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a primavera terminará este mes, y vaya primavera extraña que hemos vivido. Aun no nos libramos de la amenaza invisible y los eventos cada vez se manifiestan de una forma más sorprendente que otra. Pero no será el fin del mundo ni mucho menos; es el devenir que se va escribiendo, y, de alguna forma, nos sorprende vivir y atestiguar aquello que se va convirtiendo en historia. Bienvenidos sea todos a la edición cuarenta y cinco de La Revista literaria de Lagos de Moreno, Perro Negro de la Calle. Una potente y descomunal propuesta de arte, donde países de toda Latinoamérica (Argentina, Chile, Cuba, Nicaragua, Perú, Colombia y México); se conjugan en estas ciento diecisiete páginas de poesía, narrativa y obra gráfica. Treinta y tres autores, y sus cuarenta y siete obras de meteórico y contundente arte aguardan a ser descubiertos… aguardan a que el ciclo del arte de cierre con el goce de los espectadores. Sacien esas ansias de lectura; atestigüen a este can azabache que, como todos ustedes y como todo el mundo, también está haciendo historia.
Amaury R. Ledesma
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Sobre la autora:
Noviembre de 1994. Guadalajara, Jalisco. Estudió en Universidad de Guadalajara, Egresada como Abogada. Surge en los últimos meses del 2017, como la manifestación de todo aquello que se siente y se vive. Amante de la expresión en cualquiera de sus formas. Publicó su primer escrito escondido en la edición No. 18 de la Revista Digital Perro Negro de la Calle.
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ada parece dar frutos. Estoy frente a la pantalla, o sentada frente a mi gastada libreta con la plumilla en la mano, viendo como el tiempo va pasando y yo no lo logro plasmar nada. Es como si mis manos se rehusarán a dar salida a todas esas ideas y palabras que avasallan cada parte de mi mente, que van de un lado a otro, sin orden. Sin tregua. Sin descanso. Como una cruel e interminable broma circulan en los momentos más inoportunos y justo en el momento que quiero dar paz a esas múltiples voces que van de rincón en rincón pregonando una y otra vez esas frases, todas guardan silencio, como si se escondiesen por miedo a ser censuradas a momento mismo en que sean plasmadas en el papel. Los escritos sin terminar se acumulan en la libreta y en el ordenador, como todas aquellas promesas que me he hecho a mí misma y jamás he cumplido, todas ellas condenadas por el eterno mañana. Van amontonándose, como se amontonan los sueños rotos, los proyectos por realizar, las cosas por hacer…las palabras por decir en ocasiones se aglomeran tanto, que duelen, duelen como golpearte un codo, como una migraña, como el malestar de una resaca. Entre sueños se vuelven vertiginosos y vagan entre la fantasía y la realidad, y al despertar se vuelven lejanos y confusos, como si la luz del día cegara partes de mi mente y solo me permitiese un ligero y vago recuerdo, voces en las lejanías, o gritos tan estruendosos, como tener a una multitud completa. Solo caos. Pasan las horas y las hojas se marchitan, como se marchitan todos los rastros de fuerza y de cordura. Una oleada de desesperación toca la puerta para dar paso a un andar sin sentido entre lo que pienso, lo que quiero decir y lo que plasmo. NADA. Los minutos se atropellan en su efímero paso y la inminente derrota se abre camino para posarse a mi lado como único vencedor. El alma se agota y la plumilla descansa en el escritorio, en el piso o en la cama, exhausta de la larga e inservible espera. Mañana lo haré.
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Sobre el autor:
Escritor nacido en La Unión de San Antonio, Jal. Sus obras literarias ahondan temas de actualidad, poesía urbana, política, melancolía, amores y desamores, pero sobre todo una honestidad tremenda en cuanto al análisis y exploración de las pasiones y enigmas de la existencia contemporánea.
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a mañana se ve diferente desde un quinto piso en Patria: la ciudad se antoja más relajada, más tendiente a la autocompasión que a la lucha constante; todos en esta urbe salimos día con día a lidiar contra las condiciones atmosféricas, con el tráfico, el calor y la suciedad de un medio ambiente deprimido por la sobre explotación, por la cantidad exorbitante de humanos aglomerados en autobuses y trenes. Somos el reflejo de nuestros días: la reclusión, el encierro que comienza, el desprecio de unos que consumen y la necesidad de otros que trabajan día con día. Un virus nos ha mostrado el rostro, nos ha mostrado la soledad, la desolación de afuera… la ausencia dentro de los corazones descontinuados. —No hay nada más sano que la distancia—, dicen los expertos; —Aléjese de los fluidos que son el transporte del mal—; —Aléjese de los tumultos y las aglomeraciones, beba mucha agua y trate por todos los medios de quedarse en casa—. Esto lo dicen personas sonrientes que inundan los medios, todo pronunciado desde un espacio que excluye a la mitad de lo que somos; todo se sumerge en la ilusión del dos por ciento que acumula y sustraen lo que los demás nunca imaginarán. Ya sé que la vida es injusta, que no podemos tener todo lo que queremos, que al final del día todos estamos más muertos que el día anterior, pero: ¿cómo sustituir sus grandes ojos claros? ¿sus pantorrillas pálidas que cruzan salones vacíos o cuartos solitarios en brazos de un fulano que no conozco más que por menciones? Es cierto que el claustro es necesario, pero ¿adónde me habré de refugiar de esta furia por la distancia, por esta privación de sus labios? En estas fechas en que todo falta: me falta más lo que nunca he tenido, el detrimento del espíritu por los excesos del alcohol, de la carne, del baile de los días de solsticios que son antología y de renuncias que no recuerdo. La distancia es mucha, estoy borracho y no sé si le hablaré mañana… son dos semanas sin más nexos a la realidad que el teléfono y las noches sin sueño, nada más que el cotidiano letargo de la costumbre. Estoy solo y eso no tiene remedio: los discursos y las palabras elocuentes de los grandes de la literatura solo ahondan el vacío creciente en el que se refleja este individuo que nunca ha valido mucho, este ser inerte que renunció a la contemplación por el exceso; por el deseo de su mirada fresca, por el sopor de su voz cálida a mitad de los días de desamparo, del desvelo y la ausencia mal llevada.
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Sobre la autora:
11de septiembre de 1963, Buenos Aires, Argentina. Publicó trabajos en antologías (Argentina y España). Editó: Rocío de palabras, Abraxas, Contraluces y Aceptalo, tenés 50 2017 y segunda edición 2018 Publicaciones en revistas de México, Ecuador, Perú, España, USA, y Argentina Escritora,periodista y docente.
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recimos juntos. Cada brote de sus ramas se iba convirtiendo en uno más de mis amigos, con quienes compartía mis tardes de verano. Cuando llegaba septiembre, el manto blanco e inmaculado de su copa cubría el jardín e inundaba con su aroma cada rincón de la casa. Era un espectáculo ver cada pétalo caer lentamente sobre el pasillo de baldosas coloradas, tapándolo y haciéndonos ilusionar con que la nieve nos había visitado. ¡Cómo sufríamos cuando las tormentas veraniegas aparecían de repente y volteaban parte de esas maravillosas flores! Sabíamos que la cosecha de ciruelas iba a disminuir, aunque solamente comiéramos una cuarta parte de ellas y el resto fuera para los vecinos que las recibían con las manos abiertas. Cada gota de agua que caía, convertía el rostro de mi padre en una triste mueca de dolor, hasta que, por fin, el sol asomaba y nuevamente veíamos la copa rebosante de salud. Cuando llegaba diciembre, se recolectaba el tesoro con sumo cuidado. Ya era parte de la tradición contar con las ciruelas brillantes en la ensalada de frutas para Navidad. Jamás se nos había permitido la herejía de comprarlas en la frutería. Con el tiempo, esta «Amiga vegetal» se convirtió en una enorme planta que ocupaba gran parte del terreno. Ya no había césped debajo de ella y sus ramas comenzaban a agrietarse debido a su vejez inminente. Papá, con lágrimas en los ojos y una sierra en la mano, comenzó la dura tarea. En minutos la enorme planta cayó desplomada y varios rayos de sol aparecieron donde había estado la espesa arboleda. Arrastrando las ramas hasta la vereda, culminó su tarea empapado en sudor. Al regresar, traía en sus manos un envoltorio pequeño y humedecido que arrimó al suelo herido y plantó con tanto amor como lo había hecho hace veinte años atrás con nuestra corpulenta amiga.
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Sobre la autora:
Nacida en Quilmes, Argentina. Profesora de Ciencias Naturales y Enseñanza Primaria, artista plástica, ceramista, escritora amateur. Participó en varias muestras, exposiciones, concursos literarios y formó parte de varias Antologías y colaboración de revistas nacionales e internacionales. Actualmente, continúa con la enseñanza y la expresión artística.
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a sin hueso; intrĂŠpida, audaz, capaz de Traspasar fronteras, provocando con sus bailes seductores, sommelier de sabores. Procaz en su accionar, entre lo salvaje y perceptivo. Ella como cuerpo, gobernadora del silencio, domadora de calientes brisas, malabarista entre las cuerdas. Ruidos y sonidos, denotan sus seĂąales. Entonces, cuando el aire la atraviesa, ella habla. Susurrando, bramando ideas, pone el cuerpo, se adapta. Ella, estructura y sostĂŠn audible, huella humana de la palabra.
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Sobre el autor:
J.R. Spinoza. H. Matamoros, Tamaulipas, México (1990). Escritor y profesor mexicano. Ha publicado en las revistas: Perro Negro de la Calle, Zompantle, Penumbria, Nudo Gordiano, Teoría Omicrón, Teresa Magazine, La Gualdra, entre otras.
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a inscripción está grabada con letras doradas, justo en la placa debajo de un cuadro en particular. Uno que muestra a un hombre parado junto a un faro mirando abajo hacia el océano, donde centenas de esqueletos arrastran a otro sujeto idéntico a él a las profundidades marinas. Dicha pintura se ubica al centro del salón de juegos de Il casinò della vita. La contemplo por unos momentos, como esperando hallar alguna respuesta o que provoque una epifanía que me ayude a salir de este embrollo. Mi padre decía que un hombre con fe, vale más que uno con suerte. Lo cierto es que tengo pocas posibilidades. Es la penúltima ronda y sobre la mesa están dos reinas (de diamante y de corazones), un ocho de picas y un as de tréboles. La chica a mi derecha se levanta, puedo ver el terror en sus ojos. Escucho cómo sus uñas rasgan la orilla de la mesa. Su blusa amarilla está empapada de sudor. Entonces corre. Un estruendo. Cae abatida por la bala. El crupier guarda el arma bajo la mesa. —Su turno —me dice. No le atiendo. Observo el humo rojo que emana del cuerpo de la chica y flota por el salón hasta el trono de Mammón quien abre la boca y lo aspira. Toma un pañuelo verde de su solapa y se limpia los labios. Viste un traje color gris oscuro y usa mocasines negros. Su apariencia es la de un hombre rondando los cuarenta. De hecho, cuando entré, temí que se exagerase la fama del lugar. No fue hasta que vi morir a los primeros, hasta que vi cómo el demonio se alimentaba de sus almas y, por supuesto, hasta que vi ganar al primer jugador, que lo creí. Escuché que lleva siglos consumiendo almas, incluso se corre el rumor que le ganó el alma inmortal a un antiguo dios del mar. En Il casinò della vita las reglas son sencillas. Se apuesta todo: Omnia aut nihil. Sólo hay un ganador por mesa. Seis jugadores. El premio, cualquier cosa que desees. Cien millones de dólares, la mujer de tus sueños, la cura para alguna enfermedad. El demonio lo consigue para ti. Los otros cinco participantes, en cambio… Bueno, ¿quién juega esperando perder? —Su turno —escucho el corte de cartucho y vuelvo a la realidad; a mi par de ochos rojos. —Voy —respondo. Es lo único que puedo decir, es lo que dice también el anciano a mi izquierda y la mujer que sigue de él. Porque la otra opción, la de rendirse y… nos ha quedado claro que tampoco podemos correr. Un par sujetos en traje recogen el cuerpo de la chica. Si son demonios o humanos al servicio de Mammón, lo ignoro. ¿Adónde llevarán los cuerpos?, los he visto retirar más de veinte cadáveres en el tiempo que llevo jugando, algunos de esos tipos regresan con el calzado y la parte inferior del pantalón mojada, será qué… —Última ronda —anuncia el crupier. Toma una carta, el tiempo se hace lento, pesado. Si la carta es mayor a nueve estoy perdido, lo mismo si es de color rojo. La única carta que me podría ayudar sería… ¡SÍ! Un ocho de tréboles. Casi se me sale un «Gracias a Dios». El hombre a la izquierda del crupier —un treintañero con gafas oscuras, quien había mostrado mucha seguridad durante toda la partida—, ahora muestra un rostro desencajado. —Voy —se le corta la voz. —Voy —dice el gordo a su izquierda. Su camisa azul rey está empapada de sudor. Usa una toallita a juego para limpiarse la frente. Seguiría la chica de amarillo. Ver su lugar vacío me hace perder la poca confianza que gané. —Voy —digo, quizá sean mis últimas palabras.
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Los siguientes jugadores van también. —Jugador número uno, descubra sus cartas. El hombre se quita las gafas. Puedo ver que le falta un ojo. Respira hondo antes de descubrir sus cartas. Un as de picas y un nueve de tréboles. Par de ases. Respiro aliviado. El gordo destapa sus cartas con una sonrisa tamborileándole el rostro. Reina de picas y dos de corazones. Otro estruendo. El hombre tuerto yace en el suelo, el crupier le ha disparado en la cabeza. Descubro mis cartas rápido. Al ver mi póker de ochos, el gordo mira al crupier como suplicando misericordia. Recibe un disparo por la espalda. Uno de los hombres de traje acaba con su vida. El anciano da vuelta a sus cartas con una lentitud que me hace temer por mi vida. Pero, una vez las revela, el miedo es remplazado por lastima. Él nos contó, antes de empezar, que su hija tenía cáncer, nos suplicó que le dejásemos ganar. Aparté la mirada, justo como ahora. Quizá eso sintió mi padre al perder hace veinte años. No lo sé. Pero si esa chica tiene un hermano, él sentirá lo mismo que yo cuando Matilde murió y papá no regresó. Solo quedamos dos. La mujer de negro y yo. Será algún augurio que anuncie mi funeral. Descubre sus cartas. Sonríe. Reina de tréboles y de picas. —Pokér de reinas —anuncia. El crupier levanta el arma. Yo trago saliva. Dispara. La mujer cae al suelo. —Tenemos un ganador —anuncia el crupier— preséntate ante nuestro señor Mammón para hacer tu petición. Mientras camino hacia el trono del demonio, comprendo lo que sucedió. Sonrío. —¿Puedo pedir lo que quiera? El demonio asiente con la cabeza. —¡Qué cierres este maldito lugar! ¡Qué se hunda en el olvido! ¡Qué jamás vuelva a existir un sitio como este! Siento todas las miradas en mí. Los jugadores de todas las mesas se han detenido. Esperando tal vez, que sea un chiste, o que el demonio se niegue. Pero Mammón luce molesto. Lanza un rugido que me ensordece por unos momentos. Me llevo la mano a la oreja y descubro que sangran. Ambas. Mis ojos se cierran. Al despertar una ola enorme viene hacia mí. Me golpea. Estoy bajo el mar. Arriba hay una luz. Nado hacia ella, pero justo cuando voy a salir por aire algo me detiene. Es mi padre. Me sujeta de la pierna. Debajo de él un hombre gordo, un tuerto, el maldito anciano, la chica de amarillo, un mar de cadáveres.
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Sobre el autor:
Nació en León Guanajuato, el 19 de julio de 1986. Desde muy joven se aficionó a la lectura de novelas y poesía, género el cual aún lee y escribe; de formación autodidacta ha participado en la red de tertulias literarias Guanajuato ( leyendo sus poemas ) y ha aparecido en la antología Letras Interiores y en varias revistas digitales e impresas.
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e pronto todo nace y muere en mí, entonces soy tantos nombres que preguntan. Entonces soy mañana, tardes, noches y ese día que alumbra el porvenir. Entonces soy futuro que no se alcanza, ese pasado que se idealiza y aún me llama, el presente que es hazaña y me hace vivir, esa sonrisa que calma y confía en mí. Los estados de ánimo que nacen en mí.
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Sobre la autora: Isa Caglieri nació un 27 de octubre de 1989 en una ciudad chilena llamada Talca. Profesora de Educación especial y Máster en Psicopedagogía. Reside actualmente en la ciudad de Barcelona, España. Publicación en la Revista Literaria Anuket, Convocatoria 2020 L.G.B.T.
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X
y Z viven en un mono ambiente de Barcelona, ambos son jóvenes y han venido por estudios de postgrado a la costera ciudad. La cuarentena coincide con el final del invierno y se presenta como una compensación del destino por tanto pasado a destiempo. X finalmente podrá dedicarse a la escritura y Z al dibujo. Lo han soñado muchas veces sin creerlo posible. X se pasa los días contemplando la avenida Meridiana mientras encuentra inspiración para escribir desde esa soledad invernal que le tiene lejos de unos pocos seres queridos. Esto no supone un problema, su apego desorganizado y un pasado sin raíces ha propiciado su espíritu aventurero. Z en ocasiones le contempla en silencio sin que lo perciba, intenta capturar su mirada perdida en latitudes probablemente lejanas, pero su grafito no alcanza a plasmar sus comisuras o su perfil cóncavo. Un día, por aburrimiento, soledad o egoísmo, Z recibe un correo de Y. Parece venir del pasado, despertando antiguas inquietudes, desolaciones y terrores en Z. En apariencia nada cambia, pero X le conoce, ha desarrollado una agudeza para detectar cuando Z pasa por momentos difíciles. En el pasado fue un olor, una mirada o un gesto, ahora era una sonrisa la que le ponía sobre alerta. Pasan las semanas y X trata de ayudarle, cocina pan casero —sopesando la falta de horno— ven películas, le llena de mimos, propone abandonar los harapos cotidianos, abrir al menos una de las dos ventanas para que entre aire puro, hacen el amor, a veces pelean para no aburrirse. Todo es infructuoso, la sonrisa de Z continúa ahí. Sin más remedio X contacta a Y en busca de respuestas. Y contesta con ambivalencias y florituras, lo que irrita de sobremanera a X quien ha aprendido a interpretar señales ocultas y entiende a la perfección lo que está sucediendo. X toma una decisión, solo falta saber el cuándo. Z continua en su nebulosa elucubrando posibilidades, le dice a X que saldrá por la compra semanal y de paso sacará las tres bolsas de basura acumulada, secretamente piensa que la incipiente primavera le ayudará a calmar su mente. X le sostiene la mirada, hace una broma sobre el apocalipsis y luego se calla. De regreso en el mono ambiente Z se siente con mayor claridad, cree saber lo que debe hacer, deja las compras en el suelo mientras cuenta a X que fuera todo se ve mejor, va al baño y encuentra a X sobre un charco de sangre, un corte desde la muñeca hasta el antebrazo, no hay notas de despedida ni explicaciones. Z desespera, tiembla y grita, pero logra llamar a la ambulancia, la pandemia demora la llegada. X muere en el baño el monoambiente, sin que Y se entere de nada.
