El perro espectral ha sido liberado con esta edición especial. Quisimos levantar el velo del horror y el miedo; quisimos invocar a esta criatura ancestral y peligrosa para presentártela a ti, lector. Los arcanos y extraños textos que consultamos nos permitieron traerlo… Sí, invocamos al can azabache más impío y aterrador: El Grim de otoño. Y en él se encuentran compiladas, como maldiciones insanas, las historias salidas de las cruelmente creativas y abominables mentes de escritores latinoamericanos, autores todos ellos de Perro Negro de la Calle en algún punto de su historia. Lo que tú tienes en las manos es una antología inédita de relatos de terror; siéndote otorgados para que escudriñes en sus oscuras narrativas; ahondes en la psique de escritores de este continente americano y cuya lengua madre es la de Cervantes. Latinoamérica tiene muchas voces que desean ser escuchadas, y este continente también tiene sus misterios y terrores. Cuida esta suerte de grimorio latinoamericano que llega hasta ti en la ciudad de los narradores y poetas: Lagos de Moreno, y ten presente siempre que el Grim de otoño estará rondando por sus calles; a la postre, se apoderará de ellas. Qué tus dioses te protejan. Esta es la revista literaria de Lagos de Moreno. Perro Negro de la Calle ¡ladra! Y seguirá ladrando.
Amaury R. Ledesma
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Augurio Por Roxana Aguilar Rebollo
Cuando desperté y estiré el brazo para apagar el despertador, la luz era opaca a pesar de ser altas horas ya de la mañana, al tocar mi rostro se intensificó el dolor de cabeza que se agudizaba con un zumbido latente que se intuía entre sueños. Turbado aún de lo que no lograba entender como real o como sueño, recordé la tormenta a la salida de la fiesta la noche anterior, mi llegada tumultuosa a casa y el extraño perro negro que se cruzó en mi camino, sus brillantes ojos eran algo que al recordar aún me provocaba escalofríos. La cabeza me reventaba y trastabillando con varios ángulos de los muros de mi habitación, logré llegar al baño y prendí la regadera en un intento dramático de disminuir aquel tormento. El agua me cortó la piel, su sensación era quizá bajo cero, pero entumió mis músculos y el dolor pareció menguar. Absorto en aquella sensación de apaciguamiento, mis ojos se clavaron en los azulejos de las paredes, cuando lentamente una mancha de moho en una de las esquinas, pareció dejar de ser una amorfa figura tornándose en algo más.
De
repente, la forma se moldeó completamente a la de un rostro, una cara con el efecto de cera derretida, demacrada, y abyecta en el dolor de siglos, por una agonía que no paraba de purgar. —¡Mauricio! La voz conocida pareció arrastrarme a la orilla de lo real, y la mancha volvió a hacer lo normal, moho disperso y nada más. —Apúrate, el examen está por comenzar, apenas y llegamos a la universidad.
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Me apresuré a vestirme, y salí en medio de una vorágine de sensaciones que me mantenían entre el sueño y la vigilia. El examen empezó en punto, y la cabeza aún se sentía entumida, la punta de lápiz casi había atravesado el papel y mis ideas seguían encajonadas sin poder lanzarse en picada a la prueba. Aturdido aún, noté una extraña sombra que corrió por la ventana; hubiera sido de los más natural si no hubiéramos estado en un tercer piso y un vació de seis metros se abriera a nuestros pies. Terminé como pude entre las hojas tachonadas y salí mareado en busca de un baño, necesitaba agua que calmara la náusea o simplemente vomitar, corrí por los pasillos y me volqué en el piso sosteniéndome del retrete aferrándome a vivir. Vomité; una, dos, tres veces, y me incorporé pálido y maltrecho, me observé al espejo y vi los despojos de mí después de una noche de juerga. Me agaché a mojarme el rostro, y al incorporarme una voz muy clara me dijo: —¡Está muerto! El zumbido nuevamente se apoderó de mi cerebro, esta vez acompañado de una asfixia inminente a causa de una inesperada parálisis, logrando a fuerza de voluntad liberarme del yugo de la inmovilidad, corrí despavorido en busca de personas, gente que me salvara de lo inconcebible. —Mauricio, espérate, ¿qué te pasa? —Nada… yo, el baño. Olvídalo. ¿Qué paso? —No nada, solo quería recordarte lo de la fiesta de hoy, a las 8 en casa de Lucio. Parecía inaudito seguir bebiendo al siguiente día después de la intensa borrachera de la que apenas salía, sin embargo, negarse a ella era aún más inaudito. Caminé meditabundo hasta mi casa, y dormí toda la tarde. Al ponerse el sol, Me incorporé somnoliento aún de la larga siesta reparadora. En la penumbra, logré apenas divisar la silueta de un hombre, alto y corpulento como yo, vestido con una chaqueta negra de cuero y el rostro completamente desfigurado, señalándome maniáticamente. —Si la quiere, que venga por ella — dijo. La parálisis volvió y con ella la asfixia, una probada de muerte era aquella sensación que se apoderaba de mí, cuando sin más, la luz de la habitación se encendió y mi hermano atravesó el umbral.
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—¿Mauricio, estas bien? Creo que estas teniendo una pesadilla. Abrí los ojos y lo miré con una esperanza alentadora, sin embargo, no logré articular palabra hasta varios minutos después. Salí de casa, cansado por la fiesta de una noche antes, por las labores del día, pero, sobre todo, agotado de aquella serie de acontecimientos extraños que me estaban envolviendo, temía estar perdiendo la cabeza, o algo así, la idea era absurda, pero quizá, el exceso de alcohol de varios días estuviera provocando el hecho. —Mauricio, hasta que te dejas ver, llevo una semana sin saber de ti. —¿Una semana? —Si pues, desde la fiesta de Angelina. —Pero si anoche estuvimos bebiendo. —¿De qué hablas? Anoche nadie bebió, o a mí no me invitaron. Su sinceridad me provocó un escalofrío que recorrió mi cuerpo, todo el malestar de ese día lo había aludido a una fiesta en casa de Fabián, una noche antes; que él mencionara eso, detonaba mis alarmas. Bebí; uno, dos, tres caballitos de tequila, y el nerviosismo se apoderaba de mí, de repente otro escalofrió, y entonces vi la chamarra de Fabián, su favorita, la que nadie podía tocar, me la puse, buscando venganza por él malestar que acababa de provocarme y salí de la casa echándome a andar por uno de los extremos de la carretera, y de repente un grito… —Mauricio, no seas cabrón devuelve esa chamarra, Fabián ya está armando desmadre por ese vejestorio. —¡Si la quiere, que venga por ella! Grité, y un halo de extrañeza me envolvió, lo siguiente, me es difícil definir, ni siquiera describir mis verdaderos sentimientos al respecto: uno; una luz cegadora, dos; un golpe mortal de un bólido que no se detuvo jamás. Luego, tres; los ojos del perro negro husmeando el cadáver… mi cadáver, lamiendo las heridas del rostro desfigurado. Por último: las voces, que sentencian el augurio del que ya se me había hecho partícipe y no supe escuchar. —¡Está muerto! Mauricio, está muerto.
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Roxana Aguilar Rebollo (Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, 1987) Licenciada en Lengua y Literatura Hispanoamericana por la Universidad Autónoma de Chiapas. Actualmente cursa el tercer semestre de la Carrera de Filosofía, por la misma universidad.
Ha publicado en diversas revistas electrónicas: Revista «El futuro del ayer,
hoy», con el cuento Terror, horror y alarma; en el «Magazine Calleb», con el cuento El amo y el esclavo; en el «Blog Argentino Las musas despiertas», con el cuento Diversidad de aproximación; en la «Red tapatía de revistas y fanzine» el cuento Hoy, papá ha muerto; «Revista Independiente Unión José Revueltas» el cuento El diluvio universal: y la «Revista Perro Negro de la Calle» con el cuento Rito funerario y Traviesas palabras. Además de ser publicada en la antología de cuentos de horror, Pm: Perturbaciones, de la editorial Librerio, con el cuento Sueño circular.
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Fauces Por Adilene Cortés Caballero
Un teatro de tragedia latente burbujea dentro de esas altas paredes, donde todos los habitantes del pueblo estamos adentro. Algunos murmurando a la espera, los más valientes sostienen escopetas, palos y hachas en mano, los de mirada paranoica portan filosos cuchillos. En el magno cielo riñen las nubes tormentosas con una luna que sobresale poco a poco. Se cree que la bestia vendrá de afuera y si no, uno entre nosotros revelará su verdadero rostro. Uno entre nosotros el posible portador de la marca, uno de nosotros el villano y torturador. ¿Y si no fuese solo uno, si fuese una jauría y en medio de la noche nos encontraran a su merced a todos juntos? A la luz tenue entre un juego de miradas, se oye una voz desgarradora y un dedo delator señala. «¡Es él, mirad sus ojos rojizos y sus grandes dientes!», el acusado asustado corre hasta que un hacha le alcanza por la espalda a sabiendas de que aquel que huye es porque algo esconde. Al mismo tiempo, otro grito, desde el otro lado del templo, desborda el horror. Aquí adentro se respira el temor, entra el viento que azota las ventanas y la puerta, hasta llegar al fuego de las velas. Ya en la completa oscuridad, la horda histérica se corrompe, se culpan y acuchillan unos a otros a la menor provocación, nadie está a salvo. Afuera, solo el viento. Y, aunque parecemos resistir, algún osado abre el portón, nos está tragando el miedo, nos devora la locura. Y no me quedaré a ser víctima de sus prejuicios, me arrastro entre los jaloneos y golpes hasta salir.
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Afuera, la inmensa noche. Ira, envidia, oportunidad son protagonistas de la muchedumbre, se atacan entre ellos, en una danza frenética. Mientras yo corro internándome en el bosque a través del frío; en lo alto, las nubes han despejado la noche estrellada, un enorme faro luminoso me impregna, mi corazón me dice que el merodeador está cerca. Intento escapar, huir de sus fauces, me pierdo en la desesperación en la angustia, no sé dónde esconderme, puedo escuchar su hambre, le aúlla al sol nocturno. Le siento dentro. Se ha apoderado de mi columna vertebral abriéndose paso a lo largo de ella, sale de entre mis costillas, sus músculos me ensanchan las piernas y el tórax a voluntad, desgarra y se despoja de mi piel humana, mis senos son ahora una coraza de pelo color azabache, su hocico me abre el rostro, puedo ver con sus ojos, en garras se han tornado mis manos. El aroma de sangre me invita a volver al pueblo con su ansia en mis entrañas y siento esos, mis caninos deseosos de carne, listos para cazar.
Dedicado a la Jauría Perro Negro de la Calle
Adilene Cortés Caballero (Tijuana Baja California, México, 5 de enero 1988)
Hacedora de historias. Nacida en 1988 bajo la influencia de Saturno. Psicóloga y Docente en educación media superior, actualmente radica en un pueblito de paso cerca del mar en Nayarit. Escribe desde los dieciséis años, como parte de su proceso terapéutico más que por pretensión literaria, sin embargo, ha participado en varios talleres literarios en Tijuana, Baja California y Lagos de Moreno, Jalisco. Su obra es un cúmulo de memorias distorsionadas, crudeza, símbolos y melancolía. Magia y surrealismo describen sus prosas poéticas, siempre breves y precisas.
