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a estamos en la segunda mitad del año, y, aunque me volví a prometer que ya no dedicaría palabras a ello, es inevitable; el malnacido y cretino virus es un enemigo persistente, cobra fuerza cuando pensamos que estaba derrotado. El mundo sigue padeciendo el desastre de uno de los organismos más pequeños de toda su faz. No obstante, esto debe continuar. No debemos olvidar lo que nos mantuvo cuerdos durante un caótico 2020: las artes. Y por ello, esta revista sigue, avanza, y a ella se unen más y más escritores del mundo y que hablan la preciosa lengua del Manco de Lepanto. Esta es la edición 58 del poderoso y ya longevo can de Lagos de Moreno. En ella, tú que comienzas a escudriñar en sus páginas digitales, podrás encontrar una gama variada de textos poéticos y narrativos, que, estoy seguro, en alguno de todos ellos te sentirás identificado, y comenzarás a sentir una de las cosas que nos hacen humanos: la empatía. Te dejo entonces con esta rica selección de obras. Aquí, en mi ciudad, el crepúsculo toma posesión del cielo, y a esta hora, el loco de Providence espera a que lo lea.
Amaury R. Ledesma
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a mayoría de las ocasiones nos aferramos a los finales épicos, a esas despedidas en que se consuman historias, esperanzas. Somos tan ingenuos que soñamos con que las golondrinas volverán, que esa flaca irremediablemente aparecerá de nuevo con sus pasos para compartir, con sus complejas conversaciones, sus deliciosos conflictos existenciales que por un tiempo me sustentaron. En medio de la demanda global de mercancías: la sequía azota al país; los sueños rotos enmarcan la realidad de otra generación de connacionales que fueron arrastrados por el flujo de los tiempos: otros que retornaron al monstruo que ya devoró nuestro campo; que ya consumió nuestra identidad nacional y ya midió el costo humano para alcanzar el máximo de ganancias. Las negaciones sistemáticas de los «expertos» en la economía global nos hace dudar de las bondades del gran capital; ese, que encuentra en las izquierdas actuales a sus mayores promotores: hombres aglomerados en un ideario anacrónico e insostenible; pobres diablos que se quedaron bajo los preceptos de un sistema con más de tres décadas de capitalista sepultura. En las calles surgen de nuevo viejos espejismos: esas burlas orientadas a sostener la quinta esencia de una sociedad que se ha fundamentado en la doble moral, en la división de los potentados y los parias; de los dueños del privilegio y la popularidad barrial; mientras un concepto de familia impulsa a los individuos a seguir inmersos dentro de este proceso creado por una necesidad social de otra época: fundamentada en la procreación que es la garantía para mantener la demanda de mano de obra barata, de consumidores poco exigentes, de esclavos atados al hedonismo y la competencia. En un medio tan disoluto, en ocasiones surgen historias proclives a darnos una línea, un punto de distancia, una gota de esas esperanzas que duran poco y se recuerdan por siempre. Las criaturas que habitan las ciudades varían en peligrosidad, ferocidad y belleza; sin embargo, en un día en que se perdió el presupuesto anual de un país de Centro América uno decide salir a buscar algún coctel tóxico para pasar la noche, para disolver la soledad almacenada en nuestras viviendas de interés social y distraer la mente de este virus que a todos nos ha atormentado desde hace meses. Esas historias proclives a desaparecer en medio de los espejismos de la globalidad son encarnadas y acompañadas por gentes que aparentemente no deberían existir, fantasmas de tiempos mejores que alumbran brevemente los callejones obscuros de las almas que a su alrededor lo que quieren es beber y disolverse con el alcohol y las drogas comunes en los bares de nuestros días. No es común y sin embargo esos días existen, esos monstruos vestidos de azul se reflejan en las vidrieras de barras y cantinas que han retomado su característica vocación de confesionario, su valor social rodeado de fantasías y espejismos, de bestias nocturnas que parecen o se figuran a la mujer que por años ha aparecido furtivamente en tus sueños, recurrente como esa jauría o ese sueño en el que pierdes la dentadura, mientras hablas, elocuente al vacío onírico y profundo. Después de unos tragos, uno tiende a distraerse de los puntos que hasta la sexta cerveza eran importantes; comenzando por el laberinto de complejidades que se requieren para comenzar una conversación con los extraños asistentes, parroquianos de figuras variadas: mujeres secuestradas en un medio invadido del terror nocturno y esos monstros que, a diferencia de los nuestros, caminan por las calles y viven entre nosotros. Según los que saben, para romper el hielo, es necesario encontrar un tema de conversación en común, algo intrascendente, algo que sea frecuente entre una completa
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desconocida y tú, un pobre diablo que sale de su casa a arriesgar su vida con tal de no estar solo una noche de viernes, un día más plagado de dudas, de esa obscuridad que cubre las horas eternas de pandemia y psicosis. ¿Cómo comenzar una conversación con este sentimiento colectivo de soledad? ¿Adónde llegará la conversación si inicio con algo común como la violencia o los desaparecidos, o esa sensación de pesadumbre que impera en la calle, en las oficinas y negocios? El silencio prevalece y reservo mi amargura, me veo contaminando el buen humor de la chica de azul que se encuentra en la mesa contigua a la barra. Ella es una criatura nocturna que bebe y sonríe amablemente, no puedo romper esa pequeña felicidad, esa burbuja en medio de un mundo gris: consuelo de ojos claros y figura diminuta que ríe, que nos aleja del estupor… en lugar de eso pido otro mezcal, mientras me contemplo parado ahí con ese sinsentido que en estos días inunda la vida.
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Sobre el autor: José Luis Machado (1974), Santa Catalina, Montevideo, Uruguay. Es docente y escritor. En 2015 publica sus primeros libros. Ha obtenido varios premios y menciones, Sus poemas, artículos y microcuentos han sido publicados en blogs, revistas y libros en más de una docena de países. Micrositio: http://abrelabios.com/general/indexjose.html
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Escribir es desnudarse mentalmente. Javier Alcántara.
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no llega a casa y se saca, se saca (por ejemplo), un suéter de lana, y se está sacando la pastura que recorrió el intestino de la oveja y que volvió a la tierra. Se saca la esquila, el valido lastimoso, el filo de las tijeras, las manos del esquilador. Se saca el alambre con el que se enfardó la lana, se saca el humo del camión, que transportó esos fardos a la fábrica; se saca los químicos que la desinfectaron, los que la tiñeron los que la blanquearon. Se saca una vez más el humo esta vez, el del ómnibus, ida y vuelta de la mujer que fue a trabajar en ella. Se saca las manos tibias de la tejedora, su trabajo a destajo, y su miopía, se saca el punto arroz, (o cruz). Se saca también: el control de calidad, el paquete, el nylon, la etiqueta, el ánimo de la vendedora, sus descuentos.
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Se saca las mangas, (¿una a la vez?), el escote, el sudor, el perfume. Finalmente uno queda desnudo y escribe.
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Sobre el autor: Juan Luis Henares nació en 1963 en Paraná, República Argentina. Profesor en Ciencias Sociales. En 2004 obtuvo el Primer Premio en el Concurso de Ensayos Memoria y Dictadura. Sus cuentos han sido publicados en antologías, revistas y webs de Argentina, México, Uruguay, Venezuela, Colombia, Guatemala, Chile, Perú, Cuba, Bolivia, España, Alemania, Canadá y Estados Unidos. Libros: Lápiz clandestino (2018) y Crónicas subterráneas (2021). Web: https://juanluishenaresescritor.wordpress.com/
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ola, Cande! Conéctate urgente a Facebook, estoy en el chat con el flaco que vive a la vuelta de la escuela, el que vemos todos los días al regreso; nos invita a tomar algo esta tarde. Apúrate que te sumo a la conversación —le digo entretanto, aguardo que aparezca en la pantalla. —Ahora está mi viejo en la compu, Mica; arreglá la hora y el lugar, después contame en qué quedaron —contesta entre susurros a fin de no ser escuchada en su casa. Al entrar mamá a la pieza, al toque corto la llamada. Si Candela tuviera un celu con internet no pasaría esto, ¿cuándo se lo van a comprar? Con Maxi acordamos encontrarnos a las siete en el McDonald’s del parque; irá con su amigo Emi. El problema será poder convencer a mi madre: los dos cursan tercer año en Comercio 1, son mayores que nosotras que estamos en primero de la escuela Normal. ¿Entenderá que sabemos cuidarnos solas? Seguro que me dará el acostumbrado sermón: —Salir a tomar unos refrescos o comer entre chicas sí, a encontrarse con amigos no; todavía no tienen la edad suficiente. Y me voy a quedar sin salida. Es preferible que le diga que nos juntaremos con las chicas del curso; total, ¿cómo se va a enterar? Estas horas de la siesta se harán interminables; para distraerme, antes de darme un baño, me pondré a elegir la ropa que voy a llevar. —Hola, Marcelo, ¿ya saliste de la oficina? Quedé preocupada, Micaela me dijo que saldría con Candela y otras amigas a pasear por el centro, pero al limpiar su pieza encontré el Facebook abierto y leí la conversación con un pibe que las cita a las siete en el McDonald’s del parque. ¿Sabés dónde queda eso? Córdoba y Mitre. ¿Podés ir? No, ni idea quién es él; hay fotos, más podría ser cualquiera. ¡Qué pendeja mentirosa! Mirá que la hablamos. Dale, gracias, me dio miedo. Se puso el pantalón negro y la remera roja con dibujo de un arco iris. Llámame cuando las veas. —Dame la promo de hamburguesa triple con agua saborizada sin gas; de pomelo, que no esté tan fría —le digo a la chica que nos atiende en la caja. —A mí lo mismo, pero con una de manzana —pide Cande. Ella luce hermosa: lleva dos colitas en el pelo y en su blusa blanca resalta un collar indio, plateado, con forma de elefante. Además, se pintó los labios. Claro, estaba sola en su casa, se pudo arreglar tranquila sin que la controlen. En cambio, yo me tuve que poner algo sencillo para que mamá no sospeche. Pagamos —cada día está más cara la promo— y nos sentamos junto a la ventana que da a la calle. Pasan los minutos, los flacos no llegan; inquietas nos miramos, como si alguna pudiera tener la respuesta. Candela enciende su viejo Nokia 1100 y observa la hora: las siete y quince. —¿Segura que el chabón te dijo a las siete? —me pregunta impaciente mientras termino mi comida. En ese preciso instante por la puerta de entrada ingresa un elegante señor con traje azul y corbata roja metalizada. Corpulento y cercano a los dos metros; me recuerda a un actor que he visto en la televisión, ¿quién será? Se aproxima a nuestra mesa. —¿Cande y Mica? —asentimos con un leve movimiento de cabeza—. Hola, chicas, soy el padre de Maxi; él se cayó con la bicicleta en la calle y tiene el tobillo hinchado, la madre le colocó hielo. No obstante, con Emi las esperan en casa; compraron sándwiches, gaseosas y helado. Tengo el auto afuera, vamos que las llevo. Cande le da un último bocado a su hamburguesa y yo tomo un apresurado trago final; nos levantamos y acompañamos al papá de Maxi hasta la puerta. En la calle espera
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estacionada junto al cordón una combi, creo que Renault Trafic, de color blanco con vidrios polarizados. Al llegar a la vereda, me detengo ante el recuerdo de mamá advirtiéndome sobre los peligros que enfrentamos en la vida; una alarma se enciende en mi mente. —¡Vamos Mica! —grita Cande, sin embargo, mi cuerpo parece paralizado; no me permite caminar junto a ella ni, como intento en este momento, regresar al interior del local. El hombre del traje azul me tironea del brazo y veo que alguien dentro de la combi abre la puerta trasera. Me resisto a los manotazos, lanzo algunas patadas, intento liberarme, pero igual me arrastra, es más fuerte que yo. De repente escucho un grito, su voz me es familiar: —¡Micaela! Es papá que se acerca en veloz carrera; al verlo mi captor se sorprende, aprovecho y escapo de su mano que me lastima. El apuesto galán de telenovelas da un salto y presuroso se mete en el vehículo; la combi arranca y las ruedas chillan al doblar en la esquina. Cande corre hacia nosotros. Lo abrazamos a papá; ambas temblamos, no paramos de llorar. Le doy muchos besos, quiero estar con mamá.
