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Rodamundos, Karloz Akosta
Rodamundos
Kharloz Akosta
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En el otoño surcan los cielos del altiplano grandes nubes que parecen coliores. El viento las estrella contra la cordillera y les extrae del vientre un rugido de tempestad. Es entonces, cuando los relámpagos se entierran en las cumbres buscando las vetas minerales, y largos torbellinos de polvo recorren las planicies arrastrando rodamundos.
-Parece que venimos bajando del cielo.-Le dije a mi padre. -Esta parte de la sierra es muy alta.- Me contestó, mientras maniobraba con destreza el Jeep por el estrecho camino de terracería.
Goterones comenzaron a golpear el parabrisas y el techo de lona. Nos embocamos en la tormenta y mi padre detuvo el vehículo.
-Vamos a esperarnos hasta que pase; no veo nada, puede haber algún derrumbe.
Un rayo cayó en unos pinares cercanos. Nos estremecimos. Aquel resplandor me mostró el rostro aterrado de un hombre de carne y hueso. Arroyos de lodo escurrían por las laderas del cerro, descubriendo los cuerpos petricados de amonites que habitaron en el fondo del mar hace cuatrocientos millones de años. Poco a poco, las nubes abrieron un claro allá abajo, por donde pude volver a ver los diminutos recuadros de tierra labrada en la llanura. La borrasca fue amainando. Luego de varios intentos, mi padre logró encender el motor del Jeep. Vámonos. Tenemos que bajar antes de que oscurezca.- Me dijo. -¿Por qué? - Le pregunté. -Es peligroso. -¿Por qué?- Insistí.
Hizo una mueca grotesca. -¡Porque en esta sierra hay muchas brujas!
Abrí los ojos desmesuradamente y guardé silencio. Arrancamos. Durante el trayecto me dediqué a contemplar los bosques. Cruzamos varios riachuelos de agua cristalina y helada.
-¡Mira! -Dijo mi padre señalando el camino.
Un enorme puma cruzó de un salto la brecha. Era poderoso, dueño absoluto de aquellos parajes. Libre como el viento. Pasamos por un caserío al atardecer. Mi padre me indicó hacia una choza de láminas oxidadas.
-¿Ves esa casa? -Sí. -Ahí se juntan las brujas. -¿Para qué, papá? -No lo sé.
Detrás de nosotros, la luna comenzó a asomarse sobre la cresta de la sierra. Abrí una de las ventanillas y aspiré aquel aire puro con aroma a gobernadora. Se escuchó el canto lejano de una lechuza que navegaba entre las estrellas. El camino era una culebra fosforescente que
partía el páramo hasta la lejanía, donde se vislumbraban las luces de Wadley: nuestro destino. De pronto, varias bolas de fuego atravesaron velozmente la ruta apenas iluminada por los faros del vehículo.
-¡¿Qué fue eso, papá?! Mi padre pisó el acelerador. Sus manos se aferraban al volante. Sudaba copiosamente. -Son fuegos fatuos. -Me contestó con acento nervioso. -¿¡Fuegos qué?! -¡Fuegos fatuos; bolas de gas que se incendian! -¡Ah!
Llegamos al pueblo.
