El secreto del rosal
Ita B
Candelaria Martínez sentía que aire le faltaba, nerviosa intentaba tapar el hoyo del jardín de su casa mientras la luz de la luna atestiguaba cada movimiento de la pala, la memoria la invadía logrando un escalofrío por todo su cuerpo. Candelaria se esforzaba por no dejar ninguna marca que desatara sospechas, en el segundo piso de su casa, Macaria observaba inerte desde la ventana de su cuarto, en su rostro se dibujaban dos grandes ojos sin brillo y con la mirada perdida rodeados de la obscura huella que deja el llanto y el dolor, sus labios heridos y sangrantes y su piel pálida contaban la mala salud que la aquejaba. Dos o tres lágrimas mojaron sus mejillas. En el jardín, Candelaria se hincaba y daba una plegaria frente a un gran rosal que serviría para excusar la tierra removida. Macaria vio su rostro re ejado en el cristal que la separaba de su hermana, un rostro que ya no parecía el de una niña de catorce años, más bien, parecía una pequeña anciana que exhalaba sus últimos suspiros, no pudo evitar sentir un vuelco en el estómago le habían robado su inocencia y no era de su agrado recordarlo. El padre Ignacio era el párroco del pueblo, un hombre que rebasaba los setenta años. Desde su llegada se caracterizó por ser sumamente estricto con los
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feligreses, la intimidación que emitía le servía para en soledad dar pleitesía a los demonios que acogía en su corazón. Macaria de apenas trece años servía de mucama a la iglesia, una labor que su hermana describía como un servicio a Dios. Aquel día mientras limpiaba los aposentos del sacerdote, este dio rienda suelta a la tentación de tener el cuerpo de la niña a su alcance. Lentamente entro a la habitación, cerro con llave y se abalanzo sobre ella cual depredador en caza, la tumbó en la cama boca abajo y gimiendo como un animal viejo la despojo de sus ropas mientras le hundía la cara en el duro colchón para evitar el volumen de sus gritos. Macaria sintió como el oxígeno se le escapaba. Sin respirar reprimió el grito ahogado de dolor cuando la fechoría se corono, enseguida, la tomo del cabello levantando su cabeza y le dejo tomar una bocanada de aire, la mano arrugada tapo la boca de su presa; el exaltado anciano vestido en túnica la poseía con la lujuria de un animal mientras la sensación de las lágrimas mojando sus dedos lo remitía a un éxtasis siniestro donde el objetivo del clímax se vivía con el dolor de la víctima; el ritmo del acto era cada vez más violento, los movimientos bruscos comenzaron a llevarlo a la cima y entonces encontró la gloria del pecado terminando su balance en las entrañas de una