El solar - Por Juan Laxagueborde

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revista turba Por Juan Laxagueborde

El solar a quienes acudían para ponerle coto a la ilusión militante, el agobio folk benevolente o la liviana jugarreta dicharachera del pop. La invocación era clara: que no secuestren nuestro estado de ánimo. Alertas, las palabras de Solari se movían dentro de la década con una paranoia más propia de Teodoro Adorno que de Enrique Symss.

Se lo critica por arribista, por consagrado, por traidor al “espíritu” de Patricio Rey. Pero el hombre que fue hippie, drogón lisérgico, arengador de masas, francotirador cultural, no acusa recibo. Hace discos, conmueve corazones y se dedica a la paternidad. El Indio Solari, un mito que se escurre, a pesar de quienes intentan contenerlo a toda costa.

C

arlos Alberto Solari nace en Concordia, Entre Ríos, en 1949. A los pocos años su padre, trabajador de correos, emigra a La Plata. En la ciudad planeada para capital positivista de la Argentina roquista Solari estudia Bellas Artes y es expulsado por orinar en un pupitre ante la negativa profesoril de habilitarle ida al baño. Traba amistad con Guillermo Beilinson cuando intentaba dotes actorales y allí conoce a su hermano Skay -sobrenombre impuesto por Marta Minujin inspirado en los propios ojos celestes cielo (sky) del refinado guitarrista. Entre esas experiencias productivas con el celuloide Patricio Rey y sus redonditos de ricota inoculan la semilla más poderosa de la contracultura nacional y debutan en 1976 en el teatro Lozano -calle 11, pleno centro de La Plata-, espacio perteneciente al sindicato de trabajadores del Hipódromo. Es mentira que el Indio Solari es un personaje aposentado y estático en sus modos de ser. Al contrario: fue hippie, drogón lisérgico, pionner en la costa atlántica, foucaultiano, habitué del bar Británico, arengador situacionista de masas, claustrofóbico francotirador cultural y sexagenario hidalgo. Es todo eso junto. Solari había sido militante de causas extravagantes para los años setenta. No pertenecía a organizaciones armadas, pero comunitarizaba su vida entre mostacillas y trotyl. En algún momento dijo que nunca le interesó entrar “a la casa de gobierno con un Mauser” para tomar el poder, sino que más bien lo que se pretendía era

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Cuando los noventa se vinieron encima Solari ya no tenía barba y su calva brillaba enjuagada por el goteo húmedo del estadio Obras. Tras la muerte de Walter Bulacio la presencia mediática fue cada vez más chúcara. El joven de Aldo Bonzi se había llevado consigo las últimas inocencias vitalistas del under. Solari lo notó y actualizó sus municiones. Se preparó para una guerra futurista con trinchera en Parque Leloir, que quizá continúe hasta hoy.

“distribuirlo”. Petardero como pocos, iba y venía de Valeria del Mar escapando a las razzias policiales de entonces, esperando el aquellarre ochentista, calmando las aguas para los tiempos de creatividad diáfana en los sótanos. Se cruzó e intercambió algunas conversaciones con otro retirado del núcleo cultural de entonces y alojado en las playas vacías del invierno: su vecino Leopoldo Marechal.

Supone una forma de insulto cultural señalar con el dedo a “los que no salen de su casa”. Se olvida que el periplo

hacia

un

retiro

definitivo

es una purga que, si sale bien, nos desprende de lo más perverso. Para 1985, cuando sale Gulp, primer disco de Los Redondos, Solari ya tenía más de treinta años y se disponía a desertar de las inseguridades solapadas de la democracia alfonsinista. Mientras la así llamada “primavera” seguía desparramando flores, la oscuridad solariana imponía previsiones a los oídos de una minoría de cófrades. Con atuendo de oficinista contorneaba la cadera y quebraba el cuello ante los golpes de bombo. Eran escenarios que se levantaban frente

Supone una forma de insulto cultural señalar con el dedo a “los que no salen de su casa”. Encerrarse no está bien visto. El que se retira es imputado como canalla, egoísta o simplemente ermitaño. Se olvida que el periplo hacia un retiro definitivo es una purga que, si sale bien, nos desprende de lo más perverso. Puede hacer renacer sensaciones de la conciencia confinadas por todas las corazas que produce el bregar diario. Solari parece estar en ese doble juego: se acurruca, toma distancia, pero emite gritos cada tanto. Es un adiós infinito; pero a la vez un activismo jacobino por goteo. Cada tanto sale y el revuelo alrededor es inversamente proporcional a la calidad de las actuales y previsibles artes masivas. La última vez que se presentó en público dictó la cifra de un número sobredeterminado en la escena mediática y política del presente. Dijo “6-7-8”. Al decirlo, en el punto fronterizo en que el interludio de JiJiJi abrió paso al solo de guitarra donde cientos de miles de personas, bajo la forma de multitud, se entrechocaron con inocencia, abrió el panorama para que pensemos más allá. Qué dijo ahí. ¿Vinculó a las industrias culturales por primera vez a su lírica? ¿Advirtió al propio programa que esa noche -y cuantas más- estaba sucediendo un acontecimiento ignorado por la televisión? ¿Hizo entrismo a TN? ¿Se transformó en un kamikaze aliado de Orlando Barone y Sandra Russo? Los machucones críticos que ha sufrido la figura de Solari últimamente tratan sobre estos interrogantes. Pero no dejan de estructurarse como modelos prefabricados y simplistas. Está el tono laudatorio del arribista, el escep-

ticismo antipopulista reiterado, o bien la idea maliciosa de que la “consagración” de Solari no tiene nada que ver con el supuesto “espíritu” de Patricio Rey. Esto último se lee en el reciente libro Redondos, a quién le importa: allí se afirma que el “legado” espectral de Patricio Rey estaría depositado no en la figura del Indio, sino solo en algunos jóvenes, como los autores, de tintes autonomistas, rizomáticos y bárbaros. Prefieren la nostalgia de los conflictos previos a los recitales en el momento más calcinante de los noventa, a un presente que juzgan desactivado en su potencia creativa. Los autores, a diferencia de los seguidores actuales del Indio, estarían capacitados para conmoverse auráticamente sin ser “cooptados” por el gobierno de turno. Otro libro (¡otra vez, vocación de explicación totalizante!) que emprende la tarea de hacer una fenomenología de Los Redondos como si el círculo pudiese cerrarse. Como sucede con todo mito, quien intenta comprenderlo unilateralmente, fracasa. El mito lo es porque se escurre.

Como sucede con todo mito, quien intenta comprenderlo unilateralmente, fracasa. El mito lo es porque se escurre. Solari fue confeccionando con el correr de los años, las entrevistas y las canciones, una teoría estética que pone a la cultura rock por encima de la música. La supera. Así, la posibilidad libertaria del rock no estaría tanto -o no solo- en sus características melódicas y líricas, sino en la propia radicalidad específica del vivir inscripto en ciertas premisas como la autogestión, la experimentación no ordinaria, la bohemia extendida y la autoconciencia en devenir. Aún proponiendo cada tanto esos golpes de efecto tan drásticos como inesperados, Solari continúa en un retiro voluntario del que ya se le notan las marcas. Conjuga su tradicional chispa para detectar las mutaciones brutales de esta humanidad tecnificada, con la madurez cálida de sus 64 años. No acusa recibo de nada, hace discos de una prolijidad pictórica ostensible, conmueve corazones y se dedica a la paternidad. Logra que su propio desamparo siga irradiando, como hace más de treinta años, señales para un futuro que nos encuentre sensibles o nos demuela.

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