Despertó súbitamente con una la sensación de asco, confundida hasta el tuétano, el zumbido era real, introdujo su dedo para comprobar que no hubiera nada dentro, y así fue. Era un zumbido y nada más. Tenía poco tiempo de haberse mudado a ese pueblo, en el que efectivamente había un hermoso lago, ahí estaba de paso, ya que en unos meses impartiría cátedra en otro lugar aún desconocido. Por las mañanas hacía caminata por el bosque, para después ir al trabajo, en realidad le agradaban las rutinas con perfección de tiempo. Lo único que la inquietaba era ese zumbido incesante. Cuando acudió al doctor, simplemente la inspeccionó, dándole una vasta dotación de medicamentos, los cuales al pasar los días se quedaron en el olvido. Los sonidos que escuchaba cada vez eran más inquietantes, en ocasiones parecía el ruido de un radio que no sintoniza frecuencias, otras veces era un pitido infinito sin corte alguno, tan agudo como el rose de dos láminas metálicas. Pero lo más inquietante venía por las noches, cuando dormía escuchaba un cúmulo de voces dolientes, mezcladas con pesadillas, en las cuales siempre aparecían las asquerosas larvas. Con el pasar de los días comenzó a sentir una mayor confusión. No deseaba estar despierta porque el sonido la torturaba, y por las noches las pesadillas la asediaban. Entre su total caos escuchó «¡aquí estoy!», al tiempo que sintió un vaho tras sus orejas. La sensación más aterradora de su corta vida. Un ser tras ella resoplando en la penumbra. Ahora sabía que no estaba sola, eso, lo que fuera, estaba en sus sueños, estaba en sus sonidos y ahora estaba pegado a ella. Con cada día que pasaba perdía su brillo, hasta que un día, con los ojos llorosos y las manos temblorosas, tomó un cuchillo para cercenar ese mal, y cuando estaba a punto de la máxima locura escuchó «¡aquí estoy! ¡No me dejes!». Los ojos se le nublaron, para después caer al vacío. Cuando despertó, se dio cuenta que algo la quería mantener viva, no sabía qué era, pero lo iba a investigar. Esa presencia la helaba con solo sentir el tibio vaho tras ella. Decidió poner atención en las pesadillas, tal vez ahí estaba todo. Recordó que entre sus medicamentos había uno que le causaba somnolencia, así que tomó una dosis más alta de lo prescrito. Esta vez no despertaría facilmente, descubriría la verdad.

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En un sueño profundo se miró bajo la fuerte lluvia la cual formaba charcos teñidos de rojo, alzó su mirada para contemplar el espectrante panorama. En la plazuela yacían personas laceradas por todas partes, algunos sangrantes se arrastraban faltos de un miembro, otros ya habían dado la ultima exhalación. A quienes se acercaba se cubrían los rostros despavoridos. Todos compartían un distintivo, les habán mutilado las orejas. Los lamentos se confundían tanto, que no lograba distinguir unos de otros. Asustada, se llevó las manos a la cara, estaban manchadas de sangre y de ellas colgaban un cúmulo de orejas mutiladas. Su horror fue tal, que salió disparada, cual locura corre con el viento. Ahora estaba en la casa donde vivía, los charcos de sangre llegaban hasta su puerta. Sintió que el pavor la recorría de punta a punta, sabía que ahí estaba lo que buscaba, tal vez la próxima era ella. Siguió el rastro, el cual la llevó hasta la recámara, ahí en la esquina estaba una mujer de pie, con vestido blanco salpicado de sangre, algo miraba por la ventana. «¡Aquí estoy!», le dijo en un tono familiar, «¡Me haz encontrado!», la chica se acercó y al verle el rostro, su impacto fue tal que cayó en vértigo hasta perder la conciencia. Horas después, despertó. Miró el blanco techo impecable, algo no estaba bien. Observó a su alrededor, todo era un cubo níveo, excepto por la pequeña ventanilla en la que los medicamentos la esperaban. Los sonidos seguían en su interior, pero esa voz, ahora sería su eterna compañera.

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CempasĂşchil FotografĂ­a de Demetrio Navarro

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Sobre la autora:

Marcia da Luz Leal, Nació en 18 de octubre de 1971, en la Ciudad de Iretama, Paraná, Brasil, es Profesora de Lengua portuguesa y española. Colaboradora como Poetisa y Cuentista en las Revistas Sures, Revista D-Arte Londrina y Revista Duc in Altum, Brasil, Revista El Almacén, Perú, Revista Cisne, Argentina, Revista Pluma, Buenos Aires, Argentina, Revista Tintero Blanco, México. La escritora participa de varias Antologías Poéticas en distintas categorías de temas y estructuras, aún tiene libros con temas sobre educación y gestión Ambiental.

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E

n momentos de aburrimiento, buscaba palabras en esta apnea loca y demente, estaba sumida en pensamientos, surgían enfrentamientos indiscutibles. De manera sincrónica, entre inmersiones profundas a socializar con personas superficiales, su poesía burbujeaba, por infinitas veces le faltaba el aliento. En las profundidades del destino las palabras le acariciaron su corazón distante, bien sabe ella, que tal hecho simplemente reforzó la fuerza de sus pulmones.

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Sobre el autor:

J.L. Zúñiga, Lagos de Moreno, Jalisco, 30 de abril de 1993. Se define a sí mismo como un pensador constante, creador recurrente, creativo y sensible. Las experiencias plasmadas en sus obras son inspiradas en las propias experiencias de vida del autor y de su círculo social directo e indirecto.

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R

ecurrir a los viejos rincones, desempolvar viejas letras, transformar aquellas frases que jamás se concretaron. Por hoy, el límite se perdió en el horizonte, el gris es transitorio y el purpura también; ambos son aleatorios y de lo más espontáneos. La aflicción es exponencial pero la perseverancia es crucial. No me detengo, aunque la ruta se evapore, no me enmudezco, aunque el susurro se desgarre. ¡Ayúdame! A refutar la nostalgia, a pausar la inquietud y a combatir la contundencia que me impiden florecer… y continúa, gratifica, y la umbría se dividirá; entregándote una nueva dirección.

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Sobre el autor: Amaury R. Ledesma (Lagos de Moreno, Jalisco, 16 de agosto de 1991). Narrador y poeta. Arquitecto de profesión. Cofundador, editor y diseñador de la revista literaria digital Perro Negro de la Calle. Su obra narrativa se centra en relatos sobre lo fantástico, lo sobrenatural e ironía. Enfoca su obra poética (rima o prosa) en indagar en los recovecos de lo mundano desde el punto de vista pesimista. Ha publicado obras en distintas revistas literarias: El noveno arcano, (Revista La Marraqueta, Santiago de Chile, 2019), Lo que pasó en el sótano (Seminario digital de poesía, horror, fantasía y ciencia ficción, Monterrey, Nuevo León, 2019), El puente del recuerdo (Revista franco americana Resonancias, Francia, 2020), La carta de Jacques Virgil (Más literatura, sección cultural de Tecnologíaindustrial .net, Ciudad de México, 2020), Retorno (Revista Literaria Nudo Gordiano, Toluca, Edo. De México, 2020), El cometa verde (Revista de ciencia ficción y fantasía Teoría Omicrón, Quito, Ecuador, 2020), Seleccionado dentro de la antología Los múltiples rostros de la muerte, con su relato: Para que no estuviera solo (Editorial Aeternum, Perú, 2020), Cenizas secretas (Revista Letralia: Tierra de letras, Cagua, Venezuela, 2020), entre otras.

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E

n mi futuro, ya no seré quien escribió este poema, cada parte de mí habrá sido cambiada. En ese porvenir que me espera, ya no seré este poeta, ni tampoco el barco que zarpó de sus anhelos necios. En mi futuro lloraré a mis muertos. Aún lo hago. Pero quien llora, quien sangra, ya no seré yo; todo habrá cambiado, incluso mis dolores, mis terrores, angustias y pesares, todo. Nada me inquieta más que estar en desacuerdo con mi versión pasada, pues en mi futuro reprenderé, más que nadie, aquello que hice, aquello que no hice, aquello que dejé de hacer, lo que no dejé de hacer, lo hecho a medias, lo completamente hecho, lo dicho, lo no dicho, lo dicho tarde, lo dicho a tiempo, lo dicho en mal momento, lo dicho en el mejor momento. En mi futuro lloraré a mis muertos. Aún lo hago. En mi futuro veré mis fotos zagales y me contemplaré ajeno, distante y extraño; un navío con ancla en su astillero, partes nuevas y estables. Ya no seré esa nave, ni tampoco esta. Ya no seré ese que veré. Ya no seré este que escribe. Ya no seré. En mi futuro lloraré a mis muertos. Aún lo hago.

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Sobre la autora:

Esmeralda García (Guadalajara, Jalisco. México. 1970) Estudió la licenciatura en Psicología y maestría el Psicología Educativa en la Universidad de Guadalajara. Se desempeña actualmente como profesora en nivel secundaria, Poeta independiente, en proceso de autoconocimiento permanente. Ha participado en lecturas colectivas, festivales de poesía virtuales. Publicaciones: Deleite: Vida y placer, compilación Iberoamericana, Cascada de palabras, cartonera. Vol. 1, colección 2013. Poemario: Mujer Esteparia (2019) Proyección Literaria. Publicación en revistas digitales: La Coyolxauhqui, Revista digital, numero 0, abril 2020. Perro Negro de la Calle, no.46 Julio 2020. Otros: Spotify, Audios de consumo: Inconformidad Esmeralda García. 23 de abril de 2020.

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O

jos de selva mirando mi interior, des nu dán do me.

Atardeceres perfilan la desnudez, de tu persona.

He descubierto el deseo terrenal, entre tus brazos.

Vaivén de frutas, balance hipnótico frente mis labios.

Par de duraznos afrodisíaco fruto, dulce seducción.

Montañas de piel que escalo a besos, cúspide final.

Claro manantial, rejuvenece bríos entre tus piernas.

Gruta virginal, el principio y final del universo.

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Sobre el autor:

El poeta Duraham Lapitp nace en Cúcuta, Colombia (1990). A muy temprana edad se traslada a Bucaramanga, Santander y allí cursa sus estudios básicos. Luego estudia Banca y Finanzas en las Unidades Tecnológicas. La vena poética despierta en el año (2018), lanzando su primer libro Mellon Collie y la Infinita Desolación en la Casa del Libro Total de la ciudad de Bucaramanga, también aparece en la primera edición digital del periódico La Eskina en enero de (2019) y en las revistas digitales; Cambios y Permanencias (2019), Zejel (2019), Perro Negro de la Calle y en La Orden de los Escritores sin Editor (2020). Hace un relanzamiento en la Alianza Francesa en el mes de abril, paralelo a esto, logra primera mención de honor del Club Rotary de Argentina por su poema Flores del olvido. En 2020 la obra Justine es seleccionada por Editorial Afrodita para formar parte de la antología de poesía erótica Letras íntimas, Argentina.

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S

on solo luces en la oscuridad, son solo luces de neĂłn, son falaces mortajas que emanan de mi desdicha, y sopesando el tiempo dubitativo espero por la mejor de las tramas de esta comedia absurda y peyorativa. El genocidio del espectĂĄculo nos mata la mirada. Remojada la espera, la crĂ­tica aumenta.

