58 | REVISTA VOZAL
El derecho a la terraza
Por: Laura Rodríguez Asociación Benkos
Llevo más de veinte días habitando un espacio cerrado. Un espacio que me atrevo a llamar MI casa. Aunque tengo ganas de salir a callejear, cantinear, caminar, encontrarme con otros, quiero contarles que he estado a gusto en este pequeño pedazo de tierra. Esta casa, que mucho tiempo vi como una casa más, es resultado del trabajo de mi abuelo materno. El abuelo José fue mensajero de banco. Recuerdo que él tenía un montón de muñequitos con forma de pepa de café.
Mi mamá me contó que, aunque varias veces le ofrecieron asumir otro puesto, él nunca aceptó porque disfrutaba su vida de mensajero. Hacía sus diligencias rápidamente y después tenía tiempo libre. Nunca quiso un horario fijo. Con su sueldo de mensajero compró varias casas que luego heredamos diferentes miembros de la familia. A mi hermana y a mí nos correspondió una casa vieja en el sur de la ciudad. Una casa oscura, con disposiciones espaciales extrañas, pisos de madera y con un montón de historias familiares que parecen hacer parte de la humedad que la carcome.
En medio de esas viejas paredes me resguardo y empiezo a darme cuenta de que esos ladrillos resultan abrigadores. Lo más bonito de la casa es que tiene terraza, ese anticuado invento que nos deja ver el cielo. Una plancha –cómo decían los abuelos– con barandas hacia la calle. Un pedazo gris en el que crecen matas que nadie sembró, rodeado de bloques a la vista. Ahora digo con certeza: tenemos derecho a la terraza, a tomar el sol y a sentir la lluvia.
Resguardada en esa casa vieja, que tiene terraza, cuido a mi hija, comparto con mi hermana y espero