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Sobre el autor:
Escritor nacido en La Unión de San Antonio, Jal. Sus obras literarias ahondan temas de actualidad, poesía urbana, política, melancolía, amores y desamores, pero sobre todo una honestidad tremenda en cuanto al análisis y exploración de las pasiones y enigmas de la existencia contemporánea.
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uisiera decir que lo hice por pura caballerosidad genuina, o que quise parecer un héroe presa del horror de algún síndrome postraumático, resultado de mi participación en alguna de las guerras postreras a la segunda guerra mundial; me gustaría tener la entereza de los hombres que participaron en la aniquilación humana de la revolución, la cristeada o ya más entrada la segunda mitad del siglo veinte, de los movimientos guerrilleros: los vikingos, el EPR o el EZLN tan diluido y presente en nuestros días. Las cosas que pasan en la actualidad no están menos horribles: los cuerpos que brotan de las fosas improvisadas, construidas por pobres diablos iguales a mí. El rio de sangre que ha cubierto hasta los rincones más recónditos del país, pueblos con nombres que nunca habíamos escuchado y que no escucharíamos por culpa de nuestra apatía y la incapacidad del gobierno plagado más de funcionarios que de servidores públicos. De pronto Pihuamo, La Huacana, Iguala, Ayotizinapa, Los Mochis y Badiraguato salieron del olvido nacional para horrorizar a todo el mundo, pero: ¿con qué calidad moral podríamos señalar la integración de hombres y mujeres jóvenes a las filas del horror ambulante? ¿De qué manera tendríamos los suficientes argumentos para negar el desprecio y el olvido que la gente de la sierra y las zonas marginadas del país sufrieron durante mucho tiempo? Esos pueblos y ciudades de nombre impronunciable salieron de las pesadillas, del terror nacional para colocarse en los encabezados de los periódicos, en los titulares de noticieros televisivos que buscan más el rating que informar a una sociedad constituida por cautivos de la entropía. Todos esos niños soldados, todos esos jóvenes que engordan las cifras oficiales de muertos y desaparecidos, son los hijos huérfanos de la patria, los que no tuvieron otro camino que el de arrojarse a los brazos de la suerte y el idilio de una riqueza que casi ninguno alcanzó. La realidad es abrumadora, nos deja tatuada la desesperanza; la tristeza se vuelve habitual en los pueblos que han perdido la inocencia y que se encuentran diseminados por todo el territorio nacional. Aún con eso, corazón mío, nunca fui el guardián de tus sueños, nunca el vigilante nocturno de alguna de sus ilusiones alucinantes. A pesar de la obscuridad de estos días, las noches a su lado transcurrían entre el suspiro de la añoranza y el estrés acumulado por la lujuria almacenada durante decenas de vidas. Ella se transformaba por la mañana, se ponía sus tenis rotos y salía a andar la ciudad; segura de sí; caminaba avenidas y calles violentas, nunca un ser que habitó el cielo hubo rozado su existencia con tantos descamisados; nunca se vio más libre a una mujer tan atada a sus principios. Y precisamente fueron esos principios los que me dejaron sin el rubor de sus mejillas, sin el roce de su sexo dulce… sin esa mirada piadosa que intercedía ante mis demonios, por un poco de paz y descanso. Yo nunca hice más que su voluntad, yo nunca podré juzgarla por sus decisiones: ella me enseñó a vivir en libertad; me demostró que el deber de todos en la vida es buscar el amor y no las exclusividades de los contratos. Con la voluntad del viento se convirtió por tres años en mi pan; en el agua nada fácil de encontrar en esta multitud de fantasmas. Un 24 de febrero me dejó sin decir más; una semana antes me dijo que quería regresar a la casa de su madre, que necesitaba juntar sus partes, que solo pasaría unos días en el pueblo: que dejaba las sábanas tendidas y sus sandalias de baño a un lado del buró. No sé cuánto ha pasado desde esa media tarde, lo que sé, es que la esperé por días; por años… después de decirme que no volvería.
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La verdad es que a la distancia ya no la odio tanto como antes: sobre todo porque después de todos estos años apenas he comprendido que lo hizo por lo que ella más quería; que su evasión fue por recuperar su libertad y que en las últimas semanas de estar conmigo la vida se había convertido en una rutina agradable… pero rutina al fin. Me di cuenta que estaba solo; que me había dejado solo en una casa tan grande, tan llena de su olor y sus costumbres; me di cuenta que su abandono fue un ejercicio de libertad: de esa libertad que tanto me gusta hablar, pero que es difícil de tolerar cuando viene de alguien ajeno a mí. El resentimiento casi no ha disminuido: me mudé a un departamento más pequeño, cambié mi cama y di en adopción su pez. Hago todo lo que necesito cada vez que puedo; pero ahora a la distancia, la amo más que nunca… ahora lo comprendo, ella nunca volverá: ella fue la única que honró el pacto de libertad que una vez hicimos; su amor fue tan grande que lo más hermoso que podía darme en ese momento era su ausencia…
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Sobre el autor:
Fernando Bonilla González nace en la ciudad de Lagos de Moreno, Jalisco, el 1 de junio de 1992. Interesado por las artes, en especial la música, decide entrar en el departamento de música de la Universidad de Guadalajara en el 2012. Ha impartido clases de guitarra desde ese mismo año. Inspirado por su entorno de amigos, decide comenzar a escribir en el año en curso, en la búsqueda de una forma más de canalizar ideas, pensamientos y sentimientos que a todos nos invaden día a día.
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unque la luna deje de brillar... tus sueños no desaparecen; las hojas en el viento giran y bailan al son de sentimientos que nublan el faro que te conduce, creíste haberlo perdido y, aunque no lo parezca, pronto lo volverás a encontrar. Aunque la luna deje de brillar, el tiempo no para, fluye como burbujas emanadas de un triste pez en el agua. Aunque la luna deje de brillar, los árboles sollozan frases que atraviesan el pensamiento en tumultos, y nos recuerdan la fragilidad de la vida. Esa vida en donde un par de malas decisiones parecen diluirse en el whisky en las rocas que bebemos, esperando toparnos al babélico pensar que nos sujeta y que, con otro whisky, se tendrá más claro. Aunque la luna deje de brillar... Seguirás brillando tú.
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Sobre la autora:
Sheila Patricia Fernández Díaz (La Habana, 1993). Ha publicado en la revista independiente de origen canadiense Lived Experiency, y en el no. 151 de la revista Educación (2017); dicha revista es fruto de la prestigiosa editorial cubana Pueblo y Educación. Todo lo expuesto a continuación corresponde al año en curso. Tres de sus trabajos forman parte de la II y III edición de la revista digital hispanoamericana Mundo de Escritores. Sus obras también figuran en la II, III, IV, V y VI edición de la revista digital española Claustrofobia –un proyecto creado por Ediciones de Humo–. Forma parte de la comunidad de artistas de La guarida Creativa Art (Colombia), y es #artistacisne de la igual llamada revista digital. Sheila ha participado en la primera y segunda edición de colaboraciones de la revista digital peruana El Almacén y es artista invitada de su primer festival online, próximo a celebrarse el 20 de mayo. Recientemente ha sido invitada por el colectivo de Mundo de Escritores para ser columnista de este revista, tendrá un espacio mensual el cual lleva por título Pluma y alma solidaria:simbiosis indisoluble. Forma parte, además, del grupo de autores que integran la edición 44 de Perro Negro.
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uería tenerlo todo, las gardenias y el rosal, quería que el manantial salpicase los recodos de este casi extraño modo que tengo de sospecharte, de sentirte, de buscarte en las luces de otro pecho: soy un despertar deshecho y tú mi ocaso estandarte. Quería tener la vida colgada de los cabellos y tu voz en los destellos de mi juventud dormida, mecerme, airosa, en la herida que te ató a mi circunstancia y bañarme en la fragancia que dejó tu insensatez; ser presa de tu esbeltez bebiéndome la distancia. Quería un sentir errado para un porvenir eterno, quería un abrazo tierno y un estar desenfadado. Malestar enamorado ausente de los latidos, que vaticinan olvidos ante un altar de promesas, intoxicando certezas e idolatrando descuidos. Atrás quedó el desafío de brillar esperanzada, de vibrar tras la mirada que hace trizas el hastío. Atrás te dejé, amor mío, y a lo lejos hoy la vi… otra aurora carmesí plegó su fe en mis recodos: ¡quería tenerlo todo, quería tenerte a ti!
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Sobre el autor:
Nacido en Guadalajara, Jalisco, México el 12 de septiembre de 1993. Estudiante de la licenciatura en filosofía en la Universidad de Guadalajara. Fundador del proyecto de difusión literario Poesía Camionera y Poesía Antimaterial. Primer lugar en el concurso Cuentos en serio Elena Garro (2012). Primer lugar Poetas impropios (2016), colaborador en el libro Voces en eco (2018), Ha publicado en la Revista de Mar Adentro de México A.C. (2013), Pinche Revista (2019), Pienso (2019) Revista Himen (2019). Ha dado lecturas en distintos medios radiofónicos y espacios culturales: C7 jalisco, Radio entre jóvenes, Cultura estación Juárez, Casa Cem, Casa Trapiche, Centro Cultural Casa Fuego, Por favor lea poesía y en el Festival del Libro de Guadalajara. Organizador del homenaje a Charles Bukowski: Literatura, filosofía y arte en la Universidad de Guadalajara.
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ay voces disueltas en las sombras, contorsión sensorial, fantasmas blancos trapecistas, comezón en las encías. Sola en medio del ruido, lentamente se desgajan las pupilas llena de hormigas insecticida. La realidad es una pastilla en el precipicio de la garganta. Adicción ojos en blanco, los dientes son de espuma. Cuerpo postizo donde las uñas son falsas, no hay pestañas, silbido cínico.
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Sobre el autor:
J.R. Spinoza. H. Matamoros, Tamaulipas, México (1990). Escritor y profesor mexicano. Ha publicado en las revistas: Perro Negro de la Calle, Zompantle, Penumbria, Nudo Gordiano, Teoría Omicrón, Teresa Magazine, La Gualdra, entre otras.
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vio todas las armas creadas en los últimos seis mil años, algunas creadas por hombres. El armero le dio a elegir una que podría usar en la guerra contra los dioses. Después de recorrer cada centímetro del lugar, leyendo las descripciones que iban desde la poderosa Excálibur, o la mítica Summarbrander —llamada Sikanda— hasta las ametralladoras, como M249 capaz de disparar calibre 56 a 900 balas por minuto. El hombre se detuvo frente a una pluma. —¡Esa es la Pluma de Aarón! —Aquí dice: «Pluma de Gilgamesh». —Vuelve a revisar. La inscripción cambiaba cada tres segundos: Pluma de Homero, Pluma de Shakespeare, Pluma de Cervantes, Pluma de Kafka, Pluma de Borges… —¿Para qué sirve? —¿Para qué sirve una pluma? —¿Para escribir? El armero carraspeó. —Te equivocas grandemente. La pluma no escribe, al igual que los ojos no ven. La pluma es el medio para que la escritura llegue a este mundo. Es el arma más poderosa de mi colección; antes de que te la lleves debo hacerte una advertencia. El hombre ya tenía la Pluma en las manos. Miró al armero a los ojos, que se tornaron oscuros, como charcos de brea. —No hay manera de saber hasta dónde terminará la influencia de lo escrito, como tampoco sabrás si lo que escribes es obra tuya o de alguien más que te ha querido escribir escribiendo. El hombre se marchó, lleno de esperanza, sin saber que no era la primera vez que el armero recitaba aquella advertencia; y que la pluma siempre regresaba a su galería.
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or eso odio bañarme. Se quedan rastros de jabón en las orejas. Dirán que no me enjuago bien, que no restriego adecuadamente para que el jabón se vaya. Digan lo que quieran. Horas después en la oficina alguien me pregunta: «¿Qué traes ahí?», y acerca su mano y antes de que me toque me aparto y voy al espejo y veo unas costras azules en el fondo del pozo acústico de la oreja. Dice Claudia que es la marca del jabón. Le dije que he probado todas las ofertadas por el supermercado que frecuentamos, también los jabones medicinales y los elaborados por mi compañero de trabajo a base de avena y miel que mordisqueo en vez de usarlos para su destino. Ninguno me sirve, dejo correr y correr el agua y las costras no dejan de aparecer. Y en las orejas, no en las rodillas ocultas bajo el pantalón, no en los codos cubiertos por el saco. Por eso odio bañarme. A Claudia no le gusta el hedor que desprendo al octavo día de mi falta de baño, sube a la planta alta y se encierra en su estudio y ni por comida baja. Sobrelleva el hambre con una barra integral y un paquete de Trident. Por la noche se mete a la regadera y pasa ahí media hora y acaba dos minutos antes de las diez. Luego se acomoda en la cama, en el espacio justo para su cuerpo, lo más alejado de mi olor agrio. Al día siguiente se levanta aguantando la respiración para no olerme. Se arregla en otro cuarto y sale pronto del departamento. En su ausencia aprovecho y cepillo mis dientes, recojo la ropa regada por el pasillo que comunica las tres habitaciones y lavo mis manos hasta dejarlas bien limpias. Lavo mis manos varias veces al día, en la casa y en el trabajo, en el restaurante, en el cine, y en los parques las froto con gel antibacterial, y antes de hacer mis necesidades las lavo también. Claudia sabe de mi obsesión y cada vez que me advierte lavándolas agita la cabeza negativamente sin comprender por qué diablos entonces me cuesta tanto bañarme. A las manos las tienes a la vista cuando las lavas, no hay forma de dejarles rastros de jabón me dan ganas de escupirle, pero para cuando volteo solo su perfume es lo que queda entre las partículas de polvo. A la distancia un instante de su espalda. Se mueve muy rápido. Cada vez que me pide ir al psicólogo para tratarme, le ladro, le gruño. Al principio le hacía gracia. Ahora ya no. Claudia y yo vivimos juntos desde hace tres años. Ahora apenas me insiste en que debo arreglar mi manía, como le llama, me insiste con apenas un gesto y una oración inaudible. Yo ya no le ladro ni le gruño. Ella desaparece, casi azul. Alcanzo a escuchar que toma una bocanada de aire. Claudia trabaja en una empresa automotriz y yo en un despacho de contadores. Diario salimos en coches separados. Hace una semana me despidieron del trabajo, a pocos días de que el jefe de mi área descubriera que el olor a mugre, grasiento y húmedo, rancio, no venía de la calle sino de mí. Nos cruzamos en el pasillo, regresaba a mi sitio de lavarme por quinceava vez en el día las manos. Ella se va y me deja alistándome para salir. En cuanto cierra la puerta devuelvo mis pantalones a su lugar y me meto a las cobijas. A últimas fechas nada más hablamos el poco tiempo que le permite el aire que aguanta en los pulmones. No es que extrañe su voz. El último año nuestra comunicación, por consenso secreto, ha sido a través de silencios seguidos por un suspiro, o por quejidos suaves o paseos de lengua por los labios o un tronar de boca y, sobre todo, por recados que nos dejamos en la mesa del comedor, debajo del frasquito del agua de colonia, al lado de la taza de té, entremetidos en las toallas. Y aunque los recados de ella han dejado de aparecer envueltos en mis calcetines y dentro de mis zapatos, yo le escribo más que nunca, le escribo tres, cuatro, diez veces al día a diario, y cuando llevo once días sin baño multiplico los recados, porque
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es cuando se aleja más y la distingo de peor humor, de pie, a una distancia en la que sus balbuceos ahogados no llegan en palabras hechas a donde estoy. Ayer llegué al apartamento después de las seis, la hora en la que está de vuelta en casa. Llegué cargado de enseres de aseo personal: un shampoo que no hace pruebas con animales, jabones líquidos para el cuerpo, pasta dental sin flúor, un cepillo para tallar cada rincón de las manos y bajo las uñas. Puse las cosas en el desayunador, al lado del recadito que le dejé más temprano. No había ruido. Subí. La puerta de la recamara estaba abierta. Su parte del closet estaba vacía y las llaves de su auto no colgaban en su lugar. Se había ido. Fui al baño. Solo hallé marcas secas debajo de los frascos de crema de Claudia. Y en el botiquín una muestra de su perfume; la olvidó. Se va justo ahora, pensé, cuando vengo de estar con el psicoterapeuta. Que quería platicarle de mi padecimiento. De las palabras tranquilizadoras del doctor Bracamontes, de que bastarían unas infusiones y ejercicios mentales y de respiración para meterme a la regadera. Caminé a la cocina. De una de las bolsas saqué un espejo de mano. Mi oreja izquierda tenía costras azules de jabón. Vi un recado de Claudia en la base de la cafetera: «No puedo más. Adiós», con el dibujo de ella encogida de hombros, en tinta azul, azul como el maldito rastro de jabón en mis orejas.
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Sobre el autor:
Ronnie Camacho Barrón, (Matamoros, Tamaulipas, México, 17 de marzo de 1994) escritor y titulado en la carrera de Comercio Internacional y Aduanas, ha publicado dos novelas: Las Crónicas Del Quinto Sol 1: El Campeón De Xólotl (Amazon) y, Carlos Navarro y El Aprendiz Del Diablo (Pathbooks), también ha participado en dos antologías, tituladas como Taller Alquimia De Palabras: Antología De Cuentos y Relatos (Amazon) y Cuentos Cortos Para Noches Largas (Editorial Kaus). También varios de sus cuentos han sido publicados en diversas revistas y blogs nacionales e internacionales, siendo las más importantes: Revista Katabasis. Perro Negro De la Calle. Editorial Elementum. Revista Literaria Pluma. Revista Awen.