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Una fotografía con Melitón Rodríguez Por Diego Despreciado
En el museo se homenajeaba esa tarde la labor fotográfica de Melitón Rodríguez por el centenario de su muerte y por su importante papel como testigo de nacimiento de la ciudad y sus importantes transformaciones sociales. Lo que nunca sospeché fue la inesperada forma en cómo yo terminaría involucrado en dicho homenaje. La entrada del museo ostentaba un enorme cartel en letras grandes que decía: «Melitón Rodríguez, cien años». Al atravesar la puerta me encontré con una fotografía grande de Melitón que yo no había visto antes. Se trataba, sin duda, de una de las tantas fotografías que él había de hecho de personas muertas. Recordé que para la época se solía tomar fotografías a las personas muertas al lado de sus seres queridos, como una muestra de amor y respeto y una forma de hacer memoria. Al lado del cadáver de un hombre de estatura mediana aparecía otro hombre que contrastaba la imagen por su estatura, pues era visiblemente más alto. La fotografía, sin embargo, parecía tener un descuido, pues ambas personas parecían tener un leve movimiento, a diferencia de las tradicionales fotografías de ese tipo, donde se marcaba claramente la diferencia entre el vivo y el muerto porque este último solía aparecer nítido por la fijeza de sus rasgos, mientras los vivos normalmente tenían esos aires de movimiento. Aquel cadáver tenía en su boca lo que parecía ser algodón. Era uno de esos casos en que la persona muere con la boca abierta y en el proceso de la necropsia es imposible cerrar su boca, por lo que la llenaron de algodón. Además de este rasgo, el cadáver tenía una venda que iba desde la coronilla hasta la barbilla pasando por la sien, lo
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que parecía un intento por cerrar aquella boca. El resto de aquel hall estaba decorado con otras fotografías que yo ya conocía, donde también se había retratado otros cadáveres. Me resultó simpática la forma de recordar a Melitón por parte de los organizadores del homenaje. Al dirigirme hacia la recepción donde preguntaría por el lugar donde se encontraban los archivos originales de las fotografías, percibí a un hombre alto vestido a la manera de la época de Melitón. Aquel hombre singular se limitó a emitir un saludo sin palabras acompañado por un simple movimiento de cabeza. En la recepción noté algo que al llegar al museo no había percibido: no había público. Tal vez los visitantes empezarían a llegar después de mí y no tuve inconveniente por ello, además yo llevaba varios años sin visitar aquel lugar, y en ese lapso posiblemente el museo había caído un poco en el olvido. Me atendió una señora bastante anciana vestida también con traje de la época del homenajeado. La señora parecía tener unos ochenta años, tal vez de aquellos funcionarios que se jubilan, pero continúan ejerciendo su labor. Le pregunté por el lugar donde tenían las fotografías originales o en su defecto los facsímiles. Sin decir palabra agarró unas llaves y caminó hacia el fondo del recinto. Interpretándolo como un «sígame», caminé detrás de ella. Al fondo aquella anciana abrió una puerta de la que salió lo que parecía ser un oleaje niebla. Ese tipo de lugares suelen ser bastante fríos por el aire acondicionado, que ponen en su máxima potencia para la conservación de los archivos de vieja data. Al entrar, la anciana se dirigió hacia unos inmensos estantes tipo biblioteca que se mueven de manera corrediza con una manivela. Yo empecé a tiritar de frío, pero la anciana se movía como acostumbrada a aquella helada que se sentía en el recinto. La facilidad con que ella movió aquel estante, que llegaba casi hasta el techo, me causó interés. Al abrir hizo un gesto de que entrara. Ella se quedó de pie junto a la manivela mientras yo entraba, no sin sentir un poco de desconfianza por aquel extraño ambiente. La cantidad de cajas con la recopilación de archivos de toda la vida de Melitón era impresionante. Las cajas cubrían todo el estante hasta casi el techo y no dejaban espacio para una caja más. Lentamente caminé hasta el fondo donde iba mirando de arriba abajo las fechas que tenía cada una de las cajas, una acomodación bastante juiciosa, una labor de oficio. Tras varios minutos de mirar detalladamente, volteé hacia atrás para darme cuenta que la anciana aún estaba parada junto a la manivela. Empecé a tiritar no solo por el frío sino también por la extraña sonrisa con que me miraba. Lo que me conmovió más fue el hombre alto que, detrás de ella, iba entrando al recinto. Se trataba del tipo que me había
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encontrado al llegar al museo. Sin soltar aquella extraña sonrisa, la anciana rodó la manivela de tal forma que todo aquel estante con grandes cajas se me vino encima y el aturdimiento me dejó inconsciente. El despertar fue como vivir mi propia muerte. Dentro de mi boca sentí lo que parecía ser algodón, y una venda que bajaba desde mi coronilla hasta la barbilla pasando por mi sien. No podía ver muy bien, pues aquel hombre de alta estatura me cerraba con fuerza los ojos y cerraba mis párpados con lo que parecía ser algún tipo de pegante instantáneo. En lo poco que alcanzaba a abrir mis ojos, pues mis párpados se rendían ante el efecto del pegante, logré ver un detalle que había mirado en aquel recinto cuando entré y que no había contado. A un lado estaba ubicada la cámara de Melitón con alguien arropado por la oscura falda de aquella antigua cámara. Por alguna extraña razón, tal vez por quedarme reparando a la anciana, no le había prestado atención a ese detalle. Lo recordé, fue en el momento en que pude ver a medias aquella cámara frente a mí con esa persona aún tapada por el oscuro velo y vestida como solía vestir Melitón; unos zapatos y unos pantalones de la época. Ya con los ojos cerrados completamente por el pegante, y con el algodón que tenía en la boca y que alcanzaba a salir de ella, solo logré saber lo que sucedía allí por medio de mis otros sentidos. Sentí que el hombre alto se paraba a mi lado y anudaba mi brazo al suyo por el codo. Las luces se apagaron totalmente, pues, aunque mis ojos estaban sellados, lograba captar los cambios de luz. Sin poder pronunciar palabra por la cantidad de algodón en mi boca, solo pude ser testigo silencioso de aquel extraño suceso. Una voz que venía de adelante, que interpreté como la voz de la persona con la cámara, dijo unas palabras antes de que mis ojos sellados sintieran el cambio de luz propiciado por el flash de la fotografía que estaban haciendo: «Restauración de fotografía 195039. Melitón Rodríguez junto a cadáver».
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Diego Despreciado (Apartadó, Antioquia, Colombia, 1991)
Integrante del Taller de Escritores Urabá Escribe. Ha publicado Pequeñas crónicas del Nuevo Mundo; proyecto ganador de la Convocatoria de Estímulos en Cultura y Patrimonio 2016 del Instituto de Cultura y Patrimonio de Antioquia y la Gobernación de Antioquia en la modalidad de cuento. Ganador del primer premio en el XXXI Concurso Universitario Nacional de Poesía 2018 de la Universidad Externado de Colombia, en Bogotá. Ganador en 2019 del primer lugar compartido en el V Concurso Regional Mesa de Jóvenes Jorge García Usta del Festival Internacional de Poesía en el Caribe, PoeMaRío, en Barranquilla. Ha sido publicado en diversas antologías, entre ellas Luz sin estribos: 35 poetas colombianos/ 35 poetas cubanos nacidos a partir de 1980 (Nuevas Voces Editores). Ha sido invitado a encuentros y festivales como el Festival Internacional de Poesía de Medellín y el Encuentro Internacional de Poetas de Zamora, Michoacán, México.
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El extraño caso del ahorcado John Horwood Por Daniel Frini
Trabajaba en el Consulado y solía instalarme, todas las mañanas a eso de las nueve, en el bar del Claridge’s Hotel a leer, tranquilo, el diario de mi país del día anterior, que recorría sus buenos doce mil kilómetros para llegar a mis manos; mientras saboreaba un café con canela; que allí preparan de una manera exquisita. En una nota al pie de la sección de noticias generales hacían referencia a John Horwood; y fue la primera vez que leí su nombre. Solo se decía que había sido ajusticiado en Bristol a principios del siglo XIX. Por alguna razón no revelada, el nombre quedó dando vueltas en mi cabeza. Pasaron dos o tres meses y fue Alice, mi novia escocesa de entonces, quien en vísperas de un viaje suyo a Cardiff mencionó, al descuido, que debía pasar por Bristol, «la tierra donde mataron a Horwood». Le conté de mi lectura, pero ella no pudo agregar mucho más a lo poco que yo sabía. En el año siguiente el nombre de John me llegó dos o tres veces más, de manera casual; y apenas pude saber que se lo había acusado de un crimen «pasional». Al fin, cierto día, una investigación de rutina encargada por el cónsul me llevó a la biblioteca del Imperial College, en el campus de South Kensigton. En un catálogo de publicaciones antiguas de medicina encontré una referencia al Cutis Vera Johannis Horwood; y agregaban que ese libro se encontraba en la Oficina de Registros de Bristol.
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Estimulado por tanta insistencia fortuita; programé con Alice un viaje en mi próximo franco, un día de entresemana. Llegamos al viejo edificio de paredes de ladrillo gris de la Record Office, casi a las tres de la tarde de un día frío de finales de otoño. Nos anunciamos en recepción y unos minutos después estábamos oyendo la historia completa, de labios del encargado del archivo. —Se llamaba John Horwood, tenía diecisiete años y estaba enamorado de Eliza Balsum. Yo me llamaba John Horwood, tenía diecisiete años y estaba enamorado de Eliza Balsum. —Era un amor enfermizo, no correspondido por Eliza. A ella le era indiferente. Después dirían que mi amor era enfermizo y dirían, también, que yo le era del todo indiferente, pero no. Sé que ella me amaba. Lo noté en su mirada, necesitada de afecto y en la manera en que acariciaba las flores a orillas del camino que lleva al bosque, cuando salía a caminar. Yo la amé, y mucho. Abandoné mi trabajo en las minas para pasar la mayor cantidad posible de tiempo cerca de ella; robé dinero y compré las mejores ropas para visitarla. Algunos insinuaron, más tarde, que me corroía una obsesión, que me cegaba ese amor no correspondido, que la provoqué con propuestas indecentes e intimidaciones; afirmaron que la hostigaba y la acosaba, que amenacé con quemar su casa paterna y que ella, alarmada por mi conducta, me evitaba de todas las maneras posibles. ¡Mentiras! ¡Yo la amaba y ella a mí! Y sé que ella juró, como yo, estar juntos más allá de aquella vida. Por eso, la tarde del día de Navidad de 1820, la seguí al bosque y la ataqué con vitriolo. Fallé, y apenas le dañé la ropa. Sus familiares quisieron golpearme, y logré escapar con dificultad. Un mes entero intenté acercarme a él, con temor, hasta que, la noche del 25 de enero de 1821, fui a verla cerca del arroyo que se encuentra en la finca de los Balsum. Eliza estaba junto a dos hombres. Enfermo de celos, le arrojé una piedra que golpeó su cabeza y quebró su cráneo. La herida se infectó y Eliza murió unos veinte días después. Vinieron a buscarme. Los agentes de policía, los hombres del sheriff y una masa furiosa de vecinos del pueblo se reunieron para detenerme. Intenté saltar desde la ventana de un dormitorio, pero me esperaban abajo. Mi mano encontró un martillo y me detuve en el rellano de la escalera, insultándolos y amenazando con destruir a cualquiera que se acercase. Logré golpear a
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varios, mientras los insultaba; pero, al final, los oficiales me cayeron encima, me derribaron y, aunque continué luchando, me esposaron y arrastraron al carruaje de la policía. Me juzgaron en Bedminster, y me sentenciaron a morir en la horca. La sentencia se cumplió a primera hora de la mañana del viernes 13 de abril de 1821, tres días después de mi décimo octavo cumpleaños, ante una multitud. El patíbulo se instaló sobre el arco de la puerta de entrada de la cárcel. Procedieron según la vieja usanza: una cuerda corta para que mi muerte fuese más lenta, por estrangulamiento, en lugar de una larga, para que el deceso se produzca por rotura del cuello. Existía una ley, aprobada por el Parlamento después de la Pascua de 1752, que ordenaba entregar los cuerpos de los criminales ejecutados por asesinato, a los cirujanos, para su disección. Dieron mi cadáver a Richard Smith, de la Enfermería Real de Bristol, para usarlo en una de sus clases. Después, Smith llevó mi esqueleto a su casa, donde lo guardó hasta su muerte. Mas tarde, llevaron mis huesos a la Enfermería Real de Bristol y, luego, a la Universidad, donde los colgaron en un armario, con la soga todavía alrededor de mi cuello… —Pero —continuó el encargado del archivo—, y aquí es donde la historia toma un cariz macabro, por aquellos años era común, en las clases de disección, que la piel del cuerpo fuese retirada como parte del proceso y, normalmente, incinerada como residuo médico. Sin embargo, el doctor Smith la llevó a un talabartero; quien la curtió y la entregó a un librero que la usó para encuadernar un extenso libro escrito por el cirujano, en el que se relata la historia de John. Ese es el libro que se guarda en la caja fuerte de la Bristol’s City Record Office. Alice y yo pudimos verlo en su caja de vidrio. Su tapa tiene bordes dorados y cuatro calaveras con tibias cruzadas, en relieve negro; una en cada esquina. Puede leerse el título, en letras también doradas, Cutis Vera Johannis Horwood: la piel verdadera de John Horwood. El paso de los años lo ha hecho demasiado frágil para que se lo ponga a disposición del público y solo puede ser consultado en microfilms. En su interior, se guarda la factura del encuadernador, quien cobró diez libras por su trabajo. Se detalla, también, el costo del curtido de la piel del condenado, por el que se pagó, apenas, algo más de una libra. Cuando salimos a Smeaton Road, ya estaba oscuro. Las luces de la ciudad se reflejaban, distantes, en el río Avon.
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A unos cincuenta pasos de nosotros, y en nuestro camino, vimos a alguien parado, como dirigiendo la vista hacia el edificio de la Oficina. La noche naciente no nos permitía distinguir detalles, y no le prestamos mucha atención. Sin embargo, cuando estábamos a unos pocos metros, Alice se detuvo de golpe. La miré, y en sus ojos vi asombro, primero, y pánico después. A nuestro frente teníamos a un hombre joven que parecía no sentir el frío, muy quieto. Una oleada de espanto me subió desde la espalda a la nuca cuando contemplé, tétrica, una cabeza sin cuero cabelludo, sin párpados, sanguinolenta y con unos dientes que se adivinaban grises y sin labios que los cubriesen. Sus ojos, inexpresivos, estaban fijos en nosotros. Señalando con una mano lúgubre a la puerta cerrada por la que habíamos salido hacía instantes, nos dijo en un inglés con acento singular: —Mi piel está allí adentro.
Daniel Frini (Argentina, 1963)
Es Ingeniero de profesión, escritor y artista visual. Es profesor en la Escuela de Escritores del Círculo Literario de General San Martín. Ha publicado en varias revistas virtuales y en papel, en blogs y en antologías de varios países y ha sido traducido a diversos idiomas. Publicó varios libros, siendo el último La vida sexual de las arañas pollito (Color Ciego Ediciones, 2019). Ha obtenido, entre otros reconocimientos, el Premio Internacional de Monólogo Teatral Hiperbreve ‘Garzón Céspedes’ (2009); Premio ‘La Oveja Negra’ (2009), Premio ‘El Dinosaurio’ (2010), el Místico Literario del Festival Algeciras Fantastika 2017, el 1er Premio del III Concurso de Microrrelato Ilustrado Universidad de Jaén (2019) y el 1er Premio en el Primer Concurso Internacional de Minificción IER/UNAM (Instituto de Energías Renovables de la Universidad Nacional Autónoma de México, 2020).
