Perro Negro de la Calle No.55 Abril 2021

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iento una suerte de escalofrío que recorre mi nuca; ¿la pandemia está menguando? O, por el contrario, ¿se prepara para una nueva bofetada a la humanidad? No lo sé, la incertidumbre es abismal. Por lo menos, en mi país, todos creemos que se está apagando el virus… siento que la ingenuidad la pagaremos caro. Pero, en fin, dejemos que el devenir haga su trabajo, o, como diría William Dietrich en La clave Rosetta: «Yo he hecho todos los cálculos, el destino hará el resto». Mientras la historia toma su curso, este can también hace la suya, y como no podría faltar, este número 55 es la voz de los autores de Latinoamérica que respondieron al ladrido. Cada una de sus obras es un reflejo de nuestro presente, de una u otra forma, y es por eso que esta revista, este proyecto, es sin duda un arca de la memoria de este último lustro, no solo de nuestra ciudad, sino de la comunidad cuya lengua madre es la de Cervantes. Y así comienza un nuevo episodio de este perro azabache, ya el 55. Y como últimamente he tenido la mente y ojos bien puestos en el imperio romano y su historia, me permito esta cómica licencia para finalizar el prólogo: ¡Ave, lector, los que escribimos te saludan!

Amaury R. Ledesma

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Sobre el autor:

Francois Villanueva Paravicino. Escritor peruano (Ayacucho, 1989). Egresado de la Maestría en Escritura Creativa por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM). Estudió Literatura en la UNMSM. Ha publicado Cuentos del Vraem (2017), El cautivo de blanco (2018), Los bajos mundos (2018), Cementerio prohibido (2019) y Azares dirigidos (2020). Textos suyos aparecen en la antología Recitales Ese Puerto Existe, muestra poética 2010-2011 (2013) y en diversas páginas virtuales, revistas, diarios, plaquetas y/o; de su propio país como de países extranjeros. Ganador del Concurso de Relato y Poesía Para Autopublicar (2020) de Colombia. Ganador del I Concurso de Cuento del Grupo Editorial Caja Negra (2019). Finalista del I Concurso Iberoamericano de Relatos BBVA-Casa de América “Los jóvenes cuentan” (2007).

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uenta la historia de un jovencito de peinado elegante con crencha en medio de cabellos lisos, ojos garzos y redondos como canicas en párpados gatunos, labios rosáceos de efebo hermoso, temple firme en el rostro de aires seductores. Usaba una tela inmaculada amarrada a la altura de la frente, un mangacero celeste plateado pegado al pectoral, un pantalón dril negro con broches de acero, y zapatos charolados de gruesa planta. La importancia de su pasado, que se remonta desde el inicio del nuevo milenio, está cargada de oscuridad como la noche sin luna ni estrellas. Enemigo del tedio como los capricornio y corrompido por las malas compañías, a los trece años —cumplidos en enero del 2000—, se unió a la pandilla Los Jinetes Nocturnos, conformada desde chiquillos de diez años hasta avezados delincuentes que robaban autos y casas, y mataban con arma blanca o pistola. Entre ellos le llamaban Jean Danny, quien con el paso del moho del tiempo se volvió el más prestigioso entre la juventud despistada de la organización criminal, y el más bello cual oveja blanca, escapada del redil, en medio de una jauría de lobos de filudos dientes. Entre Los Jinetes Nocturnos, que albergaba a más de treinta matones, cada uno cumplía un rol funcional, aunque trabajaran en dúos, en tríos o en bandas de cuatro o cinco, pues existía responsabilidad grupal de cada uno. Los delitos de esta organización se relegaban según la vulnerabilidad de la seguridad huamanguina; sin embargo, Jean Danny operaba en otro ámbito de la criminalidad: el del estupro contra jovencitas que salían a las discotecas de peor reputación. Lo hacía porque era el más indicado: simpático de rostro doncel y de ánimos parranderos, y poseedor de una dotada virilidad fisiológica. Las chicas lo elegían a él, aunque este ya las tenía seleccionadas. En efecto, las lozanas chicas eran ultrajadas sexualmente por Jean Danny, quien aprovechaba el estado de embriaguez de ellas luego de una maratón de alcohol y drogas, tras entregarle la confianza y cariño depositados en él, y este, una vez aprovechado, las dejaba dopadas en manos de sus camaradas para que las hicieran «cola». La fama de Jean Danny creció hasta convertirse en un mito urbano: por las calles de Huamanga, en el refugio de las sombras, en los antros, existía alguien tan bello, muy joven, como Don Jean el Desflorador. Y mientras los funcionarios corruptos despilfarraban los bienes de las arcas del estado, ocurrían sequías o heladas en las zonas altoandinas de la ciudad atizando el hambre de los hombres de campo, proliferaban las zonas de perdición carnal y espacios para los vicios en las periferias urbanas, escaseaban los implementos policiales de las fuerzas del orden, aumentaba la fe ciega en nuevas religiones de falsos profetas como en los últimos tiempos, Jean Danny y sus compinches hacían de las suyas con total impunidad. Sin embargo, cuenta la leyenda que Jean Danny, al cumplir la mayoría de edad, dejó la ciudad de las iglesias y los muertos, huyendo hacia los valles frondosos del norte, y los motivos fueron que obró así por su vida, ya que lo buscaban para matarlo, cuentan, porque se metió con la hija de un «fuerte». Según informó la prensa en las portadas y notas interiores, la quinceañera murió desangrada en una casa abandonada de la Vía de Evitamiento, tras recibir varias puñaladas en un intento de violación. Sobre los culpables, poco tenían que informar, algo que no ocurría en el mundo del hampa, donde la cabeza del depredador sexual y sindicado del asesinato tenía un precio atractivo. Jean Danny, que temía más de los avezados matones de su calaña que de las fuerzas del orden, huyó lejos con un miedo espeluznante, a cientos de kilómetros, y se refugió en la selva. Ahí, en una caverna rocosa, entre la espesura de los cacaos, bananos, piñas, cafés y quinas, y otras especies de árboles, donde las lluvias con truenos y rayos eran más abundantes que en la sierra. Empezó a subsistir comiendo frutas, hierbas, animales cazados, y saliendo a ver desde lejos y de vez en cuando cómo se desarrollaba la vida en su normalidad en los

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pueblos aledaños al Apurímac. Nadie sabía de su paradero, ni los «carroñeros», ni sus persecutores, solo un enigma mórbido persistía en su persona. Una tarde, ya un poco hastiado de la soledad agobiante, cuando meditaba la posibilidad de vivir desapercibido entre los aldeanos de las comunidades cercanas, mientras se bañaba en las aguas cristalinas de un río delgado, distinguió entre los follajes espesos que una mirada luciferina lo espiaba. Trató de disimular y así se cambió y se fue hasta cierta distancia. Entonces, ya alejado, armado de una piedra y un cuchillo en las manos, regresó y buscó al espía con gran cautela, pero no lo encontró. Quizás era producto de su imaginación y no creyó conveniente todavía una pronta partida hacia otra guarida. Otro día, mientras descansaba sobre el pasto con una brizna de hierba entre los dientes, el ruido de unos pasos pausados pisando las hojuelas lo alertó, más al aguzar la vista, paseándola por todas partes, no encontró al visitante. Luego de pocos días, sucedió algo semejante. Escuchaba algunas voces que hablaban sobre él, voces extrañas, confusas, emergidas del verdor espeso como susurros endemoniados, por lo que creyó que tenía que cambiar de morada, y pensando que la noche era el mejor momento, alistando su liviano equipaje, se enrumbó. Amparado en la oscuridad y a la luz del plenilunio, convencido de que sus enemigos dormían y que no tardarían en continuar con el hostigamiento psicológico, a las dos de la madrugada, partió rumbo incierto, hacia arriba, siempre arriba. Cuando empezó a clarear y el sol a verse con imponencia áurea en el horizonte montañoso, con la vista apañada por el cansancio, se le apareció su propia imagen que se le acercaba con lentitud: pelo desgreñado, ojos cansados y rojizos, vestimenta sucia, y, de forma horrible, su boca se mostraba bañada en sangre. Abrió más los ojos estupefactos de terror y la sombra se esfumó; sin embargo, tras ella venía un ser mítico de la selva: El Chullachaqui. Era un vejestorio con cabellos pardos crecido hasta el hombro, una barriga dionisíaca, unas manos peludas, un pie humano y otro de jabalí doblado hacia atrás, y vestía apenas un taparrabo y sujetaba un báculo. Solo entonces Jean Danny comprendió su perdición, pues aquel ser, como había escuchado en los burdeles lóbregos de los Bajos Mundos cuando fue más joven, era el guardián de las selvas que perdía a las almas más negras, más blancas, las ánimas que poseían un estado de mayor exageración, más graduación de sentimientos, que en algún momento había ofrendado su alma por algún deseo oscuro e ilegal. Apenas vio como el báculo le golpeó la frente, antaño adornada con la franela blanca, sintió sumergirse en un laberinto sin salida, como ser enterrado aún con vida en una tumba inexpugnable. Así lo escuché.

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Sobre la autora:

Paulina Luisa Sarfson, nació en provincia de Buenos Aires, Argentina en 1962. Publicó cuentos por concurso en Editorial Dunken, Ciudad de Buenos Aires. Primer Lugar Concurso Rotary Club s, Ciudad de Buenos Aires 2018/ Primer Lugar Concurso Plaza de los Poetas Quequén, Buenos Aires 2019/ Mención especial concurso ASBAN, Buenos Aires 2020. Selección cuentos para revistas de Latinoamérica 2021. Periodista medios escritos y audiovisuales. Redactora. Correctora. Postítulos en Escritura y Literatura, Ministerio de Educación de la Nación Argentina. Coordinadora de Talleres de Periodismo y Publicidad en Escuelas Medias Ciudad de Buenos Aires y de Talleres de Escritura de manera autónoma. Invitada Secretaría de Cultura, Municipalidad de Vicente López, Buenos Aires, Argentina, donde reside desde 2010.

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l sol comenzaba a reflejarse en el agua que la rodeaba. Marina tocó su gorra blanca de capitana y sonrió. Recordaba a su padre pescador, hijo de pescador, nieto de pescador. Él y sus hermanitos habían crecido entre ríos, canoas, pobreza. Todos novios del agua, ya de grandes se desparramaron por los pueblos de cerca viviendo de changa u oficio más o menos decente. Marina en cambio no tuvo hermanos. Cuando su mamá murió, el papá ya no quiso otra compañera en su rancho que no fuera su pequeña. Hombre rústico del Paraná, con poco en los bolsillos, la supo criar bien; amor, dedicación, y ayuda de las monjitas que le enseñaron a leer y escribir a la niña. Don Saúl no sabía de letras. Solo sabía del agua, de peces y de devoción por su hija, el río, los barcos y las historias que traían al pueblo los que trabajaban en las barcazas que atracaban en el muelle de madera. Escuchaba, preguntaba, se reía y creía todo. Después le relataba esas mismas historias a su hija, cuidando de no asustarla con monstruos ni palabrotas que nunca se permitió repetir. Los grandes barcos, los puertos del mundo, los océanos, los cuentos de submarinos, las sirenas. —Usted, hija, va a ser la primera mujer capitana —le dijo convencido el día en que le regaló una gorra blanca con visera y ribetes azules y dorados. Durante años, sentados al borde del río, la pequeña escuchaba una y otra vez esa profecía de su adorado padre. Marina cerraba sus ojitos bajo las tupidas pestañas negras y soñaba con cada regreso al puerto, al mando de su barco. La gente feliz esperándola y agasajándola entre aplausos y serpentinas de bienvenida. Creció siguiendo su único destino. Todo había salido como su padre le había prometido, era la capitana de su barco. Así debía ser. Volvía a casa después del arduo trabajo. Hizo las mismas maniobras de cada día al llegar al muelle del pueblo. Estaba orgullosa de lo que había conseguido esa mañana; en sus agrietadas y callosas manos cargaba un sábalo de buenos kilos. Sus cuatro críos en el rancho la esperaban felices, y esa presa mitigaría el hambre por varios días.

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Sobre la autora: Zulema Holguín Sánchez. Originaria de Balleza, Chihuahua (México). Nació el 9 de agosto de 1992 y estudió la Licenciatura en Filosofía y Maestría en Educación Superior en la Universidad Autónoma de Chihuahua (UACH). Ha escrito en revistas digitales como: Perro Negro de la Calle y Lunáticas MX. Actualmente se encuentra ejerciendo como profesor cátedra en la Universidad Tecmilenio.