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Sobre el autor: Huanta, 16 de octubre de 1984 ve nacer a Anderson E. Muchari Aguilar. Estudia la primaria y la educación secundaria en la institución educativa estatal de igual nombre que la de su primaria. Posteriormente continúa sus estudios superiores en idiomas en la Universidad Nacional San Cristóbal de Huamanga. Se une a la Asociación de Escritores de Ayacucho (AEDA) en el 2007 haciendo exclusivamente poesía y adoptando el seudónimo de Vasia Valdemar, empieza a ser partícipe en ferias de libros y recitales en Huamanga. Actualmente vive y labora en Cusco, ha sido primer finalista en el Concurso de Poesía- AEDA-Julio-2020, ha publicado en la Revista Independiente “José Revueltas”, Chiapas, México en agosto del 2020– categoría: poesía; en “El Noticiero Nacional”, México en Noviembre del 2020 categoría: poesía; en la Revista Literaria Internacional “Perro Negro de la Calle”, México en diciembre del 2020 – categoría: poesía y en la Revista Literaria Internacional “Diablo Negro”, México en Diciembre del 2020 – categoría: poesía.
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ay en la mañana una flor que por mí piensa una fiesta de negro en las paredes que no te olvidan; hay en el mundo un vacío que llena tus labios, silencios en el campanario anidando en los jardines… hay en el aire pausado un libro que sabe a tus manos, esa oleada de tu voz imperial que frena la vida. Modo irresoluto, convences a los sueños que sueño no eres, sabiéndome aquí: verso a verso, aterciopelado para ti, carcomiendo deseos de reencontrarte hermosa y quimera, impoluta danzante de brezo en brezo, primavera primera, entonces, como fulgor, fonética en mi memoria fluyes … y convences, con ese modo, a los sueños, que sueño no eres. Pudieran imágenes oprimidas salir a cabalgar del sendero a tus ojos si atinase yo a imaginarte saliendo de miles de imágenes que vuelan; pudiera ser un modo simple de vivir dentro de la tempestad en que has convertido las calles… el mundo, las palabras, el tiempo, un «te extraño» … Sentir tanto de tan poco, y tan poco de tanto que hay en un sentimiento mientras fuera canta el regalo de que somos nosotros y no solo tú y yo. Volcán lento que gritas volátil. Tu piel curva el sabor de la vida, sé a la nación inocente y tu boca vibra una estación con miles de trenes insomnes. Definitivamente la tarde escancia sabor a girasoles, circundada, poniente y visual, culpable suelta la rienda del amor, amor, rompe las palabras dulces, somete los atavíos a frágiles caricias; un día adormilado, una noche que amanezca, y perecerás, como girasol, guardando recuerdos a escala monumental, soledad alegre. Tu piel nocturna curvada sobre mis espinas desciende en las venas del alba: raíz y flor cantan, en el camino, la esencia cóncava; un grito bajo el cielo abraza la melodía de tus cabellos, soledad bendita de tu boca, para abrigar tormentas que de tus ojos brotan, los tantos dígrafos que pudiéramos ser. Dime, chica de las corbatas, por qué te haces música con los girasoles; tornando al viento la travesía de tu fuego… dónde yace tu corazón, ese adormecido cubo aéreo; visitante de la noche callada, rebélame, cómo y por qué, a poco de partirse la tarde aquí en mi alma,
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a tu orgullo austral y fiero, a las más extensas nostalgias, a los más obedientes y viles segundos, someterás cada mañana; dime, en esta carrera hacia el alba cómo un mundo puede caber en una mirada como lo hace en ti, con árboles, montañas, colinas, Paris, todas esas mañanas, con flores, y el océano sin fin. Si volasen los pies y a pie llegases, férrea empapada de árboles, relojes y transeúntes sentados cual ramos: humanos e ilegales quisiera en tanto que ese gentío observe en tu silencio: una pista mía, o una cláusula casi mensual que te acuse desde aquel suspiro que partía, en el mismo tren iracundo que te exhala fría en bálsamos alegres. Quién fuese, sino tú, a destiempo, y fuera que cada tiempo en todos danzare, una chispa divina habitaría en ti con un golpe titánico de la fauna de tu voz una versión incomprensible que fuese un tú, sin caer desde el cielo abierto de tu Averno frío, tu azucarada piel nácar, la par de vida en vid, estremezca a los poetas de pétalo en pétalo; quién fuese, sino tú, quién fuera sino a destiempo, yo, la ola que boga las costuras de tu cuerpo en cada ráfaga cautiva de la inocua tarde. ¡Ah! Curadora de mis poemas, si te oyeras aquí, en este púlsar Heráclito entendería ese encanto tuyo la vida cóncava que me atiza y circunnavega; perfumarías en los aleluyas que ya no duermen siestas en el púlpito omega los tiempos inmemoriales de la parte humana que aún te habitan, o, tal vez, florecerías en la boca gigante de espejos testigos de mi Gólgota.
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Sobre la autora:
E. Lizbeth Márquez (Guadalajara, 1995) egresada de Letras Hispánicas. Ha publicado textos narrativos y críticos, en las revistas Engarce, Cinética Revista Cultural y Revista Ibídem, también en Fractales, de la REMJI. También es artista plástica y ha participado en exposiciones colectivas. Ha vivido en Alemania, Uruguay, y Xalapa, Veracruz.
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lla busca vivir como si los años junto con sus (¿malas?) decisiones no hubieran pasado. Apareció una noche, la certeza de que había encontrado un lugar y lo necesario para ser feliz podía comprobarse a partir de la calidez en sus palabras que contrastaban con el invierno. La habitación temblaba al ritmo de su mundo acostumbrado a la cotidianeidad que justificaría cualquier sueño por más imposible que se le creyera. Su llegada tuvo mayor impacto que su partida, pese a que, para algunos de los inquilinos, careció de nombre o rostro. Se sabía poseedora de un conocimiento que la esclavizaba al pasado, confesó que a veces lloraba cuando recordaba la historia de su gente, pero se declaraba contraria al olvido. De alguna manera, era digna de admiración. Todavía nadie sabe si lo improvisó o ensayó con anticipación. Quizá improvisó que improvisaba. Si alguien le hubiera preguntado acerca de lo ocurrido, ella hubiera asegurado que así tenía que ser, porque no hay razón para buscarle cinco pies al gato, como dicen en el hemisferio sur. Cuando algo es de una forma, así es, no hay de otra. El sincretismo de su fe lo explicaba: la Madre Tierra, dadivosa, podía ser igual de incomprensible que una terrenal, y sus lecciones, también caprichosas, mas, no exentas de sabiduría. La actriz conocía los papeles de madre e hija, aunque ella hubiera escogido ser hija antes que madre. Un conjunto de secos sueños como sus senos la orilló a huir de un hogar donde se sentía prisionera del futuro de sus hijos, víctima del amor, temerosa, decidió reunir en una mochila las pocas esperanzas que no se habían roto. Nuestro primer intercambio de palabras estuvo acompañado de fogatas hipotéticas, promesas de baile y un ambiente todavía demasiado frío. Hubo nueva música, otros idiomas, ritmos de un continente explotado, sabores desconocidos, improvisados aromas y la rutina del vino barato en cartón. Cuántas veces no brindó por su presto camino a la fama. Sus dioses habían proclamado que estaba en el lugar correcto, en el momento correcto, con las personas correctas. Los próximos meses se prometían rutinarios, mas no aburridos en su compañía. Era frecuente encontrarla en la cocina, o no encontrarla, para encontrarla después a partir de su perfume. La habitación entera olía a ella, a idioma mestizo, alma artística, ojos rotos cristales y justificaciones constantes. Gustaba de lo dulce tras el silencio del vicio. Podía explicar el origen y las consecuencias del cannabis como esposa de matrimonio decadente. Un día se rompió. Su voz era igual a todos los trastes cayéndose al mismo tiempo. No podía articular palabra coherente. En su rostro de café, en sus ojos noche selvática, se traslucía la desesperación de ver a su comunidad incendiada. Confundió el presente con el pasado histórico. Ella vivía en carne propia el despejo y la expulsión. No quiso escuchar de razones, porque las conocía de pies a cabeza, las había aprendido. Ya sabía que era exiliada. —No es nada personal —repetía, como si se bebiera una conversación. Fue a la cocina. Al seguirla yo, la recordaba dos noches atrás del todo distinta. Nadie entiende el tiempo, ni a la gente. Lloraba y reía, cual desquiciada. Lloraba y reía, cual mujer engañada, cual mujer acostumbrada a irse de los lugares que ama. Lloraba y reía, y a veces más reía que lloraba. Se enojaba. Quería matarlos a todos porque quería ella morir. ¿Qué le importaban sus hijos cuando la existencia le ardía más que el alcohol? ¿Qué le importaban? Se deshacía en mis brazos. Besaba mis mejillas. —Me iré —decía— a la ciudad de los amaneceres perfectos. Por suerte, desde aquí salen ómnibuses cada hora que te llevan hasta donde el sol toca el agua y pinta cielos envidia
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de Blanes. Pondré una hamaca ahí. Guardó sus pertenencias. No quería irse. Se puso sus lentes de sol, su sombrero. Sonrió. No quería irse. Sus maletas le pesaban, pero insistía en que era expulsada. Desde que nació estaba destinada a no pertenecer, explicó. Vivo por mis hijos, aunque sería mejor para ellos si estuviera muerta, dijo la madre actriz quien mucho tiempo atrás perdió el papel de hija. Nadie la expulsaba en realidad, rectificó después. Le gustaba dramatizar nada más: —No es nada personal—, insistió. Si regresara, no lo haría derrotada. Era una excelente actriz. En sus ojos distinguí la necesidad desesperada de que su mundo pudiera ser sostenido por alguien o algo. Todavía no era mediodía cuando se marchó, muy temprano, antes de que el candombe sonara en el barrio de Palermo.
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Sobre la autora: Zulema Holguín Sánchez. Nació el 9 de agosto de 1992, es originaria de Balleza, Chihuahua. Ha escrito en diferentes revistas digitales. Próximamente se publicará su primera novela titulada Azul Celeste en la página del Instituto Cultural del Municipio de Chihuahua, la cual resultó ganadora en el concurso Soltar las amarras, en el género de novela. Actualmente se encuentra ejerciendo como profesor cátedra en la Universidad Tecmilenio.
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ran aproximadamente las cinco de la tarde cuando mi paciencia se agotó. Siempre era lo mismo con él; esperarlo inútilmente a la hora acordada porque terminaba llegando una hora después. No era algo nuevo en Carlos, y aunque yo sabía que su concepción de puntualidad discrepaba con el significado real de la palabra, siempre lo esperaba a la hora acordada. No era que ignorara esa mala costumbre en él, sino que, yo, al igual que la mayoría, actuaba de forma autómata. Miré el reloj una y otra vez. Mi paciencia llegó al límite, el tiempo pasó sin reparar en mis deseos estériles de que fuera más lento. Los minutos pasaron, sucediéndose unos a otros sin que pudiera vislumbrar a lo lejos la silueta raquítica de Carlos. Lo malo, que lo amaba tanto como para cancelarle la cita a último momento, que ganas no me faltaron, como un castigo a su impuntualidad injustificada. Lo conocí una noche de fiesta, en una de esas tantas en las que solía salir con mis amigas con intensión de burlar un poco el estrés. Esa noche, Carlos olvidó pedirme mi número telefónico, después se las ingenió para pedírmelo de una forma que parecía casual. Según él, para ponernos de acuerdo con la compraventa de un libro que me hacía falta en la universidad. No era un tipo guapo, ni un corpulento de esos que enganchan la vista de las mujeres, sumergiéndolas en la imaginación desaforada a través de su fiebre carnal. Realmente, Carlos, era extraño, con los cabellos rizados hasta los hombros, con la apariencia descuidada y con una tendencia obsesiva a utilizar ropa ajustada. Más que beneficiarle le acentuaba su delgadez, aunque esta estaba compensada por el buen trasero que tenía, y que al mismo tiempo dio cabida a mal interpretaciones; porque los hombres al mirarlo de espaldas lo alagaban creyendo que era una chica esbelta, de trasero voluptuoso y cabellos sedosos la que se les presentaba caminando por la calle a altas horas de la noche, y que, al mirarlo de frente, aceleraban el automóvil con tal urgencia que dejaban en el ambiente un pestilente olor a alquitrán. Carlos argumentaba que debíamos mostrarnos como somos, no le importaba suscitar las miradas pecaminosas de los confundidos, o las miradas lastimeras de los no confundidos. Debíamos confiar en nuestros gustos, en nuestra forma de ser sin importar si le importa al mundo, y que a fin de cuentas al mundo no le importa porque es ajeno a tu mundo interior. Carlos, tenía razón en parte, pero la forma en que se expresaba era tan poética que terminaba por derretir a cualquiera. Esa cualidad se sumó a otras tantas que tenía y dieron como resultado final a un enamoramiento precoz y poco creíble. En todas las relaciones, cómo no, hay bajas y altas, en mi caso fueron más bajas que altas porque me enamoré perdidamente de él y de una forma tan inverosímil que cualquiera podría creer que estaba fingiendo. Me hubiera gustado haberlo fingido, así me hubiera ahorrado los increíbles extremos de humillación a los que llegué por amor. Carlos, a diferencia de mí, cuando teníamos discusiones por asuntos infundados se mostraba tan tranquilo que parecía pasar de largo entre las hilachas sueltas del discurso. Acción que siempre admiré de él, hasta que el asunto empezó a tornarse cada vez más caótico cuando en las disputas fundadas se mostraba retraído y sin interés. Una tarde, en su casa de soltero jugábamos videojuegos cuando su gata arisca me soltó un zarpazo. —Ten cuidado —me dijo —. Es muy celosa y no le gustan las visitas. Después de un rato salió de urgencia de la sala hacia el baño, vi cómo su celular se deslizó entre el apuro y el movimiento por su bolsa para después caer en el sillón. Me armé de valor y al ver que no tenía contraseña decidí husmear en él. No fue lo correcto, desde luego, pero el abismo de incertidumbre me orilló a sospechar que algo ocurría. Y, así fue: mis lágrimas de impotencia no se hicieron esperar al saber que se veía con otra chica.