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Quédate conmigo Por Ana Gómez Elena
Tu abuela siempre había dicho que los fantasmas no existen, son seres malignos expulsados a otra dimensión, entrando a esta por la obscuridad de nuestras almas, alimentándose de nuestra luz, como pequeños agujeros negros del cosmos. Hasta hace algunos años habías ignorado esta concepción del mundo paranormal, pero hoy es distinto. Estás en un hotel y escuchas ruidos arriba de ti, suenan pasos lentos sobre tu cabeza. Tu madre también lo nota, cruzan miradas y asienten a la duda. Ambas deciden ignorarlos, aunque hay algo que no les cuadra. Mantienes la calma, pero piensas en ello, no dudas y bajas a recepción. El hotel es viejo, imaginas el crujir de las maderas recuperando su temperatura, sin embargo, ese arrastrar no tiene que ver en estructuras que se encogen pasada la noche. Llegas con la recepcionista y te dicen lo que temías: el piso 3 ha estado vacío desde hace años, alguien allí no tiene sentido. La mujer intenta tranquilizarte, dice que mandará a alguien para revisar. Con un nudo en el estómago regresas a tu habitación. Le ocultas a tu madre lo que te comentaron abajo, mientes que es una bodega y hay trabajadores sacando cosas. Ambas duermen a pesar del ruido. Comenzados los ronquidos de tu madre, tomas un encendedor, llaves y te calzas tus zapatos. Sales en silencio de la habitación, el pasillo es largo, hay tenues luces alumbrando el viejo empapelado y la alfombra, caminas, encuentras las escaleras y te escabulles de la única camarista del piso. Crees sentir su mirada a la espalda y antes de que pueda decir nada,
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apresuras el paso para adentrarte en la oscuridad del piso sin acceso. Llegas tras tumbar algunas cajas. Una ráfaga de viento frío sacude tus cabellos y columna vertebral, aun así, continúas. El corredor tiene la alfombra rota y las puertas de las habitaciones están cerradas, este piso solo es alumbrado por la luz de la luna que entra por grandes ventanales rotos. Se escucha la noche y los autos a la distancia. Caminas lento con el corazón a pulso de maratón, cuando un ruido a tus espaldas rompe el silencio. Giras, a unos metros de tus pies encuentras un pájaro pequeño agonizando; chilla y agita sus alas entre los pedazos de cristal como queriendo alcanzar la vida que se le esfuma. Lo tomas entre tus manos y sientes su respiración acelerada, no hay nada que puedas hacer, el pájaro comienza a respirar con más dificultad hasta que las alas cesan en tus dedos. En cuestión de segundos el pequeño cadáver comienza a emanar una fragancia de podredumbre, un olor penetrante, como si el pájaro llevara horas muerto. Lo dejas caer al piso perturbada. Ves el cuerpecito achicharrarse y terminar por evaporar sus plumas, ahora es un esqueleto coronado de vidrios. Decides no seguir avanzando después del suceso extraño, así que regresas con rumbo a las escaleras, cuando ves una de las habitaciones con la puerta abierta. Te acercas a la extraña invitación. Vas a paso suave, y escuchas pausados gemidos de una voz femenina. El viento te visita una vez más. A tu mente llega el fallecimiento de tu abuela, recuerdas el quejar de su voz sin poder evitar esa muerte siempre precisa. Regresan a ti las últimas palabras de quien acarició tus heridas y guardó ajos en tus mochilas. Hace eco en tu cabeza: Quédate conmigo, mi niña. Pero demasiado tarde fue cuando regresaste con ayuda, solo había un cuerpo ajeno a todo, pálido y con esa mirada perdida en el abismo mortuorio. Suprimes tus sentimientos. Avanzas, piensas que quizás no es demasiado tarde para regresar a las cobijas; al girarte pateas unos vidrios del suelo provocando un eco en el corredor. En ese momento cesan los gemidos, ahora escuchas algo que se arrastra trabajosamente. Una respiración forzada te persigue, das la vuelta y corres en sentido contrario, alejada de las escaleras de tu escape. Al final del pasillo no existe salida, fuerzas una puerta, estás desesperada. Sin mirar atrás y con el terrible sonido a tus espaldas sacudes la cerradura, el corazón está saliéndote del pecho mientras aquel arrastre se acerca más a ti.
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Sientes que los dedos se te cansan, eso avanza con rapidez. Empujas la puerta y por fin puedes abrirla, entras a la habitación. Dejas de escuchar lo que te seguía. Cierras la puerta, te tiemblan las piernas y las manos, tu estómago se estremece, las orejas te arden. Aquella cosa sabe que alguien la escucha. La habitación está obscura, tomas tu encendedor y apenas se ilumina la cueva de concreto, la ventana tiene cortinas pesadas, no quieres hacer ruido intentando abrirlas. No sabes qué hacer, un silencio ensordecedor te acaba. Comienzas a sentirte mal, parece que te desmayas. Se te nubla la vista. Sientes sudor frío por las sienes y la nuca. La respiración te abandona. Un temido ataque de pánico se vuelve presente. Estás apunto de recostarte en el colchón polvoso cuando escuchas que te llaman por tu nombre. Es una voz de mujer, te llama pausada desde el corredor. La sangre te vuelve a la cabeza, acercas el oído a la puerta. Confirmas, alguien te llama y parece la voz de tu madre. ¡Qué alivio! Es probable que la camarista haya avisado a recepción, entonces tu madre al notar tu ausencia subió a buscarte. Entreabres la puerta con sigilo para confirmar si es ella quien te busca, pero solo distingues una sombra delgada que se acerca en el pasillo, pues la luna ya no ilumina lo suficiente y parece no tener rostro. Esa sombra te llama examinando cada puerta. No sabes qué hacer. Entre tus pensamientos olvidas que tenías la perilla forzada y la sueltas; el ruido metálico del resorte llama la atención de quien crees es tu madre y comienza a acercarse a ti. Vuelves a cerrar la puerta para esconderte en el armario. Si fuese tu madre no caminaría tan lento. Te molesta tu actitud sin miedo. No sabes qué hay ahí afuera, y no te interesa saberlo, te arrepientes de subir. Cierras el armario y te acomodas entre unas enredaderas. Abrazas tus rodillas contra tu pecho, comienzas a temblar y sudar más. Tocan la puerta del cuarto. Dicen tu nombre, te llaman. Es la voz de tu madre, aguantas el aire y escuchas. Comienzan a tocar la puerta cada vez más fuerte a puño cerrado, con desesperación. Gritan tu nombre. El sonido incrementa hasta volverse insoportable y tus oídos ya no pueden más, te tiembla todo el cuerpo, quieres gritar, pero solo logras reprimir las lágrimas. De un momento a otro el ruido cesa. Con los sentidos inestables escuchas el latir de tu pecho. Hay un silencio que abruma, no escuchas nada por segundos eternos y ahora respiras podrido una vez más, ya no huele solo a encierro, huele a flores muertas, a funeral. Te incorporas y sientes la enredadera pegajosa, acercas tu mano a tu nariz: la planta es
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causante del olor. Se está pudriendo al igual que ese pájaro. Conectas los puntos, eso está acercándose, está robando vida y quiere la tuya, quiere despojarte de todo latido. Sales del armario con prisa, sales del cuarto, ya no te importa nada, quieres salir de allí. Corres. Bajas las escaleras lo más rápido que te permiten las piernas, no observas a tu alrededor, solo desciendes y corres rumbo a tu refugio, buscas con manos temblorosas las llaves del cuarto, las encuentras y vuelves a escuchar los pasos arriba de ti. Las llaves caen al suelo, con prisa inhumana las levantas, por fin abres la puerta. Cierras con fuerza y te recargas en ella, agitada. Ves a tu madre de espaldas entre las cobijas. Te quitas los zapatos y te metes en la cama a su lado. Giras para resguardarte en sus brazos y rezas por primera vez desde que murió tu abuela. Estás por quedarte dormida cuando sientes un extraño frío de quien está acostada a tu lado, abres los ojos: una mirada vacía está en el lugar de tu madre, son los ojos de tu abuela muerta. Su rostro grisáceo, comienza a contraerse en una mueca extraña y a quejarse como la última vez que la viste. Saltas de la cama, desde el suelo ves el cadáver de tu abuela acercarse a ti con la mano tiesa, señalándote. Enciendes la luz del buró y la figura horrenda se queja desde unas cuerdas vocales muertas. Sientes que la luz puede cuidarte, pero falla y se apaga. Te duelen las entrañas. Ese cuerpo frente a ti comienza a desvanecerse conforme tu dolor incrementa. Ha entrado a ti, lo sientes. Tu interior se pudre, te respiras muerta, toda tu existencia pasa frente a tus jóvenes ojos, se te va la vida, la juventud se evapora en el deseo de algo que te mastica con sus penumbras. Te contraes, gritas, solo te quedan unos segundos, imaginas los ojos de tu abuela y tu madre viéndote morir en muecas dolorosas, el semblante descarnado de esa abuela vuelve para verte morir. Ves tus manos podrirse, tornarse a negro, se te adelgaza el cuerpo, tus mejillas caen de tu rostro, el ambiente huele a cadáver; te estás pudriendo y no puedes detenerlo. Vas doblándote en un capullo apolillado, gusanos escarban detrás de tus ojos, ahora solo hay negro y una voz sin rastros de humanidad te susurra: quédate conmigo.
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Ana Gómez Elena (Chihuahua, Chihuahua. México. 09 de octubre del 2000)
Del norte de México, pero ha vagado por sus playas y bosques. Veinte otoños han presenciado sus ojos, ahora estudia Letras Hispanoamericanas y ha participado en plataformas online y suplementos culturales del estado de Colima, además de participar en eventos literarios, publicó artículos de opinión en RedactoresWeb.mx. Por el momento sobrelleva este encierro enviando delirios a revistas digitales, esperando llenarse de más motivos para continuar en el mundo de las letras.
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No puedo soportar perderte Por Karla Hernández Jiménez
—Diana, ¿por qué le enviaste una carta de amor a ese chico extraño? ¡Solamente es un perdedor! Marisa se preocupaba mucho por mí. Mitigué sus preocupaciones con una de mis mejores sonrisas y cambié de tema rápidamente.
Por su puesto que estaba interesada en salir con R. Tenía mis ojos puestos en él debido a sus… particulares actividades diurnas. Aquel día, después de la última clase, me comporté un poco más encantadora, frágil y tímida de lo usual. Quería dejarle en claro que, a pesar de mi actitud apocada e inocente, estaba dispuesta a estar con él, incluso la cara se me puso roja solamente con decirle aquello. R apenas podía esconder su expresión cuando le hablé de mis sentimientos, él también se me declaró dulcemente. Con palabras tiernas y amables, me invitó al baile que se celebraría en la escuela aquella tarde por el 14 de febrero. Acepté con timidez. Estaba segura, había caído por mí. Aquella noche, me preparé para lo que me esperaba. Me puse un vestido gris perla muy favorecedor para mi piel pálida y me maquillé de forma natural, simplemente quería irradiar un aura angelical que impactara a R. Cuando él llegó, alabó mi apariencia delicada. Él llevaba un traje sastre que lo favorecía mucho, pero lo más notable era su expresión. Era una expresión de anticipación, de ganas… Sabía muy bien cuales eran sus intenciones.
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Caminamos hacia la escuela. Todos bailaban en la pista. Él me invitó a bailar y fingí mi mejor expresión desvalida mientras besaba mi mano. Me arrastró por la pista de baile como si no pesara ni un gramo. «Te estás conteniendo. Muy bien, mi pequeño monstruo», pensé. Después de un par de piezas más, aparenté estar en exceso cansada. R, con toda su fingida caballerosidad, me llevó al patio de la escuela para descansar un poco y ahí, debajo de todas las estrellas, me besó de forma tímida, apenas rosando sus labios con los míos. Solo lo dejé hacer mientras acariciaba mi rostro.
«Sí, sigue pensando que todo está bajo control. Continúa pensando que no tengo idea de que en el bolsillo de tu pantalón guardas un pequeño frasco de cloroformo. Sigue pretendiendo que no tengo idea de que planeas seducirme para matarme en el próximo callejón que encuentres», pensé mientras él manipulaba mi cuerpo. En ese instante, R cometió un error de principiante cuando bajó su guardia y aproveché para soltar mi trampa… Mientras lo cargaba de camino a mi casa, todos pensaron que estaba borracho, nadie sospechó de mí, incluso se compadecieron de que me hubiera tocado cuidar a aquel molesto chico. Esperé con paciencia a que R se despertara. Cuando por fin abrió los ojos estaba en mi particular sala de juegos llena de toda clase de armas, mis adorados juguetes. Llevaba semanas siguiendo los truculentos crímenes de aquel chico. Cada uno de sus homicidios había sido más torpe que el anterior. Estaba harta de ver sus patéticos intentos para pertenecer al gremio. No podía permitir eso ni un minuto más, ¡una profesional debía enseñarle lecciones a aquel novato! Debía demostrarle la forma en la que se llevaba a cabo un asesinato, y para ello tenía un plan de seducción trazado hasta el último detalle. Me acerqué a él cada vez más hasta quedar a horcajadas en su vientre, hasta que
nuestras caras quedaron tan cerca que devoré su boca en un beso voraz en el que le di un anticipo de toda mi furia. Se quedó atónito ante lo que acababa de hacer, no parecía creer que su inocente ratón de biblioteca fuera capaz de hacer un acto semejante, de algo tan inmoral, de algo que él haría sin dudar. No podía seguir fingiendo inocencia después de aquello.