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na vez más voy en camino a la casa de Angie, mi amada novia y la mujer más maravillosa que conozco, no hay persona ni viva ni muerta que pueda comparársele, es una flor en el desierto y justo ahí, fue donde la vi por primera vez. Nuestra historia comenzó cuando tenía dieciocho años, toda la vida fui visto como chico raro en mi pequeña ciudad natal, rara vez pude congeniar con alguien y cuando lo hacía, rápidamente se alejaba al saber de mi don. Hastiado de aquello, decidí realizar una de mis habituales escapadas a los páramos desérticos de las afueras, pues, solo conduciendo a través de ellos, podía encontrar la paz que ni la ciudad ni la gente podía darme. Tras un día excepcionalmente malo, pisé el pedal a fondo e inadvertidamente pasé sobre una pequeña nopalera que con sus espinas reventó una de mis llantas. Al instante perdí el control del auto y, aunque logré salir ileso, quedé varado, sin ningún repuesto para reparar el daño y lejos de cualquier otra forma de vida en más de tres kilómetros a la redonda. Vagué por lo que parecieron ser horas y antes de que desfalleciera ante el cansancio, encontré mi salvación, una pequeña y decrépita chocita en medio de la nada. Sus paredes de ladrillo lucían los descarapelados dibujos de flores de colores, de todas las ventanas colgaban atrapasueños y una oxidada furgoneta yacía estacionada afuera. El auto no era más que una chatarra y parecía que nadie había vivido ahí en mucho tiempo, así que decidí entrar para salvaguardar mi vida. Apenas puse un pie dentro, me tumbé sobre un viejo sillón que había en la sala y cedí ante la fatiga. Desperté tiempo después, con un trapo mojado sobre la frente, rodeado por un centenar de velas que iluminaban toda la casa y con mis pulmones invadidos por el aroma del incienso. Me incorporé de un sobresalto, pues se suponía que estaba solo en aquella casa, ¿quién pudo haber hecho todo eso mientras dormía? Sin querer conocer la respuesta decidí marcharme, pero antes de que pudiera salir por la puerta, una desesperada voz me detuvo. —Por favor, no te vayas —suplicó una mujer de edad madura antes de salir de las sombras. Al verla quede pasmado y mi miedo desapareció por completo, pues, aunque parecía estar atrapada en la onda hippie de los sesenta, era muy hermosa. Llevaba un floreado paliacate anudado alrededor de su lacio cabello gris y negro, sus marrones ojos rasgados se encontraban resguardado tras unas redondas gafas de sol amarillas y estaba imbuida un colorido vestido que, aunque disimulaba su figura, contrastaba de manera perfecta con su piel canela. Aquella hermosa mujer que de un segundo a otro me había robado el corazón y sacudido mi paz, era mi Angie. —Hace tiempo que no hablo con nadie, por favor quédate —insistió. —¿Qui….quién eres? —apenas si me salían la palabras. —Me llamo Angela, pero mis amigos me dicen Angie, ¿tú cómo te llamas? — preguntó con una sonrisa tan cálida que aún al día hoy, cuarenta años después, todavía me derrite el corazón. —Raúl —respondí taciturno y buscado el momento preciso para salir corriendo de ahí. —Gusto en conocerte Raúl, ¿tú crees que puedas quedarte, aunque sea un rato?, hace décadas que nadie me visita y solo quisiera hablar, por favor —suplicó por tercera vez.
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No sabía qué decir, por un lado, ya era de noche, tenía que haber vuelto a casa de mis padres hacía horas y por el otro, ella solo era una pobre alma solitaria que no podría causarme ningún otro daño más allá de un simple susto. Fue así como accedí a su petición y me quedé a charlar con ella. La primera vez que hablamos me contó todo sobre ella, me habló de cuando abandonó la casa de sus papás a los dieciséis para seguir el movimiento hippie, de cómo fue que decidió vivir en el desierto lejos de las contaminadas ciudades y cómo fueron sus treinta años viviendo sola ahí. Todas sus historias eran magnificas y muy interesantes, pero no me enamoró hasta que ambos revelamos nuestro gustos musicales y literarios, en ese punto nos dimos cuenta de que los dos compartíamos muchas cosas en común. Ambos gustábamos de las viejas baladas románticas y libros de terror que a la mayoría de las personas les parecían muy melosas o espeluznantes. Platicamos hasta el amanecer y después de agradecerme por haber aceptado pasar la noche entera hablando con ella, me dejo marcharme, no sin antes darme precisas indicaciones de cómo volver a la ciudad antes del atardecer. Al salir de su casa me sentía acongojado, todavía quería quedarme ahí, pero también tenía que volver a la ciudad, seguramente mis padres estarían histéricos por mi ausencia. Estaba decidido a irme, hasta que vi el triste semblante de Angela, yo había sido su único visitante en décadas y ahora, me marchaba sin más para continuar con mi vida. Me sentí fatal y aunque sabía que era apresurado, le juré que pronto regresaría para hablar con ella de nuevo y que la próxima vez que lo hiciera, llevaría unos cuantos libros nuevos para que se entretuviera. Tras volver a mi casa, mis padres me dieron la regañada de mi vida, no solo por no haber vuelto en toda la noche, sino también, por haber dejado mi auto en medio del desierto. Pero no me importó en lo más mínimo todo lo que me dijeron, al fin había encontrado a la chica de mis sueños y lo único que tenía en mente era cuándo la volvería a ver. Después de dos semanas de castigo cumplí con mi promesa y regresé a la casa de Angie con decenas de libros que pensé quizás podrían gustarle. Una vez más charlamos por horas y de nuevo, cuando fue la hora de despedirse, le juré que volvería. Hice eso con cada una de mis visitas, hasta el punto de que lentamente, los nada alentadores «Adiós» se fueron convirtiendo en confiables «Nos vemos luego, Angie». De igual forma nuestra relación fue progresando tanto que antes de que siquiera pudiéramos darnos cuenta, ya no era una simple amistad lo que nos unía, sino el inconfundible y cálido sentimiento del amor verdadero. Aunque ambos sentíamos lo mismo, en principio ella no me quiso corresponder, decía que perdía mi tiempo, que me buscara otra mujer, una que al menos pudiera tocar. Yo me negué, si había nacido con la capacidad para verla, era porque estaba destinado a estar con ella, no me importó que nunca pudiéramos formar una familia, tomarle la mano o siquiera besarla. Yo era para ella y ella para mí. Hoy ya tengo más de setenta años, el cansancio me pesa y aunque se me dificulta manejar, mientras me quede vida, no dejaré de venir a la casa de mi bella fantasma.
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Sobre el autor: Gonzalo Carvajal, 4 agosto 1971, ValparaĂso, Chile.
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n momento de la pintura de Gonzalo Carvajal, lo que vemos. Oficinistas (de la masa) aquellos que viven una vida prestada (a crédito). Sueños inconclusos, el ciudadano común y alienado. Retratados y zoomorfos personajes, usan la máscara del carnaval clase B, el otro lado de la fiesta rimbombante. Personajes estereotipados de nuestra cultura popular, aquellos sin triunfos ni méritos solo unas calaveras caracterizadas para un papel de extra angustiados. No hay metáforas ni concesiones poéticas, solo una traducción literal a un lenguaje particular que inquieta. Otro momento; escenas clínicas de episodios comunes. El pintor se transforma y las oficia de cirujano del cuerpo social. Hay un ansia de abrir, de ver, de investigar cuál es la estructura interna que conforma y anima nuestra precaria morfología colectiva. Algo ocurre bajo la piel, no lo vemos, pero se presiente. Hay escena de crónica roja, de portada que leemos a diario y que de tanto repetirse se olvida. Sitúa su operación quirurgo-pictórica en un paisaje estridente por su grandeza, la cual se hace patente por la salpicadura de enseres básicos y domésticos que han sido miniaturizados, que precipitan una suerte de amplia y patética claustrofobia. El paisaje interior de la casa del puerto es innegable. Los tonos amarillos y celestes de sus paredes, largas ventanas con vistas exteriores dan la impresión de un niño pintando, que imagina al azar una de tantas escenas del crimen y la plasma sin mayores pretensiones. Solo lo básico. Lo necesario para decir. No se sabe si en tono denunciante en un puro afán morboso de ver lo invisible.
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Sobre el autor:
Chema Sánchez, Nicaragua 1983. Reside en México. Tiene ambas nacionalidades. Escribe poesía y minificción. En 2020 publicó Disparos Rasantes. Sus minificciones han sido incluídas en distintas antologías y revistas literarias. Ha participado en el Festival Internacional de Poesía de Granada (Nicaragua) y ha publicado poemas en El Hilo Azul, revista del Centro Nicaragüense de Escritores.
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Firulais
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legó a casa con una sonrisa pintada en el rostro por llevar consigo la sorpresa que su hijo había esperado por meses. Desde que vio la película de Disney, soñaba con tener uno, pero esa raza elegante no era común en un pueblo tan pequeño. El cachorro fue bautizado como «Manchas» debido a su singular pelaje blanco moteado de color negro. Rápidamente, niño y cachorro se hicieron inseparables, jugaban en el patio, paseaban por el vecindario, compartían habitación. La ilusión acabó cuando al darle el primer baño, el betún negro empezó a escurrirse por el desagüe del patio.
Las bondades del circo
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razaron con cal la distribución en el terreno, perforaron la superficie, clavaron postes para anclar la carpa y la tensaron con cables de acero. Esa misma noche dieron su primera función ante un público nutrido que dedicó sus mejores aplausos a tronco de Yuca —el enano mal encarado vestido de payaso—, y a Simba —el león demacrado que saltaba entre aros de fuego—. Con pocas opciones de entretenimiento y empleo en el pueblo, aquella precaria carpa iluminada era una distracción seductora para niños y adolescentes, y una opción de ingresos para los adultos que cada mañana desfilaban por la entrada trasera arrastrando canes intranquilos, para la dieta del felino.
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Sobre el autor:
Nació en León Guanajuato, el 19 de julio de 1986. Desde muy joven se aficionó a la lectura de novelas y poesía, género el cual aún lee y escribe; de formación autodidacta ha participado en la red de tertulias literarias Guanajuato ( leyendo sus poemas ) y ha aparecido en la antología Letras Interiores y en varias revistas digitales e impresas.
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e duerme la ciudad bajo tenues faros que titilan soledad en el frío de la noche, en el paso del tiempo que los moldea a su voluntad, a su antojo, a su realidad. Se duerme la ciudad bajo tímidos desvelos que se cansaron de soñar en nieblas de frío, arrullos de libertad en esa espera, en esa soledad que las ve marchar. Se duerme la ciudad en mis ojos, en mi respiración, en mi lento andar, en esta estación que nos ve pasar.
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Sobre el autor:
Harold Bretherton Castillo, treinta y seis años. Nació en la ciudad de San Luis Potosí, actualmente reside en Guadalajara. Anteriormente publicó: La chispa en el Perro negro de la Calle.
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Para Paloma
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mor mío, ¿cómo puedo hacer para olvidarte? Por cada vez que te pienso. te extraño quince veces más. Por las noches te atrapo en un pensamiento y no te dejo ir, sino hasta la mañana. Qué egoísmo el mío. Pero sigues rondando todo el día como ave en el jardín. Vamos a dejarnos de juegos... No es normal que un hombre tome su bolígrafo y piense los versos más sinceros y hermosos que existan sobre la tierra. Y aún nos quedamos cortos. Muchos te desean, como si fueras un preciado tesoro. Y no los culpo, quisiera saber si ven algo más en ti que yo haya dejado pasar. Cualquier pirata cruzaría mares y océanos para llegar a ti, pero aun teniendo el Mapa, el plano y la ruta guardada de memoria, no son más que unos bastardos... Piensan que el Tesoro son esos cueros Tuyos, mujer. No saben que no existe plano para llegar a ti, alma libre. Si en este momento me preguntaran qué fue lo más hermoso que vi en esta travesía, sin pensarlo diría que a ti. ¿Has visto cuando mi mirada se pierde y divago? Es que me pongo a tratar de descifrarla, pero soy tan ingenuo porque tengo mis bolsillos llenos de monedas de oro de ese tesoro tuyo.
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un no estoy muerto y la muerte nos separa, tu allá y yo aquí, Estoy vivo y no arrepentido de morir por ti. Algo me dice que no suelte el amor que siento, que… aunque ahora es mi sustento, algún día podría ser más que solo un recuerdo. No quiero tu recuerdo y me aferro con todo sentimiento para que un día sea verdadero. He llorado en mi encierro y tan profundo es mi lamento, mi cuarto ahora es como un velero que naufraga en el tormento.
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Sobre el autor:
José A. García (1983), escritor, guionista de historietas, blogger, profesor de historia nacido en Buenos Aires, Argentina. Participa en diferentes publicaciones independientes de Argentina, Costa Rica, Cuba, Ecuador, España, México, Venezuela, entre otros países, con cuentos, artículos e historietas realizadas con diferentes dibujantes. Publicó el libro de cuentos Fábulas del cuaderno verde (2014) con la editorial Textosintrusos. Cree fervientemente que el conocimiento se demuestra haciendo y no acumulando diplomas, premios y menciones como si fueran condecoraciones o títulos de nobleza.
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e lo prometió a sí mismo luego de que aquello, lo que no debe ser nombrado, ni recordado, ni siquiera soñado, sucediera: la ciudad no volvería a disfrutar de la primavera. Lo había decidido, la estación estaba prohibida. Tras largas semanas pensando cuál sería la mejor manera de lograr que su plan tuviera efecto sobre cada uno de los que habitaban, se percató de que era más sencillo de lo que parecía. Para abolir la primavera, lo mejor sería talar los árboles de las aceras de la ciudad. Todos y cada uno de ellos, del primero al último, del más joven al más longevo. Contaba, además, con lo necesario para hacerlo: su nueva hacha recientemente afilada, los conocimientos adquiridos de los tutoriales de youtube, y el amparo de la noche. ¿Qué podría salir mal? El tiempo era el ideal. Apenas comenzaba el otoño, por lo que las noches se volvían cada vez más frías y largas, habría más horas de oscuridad y menos personas deambulando por las calles, ocultas en sus hogares ansiando el retorno de las noches de calor y juerga. Recordando esas noches de primavera que ya no se repetirían. A lo largo de cada noche descargó su malestar, su odio, su desesperación junto con el desprecio recibido a lo largo de los últimos años. La primera semana apenas sí podía con uno o dos de los más añosos árboles de la ciudad antes de que despuntara el día; recuperarse, para repetir la faena, le tomaba el día completo. Su cuerpo comenzó a cambiar. Tanto esfuerzo, tanto ejercicio, se entiende, fortaleció sus músculos y quemó grasas acumuladas en lugares que una persona normal ni siquiera sabe de su existencia. Sus brazos de volvieron fuertes y expertos leñadores; ya no se demoraba tanto en cada árbol y podía, en una noche, acabar con media docena de ellos sin perder el aliento. El misterio del talador nocturno nunca se aclaraba. Siempre se decidía por atacar en lugares extremos de la ciudad, para que no pudieran atraparlo quienes esperaban verlo en los mismos sitios en los que se entretuviera la noche anterior. No resultaba fácil luego de dos meses de empeño, pero continuaba adelante, esperando no ser detenido antes de cumplir con su cometido. Surgieron imitadores, como no podía ser de otro modo. Pero no hacían lo mismo que él y era fácil reconocerlos. Algunos recurrían al fuego, otros ataban sus vehículos a los troncos más gruesos de los árboles y pretendían arrancarlos de cuajo. Las autoridades se entretenían con esos pobres diablos mientras que a él lo dejaban tranquilo; sabían reconocer a quiénes era posible enfrentar y quién era el verdadero peligro. Arreció el invierno, las noches gélidas y tormentosas no hicieron mella en su decisión. Continuó adelante incluso ante el anuncio de posibles nevadas, que nunca llegaban a concretarse y que no eran otra cosa que un intento de las autoridades por obligarlo a detenerse ante las inclemencias del frío. Nada le importaba. La ciudad lucía un poco menos habitada cada mañana, mientras retiraban los árboles muertos, las ramas partidas, los nidos abandonados y destrozados de los pájaros huidos. La tristeza se expandía a cada rincón de la cuadrícula, mientras en él, algo similar a la alegría comenzaba a crecer en lo más profundo de su ser sin aún dejarse reconocer. El tiempo apremiaba. Las semanas pasaban una detrás de la otra y en el calendario se acercaba irremediablemente la primavera. Comenzó a trabajar más rápido, las noches comenzaban a acortarse y los parques céntricos de la ciudad se encontraban fuertemente custodiados por la policía y la gente que se revelaba ante tanta matanza sin sentido (¿Pero tiene sentido alguna matanza?).
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Sus brazos ardían, su corazón latía como una locomotora desbocada, el alba en que se dio cuenta que, una vez más, había fracasado. Con el sudor nublándole la vista, el cabello apelmazado sobre la frente, la ropa pegada a su fibroso cuerpo, contempló el amanecer y, por sobre los rayos del nuevo sol, el último jacarandá de la ciudad floreció delante de sus ojos. Arrojó el hacha a un costado con furia y resignación y, con los hombros caídos y la mirada baja, emprendió el regreso final a su hogar. Algo que le resultaba sumamente familiar le ardía en los ojos. La primavera había triunfado una vez más.
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Sobre el autor:
Amaury R. Ledesma (Lagos de Moreno, Jalisco, 16 de agosto de 1991). Narrador y poeta. Arquitecto de profesión. Cofundador, editor y diseñador de la revista literaria digital Perro Negro de la Calle. Su obra narrativa se centra en relatos sobre lo fantástico, lo sobrenatural e ironía. Enfoca su obra poética (rima o prosa) en indagar en los recovecos de lo mundano desde el punto de vista pesimista. Ha publicado obras en distintas revistas literarias: “El noveno arcano”, (Revista La Marraqueta, Santiago de Chile, 2019). “Lo que pasó en el sótano” (Seminario digital de poesía, horror, fantasía y ciencia ficción, Monterrey, Nuevo León, 2019). “El puente del recuerdo” (Revista franco americana “Resonancias”, 2020), “La carta de Jacques Virgil” (“Más literatura”, sección cultural de Tecnologíaindustrial .net, Ciudad de México, 2020), “Retorno” (Revista Literaria Nudo Gordiano, Toluca, Edo. De México, 2020), “El cometa verde” (Revista de ciencia ficción y fantasía “Teoría Omicrón”, Quito, Ecuador, 2020). Entre otras.