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Sobre el autor:

Juan Luis Henares nació en 1963 en Paraná, Argentina; desde 2012 reside en Colonia Avellaneda. Profesor en Ciencias Sociales. En 2004 con Treinta mil imprescindibles ganó el Primer Premio en el Concurso Memoria y Dictadura; comenzó luego a escribir notas sobre temas sociales en revistas alternativas. Desde 2015 escribe cuentos; obtuvo premios, menciones y publicaciones en antologías y webs de Argentina, España, Cuba, México, Uruguay, Venezuela, Colombia, Guatemala, Chile, Perú, Alemania, Canadá y Estados Unidos. En 2018 fue publicado su primer libro: Lápiz clandestino. Actualmente prepara el segundo. Web: https://juanluishenaresescritor.wordpress.com/

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D

on Carlo es como mi padre, gracias a él estoy aquí; cambió mi destino, sino hubiera terminado mis días encerrado en la cárcel. De pibe me la pasaba de pelea en pelea, tanto en la escuela —llegué hasta tercer grado— como en el barrio. Me rescató del internado de menores en el que estaba encerrado y me llevó a trabajar a su lado; Don Carlo me dio una razón para vivir. Le debo todo. Muchos le temen, lo llaman el mafioso del barrio, y tienen razón. Se dedica a la venta de drogas, a la quiniela clandestina y es dueño de la mayoría de los bares y prostíbulos de la zona; tiene arreglos con la policía y con los ladrones, maneja los negocios sucios de gran parte de la ciudad. Lo he visto matar gente con sus propias manos, pues estuve a su lado en varios de esos momentos. En cierto punto, yo también le temo. Una tarde me dijo que debía dedicarme al boxeo, ya que con mi fuerza y sus contactos llegaría a ser campeón. Le hice caso —sus consejos son órdenes—, entrené muy duro y después de un invicto de veinte combates ganados hoy es mi gran día. Mi viejita está orgullosa, guarda los recortes que hablan de mí. De la cárcel al estrellato es el título de su reportaje preferido, a color y doble página en El Gráfico. Ahora, sentada en primera fila, espera ver a su hijo ganar la corona nacional de los pesos pesados. Soy su vida —todo lo que tiene— y su deseo mayor es colocarme el cinturón de campeón. Estoy solo en el camarín, en veinte minutos llegará el gran momento. Desde el estadio se escuchan los gritos de la gente; la mayoría corea mi nombre, nadie duda que seré el campeón. Yo tampoco. Me pongo el pantalón, luego las botas, ato los cordones y de pronto se abre la puerta de la pequeña sala. Es Don Carlo, acompañado de sus guardaespaldas que no se separan en ningún momento de su lado. Se lo nota alegre, lleva puesto un traje bordó —con camisa azul y corbata amarilla— que se hizo confeccionar para esta ocasión. Se acerca y me palmea, me recuerda los años que llevamos juntos, lo que ha hecho por mí y la fidelidad que le debo. Se lo agradezco. De inmediato me dice que las apuestas están nueve a uno a mi favor, y que esta noche el gran negocio es mi derrota; debo pelear hasta el último round, y ahí tirarme a la lona. Me quedo mudo, es el golpe más fuerte que me han dado en toda mi carrera de boxeador; me abraza y explica que no tengo que hacerme problema: la revancha vendrá en poco tiempo y ahí seré el campeón. Se retira con su séquito y la soledad me invade; no puedo contener las lágrimas. Tengo bronca, pero sé que son las reglas de juego: a Don Carlo no se lo traiciona; gracias a él estoy en este lugar y lo importante es su negocio. Mi gloria deberá esperar. Aprieto los dientes, me pongo la bata, aviso a mi entrenador que estoy listo, y junto a los auxiliares salgo hacia el ring. Subo al cuadrilátero, el estadio está colmado; en el ringside resalta la figura de Don Carlo con su mujer, una joven veinteañera —hermosa rubia— llena de joyas. Sentados junto a ellos los custodios. Metros al costado, mi madre; la noto emocionada, es su día soñado. Pobre, cuando me vea caer… ¿Cómo le voy a explicar la derrota? Esto la matará. Se inicia el espectáculo; el relator nos presenta al público, hay un bullicio ensordecedor. —¡Segundos afuera! —ordena el árbitro, tras lo cual viene el saludo con mi rival. Me mira fijo y noto en su rostro una risa burlona, sabe lo que sucederá. Suena la campana y esa sonrisa no se borra: se me ríe en la cara. Pienso en mi madre, y con todas mis fuerzas lanzo un cross de derecha directo a la mandíbula. Como fulminado por un rayo cae a la lona, imposible levantarse.

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—¡Knock-out! —gritan enardecidos todos en las tribunas. Todos menos Don Carlo.

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Sobre el autor:

Javier Dumenes, naciĂł el 7 de enero de 1999 en Rancagua, Chile. Estudia Licenciatura en FilosofĂ­a. A intervenido en revistas como Perro Negro de la Calle.

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D

esperté… del interrumpido sueño que tuve, agitado en plena madrugada. Tomé ese odioso aparato, para no más ver la hora, 3:30 marcaba el reloj. «Ya era costumbre despertar a dicha hora», parece que una vez más aquellas gotas para dormir no han hecho efecto. Me levanté de mi cómoda cama, fui al baño mientras la paranoia me perseguía, lavé mi horrenda cara para limpiar los parásitos que nos consumen el día a día, decidí mirarme al espejo, cosa que nunca hacía y aquella noche logré presenciar al ser que siempre estuvo dentro de mí, además de quebrantar mis sueños cada noche al dormir. ¡Pues era yo mismo! Indescriptible negatividad que emanaban de mis poros, ojeras obscuras, el cabello enredado por enormes y largas serpientes que emitían fuertes guturales que solo en mi mente podía oír y esos malditos ojos rojos, como los mares infinitos del inframundo me daban a entender que esta horrible pesadilla no terminaría jamás. Decidí romper el espejo de un solo golpe, para así acabar con el horrible ser que me poseía, la mano me sangra muchísimo, tan así que desmayé debido a la excesiva pérdida de sangre. Desperté… una vez más en mi cama, con mi mano sin herida alguna, no había manchas de sangre, ni menos estaba en el baño, «estaba vivo» … y el horrendo aparato sonó, para despertarme a las 15:30 ya de día. Vociferé dentro de mí una última vez, antes de diagnosticarme locura sin cura alguna, «todo es un sueño, dentro de un sueño», entretanto un hombre sentado a mi lado de un largo abrigo y sombrero bombín negro miraba atento la hora en su reloj dorado. Sentí miedo y con su hermosa voz me dijo, «ya es hora de tomar desayuno joven».

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Sobre la autora:

Marcia da Luz Leal, Nació en 18 de octubre de 1971, en la Ciudad de Iretama, Paraná, Brasil, es Profesora de Lengua portuguesa y española. Colaboradora como Poetisa y Cuentista en las Revistas Sures, Revista D-Arte Londrina y Revista Duc in Altum, Brasil, Revista El Almacén, Perú, Revista Cisne, Argentina, Revista Pluma, Buenos Aires, Argentina, Revista Tintero Blanco, México. La escritora participa de varias Antologías Poéticas en distintas categorías de temas y estructuras, aún tiene libros con temas sobre educación y gestión Ambiental.

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P

archar cicatrices nunca ha sido mi fuerte, soy una brĂşjula desequilibrada, ni al sur ni al norte. Recuerdos remotos de dolor a veces rodean mis pensamientos. Nada que rompa mi alma, agote mi ser. Estoy libre de culpa, mantengo la ligereza de mi ser en el futuro, ahora cercano, ahora distante. Sigo los dĂ­as libre de Culpas.

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Hombre lobo Ilustraciรณn de Liz Magenta

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Sobre el autor:

El poeta Duraham Lapitp nace en Cúcuta, Colombia (1990). A muy temprana edad se traslada a Bucaramanga, Santander y allí cursa sus estudios básicos. Luego estudia Banca y Finanzas en las Unidades Tecnológicas. La vena poética despierta en el año (2018), lanzando su primer libro Mellon Collie y la Infinita Desolación en la Casa del Libro Total de la ciudad de Bucaramanga, también aparece en la primera edición digital del periódico La Eskina en enero de (2019) y en las revistas digitales; Cambios y Permanencias (2019), Zejel (2019), Perro Negro de la Calle y en La Orden de los Escritores sin Editor (2020). Hace un relanzamiento en la Alianza Francesa en el mes de abril, paralelo a esto, logra primera mención de honor del Club Rotary de Argentina por su poema Flores del olvido. En 2020 la obra Justine es seleccionada por Editorial Afrodita para formar parte de la antología de poesía erótica Letras íntimas, Argentina.

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S

epulcrales son tus votos en la decadencia del viejo atardecer.

Los cadáveres yacen bajo la tierra padeciendo hambruna, porque solo les traen de comer flores, velas y de tomar solo lágrimas austeras. ¿Por qué las calaveras siempre están sonrientes? ¿Acaso será mejor ser calavera bajo la tierra que encima de ella? No importa… Algún día seré como una de ellas. Y me surge una última pregunta… ¿Cuál sería el mejor chiste para contarle a la muerte y vivir muerto de risa?

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Sobre la autora:

Jenifeer Gugliotta Guedez. Venezuela, 1985. Reside en Coro, estado Falcón. Poeta. Fundadora de Ediciones del Útero 2019. Cofundadora y miembro del Grupo Musaraña (2005-2012), editora de la revista Cubile (2007-2012), la hoja poética Madriguera (20062012). Recibió el Premio del XI Concurso “Rafael José Álvarez” de la Universidad Francisco de Miranda en la mención de poesía (2009). Libros de poesía publicados: 490h (2009) y De eso se trata (2013) por Ediciones Madriguera, el cual obtuvo en el año 2014 el Premio Nacional del libro 2012-2013 mención: libro artesanal. Licenciada en Educación mención lengua, literatura y latín (UNEFM-2009); Magister en Literatura hispanoamericana (UNEFM-2019).

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I

M

e contiene un mar Caribe, el oleaje que golpea taciturno en este cuerpo que el tiempo desintegra lentamente. Te observo y en la arena detallo tus pasos, un mar que atlántico viene como ráfaga a dilatar los pensamientos, en frente un árbol recrudece y da frutos podridos, entonces todos se acercan y se alimentan de él, azaroso indica el vórtice del camino, el desvío quizá del nosotros. El Golfo de Guinea se hinca ante ti, y no sé aún si girar o continuar, sabiéndome tanteo un camino-vida, con manos callosas, albergadas de trasnochos y hambres, un mar digo, ultrajado en pasado, esa misma ola que viene a posarse con su mirada en mí, los años: bruma que trae palabras aciagas y sinceras. Golfo de Guinea, eres la premonición de los veintiuno, la línea que se dibuja en la palma de mi mano, el llanto asiduo de los días negros, una piel que busca ser mestiza, el cántico de las madrugadas y ese silencio mortuorio de aquello que jamás sabré, tú, el dolor más hondo del atlántico, la verdad sumisa que se asoma con mi voz entrecortada, las palabras que trato de descifrar y que nunca podré decir, el alfabeto no basta, entonces me arrastra la ola y convengo con tus labios un pacto en Yaoundé y el espíritu antiguo nos invade y ya no es aquí, ni dónde, ni jamás, solo queda la gratitud de saberse por segundos en una línea del tiempo que inconcluso vino a burlarse y a desenmascarar dos cuerpos que atados a una misma tierra buscan mar para el asidero. II

Las manos se accionan y retumban en la tierra al ritmo de un compás desconocido, danzas, y aunque las notas sean falsetes y los silencios extensos va el alma acoplándose a los elementos de tu energía, el río Bénoué se desplaza a través de mí, lo cubro de mi cuerpo desértico, le inculco verdad y al ritmo que indica la corriente voy arrastrando tus escombros y pesares, un ritmo repito, y cambio la clave para que no me descubras, que te pierdas en este desierto, que la energía regrese a la cuenca y te sanes, de los tropiezos, las decisiones equívocas, tu mirada siguiendo a la mía, insistiendo. Te pido: llega a puerto, quédate en Douala o Tiko, allá donde la tierra te llame, sea o no junto al aquí, vocablo incierto que repito aún sin mover los labios, sin saber siquiera cómo me muevo, cómo pienso o siento, regreso al desierto, lo sé. Pero el río sigue fluyendo y yo con él, y todo río desemboca una y otra y otra vez, tú, mar atlántico, Golfo de Guinea, un ciclo interminable de ritmos que curten el espíritu, tal vez jamás sepa tu verdad y esa, libertad aparente que ahora te aprisiona llegue con un soplido a desintegrar mis miedos, o a hacer más rápido el río, más amplio el desierto. Todo es incertidumbre, se escurre entre mis manos lo absoluto, casi inexistente, un continente que pretende contener a otro, mar incluso, río abyecto, sereno, ráfaga de viento que bordea al desierto, un beso que venga a posarse en los pensamientos, mientas el río se dilata y converge como verbo que auxilia en cualquier tiempo, el que prefieras en realidad, y encontrar que hemos, habíamos, hubiésemos, hayamos, habríamos, habremos, hubiéremos, unido a otro verbo que contengo en silencio, solo para tu ritmo.