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—Yo sé todo sobre ti y lo que eres. Sé cada uno de tus movimientos, cada paso que das, cada vez que respiras yo estoy ahí, esperando por ver tu cuerpo destrozado. Ahora me perteneces, querido —le dije. Mientras mordía su oreja, di el primer paso y enterré en sus manos los cuchillos que él había cargado todo este tiempo. Finalmente, nuestra verdadera naturaleza había quedado en evidencia. Procedí a torturarlo como se debía, aplastando y machacando su carne mientras él gritaba sin que nadie pudiera escucharlo. Le demostré cómo se debía manipular un cuerpo
antes de proceder al asesinato, quebrando cada tejido. Cuando me cansé de jugar con él, escogí uno de sus cuchillos y procedí a degollar a R, mientras soltaba un hondo y sonoro suspiro antes de morir en medio de mis brazos como si reconociera su derrota, o como si hubiera deseado hablar conmigo antes de que pudiera terminar con mi trabajo. Todo salió de acuerdo al plan que había trazado meticulosamente para terminar con mi lección. Mientras saboreaba la sensación de mi maravillosa victoria ante aquel torpe asesino antes de que maltratara más el oficio, el cuerpo del novato se desangraba con lentitud, manchando el piso de mi habitación de juegos con su sangre espesa, comenzando con los primeros efectos del rigor mortis antes de partir. Sabía que tendría que limpiar el estropicio más tarde, pero, en ese momento, el gusto era solo mío. ¡Dulces placeres de la vida!
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Karla Hernández Jiménez (Veracruz, Ver., México)
Próxima licenciada en Lingüística y Literatura Hispánica. Lectora por pasión y narradora por convicción, ha publicado un par de relatos en páginas especializadas como Íkaro, Casa Rosa, Monolito, Melancolía desenchufada, Solar Flare, Teoría Omicrón, Poetómanos, Caracola Magazine, Teresa Magazine, Penumbría y Página Salmón, pero siempre con el deseo de dar a conocer más de su narrativa.
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La noche eterna del perro negro Por Alfonso Koyoc Pedroza
Todo se remonta al día donde encontré esta maldita joya. Jamás imaginé las cosas así. ¿Cuándo podré dormir nuevamente? Han pasado ya tres meses, es imposible, no puedo seguir así. ¿Cuándo habrá de terminar? Si tan solo pudiera quitármelo del dedo; ¡un cuchillo! ¡Tengo la solución! Quieto, tranquilo, ¡hazlo! Vamos, hijo de puta, ¡hazlo!
—¿Qué es eso que brilla? Parece ser una moneda, un... ¿Es un collar? Espérame un poco, por favor, Diana, bajaré por él. —No vayas, ni siquiera sabes qué es, sigamos adelante, por favor —¿Qué acaso no tienes curiosidad? —repliqué—. Es un anillo, y vaya que es chulo, debe ser caro, ahora es mío.
Jamás debí tomarlo, jamás debí usarlo, al momento me sentí diferente, al usarlo pude ver claramente a una sombra que apareció de la nada, fue como si al ponerlo en mi dedo invocara su presencia maldita, iba con un perro, grande y oscuro como la noche; era un perro negro, vaya que me puso muy nervioso, aún más cuando al seguir mi camino, ellos aparecían en cada reflejo y en cada rincón oscuro, pensé que estaba soñando, pero todo era real, era tan real que podía escuchar los pasos detrás de mí.
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—¿Ahora qué vas a hacer? —preguntó Diana incrédula. —¿De qué hablas? —dije sorprendido. —¿Simplemente te lo quedarás? —insistió —¡Por supuesto que sí! ¿Acaso no es chulo? —contesté exaltado. —Deberías deshacerte de él —añadió Diana. Debí haberla escuchado. —¡Ah! Mi... mi espalda, ¡ah! Mis... mis piernas, ¿Qué es esto? Rápidamente encendí la luz, en mi espejo apareció una silueta, pero no había nadie, escuché un gruñido y vi mi cama llena de sangre. —¡Es mi sangre! —exclamé. Estaba completamente cortado; piernas y espalda, llenas de sangre y lo que parecía ser mordidas y arañazos. Eran las 3:33 de la madrugada. A la mañana siguiente comencé mi día como cualquier otro. Misteriosamente las heridas habían desaparecido, me levanté, fui al baño me lavé la cara y me quité el anillo, me alisté e hice mi café. Acto seguido, emprendí el rumbo hacia el trabajo, al llegar a la esquina de mi casa, donde tomaba el transporte público, me encontré con un hombre que jamás había visto, tenía un perro negro con él, volteó hacia mí y me dijo: —Vaya que es un anillo bastante chulo. Al instante miré mi dedo, efectivamente tenía puesto el anillo que yo mismo me había quitado hace unos minutos, iba a responder al individuo, pero al levantar la cara, ya se había esfumado. Quedé perplejo y paralizado un momento, de pronto desperté en mi recámara, había estado dormido, pero algo sucedió, no podía moverme, tampoco hablar, apenas alcanzaba a hacer algunos sonidos… Entonces ocurrió, apareció parado frente a mí aquel individuo; no podía ver su cara, estaba oscuro, solo veía aquel aterrador perro negro, abalanzándose sobre mí y atacándome hasta provocarme aquellas heridas de la noche anterior. No podía moverme, una vez terminado el ataque del perro, aquel hombre me quitó el anillo del dedo y se lo llevó. Entonces desperté, completamente aterrorizado, golpeado y ensangrentado, estaba frente a mí aquella bestia, el perro negro me estaba vigilando, estuve cerca de una hora sin moverme, de pronto apareció aquel hombre, me puso el anillo en el dedo y desapareció, dejando un mensaje escrito en el suelo con mi propia sangre que decía: «En verdad que es chulo el anillo».
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Han pasado ya tres semanas desde ese encuentro nocturno y no han sido recurrentes, vaya que estoy mejor, he comenzado a fumar para calmar mis nervios, fuera de eso todo ha sido normal, no he podido quitarme el anillo del dedo, pero espero que no me vuelva a encontrar con esa sombra nuevamente. Si tan solo hubiera escuchado a Diana, Diana... hace tiempo que no sé nada de ella, prefiero no acercarme, no quiero dañarla. Estoy desesperado, no puedo dormir más de dos horas seguidas sin ver la sombra y a su endemoniado perro negro, quiero deshacerme de él, si pudiera arrancarme el anillo, sería libre.
—Buen día, quisiera saber si este anillo tiene algún valor, quisiera venderlo, pero no puedo quitármelo del dedo. —No te preocupes, déjame verlo. Vaya que es chulo, tiene dos perros por el frente, es plata no hay duda, y además tiene una inicial justo después de los dos perros. Al escucharlo quedé paralizado, pues el anillo solo tenía un perro y no tenía ninguna inicial cuando yo lo recogí, además era negro, ahora estaba teñido color plata, esto tenía que ser una maldita e interminable pesadilla.
Ahora los ataques son más frecuentes, estos encuentros han comenzado a menguar mi salud, ya perdí mi trabajo, pues no puedo dormir por las noches —o no quiero— y paso el día durmiendo; he perdido peso, mi cabello está cada vez más delgado, no sé qué hacer. Fui con un herrero para que cortara el anillo y no logré nada, solo que la sombra me siguiera, arrojándome su perro a plena luz del día, pero esta noche termina todo, esta noche habrá de aparecer y estaré listo, tengo conmigo el anillo y sé cómo destruirlo; me cortaré el dedo, la mano si es necesario, y así el anillo perderá el poder sobre mí, el perro negro no podrá atacarme más. Son las 3:23 de la madrugada, sé que pronto debe de aparecer la sombra con su perro negro, esta vez todo será diferente, me siento victorioso, estoy invadido por un ímpetu de gloria, no tengo miedo, solo pienso: «Todo se remonta al día donde encontré esta maldita joya. Jamás imaginé las cosas así. ¿Cuándo podré dormir nuevamente? Han pasado ya tres meses, es imposible, no puedo seguir así. ¿Cuándo habrá de terminar? Si tan solo pudiera
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quitármelo del dedo; ¡un cuchillo! ¡Tengo la solución! Quieto, tranquilo, ¡hazlo! Vamos, hijo de puta, ¡hazlo!». De pronto, justo antes de cortarlo, aparece, son las 3:33 de la madrugada. —¿Qué pretendes? —me dice. —Todo termina hoy —replico. —¿Terminar? Pero si apenas comienzas, mira esto… Me muestra su mano derecha, cuan grande es mi sorpresa al ver que le falta el dedo anular. Después aparece el perro negro; me quita el anillo del dedo y me lo pone en la mano, tomando forma humana pero siempre como sombra, me dice: —Yo soy el que soy, mi nombre ya no importa, fui uno y luego fuimos dos, bienvenido a la noche eterna del perro negro, ahora somos tres… yo soy el perro negro. Inmediatamente siento un profundo frío, las dos figuras desaparecen y todo en mi recamara se oscurece, solo un espejo queda, frente a él, una mesa con una silla. Avanzo y me siento, mi figura está incompleta, está ahora trasmutada a una sombra. En mi mano tengo el anillo, es plata y tiene tres perros negros grabados. Me levanto, y a mi lado está un oscuro can, en el espejo se lee la frase: «Vaya que es chulo el anillo».
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Alfonso Armando Koyoc Pedroza (1994)
Escritor de nacionalidad mexicana, nacido en el municipio de Lagos de Moreno, en el Estado de Jalisco. Cofundador de la revista literaria Perro Negro de la calle. Iniciado en el arte de la pluma creando la mayor parte de sus obras y dirigiéndolas al amor, al deseo y a las emociones que surgen de cada experiencia vivida en el día a día, pero también aventurándose a nuevas tramas que han sido el terror y suspenso, mismas que lo han llevado a incursionar en un nuevo estilo de escritura, pasando de la poesía y la prosa a los relatos cortos y al cuento.
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La máscara de Amictlantzin Por Amaury R. Ledesma
Mi nombre es Jahzeel, y Dios es mi juez. En esta centenaria ciudad, buscaba a alguien que desapareció, y escribo esto para que quede mi testimonio sobre la macabra respuesta que encontré en mi prospección, ¡quiero que se lea, que la gente sepa los horrores antinatura que esta ciudad guarda! Yo también formaré parte de aquellos horrores. No me culpen por las consecuencias; yo debía hacer algo, debía intentarlo, no podía quedarme cruzado de brazos, pues aquel que desapareció no era otro sino mi hijo, y la sangre siempre llama. «Las quebradas», así llaman a este lugar en las tierras altas de Lagos de Moreno. Fabio se mantuvo reacio a venir con la banda de imbéciles a los que llamaba sus amigos; esta pequeña laguna rodeada de paredes de piedra está plagada de relatos y leyendas como de grafitis en sus muros pétreos. Uno de esos grafitis es antiguo, tallado en la piedra y data de los tiempos coloniales; representa la máscara de Amictlantzin. Siento tanta culpa que voy a enloquecer. Fabio debió quedarse con su madre en Barcelona, después de todo, allá nacieron y crecieron ambos. Qué terco fui al querer pasar un verano con él después del divorcio, de mostrarle la ciudad que me vio nacer. Pero ahora el recuerdo de ese deseo es lo que me carcome la existencia. Regresé en mi van hasta esta laguna tres días después de que él desapareciera. Atardecía, y, por fortuna, todos los jóvenes que acostumbraban a venir habían leído la noticia sobre la desaparición de mi hijo en este lugar, así que estaba desolado. El agua era turbia.