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veces me dan ganas de cantar bajo el agua tibia y mientras me baño. Cuando estoy solo en casa, por supuesto. Es muy sabido en la familia que no soy bueno cantando y tampoco quiero ponerles los nervios de punta a los míos, o a los vecinos, que, por cierto, son muy quejones. Desde chico lo supe, esta inhabilidad se contrapondría de por vida a mi deseo de ser cantante, aunque tampoco es que me importe mucho. A veces, ni con la habilidad requerida se logra el éxito. Pero hoy, por fin, me he quedado solo en casa, y he decidido pasearme en calzones mientras canto fingiendo que soy un talento aún no descubierto, mientras trato de bailar con el Lupito, mi gato, que en lugar de seguirme la corriente ha salido disparado a perderse, por el ruido, claro. Canté y bailé un rato, usé el cepillo de micrófono y la sala de escenario, pero el Lupito empezó a maullar como si estuviera poseído y me puso los nervios de punta. No me quedó de otra más que bajarle a mi desmadre. Que más bien parecía que le hacía la competencia a Lupito: meneé el cuerpo y la melena desenfrenadamente, hasta que tropecé con la esquina del sillón y me golpeé el dedo chiquito, el que no sirve más que para recordarte de vez en cuando los dolores de la vida. Minutos más tarde, me cambié y me amarré la mariconera al pecho. El Lupito tenía días sin salir y ya le andaba oler los aromas de la calle: el hedor o el perfume de las flores, ve tú a saber. Antes de salir, jalé hacia un lado la cortina para cerciorarme del clima. Acá en Chihuahua el clima es como jugar a la lotería; nunca se sabe con qué fenómeno te agarrará de improviso. Le puse el pechero a Lupito, luego le di una zarandeada de cariños, en tanto en que sus orejas triangulares saltaban acompasadas: de un lado a otro. —Vámonos, Lupito —le dije mientras cerraba la puerta. —Miau, miau —respondió Lupito. No sé si fue afirmación o arrepentimiento, ¿quién se va a poner a adivinar qué dice un gato en medio de la calle? —. Avanzamos tranquilos por la avenida, agilizamos el paso hasta llegar al parque. Me senté cansado en un columpio, con mucha dificultad porque ya no cabía en ellos, y a mi Lupito no le interesaban para nada. Aflojé un poco la cuerda para que mi gato anduviera a sus anchas, e inspeccionó de aquí a allá y de allá a acá, mientras yo miraba el atardecer, esperando que algo interesante pasara. —¿Qué onda, Pepe? —escuché a lo lejos una voz familiar. —¿Qué onda? —respondí contento al ver que era Paty, una chica del vecindario que me gustaba y con la que me había imaginado un sinfín de veces: besándola y tomándola de la mano, como si correspondiera mi afecto. —¿Qué ha sido de tu vida? Tiempo sin vernos —me preguntó mientras masajeaba discretamente su cabellera larga y húmeda, en tanto en que el olor refrescante, a rosas de su shampoo, me sometía el olfato. —Pues aquí nomás, vine a pasear un rato a mi Lupito —le dije nervioso y mientras me bajaba del columpio para acariciar a Lupito. No podía perder oportunidad en ganar puntos con ella. Años viendo telenovelas románticas me habían capacitado para saber que esa actitud de compasión conmovía a las personas, sobre todo a las mujeres. —Ay, mira, que bonito —musitó algo tierna mientras acariciaba con alegría a Lupito. Yo la veía con el deseo ferviente de que el adjetivo hubiera sido para mí, y más aún, las caricias. Como era de esperarse, al cabo de un rato charlando, bromeando, y cuando por fin el asunto empezaba a emocionarme, el clima hizo honor a sus fenómenos diversos y nos sorprendió con una ráfaga de viento silbante, donde por poco, y de no ser porque tenía en la mano la correa de Lupito, el inocente, habría salido volando. —Bueno. Te dejo. Fue un gusto verte, Pepe —dijo Paty mirándome con una mueca de complicidad y mientras luchaba para mantener su vestido abajo; para que no se le viera el

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shoort, o los calzones, quién sabe, a lo mejor ni uno ni lo otro, uno nunca sabe. Pero en ese momento deseé que el viento soplara un poco más fuerte, para asegurarme de que traía short. No sea que se vaya a topar por su camino con un pervertido —, pensé angustiado. Cuando Paty se marchó, el viento cesó. ¿Es que no sé qué demonios tiene este clima para que se comporte de esa forma? O más bien, ¿qué hemos hecho para que nos odie tanto? Digo, no es normal su comportamiento, o, ¿sí? En casa, yacía sobre el sillón mientras imaginaba lo que pudo haber sido con Paty en el parque si el viento no hubiera soplado tanto. Fue evidente que se marchó por el miedo a que le viera los calzones, o el shoort. No sé, pero mientras pensaba y jugaba videojuegos alguien tocó la puerta. —¡Ahí voy! —grité enojado y sospechando que el que estaba atrás de la puerta estaba sordo—. ¿Qué no se supone que mis padres regresarían hasta mañana?, me pregunté desanimado, y creyendo que debía avisar a mis amigos que no se armaría la fiesta esa noche en casa, y la cual había planeado con anticipación, cuando mis padres me confirmaron su salida al pueblo, con mis abuelos. —¡Que ahí voy! ¿Qué no traen llaves? —grité de nuevo mientras pausaba mi consola. —Pepito, soy yo, Paty. —Sí, ahí voy, dame unos segundos —le dije avergonzado mientras a la velocidad de la luz acomodaba el desastre que tenía en la sala. —Hola, ¿qué crees? —me dijo contenta y tratando de ignorar lo que me había faltado ocultar. —¿Qué? —pregunté desconcertado. —Les pedí permiso a mis padres para ir a una fiesta, pero como me dijiste que estarías solo, decidí hacerte compañía. Woow, su respuesta me cayó de sorpresa, pero mientras ella entraba y yo cerraba la puerta pude ver al Lupito saliendo de casa. —Pepe, Pepe, se acaba de salir tu gato. Vamos por él —dijo Paty asustada. —No te preocupes, sabe cómo volver —le dije mientras me aseguraba de meterla adentro, no sea qué se arrepienta en el último momento y se vaya. Total, el Lupito cuando sale siempre vuelve, además, ahora, mi atención estaba centrada en otra cosa. Ya si mañana no vuelve el Lupito voy y lo busco.

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Sobre la autora:

Irma Lozano Ramírez. Arandas, Jalisco, México. 1973. Ha publicado: en el periódico NotiArandas dos poemas, en el Caballo Negro dos sonetos periódicos locales de Arandas, Jalisco en la página virtual café de letras con algunos haiku e ilustraciones. Ganadora del segundo lugar de los Juegos Florales 2017, Encarnación de Díaz, Jalisco. Con el poemario El umbral Del fénix. Actualmente participando en dos antologías: 1: Los Cuentos de la Campana, libro que se está editando por la fundación del pensamiento editorial de Arandas, Jalisco. Participando con el cuento El sonido de la oscuridad. 2: Mujeres Poetas de los Altos de Jalisco; libro que ya fue publicado por el ayuntamiento de Guadalajara, Jalisco, viendo la luz el 4 de marzo del año en curso participo con dos haikus, otro haiku se tomó como portada para la revista virtual el colibrí https://www.facebook.com/Collhibrirevista/ . Acreedora a un reconocimiento en el II encuentro de poesía haiku llamado Una gota de agua, el cual se llevó a cabo en Zapotlanejo, Jalisco, realizado por la fundación TAU y casa de la cultura Zapotlanejo. Participó en la revista virtual Engarce con poemas y haiku en la edición enero 2021 VI año N° .4, en la revista virtual Perro Negro de la Calle, con ocho participaciones desde julio del 2020 hasta marzo 2021.

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terno vaivén en tu oscuro vientre otorgas vida.

II En el azul mar cardumen de peces en la luz del sol. III Nace la espuma al golpe de las olas se desvanece. IV Conchas de nácar en el lecho de arena están las ostras. V Marea inquieta al golpear arrecifes que se moldean.

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Sobre el autor:

Javier León Mantilla (Jota). Un artesano nacido en los primeros días de 1990 en un pequeño pueblo de Santander Colombia, con las letras de su madre y padre por nombre, manteniendo una costumbre ancestral de no permitir que el olvido les llegue a los vivos o a los muertos. Publicado en Mundo de escritores, en Perro Negro de la calle No. 48, 49 y 52, en la Revista literaria Pluma, en Revista Miseria, en Ediciones Afrodita, Zine Futuro, Revista Iguales.

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o busco tu cuerpo, no espero con paciencia la oportunidad, no quiero atarte con fallos y algún acierto, no habré de insistir con necedad. No eres mujer que compitas con mi soledad, ni soy un hombre que de tu sexo te haga dudad, solo somos dos almas contrariadas que buscan un remanso en el caos habitual. Yo amo, tú amas, y no es secreto ni falsedad, conocemos nuestros amores y no les habremos de engañar, más, tú y yo, bruja despiadada, necesitamos de esta vida mucho más. Sacar a la luz los demonios bajo el mar, que surjan haciendo estragos, dejando sus cadenas atrás, desinhibiendo las fauces rojas que ocultas en antifaz permiten que sobrevivamos sonrientes en esta nulidad. Tú ama y yo esclavo, una licenciosa beldad. Tú diosa y yo ciervo, en un cuartucho alquilado de ciudad. Tú mi jefa y yo un lacayo, sin excusas ni rivalidad. Tú una bruja y yo un mortal, dejando tras la puerta la banalidad. Sin besos, sin sexo, solo órdenes y humedad, saliva y fustas como alimento, desnudez ofrendad a nuestra perversa realidad. Sigamos este juego, bruja infame, declaremos una tregua en nuestro amar, pues no es un engaño entregarnos, aunque no se ame, pues no habrá de llamarse engaño nuestra fantasía de sumisión y crueldad.

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Sobre el autor: Juan Luis Henares nació en 1963 en Paraná, República Argentina. Profesor en Ciencias Sociales. En 2004 obtuvo el Primer Premio en el Concurso de Ensayos Memoria y Dictadura. Sus cuentos han sido publicados en antologías, revistas y webs de Argentina, México, Uruguay, Venezuela, Colombia, Guatemala, Chile, Perú, Cuba, España, Alemania, Canadá y Estados Unidos. En 2018 fue editado su primer libro: Lápiz clandestino. Actualmente prepara el segundo. Web: https://juanluishenaresescritor.wordpress.com/ FB: https://www.facebook.com/juanluishenaresescritor/ FB: https://www.facebook.com/profile.php?id=100010167552389

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ndrea se enamoró una lluviosa tarde de julio; lo vio subir al tren dos estaciones después que ella, y ni bien ingresó al vagón su vida pareció cambiar para siempre. Alto, rubio, ojos celestes, de unos treinta y cinco años y cuerpo atlético, vestido con traje oscuro, corbata bordó, zapatos italianos y un portafolios de cuero negro en sus manos. Se acomodó en un asiento en la fila del costado y no pudo dejar de mirarlo durante el viaje, primero a escondidas, de inmediato de manera evidente. La atracción fue tal que a punto estuvo de pasar de largo al momento de descender; bajó a las apuradas, y desde el andén lo observó en la ventanilla: le pareció notar que la miraba de reojo. Caminó contenta, tan abstraída en sus pensamientos que olvidó abrir el paraguas y protegerse de la lluvia. En su mente habitaba el convencimiento de que a pesar de la diferencia de edad —solo tenía dieciocho— se había enamorado. Repuesta del reto de su madre por haber llegado empapada y a continuación de una liviana cena, se fue a la cama, donde logró dormirse recién a las cuatro de la mañana, ya que toda la noche pensó en él. La historia se repitió durante todo ese mes; variaba el clima, la vestimenta, el asiento que ocupaban y las personas a su alrededor, mas lo que se mantenía constante era la idílica situación. Llegado agosto, Andrea se decidió: el primer lunes salió antes de hora de la facultad, y nerviosa pero convencida de lo que hacía fue directo a la estación en la que el joven abordaba el tren. Su corazón latió fuerte al verlo; aguardó a que ascendiera a la máquina, subió y se ubicó a su lado. Al principio se sintió inhibida. Sin embargo, tomó coraje; tras fugaces miradas lo consultó en tono suave: —¿Cómo te llamás? —José. —Yo Andrea. Luego conversaron del clima, de la frecuencia de los trenes y de la vida familiar de Andrea, lo que a José pareció interesarle bastante. Estaba eufórica, producto de los dos cigarrillos de marihuana que fumó para calmar su ansiedad; entre frase y frase recordó las palabras que repetían sus compañeras en la universidad: sexo, drogas y rock and roll. Disfrutaba de lo último, recién conocía lo segundo, y deseaba descubrir lo primero. De pronto él la miró fijo y preguntó: —¿Me invitás a tu casa? Quedó perpleja, no esperaba esas palabras. No obstante, sintió un agradable cosquilleo recorrer su cuerpo, y la hermosa sensación de ser deseada. Sin pensarlo respondió: —Hoy no, pero el viernes mis padres tienen una fiesta en el campo, así que estaré sola. Los siguientes días se sintió exultante, al fin llegaría el esperado momento de sentirse amada. Recordó el consejo de José: —No lo comentes, es nuestro secreto —y aunque sintió ganas de gritarlo a los cuatro vientos, guardó silencio. En las noches poco podía descansar: con su imaginación recorría el cuerpo del joven, entretanto tocaba el suyo. Al llegar el esperado día preparó la habitación, eligió el que consideró su vestuario más adecuado e ideó un plan: ingresarían a la casa, cerraría con llave la puerta de entrada, se daría vuelta y, sin mediar palabra, lo besaría apasionada. De ahí directo a la cama. Todo sucedió, casi, tal lo planeado; en esa helada noche José vestía un largo sobretodo negro, boina de corderoy del mismo color y —en lugar de su habitual portafolio— mochila, negra también. Bajaron del tren y caminaron en silencio, tensos, en dirección a la casa; el viento y el frío jugaron a su favor: no había nadie en la calle, no podrían descubrirlos. Andrea

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abrió la puerta e ingresaron, le dio la espalda y cerró con llave; llegó el momento soñado: excitada volteó para besarlo. Como respuesta recibió un tremendo golpe en la cara. Atontada y sin entender —mientras era arrastrada por el piso hacia su habitación— sintió en sus muñecas algo metálico y frío, unas esposas que le lastimaban la piel.