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Sobre el autor:

José Zenteno Aguilar nació el 25 de febrero del 2001. Estudiante. Ha sido publicado en revistas digitales e impresas. Antologías y selecciones literarias. Edita junto a su gato una revista llamada Estrépito. Se especializa en discutir con desconocidos en Facebook y emputarce con la vida. Pendejx para vivir.

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L

a luz del alba me lastima los ojos. Por más que lo intenté no pude dormir. Me levanto de la cama y al instante me golpeo el dedo gordo del pie con la pata de la cama, me quedé parada un buen rato aguantando el dolor. Me recupero y me dirijo a la cocina para empezar otro día más de contingencia. El aburrimiento me está matando, las cuatro paredes, el calor insoportable. Busco en la despensa lo que me haré de desayunar. No hay pan, genial, tendré que salir a comprar. Cojo mi cubre boca de tela, las llaves del departamento, me pongo mis audífonos y reproduzco Im Gonna Be Happy de Will.i.am con Joan Sebastian, salgo con el cubre boca puesto hacia la panadería que se encuentra a una cuadra de mi casa. Justo al intentar entrar a la panadería alguien tira de mi blusa y siento un olor desagradable. Volteo con repulsión, es un niño de mal aspecto, tiene en su mano un vaso de refresco de alguna tienda de comida rápida, parece tener la edad de mi hermano. Me pide dinero o comida. Le digo que me espere, entro a la panadería y salgo con dos bolsas de pan, le doy una al niño y me duele la impotencia. Me agradece, se va corriendo, salen más niños y todos empiezan a comer. Ahora me duele más. Voy de regreso a mi casa, mirando fijamente al piso y pensando en esos niños, con los audífonos puestos sin reproducir nada.

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Sobre el autor:

Nacido en noviembre de 1983 en la ciudad de Guadalajara, Jalisco, no se destaca como un buen estudiante, todo contrario a lo esperado, rebelde y obstinado tras haber sido corrido en el segundo grado de la secundaria seis mixta y reinstalado en el segundo grado de la secundaria nueve mixta descubre tras un trabajo encomendado que se le facilita escribir historias, toma un gusto inesperado por las letras que continĂşa hasta su vida adulta en relativo secreto, cambiando su nombre y haciendo su primer publicaciĂłn en Perro Negro de la Calle usando el seudĂłnimo C. Vogt.

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E

lla es, es un día perfecto, es un paseo a paso lento, ella es alegría y risas, miradas y canciones, ella es el sol cayendo, charla profunda de medio día, cerveza en la habitación, y ella es ruptura en el cotidiano del enfado, ella es la luna antes de la noche, ella es poesía cuando caen las estrellas en la azotea, y luego ella se vuelve hechizo, magia nocturna y no hay más entonces, ella es, es incomprensible, ella es violentamente bella y yo soy lo que ella quiera que yo sea, no tengo miedo de que me vea, pues ya ha visto mi alma desnuda y entre letras y miradas yo he visto a la suya, ella es perfume y recuerdo vivo de una noche libre, ella es la ópera en el teatro y ovación de pie, ella es el día y la noche, lo complicado y lo simple, y los besos y los arañazos, ella es todo y luego nada, ella es lo que ella quiera ser.

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Sobre la autora:

Karla Hernández Jiménez. Nacida en Veracruz, Ver, México. Próxima licenciada en Lingüística y Literatura Hispánica. Lectora por pasión y narradora por convicción, ha publicado un par de relatos en páginas especializadas como Íkaro, Casa Rosa, Monolito, Melancolía desenchufada, Solar Flare, Espejo Humeante, Aion, Teoría Omicrón, Poetómanos, Polisemia, Caracola Magazin, Teresa Magazin, Penumbría y Página Salmón, pero siempre con el deseo de dar a conocer más de su narrativa.

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Ciudad de México, 1999

E

l primer día en que Víctor soñó por primera vez con ella, fue la ocasión en que había luna nueva, el cielo estaba completamente apagado, no se veía ni una sola estrella, únicamente la brisa tocaba una melodía nocturna. En medio de los delirios de la medianoche, observó su rostro. Tenía una belleza bastante inusual, parecía como una princesa de un país lejano, y sus labios se curvaron en una sonrisa solo para él, atrayéndolo irrevocablemente hacia ella. Toda su vida, Víctor únicamente había deseado que le ocurriera algo maravilloso o poder llegar a experimentar una gran emoción. Su vida diaria siempre estuvo teñida de un aire melancólico, casi como si un aura de aburrimiento se hubiera posado en el acontecer diario de aquel muchacho. Por eso, cuando vio a aquella preciosa desconocida fue inevitable acercarse. Cuando quiso alzar su mano para tocar a aquella pálida belleza de cabello oscuro, sonó la chocante alarma de su despertador. Despertarse siempre había sido una acción rutinaria, poco influyente en el humor de Víctor; pero, por primera vez, hubiera deseado no despertar jamás de aquel sueño que lo acercaba a aquella desconocida. Los días pasaban uno tras otro, y el muchacho se desesperaba cada día más para que la hora de dormir llegara. Bastaba con poner su cabeza en la almohada para que llegara la hora de ver a la mujer que lo había hechizado. Y ahí, en medio de una vegetación agreste, estaba ella, esperando para reunirse con él. Cada mañana al despertar, Víctor creía recordar perfectamente el aspecto delicado de la misteriosa desconocida hasta el más mínimo detalle, memorizando todo. No obstante, cuando volvía a encontrarse con ella, se daba cuenta que su memoria no le hacía justicia a una belleza tan extraordinaria. Le parecía imposible creer que él fuera capaz de imaginar a una criatura así, debía tratarse de una diosa. Quería verla todo el tiempo y, cuando no la veía, caía en una gran tristeza que se prolongaba durante varias horas. Era imposible negarlo, estaba enamorado. Como siempre, cuando él trataba de tocar a la mujer de sus sueños, se despertaba irremediablemente. Aquella situación habría podido continuar durante meses, pero Víctor ya no estaba dispuesto a esperar más tiempo para estar con aquella mujer. Después de una breve visita a la farmacia, consumió un par de pastillas para dormir que le permitirían estar un poco más de tiempo con su amada. Se recostó en su cama como cada noche, no pasó mucho tiempo para volver a encontrarse con la chica de sus sueños. En ese momento, su rostro estaba completamente descubierto, revelando unos claros ojos que lo miraban anhelantes mientras sus brazos se abrían para recibirlo a su lado. Víctor no perdió mucho tiempo y se acercó a ella lo más rápido que pudo. Él tomo la mano de ella y la llevó a sus labios. Víctor quedó atónito ante la suavidad de aquella piel, era increíble. Abrazó el delicado cuerpo de la mujer y se deleitó con el aroma que despedía. Por su parte, ella también utilizó su boca para depositar delicados besos en las mejillas y otras zonas de la cara, dejando al muchacho como hipnotizado. Bajó al cuello y mordisqueó levemente la garganta, dándole a Víctor una sensación asfixiante.

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Él estaba en el cielo, como si esa chica hubiera bajado del paraíso para hacerlo feliz… pero una sensación desgarradora y punzante lo regresó al momento. Cuando él se dio cuenta, ya era demasiado tarde. La chica tenía la mandíbula firmemente afianzada a la garganta de Víctor, con las fauces incrustadas en la carne. Trató de quitarla, pero fue completamente inútil. Ella no se detuvo hasta que consumió toda la sangre. ¡Aquel dolor era demasiado real! Víctor hubiera querido despertar de aquella pesadilla, hubiera querido olvidarse de todo lo que había pasado esa noche y no volver a dormir jamás, pero ya no quedaba nada que hacer. Su cadáver reposaba en la cama, enfriándose, sin una sola gota de sangre. Mientras tanto, la vampiresa mental se relamía los labios, saboreando la sangre de la víctima que había atormentado durante semanas con su evasiva presencia. En cada gota podía sentir la apasionada necesidad de amar de aquel chico que había drenado hasta la muerte.

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S

e acercaba el 2 de noviembre, en un pueblo recóndito al norte del estado de Jalisco llamado el Saltillo y los campos se empezaban a tintar del característico amarillo y tinto de esta temporada y a cabalga serena recorría la noche mirando sin destino fijo, vago y taciturno con la botella de mezcal casi por terminarse, Don Alfredo, hombre de campo, forjado a mano dura por este mismo, siempre con la mirada alzada, con cabeza decolorada por la experiencia de vivir, miraba al cielo vagando a solas preguntándose por qué es que él sigue merodeando por los rincones de la vida cuando ya no le queda nada que anhelar, su amor ya había partido, ya no tiene a quién recitarles esos románticos boleros que cada noche le tocaba en su vieja guitarra, a Chabela, su difunta esposa, alta y delgadita, mujer de mirada tierna y cálida amante de los animales de su granja y brava defensora de las hortalizas y flores que cuidaba y regaba a la entrada de su casa. Nuestro jinete sabía que todas esas mañanas donde el aroma a café y piloncillo habían dejado de amanecer y ahora eran tardes de resaca con hedor a mezcal. esas tardes de agonizante resaca las lágrimas de Don Alfredo empapaban su almohada pidiéndole a Dios se lo lleve con su amada. Ya no quería despertar nunca más; sino era para hacerlo al lado de su Paloma negra, así apodaba a su morena, Chabela, Esta pareja de viejos nunca pudo tener descendencia por una extraña enfermedad que padecía Chabela, que con punzantes dolores en el vientre se manifestaba, pero el pueblo le daba la razón al padre del que decía que Dios le encomendó el camino del señor para convertirse en monja, pero al renunciar al mandato divino, esta fue castigada a sufrir esos incesantes dolores que acompañaron a Chabela hasta el final de sus días donde el doctor no pudo hacer nada sino solo pudieron llamar al sacerdote para darle los santos óleos y pudiera descansar en paz dejando sombras nada más en la vida de Don Alfredo Cuando por fin el viejo hombre podía levantarse de la cama y dejar atrás tan solo un poco de la resaca, se dirigía a la cantina del pueblo a para poder comprar más vino y poder seguir con su rutinario deambular, la gente del pueblo sorprendida, al ver a quien con anterioridad podían verle sonriendo todo el día y montado en su caballo, ahora apenas podía subirse en él, sino es que lo acompañaba por un costado jalando de la rienda; cuando brindaba era en las fiestas del pueblo rebosando de alegría, pero ahora el brindis era cosa de todos los días mientras la tristeza le columpiaba de la cara a don Alfredo. Una tarde, pasando frente a la florería de señora Mercedes, allegada amiga de doña Chabela la cual cuidó de ella junto con don Alfredo, mientras este se iba a alimentar el ganado y cuidar de los cultivos, de los cuales los primeros fueron muriendo una a una todas las cabezas de ganado y la tierra dejó de ser fértil dejando secar todo cultivo cuanto Don Alfredo sembraba, este desahuciado hombre entró para comprar todas las flores de cempasúchil que estaba a fuera de la florería. —Don Alfredo, son las flores para adornar el pueblo para el día de muertos —repuso Mercedes mientras sorprendida se dirigía al viejo para poder ayudarlo a sostenerse de pie. —Pero son para mi paloma negra, Doña mercedes, mi palomita. —Tenga —le dijo la tendera mientras le daba un inmenso ramo de rosas—, lléveselas a Chabelita y dígale que acá la esperamos la noche del 2 —fecha que estaba próxima. La briaga alma de don Alfredo por primera vez en mucho tiempo sintió calor desde aquella noche en la que su paloma negra se marchó, anhelando poder sentirla cerca para esa fecha. —Deje que salga la luna, Don Alfredo, para que empiece su amor como lo hacía cada noche.