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Algunas cintas perimetrales rotas se atoraban en los arbustos secos; la prueba inequívoca de la lánguida acción de las autoridades en esta clase de sucesos, pues dejaron de buscar, dejaron de investigar, e hicieron lo que mejor saben hacer: lo menos posible. Aunque, he de enfatizar en el extraño y vago interés que el presidente municipal Ramsés Monte Albán tuvo, pero sin proporcionar mucha de su ayuda. Los buzos peinaron por poco tiempo la pequeña laguna, queriendo encontrar un cadáver, pero no lo hubo ni en el agua ni en los alrededores. No había pistas más que el solo hecho de encontrar a los idiotas amigos de mi hijo; un cuarteto de púberes desmayados en lo alto de uno de los pequeños acantilados, sin saber nada, sin recordar ni una sola cosa. ¿Dónde estaba Fabio? De pequeño me contaron las historias sobre Amictlantzin, morador de esta laguna; una criatura creada en tiempos remotos con la taumaturgia de los caxcanes, a la que ellos llamaban tlamauisoli. Me acerqué a ese grafiti, era horrible y grotesco, pero nadie se atrevía siquiera a mancharlo con pintura o tallar algo sobre él. La noche había llegado, prendí mi linterna y rodeé el lugar, intentando encontrar algo, algo que se les hubiese escapado a los «proteger y servir», pero nada. No recuerdo cuánto tiempo estuve levantando cada piedra que encontraba, pero hubo un momento en que escuché que algo salía de la laguna. El sonido fue claro, iluminé el agua y pude ver las ondas en ella. Pensé que tal vez era algún alcohólico que andaba por este agreste paraje, así que guie mi luz al terreno alto. No había nada. No obstante, cuando apunté la linterna hacia la dirección donde estaba aquel grafiti, lo vi. ¡Lo vi! Fabio, era mi Fabio. Empapado y portando algo en su rostro. Era esa maldita máscara de madera hinchada y verdosa; idéntica a la del grafiti. La emoción tomó mi mente, comencé a llorar, tiré la linterna y fui corriendo a por él. Pero mientras me acercaba saltando como podía aquellas rocas, mi muchacho se quitaba la máscara. Yo no podía ver su rostro. Cuando llegué hasta él, sus manos empapadas me entregaban el objeto, con la parte interna hacia mí. Me congelé al ver por fin su cara, esa cara… el estado de su cara. Sus manos me colocaron la máscara, y a través de los orificios de los ojos pude experimentar aquellas visiones, como si me transportara a otro tiempo, a otra era. La laguna había sido un lugar cargado de misticismo; miles de rituales se llevaron a cabo aquí. Vi a esos caxcanes, estaban en medio de un denso rito, donde las aguas brillaban
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con una espectral y obscena luz verde. En pleno ritual fueron emboscados por los colonos europeos de la primigenia Villa de Santa María de los Lagos. Comencé a sentir cómo mis poros transpiraban en exceso. Los blancos asesinaron a todos casi de inmediato, solo quedó uno, le tocó la peor parte. Los europeos le abrieron la garganta de lado a lado, dejaron que su sangre cayera en la laguna, y después de arrojar el cuerpo, estos se retiraron sin importarles nada. Sin embargo, no tenían idea de la naturaleza del ritual que habían interrumpido con su violenta participación, ni tampoco la tenían de las consecuencias que se avecinaban; la sangre tiñó de escarlata la laguna, y de ella emergió quien los caxcanes nombrarían Amictlantzin; altivo, violento, imponente, quien solo quería una sola cosa: venganza, y de ese deseo se materializó su máscara, esa monstruosa máscara. Solo su torso podía emerger, calculo que ese colosal y musculoso torso medía unos siete u ocho metros. Amictlantzin estaba condenado a la laguna, pero los caxcanes pronto sabrían con qué calmar su furia y los males que esta desataba. No fue difícil de intuir. Yo sentía que el sudor me empapaba más y más, al grado de tener mi cabello por completo mojado. Aquellas visiones se distorsionaron y se convirtieron en presente. Pude ver a mi hijo justo la noche en la que desapareció. Estaba a la orilla de la laguna, tomando cerveza con sus amigos. A él le apodaban el culé, por haber nacido en Barcelona. Fabio se quitó su ropa y decidió ingresar al agua. Se hizo una herida en el pie con una roca; su sangre se mezcló con estas aguas, y los demás pudieron ver cómo Amictlantzin emergía clamando su venganza, clamando al español. Los otros cuatro muchachos cambiaron de semblante, se abalanzaron contra mi hijo, lo llevaron a terreno alto, y, movidos por la voluntad de Amictlantzin, los malnacidos le cortaron la garganta, esparciendo su sangre en la laguna. Después, aquella criatura, aquel ser impío, tomó el cuerpo de mi Fabio con sus gigantescas manos y se lo llevó a su garganta, que poseía una herida que no dejaba de sangrar torrentes de carmín; esta se abrió como una abominable boca purulenta y viscosa. Devoró a mi hijo. La visión paró, la máscara no me mostró más. En medio de mi furia, descubrí aterrado que no era sudor lo que me cubría, sino agua, el agua de la laguna. Entonces me di cuenta que estaba en su fondo, a punto de ahogarme. Él me quería también y por eso me indujo esa
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suerte de trance suicida. Creo que hubo una sola razón que me salvó, un potente y ferviente deseo; Amictlantzin quería venganza, y yo también. Tan solo una tarde me tomó secuestrar a los cuatro y traerlos en mi van hasta aquí, a este maldito lugar. Afilo mi cuchillo ante sus lacrimosos ojos, mientras veo sus gargantas, sabiendo que me provocaré el mismo destino. La laguna brilla con su espectral y verde luz, y en el agua está él, mirándome, esperando una sangre que no quiere, pero tendrá. Mi nombre es Jahzeel, y Dios es mi juez. En esta centenaria ciudad, ahora busco mi venganza, y esta noche estoy a punto de encontrarla.
Amaury R. Ledesma (Lagos de Moreno, Jalisco, 16 de agosto de 1991)
Narrador y poeta. Arquitecto de profesión. Cofundador, editor y diseñador de la revista literaria digital Perro Negro de la Calle. Su obra narrativa se centra en relatos sobre lo fantástico, lo sobrenatural e ironía. Ha publicado obras en distintas revistas literarias: El noveno arcano, (Revista La Marraqueta, Santiago de Chile, 2019), Lo que pasó en el sótano (Seminario digital de poesía, horror, fantasía y ciencia ficción, Monterrey, Nuevo León, 2019), El puente del recuerdo (Revista franco americana Resonancias, Francia, 2020), El cometa verde (Revista de ciencia ficción y fantasía Teoría Omicrón, Quito, Ecuador, 2020), seleccionado dentro de la antología Los múltiples rostros de la muerte, con su relato: Para que no estuviera solo (Editorial Aeternum, Perú, 2020), Cenizas secretas (Revista Letralia: Tierra de letras, Cagua, Venezuela, 2020), entre otras.
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Acecho nocturno Por Norma Yurié Ordóñez
Durante el día, el centro era recorrido por estudiantes con sus uniformes desteñidos, vendedores ambulantes, trabajadores y desempleados. Pero la proliferación de bares y tugurios predisponía a que la noche fuera tomada por otro tipo de gente… con otras aficiones... Gabriel siempre tuvo ciertas inclinaciones. Le gustaba recorrer las calles del Centro Histórico de noche. Conocía muchos lugares. Atravesaba, a veces, tales coordenadas, con tal de satisfacer una manía secreta: tan secreta como las de millones de maniacos que infestan este mundo civilizado, tenía la costumbre de seguir a alguna mujer sin que ella lo notara. Parte de su ventaja era parecer alguien inofensivo y parsimonioso. Nunca fue muy agraciado. Gabriel se veía obeso, se escuchaba algo gangoso, no era muy alto, pero, eso sí, sabía cómo sostener una sonrisa benevolente, confiable. La mayoría pensaba que era alguien íntegro, pues estaba en el Coro de la Iglesia. Aunque a sus treinta años nunca le habían conocido una novia. Algunos lo veían como un tipo algo nervioso y un poco raro. Un viernes en el que no tenía planes, al alejarse de la zona más concurrida, en medio de las luces agonizantes de un viejo local, no pudo ignorar a aquella mujer que le sonreía en la penumbra, sobre todo por tener un físico tan inusual en medio de aquel submundo.
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Se acercó un poco tímido porque no era el tipo de mujer que solía abordar, pero después de un momento, ella iba de la mano con él, lo cual aumentaba la diferencia de estatura y remarcaba en ella la extensión del tórax y los centímetros que le sobraban. En un callejón desconocido, casi a oscuras, entraron a aquella taberna longeva. La luz de unos faroles chinos rojos hacía un abigarrado boceto del lugar y en el fondo una vieja rocola centellaba sugerente. Gabriel casi tropezaba, pero ella, como si su campo de visión fuera más amplio, lo guiaba de la mano, pues parecía tener una visibilidad privilegiada en la oscuridad para poder escudriñar los alrededores sin ser percibida. Eligieron una mesa apartada de todo y todos, cerca de la rocola. La voz de la mujer era suave, no hablaba mucho, pero tenía una singularidad: parecía que le subía de alguna parte en el tórax. Ella acercaba sus largos brazos a las manos un poco temblorosas de él. Por momentos sonreía y a la sonrisa agregaba el gesto de juntar las manos como si se preparara para algo y quisiera que él se acercara más. Pero por lo extraordinario del momento y el exceso de cerveza, el ademán pasó inadvertido. Se sentía apresado en una enorme excitación fetichista. Ella se acercó a la rocola e insertó una moneda rozando el borde con sus dedos prolongados, en un recorrido lento y suave que Gabriel disfrutó con parsimonia y una mayor ansiedad. De vez en cuando volteaba, cautivadora, para confirmar su reacción. Bailaba sola, y de un modo muy peculiar, una cumbia de las viejas. En ese momento la taberna y sus objetos parecían detenidos en otro tiempo, y Gabriel era avasallado por la fuerza casi sobrenatural de sus parafilias y manías. Ella, con movimientos muy rápidos, casi imperceptibles, parecía suspendida en el aire, volando bajo la luz de la lámpara de aquel ambiente escarlata. Una línea de luz tenue la iluminaba. Se movía solo para él en aquella atmósfera intermitente y casi alucinante, como si fuera un mundo paralelo que él hubiera solicitado a su antojo desde lo más recóndito de sus deseos subconscientes. La noche avanzaba, la taberna estaba más vacía aún. En la calle solo caminaban los marginados y los amantes de lo imprevisible. Gabriel (con la voz algo entrecortada, pero en un tono persuasivo) dijo:
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—Pienso que es muy tarde para que regreses a tu casa. Si no te molesta podrías acompañarme. La mujer (con una sonrisa sugestiva, inclinándose hacia adelante y juntando las manos nuevamente) replicó: —Me parece bien. ¡Vamos! Gabriel se sintió muy confundido. Titubeó. La mujer de mandíbula pronunciada y cuello alargado se puso de pie y a él le pareció más grande y alta, casi amenazante. Una extraña sensación le recorrió el cuerpo, pero se encontraba dominado y sin posibilidades de evadir la situación.
«Caminamos varias calles, sin decir nada. Entramos a un hotelito que yo elijo para estos menesteres. Parecía muy nervioso y lo estaba; lo atraje hacia la habitación. Lo vi muy asustado cuando vio que mis extremidades inferiores lo sujetaron fuertemente y mis alas se extendieron. Tuve que emitir ese sonido con mi tórax que lo asustó aún más. Me llevó varias horas engullirlo casi totalmente. Digo casi totalmente porque después de trepar el techo y salir volando por la ventana arrojé las partes pequeñas que suelen provocarme indigestión».
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Norma Yurié Ordóñez (Guatemala, 1977)
Diseñadora Gráfica de profesión. Realizó estudios de Cinematografía en 2009. Segundo lugar, categoría cuento, «Don Simón»; primer Premio Nacional de Literatura para Nuevos Escritores, Diario de Centro América, 2013. Cuentos en antologías: Viaje a la oscuridad, Editorial Mexicana Lengua de Diablo, 2015; Antología Centroamericana de minificción «Tierra Breve» (El Salvador), 2018, Brevirus, Revista Brevilla (Chile), 2020. Ha publicado, además en revistas blogs y páginas como Gazeta (Guatemala), Microrrelatos (Honduras), Fantastique, Ek Chapat, Teresa Magazine, Perro Negro de la Calle e Ibídem (México), Plesiousario (Perú), Piedra y nido (Argentina), Brevilla (Chile), Letras Itinerantes (Colombia) y en el suplemento Cultural del diario la Hora (Guatemala).
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Los chicos Instagram Por Andrea Pereira
Entro al apartamento, el olor putrefacto y la escasa iluminación me ponen alerta, mi compañero me dice que mejor espere afuera. Ricardo esposa a una persona de poca estatura y muy delgada. No puedo reconocer quién es al instante, su boca y manos ensangrentadas, el cabello desgreñado y la oscuridad no ayudan. Voy hacia la víctima, ilumino el lugar con una linterna y mi grito es tan desgarrador que pierdo la conciencia, al abrir los ojos ya estoy hospitalizada Ricardo se sienta a mi lado y me toma la mano —Te dije que no entraras —comenta cabizbajo y yo susurro: —¿Por qué? ¿Por qué pasó esto? ¿Era Michel? —Ricardo solo asiente con la cabeza, yo le quito mi mano bruscamente, y me doy vuelta en la cama. Seis meses antes de entrar a esa casa, Michel, mi prima de veinte años, llegó a la capital para estudiar, se instaló en mi apartamento, y me dijo que dividiríamos gastos, la vería poco porque había conseguido trabajo y obviamente tenía que dedicar mucho tiempo a su carrera para poder volver al pueblo lo más rápido que se pudiera, aunque serían unos seis o siete años. Michel estudiaba psicología. Me pidió por favor que los días que me tocara cocinar no olvidara que ella era vegetariana.
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Una semana después me trajo un chico a casa, me dijo que lo había conocido en Instragram, al principio me pareció bien, pero luego cada diez o quince días traía otro amigo nuevo que también había conocido en esa red social, y del anterior ni noticias. Comían en mi casa, en la noche escuchaba desde risas, música hasta gemidos. Le reclamé, y me dijo que era una anticuada y que no tenía por qué meterme. Lo único que me llamaba la atención era que cuando avisaba que pasaría la noche en otra parte, el chico era cambiado por otro, y ella no explicaba nada, solo que se terminó. Hace quince días apareció en mi casa un joven no muy alto, bastante delgado, todo vestido de negro con el cabello largo y oscuro. Preguntó por Michel, le dije que no demoraba en venir de la universidad, y mientras me preparaba para salir a trabajar y veía el reloj esperando que mi prima llegara, el chico me explicó que se conocieron por Instragram, que había visto también alguna de mis fotos, sabía que éramos familia, y hasta recordaba mi nombre. Se presentó como Gabriel… Gabriel me caía particularmente mejor que los demás, me hacía reír y creo que fue el único de los chicos Instragram —como les llamaba yo—, que me tomó en cuenta desde el primer día, no como la prima de Michel, sino como Cecilia. Comencé a fantasear con él, me gustaba, y, aunque dudando, lo agregué a mi cuenta. Chateamos algunas veces, era tan divertido, y aunque hacía poco lo conocía, y yo era consciente de que era una conquista de mi prima, estaba enamorándome de él. Era la primera vez, desde que Michel llegó, que los sonidos que venían de su habitación me molestaban tanto. Me vuelvo a girar en la cama y veo a Ricardo, este sale de la habitación, yo busco mi teléfono que está sobre la mesa de luz, abro mi Instragram y comienzo a ver las fotos de Gabriel, niego con la cabeza, y las lágrimas se me caen descontroladas mientras paso una y otra foto en silencio. No puedo creerlo, me digo entre sollozos. Un médico entra, me saluda, me revisa y opina que no encuentra razones para que siga allí, me seco las lágrimas y me voy. Al salir de la clínica veo a mi madre, me abraza, pregunto por mi tía, ella no dice nada.