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lguna vez leí que la mejor forma de olvidar a una mujer es vertiéndola en papel:

Hablar sobre ella es hablar sobre una anomalía. Jade. Supo cómo impregnarse en mí, en mi cotidianeidad. Se transformó en la pintura de mi vida, y, sobre todo, en la portadora de mi karma. Tan solo me venció y me enamoré. En toda nuestra historia nunca mostró compasión por mí. Cabellera larga y negra, y aún conserva una piel juvenil, tersa y trigueña. Posee dualidades a millones. Es una corriente de agua helada chocando contra el suelo árido desértico. En mi mente siempre me veía envuelto entre sus piernas; quería verla feliz. ¿Qué camino debo tomar? ¿Qué giro de cuello mata más lento? Jade sabría la respuesta. Es ella la que me busca por las noches y madrugadas y aúlla. A veces me recuerda a los ojos de un gran blanco, negros, sin malicia, sin misericordia. Jade, Jade, Jade… eres el síntoma de mi masoquismo y el presentimiento de que ninguna jamás llenará tu lugar; las ojeras de mi vida y la boca seca de mis ideales. Ahora está con otro, verás, ella es una mujer de Polanco. Posee un departamento con dotes minimalistas salpicado por plantas en macetas de diseño y objetos que enaltecen su nueva posición comprada con su alma. Me lanza a la cara frases frías de desprecio llenas de vacío: espero que encuentres la felicidad, escribe. Y que otra mujer sepa amarte mejor que de lo que yo pude. No tengo ningún deseo para ti, Jade. No te deseo felicidad ni amor alguno. Espero que la tristeza te evada por siempre y que el desamor te ignore hasta que añores por un simple pinchazo de frialdad. Termina con la farsa de tus cenizas jesuitas y que no renazcan como el fénix que dijiste ser. Y pase lo que pase, ya sea que el mundo se consuma a sí mismo en locura y desesperación, tú y solo tú, Jade, repleta de errores crueles y fragmentos sublimes, fuiste mi Diosa por un instante.

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Sobre la autora: Zulema Holguín Sánchez. Originaria de Balleza, Chihuahua (México). Nació el 9 de agosto de 1992 y estudió la Licenciatura en Filosofía y Maestría en Educación Superior en la Universidad Autónoma de Chihuahua (UACH). Ha escrito en revistas digitales como: Perro Negro de la Calle y Lunáticas MX. Actualmente se encuentra ejerciendo como profesor cátedra en la Universidad Tecmilenio.

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se día lo supe. Me acerqué nervioso y con el mismo miedo de siempre, había empezado semanas atrás, cuando él enfermó. Los días tórridos eran abrumadores, sobre todo porque antes de la noticia no teníamos la noción del tiempo tan presente, como todo, supongo, el hecho de creer que las cosas seguirán de la misma forma te hace vivir en una especie de letargo. Eran las cinco de la madrugada, y ese viernes, por fin, después de tantas noches en vela pude dormir un poco, fue tan profundo el sueño que después pagué el precio; el del alma, porque papá murió y no tuve tiempo de despedirme. Me acerqué a su cama, la cobija cubría parte de su cuerpo. El miedo se sumó a mi nerviosismo y a la torpeza que se desprendía de ese malestar, no era algo que pudiera controlar. Los sentimientos son como los genes: no importa si los quieres o no, simplemente suceden. Estaba a pasos de la cama. A través de la ventana pude ver cómo el agua se evaporizaba tras la lluvia y la puesta de sol, por un instante mis ojos se cegaron por la luz y al voltear pude apreciar con claridad la obstinada frente de mi padre. Estaba inerte, con los labios aperlados y los ojos cerrados, parecía que dormía, al menos en ese momento imaginé que lo hacía. Luego lloroso murmuré: —Papá, está fresco afuera —le dije con la esperanza de escuchar su voz, y al no recibir respuesta experimenté un indigno desaliento. —Papá, llovió —repetí sollozando mientras pensaba en que la vida es un sutil contrario: algo paradójico con lo que convivimos a diario, y algo que no logramos aceptar con total serenidad. La influencia de la muerte está presente en todo ser vivo, cuando nos alcanza nos vemos obligados a arrojar un cuerpo a un hoyo húmedo, o seco. Y el deterioro del cuerpo nos recordará que la vida es una frágil inconsistencia: somos frágiles, y a veces más fuertes. Magnífico u horrendo destino que con sus altibajos es capaz de glorificar o condenar un ser a su incontrolable reburujo. Papá no contestó y ahogado en llanto decidí acercarme. Lo vi, ahí, con el cuerpo débil, tan débil que no podía levantarse o articular palabra. Tan frágil que necesitaba reparar el sueño y después de ello tendría la oportunidad, como siempre, de hablar con él. Papá era fuerte, una persona respetable y hasta cierto punto temible, por esa razón no podía aceptar que ya no estaría más con nosotros. Papá enfermó meses atrás; no de cáncer, ni de alguna enfermedad que pudiera estar relacionada con algo tangible que pudiera estar deteriorando su organismo. ¡No! Papá murió de un dolor agudo en el pecho, algo que al principio fue imperceptible, silencioso, pero que tuvo la fuerza suficiente para trastornar su deseo de vivir. Papá murió de hambre; no de la que nace en el estómago, sino de aquella que se esconde en el alma. Papá no supo a tiempo, que a veces, eso se cura con arte. Empezó con una tristeza que parecía pasajera, después de la muerte de mamá. Mis ocho hermanos y yo, casados y con hijos supusimos que él, acostumbrado a la soledad, estaría bien solo. Pero la vecina comentó que tenía tiempo sin ver al viejo salir a la calle, o a la tiendita de la esquina, que era la que frecuentaba. Ya ni siquiera lo veían sentado en el balcón; observando las personas, el cielo o los pájaros como era su costumbre después del almuerzo. Cuando lo visitaba, me contaba sus historias: de cómo encadenaba una ilusión con otra a través de lo que observaban sus ojos para aferrarse a algo que lo mantuviera con vida, pues a su edad ya no queda mucho por hacer, decía con sus ojos vidriosos mientras soltaba una carcajada para disfrazar un poco el amargo comentario.

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Intenté llevarlo a casa, pero papá se aferró a su hogar, al testigo de sus vivencias imborrables, y claro está, a los recuerdos de mamá. Él nunca mostró sus sentimientos, y cuando murió mamá no lloró, solo lanzó una mirada al féretro con un gesto que no se pudo comprender. Más tarde, sentados en la tierra recién removida me dijo: —Es triste, saber que a uno no le tocará conocer, ni lamentar, ni llorar su propia muerte. Tu madre ya lo sabe, pero lo que no sabe, es cuánto dolor deja su eterna ausencia, y eso, es más lamentable. Después, las palabras de papá resonaron una y otra vez en mi mente, sobre todo el día en el que él murió; si papá estaba consciente del dolor que dejaba la partida de un ser amado, ¿por qué no nos evitó ese pesar? Supongo que la depresión fue más fuerte que su amor por nosotros, o al menos, creo que su dolor lo fue. Recuerdo la mañana lluviosa en la que papá se fue con mamá. Para mí es un consuelo saber que quizá están juntos, pero a cambio dejaron un dolor profundo. Tan profundo que al principio parecía un campo incultivable, donde la alegría y la paz no podían brotar; era un paraje desértico que, con el paso de los años se pudo cuartear para que el sentimiento contrario pudiera filtrar de a poco su magia, restableciendo el equilibrio perdido, para seguir con mi vida, ahora incompleta, pero a fin de cuentas sé, que ya puedo avanzar.

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Sobre la autora: Esmeralda García (1970, Guadalajara, Jalisco. México). Estudió la licenciatura en Psicología y maestría el Psicología Educativa en la Universidad de Guadalajara. Se desempeña actualmente como profesora en nivel secundaria, Poeta independiente, en proceso de autoconocimiento permanente. Ha publicado el poemario Mujer Esteparia (2019), Antologías: Poéticas desde los Sures Femeninos: Despatriarcalizando la poesía. (2020) Colombia; Versas y diversas. Muestra de poesía lésbica mexicana contemporánea (2021) Universidad Autónoma de Aguascalientes. México. Revistas digitales como: Perro Negro de la Calle, La Coyolxauhqui, Almicidio, La Maricada entre otras.

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D

os mujeres desnudas, transparentes, exploran sus cuerpos ignotos, acariciando relieves, surcando profusos ríos descubriendo tierras vírgenes. Se miran profundamente escribiendo la vida, en papel. Al fin de la jornada duermen agotadas: la musa y la poeta.

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Sobre el autor: José Luis Machado (1974), Santa Catalina, Montevideo, Uruguay. Es docente y escritor. En 2015 publica sus primeros libros. Ha obtenido varios premios y menciones, Sus poemas, artículos y micro cuentos han sido publicados en blogs, revistas y libros en más de una docena de países. Micro sitio http://abrelabios.com/general/indexjose.html

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S

e me murió un amigo, se me murió un poema, allí, en la hoja, aún se puede sentir su corpus caliente, venía luchando con una enfermedad terminal. Primero perdió algunos adjetivos, pretenciosos e innecesarios, luego los verbos, ser y estar, (tan lugar común). Seguidamente los larguísimos adverbios, las altisonantes aliteraciones, los palabros y los ripios. Poco a poco sufrió la amputación de todo, menos de los sustantivos, quienes quedaron allí, tan distantes, los unos de los otros, que fueron desapareciendo. Ahora, a salvo de la noche, quedamos el lápiz, el pobre cadáver de papel y yo abrazados los unos a los otros.

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Sobre el autor:

Javier León Mantilla (Jota). Un artesano nacido en los primeros días de 1990 en un pequeño pueblo de Santander Colombia, con las letras de su madre y padre por nombre, manteniendo una costumbre ancestral de no permitir que el olvido les llegue a los vivos o a los muertos. Publicado en Mundo de escritores, en Perro Negro de la calle No. 48, 49 y 52, en la Revista literaria Pluma, en Revista Miseria, en Ediciones Afrodita, Zine Futuro, Revista Iguales.

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C

ada que escuchas una hoja, vienes corriendo, te posas en ella y asaltas mis pensamientos, me obligas a prestarte la atención que requieren mis versos, como si entendieras, como si tuvieras miedo. Atacas mi pluma, muerdes las hojas con desespero. ¿Entiendes acaso el pacto? ¿Sabes acaso cómo funciona mi tiempo? ¿Viste el contrato que consume el segundero? Me regalas otro minuto cuando irrumpe tu ronroneo, me detienes los labios con tu garra en aspaviento, me alejas de la muerte con tu juego, me retienes, evitando el avance al infinito sueño.

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Sobre la autora:

Roxana Aguilar Rebollo, de Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, México. Licenciada en Lengua y Literatura Hispanoamericana por la Universidad Autónoma de Chiapas, y Actualmente cursa el Cuarto semestre de la Carrera de Filosofía, por la misma universidad. Ha publicado en diversas revistas electrónicas: Revista El futuro del ayer, hoy, en el Magazine Calleb, en el Blog Argentino Las musas despiertas, en la Red tapatía de revistas y fanzine, Revista Independiente Unión José Revueltas y la Revista Perro Negro de la Calle y en la Edición especial Grimm de Otoño, de la misma revista, en el Circuito Independiente Arte Morelia y la revista Elipsis. Además de ser publicada en la antología de cuentos de horror, Pm: Perturbaciones de la editorial Librerio, y tener una mención honorifica en el primer concurso de literatura universitaria Oscar Oliva: 2020, con el cuento “La otra pandemia”.

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E

n el crepúsculo, el rey Pandu se encontraba en la finalización de un día extenuante de cacería, aquella mañana un gran motín lo enmarcaba con el éxito de su empresa y se disponía ya a volver con los suyos, pero algo captó su atención entre los arbustos ondulantes que se vertían ante sus ojos. Sigilosamente, se acercó en búsqueda de aquello que provocaba la excitación de aquel matorral de movimientos constantes. Dos ciervos se encontraban copulando ansiosamente; la sombra que estos arrastraban ante aquellos movimientos ondulatorios, en el sentido del ocaso, los hacían verse alargados y oscuros. La tonalidad del ambiente, se había tornado ya en un azul muy pálido, y la figura de aquellas criaturas se volcaba exuberante. El rey Pandu, no dudó en que aquellos dos ejemplares tendrían una excelente acogida en su impetuoso palacio y disparó hacia ellos sin reflexionar ni un segundo. Tarde comprendió que lo que acababa de hacer era un crimen divino, aun transformado en el ciervo macho, Kindama se arrojó en contra del rey y en su último suspiro exhaló una maldición hacia aquel rey inconsciente que le disparó a matar. —¡Maldito seas, Pandu, maldito tú y toda tu descendencia! Yo te digo, que el día que oses yacer con tu esposa en el lecho, ese día será el último en tu existencia. Todas las estrellas concentraban su fulgor en el último suspiro del dios caído. Pandu horrorizado de su error regresó a su palacio para resguardarse del viento furioso que parecía gritarle a la cara su desavenencia. Se encerró así en sus aposentos, y no dejó que en mucho tiempo nadie lo importunará, ni siquiera su bella esposa que lloraba inconsolable ante la actitud estrambótica que su rey esposo tomaba para sí. Las semanas corrieron, hasta que el Rey decidió salir de aquel ensimismamiento en el que se había postrado, su esposa lo recibió con alegrías y corrió desbordarte el afecto que durante tanto tiempo había estado conteniendo a causa de su encierro. El beso, le supo a néctar, y un enorme regocijo del pequeño cuerpo de su mujer le hizo recorrer un fuerte escalofrío, pero entonces al separarse de sí, vio en sus ojos la maldición de la que ahora era poseedor. Siempre había amado a su esposa, y aunque la deseaba, lo que sentía en ese momento era irracional, su olor, sus formas, esos ojos, desbordaban sus deseos como una cascada fría y ruidosa, pero el miedo que la maldición del último suspiro de aquel Dios lo aterrorizaba. Sin embargo, nada contó de lo sucedido en ese fatal día de cacería y en los días posteriores, antepuso sus deseos y los de su esposa fingiendo fatigas a causa de sus demandas como rey, se excusaba a cada instante con viajes inventados alrededor de su reino, pero al regresar, el terrible deseo se acrecentaba. Una noche, su esposa entró sin su permiso a sus aposentos, cansada de aquella actitud, buscaba respuestas, tenía la piel, lisa y tersa y un dorado color ambarino, sus cabellos negros eran sedosos y perfumados, y sus ojos inmensos eran más claros que la luz. Pandu siguió entonces el hilo de su mirada, la cual disponía todas las ansias acumuladas de meses sin él. El deseo ya se atiborraba por su piel, y aquello ya no tendría ningún caso, la muerte esperaba, retrasarla no servirá ya de nada. Debía hacerse a la idea de morir sin conocer su descendencia si fuera el caso que su esposa quedara en cinta bajo aquel deseo carnal que a ambos invadía. Solo para ganar tiempo, aprisionó ante sí a su delgada esposa por un largo rato, y ella sin saberlo, se abandonó a su destino anegado ya de ansias ardientes, Pandu, le buscó la mano, y la acarició lenta y suavemente.

