6 minute read
El Secreto del Rosal, Ita B
Candelaria Martínez sentía que aire le faltaba, nerviosa intentaba tapar el hoyo del jardín de su casa mientras la luz de la luna atestiguaba cada movimiento de la pala, la memoria la invadía logrando un escalofrío por todo su cuerpo.
Candelaria se esforzaba por no dejar ninguna marca que desatara sospechas, en el segundo piso de su casa, Macaria observaba inerte desde la ventana de su cuarto, en su rostro se dibujaban dos grandes ojos sin brillo y con la mirada perdida rodeados de la obscura huella que deja el llanto y el dolor, sus labios heridos y sangrantes y su piel pálida contaban la mala salud que la aquejaba. Dos o tres lágrimas mojaron sus mejillas. En el jardín, Candelaria se hincaba y daba una plegaria frente a un gran rosal que serviría para excusar la tierra removida.
Advertisement
Macaria vio su rostro reejado en el cristal que la separaba de su hermana, un rostro que ya no parecía el de una niña de catorce años, más bien, parecía una pequeña anciana que exhalaba sus últimos suspiros, no pudo evitar sentir un vuelco en el estómago le habían robado su inocencia y no era de su agrado recordarlo. El padre Ignacio era el párroco del pueblo, un hombre que rebasaba los setenta años. Desde su llegada se caracterizó por ser sumamente estricto con los feligreses, la intimidación que emitía le servía para en soledad dar pleitesía a los demonios que acogía en su corazón.
Macaria de apenas trece años servía de mucama a la iglesia, una labor que su hermana describía como un servicio a Dios. Aquel día mientras limpiaba los aposentos del sacerdote, este dio rienda suelta a la tentación de tener el cuerpo de la niña a su alcance. Lentamente entro a la habitación, cerro con llave y se abalanzo sobre ella cual depredador en caza, la tumbó en la cama boca abajo y gimiendo como un animal viejo la despojo de sus ropas mientras le hundía la cara en el duro colchón para evitar el volumen de sus gritos. Macaria sintió como el oxígeno se le escapaba. Sin respirar reprimió el grito ahogado de dolor cuando la fechoría se corono, enseguida, la tomo del cabello levantando su cabeza y le dejo tomar una bocanada de aire, la mano arrugada tapo la boca de su presa; el exaltado anciano vestido en túnica la poseía con la lujuria de un animal mientras la sensación de las lágrimas mojando sus dedos lo remitía a un éxtasis siniestro donde el objetivo del clímax se vivía con el dolor de la víctima; el ritmo del acto era cada vez más violento, los movimientos bruscos comenzaron a llevarlo a la cima y entonces encontró la gloria del pecado terminando su balance en las entrañas de una
niña, sus dedos trabados de la sensación enterraban sus garras en la espalda virgen hasta arrancar la piel.
Macaria sollozaba escondida entre las sabanas de su cama, aquella mañana había visto de frente a la maldad y desgraciadamente seguía viva para recordarlo, un sentimiento de odio se apodero de ella y de pronto un golpe a su ventana la hizo salir de sus pensamientos, dejó el sollozo y reconoció que lo que escuchaba semejaba a una mano tocando una puerta. Temerosa asomo su cabeza, como su cuarto se encontraba en el segundo piso tal vez su mente trastornada por el acto aun la atormentaba. Después de un par de horas de horror, del ruido incesante, al n se consumió en un sueño del cual ella no quería despertar.
Los días pasaron y Macaria seguía siendo la portadora de la lujuria desmedida del párroco, la vergüenza de ser señalada y el miedo a ser acusada de provocar a un hombre santo sellaron sus labios, mientras el habilidoso demonio seguía abriendo sus entrañas, el sacerdote hacía con su cuerpo guras escandalosas que le permitían el goce de la sodomía. Macaria aprendió a no gritar, ahogaba su voz con cada embestida, solo una vez más su garganta revivió y el miedo volvió cuando el hombre decidió mancillar cada rincón del pequeño cuerpo cuya estreches daría mayor placer al acto de lujuria, la joven sintió como su piel se desgarraba, el dolor fue peor que el primer día y la voz volvió a ser cegada.
