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Derechos para los demás animales: una lucha jurídica pero también política

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El movimiento animalista por la liberación de los demás animales, y la ciudadanía, miran muchas veces al derecho desde dos posiciones antagónicas: escepticismo u optimismo desmesurados. Por un lado, quizás basados en experiencias negativas, o bien debido a ciertas posturas teóricas, algunas personas ven en el derecho sólo un instrumento para legitimar injusticias. En el caso de los demás animales, esta injusticia sería la perpetuación del especismo. De otra parte, muchos consideran que el derecho es la herramienta por excelencia para lograr los cambios sociales deseados. Por ello, el problema del especismo se acabará, simplemente, cuando los animales dejen de ser considerados cosas y sean reconocidos como sujetos de derecho. O, en otra variante de este optimismo, cuando el derecho por fin penalice severamente ciertos actos contra los demás animales. Por supuesto, estas dos posturas se sostienen a veces de a ratos y las personas saltan de una a otra según el asunto que estén considerando y sus preferencias teóricas. Sin embargo, la cuestión es un poco más compleja y matizada que estas formas de pensar en torno al especismo y su relación con el derecho.

Me interesa, entonces, presentar aquí algunas ideas sobre el derecho y su lugar en sociedades especialmente complejas, como la nuestra, que tienen problemas típicos de todas las sociedades latinoamericanas. Estas ideas, a su vez, mostrarán la necesidad de pensar estrategias jurídicas que estén acompañadas de acciones de corte estructural o político. Esto es algo que el movimiento animalista sólo recientemente está haciendo. No obstante, aún está lejos de articular la dimensión del cambio individual y el cambio político.

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Y ello no sólo por las dificultades que esto implica sino porque, además, también a nivel teórico la cuestión animal como tema político da recién sus primeros pasos. En este sentido, en este artículo parto del presupuesto de que el activismo y la academia se nutren mutuamente de ideas y que es muy importante que la comunicación sea lo más fluida posible entre ambos campos. Por ello, exploraré esta necesidad de agregar la dimensión política a la lucha por la liberación animal en este trabajo. Y la relacionaré con uno de los más resonantes casos del último tiempo, el proyecto del gobierno nacional para instalar mega granjas porcinas. Pero, primero, me referiré a la cuestión del derecho como herramienta de cambio en sociedades latinoamericanas.

El derecho entre el escepticismo y la esperanza

Ahora bien, en relación con estas dos posiciones sobre qué esperar del derecho, cabe destacar que aquí me referiré a ellos de forma simplificada. Es preciso aclarar, además, que éstas representan cierto sentido común que, a la vez, tiene su reflejo teórico en el campo académico. La primera de ellas, como mencionara, hace alusión a ciertas ideas muy escépticas respecto de qué es el derecho y qué se puede esperar de éste. Así, es muy común escuchar voces que sostienen que el derecho es especista, que sólo sirve para defender los derechos de los humanos y, que, en suma, el derecho opera como un legitimador social de la opresión contra los demás animales. Préstese atención a la frase que resume mejor esta postura: “el derecho es especista”. La segunda postura optimista y esperanzada, puede resumirse en dos posiciones emparentadas. La primera es cierta idea de que el derecho protege a los demás animales y que lo que parece evidentemente injusto está prohibido por el derecho. Y que hay toda una serie de instituciones y actores legales que trabajan persiguiendo estas acciones aberrantes. Claro que, cuando las personas que creen esto intentan hacer una denuncia o se enteran de algunas prácticas legales, se indignan y desilusionan. En segundo lugar, también desde este optimismo se hacen reclamos de cambios legislativos, sobre todo en materia penal. Se suele creer que, si se logran tales o cuales cambios en las penas por ejemplo, entonces se habrá terminado con el problema referido. Y toda la cuestión parece limitarse, entonces, a conseguir una reforma legislativa. Por supuesto, para quienes trabajamos en el campo del derecho, estas posiciones de los y las activistas por los derechos animales no reflejan de manera precisa nuestras experiencias e ideas. Por un lado, incluso desde teorías como las críticas, en que el derecho se asume como parte de las herramientas que legitiman la opresión, se concede que puede tener un potencial liberador.