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—¿Qué es esto, Carlos? —le pregunté con las pruebas en la mano, y él, tranquilamente y sin molestarse por el hecho de haber tomado su celular sin su permiso me dijo: —Una amiga —musitó mientras se hundía quitado de la pena en el sillón que era aterciopelado y de un verde esmeralda que te hacía mantener la vista clavada en él, por lo llamativo y decrépito que era —. Tú también sales con otros chicos, ¿qué no? Esto es una relación abierta —me dijo con una indiferencia atroz, y aunque ya estaba acostumbrada a ese ciclo vicioso, siempre fluían los mismos sentimientos y con la intensidad de la primera vez. Me dolía, sin duda alguna. Así es el amor, así es el amor, lo apendeja a uno feo, decía mi madre cuando terminaba sus discusiones con mi padre; que eran inagotables, por desacuerdos triviales y que duraban solo unos instantes. —No, nunca acordamos eso —le dije sollozando mientras estiraba el brazo para darle el celular. —Exacto —me dijo mientras tomaba su celular —. Tampoco acordamos que esto era una relación seria, o, ¿sí? No fue necesario que refutara la respuesta de Carlos, su actitud indiferente ya era demasiada alarma como para haberme quedado a tratar de recibir explicaciones inútiles, o peor aún, haber tratado de persuadirlo para que se sintiera culpable y me hubiera dado una explicación acorde a lo que yo anhelaba escuchar. ¡No! No podía hacer eso; porque contra todo pronóstico ya lo había hecho incontables veces, y en todas logré retenerlo con dramatismos escuetos, dando como resultado una relación forzada en donde yo era la única que seguía cegada y haciendo cualquier cosa por mantener una prosa vacía e inverosímil con el lema de amor perfecto. Después de la ruptura definitiva no lo volví a ver, me dolió tanto el hecho de que nunca fue capaz de disculparse o darme una explicación como un consuelo a mi corazón desalineado, porque me lo dejó como una cuerda que entre más se mecía con sus recuerdos más quedaba como un vil estropajo. Así pasé los días, las semanas y los meses: primero como un perro callejero; triste, escuálida y con una necesidad absurda de volver a ser amada, después como un niño pequeño; sorprendida por cada nueva cosa que él hacía y con la consciencia aún adormecida; tenía unas ganas inmensas de mandar al carajo la poca dignidad que me quedaba y correr a su lado y perderme entre su animal encrespado, y que él se perdiera en el calorcito de mi bajo vientre. Al último, llegó la resignación, esa parte en la que aceptas que las cosas ya no son igual, que en el mejor de los casos aprendes de los errores pasados, pero a fin de cuentas te vuelven a mostrar que realmente no aprendiste nada y vuelvas a caer en el mismo ciclo vicioso e incomprensible del amor, donde todas sus facetas se vuelven a manifestar como un cúmulo de acertijos secretos; intentas de mil maneras posibles descifrar al otro, al amor y a todo eso que no entiendes, pero es una paradoja absurda por lo vivimos, estamos hasta el cuello en ello y le llamamos vida, una vida que, en lugar de ser totalmente comprendida, es un arte de adivinanzas, de enigmas, y una de las cosas más difíciles de comprender es sin duda esa forma desaforada de amar a alguien.
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Sobre el autor: Francois Villanueva Paravicino: Escritor peruano (Ayacucho, 1989). Egresado de la Maestría en Escritura Creativa por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM). Estudió Literatura en la UNMSM. Ha publicado Cuentos del Vraem (2017), El cautivo de blanco (2018), Los bajos mundos (2018), Cementerio prohibido (2019) y Azares dirigidos (2020). Textos suyos aparecen en diversas antologías, páginas virtuales, revistas, diarios, plaquetas y/o; de su propio país como de países extranjeros. Ganador del Concurso de Relato y Poesía Para Autopublicar (2020) de Colombia. Ganador del I Concurso de Cuento del Grupo Editorial Caja Negra (2019). Finalista del I Concurso Iberoamericano de Relatos BBVA-Casa de América “Los jóvenes cuentan” (2007).
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l viajero llegó a la casa de huéspedes al mediodía, a la hora que un calor tórrido abrasaba el pueblo y el marasmo hacía que, los que no almorzaran, se dieran una siesta. Era alto y sonrosado por el bochorno, que le daban un aire de aventurero de tierras inhóspitas o de buscador de reliquias y fortunas aún no halladas. Vestía una camisa blanca de seda empolvada y empapada de sudor, y un blue jeans de perneras ensuciadas con gastados zapatos de cuero ocre que aseguraban había viajado por bastante tiempo. Tenía una valija azulina con sus prendas personales dentro, que sujetaba en una mano; en la otra, una guitarra de palisandro. Al entrar y colocarse en un rincón estratégico del establecimiento, la primera impresión que causó al público de seis mesas copadas, que almorzaba en el pequeño restaurante, fue la de ser un extranjero ario, como la vez que vieron a un periodista galo cubrir una nota informativa sobre ciertos crímenes en la zona. Sin embargo, el espíritu plebeyo del recién llegado se expresó cuando se puso a cantar tocando el instrumento acústico. Su voz era melodiosa, derramaba almíbar, era sublime y etérea. Cantó un huayno nostálgico y mágico en quechua, que parecía resucitar los sentimientos incaicos enterrados a perpetuidad en el olvido, como algunos creían en sus valoraciones. El son de la música era de una finura melódica exquisita, como la eufonía producida con la explosión de la burbuja de cristal de la soledad que no era otra cosa que una cajita musical. Al término de la canción, los oyentes, que habían escuchado atentos el inicio de la composición, aplaudieron encandilados y satisfechos. El muchacho —sí, el visitante era un muchacho—, como si tuviese solo la palabra para hacerla arte, pasó sin decir nada más por entre las mesas con una talega corta de lienzo y un semblante altivo. Todos los presentes colaboraron con el artista, pues para ellos un tipo que cantaba con esa belleza singular, no podía ser de otro oficio. Al terminar de recibir la dádiva, siempre guardando armonía en sus actos y su silencio, se sentó en la barra y pidió un vaso de refresco. Le atendió la persona que más se regocijó con su canto y a la que había creado un profundo sentimiento: la primogénita del dueño de la posada, una bella joven de quince años. Y solo bastaron unas cuantas palabras, algunos gestos y varias miradas, que intercambiaron en los pedidos y la atención, para que entre ambos surgiera un amor apasionado. El muchacho, que se llamaba Khan, entonces inspirado se puso de pie, bebió de golpe la bebida, y le cantó un bello tema dedicado a Liana, la chica enamorada, quien en todo el lapso de aquel tiempo sonrió muy dichosa. Al final todo el público volvió a aplaudir y el amor se selló. Khan, como tenía pensado desde el principio, alquiló una habitación en aquel establecimiento para pasar una temporada. En aquel tiempo, se recurseaba realizando espectáculos para la municipalidad, las escuelas y los colegios, y ciertas instituciones públicas o privadas, participando en todo tipo de eventos del momento, y en poco tiempo se hizo popular en el pueblo, ganándose el cariño y afecto de la mayoría de los pobladores. Mientras tanto conquistó a Liana, quien la correspondió con toda su alma e inocencia. Sus encuentros apasionados se realizaban en el cuarto de él, en las horas que el padre salía y había poca gente en la posada, pudiese ser una tarde fresca que invitaba a pasear. «Nuestro amor será eterno como el universo, fuerte como el acero, puro como la santidad», se decían los jóvenes enamorados. Sin embargo, con el transcurrir del mórbido tiempo, aparecieron susurros sobre el romance prohibido de la chica más estudiosa del pueblo, que —oh, coincidencia— bajaba en sus calificaciones, antes inalcanzables y hoy tan mediocres que amenazaban destronarla del primer puesto. La situación se volvía incontrolable y exigía una pronta actuación. Así fue como después de largas horas de planeamiento, la pareja de amantes decidió huir selva adentro en altas horas de la noche, dispuestos a conservar su amor.
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El padre, don Fermino, al enterarse al amanecer del día siguiente, se tomó por burlado y denigrado, con una ofuscación que le prohibía ver las cosas con claridad. Alistó su carabina de cañón rayado, su camioneta Hilux, y se fue en persecución de los fugitivos. Tenía pretexto para asesinar al muchacho, que entonces había pasado de ser su gran ídolo artístico para convertirse en su más odiado rival. Su hija se había robado todas las joyas de su esposa y el dinero de la caja fuerte, por orden del secuestrador a su pensar. Preguntaba desesperado por los pueblos que pasaba por una pareja de jóvenes amantes que se iban selva adentro, cuidándose de no decir que eran su hija y su novio los que huían, y a veces los aldeanos le daban una respuesta convincente y a veces con duda, pero los datos eran los suficientes para proseguir sin desalentarse. Pasó por los distritos de Rosario, San Francisco y Kimbiri, y fue que, en una fuente de soda del trayecto, donde entró a tomar una botella de cerveza para pensar con más serenidad, se enteró que los novios alquilaban una habitación en la tierra del eterno verano Puerto Cocos. Le dieron la dirección exacta y ahí veloz se marchó. Estaba Khan en cuclillas sobre la cama, arrodillado hacia el pecho de Liana, escuchando el palpitar de los corazones de los seres que más amaba entonces. Ella le contaba embriagada de nostalgia sobre su infancia, lo alegre que había sido al lado de sus padres, pues había sido la engreída de la familia. Se besaban a ratos con encantos y ternuras, conversando sobre el futuro que los esperaba en Junín, río abajo, y todo iba bien hasta que se oyó el estruendo de un disparo. Se sobresaltaron y clavaron su mirada en la puerta, cuyo aldabón había volado al suelo. Khan se puso de pie con rapidez, la puerta se abrió de un patadón, y ahí apareció don Fermino apuntando a los amantes con su carabina. Liana de un salto se puso a llorar y empezó a pedir perdón con desesperación, abalanzándose al suelo poniéndose de rodillas, a su padre, quien sin inmutarse y nada de reparos disparó un tiro en la pierna de Khan. El muchacho lanzó un fuerte quejido al sentir el impacto del proyectil, no podía articular ni una sola palabra, pasmado se agarraba con esfuerzo la herida. Quería suplicar por su vida, pero en la garganta se le habían aglutinado los ruegos, y solo sus ojos cerrados se descubrían por el dolor, que parecían desafiar al airado padre. La efusión de la sangre era abundante. Don Fermino, impávido, impertérrito, tiró del gatillo en un disparo mortal. Khan cayó muerto. Afuera la gente se conglomeraba por el estruendo de las balas.
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Sobre la autora: Irma Lozano Ramírez. Arandas, Jalisco, México. 1973. Ha publicado: en el periódico NotiArandas dos poemas, en el Caballo Negro dos sonetos periódicos locales de Arandas, Jalisco en la página virtual café de letras con algunos haiku e ilustraciones. Ganadora del segundo lugar de los Juegos Florales 2017, Encarnación de Díaz, Jalisco. Con el poemario El umbral Del fénix. Actualmente participando en dos antologías: 1: Los Cuentos de la Campana, libro que se está editando por la fundación del pensamiento editorial de Arandas, Jalisco. Participando con el cuento El sonido de la oscuridad. 2: Mujeres Poetas de los Altos de Jalisco; libro que ya fue publicado por el ayuntamiento de Guadalajara, Jalisco, viendo la luz el 4 de marzo del año en curso participo con dos haikus, otro haiku se tomó como portada para la revista virtual el colibrí https://www.facebook.com/Collhibrirevista/ . Acreedora a un reconocimiento en el II encuentro de poesía haiku llamado Una gota de agua, el cual se llevó a cabo en Zapotlanejo, Jalisco, realizado por la fundación TAU y casa de la cultura Zapotlanejo. Participó en la revista virtual Engarce con poemas y haiku en la edición enero 2021 VI año N° .4, en la revista virtual Perro Negro de la Calle, con once participaciones desde julio del 2020 hasta junio 2021.