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Un vaivén de locura corrió entre ambos, con una densa carga de electricidad que sus cuerpos desbordantes transpiraban, luego, se hizo un largo silencio, y cerró los ojos, cuando volvió abrirlos sintió el regreso de aquellas emociones antes no conocidas, entonces el abrazó de la cintura y quedó recostado sobre uno de sus brazos y ahí se dejó morir en medio de aquel olor de animal de monte.

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Sobre el autor:

Eduardo Omar Honey Escandón (México, 1969) Ing. en sistemas. Participante desde los 90s en talleres literarios bajo la guía de diversos escritores. Publica constantemente en plaquettes, revistas físicas como virtuales e internet. Cuentos suyos han sido premiados en Teresa Magazine como Nyctelios 6ª. ed. e incluidos en diversas antologías. Coordina talleres de escritura. Pertenece a la generación 2020-2021 de Soconusco Emergente.

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T

ras una extenuante jornada, al bajar del metro, las Miradas aún la perseguían. No quiso enfrentarlas de nuevo así que caminó por el andén, subió las escaleras y se enfiló a la salida. En la estación vagaban los fantasmas del no-me-doy-cuenta. Al salir, sabía que las Miradas continuaban detrás suyo. Aceleró el paso y el eco de su prisa resonó contra las paredes. En la avenida rondaban los susurros del no-veo-lo-quesucede. Nerviosa, trastabilló delante de una tienda. Al recuperar el equilibrio, observó en el reflejo del escaparate que las Miradas la cercaban más y más para alcanzarla. En los negocios alrededor pulularon los anónimos del no-es-mi-asunto. Pensó que su bolso era el objetivo y lo soltó. No fue suficiente: las Miradas la empezaron a envolver. Entonces se libró de los zapatos de tacón, de la blusa, la falda y la ropa interior. Arrancó aretes y anillos. Fue inútil. Las Miradas rieron, la víctima propiciatoria lo es sin importar la vestimenta. Razonó que, quizás al ser un Nada-Nadie, sería absuelta. Separó su larga cabellera. Dejó atrás sus senos, nariz y boca. Sin rasgos distintivos no debería haber señalamiento o pretexto alguno. Pero más Miradas llegaron, más la envolvieron, más la tocaron. Desesperada, sin poder llorar, se tiró al suelo y aventó cada pie y pierna a los ojos que la acechaban. No fue suficiente. Las Miradas eran moscas del panteón, volando aquí para allá, en pos de cualquier resto. Se despojó del óvalo sin rasgos de su cabeza, desprendió cada falange y dejó que los brazos reptaran fueran del torso. Así, no-siendo, soñó que fuera suficiente. No resultó. Las Miradas, impertinentes, la siguieron devorando. La no-mujer, la nopersona, desde su abismo interno, las maldijo ya se haga lo que se haga, siempre están allí, donde-lo-que-dices-no-es-verdad.

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Sobre el autor: Amaury R. Ledesma (Lagos de Moreno, Jalisco, 16 de agosto de 1991). Narrador y poeta. Arquitecto de profesión. Cofundador, editor y diseñador de la revista literaria digital Perro Negro de la Calle. Su obra narrativa se centra en relatos sobre lo fantástico, lo sobrenatural e ironía. Enfoca su obra poética (rima o prosa) en indagar en los recovecos de lo mundano desde el punto de vista pesimista. Ha publicado obras en distintas revistas literarias: El noveno arcano, (Revista La Marraqueta, Santiago de Chile, 2019), Lo que pasó en el sótano (Seminario digital de poesía, horror, fantasía y ciencia ficción, Monterrey, Nuevo León, 2019), El puente del recuerdo (Revista franco americana Resonancias, Francia, 2020), La carta de Jacques Virgil (Más literatura, sección cultural de Tecnologíaindustrial .net, Ciudad de México, 2020), El cometa verde (Revista de ciencia ficción y fantasía Teoría Omicrón, Quito, Ecuador, 2020), Seleccionado dentro de la antología Los múltiples rostros de la muerte, con su relato: Para que no estuviera solo (Editorial Aeternum, Perú, 2020), Cenizas secretas (Revista Letralia: Tierra de letras, Cagua, Venezuela, 2020), La mofa de la vida (Revista de creación literaria y humanidades Gibralfaro, Universidad de Málaga, España, 2020), Aráchne (Revista Papalotzi, Editorial Papalotzi, México, 2021), entre otras.

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B

endito Hollywood que nos regala sueños. Bendito Hollywood que nos brinda panoramas. Bendito Hollywood que nos manipula con ideales. Bendito Hollywood que lucra con nosotros. La magia del cine: controlar masas, utilizar movimientos y sociedades para recibir a Washintongs verdes; devorar todo aquello que es humano, y escupírnoslo en el rostro para uso de consumo. ¿No sabes qué es el amor? Hollywood te impondrá lo que es. ¿No sabes qué es la libertad? Hollywood te mostrará una falsa como verdad. ¿No sabes qué es la tristeza? Hollywood se limpiará las lágrimas con tus billetes. Y así controla el mundo, controla nuestro devenir, a la expectativa de las sociedades, impulsando modas, mientras sus hombres de traje mueven hilos y se aprovechan de nuestras penurias, miedos o necesidades. Hollywoood. Hollyshit.

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Sobre la autora: Esmeralda García (1970, Guadalajara, Jalisco. México). Estudió la licenciatura en Psicología y maestría el Psicología Educativa en la Universidad de Guadalajara. Se desempeña actualmente como profesora en nivel secundaria, Poeta independiente, en proceso de autoconocimiento permanente. Ha publicado el poemario Mujer Esteparia (2019), Antologías: Poéticas desde los Sures Femeninos: Despatriarcalizando la poesía. (2020) Colombia; Versas y diversas. Muestra de poesía lésbica mexicana contemporánea (2021) Universidad Autónoma de Aguascalientes. México. Revistas digitales como: Perro Negro de la Calle, La Coyolxauhqui, Almicidio, La Maricada entre otras.

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N

o atribuyas a la casualidad nuestro encuentro. Simplemente dirigimos nuestros pasos sin propósito, al deambular por la vida, hasta que nos coloco frente a frente. Vibramos para encontrarnos. Esencias transparentes, sin apegos, ni condiciones. Desnudas, sin mascara, ni poses. Leyéndonos entre los versos de poemas nacientes, en las cavilaciones de la existencia. Vibrando hasta encontrarnos

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Sobre el autor: Misael Watanabe. Nació en Ciudad Juárez, Chihuahua en 1999. Finalista en el concurso de ensayo joven Laureano Muñoz en el 2016. Ha sido publicado por revista Toxicxs de Santiago del Estero, Argentina.

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L

a paz es como aquella brisa de lluvia, impregna el olor a la tierra mojada, te da una sensación de seguridad. Pero después desaparecen las nubes y te encuentras de nuevo el incesante calor. Un milagro no estar muerto. Tanto los brujos y adivinadores quisieron hacer agosto con mi necedad. Aprovecharon mi romance, mi vida a flor de piel para obtener unos dividendos, hasta que la mente dio memoria y decidí luchar. Me involucré sin llegar a fondo, en muchas historias de tristezas, donde la condición humana lucha por brillar. Algunos de los que acompañaron ya no están, las ideas fueron condena, pero concedieron una efímera libertad. Me decía a quién besé en la boca, que no podía salir de sus cadenas yo le dije, que el intento estaba presente y que no desistiera porque cada quien tiene sus batallas, sobrevaloramos nuestra capacidad por la mierda que no nos debería tocar. Entendí después de la muerte sin morir, que la vida es el gran capricho de vivirla. Por eso algunos pelean, aunque les arranquen los ojos como diría Mon, porque ser y estar constante, es el orgullo más difícil de asumir. Es estúpido que algunos rían, con el sufrimiento de otros, pero el buen corazón, aunque trillado el concepto lo encuentras, en quien ha sufrido más. No deberíamos admirar la cobardía, ellos son los cuerdos, nosotros los que tocamos fondo. Me hubiese gustado evitar el dolor de los que amo. Soy egoísta, porque quiero mantener todo bajo mi control, tal vez porque soy humano. Un deseo que le reniego al tiempo es ser menos estúpido. Pero sin mi estupidez, no estuviese haciendo lo que hago. Son precisamente los errores los que me tienen aquí. Al dejar y al soltar, al ser frío, al llorar por la incapacidad y para acordarme de mi vida. Eso no es la paz, pero es mi grano de arena para contribuir con ella. Es el dejar pasar, quisiera saber el término del horror. Cuando la sociedad se eleve, y vivamos por placer, para dar amor. Esa inquietud seguirá, pero deseo obstinarme en obtener refugio en la transformación sublime que hacemos como seres. Porque también deseo darle un beso al amor platónico que tengo entre mis ojos, escribir el libro con el cual quieto ser famoso, pero la boca, la palabra son armas y se requieren para el éxtasis del alma. Quedarme, quedarse suele ser un paliativo. Los que viven arriesgan, yo no dije mil te quieros, me ganó el miedo. Deseo ver el arcoíris para reír como niño, y pedir la nieve de garrafa para perderme en la singularidad. Mi perro Jerónimo tiene la clave la inocencia y la energía para olvidar lo jodido del mundo, el me lambe la mano, me invita a jugar a burlarnos de la vida, que la rueda tiene que girar. Vale la pena, esto es la vida bella, como la sonrisa coqueta de Mariela la maestra de preparatoria que me decía que yo era guapo. Quiero vivir en la utopía de las sonrisas, pero estoy en el hastío terrenal Mi corazón… búsquenlo porque no lo encuentro, ¿alguien lo vio?, que se me fue...

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Sobre el autor: José Luis Machado (1974), Santa Catalina, Montevideo, Uruguay. Es docente y escritor. En 2015 publica sus primeros libros. Ha obtenido varios premios y menciones, Sus poemas, artículos y micro cuentos han sido publicados en blogs, revistas y libros en más de una docena de países. Micro sitio http://abrelabios.com/general/indexjose.html

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L

a intrusa se quedó escondida en un baño del fondo, hasta que cesaron todos los ruidos del lugar. Buscó entonces la tarjeta, y abrió la puerta de la vitrina de las primeras ediciones. Encendió una linterna y se paró frente al gran libro que guardaba el secreto de los fundadores, y que tenía los nombres de todos los personajes que participaban en los ritos orgiásticos de fines del siglo XIX. La intrusa extendió las manos y acarició las letras de los nombres que sobresalían del papel. Cada nombre que tocaba emitía un murmullo, un llamado primitivo y sexual, hasta que de pronto una voz clara dijo: —¡Atrévete! ¡Escribe tu nombre! Así lo hizo y las letras comenzaron a convertirse en las personas que sus dedos tocaban y cobraron movimiento y fueron apareciendo en la sala. Comenzó la orgía, y los libros en los vértices de los estantes se encendían como pequeños fanales. Ante la intrusa, los personajes del libro iban postrándose en agradecimiento. Así la amaron y la gozaron uno a uno, las mujeres y los hombres. Antes del amanecer, como era costumbre, tacharon el nombre del más viejo de todos, para que la intrusa pudiera ocupar su lugar. Y así se hizo. Doña Teresa Saavedra de Moncada, sería esta vez la encargada de volver a cerrar el libro para vivir sus últimos años en el Montevideo del siglo XXI.

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Sobre el autor:

Carlos Enrique Saldívar (Lima, Perú, 1982). Es director de la revista impresa Argonautas y del fanzine físico El Horla; es miembro del comité editorial del fanzine virtual Agujero Negro, publicaciones dedicadas a la literatura fantástica. Es director de la revista Minúsculo al Cubo, dedicada a la ficción brevísima. Es administrador de la revista Babeblicus (literatura general). Publicó el relato El otro engendro (2012). Publicó los libros de cuentos Historias de ciencia ficción (2008, 2018), Horizontes de fantasía (2010) y El otro engendro y algunos cuentos oscuros (2019). Compiló las selecciones: Nido de cuervos: cuentos peruanos de terror y suspenso (2011), Ciencia Ficción Peruana 2 (2016), Tenebra: muestra de cuentos peruanos de terror (2017, 2018) y Muestra de literatura peruana (2018).