“El derecho se asume como parte de las herramientas que legitiman la opresión, se concede que puede tener un potencial liberador.”

Incluso más, muchos autores admiten que, a pesar de todo, el lenguaje de los derechos es muy importante y luchan por el reconocimiento jurídico de sus posturas. Por ejemplo, en este sentido, se pueden explorar las posiciones de autores nacionales como Carlos Cárcova o bien, a nivel internacional, de Patricia Williams y su discurso de reivindicación del lenguaje de los derechos para la comunidad afroamericana en eeuu. Además, incluso los escépticos más acérrimos del sistema jurídico aceptan trabajar dentro de éste porque reconocen que, al menos por ahora, las resoluciones judiciales y las leyes tienen mucho peso. En cuanto a la postura optimista, que difícilmente se sostenga sin matices luego de alguna experiencia en el campo legal, sigue firme como ideal de muchos y muchas profesionales del derecho. Y se expresa en batallas legales en tribunales y cuerpos legislativos y en la afirmación de la existencia de una relación estrecha entre el derecho y ciertos principios de justicia como la igualdad .

Ahora bien, estas dos posturas extremas, deben confrontarse con la realidad latinoamericana. Así, en nuestra región, el derecho cumple una función social que a veces se ha criticado denominándola “fetichismo legal”. Dado que muchas otras instituciones de igual importancia no funcionan adecuadamente, se espera que el derecho resuelva los problemas sociales que afrontamos. Entonces, lo que la educación, una buena organización estatal, un orden social justo que no deje en los márgenes a importantes sectores de la población humana -y animal-, por mencionar algunas cuestiones, no logran, se espera que sea alcanzado a través del derecho. Y eso hace que el fetichismo legal se exprese en la proliferación de leyes que pretenden mágicamente resolver problemas. Llegamos así a la segunda característica central de nuestro derecho: en nuestro país, como en otros de la región, la distancia entre la letra escrita y el cumplimiento del derecho es enorme, por decir lo menos. Entonces, quienes luchan por el reconocimiento de derechos de diversos tipos suelen pelear, duramente, por su consagración legal. Pero esto no es todo, luego se enfrentan a la batalla diaria de lograr que esas leyes se cumplan. Y, para eso, deben gastar tiempo y recursos en sede judicial.

Sin embargo, este recurso al derecho, que se critica con la mencionada denominación de “fetichismo legal”, no debería ser desdeñado tan rápidamente. Pero tampoco de-

“El fetichismo legal podría re-interpretarse, en contextos latinoamericanos, como la imperiosa necesidad de lograr el reconocimiento simbólico de que determinadas situaciones son inaceptables”

bería confiarse únicamente en el derecho. Así, el impulso por las reformas legislativas y las luchas en sede judicial deberían leerse como una forma de tomarse en serio el derecho en sus diversos sentidos. Por ejemplo, la idea del derecho como esa construcción social que establece reglas que permiten resolver conflictos y sentar las bases de una organización justa, con una constitución escrita que garantice derechos fundamentales, es una idea valiosa. Presionar por la sanción de leyes o reformas que cambien la forma en que nos relacionamos con los demás animales, sea por medio de la sanción penal o de otras formas como las reformas constitucionales o la sanción de leyes especiales, son formas trascendentes de la lucha por la liberación animal. Asimismo lo es el recurrir a tribunales para hacer valer derechos violentados. Y también para impulsar nuevas interpretaciones del derecho, alentadas por los cambios sociales, como se puede ver en el caso Sandra.

El fetichismo legal podría re-interpretarse, en contextos latinoamericanos, como la imperiosa necesidad de lograr el reconocimiento simbólico de que determinadas situaciones son inaceptables.