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I
L
a flor de loto esplendorosa luce en jardín de agua.
II La mariposa revolotea en la flor del blanco clavel. III Impregnada esta con esencia de nardos cálida noche. IV Luce radiante con su color naranja el cempasúchil. V Abrumada noche la gardenia exhala su último aroma.
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Sobre el autor:
Javier León Mantilla (Jota). Un artesano nacido en los primeros días de 1990 en un pequeño pueblo de Santander, Colombia, con las letras de su madre y padre por nombre, manteniendo una costumbre ancestral de no permitir que el olvido les llegue a los vivos o a los muertos. Publicado en: La aplicación Ipstori, Mundo de escritores, en Perro Negro de la calle No. 48, 49, 52, 55, 56, en la Revista literaria Pluma, en Revista Miseria, en Letras y demonios, en Ediciones Afrodita, en Zine Futuro, en la Revista Iguales, en la Revista Rito.
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U
na chica tiene derecho a estar abstraída en su mundo. No por eso debe ser devorada. Y mucho menos cuando se llevan los auriculares puestos con Billy Idol a todo volumen. Pero acepto que fue un error de cuento, aunque no llevara caperuza. Abandoné la carretera, pues los autos que pasaban levantaban demasiado polvo y, siempre hay algún imbécil que no se aguantaba sus malditas ganas de pitar o decirme alguna mierda. Además, ¿quién puede resistirse a caminar en un plantío de lavandas? Ya sabes, con las que hacen perfumes y esas cosas. Las de las florecillas moradas que parece que bailaran al ritmo de lo que estés escuchando. Son pequeños conjuros de tonos verdes y violáceos que arremeten contra tus sentidos, llenándote de obscena paz. Y su aroma, embriagante conjuro que el viento sonsaca para apaciguar las penas del mundo. Además, era raro ver un cultivo como ese en mi pueblo que, se dedicaban únicamente a producir moras. Estaba a unos diez minutos, por una carreterita de tierra en horrible estado. Pero tan ensimismada como estaba, lo mismo me hubiera dado que estuviera en un camino de espinas. Cuando llegué al lado de la plantación, miré sin disimulo para fijarme que no hubiese nadie alrededor. Me senté al borde, oculta por las delicadas lavandas y, me quité los zapatos, mi viejo discman, desabroché el corto pantalón que remarcaba mis firmes nalgas, la blusita rosa del verano, el brasiere blanco y molesto, las medias multicolores y, por último, me deshice del cachetero celeste que compré para mi cumpleaños. —Libre al fin —Suspiré. Tomé mis cosas y las metí a la fuerza en mi mochila y me adentré a gatas hasta estar en lo profundo del sembradío. El éxtasis de vivir viene en formas tan extravagantes y simples a la vez. Ni siquiera se escuchaban los automóviles o el cantar de un ave. Solo el sinfónico ajetreo de las lavandas siendo mecidas por una terrea respiración. Un soporífero estado palpitaba en mí, como si un líquido enteógeno se desprendiera de ellas con cada respiro. —Dios debió nacer entre las flores de lavanda. Mi mente estaba siendo apresada y desvariaba viendo crecer florecientes tallos y florecillas efervescentes que llegaban hasta el borde del cielo y se inclinaban haciendo una delicada venia que ocultaba el sol. —¿A quién veneran? —pregunté al tenerles tan cerca que veía sus sonrisillas plateadas y sus lenguas traviesas escurriendo néctar sobre mi cuerpo desnudo. Miles de dedecillos palparon mi piel. Miles de bocas de mí se alimentaron. —Gloria infinita ha de ser la muerte. Como una brisa exhausta cayeron sus orgasmos sobre una tierra en la que rastros de mí ya no quedaron.
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Sobre la autora: Alejandra Cruz Castillejo nació en Michoacán, México en 1983. Graduada como Lic. de Educación Primaria. Colaboró en la Antología Normalista (2004) y antología Los otros motivos (2020), ha colaborado en las Revistas Literarias Rigor Mortis, Perro Negro de la Calle, Posada Almayer, Cantera y Komuya. Es autora de los poemarios Manto de medianoche” y Armonía azul.
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D
urero la vio por primera vez, nadie creyó entonces su historia, le juzgaron de loco, entonces él en su afán por demostrar que decía la verdad hizo cientos de grabados con gran similitud, cada uno con más detalles que el otro. En el primero la dibujó de frente con una larga cabellera suelta y en el último ella estaba desnuda sentada sobre una cabra en posición contraria a la natural, un poco encorvada, con senos caídos, sus cabellos volaban con el viento y su mirada apuntaba al suelo simulando la búsqueda de víctimas. Él al igual que los demás, aseguraba que ella era la reencarnación de Invidia de Mantegna, así se referían a aquella mujer ya inexistente que en plena ancianidad sentía deseos por poseer la juventud que otras mujeres gozaban y que otros veneraban al grado de idolatría. Fue así como Durero se convirtió en el hombre que le dio una imagen horrorosa a una mujer que poseía cualidades plenamente contrarias a lo que él había difundido. Ella la mujer de sus grabados ocupó cada uno de sus instantes, el día en que la vio por vez primera, él caminaba por la orilla de río. Era un atardecer agradable se respiraban los aromas del bosque en armonía con el sonido que emitían los chorros de agua cayendo sobre las rocas. Disfrutaba de esa caminata vespertina, le extasiaba ver en el cielo las nubes mezcladas con tonos rosados que remataban en rojizos característicos de la huella temporal del ocaso. Ese día el viento soplaba levantando la hojarasca, dejando desnuda la tierra. Él era un observador empedernido del medio natural, un hombre cuyos ojos se maravillaban con las pequeñas cosas, pero ese día se maravilló con algo más. Ella se encontraba entre las aguas del río, su desnudez era el único adorno que poseía, resaltaba del resto del conjunto natural. Ligeramente deslizaba sus manos por su rostro, cantaba en un lenguaje desconocido para el explorador. Caminó lentamente, deseaba verla de cerca, en un descuido hizo crujir una pequeña vara tirada en el suelo y ella por ende agudizó el oído, ese sonido la llevó a dar con esa figura que la espiaba. — ¡Yo sé quién eres! Te estaba esperando, también me agradan las nubes rojas y blancas, tú no sabes quién soy, pero sé que quieres saberlo, ¡anda, ven, entra! —la mujer salió del río mostrando su completa desnudes, mirándolo fijamente mientras el agua escurría por en medio de sus firmes senos. El hombre la observó plenamente hipnotizado. No pudo evitar seguirla, ella poseía las cualidades más encantadoras que él jamás había visto. Dentro del agua la pasión se desató, ella murmuró algo tras sus oídos, en ese instante él dejó que cada uno de sus deseos aflorara, besos y caricias se tornaron salvajes en medio de ese río. En un instante ambos se convirtieron en brasa al punto de generar un vapor que los envolvió. Ya de noche, Durero despertó a la orilla del río, se hallaba desnudo, recordaba cada instante perfectamente, la mujer ya no estaba. Regresó a casa con la impresión de haber despertado de un sueño. Al llegar la tarde del día siguiente no pudo resistirse a nuevamente buscarla en ese lugar y para su buena suerte la encontró. Nuevamente los cuerpos ardieron fundiéndose en la temporalidad. Ello se convirtió en una adicción cuya dosis era necesaria al atardecer. Una historia donde él despertaba siempre a la orilla del río. Afloró en su interior un amor incontrolable, solamente deseaba estar con esa mujer que ocupaba sus instantes. Ella por su parte sentía que al fin alguien le amaba verdaderamente después de toda una eternidad en espera. Sus compañeras le advirtieron sobre la maldad humana, le pidieron que jamás saliera del bosque. Ellas eran felices ahí, sin ellos. Pero ella empezaba a necesitarle en cada instante, así que no escuchó consejo alguno. Justamente fue esa necesidad la que les hizo a ambos pretender una vida normal a sabiendas de que su extraño amor se encontraba en la lista de rarezas por extinguir. Fue así
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como ella se mezcló con la gente del pueblo luciendo su excepcional belleza, logrando que algunos incautos derraparan por ella. Como era de esperarse pronto los celos se apoderaron de Durero, los cuales fueron opacados por el profundo amor que ella le profesaba. Olvidaron el tiempo y por olvidarlo este se fue corriendo, dejando marcas en la piel del hombre mientras ella aun poseía la misma belleza virginal. Corrieron rumores sobre la juventud inagotable de la mujer, acusándola de bruja. Él sabía que tarde o temprano le harían daño, así decidió dejarla ir. Antes de ello hizo un pequeño grabado sobre ella, deseaba perpetuar su imagen. Como la técnica era muy rudimentaria el resultado fue un poco desconsolador, cuando ella se vio así misma inmediatamente adoptó esos defectos. Durero la observó mientras se transformaba y se hacía ver un poco de mayor edad para luego volver a ser ella. Fue así como el hombre realizó decenas de grabados, los cuales ella replicaba en su cuerpo obteniendo incluso resultados inesperados. La mujer sentía un amor tan profundo que no le importaba cambiar su apariencia. Pero abusar de transformaciones tuvo sus consecuencias y sin quererlo ella cada vez perdía más su hermosura. Durero se fascinaba con los resultados, para él esas trasformaciones representaban el éxito de su trabajo, poco valió el amor que ella sentía, él con los años ya había extinguido ese sentimiento. Fue así como la fealdad se apoderó de la dama, la gente que le veía por las calles le rehuía. Los niños se aterraban al verla. Y como era de esperarse cierto día la apedrearon hasta sangrar, obligándola a huir hacia el río. Por semanas esperó que Durero la salvara de las manos humanas, pero este, por el contrario, decidió elaborar su obra maestra, dibujándola desnuda sobre una cabra, decrepita y con ojos de maldad. Él la dejó en el olvido, una ninfa convertida en bruja por las manos destructoras del hombre. Esa transformación la obligó a enterrar el sentimiento más puro, el amor, encolerizándose en contra del hombre.
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Sobre el autor: Rainer W. Blaiddh; Nació un martes del año 2002, en alguna parte de del centro de la República Mexicana. A temprana edad descubrió y se enamoró de la literatura, y también pronto empezó a dedicarse a la escritura. Ha publicado algunos cuentos en revistas digitales como El Crimen de un hombre en Revista Zompantle, o 2094 en la antología de cuentos 100/40 Cien relatos durante la cuarentena de la editorial Yo Publico. También ha publicado unos poemas en el No.54 marzo 2021 de la revista Perro Negro de la Calle, y ha escrito algunas novelas inéditas como La Sombra sobre el castillo.
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(S
e dice que este poema fue inspirado por el ensueño encantador de otra historia, otra obra literaria, de un tal Russell Janney, Mientras el amor perdura, que cuenta sobre una bella historia de amor del siglo XX, cuyo destino está atado a una estatua enigmática de la olvidada edad media… En este poema, un pretencioso vate se imagina en sus versos el anterior suceso de la musa que sirvió como modelo para la estatua esculpida y pintada a la manera medieval… Escuchemos, juzguemos después…)
Donde cantaron Tedeums en que ya no se cree, reino de soledad de ideas incomprensibles donde comenzaron del hombre amores tangibles, exhibíase la sacra fe que deshonré». «Hay en la muerte, alegría que por bien tomé», decíase aquel pintor triste y de alma sensible, hombre enamorado de belleza tan terrible. «Y tanto por tu amor, toda la vida aguardé». Allí, bajo los Claustros, yacía esa hermosura divina, como una estatua sin nombre ni suerte, dicha del pasado amor en forma de escultura. En vida, tú, hasta por monjes hiciste quererte, y que, por tu pecado, vivieron en tonsura, mas tu belleza se hizo polvo, cuando llegó la muerte.