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Cuando Don Alfredo partió en su caballo prieto azabache esperó a que saliera la luna para dirigirse al panteón y dejarle la mitad de las rosas para la otra mitad dejarlas en el altar que ya tenía preparado, ese pobre altar que apenas podía erguir, puesto que el la mayor parte del día estaba deambulando y los únicos momentos que estaba en casa estaba demasiado ebrio siquiera para poder mantenerse de pie o el dolor del alma era tal que le obligaba a salir para no sentir la ausencia de su Chabela. Al entrar al panteón, ese ya acostumbrado frío sentir se fue desvaneciendo poco a poco hasta que llegó al sepulcro de su Chabela; dejando las rosas y besando la tierra de su tumba diciéndole: «El 2 acá te esperamos, palomita, el 2». Se levantó y recitando uno de esos boleros y rancheras que era costumbre escuchar cantar a don Alfredo a Doña Chabela llegada la noche, este estuvo junto a su amada por primera vez en mucho tiempo, hasta que el cansancio le invadió el cuerpo y, decidido a irse, Don Alfredo se dispuso a partir, pero a la salida del panteón, sintiendo el recuerdo de su hermosa paloma, decidido a reencontrarse con su amada entre los desorganizados pasillos del panteón, Don Alfredo buscaba a la muerte para poder pedirle que se lo llevara él. Tardó horas buscándola, pero esta jamás apareció, no fue sino hasta que un dolor que por primera vez en la vida Don Alfredo sintió en la espalda, lo hizo desistir en la búsqueda de la huesuda. Al salir del santo recinto, el frío sentir que acompañaba a Don Alfredo volvió, pero esta vez era menos, y el galope del caballo ahora era un poco más veloz, mientras el trotar del caballo regresaba a casa el dolor que apareció en la espalda del jinete; no desaparecía del todo, sino que ahora era un pequeño malestar que se sentía a cada rebote. Al llegar a casa, bajó del caballo y puso el retrato de su amada en la punta del austero altar. La tarde del 1° de noviembre, Don Alfredo montó su caballo a buscar las ofrendas al pueblo vecino para terminar el altar, tunas, camotes para hervirlo y dulces de leche, cuando por fin consiguió todo y partió de vuelta a casa, casi al llegar la noche, cabalgó a lo alto del cerro más cercano del pueblo para cantarle a las estrellas esperando que su cantar llegara a Chabela y le respondiera desde arriba, el llanto del jinete y su guitarra era eterno mientras durara la noche, abrazado a su guitarra y besaba su botella gritaba desde lo más profundo de su alma un «¿Dónde estás?», una y otra vez hasta que las lágrimas al filo del parpado terminaban por caer y junto con ellas las piernas de Don Alfredo cedían de igual forma dejando así a un regio hombre bragado tirado en el suelo sin esperanzas con la cara cobijada en lágrimas. Aquella noche donde la garganta perdió fuerza y un desértico soplar salió de la boca de don Alfredo, este cabalgó de regreso a su rancho, cayendo en temperatura sin poder alzarse de nuevo. Fueron horas completas de agonía en los que don Alfredo sucumbía y maldecía el dolor que una vez más nacía de su costado por la parte baja de la espalda. Mientras este viejo estaba en la casa preparando su altar donde apenas se podía mantener de pie por el dolor, el resto del pueblo se decoraba de colores de fecha, los caminos de cempasúchil iluminaban el empedrado camino y las velas la noche, los altares se agrandaban con las ofrendas y los panteones se llenaban de aquellos que estaban fuera y se vaciaban de aquellos que estaban adentro. Llegada las doce de la noche, Don Alfredo al igual que el resto del pueblo se acercó a misa y pedir el descanso de sus santos difuntos. Cuando terminó la misa todos volvieron a sus altares. Y don Alfredo solo volvió a recostarse a su cama debido al cansancio que le agobiaba cada segundo y poder descansar esperando con ansias a su paloma, pero, su viejo y cansado cuerpo no soportó y terminó sucumbiendo ante el cansancio. Esa noche las animas recorrían las calles en busca de reencontrarse con sus seres queridos, madres, padres, hijos,

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nietos y amantes, como lo hizo Chabela, esa noche el anima de la paloma se aferró a un pétalo flotante que era arrastrado por el ligero aire que soplaba hasta llegar lo que en vida fue su hogar para así encontrarse con su amado jinete y poder llevárselo. Fue así que Don Alfredo murió un 2 de noviembre, dejando atrás todo el sufrimiento que la partida de su esposa le dejó, por fin curándose de todo mal y entonces poder al fin descansar. La muerte no llega si no se le permite, el recuerdo es la única cura ante la muerte, no dejes morir a aquellos que ya no están.

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El sueĂąo del nagual Escultura por Alfredo Basulto Lemuz TĂŠcnica barro cocido, modelado directo

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Sobre el autor: Daniel Frini nació en Berrotarán, Córdoba, Argentina en 1963. Es Ingeniero Mecánico Electricista, escritor y artista visual. Ha publicado en varias revistas virtuales y en papel, en blogs y en antologías de Argentina, España, México, Colombia, Chile, Perú; y, además, traducido y publicado en Italia, Portugal, Brasil, Francia, Estados Unidos, Canadá, Uzbekistán y Hungría. Publicó Poemas de Adriana (Artilugio Ediciones, Buenos Aires 2017), Manual de autoayuda para fantasmas (Editorial Micópolis, Lima, Perú, 2015) El Diluvio Universal y otros efectos especiales (Eppursimuove Ediciones, Buenos Aires, 2016), Nueve hombres que murieron en Borneo (Artilugio Ediciones, Buenos Aires, 2018) y La vida sexual de las arañas pollito (Color Ciego Ediciones, San Luis, Argentina, 2019). Ha obtenido, entre otros reconocimientos, el Premio Internacional de Monólogo Teatral Hiperbreve ‘Garzón Céspedes’ (2009, Madrid / México D. F.); Premio ‘La Oveja Negra’ (2009, Buenos Aires, Argentina), Premio ‘El Dinosaurio’ (2010, Colombia), Premio I Certamen Internacional de Relato Corto Nouvelle (2017, España), el Místico Literario del Festival Algeciras Fantastika 2017 (España), el 1er Premio del III Concurso de Microrrelato Ilustrado Universidad de Jaén (2019, España) y el 1er Premio en el Primer Concurso Internacional de Minificción IER/UNAM (Instituto de Energías Renovables de la Universidad Nacional Autónoma de México, 2020).

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—M

átalo —dijo la Voz Uno, que al niño se le antojaba la de una muchacha hermosa como princesa, cabello oscuro, piel morena y ojos gigantes. —Hacele caso, mátalo —dijo la Voz Dos, que era dura y rasposa, como la de un hombre gastado de alcohol y cigarros; no tan viejo en años, pero sí en atravesar la vida rebotando madrugadas en antros roñosos. El niño no dudó. No había razón para hacerlo. Al fin y al cabo, las dos voces siempre habían estado allí dentro, en algún lugar de su cabeza, guiándolo y enseñándole. Las escuchaba de otra manera; distinta a como se oían los demás y todos los sonidos de su mundo —a través de sus oídos—; sino que llegaban, no sabía adónde, como vibraciones claras e identificables, distintas a sus propios pensamientos, a los que no podía ponerles timbre ni entonación que los distinguieran. Las voces de Ella y Él —nunca supo, ni necesitó, ponerles nombre— eran firmes, reconocibles, únicas. Representaban, además, su primer acercamiento a un mundo sonoro, preexistente al exterior —aunque a esto no podía saberlo— , porque ya estaban cuando a sus oídos llegaban solo los ruidos del cuerpo de su madre y voces difusas de un mundo extraño, atenuadas por un océano de líquido amniótico. Y, más importante aún, las voces de Ella y Él estaban siempre presentes; más que su padre, su madre, su abuela, sus maestros o sus amigos; calmándolo cuando las luces de la habitación se apagaban, defendiéndolo de monstruos, transmitiéndole tranquilidad en las noches de tormenta. No tenía, en su memoria, registros de un solo momento en que hubiese estado solo. Podía ocurrir que, durante días, alguno de los dos se callase; pero jamás había ocurrido, ni ocurriría —se lo habían prometido— que se fueran los dos. —Mátalo. —Mátalo. El niño se acercó con una sonrisa en su rostro y la mano extendida. El animalito desconfió, pero venció su aprensión y, con sigilo, se acercó y lamió los dedos. El niño tomó al animal de sus patas traseras, lo levantó como si fuese un palo; y con él golpeó la piedra, que se tiñó de rojo. —Gracias —dijo la Voz Uno. —Gracias, pibe —dijo la Voz Dos. —Dale unos metros de ventaja, pibe —dijo la Voz Dos; y el muchacho, ahora de unos diecisiete años, detuvo el puño en el aire. El pobre hombre, flaco y andrajoso, entrevió una salida; sacudió su brazo para soltarse de la mano que lo tomaba, e intentó correr, sobreponiéndose al dolor de su pierna ulcerada. —Déjalo que se escape. Me gusta cuando corren y creen que tienen alguna esperanza —dijo la Voz Uno. Cuando el hombre estaba a unos cincuenta metros, la Voz Dos dijo: —Dale, pibe. Ella y Él experimentaban el mundo a través de los sentidos del muchacho. Olían lo que él, saboreaban lo que él. Cuando el muchacho tocaba algo caliente, eran tres los que decían «¡Quema!». Cuando cerraba los ojos, los tres pensaban «negro». Cuando descargaba su rabia —que era rabia de los tres— sobre la humanidad de alguien, eran tres los que se sentían satisfechos. Con el tiempo, el muchacho había comprendido que Voz Uno y Voz Dos aprendieron todo junto con él. Se explicó que, quizá porque ambos tuvieron siempre voces de adultos, él los creyó, como los mayores del mundo exterior, dotados del conocimiento de todas las cosas

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que él ignoraba; pero no era así. Cada nueva experiencia de él, lo era, también, para Voz Uno y Voz Dos. —Alcánzalo. —Alcánzalo. El muchacho inició un trote cansino para seguir al pordiosero. Sacó la navaja jerezana de su bolsillo —recuerdo de un tatarabuelo, venido desde España, después de la Guerra Civil—, y la abrió cuando estaba a solo unos pasos del hombre. —Dale ahora —dijo la Voz Dos. —¡Ahora! —acució la Voz Uno. El muchacho aceleró la carrera y clavó la navaja, una y otra vez, en el cuello del hombre. —¡Ah! —exclamó la Voz Uno, satisfecha. —Eso estuvo bien, pibe —dijo la Voz Dos.