No obstante, estas estrategias legales, como podemos aprender de otras luchas sociales en Latinoamérica y Argentina, nunca pueden darse de forma aislada. No sólo porque entre el derecho escrito y la práctica hay un abismo sino porque el derecho es un componente más de la sociedad. A pesar de nuestro deseo -salvo que seamos completamente escépticos-, consciente o inconsciente, de que haya algo así como una instancia a la que recurrir para reparar los males y ordenar la sociedad y que depositemos esas ansias en el derecho, esto no es así. El derecho es el terreno en el que se disputa, justamente, quién tiene

derecho a qué. Y, en nuestro caso, quién es un quién y no una cosa. Y esta lucha es, entonces, no sólo jurídica, sino política. Es decir, se trata de establecer quién es parte de nuestra comunidad: quién tiene derecho a pertenecer a ella, hacer valer derechos de diversa clase y recurrir a tribunales eventualmente. El derecho consagra luego esta cuestión política. Por ello, cualquier estrategia de reconocimiento de los derechos de demás animales necesita conjugar ambos aspectos: el legal, en que se tratará la protección de derechos individuales, y el político, en que se buscará discutir quiénes integran nuestras comunidades. Al fin y al cabo, no hace falta mucha perspicacia para comprender que nuestras comunidades son inter-especies.

De la dimensión individual al cambio jurídico y político. El caso de las granjas porcinas El derecho refleja posiciones morales. Estas posiciones pueden ser las de una mayoría social en un tiempo dado o bien pueden consagrar posturas convenientes para un grupo social. Una posición moral, para decirlo de forma muy simplificada, implica una razón última -es decir, que desplaza cualquier otra razón, como una de conveniencia- sobre cómo actuar frente a un conflicto de intereses fundamentales. Se consideran intereses fundamentales todos los que permitan llevar adelante una vida que valga la pena ser vivida (de nuevo, esto es una simplificación obligada por la naturaleza y extensión de este texto). A la vez, también las posiciones morales definen quién puede tener intereses. Aunque ahora nos parezca una obviedad que todos los miembros de la especie humana -nacidos, porque no hay acuerdo sobre el aborto, por ejemplo- tienen intereses y que no es correcto discriminar entre humanos por razones de género o raza, no siempre fue así. En el caso que nos ocupa, el rechazo del especismo es una posición moral que indica que todo ser vivo que tenga intereses, es decir, que sea sintiente, debe ser considerado moralmente. No tener en cuenta sus intereses es una forma de discriminación injustificada que, en términos legales, se refleja en el hecho de ser considerados cosas a nivel civil, por ejemplo. Así, podemos ver cómo el derecho se relaciona con la moral al consagrar una posición por ahora dominante respecto del estatus de los demás animales . A esto hay que sumar otra cuestión respecto de la moral. La moral pretende dar respuestas de qué debemos hacer (o no hacer) cuando nos enfrentamos a un conflicto entre nuestros intereses y los intereses de otro. Como vimos, el derecho puede receptar o reflejar estas ideas morales. Pero, para hacerlo, primero atravesó una instancia previa que es la política. Esta discusión política también tiene una dimensión valorativa, es decir, que refiere a la pregunta de cómo sería una organización social justa. Así, estamos frente a una tríada que ya autores como Carlos Nino reconocieron en su importancia fundamental: derecho, moral y política. El puente entre el derecho y la moral es la política.

“El puente entre el derecho y la moral es la política.”

Como dijera al principio de este trabajo, el animalismo o la lucha por la liberación animal centra sus esfuerzos en la dimensión individual, es decir, en la dimensión moral. Frecuentemente apela a la cuestión moral de los intereses, de la fundamentación de los derechos (morales) y de la necesidad de comportarse moralmente respetando los intereses de todos los animales sintientes. Y como, afortunadamente, el derecho no nos obliga sino que sólo permite las prácticas especistas, mucho esfuerzo se pone en convencer a las personas humanas de que abandonen sus prácticas de explotación.