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P

ara mí es conveniente transitar a esta hora por las alborotadas calles de la zona A, de San Juan de Miraflores. Que la letra «A» no los engañe, los barrios de este lugar son peligrosos, si lo sabré yo que me he metido más de una vez en líos gordos, contra ciertos delincuentes. No obstante, a pesar de aquel duro recuerdo del pasado (que parece de ayer, mas estoy seguro de que han transcurrido años desde entonces), me siento animado. De hecho, no me importa la pandemia, me convenzo de que no me enfermaré, soy fuerte, poderoso, el mejor. Paseo por la avenida San Juan, llena de gente, de migrantes y peruanos, nadie respeta el toque de queda que tiene su hora límite a las seis de la tarde. No importa, la estoy pasando bien, con gran energía, por ahí entro a alguna tienda de abarrotes y boto al suelo algunas frutas y verduras. La gente se molesta, lo sé, es mi intención hacerles perder la paciencia. Así, sin apenas darme cuenta, llegan las siete de la tarde, aunque, a pesar del verano, oscurece con rapidez por estos lares; el vientecillo me refresca, sin embargo, sé que a otros no les resulta cómodo porque las enfermedades nasales y de garganta se han intensificado. Pretendo quedarme una hora más, miro que mucha gente ya está comprando cajas de cerveza para celebrar lo que sea. Me pregunto: ¿las licorerías no estaban prohibidas de laborar? Todo esto me hace reformularme muchas cosas respecto de la situación mundial. Hay personas que no tienen miedo de contagiarse y fallecer, es porque no están vivos realmente, sus existencias se basan en interactuar socialmente y meterse tragos encima que los ayuden a escapar de su triste realidad. En fin, mejor me regreso a casa, ya está por caer las ocho de la noche, el tiempo se pasa volando y cada vez hay menos gente en la calle, un grupo de pandilleros en un parque. Un hombre y una mujer paseando a sus perros en otro parque, los hacen cagar, pero no levantan las heces con una bolsita como lo indica la ley municipal. Tres chiquillos jugando fútbol en el parque cercano a mi hogar. En cualquier momento se irán y la zona quedará vacía, empero, veo autos particulares, transporte público y motos que circulan por las pistas. Los restaurantes, que solo atienden para llevar, están cerrando, las boticas y farmacias también. Las bodegas siguen el mismo ritual. Muy bien. Los ambulantes están despejando la avenida, pasan algunos carros de la policía, pero no se atreven a detener a nadie para multarlo. Los agentes de la ley tienen miedo de infectarse. Es momento de realizar mi diversión favorita, justo antes de llegar a mi morada. Camino por la calle Belisario Suárez y veo a un muchacho trigueño, alto y musculoso, lleva una botella de ron en una mano, en la otra una botella de gaseosa. Un fiestero. Se merece lo que está a punto de ocurrirle. Me le acerco. Se halla a ocho metros, a seis, a cuatro, a dos… Gira por la calle Jesús Morales, yo resido cerca, pero qué raro: no lo conozco, debe ser nuevo en el vecindario, con esa ropa desgastada, con su mascarilla mal puesta, veo su nariz. Estoy detrás de él, camina lento, como si dudara de si ha comprado lo correcto para divertirse esta noche. Ya lo imagino, repitiendo la misma fiestecilla mañana sábado. Puedo soportar los viernes, pero los sábados hay demasiado movimiento, me agrada pasarla de lo lindo, pero ver tantos rostros, muchos no familiares, con sus existencias nimias me hace volver a incomodarme. No hay cuarentena real, a pesar de que el Gobierno la decretó días atrás. Luego, cuando los peruanos sufren, se quejan de que el Estado no los protegió, de que es obligación del sistema de salud velar por sus cuerpecillos carcomidos por el veneno de la irresponsabilidad. No obstante, nada puedo hacer. Eso sí, estoy enterado de todo, por los medios televisivos y la radio, cuando ingreso en algún negocio para hacer un alto a mis paseos. Es mi rutina: en la noche descanso, en la mañana observo y en las tardes me libero.

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Pasamos cuatro casas, y cruzamos una calle, sigo detrás de él, no se da cuenta de mi presencia hasta que empiezo a silbar. El tipo voltea y me mira, se encuentra fastidiado. Vuelve a atisbar hacia adelante, continúa su trayecto; avanzamos, sigo silbando. El sujeto gira la cabeza de nuevo, me hallo a solo metro y medio de donde él se ubica, planeo acortar la distancia a un metro. Sé que presiente que lo estoy jodiendo, ¿alguna vez han percibido a alguien caminar detrás de ustedes y han reducido su marcha esperando que el otro los rebase y así puedan continuar su trecho en paz? ¿O han movido los pies con más rapidez para dejar atrás al seguidor? ¿O han cruzado a la acera del frente? ¿O se han ido por la pista? Bueno, en este caso, el borrachín no sabe qué hacer, pero reaccionará pronto. Lo sé. Siempre reaccionan. Sobre todo, cuando me ven. Mi aspecto zorruno, mi intimidante sonrisa y mis ropas negras. Mi gorra gris con la imagen de Jetboy (qué buen grupo musical) los incomoda. Sean hombres, mujeres o niños, de cualquier edad. Por eso dije que seguirlos de cerca era mi hobby predilecto, siento una especie de éxtasis cada vez que los arrincono así, aunque lo mejor viene después. El fiestero y yo cruzamos otra calle, ya casi estamos llegando a la esquina donde habito. No lo tolera más, se detiene, se voltea, me mira con ojos de odio, como si quisiera cortarme la cabeza con un hacha y dice con malcriadez: «Ya, huevón, ya, pasa nomás». Le hago caso, sin embargo, no avanzo por su costado, paso a través de él, sí, lo atravieso, en tanto el tipejo me escruta con su mirada a punto de reventar. Quiere decir algo, abre la boca para gritar, mas no puede. No olvidará lo ocurrido en su patética vida. Yo giro la cara, disfruto su miedo y me río a carcajadas antes de desaparecer.

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Sobre el autor: Juan Rogelio (Ciudad de México, 4 de abril de 1994). Cuenta con una página en Facebook (https://m.facebook.com/Juan-Rogelio-108979084074895), donde comparte algunas de sus obras. Sus poesías han aparecido en la página del grupo Legüera Cartonera (marzo, 2020); en una antología, del mismo grupo, titulada Desde la cueva. Tatuajes de un tiempo difícil de nombrar (abril, 2020); en el sitio web de Teresa Magazine (mayo, 2020 y julio, 2020); en Fanzine Parasitosis, #31 (julio, 2020) y #32 (agosto, 2020); en Perro Negro de la Calle, #47 (agosto, 2020) y #49 (octubre, 2020); en La Letrina, #1 (agosto, 2020); en Revista Elipsis, #1 (septiembre, 2020); en Los Demonios y los Días, #4 (febrero, 2021); y varias de ellas fueron recitadas, por el locutor André Michel, en Spotify, para la colección #AudiosDeConsumo, del grupo Existencias (julio, 2020). En narrativa, colaboró con un pequeño relato erótico: en el sitio web de Caracola Magazine (junio, 2020); en Perro Negro de la Calle, #53 (febrero, 2021); en Fanzine Parasitosis, #37 (marzo, 2021); y en la página Comunidad Tus Relatos (marzo, 2021). Y con minificciones: en Perro Negro de la Calle, #48 (septiembre, 2020), #51 (diciembre, 2020) y #52 (enero, 2021); en Fanzine Parasitosis, #34 (octubre, 2020) y #36 (enero, 2021); en Comunidad Tus Relatos (octubre, 2020); en delatripa, #45 noviembre, 2020); en el Bestiario de Navidad del grupo Pandemic Society (enero, 2021); y en la revista Unión José Revueltas, #9 (marzo, 2021).

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I

N

o veo ni un pez en el río, solo a mí, una y otra vez.

II Tímida a veces, enferma y rabiosa otras, manzana, creces. III Mira, colibrí: cuando choques, dejarás de volar así. XIX Mi bella rosa, a un tiempo eres sublime y peligrosa. XXV Arena blanca, solo en tus recovecos el mar se estanca.

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¡E

ste profesor es de miedo! Aquí me tiene, total por una broma que he gastado, copiando la lección cincuenta y tres que es la más larga. Hasta que la termine o a él le dé la gana de dejarme salir. ¡Y vivo cantidad de lejos! A ver qué les explico a mis padres para no decir lo que ha pasado esta tarde en el recreo. ¡Qué rollo, tener solo doce años; para todo necesitas permiso y por cualquier cosa te piden explicaciones! —Señor Castilla, recoja y márchese —me dice por fin. ¿Qué hora debe ser? No llevo reloj. ¡Está muy oscuro! Nadie ha venido a recogerme, así que tengo que irme solo. Me da miedo estar en la calle a estas horas. ¿Y si me sale un gamberro y me pincha con su navaja? ¿O una tía loca y me mata? Empiezo a correr a ver si consigo llegar antes… Se han apagado las farolas y estoy a oscuras. ¡Oh, no! ¿Qué hago? ¡No se ve nada! Tampoco pasan coches que me puedan ir alumbrando. ¡Claro que no! ¡Como que todo el mundo está ya en su casa menos yo que, por culpa de un castigo, estoy en la calle muerto de miedo! No tengo a quién pedir ayuda porque no se ve luz en ninguna ventana. Y detrás de mí oigo pasos. Alguien me está siguiendo… Me paro y también se para… Toco la pared para no tropezar. Y hace lo mismo… Tampoco funcionan los semáforos. ¡¿Cómo se ha podido ir la luz en toda la ciudad?! No sé si llegaré esta noche a casa ni si estaré vivo cuando llegue si es que llego… Porque quien me está siguiendo no me deja. Ando y ando sin verme. Todos los bloques parecen negros. No llego. Sigo estando lejos y no pasa nadie por la calle. Ninguna persona que pueda ayudarme. Cada vez estoy más perdido. No hago más que caminar sin llegar a ninguna parte. Y no deja de seguirme. Me tiene demasiado cerca. A mano, a su alcance… ¡Ya está ahí! Me agarra el brazo y me coge por el cuello de la camisa… ¿Quién puede ser? ¡No! Es… —¿Pensaba usted que su castigo se terminó cuando le autoricé a marcharse? —me grita—. ¡Pues no! Faltaba la segunda parte. Aprovechando este apagón, me estoy cobrando lo que le han hecho a mi hija durante el recreo. —¡Ha sido una broma! Solo le he levantado la falda un poco… —Y sus compañeros, Lapiedra y Romero, intentando meterle mano y Mejías, tirando fotitos para enseñárselas a sus amigos, ¿eh? —Palabra que no la iban a tocar. ¡Solo querían darle un susto! Hacían el gesto en coña hasta que usted apareció. —¡Ah, claro! Si no llego a aparecer… ¡Me secuestra! Me tapa la boca y me lleva a rastras a un local. Cierra la puerta, la atranca y enciende una vela. ¡Colgados de una viga veo los cadáveres capados de mis tres amigos! Pero no puedo escapar, estoy acorralado… —Quítese los pantalones, señor Castilla —me dice enseñándome un cuchillo largo— . ¡Vamos, haga caso! Ya sabe usted que se ha de obedecer al «profe» en todo…

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Sobre el autor:

Eduardo Omar Honey Escandón (México, 1969) Ing. en sistemas. Participante desde los 90s en talleres literarios bajo la guía de diversos escritores. Publica constantemente en plaquettes, revistas físicas como virtuales e internet. Cuentos suyos han sido premiados en Teresa Magazine como Nyctelios 6ª. ed. e incluidos en diversas antologías. Coordina talleres de escritura. Pertenece a la generación 2020-2021 de Soconusco Emergente.

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Q

uien siente su cabeza en el Trono de los Cráneos reinará sobre el imperio, decía el decreto de sucesión.

Kroma combatió día tras día, por años, a sus oponentes en pos del reinado. Triunfó finalmente y llenó la sala del trono con las cabezas de sus enemigos. Finalmente, orgulloso, subió con paso triunfador la escalinata hacia donde coronaría su victoria. Al llegar, se plantó frente al milenario trono y, con un gesto rápido, se decapitó. Su cráneo cayó, rodó y se detuvo en el pétreo asiento para reinar sobre un imperio sin súbditos.

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Sobre la autora:

Krizia Fabiola Tovar Hernández nació en el Estado de México, en 1996. Algunos de sus escritos aparecieron en las revistas Reflexiones Alternas, Poetómanos, Prosa Nostra mx, Teresa MAGAZINE, revista literaria pluma, revista hispanoamericana de literatura, revista literaria monolito, Más literatura, clan Kutral, vertedero cultural, circulo literario de mujeres, Perro Negro de la Calle, el morador del umbral, La página escrita, La liebre de fuego, y El templo de las mil puertas, entre otras. Actualmente estudia el último año de la licenciatura en Ciencias Humanas en el Centro Universitario de Integración Humanística.

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ienzos partidos por la mitad, astillas de pinceles, colores secos, muertos sobre el piso, sonrisa de niño marchita.

Pintor de melancolías de una Mujer Cuervo, huracanes destruyeron sus obras de arte. Ahora él ha perdido brújulas, se busca a sí mismo a punto de caer en eterno precipicio… Camina descalzo sobre arena, la misma playa donde conoció a Mujer Cuervo, se pregunta qué hace en estas horas muertas… Él mira siempre las caras de sus demonios sin llamar a nadie, quiere escampar su cielo antes de que alguien venga. Alas de cuervo rompen su composición del gris del cielo, única paz que detiene su volcán en erupción, nadie lo escucha como Mujer Cuervo… Observa desde la distancia a su pintor, serena espera con paciencia, mas ella no anhela desampararlo, él, mítica musa de sus poemas… Pinta de negro el mar frente a él mientras su tormenta continúa cantando, en gruesas líneas y sin puntos de fuga, se aniquila para volver a nacer... Aquel pintor que adora a su Mujer Cuervo, ¡la quiere tanto que no se da cuenta! Ideas de su muerte le consumiría la vida entera, no puede dejar de seguir sus pasos, envolverse en sus ráfagas porque es el lugar más seguro que conoce para sus lágrimas… El pintor regresa a casa por fin, alas de cuervo le esperan abiertas, para cubrir del frío sus cicatrices, Mujer Cuervo arropa al pintor entre sus alas después de tormentas…

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Sobre la autora: Sheila Patricia Fernández Díaz (La Habana, Cuba, 1993). Trabaja desde hace más de cinco en el departamento de redacción de la editorial cubana Pueblo y Educación, se desempeña como correctora en dicho centro y estudia licenciatura en Historia en la Universidad de la Habana (UH). Ha publicado en la revista independiente de origen canadiense Lived Experiency y en el no. 151 de la revista Educación, esta es fruto de la prestigiosa editorial donde labora. Tres de sus trabajos forman parte del II y III número de la revista literaria internacional Mundo de Escritores, donde tiene a su cargo una columna que lleva por título Pluma y alma solidaria. Sus obras también figuran en la II, III, IV, V y VI edición de la revista digital española Claustrofobia –un proyecto creado por Ediciones de Humo. Sheila ha participado en la primera y segunda edición de colaboraciones de la revista digital peruana El Almacén y fue artista invitada de su primer festival online Almacén Cultural. Sus poemas han sido publicados en diversas entregas de la revista literaria internacional Perro Negro de la Calle (Lagos de Moreno, México). El órgano digital argentino Revista Literaria Pluma también ha acogido su lírica en dos ocasiones. Su labor literaria está presente en más de 10 antologías auspiciadas por diversos proyectos en España, ha recibido tres menciones especiales del jurado en dichos certámenes y recientemente fue ganadora del V Concurso Literario de Micropoesía Tardes de Verano. Fue cuarto lugar en la modalidad de idioma castellano del XII Certamen Internacional Poético POE-SILLA 2020 y una de las ganadoras del I Concurso cubano Guajira, Junco y Palmera.