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omo caen los imperios tal vez esto se termine; la íntima guerra destine que caigamos en misterios. De paz no existen criterios, ni de treguas ni de alianzas, pero los hay de venganzas: crímenes contra el amor, el arte como el autor, y poemas en mudanzas. II Y ya va siendo momento para desplegar las fuerzas, aquellas que son perversas y más en este tormento... Palabras son instrumento para apurar la caída de una débil fe roída por engaños y mentiras, y encender por fin las piras de la culpa poseída. III Nuestro imperio será ruinas donde llorarán fantasmas, y sus aguas serán miasmas, sus edificios, salinas. Las verdades asesinas con la furia han asediado; cae amor despedazado sobre rencor remanente; odio amenaza latente sobre este imperio quebrado.
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costumbramos ir con los Fragoso cada último viernes de mes. Nos reunimos para comer. Sin niños, para tomar cervezas y fumar en la terraza. A Sara la entusiasma esta rutina. Es el día del mes en que más tarda en arreglarse. La casa de los Fragoso está edificada en un terreno de seis hectáreas, algo inalcanzable para alguien como yo. La construcción ocupa unos doscientos metros y lo demás es campo verde en el que se ven unos cuantos árboles de mucho follaje. Uno de los árboles cubre con su sombra la alberca, donde nos pasamos luego de la comida, a veces para remojar nuestros pies y otras para dar unas brazadas. Sara no se resiste de nadar. Siempre que volvemos de los Fragoso me pregunta cuándo podremos tener alberca en casa. Guardo silencio mientras presto atención al camino. La casa de los Fragoso albergó la fiesta del colegio de Marta y Venus. Cuando llegamos, las niñas corrieron al vestidor. La alberca ya estaba repleta. El sol salió de entre dos nubes y me pegó en las piernas y brazos desnudos. Me puse bloqueador hasta quedar blanco y di un trago a mi agua helada. Los demás extendían sus manteles sobre el pasto. Sara y yo nos acomodamos cerca de la pequeña rueda de la fortuna que había para la diversión de los niños. Mientras disponía las cosas sobre el mantel miraba a Sara. Sus movimientos rápidos y precisos, sus manos de un lado a otro, pequeñas, y sus dedos largos que no entrelazo hace tanto tiempo y que me dan alivio con su solo roce. Sara no alzaba los ojos. Con el ceño fruncido, como cada vez que se concentra, ponía las servilletas con una piedrita encima para que no se volaran, cortaba los limones y las jícamas. Cuando terminamos las niñas regresaron con sus trajes de baño puestos y de un brinco entraron al agua. Sara me hizo un gesto con la boca, algo como una sonrisa. Dos semanas atrás vi el mensaje en mi correo: «Se invita a los miembros de la comunidad escolar a celebrar los cincuenta años de nuestra fundación.» Leí el resto de los destinatarios. Mis días se consumen entre las horas de oficina y las reuniones con los clientes de la empresa. Para cuando regreso, Sara y las niñas ya duermen. Sara es la que asiste a las juntas del colegio. Por eso de los nombres en la pantalla no reconocía más que los de los Fragoso. Hasta que llegué al apellido: Tardán. A Francisco Tardán lo conocí en el Instituto Ruybernárdez. Cursamos juntos la secundaria y el bachillerato. Sara y él se hicieron novios. Ella iba dos grados arriba. El instituto era salesiano y varias veces fuimos a misionar a comunidades de nuestra ciudad y de Guatemala y Ecuador. Mi madre me enlistaba cada vez, sin siquiera preguntarme. Sara y Tardán siempre se ofrecían de voluntarios. Era asfixiante el sudor de los que te rodeaban en esos lugares. Ahí reunidos en cuartuchos de lámina que prestaban los de la comunidad. Me sofocaba lo caliente de sus cuerpos. Solo la voz de Sara me refrescaba. Aunque sus palabras nunca fueran dirigidas a mí sino a Tardán. A veces daba una opinión, pero parecían no escucharme y reanudaban su plática donde la habían dejado antes de que yo hablara. Después Sara se graduó del bachillerato y dejó el instituto, y se olvidó de Tardán. Volví a encontrarme con Sara años después. Salimos por varios meses, hablamos del pasado, sonreímos mientras hablábamos, nos acostamos juntos en varias ocasiones, y le pedí que viniera a vivir conmigo. De eso hace diez años. Dejé el cursor sobre el nombre de Tardán. Sara no lo había mencionado cuando discutíamos sobre las juntas del colegio. Bajé la tapa de mi laptop y llamé a las niñas para decirles de la celebración. Sara las llevó al centro comercial por toallas, sandalias y trajes de baño. Me desfilaron aquella noche cuando estuve en casa. Comimos sándwiches de pollo y Ruffles con queso. Sacudí las migajas de mi short y me metí a la alberca con las niñas. Jalé a Sara del brazo para que nos acompañara. Sin mirarme quitó bruscamente su mano y me dijo que prefería quedarse recostada en el pasto.
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Salimos de la alberca y empapados nos subimos a la rueda de la fortuna. Que nos secara el aire. Sara no pudo negarse con Marta y Venus. La rueda tenía diez canastos para cuatro personas. Su operador le daba diez vueltas. En cada vuelta detenía la rueda por varios segundos justo en el punto más alto del trayecto, dejándonos ver la ciudad desde las alturas. Marta y Venus reían. Sara no. El viento nos despeinaba. Ahí, suspendidos en el aire, advertí a una niña trepando por la estructura del juego mecánico. Se detuvo en un tubo delgado. Sus piecitos firmes en su sitio. No grité. No hice nada. La rueda continuó su movimiento circular. Dejé de ver a la niña. Mientras el canasto avanzaba hacia abajo, escuchamos los gritos. La niña estaba inmóvil en el suelo. En medio del desorden alguien llamaba a la ambulancia. Los demás padres se fueron acercando a la rueda. No comprendían bien lo que pasaba. El pecho de la niña era un horizonte plano. A Tardán lo distinguí cerca de las bocinas por la que se escuchaba Bowie. Caminaba de la mano de un niño que apenas se sostenía solo, aprendía a caminar. Cuando miró a Sara le sonrió. Sara le devolvió la sonrisa con un entusiasmo disimulado, de forma automática, luego agachó la cabeza abrazando a Marta y Venus, alejándolas del accidente. La directora del colegio estaba al lado de la niña. Tomaba su mano. Tan suelta como un sapito de hule. Preguntaba a gritos por los padres. Tardán se abrió paso. Vio a la niña y se echó a su lado. Sollozaba ruidosamente. Al lado de la niña y Tardán, el pequeño que llevaba de la mano los miraba, muy quieto. Llegó la ambulancia al lugar. Tardán no soltaba a la niña, la tenía atenazada con sus brazos. Los paramédicos se la arrebataron para tomarle el pulso. Había muerto. Sara se acercó a Tardán que seguía en el suelo. Sentado abrazaba sus rodillas. La cabeza metida entre las piernas. Sara intentó ponerlo de pie. Tardán, sin mirarla, apartó bruscamente sus manos. Le pedí a Sara que nos fuéramos. Subí a las niñas al coche. Arranqué el motor y vi por el espejo a Tardán. Nos miraba irnos. No quitaba la vista del auto. Una mujer se acercaba a sus espaldas. Alcancé a escuchar un grito. Subí la ventanilla y todo quedó en silencio.
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Sobre el autor:
Alfonso Armando Koyoc Pedroza. Escritor que inició con un estilo romántico. A lo largo de sus participaciones dentro de la revista, ha cambiado el tema de su escritura, pasando desde el amor hasta el suspenso, género en el que ahora incursiona con nuevos relatos, mismos que abrirán paso a diversas historias, la mayoría de ellas basadas en la fantasía y ficción. Ahora con el suspenso como género, ha desarrollado nuevas historias que en difíciles circunstancias transcurren y dejan al protagonista sin ninguna explicación razonable.
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uando desperté jamás hubiera imaginado dónde me encontraba, pude observar barriles, cajas y lo que parecía ser unas herramientas corroídas. Intenté levantarme, fue muy doloroso, mi cabeza estaba dando vueltas, quise recordar qué había ocurrido, pero era bastante confuso, mi último pensamiento me traicionaba. De pronto, escuché algunas voces, hablaban de un prisionero, un pirata que había sido capturado. Me quedé en silencio, esperé cerca de veinte minutos cuando apareció un individuo que tenía algo en sus manos, era un pedazo de pan que me arrojó, sin pensar comí, pues tenía horas sin probar alimento, me sentía humillado, además debía salir pronto de esa mazmorra, tenía aún negocios que atender en este puerto. Pasaron quizás unas cuantas horas, no podía ver el sol, siempre guiaba mis horas con él. No sabía cómo reaccionar, ¿por qué todo mi cuerpo presentaba heridas que no estaban a la vista? ¿Quién fue mi captor? ¿Por qué fui capturado? Son interrogantes que no podría hacer libremente a quién fuese que me tuviera preso. Entre mis pensamientos solo podía recordar aquella taberna, aquel ron, esas compañías tan impuras que buscaba y un individuo cubierto de ropajes negros que me siguió desde quién sabe cuántas horas. Solo podía pensar: «¡Jodidos dioses que se cagan nuevamente en mí!». Cómo cambia la suerte del hombre con tan solo un gesto divino. Al fin apareció alguien, una silueta en la oscuridad de aquella mazmorra, estaba a punto de gritarle, cuando sentí en mi abdomen un dolor provocado por un certero golpe, acompañado de la interrogante: «¿En dónde lo escondiste?». Mi preocupación se convirtió en miedo. Contesté pasados unos segundos: «Te has equivocado de persona». Nuevamente un golpe fue la respuesta, la pregunta fue repetida, mi respuesta la misma, esta vez fui atacado con una daga en la cara, la cual me rasgaba la piel, fue un dolor inmenso, que no puedo describir. A continuación, un individuo entró y en el acto fui golpeado hasta perder la noción de las cosas y me desmayé. Nuevamente desperté, esta vez me encontraba encadenado a la pared y estaba de pie sin poder avanzar más que unos cuantos pasos, entonces apareció la misma figura a la cual le atribuía todo mi pasado sufrimiento, con la interrogante: «¿En dónde lo escondiste, escoria pirata?». Entonces recordé, aquel hombre con quién había hecho negocios, efectivamente era un pirata, y para mayor desdicha, yo había sido confundido y capturado. Inmediatamente quise abogar a mi causa, diciendo: —Mi buen y estimado caballero, no puede ser esta situación de lo más desdichada para mí y de lo más infortunada para voz, yo soy un simple mercader de nombre Asir, que viaja de puerto en puerto negociando con pieles, mi origen no viene al caso, pero os diré cuál es la tierra que me vio nacer, soy de una villa en la región de Cilicia, misma que ha sido más que atacada por el vasto imperio romano al sostener muchas guerras por el Mediterráneo en contra de aquellos que son conocidos como piratas. Al encontrarme en este punto recibí un corte en uno de mis brazos por el acero de mi captor, mismo que al instante me dejó sin más palabras, solo una interrogante: «¿Quién eres?». Mi respuesta, un golpe dirigido a la frente con la empuñadura de su acero. Al momento quedé sin más preguntas, pero con una preocupación que crecía más y más. Pasadas las horas, regresaron conmigo dos individuos que a la vista portaban el aspecto de sirios, entonces hablé en su lengua la cual me era conocida, pidiendo tan solo un poco de agua y comida, ellos simplemente rieron y me abatieron con un par de golpes, pero mi deseo fue tomado en cuenta pues a los pocos minutos me llevaron un plato con lo que parecía ser un estofado preparado con vísceras, algo muy común entre los ejércitos romanos
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para alimentar a los prisioneros, o esclavos, no me importó y lo comí, también recibí un poco de agua. Al terminar, regresó mi captor y de nuevo comenzaron las preguntas, «¿Dónde lo escondiste? ¿Dónde está?». Acompañado de dos certeros golpes a las costillas que me dejaron doblado de dolor, no podía creer que estuviera en semejante situación, además no tenía la oportunidad de explicar mi procedencia, esta vez, evité hablar, solo me quedé a recibir el castigo que no me correspondía. Así transcurrieron lo que comencé a identificar como días y noches, sabiendo que al inicio del día sería interrogado y al final alimentado, para seguir así por lo que consideré dos semanas. Al termino de estas, apareció frente a mí el líder o en este caso aquel de mayor rango, un pretor romano, enviado por orden del cónsul quien permanecía en Roma, yo descocía su encomienda, pero estaba seguro que no sería benéfica para mi causa. Al llegar solo bajó hasta mi celda y me explicó qué pasaría en los siguientes días bajo estos términos: —Han transcurrido ya quince días de interrogatorio y tortura y hasta el momento nada ha podido aflojar tu lengua y hacer que las palabras lleguen a tu boca y surtan efecto en los oídos que te atormentan. ¿Por qué defiendes tu causa con tanto fervor? ¿Eres acaso consciente de lo que podría pasar? Por supuesto que no lo eres, quizás el estar clavado en una cruz logrará hacer que recuerdes la información necesaria. Tras decir esto, quise defenderme, pues mi destino no podría ser tal. —¡Yo no soy a quién buscas! —grité—. Soy un simple mercader, no un esclavo, ni siquiera soy romano. Entonces tomó mi cabeza entre sus manos y dijo: —Ahora eres un prisionero, eres menos que esclavo, y si sabes lo que te conviene, antes del amanecer, recordarás aquello que puede salvarte la vida.
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Sobre la autora: Alejandra Pérez Cruz nació en Aguascalientes, México, en 1995. Estudió la Licenciatura en Letras hispánicas en la universidad autónoma de su ciudad, es activista LGBT+ en el grupo CUIR UAA. Ha impartido talleres de creación literaria y de teatro en diversas instituciones de su estado. También ha sido publicada con poesía, cuento y relato en revistas estudiantiles como Pirocromo (junio 2018), páginas de Facebook: Colectivo Cultural Nahuallotl (diciembre 2019), y revistas digitales Los Pseudointelectuales revista (enero 2020), Socializarte (febrero 2020) y Revista Juggernaut (mayo 2020), así como revistas de Argentina como Extrañas noches (noviembre 2019) y Editorial Anuket (mayo 2020).
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amá me dijo que Dios me hizo a su imagen y semejanza, entonces yo pensé que Dios es homosexual porque él me hizo gay.
Porque hasta Jesús pasó más tiempo con hombres que con mujeres y recibió un beso de quién después lo traicionó; cuando descubren su verdad, lo humilló todo su pueblo. Y convertía el agua en vino, asistía a todas las fiestas, se dejó mojar por Juan y David le bailo en calzones. Entonces yo digo que Dios es bisexual porque Él da amor sin problemas y ama por igual, muchos lo mantuvieron en secreto para que no los juzgaran y ahora dicen su nombre antes de irse a la cama y cuando fornican. Dios es asexual pues nunca sintió apetito por alguien, nunca practicó el sexo ni tocó de forma incorrecta a otro ser. Cual paloma blanca sin impureza y gustaba de las vírgenes. Dios es de la comunidad porque él puso los arcoíris en la tierra y mamá me dijo que para Él yo soy perfecta.
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Sobre el autor: Rusvelt Nivia Castellanos; poeta y cuentista de la ciudad de Colombia. Comunicador Social y Periodista, graduado por la Universidad del Tolima. Tiene tres poemarios, una novela supercorta, un libro de ensayos y siete libros de relatos publicados. Ha escrito para revistas nacionales e internacionales. Fue segundo ganador del concurso literario, Feria del libro de Moreno, organizado en Buenos Aires, Argentina, año 2012. Premiado en el primer certamen literario, Revista Demos, España, 2014. Mereció diploma a la poesía, por la comunidad literaria, Versos Compartidos, Montevideo, Uruguay, 2016. Tiempo después, recibió un reconocimiento internacional de literatura, para el premio intergeneracional de relatos breves, Fundación Unir, dado en Zaragoza, España, 2016. Mereció una mención de honor en el parlamento internacional de escritores y poetas, Cartagena de Indias, 2016. Recibió diploma de honor para el concurso internacional de literatura, La Reconciliación y La Paz, Bogotá, Colombia, año 2017, y diploma de honor en el certamen internacional de poesía y música, Natalicio de Ermelinda Díaz, 2017. Y el poeta, fue ganador del primer premio internacional de relato corto de humor, organizado por la entidad, Ruiz de Aloza editores, España, año 2017.
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l cielo está todo oscuro, el aire está nublado y vos estás absolutamente solo; viejo de la perdida infancia. En este pesado momento tuyo, tienes un hambre acosadora y tienes una sed insoportable. Precisamente, hace cuatro días que no tomas nada de sopa. Es obvio, no tienes monedas, ni tienes ninguna cosa de valor para pagar un simple plato de comida. Así que sin ir ilustre, vas acercándote a un abismo oculto, donde ansías acostarte con la muerte. De más, nada que encuentras la tranquilidad. Y lentamente vas llorando, como pobre, como triste, vas cargando con tu desdicha interna. A lo justo, te caen gotas limpias del alma con suavidad mientras escaso te acaricias la barba gris con la mano diestra, ida en desgana. En verdad, estás más arruinado que todo este mundo confuso, bajo esta noche, pero es claro y es cierto, también has tenido suficientes experiencias humanas. Al conjunto destiempo, andas sucio con la única ropa tuya de vestir; una camisa roja descolorida con el pantalón descosido. Hueles, además, al olor de las calles desconsoladoras; hueles a impureza de drogas errabundas. Así igual de mal, decaído vos apagado, transitas ahora por un puente peatonal. Vas con la cara gacha como trasiegas contra el azar de esta lobreguez tenebrosa. Pues estás perdido en un destino siniestro. Solo miras al precipicio profundo. El desespero con temor te acoge ya más que nunca. No tienes ninguna pieza donde dormir. El abandono te abruma. Entretanto por allí, por los lados del angosto puente, te detienes a escarbar las dos canecas de basura, que hay debajo de los faroles relucientes. Ahora encuentras allí muchas cáscaras de banano con unas latas de cerveza y hartos papeles rasgados. En este mismo sentido, agudizas la vista un poco más al fondo del recipiente y adviertes, ya entre cartones mojados, varias botellas de agua destapadas. Por apreciable gusto, sacas los timbos desechables con una exagerada avidez. Mas, sin siquiera dudarlo, comienzas a tomarte los cunchos. De a poco te sientes menos cansado, te vas resucitando. Pronto, acabas de beberte esa agua picha que quedaba y de repente rehaces tu rumbo despaciosamente. A lo raro, descubres a la ciudad sonámbula apagada, mientras ya suspiras hondamente. Las avenidas, las reconoces sin el tráfico de carros y las comprendes sin el pasar de los camiones grandes. Escasamente vos, adviertes a uno que otro limosnero, ebrio de media noche. Ellos parecen ser los espíritus pesarosos del otro umbral. Así que tú de seguido, pasas a bajar las escaleras metálicas del puente, eliges parchar con ellos. De hecho, cuando estuviste deambulando por aquellas alturas, quisiste suicidarte tirándote con miedo, desde la barra de hierro. Quisiste, estrellarte contra el pavimento. Pero claro, el haber pillado las canecas y menos mal, el haberte recordado como otro de esos otros vagabundos, fue la cosa que salvó lo poco que te queda de dura miseria. Así que bien; pese a tener algunas dudas supremas, vos aún das la lucha esencialista y aún sigues vivo; experimentado los sucesivos segundos de esta abrupta realidad, que no se detiene para nada. Nomás ahora; sales más pensativo del puente fúnebre, prosigues con otra convicción evidente. Seguidamente, te alejas del abismo y ya sin prisa te vas en busca de cualquier resguardo maloliente donde acabar de soportar a la depresiva noche.