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Sobre el autor:
Amaury R. Ledesma (Lagos de Moreno, Jalisco, 16 de agosto de 1991). Narrador y poeta. Arquitecto de profesión. Cofundador, editor y diseñador de la revista literaria digital Perro Negro de la Calle. Su obra narrativa se centra en relatos sobre lo fantástico, lo sobrenatural e ironía. Enfoca su obra poética (rima o prosa) en indagar en los recovecos de lo mundano desde el punto de vista pesimista. Ha publicado obras en distintas revistas literarias: El noveno arcano, (Revista La Marraqueta, Santiago de Chile, 2019), Lo que pasó en el sótano (Seminario digital de poesía, horror, fantasía y ciencia ficción, Monterrey, Nuevo León, 2019), El puente del recuerdo (Revista franco americana Resonancias, Francia, 2020), El cometa verde (Revista de ciencia ficción y fantasía Teoría Omicrón, Quito, Ecuador, 2020), Seleccionado dentro de la antología Los múltiples rostros de la muerte, con su relato: Para que no estuviera solo (Editorial Aeternum, Perú, 2020), Cenizas secretas (Revista Letralia: Tierra de letras, Cagua, Venezuela, 2020), La mofa de la vida (Revista de creación literaria y humanidades Gibralfaro, Universidad de Málaga, España, 2020), Aráchne (Revista Papalotzi, Editorial Papalotzi, México, 2021), entre otras.
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e aqueja la tristeza, pues miro y conozco, siento y hablo, y por más que quisiera aflorar la soberana empatía, me resulta muy sencillo aborrecer. Y mi desdén quema, desborda e inflama, y lo oculto, pero se siente. Me alejo y lo anido con el tiempo, para que crezca, para que me recuerde que estoy vivo, hasta que este se convierta en indiferencia, en la nada, junto con la persona que lo inicia. Y así la vida fluye, fluye para un combate más entre mi humanismo y mi misantropía, donde esta última parece más alimentada. ¿Y por qué no? Estamos en el siglo XXI, aún me quedan muchos horrores por los cuales refugiarme en mi acción de aborrecer, pues, aunque no lo quiera, me hace más humano.
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Sobre el autor: Javier León Mantilla (Jota). Un artesano nacido en los primeros días de 1990 en un pequeño pueblo de Santander, Colombia, con las letras de su madre y padre por nombre, manteniendo una costumbre ancestral de no permitir que el olvido les llegue a los vivos o a los muertos. Publicado en: La aplicación Ipstori, Mundo de escritores, en Perro Negro de la calle No. 48, 49, 52, 55, 56, en la Revista literaria Pluma, en Revista Miseria, en Letras y demonios, en Ediciones Afrodita, en Zine Futuro, en la Revista Iguales, en la Revista Rito.
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Para una madre
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a gloxinia es una planta aterradora. Una planta cruel y vespertina. Que necesita de cuidados y distancia, es como un pequeño fénix suicida. Te emociona con su brotecito, con sus hojitas imberbes, te maravilla con sus proezas con su primer botón pubescente. Crece a ritmo acelerado y una mañana se realiza el sueño surge como fuego una flor de corneta iridiscente La mimas, le cantas, le besas y ella orgullosa y prepotente se yergue para que le rindan pleitesía y al par de días se muere. Se marchita sin dar motivo, ya no te responde con su risa cuando le dices que le quieres. Mas, tranquila, no es ingrata solo le hace amagues a la Muerte Tan solo hiberna, pare, descansa y emerge. Y así, vez un brote resurgir, y a su diestra un infante más risueño. Ojalá tú fueras esa planta y regresaras de tu entierro. Ojalá no fuera tu regalo, sino un mensaje, de que mi madre ha vuelto.
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Sobre el autor: Nacido en 1972 en Barcelona (España), Ernesto Rubio Sánchez, autor del presente relato, ha publicado varios trabajos de género de terror y fantasía en espacios como Ibidem, Valencia escribe, Literatura punto 5.0 y Fiction News. Es autor asimismo de diversas novelas de drama social, sobre todo, acerca de la transexualidad infantil.
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olemos culpar a los teléfonos móviles de los accidentes que en pleno año 2021 tiene la juventud… pero trasladémonos a 1983 y veremos el caso de un joven que se accidentó justo con los teléfonos fijos de entonces. Las clases se hacían interminables para Roberto: se aburría con el teorema de Pitágoras y todo lo que no fuera las bromas que se preparaba. Como en una ocasión que en ausencia de sus padres marcó un número cualquiera. —¿Dígame? —¿Qué tengo que decir? —y colgaba acto seguido para dejarse caer en el sofá deshaciéndose en carcajadas. Días después parecía que las cabinas lo incitaran a las fechorías. El propio teléfono ya era el demonio que le chinchaba; ni corto ni perezoso entró, echó en la ranura dos monedas y marcó. —Diga. —respondieron al cabo de unos segundos. —Buenas tardes. —Buenas tardes, dígame. —Buenasss… tardes. Y cuando yo digo… buenasss… tardesss… esssssss… porque… la tarde… essss… buena. Colgó satisfecho de provocar las iras de su interlocutor y las carcajadas de sus amigos del colegio que le acompañaban, los cuales tampoco debían tener muchas luces, pues no contentos con ello le propusieron otra broma: —¿Te enrollas a llamar a la directora a las tres de la mañana? ¡Cómo no! El díscolo muchacho se hizo de forma sibilina con el teléfono particular de aquella y no dudó en marcarlo una madrugada aprovechando que sus padres estaban en una cena y regresaban tarde; pretendía asustarla, pero, lejos de impresionarle, suscitó su furia y lo único que consiguió fue que le exigiera una entrevista familiar, pues siendo de las pocas personas que tenían contestador automático supo reconocer la procedencia de la llamada. Pero no estaba ni mucho menos escarmentado. Apenas transcurrida una semana se lanzó a una nueva travesura: —Diga —¿Heladería Alicante? —Sí. ¿En qué podemos servirle? —¡Quisiera un polo de chorizo! Colgó apenas sintió los pasos de su madre por el rellano. No obstante, bastó que aquella tuviera que salir otra vez para marcar otro número al azar. —Diga. —¡Hola, aquí losh chocolatesh Torresh! —contestó simulando una voz infantil—. Sha, sha, sha, sha, sha… Y, como decían las víctimas de sus bromas pesadas, menudo juguete se había encontrado. Hasta que una tarde que no regresaba su padre empezó a escamarse: —¡Qué andará haciendo por ahí! —¡Lo que hace siempre! —respondió su madre—. ¡Cuando yo lo coja se le va a acabar el cachondeo de joder a la gente con llamadas tontas! Le dieron en el colegio una buena repulsa y como si no. —¡Veintiocho mil pesetas me ha facturado Telefónica este mes! Yo no sé qué hacéis. En ese preciso instante recibieron una llamada que fue atendida por la madre. —¡Mira, tira para casa, pero cagando leches! —exclamó colgando el aparato con brusquedad—. No digas más tonterías…
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Evidentemente desconocían que Roberto estaba pagando con creces el mal uso y abuso del teléfono. ¿Tanto se le parecía en la voz su secuestrador cuando exigió en tono grave y siniestro el cobro del rescate bajo amenaza de retenerle en la guarida por tiempo indefinido?
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Sobre el autor: Rainer W. Blaiddh; Nació un martes del año 2002, en alguna parte de del centro de la República Mexicana. A temprana edad descubrió y se enamoró de la literatura, y también pronto empezó a dedicarse a la escritura. Ha publicado algunos cuentos en revistas digitales como El Crimen de un hombre en Revista Zompantle, o 2094 en la antología de cuentos 100/40 Cien relatos durante la cuarentena de la editorial Yo Publico. También ha publicado unos poemas en el No.54 marzo 2021 de la revista Perro Negro de la Calle, y ha escrito algunas novelas inéditas como La Sombra sobre el castillo.
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(R
ecuerdo que hace mucho tiempo encontré, entre los días malos de mi adolescencia, la carta de un hombre desesperado, que inspiró a mi imaginación, a crear estos versos).
Sin más me pegaría un tiro, pero ya es tarde, y no tengo tantas ganas y sí mucho sueño... Aún recuerdo que en una tarde yo te amé, y que te hice de esta mal vida todo mi sueño... ¿Y qué sueño fue este en que así encontré lo que quise, y que ya tan satisfecho, sin más desprecié? ¿Qué recuerdo envenenó mis grandes alegrías, cuando la dicha pasada se me hizo tristeza? Esperé siglos y edades durante un par de años, y crucé inmensos mares de tiempo y espacio, para encontrar lo que debía... el inmarcesible afecto tuyo; tu dicha, tu vida... tu alma... Yo sólo quería que me escuchara tu alma... y sin embargo dudaré, ¿que qué poco tuve? Líneas duras desdibujadas sobre la arena, la incertidumbre amarga de un mal futuro, el acre sabor de una pírrica victoria o quizás la esperanza del hombre en una pira quemada... Por ello tuve que refugiarme en viles palacios de carne, de vino y polvo, de letras y vidas, con las que traté de borrarme la hórrida herida de un amor maldito que en mis entrañas nació muerto; Como la suerte de este gris mundo de piedra, o como la misma esperanza, o la fortuna de mi Vita...
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Sobre el autor:
José de Jesús García Estrada, 1981, San Julián, Jalisco. México.
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E
ra una mañana demasiado fría para ser principios de noviembre, Rafael Ortega, el mejor detective de homicidios de la sección 13 de la Ciudad de México, también conocido por ser el detective con el peor carácter y el peor lenguaje, arribaba con una terrible resaca a la escena del crimen ubicada en un edificio viejo y derruido, en el centro de la ciudad. La cinta policiaca ya cubría desde la fachada hasta la acera de enfrente, en el centro se encontraba cubierto por una sábana, el cadáver reportado. Alrededor de la cinta ya se encontraba la muchedumbre chismosa y uno que otro reportero que llegó con la esperanza de encontrar material para el titular de mañana. «Pendejos, qué sorpresas se van a llevar cuando se enteren que la verdadera noticia se encontraba dentro», pensó el detective. Por teléfono ya había sido informado que el verdadero trabajo se encontraba en la primera planta del edificio, en el Número seis, donde sucedió la masacre, «horrenda» no alcanzaba a describir el daño que encontraron ahí dentro, según le informó su compañera. Suspiró con fuerza y entró deprisa al edificio, no le extrañaba que un crimen así ocurriera en un lugar como este, lo primero que notó fue que la pintura en las paredes se había caído en grandes pedazos, en otras partes era inexistente, incluso en partes se veían los ladrillos viejos y baratos usados para la construcción. No le costó mucho trabajo encontrar el departamento, afuera encontró varios policías, incluso uno de ellos se encontraba uno agachado, vomitando, mientras su compañero le daba palmadas en la espalda, pero nadie se reía de él. Al llegar a la puerta se encontró con unas manchas secas de sangre de lo que parecía haber sido el lugar donde pudieron dañar a alguien, y la mancha se extendía por el suelo hacia el interior, dando la impresión de que habían arrastrado hacia alguna parte del lugar un cuerpo, el olor a carne quemada invadió inmediatamente sus fosas nasales, acompañado de otro olor que ya conocía muy bien, el de un cadáver putrefacto. Siguió el rastro de sangre hasta la amplia cocina donde en algún momento debió de encontrarse la mesa de centro, que ahora se encontraba a un lado de la puerta de un cuarto, junto a otros muebles, y en su lugar ahora se encontraba un círculo casi perfecto con sangre seca quemada, sangre fresca y restos humanos de unos cuerpos brutalmente golpeados, apilados unos sobre otros y calcinados. —Los cadáveres en el círculo pertenecían a la esposa y a sus dos hijos, de dos y tres años —le dijo una voz chillona y cantarina detrás de él. Al girarse se topó con su compañera, Rocío, el famoso «terrón asesino», como le llamaban en el departamento, aunque para él siempre sería el pitillo asesino, por el altísimo timbre de su voz. Era bajita con la piel de color cobrizo, su cabello negro azabache en las raíces se descoloría «gradualmente» hasta terminar en un horrible color amarillo claro, una copia barata del rubio de las norteamericanas. —El otro cadáver está dentro del cuarto, de ahí viene el horrible olor. Tuvimos que quitar todos los muebles para poder entrar, los usó como barricadas. Al entrar, el detective pudo ver sobre la cama el cadáver con la cabeza hecha pedazos, con un rosario en una mano y una escopeta en la otra, el presunto asesino, debió darse cuenta de lo que había hecho, y decidió quitarse la vida, o al menos esa era la teoría de su compañera hasta esos momentos. —Al menos tiene una semana, y eso no es lo más tenebroso, cierra la puerta y observa toda la pared —le indicó su compañera desde fuera del cuarto. Ortega con su pañuelo perfumado en la cara hizo lo que le indicó su compañera. En toda la pared, y pasando por la puerta se encontraba un mensaje escrito con sangre:
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Los demonios ya invaden nuestro mundo, han sustituido a nuestros seres queridos, y nuestro Dios nos ha abandonado. —Maldito loco, esto lo implica directamente con las muertes —dijo Ortega, y salió a toda prisa, indicando con la mano a uno de los policías que cerrara la puerta. —Tenebroso, ¿no? —aunque Roció lo decía en tono burlesco con una sonrisa en la cara, debajo de todo ese maquillaje, él sabía muy bien que los pequeños engranes en su cabeza ya estaban trabajando para darle sentido a todo esto. Apenas había comenzado a formularle una pregunta cuando su celular comenzó a timbrar, al mirar la pantalla se dio cuenta que era de la comandancia, y atendió la llamada. —¡Chingada madre! Estoy ocupado. ¿Qué quieren? «Han encontrado otro cadáver quemado al sur de la ciudad, es necesario que usted o Roció vayan a investigar». —Han encontrado otro cuerpo quemado, ¿vas tú o voy yo? Roció levantó el puño en señal de complicidad, era algo muy propio de ella, tomar decisiones usando piedra, papel o tijera, Ortega que no le gustaba perder, levantó su brazo para aceptar su desafío… y perdió. El detective tardó casi una hora en llegar a la nueva escena del crimen, esta vez en un barrio casi abandonado, rodeado por bodegas enormes en mal estado, por el camino le avisaron de la central que debería ir a otro sitio más, al parecer el día de hoy sería muy largo, habían ocurrido otros dos eventos más, relacionados con círculos y fuego, su compañera tendría que encargarse del otro mientras él terminaba aquí. El oficial que lo guio hasta el cuerpo le informó que era de tamaño mediano, poco más de un metro sesenta y habían encontrado rastros de sangre desde un callejón cercano, delante del cadáver se encontraban otras manchas de sangre de lo que parecía, se había arrastrado hasta encontrar su macabra muerte. Se acercó al perito que se encontraba junto al cadáver y en modo de saludo y orden, señaló con la cabeza al cuerpo. —Fue bañado con gasolina, y le prendieron fuego, al parecer venía huyendo y se escondió en aquel callejón, donde lo hirieron, y se tuvo que arrastrar hasta aquí. Las heridas en el torso parecen ser de un objeto punzocortante, el cual todavía no encontramos, por eso ya no pudo correr. ¿Por qué no matarlo y ya? —Se estaban divirtiendo con él —dijo Ortega sombríamente mientras veía el círculo con ojo clínico. Sacó su celular y marcó el número de su compañera, la cual respondió hasta el quinto timbre. —Bueno, casa de la risa, en qué podemos ayudarle. —Para qué tienes un celular si no piensas contestar, enana. —Guárdate tu mal humor para tu mujer. Oh cierto, no tienes, porque nadie te aguanta. — Ja, ja, ja, déjate de niñerías, y ponte a trabajar, necesito que tomes una foto del círculo donde se encontraron los cadáveres, de ser necesario pídele a alguien que sí tenga tamaño de persona y no de oompa loompa, pero que salga todo el círculo y lo más de arriba posible. Y date prisa que podría haber encontrado una pista, te mandaré ahora una foto de este —y colgó sin más.