Conoció a la mujer en el colectivo, de ida al trabajo. Salieron algunas veces, sin plantearse compromisos y sin esperar demasiado. Decidieron convivir en el departamento minúsculo que ella alquilaba. Dos meses después, llegó la plaga. Avanzó rápido. El aislamiento, también; y se extendió por días interminables. Después, vinieron la estrechez económica, el hastío, las discusiones por nimiedades y el fastidio. La convivencia larga y obligada, en un lugar tan pequeño, no resultó. —Pibe, no te merece —ahora era un hombre, aunque la Voz Dos todavía lo llamaba «pibe». —Siempre está contradiciéndote —acotó la Voz Uno. —Se cree que es tu madre. —No te quiere. —¿Qué falta te hace, si nos tenés a nosotros? Era curioso, pero Ella y Él nunca habían estado en desacuerdo. Si alguna situación confundía al hombre, ambos opinaban en el mismo sentido; transmitiéndole seguridad y actuando como referencias para él. Nunca se había percatado de eso. —Es una puta —sentenció la Voz Uno. —Tampoco merece vivir —atacó, dura, la Voz Dos. —¡Mátala! ¡Mátala! ¡Mátala! —recitó la Voz Uno, como si se tratase de un mantra. El hombre entró al baño, despacio y en silencio. La mujer estaba en la ducha y su silueta se insinuaba detrás de la cortina. El hombre llevó la escopeta a su cintura. El sonido del agua disimuló el doble «click», cuando amartilló ambos caños. Como al descuido, apretó un gatillo y, un segundo después, el otro. Aunque aturdido por las explosiones, escuchó las voces: —¡Qué bien! —dijo la Voz Uno. —Fantástico, pibe —dijo la Voz Dos. Luego, el hombre encendió un cigarrillo, cerró con llave la puerta del departamento, bajó los tres pisos por la escalera y, sin soltar el arma, salió a la calle.

Los vecinos escuchaban a la pareja discutiendo todos los días. Pero había gritos en todas las casas. Sin embargo, disparos de escopeta era algo distinto. Alguien llamó al nueve once.

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Los controles de la cuarentena eran estrictos y los móviles policiales recorrían las calles con una cadencia machacona, así que, antes de los dos minutos, estuvieron allí. El hombre caminaba, lento, por la vereda, con la mirada perdida y el cigarro en la boca. —¡Ah! ¡Qué bien se siente! —dijo la Voz Uno. —Qué placer, pibe —dijo la Voz Dos. Una tercera voz, que venía de afuera, gritó: —¡Alto! ¡Policía! ¡Soltá el arma! —No lo escuches —dijo la Voz Uno. —Mátalo a ese también, pibe —susurró la Voz Dos. El hombre se detuvo y abrió los caños de la escopeta. Como en sueños, escuchó que eran varios los que ahora gritaban «¡Alto!, ¡alto!». Buscó los dos cartuchos en los bolsillos del jean y los cargó. Cerró los caños, levantó el arma y apuntó al primer policía. Escuchó varias detonaciones y sintió golpes en el pecho, la espalda, las piernas. Mientras caía, apretó los dos gatillos, pero ya no vio nada. Todo se oscureció. —¿Pibe? —preguntó la Voz Dos. Sonó extraña, sin reverberación, sin ecos. —Tengo miedo —dijo la Voz Uno, que aún seguía siendo la de una mujer joven. —¿Estás ahí? —insistió la Voz Dos. —No te veo —acotó la Voz Uno—. ¿Qué pasó? —Lo mataron —¿A quién? —¡Al pibe! —respondió la Voz Dos. —¿Por eso estamos en la oscuridad? ¿Por eso todo está en silencio? —interrogó la Voz Uno, con temor. —Supongo que sí. Él era nuestro cuerpo —intentó explicar la Voz Dos. —¿Y qué vamos a hacer? —No sé. —¡No quiero estar acá! Voz Dos suspiró con resignación que más parecía congoja. —¡Hacé algo! —dijo la Voz Uno —¿Qué? ¿Qué te parece que podemos hacer? Voz Uno lanzó un gemido. Se hizo un largo silencio. —Tengo miedo —insistió la Voz Uno. La Voz Dos no respondió. Hubo un silencio aún más prolongado que el anterior. —Háblame —acució la Voz Uno, en un susurro. —¡Qué querés que diga! —gritó la Voz Dos, con odio. —No sé. No quiero estar acá. —¡Yo tampoco! —¿Y qué hacemos? —¡No sé! Esto…es… un confinamiento. Un tercer silencio duró más que los anteriores. —¿Y cuánto va a durar? —interrogó la Voz Uno. —Supongo —dijo la Voz Dos, entrecortada—, supongo que toda la eternidad.

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Sobre la autora:

Roxana Aguilar Rebollo, de Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, México. Licenciada en Lengua y Literatura Hispanoamericana por la Universidad Autónoma de Chiapas, y Actualmente cursa el tercer semestre de la Carrera de Filosofía, por la misma universidad. Ha publicado en diversas revistas electrónicas: Revista El futuro del ayer, hoy, el cuento Terror, horror y alarma; en el Magazine Calleb, el cuento El amo y el esclavo; en el Blog Argentino Las musas despiertas, el cuento Diversidad de aproximación; en la Red tapatía de revistas y fanzine el cuento Hoy, papá ha muerto; Revista Independiente Unión José Revueltas, el cuento El diluvio universal; y la Revista Perro Negro de la Calle el cuento Rito funerario y Traviesas palabras, y en la Edición Grimm de Otoño, de la misma revista. Además de ser publicada en la antología de cuentos de horror, Pm: Perturbaciones de la editorial Librerio, con el cuento Sueño circular y tener una mención honorifica en el primer concurso de literatura universitaria Oscar Oliva: 2020, con el cuento La otra pandemia.

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C

onsecuentemente con mi agonía, empiezo a repasar el camino que me trajo aquí, y lo primero que llamó mi atención fue replantearme la importancia de los olores, buenos y malos, pero estos últimos son los que deberíamos forzarnos por concientizar hasta el punto de entender por qué nuestra repulsión ante ellos. La función del asco, es protegernos. Yo debí hacerle caso a este sentido, y quizá ahora mismo no estaría en esta situación. Ahora mis huesos crujen mullidos de tanto dolor, es como si alaridos enormes me desgarraran por dentro; a fuera, el metal truena ensordeciéndome más que con el ruido que despide, con el miedo que me da. Siento todo desgajarse en una vorágine de emociones y pienso como consuelo que quizá la humanidad solloza y gime mi pérdida. Pero ahora, el olor a tierra mojada, a lluvia próxima o pasajera, me envuelve, jamás ese olor me produjo asco, quizá nostalgia. Sin embargo, todos hemos sentido asco en algún momento, trato de recordar la primera vez que la sensación me envolvió, pero no ligeramente, sino que realmente se enredó en mis entrañas. De cómo, su sutil y modesta colocación fue impregnándose en mí como un arma de seducción que me arrastró hasta el crimen. Y así, como las enigmáticas palabras de un desconocido, sigo el camino, rodeado en primera instancia a olores de dulces de azúcar, alegría y felicidad. Y ahí estoy yo con aquel hermoso vestido verde agua que mamá me acaba de comprar, y mis lustrosos zapatos blancos de charol, sonriendo enajenada ante aquella horda de animales girando amistosamente sin parar. De repente, mamá se ha ido, papá también, y yo comienzo a sentir un vuelco en el estómago, las piernas me flaquean, mi respiración aumenta, y las lágrimas salen de mí a borbotones, lloraba yo en el fondo de mi alma la culpa que había cometido, soltar la tersa mano de mamá, ahora ella se ha ido. Todo es confuso, lloro sin descanso, mientras imágenes deformadas pasan a mi alrededor estridentemente, y el olor, aquella sensación dulzona a desaparecido, en su lugar queda un dejo rancio y un fuerte olor a gasolina, de repente, la mano grasienta, y luego la sonrisa torcida, aquellos ojos porcinos me miran sin descanso, yo sigo la ruta, algo musita que me da calma. —Vamos, pequeña, yo sé dónde están tus padres, vamos. Luego, todo se calla a mi alrededor, el hedor a gasolina y a quizá un animal muerto inunda cada esquina de aquel lugar, el ser entonces, toma una silla, se sienta y me jala hacia él sentándome en una de sus piernas, mis piernecitas cuelgan mientras sigo llamando a mamá con el rostro oculto entre las manos, y las lágrimas corren silenciosas por mis mejillas. Así transcurren unos minutos, durante los cuales, la luz del sol se extingue, dejándose morir horrorizado por lo que viene en el horizonte, la luna sale en su lugar y comienza a trastocar el marco de la ventana sobre aquel fondo violado del cielo ante el crepúsculo, ahí, el monstro de grasientas manos toma las mías apartándolas de mi rostro para posteriormente sostenerme la cara y acercar su boca a la mía, el sabor es repulsivo, la saliva me envenena, y siento la carne en una total descomposición, trato de huir pero ahora el monstruo muestra su fuerza e inmoviliza a mi pequeño cuerpecito. Pero algo rompe aquel silencio angustioso, luces de color rojo y azul inundan de repente el lugar, hombres pintados de azul entran y someten a la bestia, mamá llora y se arroja sobre mí con un abrazo exponenciado, papá arremete contra el demonio. Frío, tengo frío, mucho frío, pero por fin hay silencio, se deslizan las ideas apaciblemente sobre mí, aquí en este cúmulo de tierra que ahora me traga, soy como una semilla que quiere emerger, pero el sol ya no llegará hasta aquí y seguramente voy a

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pudrirme, ya empiezo a oler mi propia descomposición; la náusea vuelve, y en la punta de mi nariz resurge nuevamente ese olor. Yo, sentada en aquella mesa fría de experimentos, tratando de observar el ejercicio de clase para describirlo a detalle en aquel protocolo, él, mirándome lascivamente desde su potestad de dios invencible, alardeando de su poder. Trato de negar la sensación que produce su mirada tras mi nuca, trato de centrarme en el experimento, en las burbujas amarillas de aquel matraz hirviente, y de repente el olor; alguien vuelca sobre mí un poco de gasolina, el estómago se me revuelve y trato de contenerme y luego su voz. —Bueno, ¿quién es el causante de tal desastre?, miren nada más cómo te pusiste niña. Todos fuera, ahora mismo, la clase terminó. Tú no. Mi estómago está listo para generar aún más conflicto, pero con un esfuerzo sobrehumano, me contengo. Él me mira, con una mueca que aparenta una sonrisa muestra aquellos dientes despostillados, luego usa la franela y comienza a limpiar con ella los restos de gasolina de mi ropa, toca despreocupadamente mis pechos por encima de la blusa, yo contengo la respiración para no vomitar de lleno en su rostro, él ve en aquella quietud la invitación que en sus más profundas fantasías a dilucidado. Baja lentamente la franela, se dirige ahora a mis piernas en libertad por debajo de la falda, yo estoy sumida en una fuerza oscura y tenebrosa inmovilizadora de vergüenza, asco y miedo. Levanta el rostro para ver mi reacción al llegar a la entrepierna. En eso, la puerta, la directora ha llegado, al verla le vomito el rostro aquel cerdo con olor a combustible. Ya no siento mis extremidades, casi no puedo respirar, la vida se me va y solo puedo finalmente evocar que me llevó a estar enterrada bajo tierra, molida a golpes, con la dignidad hecha girones y con un grito atorado en mi garganta. Era el primer día de trabajo, la amabilidad de aquella oficina la hacía un buen ambiente laboral, él no dejaba de verme en el rincón donde tomaba taciturnamente una taza de café, la incomodidad de su imagen se desbordaba, pero ignorando el porqué. Un mes yendo a trabajar, y sus paseos rutinarios sin sentido cerca de mi área laboral no cesan, por lo menos dos o tres veces por hora, otros comienzan a darse cuenta y me previenen de excentricidades que debería denunciar al jefe, pero a penas llevo un mes de trabajo, me rehuso al hecho de armar una imagen conflictiva ahora que por fin ejerzo. Ya lo he rechazado en tres ocasiones, directamente le he pedido que deje de molestarme, pero solo se limita a decirme que lo piense, que por las buenas todo es mejor, que a él lo que le sobra es la paciencia, su postura tenaz me da escalofríos, pero mi desarrollo profesional en aquella empresa va en ascenso, me limito a ignorar su terquedad. Es de noche, a la mañana siguiente tendré presentación de mi primer proyecto ante los inversionistas, si lo aprueban me promoverán un ascenso en menos de un año, estoy cansada pero emocionada, salgo dispersa en la idea de la presentación rumbo al coche y no veo a mi alrededor, él, como buen cazador, vigila en la oscuridad a su presa, la sigue, arremete contra ella y la domina. El olor, ese maldito olor a gasolina, me inunda el cuerpo, los recuerdos, el asco. Brota dentro de mí como un pecado que mancha todo mi pasado, mi presente, pero es tan fuerte, tan real, que su olor me intoxica y casi no puedo reaccionar, la náusea me envuelve en un halo mortuorio y sé que esta vez no vendrá nadie en mi auxilio, él disfruta de festín privado, mis gritos, suplicas, llantos lo enajenan y lo envuelven en un jubilo inconmensurable, estoy cansada de luchar, mi cara arde, ya no siento la entrepierna y él ha terminado de jugar. Cubierta de sangre me arroja ante un hoyo en un paraje solitario recién hecho, la tierra

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comienza a caer sobre mí, y lo único que me queda es ese olor que me enseñó una aversión que si hubiera entendido hubiera utilizado en defensa propia.