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Sobre el autor:
Ronnie Camacho Barrón, (Matamoros, Tamaulipas, México, 17 de marzo de 1994) escritor y titulado en la carrera de Comercio Internacional y Aduanas, ha publicado dos novelas: Las Crónicas Del Quinto Sol 1: El Campeón De Xólotl (Amazon) y, Carlos Navarro y El Aprendiz Del Diablo (Pathbooks), también ha participado en dos antologías, tituladas como Taller Alquimia De Palabras: Antología De Cuentos y Relatos (Amazon) y Cuentos Cortos Para Noches Largas (Editorial Kaus). También varios de sus cuentos han sido publicados en diversas revistas y blogs nacionales e internacionales, siendo las más importantes: Revista Katabasis. Perro Negro De la Calle. Editorial Elementum. Revista Literaria Pluma. Revista Awen.
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l día en que los humanos perdimos la fe, fue el mismo en que los ángeles descendieron del cielo, al principio el mundo se maravilló ante ellos y aunque su apariencia no encajaba en el canon de las descripciones conocidas, no cabía la menor duda de quiénes eran. Pues poseían cuatro pares de gigantescas alas blancas, sus ojos resplandecían más que el propio sol, las facciones de sus finos rostros les daban un aspecto andrógino y emitían una intensa aura celestial que hacía que cada persona en un radio de diez metros a la redonda terminase rendida a sus pies Como era obvio, los creyentes del mundo les recibieron con los brazos abiertos, ya que estaban ansiosos por escuchar el mensaje que seguramente Dios les había encomendado darnos. Fue muy tarde cuando descubrimos que aquellos seres alados no eran mensajeros de buenas nuevas, sino, vengativos ejecutores. En cuestión de días y haciendo uso del poder de sumisión que tenían sobre nosotros, comenzaron a asesinar a cada humano que se pusiera en su camino, hasta el punto, de que grandes metrópolis como la Ciudad de México, Paris y New York fueron purgadas en tan solo una tarde. Sin más alternativa, la guerra en contra de los celestiales comenzó y no fue hasta hoy, a un año de haber iniciado el combate que por fin hemos encontrado la respuesta a su venida. Con mucho esfuerzo logramos derribar a uno ellos y tras cercenarle las alas, no solo inhibimos sus poderes, también logramos interrogarle y lo que dijo, nos heló la sangre. Dios no los había enviado, fueron ellos quienes por decisión propia habían descendido a la tierra para esconderse de Él, pues siguiendo los pasos de Lucifer en los comienzos de la creación, ellos también intentaron rebelarse ante Él y de igual forma, también fracasaron. Fue por eso que antes de recibir su castigo, huyeron a nuestro mundo en pos de evitarlo, pues solo aquí la ira de Dios jamás podría alcanzarlos y al ser ellos mismos sus propios ejecutores nunca nadie los detendría de apropiarse del planeta. No tenemos idea de cuál será nuestro siguiente paso, la munición que tenemos es escasa y el último reporte que obtuvimos de nuestros vigías antes de súbitamente perder la comunicación con ellos, es que una decena entera de ángeles vienen para acá. Jamás pensé que el apocalipsis sería de esta manera, ni que aquellos seres hermosos en los que mamá me enseñó a creer, se convertirían en monstruosos bastardos que se cobrarían la vida de más de la mitad de nuestra civilización. Ya los veo acercarse a la distancia y aunque sé que ya no sirve de nada rezar, suplico para mis adentros que sin importar lo que sea que me vayan a hacer, lo hagan rápido.
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¿Q
ué es la vida si no se encuentra? Podría ser solo una sombra muerta. ¿Qué es la vida si no la tengo? Podría ser solo un recuerdo. ¿Qué es la muerte que trae la tumba? Solo recuerdos que se esfuman. ¿Qué es la muerte que trae ruptura? Solo momento de dulce amargura.
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Soledad FotografĂa de Gael Alvarado
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Sobre la autora:
Nació en la ciudad de Mexicali un 10 de febrero de 1974. Desde niña destacó en la escritura, lectora asidua de los cómic y diarios de su época. Descubrió a los ocho años que tenía talento para escribir cartas, las cuáles se han transformado en poemas, cuentos y minifixiones. Ha participado en diversas antologías a nivel internacional. Destacando en el género de la poesía, imparte talleres en escuelas públicas, también participa a la par con el primer actor Carlos Bracho en el género narrativo. Integrante del taller la catarsis literaria. Radica actualmente en Ensenada.
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ú yo no perdimos el equilibrio, recuerdo tus palabras; «Sí no fueras mujer serias mi mejor amigo», y en las esquinas del tiempo mil veces morimos. y a pesar de la distancia, nos queda el verdor del deseo que se funde el ocaso de los días que fenecen cada tarde. Mientras las arenas del tiempo se nos meten por los ojos.
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Sobre el autor:
Duraham Lapitp nace en Cúcuta, Colombia (1990). A muy temprana edad se traslada a Bucaramanga, Santander, y allí cursa sus estudios básicos. Luego estudia Banca y Finanzas en las Unidades Tecnológicas. La vena poética despierta en el año 2018, lanzando su primer libro “Mellon Collie y la Infinita Desolación” en la Casa del Libro Total de la ciudad de Bucaramanga, también aparece en la primera edición digital del periódico La Eskina en enero de 2019, y hace un relanzamiento en la Alianza Francesa en el mes de abril, paralelo a esto logra primera mención de honor del Club Rotary de Argentina por su poema Flores del olvido.
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antinflesco el bufón que por divertir al monarca y a sus agremiados se mofa de las balas y los muertos que ha provocado su patrón. Escuderos en la sombra son los ciervos del dictador. El cipayaje está de moda para acallar las voces más sinceras. La cosecha es carcomida por los menesteres de la oligarquía que expresa con difamaciones e improperios el eco de la utopía. Algún día la ola de la revancha postrará la incesante noche. Y todos cantaremos al unísono de la verdad y la igualdad.
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Sobre el autor:
Alfonso Armando Koyoc Pedroza. Escritor que inició con un estilo romántico. A lo largo de sus participaciones dentro de la revista, ha cambiado el tema de su escritura, pasando desde el amor hasta el suspenso, género en el que ahora incursiona con nuevos relatos, mismos que abrirán paso a diversas historias, la mayoría de ellas basadas en la fantasía y ficción. Ahora con el suspenso como género, ha desarrollado nuevas historias que en difíciles circunstancias transcurren y dejan al protagonista sin ninguna explicación razonable.
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A
la media noche la verdad surgió, ¿dónde te descubrí? Pude recordar los medios por los que tu aroma se unió al mío.
A la media noche te descubrí. Navegabas senderos de papel, mi tinta estaba en cada paso que dabas, solo te encontré y pude estar sin sentir, sin entender, sin ti. A la media noche desapareció, tal y como llegó se esfumó. Fuiste parte de mi delirio y jamás fuiste real. No pude encontrarte jamás. Solo, en ausencia de todo, sin tu ser. A la media noche parecía que todo estaba en su lugar, parecía ser uno más, un despertar. Esa noche vi la realidad.
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Sobre el autor: Carlos Gael Escobarete Ávila nació el 6 de julio de 2004, en la Ciudad de México, México. Actualmente estudiante en la ENP No. 9, UNAM. Cuenta con un poema publicado en la revista Ibídem.
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le pegaban, le pegaban con armas, con sus puños cazaban ignorando sus karmas. Y aquel joven, que no es mi amigo, sufría y en serio no ven cómo moría aquel niño. Tirado, probando el suelo, rogando no volver más y llegar al cielo, viendo cómo golpean ahora a alguien más porque ya es aburrido: solo es un niño más. Pero aquel niño va a su bonita mochila, pensando en sus actos saca y acerca algo consigo y me dice con poco tacto: «Gracias por ser bueno conmigo». Y todos murieron, menos yo.
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Sobre la autora: Edith Carril es médica y psicóloga social. Cursa sus primeros sesenta años y además de escribir historias clínicas, le gusta escribir sobre otras, aquellas que desde su Padua natal le hicieron conocer los universos que generan las palabras. Desde entonces sonríe. Pertenece desde el 2019, a la Escuela de Escritores CILSAM de la localidad de San Martin, Provincia de Buenos Aires y participa de varios talleres literarios, antologías de cuentos breves, publicaciones en revistas literarias como El Narratorio, Babelicus-España, UDG-México y otras. Recibió en 2018 y 2019 el Primer premio de Micro ficción Martín Fierro, Feria del Libro-CABA, Tercer premio Letras Vivas Poesía 2019, Mención especial Poesía Templarios- España, 2018 y del Festival Poesía 2020-SADE, Buenos Aires.
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En Cabo Polonio los azules son intensos, depende cuántas nubes haya en el aire. Hay un matiz para cada mirada. Inclusive al mediodía con solo observar la arena, se la puede ver danzante entre los maíces y las gramíneas. Los médanos se anidan con los verdes y amarillos. Cada vez que decidimos salir a navegar, es el viejo Gaspar quien organiza la travesía. Busca su bote, un par de canastas con galletas por si nos da hambre y vasijas con agua. Se calza su pantalón de pescador, la gorra de capitán; el resto lo hacen las olas. Del cian al celeste o del cobalto al cerúleo, subimos y bajamos con el oleaje en busca de nuestras algas. Ellas se multiplican en este mundo de índigos. Salvo los días de lunas a medias, las menguantes. Allí es cuando Gaspar se pone rojo, pero en general el regreso suele ser bastante calmo. Dice que las noches a medias traen mala suerte, los peces salen hambrientos y las algas por las dudas se esconden. Esas noches volvemos con las redes vacías. Él se entristece, nosotros también. En una de esas tantas noches, cansados de lidiar con esas lunas y su negrura, se me ocurrió darle un abrazo. Mi abuela me enseñó que los abrazos traían buena suerte, que pensara en ella cuando necesitara ayuda. La primera vez que lo intenté, traté de hacerlo según su consejo, pero no funcionó. La segunda tampoco, la tercera más o menos, pero siempre vale la buena intención. Aquel día, recordé paso a paso sus instrucciones. La luna estaba menguante, no encontrábamos algas de ningún tipo, la oscuridad nos impedía ver. Entonces lo miré al capitán y antes que esbozara un mínimo gesto desesperanzado, lo abracé. Fuerte, con ganas. Visualicé a mi abuela tal cual me lo había indicado. Apreté los párpados casi hasta juntarlos con mi nariz. Inspiré hondo, seguido, varios números del uno al cinco. Nada. El cielo continuaba mitad grisáceo mitad raro, con esos colores las algas no tendrían las fuerzas suficientes para flotar. Era necesario que todo volviese a nuestro color, el azul. Las estrellas, los caracoles, los pulpos. Todas las tintas debían estar en sincronía. Lo volví a repetir, esta vez respiré más lento y con pausa, me concentré mejor: del uno al cinco, del cinco al nueve. Nada otra vez, solo un frío en la oscuridad. Repetí lo mismo. Sumé, resté, hice reversa e inversa. Nuevamente del nueve al diez, del diez al quince, al veinte, de arriba hacia abajo, «ufa, qué cansancio esto de desear y repetir. Con razón la gente envejece tan pronto», me dije. Persistí hasta que no di más, la abuela me lo había previsto: si no perseveras, la magia no existirá. Después me dejé llevar por la resignación, acaso sea la antesala de la torpeza. Suspiré angustiado hasta mi estómago, el pobre chillaba; hay circunstancias donde el esfuerzo y la necesidad extrema suelen dar hambre. Después me entregué, cerré los ojos, me relajé, dejé en blanco la mente: saz, ¡funcionó!, parece que era cuestión de paciencia. Cuanto más confiaba, más algas subían a la superficie. Exhalaba azules con mi aliento; iodos, espumas, una paleta de tonos surgían a mi alrededor. Diatomeas y wakames cubrían las aguas en abundancia. La barca nos resultó pequeña. Esa vez, regresamos más azules que el mar. Cuando llegamos a tierra acomodamos las redes, distribuimos la mercancía entre la gente, solo me resultó extraño que no estuviese mi abuela, esperándonos. Lo recuerdo muy bien, ese día hubo caldo de algas para todo el pueblo, separé una bandeja suficiente para ella. Al abrir la puerta de su casa, no me escuchó. Estaba en la cama con los ojos cerrados. Sobre su almohada ribeteada con puntillas había una nota que decía: «Hoy te vi partir con Gaspar. Por las dudas, miré fijo hacia lo alto controlando el cielo, estaba gris. Tal cual lo acordamos, comencé con nuestro ritual del abrazo, sospecho que habrá luna a medias. Arrugaré los ojos hasta juntarlos con mi nariz, deseando que los
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azules crezcan y haya buena juntura aguas adentro... lo repetiré despacio, recuérdalo tú también. Simplemente deséalo y persevera.» Aquella noche dicen que mi abuela me esperó despierta hasta entrar la madrugada. Desde entonces, la sigo extrañando.
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Sobre el autor: Marcelo Medone nació en Buenos Aires, Argentina, en 1961 y creció en Montevideo, Uruguay, donde se recibió de médico. Obtuvo la ciudadanía uruguaya además de la argentina. Trabajó como periodista en radio, diarios y revistas. En 1989 se mudó nuevamente a Buenos Aires, siguió trabajando como corresponsal para medios gráficos y se recibió de Pediatra, profesión a la que todavía se dedica. Asistió a cursos y talleres de escritura de cuento, novela, poesía, teatro, narración oral, guión cinematográfico, producción cinematográfica, crítica cinematográfica, dibujo y pintura. Ha escrito cuentos, libros-álbum, cuentos ilustrados, microrrelatos, poesía, novelas, canciones, obras de teatro y guiones cinematográficos de corto y largometraje. Su primer libro, “Nada Menos que Juan”, fue premiado en el VI Concurso de Cuento Infantil “Los niños del Mercosur”, ilustrado por Liliana Menéndez y publicado en 2010 en edición bilingüe español / portugués por la Editorial Comunicarte de Córdoba, Argentina. Posteriormente, sus cuentos y microrrelatos han ganado varios premios internacionales y han sido publicados en blogs, revistas literarias y antologías de Argentina, Chile, Bolivia, Ecuador, México, Canadá, España y África. Actualmente vive en la localidad de San Fernando, en el Gran Buenos Aires.
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A
nochece en Munro, en las afueras de Buenos Aires. El hombre estaciona su automóvil y se baja. Camina cincuenta metros y se detiene frente a un viejo edificio de una planta que exhibe el anuncio escrito a mano: «dueño vende». Consulta un recorte de periódico, mira hacia la entrada y se acerca a la puerta. Recién entonces ve un cartelito mal pintado que reza: «vendo antigüedades y objetos curiosos». Sin demorarse más, toca el timbre. Luego de un par de minutos, la puerta se abre y se asoma un anciano. —¿Sí...? —pregunta el viejo. El hombre nota que el anciano luce una barba desprolija y ropas anticuadas. Está demacrado y muestra una palidez llamativa. El visitante duda si es el sitio correcto. —Vine por el aviso del diario —dice el hombre—. Me interesan las piedras y los meteoritos... El viejo, que ahora parece de mil años, sonríe y se corre a un costado. —Bueno; no se quede ahí afuera... ¡Pase de una vez! El hombre entra y el viejo cierra la puerta. En la semipenumbra de unos focos desnudos que cuelgan del techo, el visitante observa que el lugar es más grande de lo que había imaginado. Por todos lados se agolpan muebles antiguos, estatuas de hierro fundido, bronce y mármol, lámparas de cristal, cuadros en dudosas condiciones de conservación e infinidad de pequeños objetos decorativos. Interrumpiendo su contemplación, el viejo se presenta extendiendo su mano. —Paul Dalimier, a sus órdenes... —Milton Crespi, geólogo… —responde el otro y le estrecha la mano. El viejo se queda mirándolo, impasible. —Trabajo para una empresa petrolera —agrega el recién llegado—. Recorro el país, analizo muestras de terreno... Esas cosas. También tengo otros trabajos, como perito y consultor de... —Si le interesan las piedras, venga por aquí… El anciano, caminando con dificultad, lo lleva hacia la parte de atrás del depósito. Milton teme que el viejo se desmaye delante de sus ojos, de lo débil que está. En el fondo, ya no hay muebles ni estatuas. Una multitud de pequeños aparatos inclasificables compuestos de engranajes, tubos de metal y goma están desperdigados por los estantes que cubren las paredes. Milton no sabe si son instrumentos científicos en desuso, inventos frustrados o piezas de arte Steampunk. Sobre un aparador se alinean rocas de todo tipo, algunas con pequeños cartelitos escritos a mano. —Tengo algo que le puede interesar: trozos de madera petrificada de un bosque de araucaria, meteoritos carbonáceos, meteoritos de hierro… Milton se acerca a algunos de los ejemplares, los examina brevemente y los devuelve a su lugar sin demostrar demasiado interés. El viejo le dice: —Sígame. Lo conduce hasta una vitrina donde está un pedrusco negro-azulado del tamaño de un puño que tiene la forma de una banda elástica retorcida. Saca una llave, abre la vitrina y toma la piedra. Luego, sin previo aviso, se la arroja a Milton, quien tiene que esforzarse para atraparla en el aire. El geólogo al instante siente una extraña sensación de vibración en la mano. El anciano sonríe ante la expresión de susto de Milton.