Mi padre tocó el claxon y nos abrieron el portón. La colonia de la compañía minera era una típica villa norteamericana copiada hasta el menor detalle. Nuestra casa parecía sacada de una postal country. Cuando entramos, vi a mi madre que nos estaba esperando con la cena caliente. Esa noche dormí de espaldas a la ventana, por donde se veía el muro que separaba a la colonia del tenebroso páramo. Al día siguiente le ayudé a mi hermano a matar palomas con la resortera. Luego, nos subimos a la casita del árbol y tumbamos nueces de castilla. Después fuimos a comer uvas de las parras de la señora Archibald. Terminaría aquella jornada de travesuras con una suculenta rebanada de pastel que nos regaló Vicenta, la cocinera de los empleados. En el estante del comedor vi diversos libros en inglés. En la portada de uno, había un robot jugando a las canicas con un niño; en otro se veía a unastronauta explorando el suelo lunar mientras un ser espantoso lo acechaba detrás de unas rocas apuntándole con un fusil de rayos. Regresamos al caer la tarde. Encontramos a nuestro vecino, don Pepe Cossío, montando su telescopio en el jardín. Mi hermano se fue a bañar; yo permanecí observando atentamente las maniobras del astrónomo, quien, con innita paciencia, respondía a mis preguntas:
-¿Don pepe, hay habitantes en la Luna? -No, Carlitos, la Luna es un mundo sin vida. -¿Cómo es la Luna? -Al rato que salga la vas a ver con el telescopio. -¡¿De veras?! -Sí ¿Te gustaría conocer el espacio? -¡Sí! Pero me da mucho miedo. -¿Por qué, Carlitos? -Porque en el espacio viven monstruos. -Don Pepe soltó una carcajada. -¿Quién te dijo eso? -Yo los he visto en el cine. -Eso es ciencia cción, Carlitos. Todo lo que ves en el cine es mentira. -¿Entonces los marcianos no vienen en platillos voladores? -No, Carlitos, los marcianos no existen.
Hacía frío, pero estaba entusiasmado viendo los cráteres de la Luna; luego, don Pepe enfocó a Júpiter; todo iba bien, hasta que la voz de mi madre rompió el encanto de aquel viaje espacial.
-¡Carlos, vente a cenar! -¡Ya voy 'amá! -Hazle caso a tu mamá. Después continuamos –Dijo don Pepe con una sonrisa en su cara fascinada por el espacio.
Entré a la casa refunfuñando. Mi padre estaba sentado en la sala oyendo la radio de onda corta. No había televisión. Las tertulias familiares después de cenar me aburrían. Opté por irme a la cama a fabricar mis propios sueños.
«Niebla azul. Caminaba por un campo cubierto de niebla azul, cuando encontré a un águila. Es un regalo para ti, me dijo alguien.» pg. 41
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Desperté angustiado. La casa estaba en silencio. «La luz de la Luna envenena los sueños». Dijo la voz dentro de mí. Cerré las cortinas. Me cubrí la cabeza con la frazada. Quería escapar, pero el terror tocaba a mi ventana.
«Nada tienes que temer de nosotros, hermano» -Dijo la voz. Aquellas palabras actuaron como un bálsamo en mi espíritu y recobré el sueño. Así, hasta que empezaron a cantar los gallos. Por la mañana oí cuando mi padre se fue a la mina. Estaba haciendo mucho frío. «Pobrecito» -pensé, y me engarruñé bajo las cobijas. No supe de mí hasta que escuché la voz de mi madre:
-¡Levántense, ojos, ya es muy tarde!
Antes del mediodía, nos encontrábamos en el campo. El plan era atrapar ardillas. Colocamos dos trampas cerca de unos hoyos. Les pusimos como cebo trozos de pan, y esperamos. El sol subió hasta el cenit. Las ardillas no querían salir. Mi hermano se sentó bajo un huizache y siguió atisbando pacientemente. Decidí explorar el terreno. Comenzó a soplar el viento. Vi pasar varios rodamundos. Saqué los cerillos y le prendí fuego a uno que se había atorado entre las matas de gobernadora. El rodamundos se volvió una voluta ardiente. Me fascinó verlo consumirse; era como un sol en miniatura. Tuve una extraña intuición; un deseo inconsciente de caminarhacia el norte. Seguí por una vereda donde abundaban los botones de peyote y llegué hasta un claro. Ahí estaba el águila disecada: el regalo que alguien me ofreció en un sueño de otoño. Desde entonces, todas las noches viajo con mis hermanos; juntos cuidamos este páramo sagrado. Somos bolas de fuego llevadas por el viento.
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