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EL CONVENTO Y RECOLETA DE SAN DIEGO EN QUITO: JOYA COLONIAL QUE NADIE DEBE DEJAR DE VISITAR
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Es una de aquellas gloriosas mañanas del verano quiteño, donde ese cielo de intenso color azul-celeste, único de Quito, cubre como maravillosa bóveda a la espléndida capital del Ecuador, rodeada de la majestuosidad de los Andes y salpicada de torres, campanarios y domos de centenarias iglesias y conventos mientras coloridos barrios de casas multicolores trepan por las colinas adyacentes. La espectacular fusión de naturaleza y obra humana no deja duda alguna de porqué la UNESCO, allá en 1978, declaró a Quito como la primera ciudad Patrimonio
Cultural de la Humanidad en el mundo.
En el extremo suroccidental del Centro Histórico de la ciudad se encuentra el Convento Franciscano de San Diego, construido en 1597 como la primera Recoleta, lugar de recogimiento y meditación, en el Ecuador y segunda en América Latina. Se encuentra literalmente a los pies de la Cima de la Libertad, en los flancos bajos del gran Volcán Pichincha y un costado de la emblemática colina de El Panecillo con su monumental estatua en aluminio de la Virgen Alada de Quito.
El primer patio exterior nos transporta en segundos desde el asfalto de las actuales calles quiteñas a la quietud y sencillez de un patio de piedra con más de 400 años de historia donde destaca una imponente cruz, igualmente de piedra, que hacen de antesala a la hermosa fachada blanca de la Iglesia de San Diego, centro principal del magnífico complejo religioso, cuya inmensidad solo la podemos visualizar estando ya en el interior del mismo.
La entrada de la iglesia con su puerta de madera tallada, enmarcada en un sobrio arco de piedra labrada, nos anticipa, desde ahí mismo, un espléndido regalo de arte colonial. Nos recibe en la entrada doña Felicia Guerra, administradora del Complejo Religioso a quien todos llaman afectuosamente “doña Feli”. De edad indescifrable, pequeña y menudita, es una enciclopedia viva de la rica historia del icónico Convento, cofre de tesoros de arte religioso de la Escuela Quiteña, pero también escenario de relevantes eventos de la vida religiosa, social y política de la capital. El Convento es el escenario de una de las más conocidas y famosas leyendas del Quito colonial, aquélla del Padre Almeida. Con la compañía y guía de doña Feli iniciamos el recorrido por la Iglesia de San Diego, la que nos impresiona por la maravillosa fusión de estilos tanto artísticos como arquitectónicos. Sobresalen el barroco, toques de arte indígena y el mudéjar arábigo que se encuentra principalmente en los artesonados sobre la parte central del templo. El fastuoso púlpito, elaborado por Juan Bautista Menacho, es una magistral obra de arte. Tiene la forma de un imponente cáliz, rodeado de esculturas del célebre Caspicara y está recubierto íntegramente de pan de oro, al igual que el altar mayor y varios de los retablos laterales. La Iglesia es relativamente pequeña pero impresionante en la cantidad y variedad de obras de arte, pictóricas y escultóricas, de los más renombrados artistas de la Gran Escuela Quiteña como José Olmos, Diego de Robles, Bernardo de Legarda y muchos más. Al costado derecho del Altar Mayor una discreta puerta de madera da paso a una puerta de piedra labrada, ésta de más de 60 centímetros de ancho y enorme peso, la que permite ingresar al osario, en el cual se destaca un agujero redondo en cuyo fondo reposan apiladas numerosas calaveras, posiblemente parte de una gran fosa común.