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—Yo la llamo «La Piedra Moebius», por el matemático que da nombre a la Cinta de Moebius, una curiosidad topológica... —Sí; la conozco —lo interrumpe Milton—. Se trata de una superficie bidimensional curvada sobre sí misma. Tiene la particularidad de que puede recorrerse por ambas caras ininterrumpidamente. Si marca el recorrido con un lápiz sin levantarlo nunca de la superficie, aparece por el otro lado ¡y luego regresa al lado original! —Se ve que sabe del tema. La gran diferencia es que esta es una cinta de Moebius tridimensional, con un espesor real. En realidad, está compuesta por dos cintas entrelazadas, perpendiculares entre sí: dos lados opuestos de una y otros dos lados opuestos de la otra. Como un tubo de sección cuadrada curvado sobre sí mismo, con una torsión de 180 grados... Tomando la piedra de las manos de Milton y levantándola hacia la luz el anticuario Paul Dalimier prosigue con su relato: —Más allá de su extraordinaria forma, esta escultura en roca tiene una historia bastante peculiar. Se la compré en Málaga a un comerciante judío desquiciado que juraba que era un amuleto de una civilización extinta hace milenios, mucho antes de los egipcios, los babilonios y todas las grandes culturas antiguas que conocemos. Sería de origen extraterrestre; nada raro tratándose de un meteorito. Pero habría sido tallada en la forma actual de objeto del tipo Moebius por seres inteligentes ancestrales. ¡El legado de una civilización alienígena, probablemente de otra galaxia! Haciendo una pausa para tomar aliento, el viejo Paul continúa: —El pobre judío me contó acerca de las supuestas propiedades mágicas de la piedra antes de vendérmela por dos monedas. No quiero aburrirlo con los detalles del increíble relato del loco… Viendo que Milton lo sigue atentamente, el anciano prosigue con su exposición: —La Piedra Moebius fue tallada en un meteorito metálico, probablemente de hierro y níquel. No pude realizarle un análisis isotópico, pero estoy seguro de que es asteroidal... El viejo anticuario deposita nuevamente a la piedra en cuestión en su estante dentro de la vitrina, pero —en lo que parece ser un descuido— deja la puerta abierta. Luego le dice a Crespi, señalándole unas piedras doradas: —Estas son unas rocas traídas de la Puna, de mineral de pirita… —Al que llaman el oro de los tontos… —Sí, por su semejanza con una veta de oro, pero de escaso valor. Pero si me sigue por acá tengo unas hermosas piedras de rodocrosita, de turmalina, ópalos y cuarzo ahumado… El anticuario guía a Milton por los diferentes anaqueles, mostrándole una variedad de gemas, ninguna de las cuales lo impresionan demasiado. Crespi prosigue su recorrido por su cuenta, aparentemente de forma errática, decidiéndose luego de un breve regateo por la compra de un par de piedras de mármol ónix. En realidad, estas marchas y contramarchas constituyen una maniobra de distracción: suponiéndose un hábil ladrón, el geólogo sustrae la Piedra Moebius de la vitrina abierta, para después despedirse rápidamente del anciano y abandonar la tienda. El viejo Paul sonríe maliciosamente ya que, justamente, estaba esperando que el ingenuo Milton se adueñara de la piedra. Luego de comprobar por una ventana que el geólogo se ha alejado en su auto, Paul Dalimier se retira a su oficina. Ahora se siente más animado, súbitamente vigorizado, con los colores retornando a su rostro.
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Toma de un polvoriento anaquel un viejo manual de ocultismo, lo abre en una página marcada y relee: «... la Piedra Moebius es una verdadera maldición para el que la posee. Lo atormenta día y noche. Es muy difícil librarse de ella. No puede ser vendida ni regalada sin aclararle al nuevo poseedor sus propiedades en detalle. Si es desechada, de alguna manera siempre regresa a quien la abandonó...». *** Felicitándose por su supuesto robo, Milton Crespi se lleva la piedra a su casa de San Fernando. Deposita sobre su escritorio los trozos de mármol y la Piedra Moebius. Se siente más cansado de lo habitual: se dice que fue un día largo y que se le hizo más tarde que de costumbre. Sin ánimo para cocinar, se prepara un sándwich liviano, se sirve una copa de vino y se sienta en su computadora. Pero, al intentar conectarse a Internet para averiguar más sobre su inusual trofeo, la máquina se le cuelga. Cuando al final logra resetearla, se da cuenta, consternado, de que se le han borrado docenas de archivos. Milton maldice y le echa la culpa a algún virus informático. Ejecuta un antivirus y no le aparece ninguna amenaza. Pero los archivos borrados no logra recuperarlos. Muy pronto, Milton descubre que poseer la piedra es una especie de castigo. En las cercanías del extraño objeto, los seres vivientes pierden su vitalidad: las plantas se secan y los animales desfallecen. Egon, su perro ovejero alemán, un cachorro habitualmente juguetón, se ha vuelto apático y ha perdido el apetito. Hasta el propio geólogo de a poco va perdiendo sus fuerzas y su voluntad. Además, como ya ha comprobado, los sistemas eléctricos y magnéticos sufren fallas y deterioros. Desesperado, Milton Crespi decide deshacerse de la Piedra Moebius. La primera vez lo intenta de la manera más sencilla: la introduce en la bolsa de los residuos, que luego deposita en la vereda. Se queda esperando y constata que se la lleve el camión del basurero. Increíblemente, dos días después, paseando a su perro junto a las vías del ferrocarril, observa estupefacto cómo el animal escarba en un montículo de escombros ¡y extrae a la maldita piedra! Ante su impotencia, Egon la toma entre los dientes y la lleva muy contento de vuelta a su casa. A los pocos días, toma la piedra, va hasta el Delta del Tigre y la arroja a las barrosas aguas de uno de los incontables canales. Mira cómo se hunde la piedra, temiendo que de alguna manera mágica vuelva a salir a flote. Luego de unos eternos minutos en los que no ve rastros de la misma, suspira aliviado y se aleja de allí. Después de dos semanas, cuando ya está convencido de que se ha librado definitivamente de la fatídica piedra, va hasta un vivero en el barrio de Belgrano y compra un limonero, una bolsa de tierra fértil y una de piedras decorativas para hacer el borde de un cantero. Cuando abre la bolsa de las piedras ¡se encuentra nuevamente con la Piedra Moebius! Entonces cava un pozo de un metro de profundidad en su jardín y la sepulta tapándola con las otras piedras. Arriba de todo, planta al limonero… Diez días después, para su desazón, Milton nota que el limonero recién plantado se ha secado completamente. Al acercarse ve, al pie del mismo, a la endemoniada piedra. Debilitado y al borde del colapso nervioso, Milton consulta a su médico laboral, quien se alarma y le solicita una batería de estudios que resultan ser normales. Pero, dado su estado,
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le indica una licencia médica para que descanse y se reponga. Milton se cuida de comentar acerca de la piedra. Entonces Milton se propone destruirla físicamente: primero a mazazos y luego con un taladro. Pero cada vez que lo intenta, una misteriosa fuerza lo paraliza y le provoca dolor. Es como si una directiva superior le ordenara: «No dañarás a la Piedra». Finalmente, luego de interminables intentos de librarse de ella, concibe su plan maestro. La encierra en una caja de seguridad blindada con plomo y la carga en su coche. Conduce hasta la provincia de Córdoba, hasta la localidad de Capilla del Monte, en una zona de sierras a más de 700 kilómetros de Buenos Aires. Se dirige al Cerro Uritorco, famoso por su actividad paranormal y los avistamientos de OVNIs. Allí localiza una gruta subterránea que anteriormente ha visitado en sus tiempos de geólogo aficionado. Haciendo un último esfuerzo, se introduce con la pesada caja más de cien metros bajo tierra, pasando por galerías y cavernas prácticamente inexploradas, hasta que llega a un pozo sulfuroso. Juntando coraje, arroja la caja con la Piedra Moebius al hediondo pozo. Luego de observar cómo desaparece bajo la superficie, abandona la gruta y vuelve a su casa de San Fernando en tiempo récord. Una vez de regreso prosigue de inmediato con su plan. Abandona su trabajo sin dar explicaciones y se deshace de su computadora y de su teléfono celular. Vende su casa a precio de remate y se muda al campo a un paraje desolado en plena Patagonia, a kilómetros de cualquier centro poblado. Con algunos víveres que ha llevado se atrinchera como si estuviera por venir el fin del mundo. Por último, arroja su coche por un barranco intransitado y observa cómo estalla y es consumido por el fuego. Entonces regresa caminando lentamente a su nuevo hogar, junto a su perro Egon. *** Luego de diez años de exilio, Milton Crespi vive como un ermitaño, cultivando una pequeña huerta y criando sus propias ovejas y gallinas, evitando por completo el contacto con el mundo exterior. No tiene amigos, conocidos o vecinos. Su único compañero es su viejo perro ovejero alemán. Tampoco tiene cuenta bancaria, ni figura en ningún registro gubernamental. Ha desaparecido del mundo. Pero sabe que algún día la Piedra Moebius lo va a encontrar. Las vueltas de la vida son como una cinta de Moebius: todo vuelve al comienzo y los recorridos no son tan simples como pensamos.
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Sobre la autora:
Nacida un martes 5 de enero, un día después de la luna llena del 88, hasta los 20 años vivió en Tijuana, Baja California, a partir de entonces tuvo la fortuna de hacer de Lagos de Moreno su segunda casa, durante ocho años, actualmente radica en Tepic, Nayarit. Su obran emanan de la profundidad de sus visiones, invocando crudeza, melancolía y magia en su prosa poética. Se le caracterizan por ser obras breves y precisas, siempre con un sentido irónico saturnino.
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U
n suicida un día simplemente se levanta y sabe que lo hará. Sin miramientos, la mayoría de las veces sin carta de despedida, su muerte en sí misma ya es un detalle sonoro. Supe de la senda del suicida desde mis catorce años, al darme cuenta de que estaba frente a un mundo sin valor, no tenía nada que perder, ni nada que anhelar. Jamás he intentado suicidarme eso es para los chantajistas, para quienes le han agarrado gusto a la atención, al rescate, los débiles que en el fondo solo desean vivir, intentar es solo para los románticos soñadores. Mi cosmovisión va más allá del suicidio, se nutre en la muerte, y en mi vivencia de la misma, no he sido tajante, vivo la muerte a cuenta gotas. Incluso he planteado fechas sugerentes para mi suicidio, la de los veintitrés años pasó de largo por curiosidad, ya estaba yo en mi carrera y quería ver qué tanto más podía conseguir, curiosidad o ambición, quizá ambos. No obstante pagué mi cuota y vaya que lo hice, durante meses, las horrendas imágenes sobre mi muerte de futuro inmediato venían a mi mente como flashbacks irónicos y deseados, se me presentaban a cualquier hora y donde me encontrase en ellos morí infinidad de veces: atropellado por un autobús de transporte público local, presa de un asalto a mano armada, asfixiado por error con una fuga de gas en casa, ahogado en el lago durante un viaje escolar, electrocutado al intentar cambiar una bombilla sin ninguna precaución. Las muertes parecían venir como una sensación de alivio hasta que conscientemente me hice a la idea de que esperaría a la siguiente fecha programada para mi suicidio. Justo acabo de cumplir treinta y dos años, y las imágenes en mi mente han regresado, por ejemplo, hace unos días, morí alcanzado por el fuego de una explosión en la gasolinera que queda espaldas de casa. Tengo un buen trabajo, un hogar, una bellísima esposa, y aun así sigo sintiendo que no hay nada que perder, que cualquier día puedo dejar de existir y la vida seguirá igual sin mí, se me ha dado todo sin querer, aun no encajo aquí, aunque reconozco que he sido muy afortunado. Y, sin embargo, podría despertar cualquier día sintiendo la chispa que me impulsará a hacerlo, pero no será hoy, incluso he pensado en postergarlo diez años más, estoy convencido de que el acto suicida debe prolongarse y qué mejor forma que plantarme de cara al mundo.
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Sobre la autora:
Nació en la ciudad de Mexicali un 10 de febrero de 1974. Desde niña destacó en la escritura, lectora asidua de los cómic y diarios de su época. Descubrió a los ocho años que tenía talento para escribir cartas, las cuáles se han transformado en poemas, cuentos y minifixiones. Ha participado en diversas antologías a nivel internacional. Destacando en el género de la poesía, imparte talleres en escuelas públicas, también participa a la par con el primer actor Carlos Bracho en el género narrativo. Integrante del taller la catarsis literaria. Radica actualmente en Ensenada.
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L
as horas avanzan, tú te alejas cada vez más. Mi alma desconsolada no tiene reposo. Los gritos cercenan mi garganta, el mar se vuelca contra mí. ¿Y qué te he hacer para no traerte a mis recuerdos? Si apenas ayer fuimos uno con el mar desbordante. Tus cabellos crespos enredados entre mis dedos. Siento que estoy al borde de un precipicio sin retorno. Y soy como una brújula que no sirve o una gaviota herida. Dime ¿qué he de hacer para sentirte junto a mí? Es de madrugada, los perros emiten sus lamentos. ¡Y yo intento no morir sin ti!
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Sobre el autor:
Duraham Lapitp nace en Cúcuta, Colombia (1990). A muy temprana edad se traslada a Bucaramanga, Santander, y allí cursa sus estudios básicos. Luego estudia Banca y Finanzas en las Unidades Tecnológicas. La vena poética despierta en el año 2018, lanzando su primer libro “Mellon Collie y la Infinita Desolación” en la Casa del Libro Total de la ciudad de Bucaramanga, también aparece en la primera edición digital del periódico La Eskina en enero de 2019, y hace un relanzamiento en la Alianza Francesa en el mes de abril, paralelo a esto logra primera mención de honor del Club Rotary de Argentina por su poema Flores del olvido.
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E
n el brazado paso por el desierto todos somos arena, y ni un solo oasis que pueda encumbrar las causas sociales más ínfimas. Revolución es solo una canción que dura cinco minutos de siglo.
Dejemos que el Coloso de Rodas se decante en el olvido y los demás seamos areniscas del viento y humareda.
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Sobre el autor: Carlos Gael Escobarete Ávila nació el 6 de julio de 2004, en la Ciudad de México, México. Actualmente estudiante en la ENP No. 9, UNAM. Cuenta con un poema publicado en la revista Ibídem.
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T
u corazón estaba roto desde antes de conocernos siquiera, nuestra relación de dolores constantes, ¿qué haría si acaso viera? Un fénix de fuego apaciguado tras lágrimas que caen como ceniza del cigarro que me juraste habías dejado; renace en forma de promesas vacías, es un mar repleto de mentiras. Perdóname otra vez, niño, que ella rompió tu iluso corazón. En tiempos de poco amor es mejor adaptarse, niño. Sé que aún no la olvidas, pero en todas sus citas cuando ella te juraba amor eterno, lo hacía con su guiño. Desde antes ya estaba rota, por eso dolor ella brota, con su vista cansada busca a sus pobres carnadas para cambiar su celular con pantalla rota.
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Sobre el autor: Marcos Iván Ramos Espejel, Ciudad de México, México, 5 de abril de 1990. Publicación de poema “Hacia el Llano” en Antología Hispanoamericana (1970-2000), revista Liberoamérica 2019; Traducción de tres poemas de René Char, revista Monolito 2019; Poema, “Tu poesía no”, revista Nocturnario 2019; Poema, “Un último cocodrilo”, revista Alerta Sociológica 2019, UAM; Cuento, “Una cuestión de comunicación”, 3° lugar, publicación UAM y la Ventana de Arte Incluyente 2019. Aficionado de la poesía y la escritura.
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Si es bueno vivir, todavía es mejor soñar, y lo mejor de todo, despertar. Antonio Machado
S
entado sobre la banqueta le dio otro sorbo a su cerveza. A un costado, en el establecimiento de tacos, alambres y tlayudas, una pareja, extranjeros, mantenía una cálida conversación, o al menos así le parecía, las mejillas de ambos se encontraban enrojecidas como si con las palabras que pronunciaban alternadamente acariciasen sus rostros: —Es como lo que escribía Bajtin a propósito de los héroes de Dostoievski. —¿Qué escribió? —preguntó con verdadero interés y con un lento parpadeo. —Que dotaba a sus personajes de independencia y libertad. Que la fórmula de identidad A=A no podía ser aplicada a ellos, pues el acto libre, que expresaba su naturaleza inconclusa, los hacía impredecibles. —Como a cualquier persona. —¡Exacto! —aulló triunfal—, cualquiera podría ser un personaje… solo esperemos ser uno Dostoievskiano. —¿Yo? —alzó la vista con mirada seductora—, por ejemplo, esta noche ¿me quedo o me voy? —sonrió. —Bueno, esas son dos posibilidades entre muchas. Puedes entregarte al amor o solo fingir que te entregas al amor… o puedes salir corriendo y cometer cualquier barbaridad. Eso no me lo esperaría —ambos rieron—. Pero tú, ¿qué quieres hacer? ¿Qué deseas? —No sé, aun no lo he decidido —el mesero trajo la orden de la pareja. La algazara del lugar era tremenda. En un estrecho pasillo, El Adoquín, vendedores elaboraban bisutería con piedras brillantes y extrañas, los locales de comida emanaban todo tipo de aromas, personas del extranjero y del lugar se encontraban juntas tocando la guitarra o golpeando tambores mientras cantaban y bailaban, ebrias, casi extáticas. A diez minutos, el oleaje latía con gran fuerza. La luna con su brillo tropical permanecía húmeda y deslumbrante. El carnaval fluía. Observaba aún a la pareja sin entender nada de lo que decían, pero ponía toda su atención en los gestos. —Otros que vienen a «echar pata» —murmuró. Entonces bajó la mirada y por poco deja caer su bebida del susto: las piernas de los supuestos amantes eran descomunalmente delgadas, en lugar de piel estaban llenas de pelo negro, de las sandalias que tenían puestas, en lugar de pies y uñas, sobresalían patas y puntiagudas garras. «¡La embriaguez!», pensó. Se levantó de la banqueta, Dayaxa ya se estaba tardando, solo había ido por dos cigarros —Salen más baratos allá —había dicho. Caminó sobre el pasillo y entre el bullicio para buscarla. —¡Ah, mira! —Maldijo y apresuró su paso hacia un puesto de hamburguesas. —¿Y los cigarros? —Interpeló a la que ya rato le había abandonado y le pareció ver en su rostro una nariz negra y redonda. También bigotes. Desvió la mirada. Ella lo vio indiferente con sus ojos brillantes y siguió fumando.