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Sobre el autor: Carlos Enrique Saldívar (Lima, Perú, 1982). Es director de la revista impresa Argonautas y del fanzine físico El Horla; es miembro del comité editorial del fanzine virtual Agujero Negro, publicaciones dedicadas a la literatura fantástica. Es director de la revista Minúsculo al Cubo, dedicada a la ficción brevísima. Es administrador de la revista Babelicus (literatura general). Publicó el relato El otro engendro (2012). Publicó los libros de cuentos Historias de ciencia ficción (2008, 2018), Horizontes de fantasía (2010) y El otro engendro y algunos cuentos oscuros (2019). Compiló las selecciones: Nido de cuervos: cuentos peruanos de terror y suspenso (2011), Ciencia Ficción Peruana 2 (2016), Tenebra: muestra de cuentos peruanos de terror (2017, 2018) y Muestra de literatura peruana (2018).
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uando despertó, encontró a todas sus amistades muertas. Imposible, las otras cuarenta y cinco personas dentro del local habían fallecido. Se dijo que quizá (no, definitivamente) la fiesta fue una mala idea. Encontró en una de las paredes cremas escrito con lápiz de labios: la COVID-19 ganó la batalla. Asustada, la chica salió corriendo a la calle clamando por ayuda. Nadie respondió. Era de día, el solo brillaba, mas no quemaba. Las calles estaban vacías. Marlene se percató de que en los muros se hallaban redactadas con pintura las frases terribles con respecto al poder del coronavirus. Se fue trastabillando hasta su casa, entró con su llave y ubicó los cadáveres de su familia. Se dijo que aquello solo podía tratarse de una pesadilla, que pronto despertaría y se reuniría con los suyos. Eso no pasó. Encendió la televisión, nada, prendió la radio, nada, activó la computadora, nada. Su celular se hallaba muerto, al igual que aquellos difuntos. Miró el almanaque. No era veintinueve de abril. No. Una marca de lapicero en el 9 de mayo, el Día de la Madre, el segundo domingo de mayo, el último domingo en que el Gobierno había decretado inmovilización total. Salió de allí con rapidez y llamó a las puertas de los vecinos, nadie la atendió. A través de una ventana observó a cuatro personas sentadas inconscientes (fenecidas). Miró los carros estacionados y había uno donde una pareja estaba desvanecida. Soy la única sobreviviente, se dijo, ¿o acaso también estoy muerta? Regresó a su domicilio y metió su dedo índice en el oxímetro, no leía nada. Se tocó la frente, no había fiebre. Se midió el pulso, nada. Colocó una mano en su pecho, su corazón no latía. Se dijo que la culpa había sido totalmente suya, de gente como ella, que desafiaba a la pandemia. Que lo ocurrido era inexplicable, que el virus debió mutar a gran velocidad, que estaba en el aire y acabó con mucha, muchísima gente en Perú, que ya no había forma de evitar el contagio, que no estaba en un limbo, se ubicaba en la realidad, y esta era horrenda. Las reuniones ilegales, las aglomeraciones, el escaso interés en los cuidados respectivos, en la limpieza, en el respeto a las normas. Marlene recordó su alocada vida desde que tenía trece años, su afición al cigarrillo a la bebida. Ahora contaba con veintitrés diciembres y le quedaba poco tiempo de existencia. Lo supo cuando escrutó con espanto formarse un sinnúmero de figuras rojizas y redondas con apéndices espinosos que se metían a su vivienda quebrando las ventanas, la atrapaban, la envolvían y la jalaban hacia un infierno privado, pues ya estaba muerta, lo supo, era la última de su país, no le quedaba nada, solo su cuerpo, el cual cayó al suelo, en tanto su alma fue arrastrada por esos seres abominables a un submundo de malestares eternos donde chillaban los irresponsables.
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Sobre el autor: Jorge Quispe Correa Angulo. De Lima, Perú (1972). Esposo de Patricia y padre de Armando, Oriana y Lucía. Beatlemaniaco. Licenciado en Administración de Empresas. Ha publicado los libros Trazos primarios (2001) y Pasajeros de lo efímero (2019). Mención Honrosa en los JUEGOS FLORALES DE LA PONTIFICIA UNIVERSIDAD CATÓLICA DEL PERÚ categoría cuento (1994). Tercer lugar en el XIV CONCURSO LITERARIO BONAVENTURIANO DE POESÍA Y CUENTO CORTO 2018 (Categoría Cuento) convocado por la Universidad de San Buenaventura Cali, Colombia. Finalista en el XVI CONCURSO LITERARIO GONZALO ROJAS PIZARRO en Chile (2019), categoría cuento. Mención Honrosa en la VIII BIENAL DE POESÍA INFANTIL ICPNA 2019, Lima, Perú. Finalista en el VII PREMIO INTERNACIONAL DE POESÍA JOVELLANOS, EL MEJOR POEMA DEL MUNDO, España (2020). Sus textos han sido publicados en antologías, revistas y blogs de México (Revista Tlacuache, Teresa Magazine, Revista Ibídem, Sirena Varada, Perro Negro de la Calle, La Tinta del Silencio y Salvaje, literatura y arte), Ecuador (Teoría Ómicron), Perú (Quarks Ediciones Digitales, Plesiosaurio y Petroperú), Alemania (LadoBerlin), España (Diversidad Literaria, Editorial El libro feroz y Ediciones Nobel), Chile (Revista Brevilla) y Colombia (Universidad de San Buenaventura, Cali). Instagram: JorgeQCA_Escritor
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uena el timbre. Cristina sabe que quien toca es su amiga Rosmery. No es usual que vengan a visitarla, pues la casa donde vive suele ser, por su aspecto sombrío y tenebroso, motivo de bromas malévolas por parte de sus compañeros de clase. Ello parece no importarle a Rosmery, quien ese sábado ha decidido visitar a Cristina para ponerse al día en las tareas. Cristina, desde su cuarto y con un grito que hace temblar los vidrios de la casa, pide que hagan pasar a su amiga. Un hombre de aproximadamente setenta años abre la puerta. El rostro arrugado como una ciruela y su palidez extrema producen un sobresalto en Rosmery. —Busco a Cristina —dijo la adolescente. El hombre la invita a ingresar a la casa y le indica con el mínimo de palabras posibles que la espere sentada en un sofá de la sala. Rosmery lo ve alejarse como si cada paso dado le costara un esfuerzo sobrehumano. La madre de Cristina con su aspecto robusto y su caminar lento irrumpe, dos minutos después, en la sala. Muestra sorpresa al encontrar sentada a Rosmery. —Debes ser amiga de mi hija —pregunta la madre de Cristina—. ¿Cómo entraste a la casa? —Un señor mayor me abrió la puerta y me dijo que pasara —responde Rosmery. —Es imposible —dice la mujer con gesto serio— Aquí solo vivimos Cristina y yo. Rosmery boquiabierta ve como la madre de Cristina se aleja hasta perderse en la oscuridad de la habitación contigua. Mientras espera a su amiga, su mente no deja de recrear la imagen de aquel hombre convertido en un espectro que pronuncia su nombre desde algún rincón de la casa. Cristina, tres minutos después, encuentra a Rosmery asida fuertemente a un cojín y temblando. Rosmery se pone de pie y, sin perder el tiempo, le cuenta a Cristina lo acontecido. —Mamá suele hacer ese tipo de bromas —dice Cristina con una gran sonrisa que busca tranquilizar a su amiga. Un breve silencio se hace en la sala. —Contigo ya son tres personas a las que le dice lo mismo esta semana —termina diciendo Cristina. De pronto ingresa el abuelo de Cristina a la sala. Lleva una bandeja con galletas y bebidas gaseosas. Ambas se ríen al verlo acercarse. Cristina, que es nueva en la escuela, considera que no debe contarle a su amiga que su mamá falleció dos años atrás y que su espíritu pasea por la casa libremente. Tampoco cree que debe decirle que el fantasma de su mamá, en estos momentos, se encuentra a espaldas de Rosmery con una mirada terrorífica y penetrante. Sabe que, de hacerlo, podría matarla del susto.
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Sobre el autor:
José de Jesús García Estrada, 1981, San Julián, Jalisco. México.