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uando auscultes mi ausencia –amarga herida– sentirás sus traiciones respirar y en el quiebre voluble de otra vida quedará lo que ayer no pude dar.

C

Los canales cerrados de la risa, los vestigios de mi mortalidad, el pasado es mañana y va de prisa, como un claro presagio de orfandad. Aunque brillen tus soles a mi acecho es inútil romper la oscuridad su puñal ya es abrigo de otro pecho, solo hay luz en el tiempo que se va. Olfateo sin ganas el olvido, el sutil bostezar de los inciensos. Fui madeja de júbilo raído, hoy me besa el dolor, no hay más disensos. Que destierren mis lapsos, poco importa, la inocencia que busco no vendrá, soy el bien masacrado de su aorta y mi ausencia te grita: –¡no amará!

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Sobre los autores:

Carlos Enrique Saldívar (Lima, Perú, 1982). Es director de la revista impresa Argonautas y del fanzine físico El Horla; es miembro del comité editorial del fanzine virtual Agujero Negro, publicaciones dedicadas a la literatura fantástica. Es director de la revista Minúsculo al Cubo, dedicada a la ficción brevísima. Es administrador de la revista Babeblicus (literatura general). Publicó el relato El otro engendro (2012). Publicó los libros de cuentos Historias de ciencia ficción (2008, 2018), Horizontes de fantasía (2010) y El otro engendro y algunos cuentos oscuros (2019). Compiló las selecciones: Nido de cuervos: cuentos peruanos de terror y suspenso (2011), Ciencia Ficción Peruana 2 (2016), Tenebra: muestra de cuentos peruanos de terror (2017, 2018) y Muestra de literatura peruana (2018). Benjamín Román Abram (Lima, Perú, 1970). Sus cuentos y reseñas se han publicado en diarios, antologías y revistas nacionales e internacionales como El Comercio, Correo (Huancayo), Heterocósmica, Fabulador, Umbral, Buensalvaje, Cosmocápsula, miNatura, Agujero Negro, Plesiosaurio, Zona libre, etc. Es autor de los libros de relatos En Envase Pequeño y Bioficciones. También cultiva la poesía y la ha publicado en diversos medios.

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E

notria tenía un solo océano, de agua dulce e hirviente, el cual estaba varios kilómetros bajo tierra. No contaba con ríos naturales, pero su atmósfera tenía humedad suficiente como para permitir la existencia de diversos organismos, entre ellos una población humanoide que extraía de ahí sus nutrientes vía dérmica. Estos salieron de la edad de arena a la social de un momento a otro, gracias a una asistencia inesperada, la de los triumen, diplomáticos de otro planeta que llegaron en naves espaciales y causaron un gran impacto. Los forasteros se dispersaron por todas partes, en su gran mayoría fueron recibidos con hostilidad por los líderes de las distintas tribus, y en dos casos casi los asesinan. Finalmente, gracias a un complejo sistema de decodificación lingüística, aplicado por los foráneos, los enotrianos pudieron entender lo que les decían: que un tercio de su mundo sólido iba a quedar bajo las aguas por una gran explosión natural en su océano interior, esta se produciría en los próximos quince años de Enotria (cada día tenía una duración de veintidós horas terrícolas). Los triumen sabían exactamente cuáles eran los lugares que se verían afectados. Era necesaria una reubicación de grandes proporciones, y solo se podría lograr si las cuarenta y tres tribus acordaban una salida armónica: unirse en un solo pueblo. De otra forma no recibirían la información, pues los triumen les aseguraron que a ellos solo les interesaba la paz y el bienestar de este bello mundo al que tuvieron la fortuna de arribar. De modo unánime, los enotrianos aceptaron aquella salida. Tras reubicarse, recibieron diversos conocimientos de los visitantes. Al darse el fenómeno acuático, los pobladores sobrevivieron. Pronto iniciaron labores variadas, como la agricultura, y aceleraron aún más su progreso. Veinte años después de su llegada sus benefactores les comunicaron que se marchaban del planeta. Argumentaron que su labor allí había terminado, pero que seguramente algún día regresarían. A pesar de los solemnes pedidos para que revocaran su decisión, partieron. Los triumen habían organizado bien a esa civilización. Se habían ganado su confianza, su respeto y, en cierto modo, su adoración. No obstante, los diplomáticos no contaron toda la verdad a aquel pueblo de seres grandes y fortachones. Lo cierto es que pronto habría un nuevo cataclismo (no de origen natural) y todos los enotrianos quedarían cocinados de golpe por el vapor de agua. Una vez sucediera, los alienígenas volverían, acompañados por muchos más de los suyos para darse un festín. Preparar ese platillo les tomó tiempo, pero valdría mucho la pena.

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Sobre la autora: Adilene Cortés Caballero. Hacedor de historias, Nacida en 1988 bajo el signo de capricornio, actualmente radica en un pueblito cerca del mar en Nayarit. Escribe desde los 16 años, ha participado en varios talleres literarios en Tijuana, Baja California y Lagos de Moreno, Jalisco. Ha publicado en Perro negro de la calle a partir del año 2020. Su obra es un cumulo de memorias distorsionadas, obsesiones, crudeza y melancolía. Magia y surrealismo son la palabra clave para sus relatos breves.

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Todo aquel que venga a mi jardín, que no tenga corazón. Oscar Wilde

T

ambién se le había roto. Sintió que dentro de ella algo explotaría expandiéndose por todo su cuerpo. Un objeto en su joven pecho, clavado entre sus costillas dolía. Reconoció la angustia, esa necesidad de recoger cada pedazo dentro de ella a sabiendas que podrían faltar alguno al armarlo de nuevo. En ese momento sentada en el balcón de su alcoba en una añoranza vio la imagen de aquel enano quebrantado ante ella cuando era una niña y sintió asco. Jamás ambicionó parecerse a él. Debía corregirse al respecto, que las carcajadas volvieran a su espacio y lo inundaran todo, que la felicidad abasteciera sus salones y jardines, y la gente rodeándole no pudiera más que perderse en la alegría de sus ojos. Dejó la tacita de té sobre la mesa, se quitó el camisón de noche, seguía sintiendo una pesadez adentro, como un zumbido que no cesa, como un taladro que no para. Tomó el abrecartas y creó una hendidura en su costado izquierdo, decidida, introdujo su mano abriéndose paso entre sus costillas, hasta palpar ese sanguinolento músculo, lo sacó de ahí a un tibio y palpitante, lo colocó sobre pañuelo y lo envolvió. Aquel malestar dejó de sentirse, sus suspiros melancólicos cesaron. Tranquilamente fue a su tocador en busca de aguja e hilo para coserse la herida, después durmió plácidamente. Al día siguiente arrojó el trozo de carne a los perros, en su reino nadie necesita un corazón.

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Sobre el autor:

Ajedsus Balcázar Padilla es un escritor mexicano de Ciencia ficción, terror y fantasía. También poeta y compositor. Nació el 29 de octubre de 1993 en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas. Ahora reside en San Cristóbal de las Casas. Maneja la Revista Literaria Mexicana “El Axioma” y ha sido publicado por diversos medios digitales como; Sexta Formula, Espejo Humeante, Teoría Omicron, Fanzine Letras Públicas, Minúscula, El Narratorio y Revista Ibidem. Forma parte de la antología “Solar Flare- OVNI” de Editorial Solaris (2020) y de la compilación “Error 404: Vínculo no encontrado” de Editorial Libre e Independiente (2021).

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N

os dirigíamos a la montaña rocosa de Allain Kúr. Mucho se hablaba en la aldea sobre el culto al gran reptil alado Gartzain Akval y la forma en que sacrificaban a humanos para rendirle como ofrenda sagrada. Se decía que aquella gran bestia vivía en el seno del volcán dormido Ilain Dzar, el cual se hallaba a algunas decenas de codones de distancia de la montaña Kúr. La degenerada población de aquella tribu rendía leal culto al enorme reptil, pues de no ser así, ellos terminarían devorados por ella o peor… se decía podría activar al terrible magma del volcán y terminar por destruir todos los poblados cercanos. Una amenaza que podían redimir al dar sagrado tributo. Nadie molestaba a los Ikikis de Allain Kúr; esa era el nombre de esa horrible tribu. Esos seres median un poco más que nosotros los pobladores de la provincia de Mammonth; pues aquellos engendros podían medir hasta cuatro metros de altura y nosotros solo dos metros y medio. Su estatura era un atributo designado por la gran diosa alada Akval. Entre los más viejos sabios del poblado, se hablaba de que aquellos degenerados seres bebían la sangre de aquel lagarto. Eso les confería diabólicos poderes y facultades. Atributos que les hacía terribles oponentes al momento de encontrarse con ellos. Capacidad que hacía que atraparan a pobladores más fácilmente para convertirlo en carne para el sacrificio. Nos hallamos en la cima de la montaña. Junto a mi hermano Kaizar, nos escondimos detrás de unas grandes rocas. Pues algunos ikikis se acercaban en el sendero marcado. Llevaban enormes troncos y amarrados en ellas, los cuerpos desnudos y vivos de muchos de los pobladores que se habían perdido en el bosque. Nos sentimos impotentes y con miedo. No podíamos hacer más que observar. La tribu acostumbraba a usar una vestimenta llena de gemas y rocas, además de los tatuajes enmarcados en su cuerpo de forma amenazante. Tras seguirles el paso. Logramos ver una pequeña meseta en donde aterrizó la aberrante diosa. Su tamaño era descomunal. Media más de quince metros de altura y con una envergadura de alrededor de veinte metros. Poseía un gran pico dorado y una cabeza llena de cuernos filosos. Portaba tres enormes ojos ovalados y un enorme collar con gemas sagradas colgaba de su escamoso cuello. Nuestra piel se llenó de escalofríos. Nos sentimos indefensos y pequeños. No éramos nada ante aquella horrible y abominable criatura. De alguna forma podía comunicarse con la tribu, pues se decía que solo ellos conocían la extraña lengua de Akval; un lenguaje tan maldito que podría convertir en magma hirviente a quien no fuese digno de escucharlo. Bajamos asustados y corriendo de aquella montaña degenerada. Huimos de terrores que no deseábamos sentir. Aunque tarde o temprano podríamos encontrarnos con algún depravado ikiki, tendríamos que ser precavidos para no perecer tan pronto en esta tierra tan salvaje. A lo lejos, las dos lunas emergían del majestuoso cielo, muchos más pequeños reptiles alados sobrevolaban en las copas de los frondosos árboles. Poco a poco la noche caería sobre nosotros y no debíamos estar en estos territorios.

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Sobre el autor: Alfredo Porras nació el 27 de septiembre de 1997, en Guadalajara, Jalisco. Es ingeniero en biotecnología, pero su amor por las letras es equiparable a su singular vocación profesional. Cuenta con un poema publicado (De amor y nostalgia) en la revista Perro Negro de la Calle en su número de marzo.

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—N

o me siento muy bien. Deja la luz apagada, por favor. Susana no decía mucho. La casa estaba sola y su cuarto se sentía más frío que de costumbre. Mi visita no podía ser prolongada, pues ya había anochecido y la hora de la fumigación estaba cerca. Sabía que esta podría ser mi última escapada. —¿Qué tienes? ¿Te duele algo? —pregunté con cierto nerviosismo. El toque de queda había entrado en vigor con rigurosas restricciones, equivalentes a la agonía sufrida por millones de personas, pero yo ya no tenía nadie más a quien llorarle. Llevaba una semana sin recibir noticia alguna de ella y no podía seguir cargando con el peso de la incertidumbre, así que decidí arriesgarme. —Tengo cólicos y he estado sangrando mucho. Ojalá me desangre; es insoportable seguir tanto tiempo así. —No digas eso, Susana, tienes que aguantar un poco más. Ya estamos en la fase final y estoy seguro de que pronto mejorará la situación. Debes tener fe. —En serio no me siento muy bien. Susana empezó a sollozar y no quiso voltear a verme. El escenario era fúnebre, la única fuente de luz era tenue, proveniente de una vela que apenas me permitió atisbar su dorso desnudo, pero su rostro seguía oculto. Sus palabras eran casi nulas, mostraba una gran debilidad en su voz y los suspiros eran cada vez más profundos, como si estuviera a punto de quedarse dormida, para no volver a despertar jamás. —Me tienes muy preocupado. ¿Por qué no he sabido nada de ti en estos días? Sabes que puedes confiar en mí. Me acerqué lentamente a su cama, me acosté a su lado y acaricié suavemente su cabello, pero Susana no reaccionó. Por un largo rato no se escuchó ninguna palabra, no había más ruido que el de nuestras respiraciones, cada vez más sincronizadas, expulsando nuestros malestares y acogiendo una tranquilidad inmerecida. Hasta ahora, la casa seguía demasiado silenciosa. —Siento que me voy a volver loca, ya es demasiado tiempo. No he podido dormir bien, he tenido sueños horribles y mis ataques de ansiedad regresaron. —¿Necesitas pastillas? Seguro queda algún frasco en mi casa. —Aquí tengo, pero eso no importa, ya no me funcionan. He tomado más de lo que me recetaron, pero no siento ningún cambio. Por si fuera poco, llevo una semana marcándole a mi psiquiatra y nunca contesta. —Yo conozco a alguien, aunque no he hablado con él desde la última evacuación… —Olvídate de eso, ¿sabes qué es lo peor? No importa lo que hagamos, solo estamos postergando lo inevitable. Piénsalo, muchos de nuestros familiares ya se fueron, a mis roomies no creo volver a verlas, hay tantas personas de las que no pude despedirme. Es más, tú que sueles andar de curioso por las calles, ¿a poco no parece esto un pueblo fantasma? En verdad nunca me había sentido tan sola; ya ni el viento se digna a hacer ruido por aquí. —Pero aquí seguimos, y mientras eso continúe, siempre podrás contar conmigo. Sé que todo esto ha sido devastador, pero tenemos que resistir un poco más, juntos, solo un poco más. —No tienes idea de lo desgastada que me siento. Creí que el año pasado ya había tocado fondo, que todo mejoraría después de eso, pero aquí seguimos, encerrados, cada vez más solos. Todas las noches me tortura el remordimiento, me duele pensar en cuántas despedidas no pudieron ser, cuántas ideas no pudieron finalizar en recuerdos, y no puedo dejar de pensar en ello. Todos se están desvaneciendo, sin dejar rastro; ni siquiera he podido