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—Tú eres de allá arriba ¿no?, de por el cementerio, pues. Te he visto —él tampoco contestó. La voz que le interpelaba aumentó su rabia. —¿Te quedas ahí, o qué? —Cerca, la intensidad del oleaje crecía. —Tú eres «El moreno» ¿no? Ya mejor vete, compa —le ordenó la voz. Conocía bien a quien ahora se burlaba de él. «Pero ya otro día será la mía», se dijo y se dio la vuelta con intención de marcharse. Pero su rabia. Caminó algunos pasos, aún tenía entre sus manos su cerveza, la tomó entonces por el cuello, dio de nuevo la vuelta, alzó el brazo, abrió la mano y aventó la botella lo más preciso y calculado que pudo. El golpear del oleaje ya era un estruendo como de relámpago. La hermosa mujer dejó caer su cigarro y gritó, su acompañante yacía en el suelo con la cabeza entre vidrios rotos, cerveza tibia y algo de sangre. Sin consciencia. Los hombres sentados en las mesas inmediatas, habían seguido cada movimiento del agresor sin que él se percatara. Ahora, esos mismos hombres se levantaban para ir tras él. Al mismo tiempo, del otro lado del pasillo, se escuchó un surgir de carcajadas, bulla y silbidos, algo había sucedido en el puesto de tacos, alambres y tlayudas: una silla y un quejido atravesaban salvajemente el viento. Tratando de aprovechar el estrépito, intentó huir y salió corriendo en dirección a un callejón totalmente oscuro y perpendicular al que se encontraba. Tropezó, su cuerpo sin freno se fue hacia delante, pero no cayó, alcanzó a sostenerse con las manos. Sin embargo, esa pausa fue suficiente. Una patada lo impactó de lleno en el rostro y logró derribarlo. Golpes y nuevas patadas lo sacudieron. Escupitajos, groserías y amenazas cayeron sobre él sin piedad: «¿Ya te ibas compa?». La golpiza no duro mucho, pero fue contundente. No podía moverse, su cabeza quedó recargada en uno de los muros. La mirada hacia el cielo. Durante los ataques le pareció sentir mordidas. Sí, eran mordidas. Podía tocar sobre su pata las marcas que habían dejado los colmillos de sus persecutores. ¿Sobre su pata? La luna por fin asomó. Ahí estaba, en lugar de una mano vislumbró una pata llena de pelo negro. No comprendía y la sangre comenzaba a resbalar desde su nariz a su pecho. Gritó. Eran aullidos lo que escuchaba. Algunas de sus lágrimas se mezclaron con el son febril de la noche. Volvió a abrir los ojos. Entonces apareció eso que en verdad era: pelaje negro en su totalidad, una cola corta y ancha, orejas triangulares y caídas al costado de su cabeza, cuatro patas con garras cortadas al ras y una nariz negra y húmeda. Del collar que rodeaba su cuello colgaba una placa con un nombre: «Moreno». A su alrededor, un conjunto de mesas con velas alumbraba un cálido y tropical restaurante. Arriba una luna exageradamente real abarcaba orgullosa casi todo el cielo. Aulló, se levantó, dio dos pasos y siguió aullando. Sentados, en una de las mesas, una pareja veía un enorme rottweiler sobre la arena que hacía mucho ruido. La pareja, ambos, se miraron con curiosidad y sonrieron. Cerca, el oleaje se sucedía con el ritmo lento y sosegado que tienen las exhalaciones de alguien que duerme profundamente.
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Sobre el autor: Heller Heese, nacido 12 de abril en la ciudad de Huancayo de país Perú; Cursa estudios de ingeniería y se dedica a la lectura y escritura en sus tiempos libres.
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Y
el viento errante sobre el mar, ara en las campiñas volubles de su superficie, el matorral de brumas y cantos quejumbrosos donde el sol desliza su brillante misterio, los frutos secretos arañan el cielo con rigor y pasión. Y el hombre del sol, que viene mecido en la ternura dorada del mar, ve en la noche, de aliento salado, alzarse y abrirse como brazos que crispan los vientos, las luces de eternos faros que parpadean sobre el destino un instante de salvación. Y entonces, en el hombre los rezagos de las tormentas del corazón ululan minúsculas sobre la nada. Un gesto familiar en la invocación sobre las fastuosas aguas grises próximas al extravío. Y entonces, en el alma del hombre, descienden las aves de la nostalgia con el recuerdo entre las alas, de sus pasos al hollar sobre la tierra sus sendas etéreas. Luces que cantan languidecientes rozan los hombros cansinos. Luces que cantan y se agitan trepidantes en la orilla opuesta, llenan de brillo las miradas saladas de ojos vacíos. Es la vida el correr de una luz a otra, nacer y morir, del sol hacia los faros, entre ellos el de la muerte.
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Sobre la autora: Edith Carril es médica y psicóloga social. Cursa sus primeros sesenta años y además de escribir historias clínicas, le gusta escribir sobre otras, aquellas que desde su Padua natal le hicieron conocer los universos que generan las palabras. Desde entonces sonríe. Pertenece desde el 2019, a la Escuela de Escritores CILSAM de la localidad de San Martin, Provincia de Buenos Aires y participa de varios talleres literarios, antologías de cuentos breves, publicaciones en revistas literarias como El Narratorio, Babelicus-España, UDG-México y otras. Recibió en 2018 y 2019 el Primer premio de Micro ficción Martín Fierro, Feria del Libro-CABA, Tercer premio Letras Vivas Poesía 2019, Mención especial Poesía Templarios- España, 2018 y del Festival Poesía 2020-SADE, Buenos Aires.
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E
s marzo, el cielo se enreda con las olas. El mar de San Bernardo se adueña de mis ojos, cerca hay un grupo de gaviotas en blanco buscando almejas sobre la playa. Arriba, el sol entibia la arena, por debajo estoy yo, a solas conmigo. Sentada bajo una sombrilla contemplo a mis hijos, desde lejos. Los cuatro juegan a ser niños, tal vez lo sigan siendo. Juntos hacen de la mateada, la hora del yenga. Se miran cómplices, se pelean. Construyen la torre de maderas mientras comen las tostadas hechas con pan de ayer. Es en ese preciado instante cuando me disuelvo en el aire salado de la costa y sueño. Creo ser como el viento, poder abrazarlos sin poseerlos. Sin retenerlos jamás. Quisiera. Me gustaría no medir el reloj. El mío, el de ellos. Desearía no hacerlo. Espantarlo, gritarle en la cara que vuelva después. Si hasta me parece que aún los viera cuando eran críos enganchados entre mis piernas. Cómplices rodando por los médanos, derribando castillos maltrechos. Es eso, lo comprendo muy bien, ya no son míos ciertos momentos. Me lo digo mil veces, estoy envejeciendo, las horas me invitan a soltar. Sin embargo, crezco y a pesar de dar vueltas en la cama, muchas lunas de insomnio me han costado un pensamiento. Incisivo. Pienso que bien merezco una atención: —Perdóneme, Señor Tiempo, sé que usted es un caballero, pero antes de mi partida, tendremos que hacer un trato. Mire, esta vez no será usted quien decida ciertas cosas. Lo he pensado seriamente, y tenga en cuenta que no es obra del Alzheimer ni por vejez atrevida. Tenga el favor de complacerme, yo me guardaré aquellos recuerdos, usted simplemente, quédese con el resto.
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Sobre la autora:
Del norte de México, pero desde el año 2000 ha vagado por sus playas y bosques. Diecinueve otoños han presenciado sus ojos, ahora estudia Letras Hispanoamericanas y ha participado en plataformas online y suplementos culturales del estado de Colima, publicó artículos de opinión en RedactoresWeb.mx. Por el momento sobrelleva este encierro, esperando llenarse de más motivos para continuar en el mundo de las letras.
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A todas las que ya no están, esas que nos arrebataron.
M
e gusta el olor de su vello púbico. Huele a jabón Lirio Neutro y a sudor del día completo que se mezcla con su perfume de jazmín y cerezas. Desde que conocí a Alicia se levanta a las cinco de la mañana a meterse a bañar, a pesar de haberse dormido pocas horas antes por lavar la ropa o plancharse las camisas del uniforme. Trabajábamos en Coppel cuando la conocí. Desde que la vi en su primer día de prueba, me enamoré de su cabello castaño claro teñido que siempre se amarra en una cola alta, de su figura bien contorneada en el uniforme ajustado y el cuello de la camisa amarilla que combina con sus ojos aceitunados. Siempre camina erguida, sin tambalear con los tacones que les obligan a usar, con pasos firmes y las manos bailando con su avance. Una vez nos cacharon en la mera movida en el almacén de los zapatos, como nos descubrió el supervisor tenían que correr a alguien de ley y me corrió a mí; ahora trabajo en Elektra vendiendo refrigeradores y sin poder verla las veinticuatro horas del día. Lo que más me gusta de Alicia es la pulcritud en su persona durante todo el día. Llega al departamento con el maquillaje sin corrérsele y los ojos un poco rojos por el aire acondicionado de la tienda. Se ve hermosa y reluciente; después de dejar su llavero de recuerdo de Cancún despintado sobre la mesa de la cocina, me da un beso tomando mis mejillas con sus manos frías y me deja oler los últimos restos de su perfume, se sienta a mi lado en el sillón, mientras veo alguna novela en la pantalla que no hemos terminado de pagar y recuesta su cabeza en mi hombro un rato hasta quedarse dormida. Cuando se acaba el programa de las ocho, la despierto para que cenemos y nos vayamos a acostar. Casi todas las noches me deja besarle el cuerpo completo y saborear lo que gotea de su entrepierna cuando mis labios se cansaron de relamerle el cuello. Se recuesta suavemente, como emocionada asemejando una niña pequeña que espera la arropen por la noche, abre el compás de sus piernas y se inclina para tomar mi cabeza entre sus manos, me da un beso tierno, esos que no esperarías que te dieran cuando estás bien excitado apunto de comerte sus jugos y sus vellos oscuros. Sus gemidos siempre me emocionan, hasta me sabe a esas nieves de maracuyá que tanto nos gusta comernos los domingos en la tarde, cuando vamos a dar una vuelta a la Alameda; gozo esos momentos de placer que me brinda solo recorrer con mi lengua sus labios verticales con olor a jabón. Ese olor me recuerda cuando me presentó a sus padres. Al llegar a su casa estaba muy nervioso y me metí al baño a lavarme las manos sudadas como la primera vez que la invité a comer unos tacos de tripa; me vi la cara jodida en el espejito del baño, me lavé las manos con ese jabón Lirio en el lavabo de cerámica verde militar y acomodé las cejas de gusano quemador que heredé de mi jefe. Me di unas palmadas en los cachetes y salí a conocerlos. Su papá es un hombre borracho, bien macho, pero extrañamente amable, como era de esperarse, me veía de pies a cabeza, parecía que pensaba «¿éste es el pendejo que quiere sacar a mi hija de la casa?». Yo estaba nervioso y se me había olvidado ponerme desodorante, me puse loción, pero el pinche desodorante siempre lo dejé en la cocina, Alicia siempre me lo regresa al baño. Saludé firme al señor y creo que mi apretón de manos fue el adecuado. Su mamá a un lado me vio con sus ojos maternales de aceituna, y me abrazó efusivamente; ahí me di cuenta de dónde Alicia había sacado la delicadeza de sus manos tersas, nada más que mi suegra olía un poco a cloro y a cebolla. La tarde transcurrió agradable, comimos espinazo
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de cerdo con verdolagas, frijoles de la olla y arroz rojo, todo lo cocinó su mamá. Hasta la fecha, a Alicia nunca le ha salido igual el arroz, pero los frijoles sí le quedan mejor que a Doña Meche. Cuando me despedí de Alicia y sus papás se metieron a la casa, me dijo que les caí bien. Alegre, me dio un beso efusivo en la boca y luego me abrazó, había una lluvia recia, ya nos había empapado a los dos, ella se metió a su casa corriendo y yo me fui rápido a tomar el camión para regresar a la casa, que después compartiría con ella. Ese día me sentí más que enamorado, sabía que Alicia era la mujer que me haría feliz hasta cuando ella lo decidiera, y que no me importaría aguantar todas las navidades con su familia disfuncional. Iba viendo la lluvia por la ventana del camión pensando en ella, en su cuerpo, sus ojos, su sonrisa con el colmillo torcido y sus pechos pequeños, redondos. Una misma lluvia cae como tromba sobre la pinche ciudad. Mientras me fumo mi cigarro desde la puerta de la cantina veo cómo la gente sigue pasando, algunos ya están empapados y caminan lentamente, como resignados a tener mojados hasta los calzones; otros corren con lo que tienen a la mano sobre sus cabezas y se van resguardando en los techos de los locales que comienzan a cerrar. El sabor amargo del Bacardí en las rocas que ordené, (y para lo único que me alcanza) se quedó en mi boca de chimenea. Puta gente, putos hombres de mierda. Ahora fumo como pendejo, ya no me importa nada, perdí lo único que me hacía feliz, lo único que mantenía a flote a un papá borracho y una madre sumisa, lo único que mantenía en orden a las personas de Coppel cuando era el buen fin o Navidad o el día de las madres, la única persona que guisaba sabroso, esa a la que le agarraba la mano en la Alameda, que le gustaban los chicharrones preparados de la feria de San Isidro, esa que nunca me rechazaba las cumbias en las fiestas de mi familia, esa que me besaba dulcísimo, esa que me regalaba sus jugos que calmaban mi sed, que me obligaba a ir a misa a rezarle a mi jefa, que en paz descanse, esa que tenía los ojos para mis hijos. ¿Qué chingados puedo hacer ahora? Se la llevaron, no dijeron agua va, no dejó de amarme, no dejé de amarla, solo desapareció. Voy al baño tambaleándome. Es la una de la mañana y ya me cansé de pistear Bacardí blanco y fumar Winston rojos, me veo en el espejo manchado de humedad y chillo como maricón por Alicia. ¿Por qué te fuiste, solecito? ¿Adónde te llevaron? ¿Por qué chingados no fui por ti al trabajo esa noche? ¿Por qué nos dejaste? Ya pasaron dos semanas y no la encontramos, se la robaron saliendo del trabajo; el velador dice que pasó un pinche viejo gordo que la subió a la fuerza a una camioneta blanca con los vidrios polarizados. Estaba lloviendo igual de fuerte que hoy, por eso no pudo ver las placas. Pinche guardia pendejo, por eso no contratan viejitos. Pero el señor qué culpa tiene, no es su trabajo cuidar mujeres que salen solas por la noche, él solo ve que no roben esa tienda pitera. Mis manos me duelen de agarrar con furia el lavamanos sucio, ya mis lágrimas saladas se me meten a la boca y el moco que chifla canta en el baño con olor a vómito. Me limpio la cara, me lavo las manos, pero el puto jabón es Lirio blanco. Vuelvo a chillar como chamaco que quiere a su mamá. Yo quiero a Alicia, quiero a mi amor, quiero a la mujer con la que me iba a casar. Ya tenía el anillo guardado entre las corbatas. Pateo con enojo incalculable la puerta de metal de un baño, me punza el pie mientras me mientan la madre desde adentro. La lluvia cae fuerte, resuena en las láminas del techo y la música de José Alfredo Jiménez lucha con sobrepasar ese llover ensordecedor. No ha dejado de llover, llueve, truena, relampaguea. ¿Por qué se la llevaron? ¿Por qué se las llevan? Me hubieran llevado a mí, no a Lichita. Pinche lluvia, ¡ya cállate! Pago mi cuenta con todo lo que gané en la semana y salgo de la cantina. Los camiones ya no pasan, voy a tener que irme en taxi. ¿Pero para qué chingados regresaré a mi casa? No hay nadie, a parte todavía
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está el olor de Alicia impregnado en las paredes, sus cosas siguen sobre la mesa de la cocina y hasta hay cabellos suyos en la coladera de la ducha. Estoy todo empapado, para qué regresar a esa cueva sin luz. Corre el agua en ríos por las calles, en mi cabeza solo resuena la lluvia y el nombre de mi amada arrebatada: Alicia. Parece que el cielo terminará desplomándose, se intensifica el caer filoso de la lluvia, esta lamina del local de los helados no me cubre nada, parece que la va a tumbar el viento. Son las cinco de la mañana y caminé hasta aquí a la Alameda. Veo a Alicia en todos lados, así como en la foto que llevo en la cartera, parada en medio del parque comiéndose una nieve. No cesa mi llanto ni el llanto del cielo, sigue el frío, sigue la tormenta; no ha dejado de llover, Alicia, cómo cuando estabas tú.
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engo diferentes tipos de amistades... Tengo la amiga que da excelentes consuelos, la que te pone a pensar con sus palabras que a veces terminas más enredada en el pensamiento. También tengo la amiga que está igual de perdida que yo, pero sirve de excelente desahogo... o la que te hace ver que te quitaste una ladilla y hasta llega a tener razón, y está la amiga que llega sola, porque la intuición le llama. En fin, mis amigas.... que cuando caigo se convierten en mi colchón, en mi soporte y en mi faro a la deriva.
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Sobre la autora:
Nacida un martes 5 de enero, un día después de la luna llena del 88, hasta los 20 años vivió en Tijuana, Baja California, a partir de entonces tuvo la fortuna de hacer de Lagos de Moreno su segunda casa, durante ocho años, actualmente radica en Tepic, Nayarit. Su obran emanan de la profundidad de sus visiones, invocando crudeza, melancolía y magia en su prosa poética. Se le caracterizan por ser obras breves y precisas, siempre con un sentido irónico saturnino.
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ecidió pisotearles, llevaban días introduciéndose y hurtando para sobrevivir, a Irene le parecía más una invasión. No se conformaron con ir a visitar cada tercer día, o tomar solo lo necesario, ellas buscaban abastecerse, encontraron una mina de oro color marrón y no la dejarían. Cada noche, al servir la cena de los gatos, ellas aguardaban su porción, minutos después, ya se habían abierto paso hasta los platos coloridos, a veces ordenadamente, otras amasándose junto a las croquetas, pululando. Irene como digna mujer de casa obsesiva se irritaba más en cada visita. Hasta el día de la lección. —Aprenderán a la mala —dijo mientras, pisoteando aplastaba a todas las hormigas visibles. No era la primera vez que se atrevía a hacer algo en su contra, ya antes les había barrido de vuelta hacia la entrada, pero esta vez, su ira inundaba el ambiente, pateaba y pisaba desquiciadamente, les había hecho frente sin ninguna careta, regocijándose al verlas tambalear heridas. Esa noche, después de la cena se fue a dormir plácidamente, y ellas no volvieron la siguiente tarde, ni la siguiente. Irene pensó que habían aprendido la lección, pero el futuro le tenía preparado una sorpresa. Dormitando, bajo sus blancas sábanas, inconsciente comenzó a sentir un cosquilleo que se extendía desde la punta de sus pies hasta su rostro en todas direcciones, abarcándola cada vez más como una marabunta descontrolada sobre su cuerpo. Su palpitar se aceleró de apoco, seguida de una respiración agitada esperando aterrorizada un piquete tras otro… hasta que una diminuta mordida la quebranto. Despertó asustada, inmediatamente se levantó, sacudiendo sus piernas, y cabeza, golpeteando sus brazos, mientras gritaba descontrolada, encendió la luz y a prisas esperando el horror más grande, levantó las sábanas, no había nada, ni una sola hormiga le acompañaba. Cuando cayó la siguiente tarde, Irene esperaba sentada en la mesa a que llegara la hora de atender a sus gatos, ellas después de ausentarse días, llegaron justo a tiempo. Cualquier persona en su sano juicio habría mandado a llamar a un exterminador. Pero Irene pretendía acabar con esa guerra justo por su propia mano. —De ahora en adelante les dejaré comer, podrán tomar únicamente lo que este en el piso —dijo, con una voz suave entre quebrada, al tiempo que echaba las croquetas derramándolas fuera de los platos, mientras en su brazo podía vérsele una ligera hinchazón.