Al costado norte del retablo principal, otra puerta de madera, primorosamente tallada y sutilmente decorada en colores neutros, nos arranca más exclamaciones de admiración. Esta da paso a la Sacristía de la Iglesia, en la cual se ha colocado en un espacio destacado a la bellísima escultura articulada, de fina madera y en tamaño natural, del Cristo Agonizante, obra de otro grande de la Escuela Quiteña: el fraile dominico Padre Carlos, la misma que, en su ubicación original en el interior de la Iglesia, servía como escalera y apoyo para las escapadas nocturnas del bohemio Padre Almeida. Este es el sitio ideal para escuchar de doña Feli la historia completa de la famosísima leyenda quiteña. Tenemos la suerte de encontrar en el lugar a un muy joven Hermano Franciscano de origen lojano, con el tradicional hábito franciscano, quien con alegría y buen humor no duda en recrear para nosotros, al pie de la escultura original, el famoso diálogo entre el Cristo de la escultura y el bohemio fraile del siglo 17: “¿Hasta cuándo Padre Almeida?” y la ingeniosa y rapidísima respuesta del fraile: “Hasta la vuelta mi Señor”.
Ahora pasamos a los patios interiores, todos de simétrica y perfecta forma cuadrangular: el Patio de la Cruz, el Patio de la Pila y otros más cada uno con su magia, su función y sus paredes en las que podemos ver lo que queda de pinturas murales de más de trescientos años que se fueron perdiendo con el paso del tiempo debido a la humedad y sucesivos baños de cal, práctica que se usaba con frecuencia durante la Colonia para protegerse de las pestes que asolaban a la población en aquéllos tiempos. Las puertas que conectan los diferentes espacios son más obras de arte del tallado que no pueden menos que maravillar a quienes las ven.
Ahora es tiempo de visitar la vieja panadería y cocina del Convento, con su horno de leña aun funcionando y la recreación viva de lo que fueron dichos espacios cuatro siglos atrás. Pasamos luego al hermoso refectorio del Convento, en el cual sobresale una pintura de uno más de los grandes artistas de la Escuela Quiteña: Miguel de Santiago. Este es el cuadro de la Última Cena, obra maestra del sincretismo o mestizaje religioso y cultural en el cual el cordero pascual está reemplazado por una suculenta bandeja de cuy andino y, en lugar del pan, las quiteñísimas “humitas” de choclo.
En la segunda planta se encuentran las austeras celdas de los religiosos y en sus pasillos, además de pinturas, baúles de cuero repujado y madera tallada, se respira aquello que sin duda origina la frase de “paz franciscana”. La celda 06 es pieza de Museo ya que en ella vivió el celebérrimo Padre Almeida. Ahí, junto al pequeño y rústico camastro encontramos en las paredes, crucifijos, rosarios y hasta los látigos de auto-flagelación para purgar los pecados cometidos. Entre tales objetos sobresale una guitarra, claro está, la compañera de las andanzas fiesteras del singular religioso. Al final del pasillo, otra primorosa puerta de madera tallada nos abre paso al Coro de la Iglesia principal, otra obra de arte en todos los aspectos. La vista de la Iglesia desde la altura del Coro es simplemente espectacular.
Finalmente, del Coro pasamos a una maraña de empinadas y angostas escaleras de madera y de piedra que nos llevan a las estrechas terrazas y dinteles que coronan la Iglesia principal y nos llevan junto a su viejo campanario. La vista desde aquí nos quita el aliento: 360 grados de paisajes inigualables nos muestran a San Francisco de Quito en todo su esplendor. Hacia el occidente vemos nítidamente la Cima de la Libertad con su imponente Templo de la Patria. A sus costados trepan los viejos barrios de La Colmena, San Diego, La Libertad, El Tejar y El Placer cubiertos de una acuarela de casas de vivos colores. Hacia el norte, justo frente a nosotros está el imponente “Yaku”, el Museo del Agua, en lo que fue el principal acuífero de Quito hasta los años 1960. Hacia el nororiente se ve nítidamente la hilera interminable de altísimos edificios del Quito moderno y. al fondo, la espléndida cordillera oriental de los Andes. Al costado sur podemos apreciar desde lo alto el centenario Cementerio Patrimonial de San Diego, uno de los más grandes y antiguos de la ciudad, con sus artísticos mausoleos y esculturas. Pocas cuadras más hacia el suroriente observamos el costado occidental de El Panecillo con su histórico Fortín y la gigantesca estatua de la Virgen Alada. Y así, San Diego nos deja con las ganas de regresar muchas veces e invitar a que propios y extraños lo visiten.