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Una tarde Gabriel llegó antes que Michel, le ofrecí una cerveza, fui a buscarla y, cuando giré, estaba allí detrás de mí, estuvimos a punto de besarnos, pero escuchamos las llaves en la puerta, él me sonrió bajo la mirada, y tomó la botella. Michel entró, lo besó y le dijo que quería salir con él al día siguiente. Yo sabía que esa salida significaba que lo dejaba, igual que a los otros. Sentí el alivio de que Gabriel estaría libre, aunque veía imposible que fuera para mí. Esa noche, cuando mi prima y su pareja salieron, yo tenía toda la intención de sentarme a ver una película y pedir una pizza, pero Ricardo me llamó porque había una denuncia y debíamos estar ahí, se trataba de algo urgente. Me vestí lo más rápido posible, bajé en el ascensor y allí me esperaba Ricardo en la patrulla. —Una señora dijo que había escuchado gritos de un apartamento que se encontraba encima del suyo, y que hacía rato de allí emanaba un olor insoportable —me explicó Ricardo y continuó—. Sé que no es nuestro trabajo, pero algunos compañeros me hablaron de que había una serie de jóvenes desaparecidos y lo asociaron a esta denuncia, no sé bien por qué, el tema es que no hay nadie más, así que tenemos que ir nosotros. Al llegar Ricardo habló con la mujer, le dijo que ella se había mudado hacía muy poco al edificio, pero que era la segunda vez que oía un escándalo así, y sobre el aroma; desde que llegó se quejó sin éxito varias veces porque lo sentía constantemente. —La primera vez creí que era una pareja conflictiva, pero esta noche me asusté y preferí llamarlos —comentó la señora. —Me imagino que la reconociste —me comenta mi madre, yo niego con la cabeza, y no puedo contener mis lágrimas—. Pero, Cecilia, era Michel, ¿cómo que no? —insiste. —Mamá, estaba bañada en sangre, en especial la boca, toda la cara. Ricardo quiso protegerme, pero cómo me iba a imaginar que mi prima, esa chica minúscula, era una caníbal, y que iba a encontrar partes de chicos que conocí personalmente en distintos refrigeradores y tirados por aquella siniestra habitación, ¿Cómo iba a imaginar que, al entrar a ese lugar oscuro, con ese olor fétido que no puedo sacarme de encima, iba a encontrar a Gabriel, mordido, herido, mutilado y muerto? ¿Cómo? —mamá me abraza respira hondo y me contiene en silencio mientras no puedo parar de temblar y de llorar.
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Andrea Pereira (28 de junio de1983)
Escritora uruguaya, fue alumna del taller literario de María de la Cuadra en el año 2016. Sus cuentos fueron en varias ocasiones seleccionados por revistas literarias o galardonados en concursos. Sus obras han sido publicadas en México, Perú, Chile, Argentina, Alemania, Colombia, España, Costa Rica, Uruguay, entre otros. Ganadora del primer lugar en dos ocasiones en Argentina, en Karma sensual 2019 con Flor de lino, y en el «Instituto cultural de la palabra», también en Argentina con Crecer a los sesenta y cinco. Ganadora tres veces del tercer lugar en Argentina con La piel de alguien más y El mate y la plaza, y una vez en Uruguay con Una promesa de hermanas. Su novela Las cartas de Esther ganadora de primera mención en concurso de novelas. Es parte del jurado de un concurso literario en Perú.
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La gruta de la noche tenue Por Jesús Prado
Nunca he podido reflexionar sobre mis actos: la mayoría de las veces las circunstancias me han llevado a lugares muy gratos y a experiencias entrañables en las que se desarrollan historias; vivencias que reafirman las fobias que he construido a pesar de las lecturas obligadas, de textos científicos, de los esfuerzos tecnológicos… la divulgación de los viajes espaciales; la ciencia ficción que lleva al hombre a distantes sitios en los que llegaremos como conquistadores supremos o esclavos próximos al colapso. Es impresionante cómo, a través de la historia, las personas que se dedican a proyectar el futuro han incursionado en los viajes intergalácticos, las catástrofes globales, las enfermedades infecciosas que transformarían en su momento a la sociedad global en un cúmulo de seres antropófagos, ocultos en las oscuridades de la mente reptiliana. O aquellas sagas que hablan de la invasión de seres de galaxias ubicadas años luz de nuestro planeta. En nuestros días, las teorías de conspiración llenan los relatos de terraplanismo, reptilianos, grises y descendientes de Enlil; de su dominio ancestral. Es impresionante cómo la humanidad conforme profundiza en algunas disciplinas de las ciencias exactas se aleja de los mitos y relatos primigenios que le han dado origen a la conciencia colectiva, empujándonos a todos a pretender que nuestro origen y nuestro fin están en un punto distante de las estrellas.
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Realmente nunca tomé en serio las predicciones de Laura, ella viajaba entre la Ayahuasca y el clonazepam. Se perdía entre las alucinaciones y la realidad del insomnio de días. Si me lo preguntan, desde que la conozco he sabido poco de sus huidas, de sus viajes a la selva y a los caminos que pocos conocen en la Sierra Madre Occidental. Ella es una mujer libre aun estando atada a una depresión crónica. Todas sus historias siempre hablaban de extrañas sombras, de animales míticos que inundan el folklore de la mayoría de los pueblos del mundo: de sombras cambiantes que aparecen y se pierden en la historia. Conoce de remedios con plantas, le otorgaron algo de tranquilidad, en algunas ocasiones describió visiones de aves extrañas, cánidos antinaturales en medio de la ciudad. «Las luces artificiales, los focos y las luminarias te dan una seguridad que no deberías de tener, Juan», me dijo un día mientras estrujaba una servilleta de papel y miraba a un rincón en el bar que frecuentábamos cuando podíamos. La última vez que la vi regresaba de un viaje a un cerro cerca del llamado triángulo dorado en la Sierra de Durango. Me contó que todo comenzó cuando decidió seguir la pista de un hombre misterioso, que según Rubén «El Yerbero», vivía en una cueva desde hace más de cien años. Nunca dijo nombres ni mucho menos ubicaciones exactas. Yo quiero atribuirle esta discreción a lo delicado del tema, del peligro de viajar a las entrañas de la producción de marihuana y amapola en el país. Me contó que llegó hasta las faldas de un cerro, en donde dos esculturas antiquísimas daban inicio a un camino oculto entre encinos y oyameles cuyas ramas crecían justo al ras del suelo: las esculturas las describió como la representación más fidedigna de un espíritu natural, una representación tallada en la roca; un gesto de los primeros hombres que se cruzaron con el sendero oculto, el cruce; el cruce de los caminos, la gruta de la noche tenue… Esos nombres salieron de su boca como quien pronuncia una oración: un rezo a deidades que han sido olvidadas y se niegan a desaparecer. Ahora que lo recuerdo, solo mencionó estos nombres una ocasión, como si fuera un secreto utópico. —Ahora lo sé, Juan —dijo mientras me miraba de una manera extraña—. Ahora sé que todo es real, nos son sombras, Juan, nadie se imagina que es lo que viene, todo comienza cuando dejas de dormir: lo que me dijo el viejo es… Ellos mandan sus alientos para vigilar a los hombres: son seres de una materia que no existe, que ha vivido desde siempre; ellos viajan por la luz a todos lados, de pronto estuvieron quietos, pero hace poco volvieron de las entrañas del tiempo, ellos ahí habitan: las sombras, los cuervos y los perros son sus enviados,
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ese maldito perro que me persigue desde la noche hace años, es su emisario. Es el fin de un comienzo que nos llevará a la eternidad; él le dijo al Yerbero que me diera las señas para encontrar al viejo. »No te asustes Juan esto no es nuevo, esto es parte del destino de la Tierra, los primeros hombres se encontraron con ellos cuando subieron el Cerro del Inicio, levantaron templos en cuevas, en cenotes y grutas; esta tierra fue apartada como un refugio del ruido que crecía cuando los homos salieron a recorrer el mundo, están enojados por los excesos, por la destrucción sistemática, por la masacre de sus otros hijos; el viejo me dice que preparan algo inimaginable —hizo una pausa mientras bebía un poco de agua: cuando contaba esto, Laura se notaba extrañamente tranquila, hablaba de manera pausada como si estuviera haciendo una confidencia… una confesión. —Lo que me cuentas es increíble, Laura, no dudo de la existencia de energías que no conocemos, pero creo que te están engañando. ¿Qué te pidió el Yerbero? Ese tipo sería capaz de vender a su madre si pudiera —le dije; guardó silencio y me miró con una profunda desilusión y cambió de tema inmediatamente. Hablamos del clima, del caos de la ciudad; me contó de nuevas plantas, de los paisajes de la sierra y los animales que la habitan. Transcurrió la noche como el relato de un sueño agradable. Al dejarla en su casa solo me miró a los ojos, me besó, y sonriendo dijo: —Juan, no lo sabes todo, ten cuidado con la sombra que te acecha, esta noche te ha visto conmigo y no tardará en rendir su informe, ellos te contactaran, cuida tu espalda y espera la sombra del perro que ya viene por ti. No la he visto desde ese día, salió de la ciudad a la mañana siguiente y ya no ha vuelto más, espero verla pronto. Aún no creo en nada de lo que dijo… Aún puedo dormir por la noche…
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Jesús Prado (1986)
Escritor nacido en La Unión de San Antonio, Jalisco. Cofundador de la revista literaria Perro Negro de la Calle. Sus obras literarias ahondan temas de actualidad, poesía urbana, política, melancolía, amores y desamores, pero sobre todo una honestidad tremenda en cuanto al análisis y exploración de las pasiones y enigmas de la existencia contemporánea.
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Dark Mary Por Ríchard Sosa
Tras su ruptura matrimonial, Ann y Walter decidieron que Oliver viviría con ella y sus padres en New York. Debido a sus continuas infidelidades, el joven esposo entendió que el divorcio era la mejor decisión. Pronto, se convirtió en un libertino y sus amantes fueron solo aves de paso que jamás anidaron en su corazón. Juró no volver a incurrir en el error de contraer nuevas nupcias, nadie le colocaría nuevos grilletes. Sin embargo, a pesar de estar desconectado de cualquier tipo de relaciones afectivas, su único enlace real era su hijo. Por supuesto, el infante de casi cuatro años no comprendía del todo quién era ese hombre llamado Walter que se dibujaba a través de la pantalla de su ordenador y que todos insistían en que llamara papá. Poco a poco esa cercanía fue acrecentándose más hasta que hubo una verdadera conexión entre ellos. Una tarde de marzo, Walter decidió que Oliver debía pasar unos días con él en Colombia, su país natal. Hizo los preparativos y se emocionó cuando Ann, a pesar de sus reservas, no colocó objeción en que padre e hijo compartieran tiempo juntos. De hecho, Walter solicitó vacaciones para dedicarse por completo a Oliver. En principio, pensó en contratar a una niñera para el cuidado del infante, pero luego se dijo: «No creo que atender un niño sea una tarea difícil». No obstante, la realidad pronto le demostraría que estaba en un completo error. Era cuestión de tiempo para descubrirlo. Tras la llegada de Ann y de Oliver al aeropuerto, se sintió muy contento, quizás se imaginaba cómo hubiese sido vivir en familia. La nostalgia lo embargó de alguna manera. De hecho, cuando vio a su exmujer con
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aquel jersey azul cielo y aquellos vaqueros ajustados que le quedaban tan bien, percibió una pronunciada erección que no le dejó pensar con lucidez. En otra época, hubiese faltado poco para convencer a Ann de acompañarlo a uno de los baños del aeropuerto. Lógicamente, todo había cambiado y la alhaja en el dedo le hizo entrar en razón, la hermosa mujer que una vez fue suya, ahora estaba prometida a otro. Walter atendió con esmero las instrucciones sobre el cuidado de Oliver y se despidió. Ann besó al nene y se fue a su hotel. A la mañana siguiente viajaría nuevamente a la gran manzana. Ella estaba convencida de que, a pesar de la vida que llevaba Walter, podría ser un buen padre. Esa noche, Walter se dedicó a jugar con el pequeño. Este a su vez, se encontraba en un mundo de ensueño donde era el centro de atención. Ambos terminaron agotados tras una buena jornada de videos infantiles y comida deliciosa. El primer día no hubo novedad alguna y no había razón para que la hubiera. —Walter, ¿no le temes al señor que se esconde en el baño? —preguntó la segunda noche Oliver de forma inocente. —¿Cuál señor, hijo? Aquí estamos tú y yo. Nadie más —contestó Walter. — El del disfraz oscuro. Dijo que quiere ser mi amigo. Walter adjudicó a los dibujos animados la creatividad de su hijo. Durante la mañana, investigó un poco por internet y supo que los niños solían tener amigos imaginarios. «Seguro se trata de eso», supuso y no le dio más importancia. Aunque sí pensó por un momento en algunos entes que gustaban de acosar niños pequeños. De hecho, recordó un monstruo disfrazado en sus pesadillas infantiles, Dark Mary. Se asustó tras recordarlo e, inconscientemente, se frotó el viejo arañazo de su antebrazo izquierdo. Nunca supo cómo se lo había hecho. Esa misma noche, Oliver volvió a retomar el tema, susurrándole: —No dejarás que el hombre del disfraz me haga daño, ¿verdad? —Hijo, ahí no hay nadie. No dejaré que nada ni nadie te haga daño, lo sabes, ¿cierto? —Lo sé, Walter —tras esto se durmió. Durante el baño diario, Walter se fijó que en la espalda del niño había pequeños arañazos. Resultaba muy extraño porque Oliver no se había caído o herido con nada. Al menos, no que él lo recordara. En ese momento, le pareció escuchar una risa cavernosa que se disipaba poco a poco. Oliver lo regresó a la realidad.