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Sobre el autor: Egresado de la Maestría en Escritura Creativa por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM). Ganador del I Concurso de Cuento del Grupo Editorial Caja Negra (2019). Finalista del I Concurso Iberoamericano de Relatos BBVA-Casa de América “Los jóvenes cuentan” (2007). Es autor de Cuentos del Vraem (2017), El cautivo de blanco (2018), Los bajos mundos (2018) y Cementerio prohibido (2019).
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a ansiedad de fin de año me producía náuseas, cierta desesperación y gran fatiga emocional. Cuán lejos entonces se hallaba el niño tierno que, jubiloso, escandaloso y triunfante (luego de ganar el diploma escolar), celebraba la llegada de Navidad y de Año Nuevo. Ahora las dificultades económicas, los gastos de subsistencia, y la lucha por mantener a la bella Helena a mi lado, cuyas discusiones acaloradas y las crisis habían crecido como los centígrados de un termómetro en el sobaco de un afiebrado, me tenían al borde de la locura. Sin embargo, aquella mañana la esperanza afloraba en mi pecho, pues compraría el diario que presentaría la lista de los mejores autores del año. Tenía cierta fe de encontrar mi nombre. Mi última publicación disfrutó de buenas críticas y elogiosas reseñas. Incluso a mediados de año fui reconocido con un galardón literario. Gozaba la certeza que esta vez tocaba mi turno. Cuando aseguraba la puerta del departamento, vi a la vecina expectante. Con los cabellos casi despeinados, el mandil manchado y unas pantuflas infantiles, parecía una persona extraña. ―Joven, debería cuidar a su perro. Ayer casi lo atropella el camión de la basura. Tenga mucho cuidado ―dijo. ―Oh, entiendo, doña Bertha. Es que lo dejé a cuidado de los chicos del 205. Ya se disculparon. ―Debería tener cuidado de don Orestes y sus hijos. Son desordenados y no respetan el horario de recojo de la basura. Lo amontonan cuando se les da la gana y a veces amanece sucia la vereda del frente ―dijo e hizo una pausa―. ¿Usted sabe? La miré con inquietud y respondí: ― ¿Qué cosa, señora? ―Cuando la basura no es recogida, el hedor llega a nuestras casas y las moscas aumentan. Y eso es asqueroso. ―Entiendo, doña Bertha, lo tomaré en cuenta. ―No les diga que los odio, joven ―dijo y, rápidamente, se dio la vuelta y se metió a su habitación. Aunque lo sospechaba desde el inicio, recién tuve la verdad confirmada. Tuve que bajar al primer piso sin saludar a nadie. Al pasar por el 205, cuya puerta cerrada parecía amortiguar la bulla interior, me asaltó la duda de avisarle a don Orestes que aquella vieja loca les guardaba rencor; pero decidí continuar mi camino. El sol de diciembre, turbio y arenoso por la contaminación, pareció recibirme sin brisas ni aires apacibles. Los bocinazos cortantes, los ladridos de los perros, un carretero de frutas ofrecer sus productos con altoparlantes, el olor a gasolina y petróleo, me hizo soltar un escupitajo con bilis. Antes de ir al puesto de periódicos, decidí desayunar el plato de la semana. La señora del mercadillo de la cuadra, como si tuviese la imaginación insípida, repetía el desayuno para cada día en particular: lunes, sopa de coliflor; martes, mondonguito italiano; miércoles, saltado de pollo; jueves, escabeche de pescado; viernes, apanado con papas fritas; sábado, seco con cabrito; y el domingo siempre el estofado de pollo, con cebiche y papa a la huancaína. Y como siempre se repetían los platos en ese orden, desayuné seco con cabrito, que era, según mi paladar, el mejor plato de la semana. De pronto, cuando me limpiaba con la servilleta, decidí averiguar ciertas dudas y le pregunté a la señora de la comida si sabía de algún lío grave entre Don Orestes y
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doña Bertha. Sin embargo, la señora no sabía mucho del asunto. «Solo discusiones por la basura, joven, luego de ahí nada más», dijo. Aquella respuesta me asustó un poco. «Recuerdo que Don Orestes la tildó de loca», recordó. Al llegar al puesto de los periódicos, compré el ejemplar de inmediato. Ni siquiera vi la portada ni las llamadas de carátula. Además, el muchacho que atendía me caía mal. Siempre arqueaba el ceño y nunca te miraba el rostro. Sin embargo, aquella mañana pareció sonreírse al verme, como si recién se enterara que yo era escritor. Un escritor. Un escritor reconocido. Un escritor cuyo nombre aparecía en la lista de los mejores autores del año y, por qué no de acá diez años, de la década. Me alejé apresurado, como si aquel esbozo de sonrisa hubiese sido el anuncio del triunfo esperado. Como un caminante apresurado, regresé sin mirar nada. Ni el diario, ni a las personas, solo contemplando cabizbajo el sabor de la victoria. Tanto había esperado aquel momento. Al subir de dos en dos las gradas, abrí tan presuroso la puerta que casi la llave se me escapó de las manos. Me dirigí de inmediato al sofá, me arrebujé en la comodidad, abrí de par en par el diario y, como si todo lo calculara con premeditación, me dirigí a la sección de Cultura y Espectáculos. Ahí el titular, con letras enormes, rezaba: «Los mejores libros del año». Extasiado, frenético, emocionadísimo, leí desde la primera letra mayúscula inicial hasta el punto final del artículo; pero, como por arte de brujería, no pude ver mi nombre. No, no lo encontré. Al leerlo de nuevo y, casi saltándome las frases, no miraba mi nombre. Otra vez. Diablos, leía mal. Otra vez. Nada de nada. Parecía que leía mal. ―Mierda ―susurré con cólera y desesperación. Destrocé el diario atropelladamente. «Fraude, no puede ser otra cosa que fraude», pensé con el rostro rojo de furia y decepción. Tuve que esperar más de quince minutos para serenarme y leer con calma el artículo de aquel critiquillo. Tuve que beber dos vasos de agua. Dar vueltas de un lado a otro y, por fin, sentarme a respirar profundo. Todos los libros los había leído y encontré incluso algunos que tenían errores de estilo y hasta ortográficos. No muy evidentes, pero que revelaba la falta de madurez del autor. Sin embargo, era ya, lo peor de todo, un hecho. No había vuelta atrás. Al encender la laptop, dispuesto a trabajar corrigiendo diversos textos literarios de diferentes autores, escuché sonar el timbre quejumbrosamente. Recordé la visita de Helena y no me equivoqué. Entró furiosa sin saludarme, agitadísima, y escupió lo que la atormentaba: ―Mi esposo quiere el divorcio ―gritó con el rostro fruncido―. Y no estoy dispuesta a perderlo así por así… Al menos por mis hijos… La miré con perplejidad. Solo me faltaba esto. Sentí un nudo agrio en la garganta. Un absurdo que me absorbía de pies a cabeza. Una impresión terrible que me hervía el rostro. De pronto, quería explotar, pero me contuve. ― ¿Y tú, no tienes nada que decir? ―volvió a decir. ―Será mejor que te calmes. Dijiste que lo tenías todo controlado. ―No, no. No me entiendes. Te termino, y esta vez definitivamente. Sentí un golpazo en el caletre. Si en otra ocasión aquellas palabras habrían destrozado mi corazón de pena y de dolor, como si me quitaran el tesoro más preciado, en aquel momento enfebrecía mi cabeza de malos pensamientos y de una furia galopante. ― ¿Qué pasó…? Todavía… todavía no me explicas qué pasó. ―Qué va pasar, pues. Alguien le fue con el chisme, y él ahora está hecho una fiera. Nunca lo vi tan molesto…
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«Un maldito chisme», pensé en un segundo. Al instante, con el rostro hirviéndome de incomodidad, dudé en tratar de ser amable y cordial, y solucionar dicha encrucijada de la forma más idónea y amable posible, como procedía en mis ratos de mayor lucidez mental; o comportarme como una bestia y mandar todo al diablo. Al fragmento, miré su rostro desencajado por la desesperación. ―Eso es todo. Me voy ―expresó con resignación. ―No puedes irte y dejarme así por así. ―Lo siento. Lo siento mucho. Lo nuestro solo fue un juego y este es el fin ―dijo y se dio la vuelta rápidamente, y salió con prisa del departamento. La puerta al cerrarse, creí que iba volverme loco. Pensé con desesperación: «Otro fin de año se va al diablo». Y lloré.
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Sobre el autor:
Jesús de la Rosa nació el 12 de Julio de 1999 en la Ciudad de México, actualmente estudia la Licenciatura en Enfermería en la Facultad de Estudios Superiores Zaragoza UNAM. Ha publicado cuentos en diversos Fanzines como Nación Alíen, La Calaca Cultural y publicado en distintas antologías de editoriales como La Sangre de la Musas, Criptomórfica Editorial y Editorial Alebrijez. Su principal género es el terror, pero en esta ocasión especial nos trae un texto completamente diferente.
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e enviaría una carta a puño y letra para decirte por todo lo que he pasado, explicando cómo todo ello me ha traído de vuelta a tu recuerdo. Pero ¿qué me hace pensar que siquiera me recuerdas? ¿Qué me hace pensar que soy (o fui) especial como para que después de tanto tiempo seguirías recordándome? En especial, después de todo lo que pasó…Te pediría en ella que, por favor: no enviaras respuesta alguna. Agregaría en el sobre «léase una vez y calcínese». Es cierto, ya no soy lo que era. He cambiado mucho en los últimos años pues fue precisamente el tiempo quien me llevó a reflexionar mis acciones. Mi mente se convirtió en una máquina del tiempo llevándome tantas veces al pasado durante las noches y muchas más al futuro durante el día, soñando despierto. Viendo a mi alrededor, el presente donde estoy parado y cuestionarme sobre las decisiones tomadas. Esta vez he decidido tomar el eco de tus recuerdos que siguen resonando en mi mente hacia mis manos y plasmarlos en papel. No puedo alterar todo otra vez, modificar cosas que son mejores como están. Ha pasado tanto tiempo que no podría predecir la más mínima reacción que mis letras causarían. El aleteo de la mariposa no puede volver a generar otro huracán. Soy tan egoísta que por un momento me sentí lo suficientemente especial como para pensar que, de enviarte una carta: me recordarías. Para pensar en una buena reacción después de toda la destrucción que causé. Después de todo el daño que hice…He abierto todo mi panorama de forma holística, así como mi visión en el otro. Esta noche mis recuerdos toman posesión de mi ser cual demonios para escribir sobre ti: a nadie. Igual que un loco hablando solo por la calle. No, no he olvidado. Por supuesto que recuerdo cuando subimos el puente en bicicleta. La primera vez que hablamos frente a frente. La primera vez que salimos y te vi venir con esa sonrisa y mejillas sonrojadas. Nuestro primer recreo juntos. Tus peculiares moños que podían verse desde formación. Las veces que los profesores me preguntaban cómo era posible alguien tan tranquilo como yo, con alguien que tantos dolores de cabeza les causaba (no puedo evitar sonreír cada que lo recuerdo). Cómo olvidar también a la prefecta amargada enfocada en separarnos o mirarnos con deprecio desde algún edificio, sobre todo (aunque no estuviste para verlo) hasta hablando con mi madre de ti y de nuestras conductas inmorales, la decadencia en que caíamos. Lo confortable de cerrar los ojos contigo recostada en mi pecho y yo sobre tu cabeza mientras podía oler tu cabello descansando de una exhausta jornada escolar extendida. El nerviosismo que me invadía al verte o encontrarte por algún pasillo o salón antes de receso. Ahora puedo confesar que no te evitaba como lo pensabas: sino que no sabía cómo reaccionar o qué hacer. Aquella vez que tus amigas me ayudaron a cantarte una canción que llevaba tu nombre, sentí haberlo hecho terrible. Sin embargo, te gustó tanto que supongo que se lo contabas a todos de la misma forma en le contaste a mi propia madre: con ese entusiasmo que ella todavía recuerda. Ahora que lo pienso ni siquiera sé de dónde salió el valor y la voluntad de hacerlo en especial por mi personalidad, pues jamás he vuelto a hacer algo similar. Recuerdo tu rosada mochila favorita con esa extraña muñeca que tocaba una guitarra: siempre tenía dulces, aunque sabias que era yo quien los tomaba a escondidas; siempre seguía encontrándolos en el mismo sitio. Esas tardes de pizza y películas en las que la noche no tardaba en aparecer, hay veces en las que pareciera que el aire que respiro cuando paso de nuevo en horarios similares me hace recordar con mayor facilidad cuando te acompañaba de vuelta a casa tomados de la mano y el cómo solías regañarme porque no estaba abrigado. Las pláticas en el parque. Las tantas cartas siempre llenas de tanto por decirme, llenas de color y detalles que nunca llegue a superar con mis intentos por decorarlas en la forma que lo hacías.
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Aún conservo una que leo cada que el eco resuena y me atormento por no haber conservado todas, por no guardar algo tan especial y poderoso como las palabras. Y por supuesto, recuerdo los momentos de risas y lágrimas que compartimos en su momento. Recuerdo a esa chica de corazón sensible… En especial el callejón de nuestro primer beso: el lugar donde todo comenzó. Recuerdo tu abrazo volviéndose cada vez más fuerte, tu aroma e incluso pareciera que aún puedo sentir ese rasposo suéter verde en mis mejillas mientras seguía sin soltarte. ¿Sabes qué recuerdo por sobre todas las cosas? Tu voz quebrarse. La voz de la inocencia preguntarme: ¿Quieres que te bese? Debo confesarte, que: lo visito cada que algo me mueve hacerlo. Lo hago para detenerme a encontrarme con pensamientos y sentimientos que mi persona quiso sepultar Recuerdo que estaba por llover y se te hacía tarde. Tu suspiro al momento de besarnos y que cuando abrí los ojos un momento; vi tu rostro con esa sonrisa infantil que no puedo desvanecer de mi mente. Unos segundos después abriste los tuyos; te sonrojeaste de inmediato abrazándome para que no te viera. Nos quedamos unos minutos sin decir nada, solo abrazados. A veces tengo el absurdo miedo que cuando lo visito me encuentres por casualidad sin saber qué decir en caso de que me preguntes qué hago ahí. Después de todos estos años me di cuenta del daño que causé. El que éramos tan solo (prácticamente) unos niños, no justifica mis acciones. Que, aunque es cierto que la culpa es en pareja y el «no eres tú, soy yo» no existe: nadie merece ser herido destrozando algo más que una relación, que una virginidad: su inocencia. Eres el principio, eres mi efecto mariposa. Pienso en qué hubiese pasado si todo hubiese sido diferente. Aquellos viajes en el tiempo hacia el futuro me han mostrado cientos de realidades alternas, me ha llevado a la reflexión y a darme cuenta de que, aunque todo sea estable para mí, había formas de tratar lo nuestro sin lastimarte. Las cosas ya no pueden repararse. Pienso firmemente (y yo también respondería) en que es tarde, en que ya no tiene sentido. No entiendo, no logro comprender cómo es que las personas pueden dejar atrás el pasado sin importar nada y empezar de nuevo cayendo una y otra vez en el mismo error sin ser atormentados por esos ecos. Eres mi principio porque después de ti me prometí no volver a herir de la misma forma, me propuse cambiar y esforzarme por ser mejor. Incluso lo fui hasta el final cuando para no lastimar: dejaba pasar las mentiras de las que estaba rodeado para evitar dañar otra vez. Simplemente dejaba caer la culpa sobre mí para no hacer sentir siquiera culpable a nadie. Ahí fue donde me di cuenta de que, con quienes debí ser cruel no lo fui por no querer volver a lastimar a nadie. Y con quien me llegó a contar sus más íntimos e infantiles pensamientos, quien entregó toda su inocencia ante el llamado amor: le falle. Con tal gravedad que los ecos permanecen en mí. Finalmente, en esta fría noche, música, tu carta a un costado de mi taza y nuestra foto favorita solo podría decir: gracias. Si pudiera tener la oportunidad de hacerlo te pediría perdón con la sinceridad de años de aprendizaje. Eres mi final porque gracias a ti aprendí la lección. Soy otra persona. Todo es mejor como está y no sería correcto molestarte otra vez con mi presencia. En verdad: te aprecio. Cuida mucho de ti.
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ómo desconfigurar a la mente de recuerdos que fueron bellos con un final doloroso. ¿Cómo no recordarte? ¿Cómo decirle a mi mente que te olvide? Sería tan fácil solo seguir la receta del desprecio y olvido... sería tan fácil solo entregar mi cuerpo. Pasa el tiempo y solo decía creer que te había olvidado, hasta que llegó de nuevo esa fecha sin olvido, donde el inconsciente me hace recordarte sin acordarme.... ¿Cómo pudiste ser tan mierda y jugar así con mi amor?, sé que he perdonado la tradición. Ahora no entiendo porque el recuerdo, porque el dolor, porque el miedo al amor si ya no dueles en mi... me doy cuenta que uno perdona y no olvida, se olvida precisamente el hecho de traición y queda ahí firme sumergido entre emociones el dolor que se sintió... ese ego herido, esa burla al corazón, ese jodido sentimiento de incertidumbre cuando tú jugaste a traición. Ahora vives tu cuento feliz y yo aquí desenredando este meollo de pensamientos y frustraciones donde ya no dueles, donde me tengo que encontrar yo.
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