Mientras el sacerdote saciaba sus deseos a voluntad, Macaria experimentaba los horrores nocturnos de una mente atormentada, comenzó a desmejorar y pronto una vida crecía en ella.
Candelaria lloraba en silencio al ver las condiciones de su pequeña hermana, se sentía impotente y arrepentida de la tunda que le había propiciado al notar que su estómago crecía. Macaria enferma en un lecho que se sentía de muerte, confeso todo a su hermana, desde ese día Candelaria la encerró en su habitación, nadie entraba y nadie salía, solo ella, estas limitantes se intensicarían después que Macaria comenzó a delirar.
Macaria hablaba y gritaba incoherencias su voz cambiaba repentinamente y tenía múltiples heridas que ella misma se ocasionaba, su vientre se veía oscuro, podrido, la peste que desprendía hacía creer que el producto había muerto y la madre se podría en vida junto con él, sin embrago, aquello que se encontraba en las entrañas de la niña se movía intempestivamente cada vez que Candelaria intentaba acercarse, logrando que la madre reaccionara violentamente. Cansada de las demencias de su hermana y sabiendo que el sacerdote era el causante de los malestares de la niña, recurrió al curandero del pueblo, este llego a casa de las Martínez y pudieron someter a la efusiva madre, el hombre con la cara desencajada al ver lo que acontecía desistió de sus dones y sugirió llamar al sacerdote, Candelaria no permitió ni terminar la sugerencia, prohibió al hombre decir palabra alguna, pero el miedo que el hombre sintió al ver aquella escena le quito la paz y fue a contarle al párroco lo acontecido.
Una noche el cura tocaba la puerta de la casa de las Martínez, en su cara se vislumbraba el odio y en su mirada la determinación de evitar ser difamado; dentro de la casa el tiempo se había detenido, la obscuridad, el frio, la peste y la locura ahora reinaban en cada rincón. El golpeteo en la puerta no cesaba, Macaria miro a su hermana y por primera vez en meses sus palabras tuvieron sentido – déjalo entrar – pidió y Candelaria dio el pase al sacerdote sin decir palabra alguna.
Mientras las dos guras subían las escaleras en medio de la obscuridad, Macaria comenzó labor de parto, en el momento en que el sacerdote entro a la habitación, el niño nació, sus miradas se encontraron y una risa siniestra se dibujó en el rostro de aquel bebe, el cura salió de ahí y a paso veloz se dirigió a su parroquia;
mientras andaba las calles empedradas de aquel pueblo, el oxígeno le faltaba y al llegar a las puertas de la iglesia cayó.
Al día siguiente, Macaria despertó, vio a su lado a un ser que no parecía tener vida, respiraba lento, con dicultad, su piel estaba marchita y con una mirada del color del abismo la miro jamente, el hedor de su cuerpo era el de un cuerpo en descomposición, lentamente elevo su brazo izquierdo y en su mano faltaba un dedo; no hubo aviso, no hubo tiempo, un machetazo certero separó la pequeña extremidad superior del resto del cuerpo y un grito de terror ahogado se escuchó en toda la casa. Macaria y Candelaria se veían jamente ninguna dijo nada, al mismo tiempo, el sacristán encontraba el cuerpo sin vida del párroco, se veía como si hubiera muerto hacía meses, un enjambre de moscas habían anidado en su boca, la notica infundo miedo en los pobladores, en la garganta del cura un pequeño dedo le había robado el oxígeno hasta matarlo.
Dos entierros se llevaron a cabo en el pueblo, uno adornado con ores que se marchitarán, otro por un rosal que orecerá año con año adornado el jardín de la casa de las Martínez.