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—Walter, ya sé cómo se llama mi nuevo amigo. Es muy divertido —pensando que era un juego, le preguntó: —¿Y cómo se llama? —Me ha dicho que no te lo diga, que es un secreto. —Los padres y los hijos no tienen secretos. Cuéntame, tal vez pueda ser mi amigo también. —¡No! Me ha dicho que no te lo diga. Solo me dio un mensaje. Me dijo que primero vendrá por mí y después por ti. ¿Qué significa eso, Walter? —No es nada, Oliver. No pensemos en eso. Si te vuelve a decir eso, dile que se las verá conmigo. ¡Vamos a divertirnos! —agitó el cabello de su hijo y le hizo cosquillas. Así pasaron los días y siempre había un diálogo similar hasta que Walter se cansó de esa situación, tomó a Oliver por los hombros apretándolo con fuerza, lo miró a los ojos y le dijo: —¡Ya basta, Oliver! Aquí no hay nadie. Ya me tienes aburrido con tu amigo imaginario. Una palabra más y no habrá más helado, ¿me entiendes? —no se había percatado de que lastimaba a Oliver. Tras Walter caer en cuenta de lo que ocurría, se disculpó y trató de calmar el llanto de su hijo. —Vamos a darte un baño. ¿Te parece? De seguro, nos sentiremos mejor. ¿Quieres jugar con la espuma? —Oliver accedió. Estuvo en la bañera hasta que la piel se le arrugó. El padre fue a la habitación principal a buscar la ropa del niño. Dejó la puerta del baño abierta, pero se fue cerrando gradualmente mientras los goznes chirriaron de manera imperceptible para terminar con un estruendoso portazo. Todo ocurrió en segundos, Walter forzaba el pomo de la puerta que estaba herméticamente cerrada a cal y canto, a la vez que escuchaba el aterrado grito de Oliver. —¡Walter! ¡Ayúdame, por favor! Forcejeó hasta tirar la puerta y sus ojos no dieron crédito a lo que veían. Una criatura disfrazada con un horrible atuendo carnestolendo y salida de sus peores pesadillas devoraba con parsimonia, cual Saturno pintado por Goya, el cuerpo de Oliver sobre la tina de agua ensangrentada. Arrancaba pedazos de piel con sus afilados dientes mientras sus cuencas vacías divisaban el horror dibujado en Walter. Este no daba crédito a lo que veía. El cuerpo de Oliver sufrió pequeños espasmos y se quebró por completo cuando el monstruo lo arrojó contra la pared.
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—¡Ahora te toca a ti! He esperado mucho tiempo. Debiste escuchar al niño —rugió la criatura con una voz cavernosa y sepulcral. La piel de Walter se erizó por completo. Acto seguido, la criatura, cual si fuera un simio, saltó sobre la bañera, e, impulsándose, aterrizó derribando a Walter. Este luchó por quitarse de encima a aquel engendro, pero no pudo. Era demasiado fuerte. Sus enormes dientes arrancaron buena parte de la piel de su nariz y de su mejilla izquierda. El dolor era terrible. Le escocía a horrores. Mientras forcejeaba, la bestia sonreía masticando con gula de modo demencial. Walter nunca olvidaría su fétido olor y tampoco la manera en la que regresó al agua de la tina para desvanecerse. Horas después, los paramédicos lo llevaban a urgencias. Le preguntaron quién les había hecho eso, pero estaba en shock. De pronto, escuchó de modo diáfano: —Walter, ¿comeremos helado después del baño? —aquella voz. —Por supuesto, Oliver. —respondió.
Ríchard José Sosa Villegas (Caracas, Venezuela, el 20 de febrero de 1984)
Profesor egresado de la Universidad Pedagógica Experimental Libertador, Instituto Pedagógico de Caracas. Investigador en el área de la literatura, análisis del discurso, y la lectura y la escritura. Ensayista y escritor. Corrector de estilo de la Revista Gaceta de Pedagogía. En cuanto a sus publicaciones, las mismas han aparecido en revistas de investigación como Gaceta de Pedagogía (UPEL-IPC) y próximamente en Letras (UPELIPC) y Dialéctica (UPEL). En narrativa ha sido publicado en las siguientes revistas: El elefante azul, El morador del Umbral, El gorrión ahorcado, Artesiente, Juggernaut, Marginalees, Perro Negro de la Calle, Revista Literaria Pluma, en el número uno de Almicidio por la Editorial Cornamenta (2020); y en las Antologías Microcuentos y relatos Sublime Mujer, Microcuentos de terror en tiempos del Coronavirus, La vida, Conspira por la Editorial Nueve Editores (2020), y más recientemente, publicará en la Antología denominada Almas confinadas por la Editorial ITA (Colombia).
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La casa nueva Por J.R. Spinoza
Katia Reséndiz se encontraba cenando cuando recibió la primera llamada. Sacó su celular y miró con desagrado que se trataba de su hija. Se disculpó con su cita y atendió el móvil. —¿Qué sucede amor? —dijo con toda la dulzura que pudo acumular en el momento, aunque lo que realmente hubiese querido decir era: Espero que sea importante. —Escucho ruidos en la casa… —hizo una pausa, y luego dijo con un susurro— y vi a una sombra pasar frente a la ventana. Katia sabía que Lucero tenía mucha imaginación y un don natural para el drama, pero su conciencia le decía que fuera. Más valdría un disgusto que una vida de lágrimas. —¿Qué ocurre? —preguntó David a quien se le arrugaba la frente cuando se preocupaba. —Lucero cree que alguien pudo haberse metido al patio. —Podemos terminar de cenar en tu casa, lo pediré para llevar. David no era un hombre atractivo, estaba gordo y tenía las cejas gruesas y feas, que asemejaban a gusanos quemadores. Había pasado tres meses rechazando sus invitaciones a salir. La convenció una fotografía en Instagram de Maribel disfrutando de Playa del Carmen son su exesposo. Era su segunda cita y le había descubierto bondades al hombre: vestía formal, olía rico, era atento y bueno. Sobre, todo bueno. «Juan Carlos siempre fue un cretino, desde la preparatoria», pensaba camino a casa. Su celular vibró.
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Sigo viva, por si te interesa.
«Tiene solo diez años y ya me saca de quicio, ¿qué me espera en su adolescencia?». Katia había sido una adolescente rebelde. No lo hubiese admitido en aquel entonces, pero los años le dan perspectiva a la gente. Fiestas, alcohol, drogas, ocultismo. Conoció a su expareja en una sesión de ouija. Por aquel entonces estaba de moda en Valle Hermoso.
Voy en camino. No salgas. No abras si no escuchas mi voz.
Sí, mi sargenta.
Recibió el mensaje de inmediato. Aún no comprendía cómo su hija era tan rápida para escribir mensajes y tan lenta para copiar a mano. Al llegar, David se adelantó. Le pidió que permaneciera en el auto. Cuando comprobó que no había nadie afuera, Katia bajó para acompañarlo. Empujó el portón un poco y sintió que se embarraba la mano. La revisó y tenía parte de la palma pintada de rojo. —¡Es sangre! ¡Hay sangre en el portón! —David miró la mano y corrió a examinar el portón. Mientras que Katia notaba otras cosas fuera de lugar como sus maceteros rotos y un gato con las tripas de fuera. Se acercó al animal que estaba dentro del círculo que quedó cuando mandó quitar la fea gárgola del jardín. Una figura de piedra semejante a un dragón espantoso. Era una cosa horrenda, porosa y la humedad le había dado un color muy desagradable. Había pagado el día anterior al señor de la basura para que se la llevase. —Alguien estuvo aquí —sentenció David. Esas tres palabras le sacaron de sus pensamientos y corrió a la puerta para tocarle a su hija. —¡Lucero! ¡Lucero, ábreme!
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No hubo respuesta. Temblando sacó las llaves de su bolso y entró corriendo a la habitación de la niña. La encontró en el suelo, cuando la giró para verle la cara descubrió que tenía sangre en su boquita y arañazos en las mejillas.
—La golpearon hasta dejarla inconsciente, tiene rasguños en todo el cuerpo. Pasará un par de días en el hospital, pero estará bien —Katia tenía la mente hecha un revoltijo. Por un lado quería quedarse con su hija, velarla, cantarle; por otro le preocupaba que el intruso no solo la hubiese golpeado y arañado, sino que hubiera abusado de ella; tenía rabia y quería ir de inmediato a la delegación a poner una demanda y que el maldito se pudriera en prisión; por último, tenía miedo, recién había adquirido la propiedad, no tenían ni una semana viviendo allí y le preocupaba que uno o varios criminales hubiesen entrado a su casa con tanta facilidad. —Necesito hacerles unas preguntas —dijo el policía, quien había llegado media hora después de su arribo al hospital. Le relató lo sucedido y el oficial tomó nota, no sin antes decirle que ellos también eran sospechosos, pero que por lo pronto la investigación estaba en curso. Esos dos días Katia no descansó. Entre cuidar de Lucero en las horas de visita, las vueltas al ministerio público y al DIF. Se había mudado a Matamoros para comenzar de nuevo. Nuevo empleo, nueva casa, nueva vida. Rentó un cuarto por casi tres meses hasta que se concluyeron los trámites con el notario. Incluso se alegró de que Lucero hubiese hecho nuevas amigas. Se sentía tensa, le dolían los hombros y la espalda. Había llorado ambos días mientras se duchaba. Cuando por fin dieron de alta a Lucero, regresaron a casa. Como tenían miedo le pidieron a David que pasara la noche con ellas. Aun no confiaba en él para dejarlo solo con su hija, pero estando ella también en la casa consideró que era un riesgo mínimo a cambio de sentirse seguras. —¿Quién te golpeó, mami? —No lo sé —dijo tocándose la sien. La niña tenía un ojo morado y cicatrices de rasguños por todo el cuerpo—. No… no recuerdo nada.
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Katia decidió no insistir, arropó a su hija y le besó la frente. No se durmió hasta asegurarse que Lucero soñaba plácidamente. Los ronquidos de David, quien se había quedado en el sofá, le produjeron cierta molestia, pero no tanta para no conciliar el sueño. La despertó un grito. Al abrir los ojos vio que una figura arrastraba a su pequeña fuera de la habitación. Debía medir dos metros y traía un sombrero. Era como si la oscuridad se aglomerara en torno a él, porque no pudo distinguir más rasgos. Se paró de golpe a perseguirlo. —¡David! ¡David! —su pareja no contestaba. Ahora había tres de esas figuras que golpeaban brutalmente a su pequeña. Corrió hacia ellas, pero antes de llegar, algo la hizo tropezar y todo se puso negro. Era de día cuando abrió los ojos. David estaba en el sofá, al rodear el mueble, se dio cuenta que estaba empapado de sangre y tenía un cuchillo atravesándole el cuello. Un grito se le atoró en la garganta. Buscó a su hija por todos lados. La encontró en el patio, dentro del círculo donde había estado la gárgola. Tenía las tripas de fuera.
J.R. Spinoza (Matamoros, Tamaulipas, México. 28 de junio de 1990)
Escritor y profesor mexicano. Egresado de la escuela Normal J. Guadalupe Mainero. Licenciado en Educación Primaria, ejerce como docente en la Secretaría de Educación Pública, desde 2013. Becario del PECDA (emisión 23), en la categoría de Jóvenes Creadores por novela. Asiste al Ateneo Literario José Arrese de Matamoros. Libros Publicados: El regreso de los dioses, la batalla de Folkvangr (Caligrama, 2019). Pacto Maldito (Pathbooks, 2019). Las Boda (Pathbooks, 2019). Las llaves de R’lyeh (Pathbooks, 2019). El demiurgo y otros cuentos fantásticos (Kaus, 2020).