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Sobre el autor:

Nacido en noviembre de 1983 en la ciudad de Guadalajara, Jalisco, no se destaca como un buen estudiante, todo contrario a lo esperado, rebelde y obstinado tras haber sido corrido en el segundo grado de la secundaria seis mixta y reinstalado en el segundo grado de la secundaria nueve mixta descubre tras un trabajo encomendado que se le facilita escribir historias, toma un gusto inesperado por las letras que continĂşa hasta su vida adulta en relativo secreto, cambiando su nombre y haciendo su primer publicaciĂłn en Perro Negro de la Calle usando el seudĂłnimo C. Vogt.

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L

a otra noche dije muchas cosas, la verdad es que no soy muy bueno hablando y la imprudencia de mi boca combinada con alcohol son en conjunto mi soberbia y narcisismo, y lo que parece seguridad al hablar solo es la velocidad con que puedo hablar sin pensar, aunque siendo sincero mis palabras veloces eran como balas, y todas las que pronunciaron mis labios fueron sentidas, no pensadas, pero le prometo que cada sílaba escuchada por sus oídos fue dicha con sinceridad, también debo decirle que hay egoísmo y que en mis promesas aquella noche, me defendía a mí mismo de usted, que lo que le dije sentados en aquel sofá, no solo fue verdad, también fue una petición de auxilio, y es que usted es sin dolo una ladrona, se ha robado mi tristeza, se robó mi venidera soledad y junto con ellas, también se ha robado mi pobre corazón. Le he dicho aquella noche, en tono de promesa y amenaza que haría que usted se enamore de mí, y se lo he dicho para igualar las cosas, se lo he dicho porque yo me he enamorado de usted y ahora la vulnerabilidad me envuelve, tengo miedo de amar y no ser amado, de pensarla y no ser pensado, de ser, como de costumbre el que siempre ha de perder. Pero eso es asunto mío, mi querida señora, el que yo haya dejado las rejas de mi corazón abiertas y usted se haya llevado mi maltrecho corazón es solo culpa mía, y usted no tendría por qué sufrir mi destino, el egoísmo y el miedo me hicieron hablar sin pensar y lo que en realidad quiero decirle, es que no pretendo enamorarla, porque en el hecho yo robaría su libertad, y la libertad es lo que más amo en esta vida, le ruego me disculpe por mis palabras altaneras, y si usted llega a enamorarse de un servidor, espero sea solo culpa suya y no mía, que usted quiera que su corazón cante al mío como ahora mismo el mío le canta a usted, ojalá y si se enamora de este tonto, sea de la manera más libre, que yo por mi parte, la estate amando con total libertad.

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Sobre la autora:

Teo Viveros. Doctora en Educación IPEP por el Instituto Pedagógico de Estudios de Posgrado (2016). Maestra en Educación por el Instituto Pedagógico de Estudios de Posgrado (2013). Labora como docente de Educación Primaria en el Estado de Guerrero. Le agrada escribir y compartir su pensamiento a través de sus textos de diversa naturaleza, en especial aquellos que hablen de la igualdad de género y la sororidad en el mundo actual. Su texto Jornada de Agonía se encuentra en la revista electrónica Teresa Magazine (mayo 2020).

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alila era de esas niñas que poco le importaban las reglas y la opinión de los demás porque creía en lo más profundo de su ser en el sentido de la libertad humana, creía a pesar de todo aquello que estaba en su contra, lloraba en la oscuridad por los demonios inculcados, por los pesos que cargaban en ella. Sonreía con esa máscara farsante para simular que todo estaba bien. No encajaba con los estereotipos absurdos a los que la sometían. Era algo peculiar, distinta a todas, desaliñada, con un marcado sobrepeso, cosa que más que preocuparle a Dalila le causaba conflicto arraigado en los miedos y demonios de su madre. Decidieron llevarla con infinidad de gurús de belleza, nutriólogos de fama con abultados estómagos, sin embargo, en el ir y venir con esas personas marcaron la infancia de aquella pequeña, causándole aborrecimiento por su cuerpo puesto que para ella eso no era importante aparentemente, sin embargo la poca ética de los que se decían doctores de la época propiciaron que Dalila se mirara al espejo y se preguntara una y otra vez: ¿Es importante la apariencia física o lo que yo sienta? Su madre, Evangelina, vivía pendiente de las reglas, de la apariencia estética y el porte social, pues en conjunto constituía escalones para poder acceder con cierta facilidad al círculo de la clase más adinerada de los ochentas en Veracruz. Para la matriarca era evidente que la realidad vista desde su perspectiva era la única que valía, donde las mujeres de cuerpo perfecto y modales refinados llevarían a sus descendientes a gozar de ciertas comodidades por generaciones. Dalila, a sus ocho años, descubrió que la vida no era tan fácil como ella la visualizaba a través de sus pequeños ojos color canela, porque para su corta edad aún no comprendía que el tener un cuerpo robusto, un carácter fuerte y unos ideales fuera de lo común serían para ella un gran problema. Dali disfrutaba de mirarse al espejo cuando era niña, pero esto cambió con el paso de los años cuando la adolescencia llegó, observaba con detenimiento el cuerpo de todas las chicas de su escuela como lucían esbeltas y bellas ante los ojos de los demás. Ella, ella era invisible para los demás. Esto no le importaba del todo ya que un refugio para ella era visitar a su abuelita Tina, quien le daba todo ese amor que le hacía falta. Juntas disfrutaban de un atardecer a las orillas del río, tararear canciones y diseñar prendas para Dali, de esas que no venden en los escaparates de moda porque solo confeccionaban tallas estándar, esos momentos para la esta chica significaba una oportunidad de sentirse querida por alguien. Los años pasaron y siguió acentuándose ese pesar en sí misma, esos demonios que atormentaban su subconsciente, incinerando en cenizas sueños, deseos profundos, el amor, el amor ocasional que de vez en cuando aparecía también se esfumaba y recordaba aquellas palabras de su madre que la demeritaban. Cierto día, Dalila conoció en su trabajo a quien creyó el amor de su vida, un amor avivado por las fotonovelas que leía a escondidas. Se llamaba Ramiro, le hizo creer que él sería su salvación para dejar aquella casa donde por una eternidad vivió atrapada entre gritos, regaños y castigos por hacer lo que cualquier chica de su edad haría. Para los padres de Dalila el trabajo y las obligaciones eran más importantes que el corazón y sentimientos de la familia. Terminó por convertirse en una mujer huraña, no hubo más remedio, se enfrentó a la necesidad de forjarse un carácter duro y no permitirse muestras de cariño por parte de ningún caballero. Ella se comportaba como uno de ellos para no ser pisoteada y así sobrevivir a la realidad estereotipada, pero en el fondo pensaba en lo bonito que sería formar una familia, romper los esquemas y tabúes de la sociedad mexicana.

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Sabía que poseía un inmenso océano de amor para compartir, pero no a los que la habían dañado por años. Ella recordaba con mucha frecuencia aquellas palabras que retumbaban en su cabeza: «¡A las gordas nadie las quiere! Solo las buscan para una cosa y ¿tú sabes qué es?». Quizá por esa razón ella nunca tuvo una relación seria, estable y duradera, porque prefería alejarse antes de ser doblemente lastimada, pero ese día, al entrar al cubículo de su oficina se encontró a aquel hombre que había sido el amor de su vida años atrás y a quien había entregado más que su corazón, ella como siempre con su gran sonrisa para ocultar su desdicha saludó cordialmente, la charla entre ellos se tornó burlesca por su aspecto físico, pues tras la muerte de su abuela había ganado algunos kilos de más, situación que Dalila manejó muy bien y aquel tipo ni por enterado se dio que había lastimado a la chica de una manera espantosa. A partir de ese día se dio cuenta que los kilos no eran más que ansiedad acumulada, por su tristeza arrastrada por años y esto solo había sido el trampolín que había utilizado para sumergirse en la depresión y en la soledad. Y es que para las chicas con sobrepeso el derecho a la felicidad les estaba negado, no tenían derecho a ser felices. Las cosas empeoraron cuando a Dalila le diagnosticaron un tipo de cáncer que le dificultaba mantenerse en su peso ideal, su vida cambió radicalmente y cada que ella miraba un espejo volteaba la mirada para no reflejarse en él, pues le recordaba que su cuerpo era el reflejo de ella misma, un remedo de mujer, de la que solo quedaban algunos fragmentos. El tratamiento comenzó con una serie inyecciones que poco a poco hicieron que su hermosa cabellera negra como la noche cayera cual telón de teatro. Después de algún tiempo de luchar con la enfermedad y sus fantasmas, Dalila decidió irse lejos donde nadie la conociera. En realidad, quería huir de sí misma y del contexto que le rodeaba. Buscaba un lugar sin espejos, sin nada en lo que ella pudiera reflejarse, sin embargo, esto no era posible porque hasta en el agua misma se escondía aquel miedo a mirarse. Podían irse lejos, quizás al fin del mundo, pero nunca lograría esconderse de sí misma, así que, con miedo, desesperación y con el coraje necesario, abrió el baúl del inconsciente donde descubrió que tenía un potencial incalculable para cambiar su destino.

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Ofrenda FotografĂ­a de Demetrio Navarro

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Intura, Teatro, Escultura. Eso le llaman arte. Pero ¿qué más arte? Que el poder amarte. Las técnicas para conquistarte, poder siquiera en tu corazón. Poder entrar por un instante. Como al óleo; delicado y fino, nos dibujo, que las risas sean colores. Y las caricias líneas, los abrazos; claros los silencios oscuros. No soy escultor Pero forma quiero darte. Tampoco pintor, pero quiero pintarte. Y así más que artista… Volverme tú amante.

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Sobre la autora:

Agatha Castle. Nació el 30 de enero de 1992 en Cd. Victoria, Tamaulipas. Estudió psicología y actualmente se encuentra formándose en psicología criminológica y arteterapia. Su obra se expresa desde lo socialmente repudiado, marginalizado y estigmatizado, en relación a las emociones humanas y las circunstancias de la vida, con un especial interés en el género del terror, el horror, y sus figuras más representativas. Ha tenido uno que otro trabajo como escritora fantasma, y también bajo el seudónimo de Agatha Castle, ha colaborado con el relato Espectros (No. 2) en Fémina Fanzine Literario, y en la revista Perro Negro de la Calle, con el texto Venus anatómica (No. 48).