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evantó los brazos, tomó varias fotografías, y se las envió a su compañera. Podría no ser nada, pero había un sutil patrón entre la sangre seca, como si alguien hubiera dibujado algo ahí, y después hubiera dejado encima el cuerpo desangrándose para ocultarlo, y al final, quemarlo todo. —¿Sabemos quién es? —Se llamaba Santiago Morales de 29 años. Estamos investigando qué relación tiene con las personas del departamento del centro. Lo que sí sabemos es que, algo le ocurrió en el brazo derecho, al parecer parte de la carne ahí fue desprendida antes de que lo quemaran. —Necesito que se lleven el cuerpo a la morgue para que lo revisen de la manera más minuciosa, que este cuerpo sea su prioridad y no los del departamento. Aunque se parece mucho al crimen del departamento del centro, parece que lo que le pasó al occiso fue más personal. Cuando hagan el levantamiento, tengan muchísimo cuidado con el cadáver, quiero que tomen otra vez fotos de los patrones del círculo, no la vayan a cagar. Levantó la mano en señal de despedida, y se dirigió a su coche, un sedán que en algún momento fue plata, y marcó de nuevo a su compañera. Esta vez se fue directo al buzón, eso solo significaba una cosa, que había encontrado algo y no quería ser molestada. No tenía caso dejar un mensaje, nunca los escuchaba. Revisó la ubicación que le habían mandado de la central en el celular, era una vieja relojería, encendió el coche y se puso en marcha. No era coincidencia las marcas dentro del círculo de sangre, ese intrincado patrón algo debía de significar, pero por más que intentaba unir cabos, su mente no alcanzaba a poner las piezas en su lugar, ojalá la próxima escena diera más pistas. Tardó poco más de veinte minutos en llegar, pero tardó otros veinte en encontrar lugar donde estacionarse en la concurrida colonia. Al bajar deprisa del coche, y no fijarse por donde caminaba, chocó con una anciana de aspecto indígena, que se le quedó viendo un largo rato, y le hizo una extraña pregunta: —¿Dónde dejaste tu collar de «Ojo de buey»? Te van a encontrar. Y sin más, se fue caminando con su lento andar, el detective tardó unos segundos en salir de su estupor, y al tratar de ubicar a la anciana, ya no la pudo divisar entre toda la gente. ¿Cómo sabía ella que él tenía un collar de ese tipo? El día anterior, durante el entrenamiento se había roto la cadena, y el imbécil de Marco se lo había llevado a arreglar. Desde el día que se lo ganó en uno de los juegos de la feria, nunca se lo había quitado. Otra cosa rara para agregar a este día nefasto entró a la farmacia de al lado, compró unas aspirinas para el dolor de cabeza acompañadas de una botella de agua fría, y se dirigió al interior de la relojería «El valor del momento». En el lugar se encontraba el policía que vigilaba la escena, había un círculo rojo quemado en el piso, y un cuerpo detrás del mostrador. —Sabemos que ocurrió aquí? —Al parecer un robo que salió mal, la caja registradora está vacía, y faltan varias cosas, incluido lo que contenía esa vieja caja de madera. El cuerpo presenta una herida de bala y por la información obtenida de los negocios vecinos, el atraco ocurrió ayer. Ya se llevaron el aparato de vigilancia para tratar de extraer los videos. Pero el detective al observar el círculo rojo en el piso ignoró el resto de lo que le comentaba el oficial, aquí sí que el patrón era claro. Tomó varias fotografías y se las mandó a su compañera. Inmediatamente le marcó, pero de nuevo, lo mandó al buzón. Extrañado, marcó a la central y solicitó que ubicaran a su compañera, pero le avisaron que ya había atendido la otra escena, ahora se dirigía al hospital, habían encontrado un cadáver de un anciano tirado entre la hierba de su jardín, y a varios metros de él, un círculo quemado en la
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hierba, su mejor amigo, al enterarse, había tenido un ataque al corazón y le tuvieron que llevar al hospital. Un «beep» le indicó que había recibido la ubicación del hospital, se despidió del oficial y salió a toda prisa de la relojería, subió a su auto y revisó las fotografías que había tomado, no cabía duda, era el mismo patrón en las dos tres ubicaciones, y casi podría apostar que en el otro lugar se habían topado con algo similar. Aceleró y se dirigió a toda prisa al hospital, para encontrarse con Rocío, estaba seguro de que ella ya debería de tener una idea, al llegar al siguiente semáforo en rojo aprovechó para enviar las imágenes de las tres escenas a los del equipo de informática para que fueran investigando el patrón. El sonido de un claxon lo regresó a la realidad, y observó que el semáforo ya se encontraba en verde, le dirigió un cálido y obsceno saludo al coche que se encontraba detrás, y aceleró a toda prisa. En ese momento una camioneta blanca que iba a toda velocidad y sin la menor intención de frenar, se impactó contra su coche.
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Sobre el autor: J. R. Spinoza. H. Matamoros, Tamaulipas, México (1990). Escritor y profesor mexicano. Ha publicado en las revistas: Perro Negro de la Calle, Zompantle, Penumbria, Monolito, Retruécano, Nudo Gordiano, Teoría Omicrón, Revista Sputnik, La Gualdra, entre otras.
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s la segunda bebida más consumida en el mundo después del agua. De hecho, la palabra café viene del árabe «Qahhwat Al-bun», que significa «vino del grano». Lo curioso es que no son granos, sino semillas de frutas. Había memorizado quince datos como estos. Estaba esperando la oportunidad de acercarme y hablarle. Poder usarlos y parecer un hombre interesante. A muchas mujeres les gusta eso, un sujeto culto y misterioso. Por eso tenía en mi maletín El Ulises de Joyce, del cual no había pasado de la página 20, pero fingía leer cuando ella estaba presente. Su nombre era Violeta, en cuanto la escuché llamó mi atención de inmediato. Yo estaba leyendo Juego de Tronos, el primero de la saga de Canción de Hielo y Fuego. Guardé el libro casi por instinto. Su voz era delicada y femenina. Si el asistente de Google tuviera esa voz no saldría nunca de mi habitación. Usaba una falda negra, que hacía juego con su cabello oscuro. Las piernas blanquísimas, me hipnotizaron. Usaba una blusa color mostaza, pensé que nunca había visto a nadie que se le viera bien ese color. Pero los siguientes días descubriría que a ella se le vía bien todo. Era como un ángel o algo más hermoso. Esperé a que se girara para verle la cara. Ovalada, con ojos redondos y pestañas largas. Nariz pequeña y las cejas gruesas, expresivas. Cargaba una bolsa de papel con una mano, dentro seguramente un libro. Habría pagado por saber cuál. Le pregunté a Fernando cuando ella se marchó. Su negocio de cafetería-librería se estaba volviendo popular en la ciudad. Fernando no quiso decirme y decidí no insistir, a fin de no verme muy acosador. No quería que nadie pensara que soy como ese sujeto de la serie YOU. Tal vez lo era un poco. Volví a diario por un capuchino irlandés. Yo prefería el moka, pero comencé a pedirlo porque era el que ella pedía. A pesar de que siempre estaba sola —leía mientras tomaba el café a traguitos—, nunca tuve el valor de acercármele. Desafortunadamente apoyaba el libro en sus muslos y esto me impedía ver cuál era. Ocasionalmente recibía llamadas telefónicas, yo aguzaba el oído para captar pequeñas frases. Así supe su nombre. Hubiera seguido como un admirador lejano de no ser porque escuché que se iba. —No puedo —dijo—, saldré de viaje por algunos días. Cuando colgó, me puse de pie. Le diría: Hola, soy Orlando, quería decirte… ¿qué?, ¿qué quería decirle? Di un paso hacia atrás, se me resbaló el maletín de las manos, un libro fue a parar a sus pies. No era el Ulises. Era el segundo de Canción de Hielo y Fuego, Choque de reyes. Ella lo miró. Lo recogió y se puso de pie. Caminó hacia mí. Yo tenía la boca seca. Me sentí como una cebra herida ante el avance de una leona cazadora. —¿Así que no solo lees cosas aburridas? La pregunta me tomó por sorpresa. Ella me tendió otro libro. Era el de ella. Danza de Dragones, el último de la serie que yo leía. —Cuando me alcances, podemos platicar —dijo tomando asiento conmigo. —Yo… yo… sí. Me encantaría. —También lees el Ulises, ¿te gustó la parte cuando Gerty MacDowell mata a su padre? Pensé en mentir, decirle que es mi parte favorita. No lo hice. —La verdad es que no he pasado de la página veinte. —¡Imposible! Si todos los días te sientas a leer ese libro. —Creí que me vería más interesante. Sentía la cara ardiendo. No pude verla a los ojos.
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—Me interesa que te interese —respondió. Luego sujetó mi mano. —Yo tampoco lo he leído. Ambos reímos. Cuando Violeta volvió de Akron, le pedí que saliera conmigo… aceptó.
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Sobre el autor: Carlos Enrique Saldívar (Lima, Perú, 1982). Es director de la revista impresa Argonautas y del fanzine físico El Horla; es miembro del comité editorial del fanzine virtual Agujero Negro, publicaciones dedicadas a la literatura fantástica. Es director de la revista Minúsculo al Cubo, dedicada a la ficción brevísima. Es administrador de la revista Babelicus (literatura general). Publicó el relato El otro engendro (2012). Publicó los libros de cuentos Historias de ciencia ficción (2008, 2018), Horizontes de fantasía (2010) y El otro engendro y algunos cuentos oscuros (2019). Compiló las selecciones: Nido de cuervos: cuentos peruanos de terror y suspenso (2011), Ciencia Ficción Peruana 2 (2016), Tenebra: muestra de cuentos peruanos de terror (2017, 2018) y Muestra de literatura peruana (2018). Benjamín Román Abram (Lima, Perú, 1970). Sus cuentos y reseñas se han publicado en diarios, antologías y revistas nacionales e internacionales como El Comercio, Correo (Huancayo), Heterocósmica, Fabulador, Umbral, Buensalvaje, Cosmocápsula, miNatura, Agujero Negro, Plesiosaurio, Zona libre, etc. Es autor de los libros de relatos En Envase Pequeño y Bioficciones. También cultiva la poesía y la ha publicado en diversos medios.
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usto el día en que advertí una cuarta cana en mi larga cabellera decidí que, a pesar de su delgadez, sería bueno conseguir algo de ella, una muestra artística personal y, por tanto, única. Un lienzo estaría bien. Mi obra tenía que ser poco delatora. No sería muy exigente con la prolijidad de este trabajo, bastaría que estuviera pintado un árbol encima de la tela. Obtuve lo deseado, las canas habían salido de mi cráneo y habían ocupado un lugar importante en el cuadro, hacían de la vegetación que cubría la copa del árbol hojas blancas, por la nieve, pues la pintura retrataba el invierno. Ahora tengo un nuevo cuarteto de cabellos blancos y no se me ha ocurrido un uso para estos, ni he recibido ningún renovado regalo de inspiración; fantaseo, aunque las ideas tardan en situarse sobre los confines de mi cerebro. No obstante, algo va surgiendo: un día de llovizna limeña cojo la pintura entre mis manos, la cubro con un rugoso y grueso lino, luego salgo a caminar y al regreso uso la obra como un lindo felpudo. Luego saco todas las canas que hay en mi cabeza y con ellas me aboco a la paciente labor de hilar vestimentas en miniatura; hago uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis polos de manga larga y aún me quedan cabellos con los cuales seguir trabajando. Me dedico a eso durante horas, días, semanas, hasta que una mañana, al mirarme al espejo, noto que han aparecido dieciséis canas nuevas; las vuelvo a contar y, en efecto, se han multiplicado. Curioso, quizá nada tenga que ver el uso que les doy ni las bondades que con ellas haga; estos níveos cabellos parecen tener una misión: señalarme que a mis treintaiún años soy un hombre al que le sobra el tiempo.
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Sobre el autor: Jorge Quispe Correa Angulo. De Lima, Perú (1972). Esposo de Patricia y padre de Armando, Oriana y Lucía. Beatlemaniaco. Licenciado en Administración de Empresas. Ha publicado los libros Trazos primarios (2001) y Pasajeros de lo efímero (2019). Mención Honrosa en los JUEGOS FLORALES DE LA PONTIFICIA UNIVERSIDAD CATÓLICA DEL PERÚ categoría cuento (1994). Tercer lugar en el XIV CONCURSO LITERARIO BONAVENTURIANO DE POESÍA Y CUENTO CORTO 2018 (Categoría Cuento) convocado por la Universidad de San Buenaventura Cali, Colombia. Finalista en el XVI CONCURSO LITERARIO GONZALO ROJAS PIZARRO en Chile (2019), categoría cuento. Mención Honrosa en la VIII BIENAL DE POESÍA INFANTIL ICPNA 2019, Lima, Perú. Finalista en el VII PREMIO INTERNACIONAL DE POESÍA JOVELLANOS, EL MEJOR POEMA DEL MUNDO, España (2020). Sus textos han sido publicados en antologías, revistas y blogs de México (Revista Tlacuache, Teresa Magazine, Revista Ibídem, Sirena Varada, Perro Negro de la Calle, La Tinta del Silencio y Salvaje, literatura y arte), Ecuador (Teoría Ómicron), Perú (Quarks Ediciones Digitales, Plesiosaurio y Petroperú), Alemania (LadoBerlin), España (Diversidad Literaria, Editorial El libro feroz y Ediciones Nobel), Chile (Revista Brevilla) y Colombia (Universidad de San Buenaventura, Cali). Instagram: JorgeQCA_Escritor
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ino, divorciado hace tres años, se despierta sobresaltado pasadas las tres de la mañana. Frente a él, parada al lado de la cama con los ojos abiertos y balbuceando algo indescifrable, está Tania. Tratando de no hacer ruido, Lino se levanta y se acerca a su hija de catorce años. Sabe que no debe despertarla, es lo que le han dicho los médicos. Cuidadosamente coloca su brazo sobre el hombro de ella con el propósito que gire y regrese a su cuarto. Con un lento movimiento, ella parece obedecer los deseos de su padre. El camino de retorno, en la oscuridad que reina en la casa, se hace dificultoso para Lino no tanto por la poca visibilidad sino por la preocupación que Tania pudiera despertarse. Por suerte en casa no vive nadie más. En parte eso ayuda, pues no existe el riesgo que alguien se aparezca y la despierte con algún ruido. Lino ruega porque ella, acompañada de él, llegue a su cuarto y se vuelva a acostar. Sabe que más tarde ella no recordará nada, lo sabe porque ya antes ha sucedido lo mismo. Ella piensa que es broma eso del sonambulismo, que sus padres solo lo dicen para asustarla. Lino y Tania logran hacer el camino de regreso al cuarto de ella. Lino suspira aliviado, sabe que la parte más difícil ya pasó y hacer que Tania camine hasta su cama requiere un esfuerzo mínimo. Solo hay dejarla caminar hasta que tope con el catre y se acueste. Nada más. Algo simple. Sin embargo, antes de direccionarla hacia su cama, Lino observa sorprendido que Tania duerme plácidamente en su lecho. Entonces, un sentimiento de horror le invade cuando la criatura que está a su lado, con una voz de ultratumba, le dice papá.