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contactar a mis padres desde mi última visita. No cabe duda, eventualmente todos nos iremos, absolutamente todos, y pronto tú también lo harás. Me quedé aturdido por unos minutos, no sabía qué responder. Decidí quedarme callado, acostado junto a ella en posición fetal, esperando a que el calor de mi cuerpo la revitalizara, que la motivara a mostrar su semblante y que de mi boca salieran las palabras adecuadas. —No pienses en el mañana, acuérdate de lo que habíamos acordado: un día a la vez. Sé que todo esto ha sido muy difícil y que te sientes agotada, pero lograste sobreponerte a situaciones de las que no te creías capaz, has mostrado que eres más fuerte de lo que creías. En serio, me siento sumamente orgulloso de ti. Estoy seguro de que ya pasamos por lo peor, solo nos falta un último esfuerzo. Juntos vamos a salir de esta, ya lo verás, pero tenemos que evitar saturar nuestras mentes con tantos supuestos y recuerdos dolorosos. Vamos a salir adelante, solo hay que mantenernos enfocados. Un día a la vez. Me acerqué lo más que pude y la arropé con mi cuerpo, buscando una respuesta de vida, una reacción más positiva a la que había mostrado hasta ahora. Acaricié su espalda, pero Susana no respondía. —Te aseguro que todo va a mejorar. Apaga tu mente, aprovecha este momento que te encuentras relajada, respira y descansa, mañana será otro día —empecé a levantarme y a apartarla de la cama para darle un abrazo—. No vas a quedarte sola, no lo voy a permitir. Levanté su rostro con mis manos y besé sus labios, aferrándome a ellos hasta que nuestro agobio desapareciera por completo. Al abrir mis ojos, lo primero que vi fue una ligera sonrisa en su rostro, con lágrimas que corrían lentamente a través de sus mejillas. La iluminación era escasa, pero eso no me impidió presenciar aquella terrible imagen. La cara de Susana estaba cubierta de manchas púrpuras y las lágrimas que emanaban de sus ojos túmidos eran de un escarlata intenso. Me quedé sin aliento y no pude reaccionar con palabras, pero sabía lo que esto significaba, tanto para ella como para mí. Cerré los ojos, me acosté abrazado a ella y no dije nada más. En el cuarto siguió reinando el silencio y la oscuridad. No hubo despedidas ni discursos finales. Más que resignados, nos sentíamos preparados y esperamos pacientemente la llegada de nuestro ansiado descanso. Finalmente, nosotros también nos desvanecimos, con un abrazo que resistió el embate de cualquier inseguridad, juntos, a la espera de volver a encontrarnos con los ojos abiertos.

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Sobre el autor: Javier Dumenes. Nació el 7 de enero de 1999 en Rancagua, Chile. Estudia licenciatura en filosofía. A intervenido en revistas como Perro Negro de la Calle.

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E

ntre árboles y ramas a gritos representa la tristeza de una noche sabia, unas cuantas lágrimas en charcos verdosos, un viejo amigo y su sollozo en eco lo escucho. No había mucho que pensar, aquellos demonios además de gnomos y mandrágoras, me bastaban para contemplar. Me quedé petrificado, en compañía del silencio. Sentí anhelo de enlazarme aquellas espinas en mí, cada vez haciendo más daño, al punto de florecer ramas delicadas, hojas marchitas y tierra podrida. Tu orbe que me entregas de tu luz, hazme de saber cómo florecer… ¡por última vez!

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Sobre el autor: Julio César Aguilar (Ciudad Guzmán, Jalisco, México, 1970). Poeta, ensayista y traductor de inglés. Cursó la carrera de Medicina en la Universidad de Guadalajara; posteriormente realizó una maestría en Artes en Español en la Universidad de Texas en San Antonio y un doctorado en Estudios Hispánicos en la Universidad de Texas A&M, de la cual obtuvo una beca postdoctoral. Actualmente es profesor en Baylor University. Su obra se ha traducido a varios idiomas y ha sido publicada en diversos países, tales como Irán, España, Estados Unidos y Perú. En 2017 recibió la Presea al Mérito Ciudadano por el Gobierno de Zapotlán el Grande. Es autor de las siguientes colecciones de poesía: Rescoldos, 1995; Brevesencias, 1996; Nostalgia de no ser mar, 1997; Mano abierta, 1998; El desierto del mundo, 1998; El patio de la bugambilia, 1998; Orilla de la madrugada, 1999; Illuminated Mysteries/Misterios iluminados, 2001; La consigna y el milagro, 2003; Una vez un hombre, 2004, 2007; La consigna y el milagro/The Summons and the Miracle, 2005; Transparencia de lo invisible/Transparency of the Invisible, 2006; El yo inmerso, 2007; Barcelona y otros lamentos, 2008; Alucinacimiento, 2009; La consigna y el milagro/La convocazione e il miracolo, 2010; La consigna y el milagro, edición bilingüe español-árabe, 2011, y español-polaco, 2013; Aleteo entre los trinos, 2014; Perfil de niebla, 2016; Don del fulgor, 2018; Destellos de Zapotlán y otras penumbras, 2019, y Alborozo, 2020. Traducciones suyas son Con ansia enamorada, de Irving Layton, 2004; Camino del ser. Antología: 24 poetas anglosajones, 2006; Pintando círculos, de Luciano Iacobelli, 2011; La costurera y el muñeco viviente, de Beatriz Hausner, 2012, y Pascal va a las carreras, de Janet McCann, 2015. En 2017 publicó el libro de entrevista Reconstrucción de Ángel Escobar en la voz de Marina Cultelli.

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M

agia y matrimonio: Natalia y Thomas se casan. Casa de la ventura donde el corazón sus mieles esparce, desde ahora será la suya. Bella la novia a la boda va, como si al principio de su propio mundo fuera. Lleva en sus manos y también en su pelo qué encanto de coloridas flores, oh, novia ataviada de sangre y porte y estampa de nuestro México. Natalia va tan alegre por el camino con su vestido blanco, que naturalmente vuelve así a nacer de ella misma otra vez. Feliz está la mujer que hoy se casa y asimismo más grande su felicidad es nuestra. Hacia el encuentro de Thomas se encamina, y ya Natalia ríe con su alma de radiante novia sabiendo que es solo en el amor, solo en el amor, solo en el amor donde verdaderamente reina el milagro.

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Sobre el autor: J. R. Spinoza. H. Matamoros, Tamaulipas, México (1990). Escritor y profesor mexicano. Ha publicado en las revistas: Perro Negro de la Calle, Zompantle, Penumbria, Monolito, Retruécano, Nudo Gordiano, Teoría Omicrón, Revista Sputnik, La Gualdra, entre otras.

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¡N

unca jamás! Aunque te persiga el dolor con sus doscientos piratas, capitán mutilado, barco maldito, tiempo transmutado en cocodrilo. ¡No mates al niño! ¡Nunca jamás! Aunque ya no creas en hadas, y solo veas sombreros. flor en el olvido, víbora reptante, veneno que traen los años. ¡No mates al niño! ¡Nunca jamás! Aunque ya no persigas conejos y hayas perdido la juventud. contador de estrellas, esclavo de gris, hombre que ha olvidado reír. ¡No mates al niño! Al contrario, fabrica unas alas, que sean a medida, dale la mano, enciende la luz, permite que fulguren sus ojos, que vuelva Fantasia.

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Sobre el autor:

Ajedsus Balcázar Padilla es un escritor mexicano de Ciencia ficción, terror y fantasía. También poeta y compositor. Nació el 29 de octubre de 1993 en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas. Ahora reside en San Cristóbal de las Casas. Maneja la Revista Literaria Mexicana “El Axioma” y ha sido publicado por diversos medios digitales como; Sexta Formula, Espejo Humeante, Teoría Omicron, Fanzine Letras Públicas, Minúscula, El Narratorio y Revista Ibidem. Forma parte de la antología “Solar Flare- OVNI” de Editorial Solaris (2020) y de la compilación “Error 404: Vínculo no encontrado” de Editorial Libre e Independiente (2021).

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usco un poco de paz, un pequeño anhelo entre lo cotidiano. Un breve momento de alegría en un día nublado. Busco un instante de confort. Un abrazo de pétalos de una rosa perdida. Perderme en un pueblo barroco; encontrarme con la verdad tatuada de escarlata. Busco un momento de inspiración, un poco de amor entre lo inconsistente del futuro. Un poco de tranquilidad, bajo la más fiera tempestad. Un solo respiro de confianza, un solo respiro de inspiración. Que se encuentre en tu mirada, en tus labios… en tu existencia. Deseo desaparecer entre la niebla, surcar los montes más desolados. Encontrarme frente al abismo… Y no ser devorado por el… Poder domar a la bestia encapsulada en el dominio del eterno subconsciente. Necesito un poco de oxígeno. Unas gotas de cianuro en mi sangre, un poco de mercurio en mis lágrimas. Bombear carbono en mi corazón detenido. De un solo respiro todo se calmaría, de tener tu respiración en mi piel; de sentir tu piel en mis sentidos. De un solo respiro solo bastaría, para hallar la inspiración correcta, de encontrarte escondida tras mis pasos continuos.

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Sobre la autora:

Alejandra Cruz Castillejo nació en Michoacán, México, en 1983. Graduada como Lic. en Educación Primaria en la Escuela Normal Urbana “Profr. J. Jesús Romero Flores”. Ha colaborado en Antología Normalista 2004, en antología Los otros motivos tomo 1 2021. Actualmente ha publicado en las revistas Rigor Mortis, Perro Negro de la calle, Cantera, Posada Almayer, Kumaya, así como en páginas de difusión cultural.

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H

ace una semana recibí la herencia que el abuelo me dejó, no es bastante, por el contrario, se puede decir que es algo simbólico. Antes de que él falleciera fuimos a caminar durante la tarde por la orilla del río, el aire soplaba con una frescura que alejaba el calor y el polvo de nuestros rostros, es un placer recibir una ola de aire fresco en un lugar donde solo hay espinos. Caminamos hasta llegar a una roca en la cual se sentó, secó el sudor de su cuello para después agacharse a coger un poco de agua, mojándose con ella la cara. Por un momento quedó absorto mirando a la otra orilla como si deseara cruzar esa fuerte corriente cristalina. —Nunca se sabe cuándo se va a caminar por nuevas tierras, yo fui caminante toda una vida y aun así siempre volvía al principio, no dejes que se te vaya el tiempo, siempre hay oportunidades para enmendar un error, pero no abuses de la compostura o no reconocerás tu presente. De momento no entendí la intención de sus palabras, preferí no interrumpirlo, aunque las dudas revoloteaban dentro de mí. Al siguiente día me mandó llamar, estaba recostado en su vieja cama, se veía pálido, como si le estuvieran exprimiendo la vida. Con su mano señaló en buró, lo abrí y dentro se encontraba un reloj de arena, lo extraje. El abuelo abrió sus grandes ojos al verlo en mis manos. —Esta es la herencia que dejo para ti, un reloj, no es cualquier reloj, úsalo cuando ya no puedas más, obsérvalo, abre bien los ojos y suspende su medición cuando lo consideres necesario. No pasaron veinticuatro horas cuando me llegó la noticia de su muerte. El artefacto duró sobre la mesa un par de días. Dormía plácidamente cuando entre sueños recordé al abuelo en nuestro paseo por el río, después la imagen del reloj vino a mi mente, instintivamente estaba dándole la vuelta y de poco en poco la arena caía como una leve brisa, al hacerlo formaba remolinos casi imperceptibles como si existiera una pizca de viento dentro de él y luego los estos se trasformaban en imágenes que se desintegraban en segundos. Desperté repentinamente, pensé en el reloj, fui a la mesa y lo tomé. Observé su delicado cuerpo de vidrio soplado, su arena marmoleada y su soporte de caoba conformado por tres patas. Era perfecto, intrigante, delicado, atrayente, era todo eso que a lo llaman belleza. Me decidí a girarlo por vez primera, estaba seguro que mi sueño algo tenía de real, pero me llevé una gran decepción, lo observé por cinco minutos y nada sucedía, la arena caía con la más delicada finura haciendo un ligero montículo al centro. Me retiré a dormir, dejando ahí en plena acción al objeto, seguramente cuando despertara el fino polvo casi terminaría de pasar al otro receptáculo. Dormí olvidándome por completo del artefacto, al despertar la curiosidad me hizo acercarme a la mesa y no podía creer lo que estaba mirando, la arena estaba suspendida, su caída parecía una cascada que se congela en el tiempo. Froté mis ojos, podía ser producto de un espejismo, pero no fue así. Analicé todo aquello que pudiera causar esa ilusión óptica, no encontré explicación, así que lo tomé con la firme idea de guardarlo en algún lugar. Al tocarlo inmediatamente el polvo mármol continúo su caída. Lo observé con tal curiosidad, que pude ver cómo dentro se arremolinaba la arena formando un pequeño torbellino y luego imágenes, un hombre abrazando a su esposa y ella a su vez sostenía a un bebé, luego el niño corría para desvanecerse, la madre desconsolada miraba por la ventana. Lo que pude ver era una escena imposible ¿Quiénes eran ellos? ¿Por qué aparecían en ahí dentro del reloj? Todo era confuso. Finalmente lo agarré de una de sus patas y lo guardé en el armario.