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i festividad favorita es el Día de Muertos. No hay celebración, fiesta o evento que se le compare, incluso, me atrevo a decir (aunque solo para mí, ¡jamás lo diría en voz alta!) que envidio a aquellos que han pasado varios de los días de su vida honrando a la muerte, entre velaciones y funerales. Tienen más de un muerto a quien recordar y acomodar en un altar. Esas son las maravillas de las familias grandes, aunque dicen, la mayoría de ellas se vuelven virulentas. Pero yo no sé, yo solo sé que tarde o temprano sus miembros asistirán a muchos funerales. No que yo, ¡pobre de mí!, que ni madre ni padre tuve. La idea de que exista una fiesta en donde a los muertos se les permite morirse de risa leyendo cínicos versos ante la luz de las velas, viajar desde el más allá para visitar sus tumbas y altares repletos de comida, regalos, flores y colores, todo armado por sus vivos, me parece fascinante y enternecedora: muy autentica, muy llena de alma, pues. Yo trato de festejarla, pero se me complica, ¿puede alguien honrar dicha fiesta y ser visitado por sus familiares, aunque nunca supo sus nombres ni conoció sus rostros? Se puede, si se quiere, en la Víspera de Todos los Santos, encender en el altar una veladora, poner un vaso de agua, una fruta y pan, para ser visitado y honrar a los ancestros lejanos, de nombres ya casi olvidados, pero no es lo mismo. No los siento ni los escucho, no los veo chupar la esencia ni los nutrientes de la comida, no vienen... y así, cansada y decepcionada, intenté hacer pactos con la muerte, pero nunca me respondió, así que negocié: yo hacía algo por ella, y ella hacía algo por mí, y yo solita me hice de mis muertitos. El 31 de octubre, después de honrar a los ancestros de los cuales no sé nada y nunca sabré nada, salgo todos los años vestida de ella, de la muerte: cara blanca y filigrana de maquillaje dorado dibujado en pómulos y barbilla, estrellas en la frente y manchones negros en nariz, mandíbula y en las cuencas oculares rodeadas por cristales. A lo largo de la boca, los manchones negros se transforman en dientes. ¿Se han fijado cómo las calaveras parecen tener una sonrisa perpetua a punto de estallar en carcajadas? Pues así me la imagino, como si solo los difuntos supieran algo muy interesante sobre la muerte, o sobre estar muerto, y se burlaran de nosotros, los vivos, por no poder siquiera imaginar qué es. Esa duda me atormenta, pero es inútil preguntar qué es; nunca responden nada, solo se ríen. Yo también, entre sonrisas y risas, ¡porque cómo lo disfruto! Me pongo el traje de gala: falda amplia y negra de tul, cuya orilla tras de mí se arrastra por el suelo y se ensucia, pero no me importa, siempre tengo más que limpiar que solo polvo. La blusa de manga larga, también de tul y con encajes, ajustada desde las muñecas hasta el cuello, muestran en mi pecho, como si lo hubiesen arrancado y sujeto con alfileres a la tela negra, un corazón bordado en rojo, entre encajes con pedrería y perlas, envuelto en llamas, espinas y púas de luz dorada, divina y santa, bordadas en hilo de oro. Lo atraviesa una flecha de cuya herida el corazón sangra en forma de cristales rojos. Para atraer a la muerte y su suerte, para ganarme su gracia, a veces prefiero las púas antes que los sombreros, las plumas de avestruz o pavo real: me corono con una aureola de espinas doradas, largas y esbeltas, para que cuando la muerte así lo quiera, un día sé que se habrán de encajar en mi cuello. Un puñado de rosas de terciopelo rojo oculta mis sienes de los dedos de la parca cuya identidad usurpo una vez al año. —Dos días más —le rezaba, como cada año, acomodándome el velo de encajes negros tras la cabeza—. Tres, máximo. Y ya después, si quieres, llévame. Al ponerme los aretes de filigrana de oro, podía sentirla, molesta, respirándome en el cuello.

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En la Víspera de Todos los Santos nunca faltaba el baboso con cara de calaca que se me acercaba; el primero era al que siempre me llevaba. Ya en casa, me quitaba la tercera púa del lado izquierdo del tocado, que esperaba en algún momento ver en mi propio cuello, ya fuera por manos cubiertas de carne o en los puros huesos, y la clavaba en la yugular del hombre calavera que me había robado. Él, confundido, se tambaleaba, gemía y gruñía, dejándose la vida roja allí por donde tropezaba. Yo lo esperaba paciente, sobándome los pies, y cuando finalmente caía, lo llevaba a la bañera. Ahí lo fotografiaba, lo destazaba, le drenaba la sangre y le sacaba la carne. Como con los animales, también con los humanos todo el cadáver se utiliza. Podía parecer algo desalmado, pero para mí, era una negociación con la muerte, un trato justo que esperaba se convirtiese, al final, en un pacto en donde no solo le entregaría mi carne, sino mi alma, la cual nunca podría pertenecer a nadie. Quería ser ella, pero mientras tanto y según su cartera, el alma que vendría este año a mi altar se llamaba Román, así que, de ahora en adelante, hasta el próximo 31 de octubre, yo me llamaría Romina. Desde ese momento, cada segundo del día es un caos sin descanso entre una actividad y otra. Hay que cocinar y terminar de armar el altar que, con sus siete niveles, en mi casa devora todo el espacio de la sala. Las paredes y techo de mi casa, antaño blancas, se llenan de los colores del otoño mexicano: naranjas, amarillos, cafés, rosas, morados, verdes y azules sobre fondos negros. Es un despliegue mortecino de los colores del arcoíris que toma forma en el papel picado, que se extienden y mueven con figuras de calaveras y esqueletos risueños, a través del aire y la fuerza imparcial de la parca segadora. Los arcos del altar, como si de un retablo se tratasen, se levantan tapizados de cempasúchil, y bajo estos arcos decorados con flores de muerto, este año descansan cuatro calaveras grandes ornamentadas con florecillas pintadas con lapislázuli, filigranas forradas con hoja de oro y pequeñas rosas teñidas con grana cochinilla. En el piso, el camino de pétalos naranjas destaca entre alfombras de aserrín teñido de magenta y purpura. Los rosarios plateados, de madera y pétalo de rosa, cuelgan entre cruces de cempasúchil, y las figuras esqueléticas, vestidas de sombrero y gala, de terciopelo o manta, esperan quietas por sus almas entre los retablos florecidos y los escalones alumbrados por veladoras, sentados entre calaveras de talavera. Pero lo más importante, lo que más me gusta del Día de Muertos, es preparar y ofrendar la comida del altar. ¿Que qué comida le gustaba al difundo? ¡Quién sabe! A mí me gusta la muerte, no las adivinas y pitonisas, ¿para qué acudir a ellas? Si para la muerte vamos todos, pero para no errarle, como los huastecos y los mexicas, aquí se preparan tamales, zacahuil y pozole para el 1 de noviembre. La masa y la salsa se hace con chile ancho y guajillo, como en el noreste, y la carne para el relleno, los guisos y el caldo, no es necesario ni comprarla, el difunto la sacrifica y ofrenda. A veces, como con la carne de puerco o pollo, se va alguna que otra astilla de hueso, pero jamás un meñique o una uña. Los guisos con salsa de tomate, elote, zanahorias y epazote son abundantes, y el más sabroso —y hay que comer poquito porque es bendito—, es el guiso de corazón para los tacos: ya cocido, es blando y saladito, con el sabor de la carne seca y la suavidad de la barbacoa. No hay otra carne o parte que se le compare, pero más allá de todo, mis platillos favoritos son los postres, los panes y los dulces. La harina para hacer el pan de muerto se mezcla con el polvo de los huesos triturados y molidos del difundo —de Fernando, en este caso y año—, y como está de moda rellenar los panes de muerto con cuanta cosa se les ocurre, algunos yo también los relleno con una

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mezcla de mermeladas hecha de frutos rojos y sesos, que en la boca se derrite como mantequilla. Al final, el pan lo espolvoreo con azúcar y adorno con chocolate y cajeta. Me gusta saber que horneo, ofrendo y como pan de muerto de verdad. Para las calaveritas de azúcar utilizo la misma harina de muerto que para el pan, y la mezclo con el azúcar blanquísima y cristalina. El agua que uso para las bebidas del altar es, como lo llaman las leyendas urbanas, agua de muerto, recogida en el río teñido de sangre en donde, dicen por ahí, han aparecido flotando los muertos del narcotráfico; con ella preparo tepache y agua de jamaica. Cuando la comida está terminada, durante el crepúsculo del 1 de noviembre, la acomodo entre los escalones del altar, servida con delicadeza en vajillas de barro y talavera. Quemo incienso de copal para esconder el aroma del cadáver, ahora aprovechado y utilizado, descansando dentro de la tierra, entre sal, cal, y arena de desierto traída del noroeste, sacada de entre los cañones compactados en sus infernales costas. El difunto también absorbe la arena negra robada de las playas de Colima, cubierto de los pétalos y cempasúchiles de mi jardín. El próximo año mis flores crecerán aún más naranjas y amarillas, alimentadas por la sangre y la carne, bendecidas con el aroma dulzón de la muerte entre sus pétalos. A partir de ese momento paso el resto de la noche sentada, en tranquilidad absoluta, frente al altar, pintando y decorando la calavera de este año, de un tal Román, para colocarla en el lugar que le corresponde junto a las calaveras nombradas y las fotografías de Enrique, Osvaldo, Juan y Mateo. Cinco muertos vendrán este día a beber y comer las ofrendas cárnicas de mi altar, y una vela negra descansa, encendida, sobre sus cráneos. De sus recovecos y rincones de carne ya se han encargado mis escarabajos necrófagos. El 2 de noviembre, esperando la visita de mis muertos favoritos y elegidos, mientras el incienso de copal se quema y su aromático humo gris inunda la sala, me vuelvo a vestir de gala. Me siento y rezo frente al camino de pétalos y flores naranjas, de cruces y arcos formados con claveles de muerto. Por la noche, los platos con tamales, los jarrones de agua, los vasos de tepache y los tazones de pozole tiemblan, hacen ruiditos fugaces, bajitos y discretos, como los de un ratoncito de campo, y se pueden ver, si te acercas lo suficiente, las ondas vibratorias del agua o del caldo rojo danzando en la superficie. Las esquinas de las hojas de maíz se mueven como si alguien les soplara, y las flamas de las velas tiemblan amenazando con apagarse, pero nunca lo hacen: es cuando sé que ya están aquí. Tras las puertas se asoman, curiosas, cabezas y rostros que parecen desollados; hace mucho que lo que les quedaba de sangre y músculo, expuesto a los elementos y los escarabajos, se tornó marrón, amarillento, quizás adoptando la textura de la mezcla de tierras áridas, de tierras ricas, de la tintura del cempasúchil entre los cuales sus restos descansan regresando al polvo. Las cuencas oculares de las calaveras están vacías, pero pueden ver; la nariz solo es un agujero negro, pero las siento y escucho respirarme en la nuca. Muestran brevemente su sonrisa perpetua entre mechones de cabello enmarañado, apelmazado de tierra y carne medio podrida, pero no están felices. Escucho sus dedos huesudos rasguñar el papel tapiz de las paredes, la madera de las puertas y golpear, como el tintineo de un cascabel, los cristales de las ventanas, intentando encontrar el camino, naranja y amarillo, hasta la pequeña flama que los llama y el aroma de la carne envuelta en la masa de maíz enrojecida por el chile y la sangre nueva.

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Estรกn enojados y hambrientos; los filamentos del humo de copal suspendido en el aire hablan por ellos, se deslizan como serpientes entre el espacio y susurran como los cascabeles de las crotalus: dicen que no pueden, ni podrรกn nunca, descansar en paz.