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Enciclopedia monitor Por Rodrigo Torres
Cuando mi tío Esteban estaba agonizando en su casa, y todos como familia le rodeábamos para que se sintiera acompañado en sus momentos finales, agarró mi brazo y pronunció en murmullos un número: 1674. Observé a los demás para cerciorarme si habían escuchado lo mismo. Pero no. Solo yo lo escuché. Tras esas palabras, el tío Esteban dejó este mundo. Por muchos días tuve ese número en la mente, pero dejé de pensar en él hasta que me llamaron para entregarme la herencia que el tío me había dejado. En un principio fantaseé con que pudiese ser dinero, pero el tío era un hombre humilde que difícilmente habría juntado en vida mucho capital. Por ello, no me sorprendí cuando me entregaron una caja con libros. Ya en mi casa, hojeé unos cuantos para saber de qué se trataban. La mayoría versaba sobre asuntos de ciencia o cultura. Había quince libros gruesos. Era una colección llamada Enciclopedia Monitor, una especie de «Google» de los años 70. Todo era tan antiguo que incluso sentí una nostalgia extraña, acerca de las cosas que nunca viví. Pero fue luego de recibir esta herencia, en apariencia anecdótica, que comenzaron a suceder cosas desagradables en mi vida. El mismo día luego que recibí los libros, sentí un vehículo frenar de forma brusca en la calle. Salí asustado a mirar qué fue lo sucedido: una vecina había muerto atropellada. Esto, que de por sí era terrible, tenía el agravante que la mujer, según me contaron sus sobrinos después, venía en dirección a mi casa a dejarme un pastel, como consuelo por mi duelo. Me sentí culpable de lo que había pasado. Intenté no darle más vueltas al asunto. Al día siguiente, al haber recibido la herencia, camino hacia mi trabajo, fui asaltado. Lo terrible es que no me
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quitaron dinero sino mi maletín donde llevaba importantes documentos que debía presentar a mi jefe. Producto de esto, y a pesar de las explicaciones que di, me despidieron. La situación ya me estaba exasperando. Estaba en el límite de lo ridículo. Pero el tercer día luego de la herencia, ya las cosas se pusieron demasiado oscuras. Comencé a tener ronchas extrañas en mi piel. Una sensación rara, como si me bajara la presión, se apoderó de mí. Tenía dificultades al respirar. Un aire ácido y caliente salía y entraba a mis pulmones. Luego de ir hacerme los exámenes correspondientes, el doctor se cruzó de brazos y me dijo: «Según esto estás bien. No sé qué es lo que tienes». Pasaron dos semanas y no había día en que no sucediera algo. Me sentía tan extraño. Pero hasta ahí nunca quise asociar mi drama con la herencia de mi tío. Pensar siquiera en algo así como una «maldición», se me antojaba ridículo. De todas formas, le pedí ayuda a un amigo místico. O, que tenía conocimientos de esoterismo. Lo primero que hizo fueron unos movimientos de manos sobre la caja con los libros. —No percibo nada raro. Luego los sacó de uno en uno. Pero rápidamente los fue dejando a un lado. —Lo ideal sería encontrar algún texto que tuviese que ver con demonios o entidades de otros planos… Pero aquí no hay nada. Estas enciclopedias, por ejemplo, distan mucho de ser «satánicas». Coloqué un rostro de confusión. —Como sea, mi tío era una persona demasiado tranquila. Jamás habría experimentado con cosas fuera de este mundo. ¡Mucho menos con demonios! Mi amigo se llevó una mano a la barbilla. Observó largo rato el conjunto de libros. Movió la cabeza hacia los lados. —Lo único que se me ocurre es… —¿Qué cosa? —A veces algo nos infunde tal terror que lo podemos dotar de vida. Por ejemplo, imagínate que alguien les tuviese miedo a los árboles. Cada día de su vida viviría pensando en que estos están ahí para causarle daño. Entonces evitaría plazas y bosques. Su miedo sería tan grande que crearía un imaginario en torno a este. Pero a veces también sucede que dotamos de poder a cosas que no se ven o en apariencia no existen. A estas últimas se les
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llama tulpas… ¿Qué pasaría si te dijera que quizás tu tío te heredó algún miedo? Un miedo que él de seguro materializó. Me quedé mirando un rato los libros. Sonreí. Era imposible. «¿Acaso mi tío tenía miedo a los libros?», pensé. Antes de irse, le agradecí a mi amigo su ayuda y explicaciones. Pero la verdad, es que yo seguía con la misma angustia y desesperación de no entender qué estaba pasando en mi vida. A la tercera semana de recibir la herencia, apenas podía moverme. Sentía mi cuerpo casi destruido. De pronto, mi amigo místico me llamó: —¿Antes de morir tu tío Esteban te dijo algo? —¿Algo? Sí, sí. Me dijo un número. ¿Cómo era? Ya recuerdo: 1674. ¿Por qué lo preguntas? —Anoche soñé algo horrible. Algo me visitaba y me devoraba el cuerpo por dentro. A medida que lo hacía, nombraba a tu tío. Y a ti. —¿En serio? ¿Pero qué cosa era esa? —No puedo describirla… Ahora, toma cada libro y busca la página 1674. ¡Hazlo ahora, ya! De pronto, mi amigo dio un grito. La comunicación se cortó. Aterrorizado, fui hasta la caja con los libros. Tomé de inmediato las enciclopedias ya que era improbable que los libros pequeños tuvieron tantas páginas. La enciclopedia Monitor estaba dividida en quince tomos. El número cuatro, en cuyo lomo decía CAS-COSTA, correspondía con la numeración del 1600. Abrí la página 1674. ¡Y sentí algo terrible en el estómago!: ahí, en aquella página, estaba la fotografía de una extraña figura, demasiado incómoda de ver por mucho rato. Bajo ella estaba escrito: El refinamiento de la cosmética entre los antiguos egipcios es evidente en esta máscara funeraria de la época ptolemaica. De pronto, el rostro de la figura movió los ojos. Solté el libro y este cayó al suelo. De inmediato fui a mi patio y con un fósforo encendido, le prendí fuego. Desde entonces, mi enfermedad se fue. Encontré trabajo. Y mi vida recuperó su normalidad. Sin embargo, hasta hoy me pregunto: ¿qué era en realidad aquella imagen tan horripilante?
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Rodrigo Torres Quezada (Santiago de Chile, 1984)
Licenciado en Historia de la Universidad de Chile. Ha publicado los siguientes libros: Antecesor (editorial Librosdementira, 2014), El sello del Pudú (Aguja Literaria, 2016), Nueva Narrativa Nueva (Santiago-Ander, 2018) y Filosofía Disney (Librosdementira, 2018). También ha publicado la trilogía de cuentos Podredumbre con La Maceta Ediciones (2018).
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Al otro lado de la mirada Por Francois Villanueva Paravicino
Padre decía que las legañas de las mascotas ayudaban a ver a las almas en pena, los fantasmas moradores o los aparecidos de apariencia tétrica. Desde que me quedé solo con Bero, aquel bulldog inglés de rostro de diablo anciano y arrugado, me dieron ganas de comprobar las creencias de mi viejo; quien, como tenía que ser, murió en su ley: ahogado con los vómitos provocados por el excesivo consumo de alcohol. Una tarde fresca y soleada, cuando en el sofá miraba el televisor, un viento poderoso abrió la ventana de par en par con tanta fuerza que partió los vidrios. Me puse de pie de un salto, y salí corriendo afuera para poder culpar a un ventarrón impertinente. Sin embargo, como la más inesperada de las sorpresas, apenas el aire estancado con total tranquilidad y calma, destruyeron aquellas suposiciones. Al regresar, repentinamente el televisor apagado enaltecía el silencio sepulcral, que me recordaba que yo vivía solo en casa. «¿Apagué el televisor antes de salir? ¿Quién apagó el televisor? ¿Por qué la ventana se abrió con aquella potencia?», sufrí una terrible incertidumbre y, pese a todo, una terrible incomodidad nació de mis entrañas. ¿Acaso eran las almas, los fantasmas o los aparecidos del que hablaba papá? Cavilaba con total desazón, cuando el sonido de las trizas siendo esparcidas por Bero me sacó de la introspección. Volví a la realidad y clavando la mirada en aquel can, que de pronto se detuvo y me miró frente a frente, sentí la necesidad de sentir sus legañas oculares
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en mis ojos. Tal vez así podría identificar a aquellos espíritus que irrumpían la paz y la tranquilidad del hogar. Fui al dormitorio para buscar algodón y, al conseguirlo y salir, encontré a Bero encima del sofá. Lo abracé cariñosamente, le sobé la espalda y, con mucho cuidado y afecto, le empecé a frotar las pestañas y los párpados, buscando atrapar sus legañas. Al rato, tenía aquellas legañas en el algodón: lechosas, supurantes, amarillentas. «Será mejor acabar de una vez esta farsa», me dije, y, también con mucho cuidado, empecé a colocármelas en mis propios ojos. Al instante, solo sentí incomodidad y una visión viscosa y turbia, pero después, como un malestar general que nacía desde los pies y trepaba hasta la coronilla de la cabeza, sentí un porrazo en la frente; y, al recuperarme de inmediato, en vez de la sala de mi casa, ardía un abismo con llamas negras y azules, que todo lo contrario al fuego al rojo vivo, arrojaba hálitos de gelidez y heladura extrema. Me puse de pie sorprendido, anonadado, completamente estupefacto, y, dudando de los propios sentidos, lamenté haberme aventurado en aquella encrucijada; y, cuando quise limpiarme aquellas legañas malditas, sentí unas costras gruesas y duras que cubrían mis ojos. Pese a que podía ver con normalidad, aquellos recubrimientos se habían fundido con la piel de mi rostro. Lancé un grito de terror y, a lo lejos, pude ver que tres genios o demonios llegaron volando y resplandeciendo desde lo alto, vestidos con trajes de guerreros antiguos y sosteniendo cada quien en sus manos una lanza. ― ¿Cómo osas violar este reino? ―preguntó uno de ellos, con tono acusador. ― ¿Por qué nos visitas, loco? ―inquirió otro, con voz dura y áspera. ― ¿Acaso quieres la muerte? ―cuestionó el tercero, incriminador y severo. Yo caí de rodillas y me puse a llorar desconsolado, quejándome de mi mala fortuna. «¡Qué hice! ¡Qué hice!», me lamentaba. ―Has profanado el mundo de los muertos, loco, y aquel universo solo está destinado para las almas de los que en vida fueron y, también solo únicamente, al dios Hades. Es decir, has retado a un dios. Yo solo podía llorar desesperado y quejarme desconsolado, arrodillado y con las manos cubriéndome el rostro, como si evitara la vergüenza sagrada. Sin embargo, de la nada, escuché un fuerte fragor y estridente estrépito; y, con gran horror, clavé la mirada donde
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aquellas apariciones y, en medio de un espectáculo tremebundo, pude ver cómo aquellas crecían de tamaño gigantesco, se transformaban en las tres cabezas de Cancerbero y, finalmente, en aquel ser mítico del Hades. ―El dios Hades quiere destruirte, y cuando un dios quiere destruirte, primero destruye tu cerebro ―rugió aquel ser monstruoso y terrorífico―. Ahora sufrirás el tormento de los infelices. Yo, paralizado de terror, sufriendo una angustia tormentosa, aquejando un terror inefable, entonces fui despedazado, devorado y triturado por las tres fauces de Cancerbero; que, como verán, no me dividió en dos, sino en tres partes, cada una para su hocico violento. Mi ser se fragmentó en trocitos, como aquellos colores de los vitrales; pero, pese a todo no perdía la conciencia: sufría un dolor profundo, lamentaba las dentelladas, no podía soportar la trituración, sentía heridas mortales en cada fragmento de mi ser. Y yo era consciente de ello. Las babas ácidas de aquel monstruo empezaron a disolver las partecitas de mi cuerpo, y yo soportaba con gran desesperación aquel derretimiento, aquella disolución, aquella desaparición total del ser en aquellas terribles fauces. Pude apreciar mi existencia entera en aquel trance: el accidente trágico de mamá en la infancia, el abandono total de sí mismo de papá, mi adolescencia huraña y casi misántropa, la llegada de una juventud dolorosa, solitaria y terrible, y la muerte de papá abandonándome a la suerte. Todo ello desapareció en un instante. En un abrir y cerrar de ojos, me descubrí en medio de la sala destruida, con todas las ventanas rotas e incluso el televisor hecho pedazos, y, con gran pesar e impresión dolorosa, hallé el cadáver destripado de Bero, en medio de una laguna de sangre. Escuchaba mil voces en la mente, y no me dejaba pensar con claridad. Quería reflexionar con coherencia, pero malos pensamientos e ideas turbias me cegaban. Al intentar mirarme, me descubrí desnudo, achacoso, sucio, malherido, como un ser abandonado. Avancé unos pasos, casi tambaleando, y sentí mareos y arcadas. Las voces eran infinitas y me producía pánico, desesperación y paranoia. Y, finalmente, caí en la cuenta que había perdido el juicio, la cordura y la razón. Lamenté encontrarme en medio de aquella terrible encrucijada, como un laberinto inexpugnable o una trampa mortal, y, buscando un
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remedio a aquellos males, avancé hacia las trizas y, escogiendo un pedazo de vidrio de regular tamaño, me degollé hasta perder la razón.
Francois Víctor Villanueva Paravicino (Ayacucho, Perú, 1989)
Escritor egresado de la Maestría en Escritura Creativa por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM). Estudió Literatura en la UNMSM. Ha publicado el libro de relatos Cuentos del Vraem (2017), el poemario El cautivo de blanco (2018), la novela Los bajos mundos (2018), y los cuentos Cementerio prohibido (2019) y Azares dirigidos (2020). Textos suyos aparecen en la antología Recitales, Ese Puerto Existe, muestra poética 20102011 (2013) y en diversas páginas virtuales, revistas, diarios, plaquetas y/o; de su propio país como de otros países. Ganador del Concurso de Relato y Poesía Para Autopublicar (2020) de Colombia. Ganador del I Concurso de Cuento del Grupo Editorial Caja Negra (2019). Finalista del I Concurso Iberoamericano de Relatos BBVA-Casa de América Los jóvenes cuentan (2007).
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