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#Basta de falsas soluciones

Paradigmas en discusión

Si alguna enseñanza está dejando la pandemia por Covid-19 es la posibilidad de ver y entender que la forma en la que los seres humanos vivimos, producimos y consumimos no es ni sostenible ni saludable para las demás especies que habitan el planeta Tierra. La pregunta de aquí en más es: ¿seguir así o evolucionar?

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Pese a los diversos compromisos asumidos por la comunidad internacional, solo el freno casi total de las actividades humanas permitió registrar la mayor caída en la misión de dióxido de carbono (co2) de la que se tenga registro en la historia, aunque solo de manera temporal. Es que con menos autos en las calles, sin aviones en el cielo, con un menor consumo de energía por parte de las grandes industrias y la reducción de la actividad de los más de 7.500 mil de millones de habitantes que somos, el planeta se tomó un respiro.

En este contexto, los más de 160 días de aislamiento social, preventivo y obligatorio que se vienen suscitando ininterrumpidamente en Argentina desde el mes de marzo han resultado una oportunidad única para detenerse y cuestionar: ¿cómo se llegó hasta aquí? ¿Cómo el ser humano, con sus avances y desarrollos tecnológicos, pudo sufrir tanto el embiste de un pequeño virus que logró alterar diametralmente todos los aspectos de su vida?

“El quid de la cuestión no resulta ser otro que la visión antropocéntrica que concibe al ser humano como centro de todas las cosas”

El quid de la cuestión no resulta ser otro que la visión antropocéntrica que concibe al ser humano como centro de todas las cosas. En este orden de ideas, la naturaleza

humana, su condición y su bienestar –entendidos como distintos y particulares en relación a otros seres vivos– parecieran ser los únicos principios según los que realmente deberían evaluarse los demás seres y, en general, la organización del mundo en su conjunto. Esta línea de pensamiento, que se ha acentuado como paradigma desde principios del siglo xvi, ha marcado el camino mediante el cual el ser humano ha dejado de concebirse como parte del entorno para empezar a posicionarse como dueño indiscutible del mismo. De tal modo, pareciera ser que todo aquello que lo rodea está o debería estar a su servicio y merced. Así fue como durante cientos de años, la humanidad fue depredando todo lo que se interponía en su camino en pos de un desarrollo y progreso que pretendía -y pretende- alcanzar a cualquier costo, alterando, sustituyendo, manipulando, desplazando y colocando cuanta cosa quiere, como si fuese una especie todopoderosa hasta el día de hoy.

A la luz de la evidencia científica e histórica que se presenta, la pregunta, una vez más, es ¿seguir así o evolucionar? Tropezar con la misma piedra desde hace años, científicos y organismos reconocidos a nivel internacional advierten cómo las actividades antrópicas nos están llevando a un punto de no retorno signado por una crisis climática y ecológica sin precedentes. Ecosistemas enteros han desaparecido y estamos ante lo que podría ser considerado como la sexta extinción masiva de especies en la historia del planeta.

Sin embargo, pareciera ser que los datos no son lo suficientemente impactantes como para tomar acciones reales y concretas; se continúa insistiendo en formular medidas, resoluciones, políticas, prácticas y acuerdos que no hacen más que profundizar un modelo de desarrollo extractivista, que bajo ningún punto de vista se consolida en armonía con el entorno ni resulta ser justo para con todas las especies que coexisten en el planeta.

Sin detenerse a advertir este panorama, en julio del 2020 el Ministerio de Relaciones Exteriores, Comercio Internacional y Culto de la República Argentina anunció la firma de un memorándum de entendimiento con el Ministerio de Relaciones Rurales de

la República Popular China que traería divisas y sería una de las grandes salvaciones a la crisis económica y social que atraviesa nuestro país. El acuerdo implicaría la instalación de unas 25 mega granjas industriales que permitirían duplicar la producción y exportación argentina de carne de cerdo a nivel mundial. La cronología del asunto ha sido por demás difundida, con lo cual, no se ahondará en mucho más detalle. Sin embargo, pareciera pertinente mencionar que los avances sobre el acuerdo se han realizado a puertas cerradas, y la información que hoy circula ha sido proporcionada a cuenta gotas gracias a la presión social de cientos de organizaciones socioambientales, movimientos, agrupaciones, científicos, periodistas, investigadores y ciudadanos de a pie de todo el país.