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Sobre el autor: Daniel Frini nació en Berrotarán, Córdoba, Argentina en 1963. Es Ingeniero Mecánico Electricista, escritor y artista visual. Ha publicado en varias revistas virtuales y en papel, en blogs y en antologías de Argentina, España, México, Colombia, Chile, Perú; y, además, traducido y publicado en Italia, Portugal, Brasil, Francia, Estados Unidos, Canadá, Uzbekistán y Hungría. Publicó Poemas de Adriana (Artilugio Ediciones, Buenos Aires 2017), Manual de autoayuda para fantasmas (Editorial Micópolis, Lima, Perú, 2015) El Diluvio Universal y otros efectos especiales (Eppursimuove Ediciones, Buenos Aires, 2016), Nueve hombres que murieron en Borneo (Artilugio Ediciones, Buenos Aires, 2018) y La vida sexual de las arañas pollito (Color Ciego Ediciones, San Luis, Argentina, 2019). Ha obtenido, entre otros reconocimientos, el Premio Internacional de Monólogo Teatral Hiperbreve ‘Garzón Céspedes’ (2009, Madrid / México D. F.); Premio ‘La Oveja Negra’ (2009, Buenos Aires, Argentina), Premio ‘El Dinosaurio’ (2010, Colombia), Premio I Certamen Internacional de Relato Corto Nouvelle (2017, España), el Místico Literario del Festival Algeciras Fantastika 2017 (España), el 1er Premio del III Concurso de Microrrelato Ilustrado Universidad de Jaén (2019, España) y el 1er Premio en el Primer Concurso Internacional de Minificción IER/UNAM (Instituto de Energías Renovables de la Universidad Nacional Autónoma de México, 2020).

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S

é que están allí. Nunca saldré de esta cocina maldita. ¿Cuántas veces me dije: «Sos un hombre grande, no podés creer en esas cosas»? Tengo cincuenta y cinco años, una esposa, dos hijos y cuatro nietos. No puedo ―no admito― estar pasando por esto. Cuando mis hijos, Alejandro y Verónica, eran niños, le temían a la oscuridad. Mi esposa los dejaba dormir con la luz encendida; y yo la sermoneaba: ―¡Dale! ¿Sabés lo que vamos a pagar de luz cuando venga la factura? ¡No los malcríes, caramba! Pero ella me miraba, suplicante; y luego dirigía la vista a nuestros hijos dormidos; y, con ternura, me decía: ―Miralos, Alberto ¡Se ven tan indefensos! Van a tener miedo si se despiertan y se encuentran a oscuras. Sé comprensivo. Tené un poco de compasión… ―¡Dejate de joder! ¡No hay nada a que temerle; y a nosotros no nos sobra la plata! Afuera luz y a otra cosa. ―Alberto…―intentaba convencerme. ―Basta, mujer ―decía yo mientras accionaba el interruptor ―. La luz se apaga. A la larga o a la corta se acostumbrarán; y por nuestros bolsillos, más vale que sea temprano. ¡Qué daría ahora por tener una luz encendida! Viene a mi memoria un episodio que parecía borrado adrede: el de Verónica gimiendo en la negrura de su cuarto cierta vez que, en la madrugada, pasé frente a la puerta de su habitación rumbo al baño; y recuerdo mi sonrisa sardónica ¡Me arrepiento tanto! Quisiera poder entrar en su cuarto, acostarme a su lado y abrazarla, y pedirle que me proteja ¡Que ella me proteja a mí! Dios mío, por favor, hacé que se vayan. Diez días atrás dieron su primera señal, de manera violenta. Fue la noche de la última tormenta. Nuestra perra, Dulce, acostumbraba dormir afuera, en el patio de casa; pero cuando arreciaban relámpagos y truenos se desesperaba, aullaba de terror y rasgaba la puerta de nuestra cocina. Esa noche, conscientes de lo que se avecinaba, la hicimos entrar y dispusimos un trapo para ella en la parte superior de la escalera que lleva al sótano. Más tarde, cuando la tormenta desató su furia, la oímos gemir y chillar entre la furia del viento y el traqueteo del agua en los ventanales. Alguna puerta golpeó en la planta baja, al cerrarse de repente; y alguna otra dejó escapar, durante un buen rato, un chirrido agudo de bisagras secas (con la incongruencia de los pensamientos inoportunos, recuerdo ahora, mientras me orino de miedo, que después olvidé aceitarla). Pasada la media noche, el temporal perdió vehemencia y dejamos de oír los lamentos de Dulce. La supusimos, por fin, dormida. Sin embargo, a la mañana siguiente, temprano, me despertó un grito de mi mujer llamándome desde la planta baja: ―¡Alberto! ¡Vení, por Dios! ¡Bajá rápido! Nuestra perra yacía en medio de un charco de su propia sangre, junto a la puerta del sótano, en la base de la escalera, con su cuello abierto de oreja a oreja. En medio de nuestro estupor imaginamos cien explicaciones distintas y nos hicimos mil preguntas: ¿Había entrado alguien? ¿un ladrón, un animal? ¿Faltaba alguna cosa de nuestro hogar? ¿no? Al final, decidimos e intentamos convencernos de que, quizá, el viento abrió la puerta del sótano y la perra, aterrada y huyendo del estruendo de los truenos decidió refugiarse, sin prestar atención a la escalera, cayó y, tal vez, rozó alguna saliente de la pared con cierto filo, que cercenó su garganta. Aun cuando revisé todo una y otra vez, no encontré ninguna otra cosa extraña y,

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ante la posibilidad de que hubiese entrado alguien por algún inhallable resquicio del sótano, cerré y clausuré la puerta ¡Iluso de mí! Ahora sé que fueron ellos. Debería haber prestado más atención a los otros indicios: ramas rotas en los árboles del patio; flores cortadas y plantas arrancadas de los canteros del jardín, una horquilla que dejé apoyada en la pared que pareció tirada en el césped… Sin embargo, todo se desencadenó anoche: Alejandro y su esposa nos dejaron a sus hijos Claudito, César y la pequeña Beatriz a dormir en casa. Creo recordar que hablaron sobre una cena en casa de los jefes de Sandra, nuestra nuera. Los varones estaban en el living viendo algún programa para niños en la televisión, y mi esposa había acostado a Beatriz, que solo tiene un año, en la planta alta. Me desespero, ahora, al recordar que le insistí a mi esposa en que apagase la luz del cuarto. Siento un nudo de angustia en la garganta cuando imagino lo que podría haber pasado si yo no hubiese subido a buscar mi libro, para leer un rato mientras tomaba una taza de té, antes de acostar a mis nietos. Caminé por el pasillo rumbo a mi habitación, cuando al pasar frente al cuarto en el que dormía Beatriz, percibí el movimiento de una sombra. Fue como esas veces en que uno cree ver algo con el rabillo del ojo, pero cuando enfoca la mirada se encuentra con que no hay nada. Por las dudas, me dispuse a entrar y revisar, despreocupado. La garra me golpeó de lleno en el rostro. Pareció salir de la nada. No hubo ruido. Solo una explosión muda de pelos estallando en mi cara y tirándome al piso, fuera de la habitación. La puerta intentó cerrarse con fuerza, pero mi pierna había quedado entre ella y el marco. El dolor fue punzante e intenso y fue acompañado por una inyección de adrenalina ¡Mi nieta en el cuarto, con una bestia que intentaba secuestrarla! A sabiendas de que mi pierna bloqueando la puerta era la única garantía para la niña, me incorporé, grité con furia, y entré a la habitación oscura. Con el tenue rayo de luz vi a la abominación inclinada sobre la cama de mi Beatriz, y me abalancé sobre ella. Oía llorar a la niña. Algo me empujó hacia un costado: ¡eran dos! Por fortuna impacté en la pared cerca de la puerta. De manera instintiva, dirigí mi brazo hacia el interruptor cercano y encendí la luz: no había nadie, además de mi nieta y yo. Entendí todo de repente. Mi esposa subía las escaleras, alertada por el alboroto y mis gritos. Corrí a su encuentro a la vez que encendía las luces a mi paso, gritando: ―¡Fuego, fuego! ¡Sacá a los chicos de casa, que yo llevo a Beatriz! Ella bajó a la carrera, ―tomó a los niños y salió a la calle. Apenas traspuso la puerta, la cerré con llave y me dediqué, meticulosamente, a trabar todas las ventanas y puertas con los muebles. Al menos, ellos quedaron afuera y a salvo de todo. Encendí todas las luces y me acurruqué, abrazando a mi nieta, en el piso de la cocina. Desde afuera, mi mujer gritaba y lloraba, Claudito y César también. Escuché cómo, primero, venían vecinos y curiosos, más tarde la policía (uno de ellos me hablaba a través de un megáfono), luego mis hijos y mi nuera, en medio de una crisis de nervios, suplicándome que abriese las puertas y dejase salir a Beatriz; más tarde alguien llamado Roberto que dijo ser psicólogo y negociador. No hablé en ningún momento, absolutamente consciente de la necesidad de reservar energía para pelear con ellos ¡No van a hacerle daño a mi nieta! Con las horas, la policía cortó el cable de la televisión, luego el gas y, finalmente, la luz. La oscuridad volvió y falta mucho para la mañana. Dios mío, hacé que se vayan. Sé que están allí, y en cualquier momento vendrán a llevarse a mi niña. Me repito, como un mantra: «No existen. No existen. Los monstruos no existen». Pero allí están sus leves sombras para contradecirme.

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Sé que quieren llevársela. Pero no la tendrán. En cualquier momento entrarán, y van a llevarse una sorpresa. No les daré tiempo a que desaparezcan. Cuando estén cerca, con un leve movimiento de mis dedos activaré el encendedor y los quemaré con los veinte litros de gasolina que vertí alrededor mío y de la niña, en el piso de la cocina.

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Sobre la autora:

Karla Macías (Alefilos) nació en la ciudad de Lagos de Moreno, Jalisco en 1981, actualmente radica en Aguascalientes, Aguascalientes, gusta de la apreciación de cualquier manifestación artística, su pasión es la poesía.

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O

lla de grillos por doquier, como la humedad rápidamente se esparce penetrando hasta las sombras más escurridizas dejando un frío paralizante en un corazón permeable al dolor. Presencias promiscuas de demencia e ingenuidad que alteran ciclos vitales llenos de ansiedad, belladona que anestesia brevemente pero siempre en busca de la muerte para dar alivio al torrente que sin calma pena como ánima por senderos de soledad. Pasadizo que siempre dirige a lápidas húmedas y abandonadas donde no hay marcha atrás, tinieblas amenazantes camufladas tras sonrisas maliciosas, pantano disfrazado de oasis que sin remedio lleva a una larga agonía sin escapatoria y ahí, solo el sueño eterno puede llegar.

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Sobre la autora: A.B. Noviembre de 1994. Guadalajara, Jalisco. Estudió en Universidad de Guadalajara, Egresada como Abogada. Surge en los últimos meses del 2017, como la manifestación de todo aquello que se siente y se vive. Amante de la expresión en cualquiera de sus formas. Publicó su primer escrito escondido en la edición No. 18 de la Revista Digital Perro Negro de la Calle.

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M

aría tiene ojos pequeños y la mirada más linda que puedo recordar, desbordan recuerdos, sueños rotos y esperanzas, son una ventana directa al alma, no hay nada que les puedas ocultar. Es silenciosa como la noche, pero siempre tiene algo en que pensar, en momentos provee un abrigo quieto que reconforta y otras tantas tiene un silencio que te azota, es imposible de soportar. María tiene humildes raíces, sabe lo que en realidad se debe apreciar, va caminando admirando la vida y nunca da un paso atrás, tiene recuerdos de una pequeña casa de adobe, un pueblo quieto y una familia rota, lleva muchas tristezas en su andar, algunos de sus recuerdos son un mal sueño borroso, ha sido forjada con realidad. María tiene un alma frágil, un corazón del tamaño del mundo y es más sabia que las olas del mar, no cuenta errores, fracasos ni caídas, ha hecho de sus brazos un hogar. Tiene mil consejos si la escuchas, cura heridas en un instante y siempre cuida de tu andar, disfruta del bosque y su laguna y también adora los instantes de soledad. María es la mujer más fuerte que conozco, la mejor que he podido encontrar, tiene la mirada más linda que he visto, a final de cuentas… nadie te mira como mamá.

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Maternidad Escultura por Alfredo Basulto Lemuz TĂŠcnica barro cocido, modelado directo

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