Y, a nivel jurídico, muchas estrategias legales están orientadas a discutir estos fundamentos últimos de los derechos. Por eso, casos como el de Sandra y Cecilia, pero también una enorme cantidad de trabajos académicos, discuten quién puede ser persona en términos legales y cómo de ello se sigue entonces la discusión de qué derechos les corresponde. Esto es, sin dudas, importantísimo. Que estos fallos existan (así como un conjunto de leyes de dis-

tinto nivel que prohíben ciertas prácticas que reflejan un tosco especismo), ayudan a resquebrajar el especismo predominante de nuestro derecho. Pero, y esto es lo que aparece como novedad en el movimiento por la liberación animal y en la producción académica anti-especistas, es igualmente fundamental abordar la dimensión política. En ese sentido, entonces, es de crucial interés preguntarse quiénes integran o, mejor dicho, quiénes deberían ser reconocidos como miembros plenos de nuestras comunidades y por qué razones. Como decía, es una obviedad que las comunidades políticas tal como las conocemos no son comunidades exclusivamente humanas. Convivimos en el ámbito urbano, y también en el rural o no urbano, con múltiples especies de animales sintientes. Pero nuestro derecho, y nuestras discusiones políticas, no toman en cuenta este dato salvo en términos de especies o de ambiente -y esto, frecuentemente, de forma poco comprometida y para hacer de cuenta que se cumple con la legislación de protección del ambiente-.

Una primera pregunta en términos políticos, entonces, es quiénes componen nuestras comunidades y qué significa esto en términos de derechos legales. En esta línea, la idea de que los demás animales deben ser reconocidos como sujetos de derecho y gozar de la protección de, al menos, tres derechos básicos, a la vida, la integridad física y psíquica y la libertad, no alcanza a resolver la situación de los demás animales. En todo caso, se trata de un primer nivel de la discusión, moral, pero que, para convertirse en derechos reconocidos jurídicamente necesitan de una fundamentación de tipo político. Si los demás animales son sujetos de derecho eso significa que esos derechos deben ser realizados en términos prácticos y políticos en un territorio estatal específico (por ejemplo, identificando al animal no humano en cuestión para poder garantizar estos derechos, castigar eventualmente a quiénes no los respeten, etc.). Esto implica que debemos argumentar más allá de las cuestiones morales para pensar en términos políticos. ¿Qué animales sintientes integran nuestra comunidad y qué significa eso? Como mencionaba, esta dimensión política es nueva en nuestro movimiento animalista y en el ámbito académico. En el último campo, la teoría que ha iniciado esta discusión fue elaborada por Donaldson y Kymlicka y publicada en su obra Zoopolis. Una teoría política para los derechos de los animales . Donaldson y Kymlicka señalan que la teoría tradicional de los derechos de los animales tiene límites importantes por dos razones. La primera es que se ha concentrado sobremanera en los derechos negativos. Esto es, en los derechos básicos que mencionara que requieren, simplemente, la abstención de dañar. En segundo lugar, la teoría tradicional de los derechos de los animales presupone una distinción irreal entre los espacios para los humanos (las ciudades) y los espacios para los animales no humanos (la “naturaleza”) y, por ello, distingue entre animales domesticados y los animales salvajes. Los animales domesticados, según algunas posturas, deberían dejar de existir porque sus vidas no valen la pena. Al ser un “producto” de los humanos, sus vidas nunca podrán ser buenas porque dependen de los seres humanos para sobrevivir. Así, la única forma de reparar las injusticias que hemos cometido al domesticarlos es provocar su extinción. En cuanto a los animales salvajes, sólo basta con dejar de dañarlos (por ejemplo, dejar cazarlos). Pero la cuestión animal es mucho más compleja, como ellos mismos señalan.