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Pasaron semanas, Zira llegó a mi vida, con ella días felices que después se transformarían en un excelente futuro. No importaban las horas ni el correr de los días si yo estaba junto a ella, en sus grandes ojos podía ver que también me amaba, pasamos noches de contrabando juntos sin explicar a nadie nuestras andanzas, simplemente ella y yo. El amor puede hacer que las personas dejemos de pensar en el tiempo, y este a su vez se puede aprovechar corriendo a gran velocidad. Al paso de un par de años, ambos nos graduamos de la universidad y ya con título en mano decidimos pasar la vida unidos. Ella cada día relucía como la flor más bella de mi jardín, en cuestión de meses llegó el embarazo que culminó en un hijo al que llamamos Abel. Éramos tan felices. Nos sentíamos sumamente afortunados por tener una familia tan perfecta. Pero no hay felicidad sin desgracia posterior, un día mientras Zira hacía las compras le soltó la mano al pequeño Abel, este vio rodar una naranja que caía sobre la calle y movido por la curiosidad caminó hacia ella. Cuando mi mujer volteó en su búsqueda, un auto pasaba por encima de mi hijo, no pudo con esa imagen en su mente. Ella pasó días enteros sin comer, hundida en la depresión, mismo sentimiento que también me arrastró hasta que recordé el reloj en el cual había visto ese episodio de nuestras vidas. Lo saqué del armario y lo puse en marcha, observé fijamente, nuevamente se formó el torbellino. Ahora ella aparecía caminando por el monte, la imagen se transformó en un cuerpo que pendía de una cuerda. ¡No podía perderla a ella también! Paré el reloj, lo acosté, algo en mi interior me decía que debía continuar. Quería ver que más sucedería, pero esta vez regresaría el polvo a su sitio. Fue ahí donde me llevé una gran sorpresa, ahora yo estaba nuevamente al pie de su cama viéndola llorar, confundido fui al armario y ahí estaba el reloj. Sabía lo que tenía que hacer, así que dejé regresar la arena a su sitio, reiniciando así el día en que debía morir mi hijo para poder evitarlo. Los años pasaron, el pequeño creció. Un buen día decidimos viajar a la playa, necesitábamos un descanso, el cual se convirtió en tragedia, a mi esposa se la llevó el mar. Sin encontrar su cuerpo y casi sin aliento, recurrí a la única opción que conocía para recuperarla a ella. Nuevamente el reloj me devolvió un pedazo de alma. Obviamente por seguridad decidí que ya no viajaríamos a la ninguna playa. Envejecimos juntos, disfrutamos de paseos vespertinos por el parque, ella sonreía como la primera vez y yo aún la amaba con locura. Mi vida llegó a un punto de enorme felicidad, había vivido la vida que deseaba, sabía que estaba a punto de llegar a mi final. Esta vez no usaría el reloj, dejaría que el tiempo hiciera lo suyo pues ya babia salvado lo que más amaba. Morí, sentí como mi cuerpo perdía la vida en un suspiro y el alma se trasformaba en arena marmoleada. Viví una larga vida en segundos de ensueño, mis ojos observaron la caída del último grano de arena.

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Sobre el autor:

Santiago Garcés Moncada. Nació en Itagüí el 3 de junio de 1999. Ganó el 2º puesto en el concurso “Historias para volar la imaginación” de la I.E Concejo Municipal De Itagüí con su poema Palabras que sangran (2016), fue ganador del 1º puesto en el “Primer premio municipal de poesía y cuento corto de Itagüí” con su cuento Fruto prohibido (2018) y es coautor del libro con las obras ganadoras de este, participó del Festival internacional de poesía de Medellín (2018 y 2019), es co-autor del libro Deshielos de tinta (2019), se publicó una selección de sus poemas llamada Ideas de humo en la 9° edición de la revista Lo innombrable (2019), su cuento Casa robada fue publicado en el libro con los mejores cien cuentos del concurso “Medellín en 100 palabras” (2019), fue ganador del 1º puesto en el “Tercer premio municipal de poesía y cuento corto de Itagüí” con su cuento Reflejos (2020). Abriéndose fronteras fue seleccionado para publicar sus cuentos y poemas en diferentes periódicos y revistas de Colombia, Costa Rica y México (2021). Actualmente estudia ingeniería electrónica en la Universidad de Antioquia, es miembro del taller de creación literaria LetraTinta y es cronista en la revista Bohemia.

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E

s extraño cómo un sonido tan simple como una gota en el tejado puede estremecerte tan íntimamente de los pies al alma, recuerdo aquel meneo del abuelo cuando veía a las nubes amenazar la tarde con la humedad de su canto, siempre iba con el pañuelo en el bolsillo de la camisa para recibir esas primeras lágrimas que afinaban las tejas de zinc del rancho como una orquesta ambulante sin gorro para monedas. «Tolón, tolón, dicen las gotas…», decía sonriendo y moviéndose como un adolescente rumbero de apenas ochenta y dos años, yo corría por el casete de salsa vieja que ponía bajo el cenicero en la cocina, el rebotar de la lluvia en la casa de los abuelos era lo mismo que decir chocolate en fogón de leña, mi abuela ya tenía ese sonido a lluvia definido en su vocabulario campesino, aunque no supiera leer ni escribir, ella se había graduado de la escuela de la vida y yo apenas estaba empezando el kinder, no era para ella sino escuchar el primer acorde en las tejas de la cocina para calentar la cayana en que hacía las arepas y en la olla el chocolate con leche fresca ardía en el fuego con la misma leña, me robaba un pan de yuca y metía el casete en la grabadora, y el abuelo cantaba y bailaba a ojos cerrados reviviendo una juventud que se iba como las cenizas de su cigarrillo en su movimiento acelerado, yo esperaba ese momento en el que bailaba cada vez que veía el cielo negro desde la silla mecedora de la entrada, lo observaba mientras tomaba un jugo de guayaba espeso y dulce del que no me cansaría nunca aunque mi madre, que fue criada a punta de guayaba y de tomate de árbol, dijera lo contrario. Estaba seguro de que llovía por aquel baile suyo, no sé si en Santa Elena hubo indios, pero si los hubo, mi abuelo era pariente, su danza de lluvia y de bailadero era la señal para que el aguacero se manifestara, el abuelo me sentaba en sus piernas y me daba el último trago de su café. En las noches de tormenta en que lloraba de miedo mi abuelo me tomaba de la mano, me envolvía en la cobija y acariciaba el pelo. «Ay mi niño, no te asustes que Dios es bueno», me decía con cariño mientras ponía tarros en el suelo para retener las goteras. Él pensaba que Dios era un espíritu de agua y le oraba en las mañanas al admirar el rocío, comulgaba de su cuerpo en el café, se bautizaba en el arroyo que había en el patio cada vez que bañaba su cuerpo y yo aprendí a amar a ese Dios hecho de lluvia, de llanto y música. A esta parte del oriente antioqueño muchos le dicen cielo roto por sus constantes lluvias, la casa de los abuelos ahora es solo casa de la abuela, la lluvia cae más triste que antes, el casete era un fantasma que ya no suena porque su ritmo revivía el dolor de su ausencia y dibujaba su imagen invisible y pesada, cuando él vivía eran las goteras una fiesta melodiosa, pero ahora desde la mecedora el cielo negro marca el llanto hacia la tierra, pero Dios es bueno y a veces, cuando escampa, un arcoíris multicolor llena de alegría el mundo y su rostro se dibuja entre las nubes agrietadas, ojalá y de entre esas grietas bajara hasta mis oídos un tolón tolón que contra el techo recitara un te quiero.

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Sobre el autor: Julio César Aguilar (Ciudad Guzmán, Jalisco, México, 1970). Poeta, ensayista y traductor de inglés. Cursó la carrera de Medicina en la Universidad de Guadalajara; posteriormente realizó una maestría en Artes en Español en la Universidad de Texas en San Antonio y un doctorado en Estudios Hispánicos en la Universidad de Texas A&M, de la cual obtuvo una beca postdoctoral. Actualmente es profesor en Baylor University. Su obra se ha traducido a varios idiomas y ha sido publicada en diversos países, tales como Irán, España, Estados Unidos y Perú. En 2017 recibió la Presea al Mérito Ciudadano por el Gobierno de Zapotlán el Grande. Es autor de las siguientes colecciones de poesía: Rescoldos, 1995; Brevesencias, 1996; Nostalgia de no ser mar, 1997; Mano abierta, 1998; El desierto del mundo, 1998; El patio de la bugambilia, 1998; Orilla de la madrugada, 1999; Illuminated Mysteries/Misterios iluminados, 2001; La consigna y el milagro, 2003; Una vez un hombre, 2004, 2007; La consigna y el milagro/The Summons and the Miracle, 2005; Transparencia de lo invisible/Transparency of the Invisible, 2006; El yo inmerso, 2007; Barcelona y otros lamentos, 2008; Alucinacimiento, 2009; La consigna y el milagro/La convocazione e il miracolo, 2010; La consigna y el milagro, edición bilingüe español-árabe, 2011, y español-polaco, 2013; Aleteo entre los trinos, 2014; Perfil de niebla, 2016; Don del fulgor, 2018; Destellos de Zapotlán y otras penumbras, 2019, y Alborozo, 2020. Traducciones suyas son Con ansia enamorada, de Irving Layton, 2004; Camino del ser. Antología: 24 poetas anglosajones, 2006; Pintando círculos, de Luciano Iacobelli, 2011; La costurera y el muñeco viviente, de Beatriz Hausner, 2012, y Pascal va a las carreras, de Janet McCann, 2015. En 2017 publicó el libro de entrevista Reconstrucción de Ángel Escobar en la voz de Marina Cultelli.

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D

a la bienvenida el gato al bebé y en la casa el regocijo estalla. Como dos viejos amigos, ambos frente a frente se miran. En silencio, dialogan. ¿Qué extraños asuntos se cuestionan?; la mirada es cómplice. Bebe a ratos su dulce leche el bebé y el gato descansa en su sombra.

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Sobre el autor: Santiago Garcés Moncada. Nació en Itagüí el 3 de junio de 1999. Ganó el 2º puesto en el concurso “Historias para volar la imaginación” de la I.E Concejo Municipal De Itagüí con su poema Palabras que sangran (2016), fue ganador del 1º puesto en el “Primer premio municipal de poesía y cuento corto de Itagüí” con su cuento Fruto prohibido (2018) y es coautor del libro con las obras ganadoras de este, participó del Festival internacional de poesía de Medellín (2018 y 2019), es co-autor del libro Deshielos de tinta (2019), se publicó una selección de sus poemas llamada Ideas de humo en la 9° edición de la revista Lo innombrable (2019), su cuento Casa robada fue publicado en el libro con los mejores cien cuentos del concurso “Medellín en 100 palabras” (2019), fue ganador del 1º puesto en el “Tercer premio municipal de poesía y cuento corto de Itagüí” con su cuento Reflejos (2020). Abriéndose fronteras fue seleccionado para publicar sus cuentos y poemas en diferentes periódicos y revistas de Colombia, Costa Rica y México (2021). Actualmente estudia ingeniería electrónica en la Universidad de Antioquia, es miembro del taller de creación literaria LetraTinta y es cronista en la revista Bohemia.

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o dejo de pensar en la libertad que lleva el viento, de ver las aves que surcan las nubes ocultando la verdad bajo sus alas, de cielo en cielo, de verano en verano, persiguiendo la magia de un instante que se va veloz como la brisa, magia en mí, extinta hace años reverdece en esperanza en mi mirada… Un aleteo en la distancia me deja ver un destello desde esta jaula de invierno a la que no llega ni el recuerdo de la primavera. ¿Podrá este pájaro herido alzar el vuelo nuevamente? Fríos barrotes de tiempo congelan uno a uno mis segundos, cadenas de palabras me condenan, y pensar es el pecado que envenena la daga que corta mis alas a cada paso, cada vuelo es un abismo que me araña la cara y caigo en ellos por el peso de lo que soy… Mi ser hecho de ausencia y de recuerdo, si acaso un espejismo de mí mismo, una copia de la copia que se lleva repitiendo desde el inicio de las cosas, mientras se agota mi tinta y cada vez palidezco un poco más, más temor, menos sangre, otro escalón que subimos antes de saltar al olvido. Ya dejé de ser el niño que ama el sol sin saber qué es el amor, pero sintiéndolo, me encerré tan de repente en vocablos y lenguajes que dejé de sentir la felicidad del viento en mi cabello y la convertí en un verbo estéril y lejano. Amar, soñar, volar… Pesadas guillotinas que me hacen perder la cabeza, las alas, el vuelo… La lluvia cae sobre mi historia recorriendo mi columna vertebral, arrancándome del árbol genealógico del mundo como la hoja seca que no aseguro ser pero que presiento en el marchitar de los días… ¿Cómo este frágil cuerpo puede resistirse a la corriente? Avanzo hasta la mar de un sollozo apagado en el que se ahogan mis penas y empiezo a pensar de nuevo en el vuelo de las aves que cruzan el firmamento desangrado como mis sueños al alba. El atardecer acaba y da paso al silencio que forma la noche, y ya no hay aves en el cielo oscurecido, y aunque mis ojos guardan la imagen del sol en la memoria algo en mí se ha estancado en las sombras, es mi voz la que he olvidado, la que por siempre anocheció dejando a un lado la razón que me hizo cantar alguna vez.

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