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Sobre el autor: Julio César Aguilar. (Ciudad Guzmán, Jalisco, México, 1970). Poeta, ensayista y traductor de inglés. Cursó la carrera de Medicina en la Universidad de Guadalajara; posteriormente realizó una maestría en Artes en Español en la Universidad de Texas en San Antonio y un doctorado en Estudios Hispánicos en la Universidad de Texas A&M, de la cual obtuvo una beca postdoctoral. Actualmente es profesor en Baylor University. Su obra se ha traducido a varios idiomas y ha sido publicada en diversos países, tales como Argentina, Bolivia, Canadá, Irán, España, Estados Unidos, Perú y Polonia. En 2017 recibió la Presea al Mérito Ciudadano por el Gobierno de Zapotlán el Grande. Es autor de las siguientes colecciones de poesía: Rescoldos, 1995; Brevesencias, 1996; Nostalgia de no ser mar, 1997; Mano abierta, 1998; El desierto del mundo, 1998; El patio de la bugambilia, 1998; Orilla de la madrugada, 1999; Illuminated Mysteries/Misterios iluminados, 2001; La consigna y el milagro, 2003; Una vez un hombre, 2004, 2007; La consigna y el milagro/The Summons and the Miracle, 2005; Transparencia de lo invisible/Transparency of the Invisible, 2006; El yo inmerso, 2007; Barcelona y otros lamentos, 2008; Alucinacimiento, 2009; La consigna y el milagro/La convocazione e il miracolo, 2010; La consigna y el milagro, edición bilingüe español-árabe, 2011, y español-polaco, 2013; Aleteo entre los trinos, 2014; Perfil de niebla, 2016; Don del fulgor, 2018; Destellos de Zapotlán y otras penumbras, 2019; Alborozo, 2020, y Donde no falta nada, 2021. Traducciones suyas son Con ansia enamorada, de Irving Layton, 2004; Camino del ser. Antología: 24 poetas anglosajones, 2006; Pintando círculos, de Luciano Iacobelli, 2011; La costurera y el muñeco viviente, de Beatriz Hausner, 2012, y Pascal va a las carreras, de Janet McCann, 2015. En 2017 publicó el libro de entrevista Reconstrucción de Ángel Escobar en la voz de Marina Cultelli.
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n fúlgido silencio en tropel, a la mirada se aferra. Delirio de la sombra buscando su ración de luz. Ver el vacío de lo que se llena, ballena de otros mares y agua para la tanta sed. Como si nada volcánicas insurrecciones ante el cielo tan añil de la mirada.
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Sobre el autor: J.L. Zúñiga, nace en lagos de Moreno Jalisco, un 30 de abril de 1993, se define a sí mismo como un pensador constante, creador recurrente, creativo y sensible.
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u luz es intensa y brillante, tan aguda que ilumina hasta sus alas, de un resplandeciente y elegante rojo escarlata; que, exhorta a estar alerta. Recuerda las manos que estrechaste, las melodías que escuchaste, siente los abrazos que recibiste, y vive, aquel momento cuando te reencontraste, cuando tomaste tu mano y te llevaste a la absolución, y empalágate de esa sensación de osadía y victoria. P.D. La luz es verde, siempre verde.
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Sobre la autora: Ana Gabriela Morales Rios (1979). Nació en Chihuahua, México y actualmente radica en la CDMX. Psicóloga. Algunos de sus escritos se han publicado en revistas y proyectos digitales e impresos como Penumbria, Ek Chapat, Estrépito, Editorial Elementum (Clan de Letras) y Especulativas. Participó con un cuento en la antología del concurso Internacional de Los Cuentacuentos; en Cotidiano, antología de minificción mexicana de Editorial Infinita y en el libro ¡Basta! Cien mujeres contra la violencia de género, editado por la UAM.
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Yo me levanté de mi cadáver, yo fui en busca de quien soy. Peregrina de mí, he ido hacia la que duerme en un país al viento. Alejandra Pizarnik
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ierra los ojos, respira profundo. Siente cómo el aire recorre tu cuerpo, llega a tus extremidades, oxigena tu sangre y abre tu mente (la persona lectora puede llevar a cabo este ejercicio si le apetece), confía en que esta vez lo conseguirás… Weltschmerz (a quien en lo sucesivo llamaremos Welt por economía de caracteres) quiso volver a intentarlo. Depositó su fe en las animosas palabras de la nueva terapeuta. Después de su tercera cita (récord), regresaba a casa esperanzada. Había sido una sesión difícil: habló de su madre, de su adolescencia… Se detuvo unos minutos en la puerta de su casa, se quitó los zapatos y los calcetines. Sintió bajo los pies desnudos el crujir de las hojas otoñales acumuladas en el porche. Un viento fresco interrumpió la placentera práctica. Entró a la casa. Sentía como un frío interno, tal vez un cafecito podría ayudar a entibiarle los recuerdos. Pensó en ir a la tienda de conveniencia (nada conveniente) por un café de máquina. Sin embargo, se había comprometido a evitar compras no esenciales, así que empezó a retirar las cajas de cartón y desperdicios que estaban desbordándose sobre la estufa… por fortuna recordó que un día antes había dejado utilizable el microondas. Enjuagó una taza, la llenó con agua y pulsó 2-0-0. Dos minutos para seguir recordando. «Mi padre se fue, ¿sabe?», le había platicado a la terapeuta. Una de azúcar, dos de café. Caminó hacia la recámara malabareando la bebida caliente y haciéndose espacio para no tropezar entre zapatos, macetas, papeles, envolturas… Tenía que reanudar la tarea de limpiar y desechar lo que no ocupara. No comprendían que para ella todo es necesario y todo tiene una historia, aunque a veces la olvide. Bebió un sorbo de café… ¡Música! Tal vez así sería más fácil deshacerse de las bolsas plásticas y los desechables usados y malolientes que están sobre y debajo de todas las cosas. El CD estaba listo, siempre escuchaba lo mismo. Tras el infructuoso intento de localizar el control entre toda la ropa y los trastes que ocultan gran parte de la cama, estiró el brazo: On-Select-Play. Al ritmo de Slowly sería menos lacerante elegir lo que terminaría en la bolsa negra de basura. Varias latas: basura. Paquetes de palomitas sin palomitas: basura. Un sobre grande blanco: lo abrió y sacó varias radiografías con el nombre de su madre y las transparencias de su larga agonía. «¿Cuándo crees que empezó el problema, Welt?» había preguntado la terapeuta. Recuerdos difusos. Es como si hubiera llegado al presente a través de un agujero de gusano, extraviando los años transcurridos… ¿Habrá sido cuando enfermó su madre? ¿Cuando murió después de seis años de enfermedad y soledad? A Welt no le pasaría eso… ¿O fue cuando su padre, apenas un par de días después del sepelio se acercó a ella con esa mirada extraña? Hacía tanto tiempo que ni siquiera le dirigía la palabra y Welt moría por un abrazo… pero no así, no de esa forma. ¡Tenía apenas diecinueve años y todo era tan abrumador! Pero ella no pasaría por lo mismo que su madre… triste, ¡tan triste! ¡Limpiarlo todo costará tanto! Un zapato: basura… ¡no! ¿Y si aparece el par? Mejor guardarlo, por si acaso. Libros deshojados, cuadernos de la escuela, diez años después ya no son útiles: a la bolsa de basura.
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«Vas bien, Welt», se animaba cuando un par de lagrimitas asomaban como despidiéndose de los objetos que la habían acompañado silenciosos, cómplices. La recámara se veía poco a poco más amplia y luminosa. Emocionada fue liberando ese hueco entre el viejo peinador y la pared. Blusas rotas, cepillos, un par de sábanas descoloridas: basura. Jaló de pronto algo atorado entre los bultos de ropa, algo como una viga, un tubo, un… ¿hueso? de un… ¿brazo? Durante algunos minutos el carrete de recuerdos se desprendió de su memoria como instantáneas monocromáticas: su padre, la furia, un martillo. Welt no sería como su madre, no sería ella. Abismada primero y resuelta después, tomó la gran bolsa negra y vació su contenido sobre los restos recién descubiertos. Un sorbo de café. Acto seguido: llamó al consultorio para cancelar la próxima cita con la psicóloga. La limpieza, claro está, llevará más tiempo de lo previsto.
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Sobre el autor: Julio César Aguilar. (Ciudad Guzmán, Jalisco, México, 1970). Poeta, ensayista y traductor de inglés. Cursó la carrera de Medicina en la Universidad de Guadalajara; posteriormente realizó una maestría en Artes en Español en la Universidad de Texas en San Antonio y un doctorado en Estudios Hispánicos en la Universidad de Texas A&M, de la cual obtuvo una beca postdoctoral. Actualmente es profesor en Baylor University. Su obra se ha traducido a varios idiomas y ha sido publicada en diversos países, tales como Argentina, Bolivia, Canadá, Irán, España, Estados Unidos, Perú y Polonia. En 2017 recibió la Presea al Mérito Ciudadano por el Gobierno de Zapotlán el Grande. Es autor de las siguientes colecciones de poesía: Rescoldos, 1995; Brevesencias, 1996; Nostalgia de no ser mar, 1997; Mano abierta, 1998; El desierto del mundo, 1998; El patio de la bugambilia, 1998; Orilla de la madrugada, 1999; Illuminated Mysteries/Misterios iluminados, 2001; La consigna y el milagro, 2003; Una vez un hombre, 2004, 2007; La consigna y el milagro/The Summons and the Miracle, 2005; Transparencia de lo invisible/Transparency of the Invisible, 2006; El yo inmerso, 2007; Barcelona y otros lamentos, 2008; Alucinacimiento, 2009; La consigna y el milagro/La convocazione e il miracolo, 2010; La consigna y el milagro, edición bilingüe español-árabe, 2011, y español-polaco, 2013; Aleteo entre los trinos, 2014; Perfil de niebla, 2016; Don del fulgor, 2018; Destellos de Zapotlán y otras penumbras, 2019; Alborozo, 2020, y Donde no falta nada, 2021. Traducciones suyas son Con ansia enamorada, de Irving Layton, 2004; Camino del ser. Antología: 24 poetas anglosajones, 2006; Pintando círculos, de Luciano Iacobelli, 2011; La costurera y el muñeco viviente, de Beatriz Hausner, 2012, y Pascal va a las carreras, de Janet McCann, 2015. En 2017 publicó el libro de entrevista Reconstrucción de Ángel Escobar en la voz de Marina Cultelli.
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omed y bebed toda el hambre y la sed de sí mismos. Hambre de todos los hombres y sed del agua en el mar insaciable. Sed ovejas alegres en el rebaño del sabio y de la pesadumbre del mundo entero huid. Lumbre terrena ardiendo purificándose así venga hasta el cielo.
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Sobre el autor: J.L. Zúñiga, nace en lagos de Moreno Jalisco, un 30 de abril de 1993, se define a sí mismo como un pensador constante, creador recurrente, creativo y sensible.
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spacios en los cuáles refugiarse; a los cuales trazamos la ruta; de los recuerdos a los sentimientos, de la mente al corazón y es sencillo llegar y abrir las cortinas de la sensibilidad, sentarse junto a la ventana a observar la lluvia, a curarnos, a encontrarnos. Espacios para estudiar lo que creíamos olvidado, para impregnarnos de la fuerza que creíamos haber perdido. De la cordura que nos falta y de la sensatez que exalta la confusión de la existencia, del presente. Rincones… interminables, inagotables, infinitos; que trazan las experiencias, las alegrías, los fulgores y las penumbras. Rincones, que llenamos de sabiduría, que incrustamos de energía, de promesas y de sueños; para que nuestra naturaleza vuelva, cuando haya avanzado tres pasos, pero necesite retroceder dos. Rincones…
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