En el caso del proyecto de acuerdo con China para instalar mega granjas de cerdos en nuestro país podemos ver los límites del enfoque moral y del jurídico tradicional. No caben dudas de que comer animales es incorrecto moralmente. Pero no basta con decir esto. Y para consagrar los derechos básicos y negativos para esta especie domesticada necesitamos mucho más que argumentar que son animales sintientes, que sus intereses importan igual que los de nuestra especie porque la especie no es un dato mo-

ralmente relevante: lo que importa es que alguien tenga intereses, es decir, que sea sintiente. Sin embargo, para que esto sea un derecho reconocido en términos legales falta discutir la dimensión política. ¿Por qué deberíamos reconocer a estos animales, los cerdos puntualmente, en tanto sujetos de derecho? Una respuesta política es que los cerdos forman parte de nuestras comunidades y lo hacen porque los humanos los hemos hecho formar parte de ellas por las peores razones posibles: para explotarlos. Entonces, ahora están aquí y no hay una “naturaleza” a la que puedan volver. Es decir, no se los puede “liberar” pero sí hay que reparar la injusticia cometida (no sólo la inmoralidad de comerlos sino la injusticia en términos de relaciones inter-especies). La forma de hacerlo es reconocerles los derechos básicos o fundamentales y, además, su pertenencia a nuestras comunidades. Es decir, reconocerles la ciudadanía. Y ello significa que tienen derecho a permanecer en nuestro territorio, derechos positivos como la salud y la socialización y, además, el derecho a que se protejan sus vidas.

Una forma en que el movimiento animalista, en el caso de los cerdos, abrió el debate político es movilizándose públicamente y mostrando que son muchos los y las ciudadanas que consideran moralmente reprochable explotar a los demás animales y que sostienen que tienen derechos. Pero eso no es suficiente. Es necesario mostrar que los animales, en este caso, los animales domesticados, también son miembros plenos de nuestras sociedades. Y que, si se reparara el daño causado integrándolos plenamente a nuestras sociedades, podremos empezar a convivir con ellos y aprender de sus formas de interactuar y relacionarse. De hecho, esto es algo que ya estamos haciendo con perros y gatos, por ejemplo. La teoría de Donaldson y Kymlicka explora en extenso qué significa ser un ciudadano y amplia las fronteras del sentido común, y de ciertas teorías políticas, que ligan la ciudadanía exclusivamente a la capacidad de participación racional expresada en el uso del lenguaje humano articulado. Y lo hacen por medio del empleo de las teorías de los derechos de los niños y de los derechos de las personas con discapacidad. Aunque aquí no puedo detenerme en estos detalles, creo que basta mencionar que las experiencias de santuarios y personas que conviven con cerdos respetando su calidad de sujetos de derecho, son un gran ejemplo de lo que implica reconocer su pertenencia política a nuestras comunidades inter-especies.

En suma, tanto el movimiento por la liberación animal como el campo académico anti-especista necesitan sumar a la dimensión moral, que en el caso del derecho se liga a la fundamentación de los derechos básicos y a la discusión de quién debe ser considerado sujeto de derecho, la dimensión política. Y esto no sólo en la forma de movimiento social que hace presión para consagrar reformas legislativas diversas o que recurre a los tribunales y que muestra su peso en términos de cantidad de personas que adhieren a esta posición moral. Sino, además, en función de articular argumentos y razones que pongan de relieve lo que es a todas luces evidente: que vivimos en una comunidad que es inter-especies. Ya hay algunos buenos ejemplos de esto. La pelea por las campañas de castración masiva de perros y gatos y el pedido de hospital veterinario es una manera de pelear por la salud, un derecho positivo, de este grupo. Y de reconocer su pertenencia a nuestra comunidad (incluso aunque se utilicen argumentos favorables a los intereses humanos, como el de la transmisión de enfermedades zoonóticas). También es interesante ejemplo de esta nueva forma de discusión el movimiento contra los zoológicos. Y el caso de las granjas porcinas, por supuesto. El movimiento animalista ha sido central, aunque no se lo reconozca, en la oposición a este proyecto. Falta mucho por recorrer, pero el cambio está en marcha. El siglo XXI será el siglo de los demás animales.

“El siglo XXI será el siglo de los demás animales.”

Silvina Pezzetta

Doctora y post-doctora en Derecho (unr), Investigadora Adjunta conicet, profesora de ética animal en la facultad de Derecho, uba.

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