Ahora bien, cabe recordar que este proyecto surge en el marco de una pandemia que debería servir como antecedente a la hora de tomar decisiones que comprometan los

recursos presentes y futuros del país y la región. Durante el 2018 y 2019, la República Popular China sufrió un brote de peste porcina africana que derivó en el sacrificio de más de 100 millones de cerdos. Frente a este panorama, el gigante asiático salió en busca de nuevas alternativas para abastecer su demanda interna, y es allí donde Argentina emerge como actor fundamental, poniendo a disposición su territorio para producir alrededor de 900.000 toneladas de carne porcina en los próximos 4 años.

Los discursos de quienes promueven este posible acuerdo se expresan en lo que pareciera ser el nuevo léxico del momento: divisas, dólares, pesos, inversiones, crecimiento. Mientras tanto, quienes nos paramos en la vereda de enfrente somos señalados como urbanos o sectores poco familiarizados con la realidad que nos acontece. Lo cierto es que en medio quedan los cerdos cosificados bajo términos como “madres”, “cabezas” o “toneladas” que, por supuesto, no tienen ni voz ni voto.

La oposición a este acuerdo tiene una fuerte raíz en las consecuencias sociales y ambientales que podría traer para la región: el hacinamiento que implican 12.000 animales en una fábrica industrial porcina puede promover la aparición de nuevas enfermedades, su propagación y posible transmisión a seres humanos; un consumo de 1.500.000 litros de agua al día en cada uno de los establecimientos productivos; 17.000 hectáreas por establecimiento destinadas a la siembra de soja y maíz, lo que podría implicar también un mayor avance de la frontera agropecuaria y, por tanto, un incremento de la deforestación y los desmontes -que ya arrasaron con el 70% de los bosques nativos del país-; la generación de efluentes altamente contaminantes para el agua y el suelo; el incremento en la emisiones de gases de efecto invernadero provenientes del sector, aún teniendo en cuenta que según el Inventario de Gases de Efecto Invernadero de Argentina 2017, la agricultura, ganadería, silvicultura y otros usos de la tierra son responsables del 39% de las emisiones nacionales; entre otras.

Conociendo lo que sucedió en el país asiático durante 2018 y 2019, y pese a todo lo ya mencionado, se sigue considerando avanzar en este proyecto que, por lo pronto, tiene como fecha de firma el mes de noviembre del corriente año.

El desafío post pandemia A la luz de los hechos recientes, no debemos perder de vista que el crecimiento exponencial de la población y la consiguiente demanda de alimentos, bienes y servicios ha acentuado la continuidad de un modelo productivo cuya base es el consumo de alimentos con proteína animal y monocultivos, además de una sobreexplotación de los recursos naturales locales, regionales y mundiales. Las prácticas devastadoras, necesarias para sostener tal modelo, ponen en peligro a todas las especies –seres humanos, inclusive- y degradan los bienes naturales comunes a tasas impensadas.

Con las cartas sobre la mesa y teniendo en cuenta todas las implicancias directa e indirectamente relacionadas, el debate debe ser aún más profundo porque, al fin y al cabo, este acuerdo es un símbolo que debería poner bajo la lupa la moral y la ética de los seres humanos como especie. A la

“Al fin y al cabo, este acuerdo es un símbolo que debería poner bajo la lupa la moral y la ética de los seres humanos como especie.”

vez, debería propiciar las condiciones para que se dé una discusión que a nivel nacional -y mundial- sigue sin ser abordada en profundidad: la reconversión del sistema agroindustrial y alimentario, y la transición hacia una alimentación agroecológica basada en plantas que, lejos de ser menos rentable, permitiría proveer de alimentos sanos, nutritivos, orgánicos y libres de agrotóxicos a un aproximado de 125 familias por hectárea sembrada según estimaciones de la Unión de Trabajadores de la Tierra.

El punto de inflexión al que hemos llegado debería ser concebido entonces como una oportunidad de evolución en la que podamos posicionarnos desde otro lugar y repensarnos como humanidad hacia el futuro; una oportunidad en la que se discuta el modelo de país - y de mundo- que queremos, contraponiendo dos paradigmas totalmente distintos: uno insostenible, cortoplacista, que no ha dado resultados positivos y lejos está de concebirse como justo e igualitario, y uno sostenible, sano, autosuficiente, colaborativo, circular, con una visión integral a largo plazo que rompa con las falsas dicotomías y persiga el bien común para todas las especies que coexistimos en el planeta.

Equipo de Ecohouse

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