Cómo nos toca la guerra. CRÓNICAS. No.16

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Nuestra memoria como colombianos ha marcado lugares con hechos de guerra. Nuestras propias historias se han modificado con giros, a veces grandes y a veces chicos, provocando cambios abruptos y radicales, o tal vez tan lentos que apenas si los percibimos. De lo que no parece haber duda es que la guerra de varias maneras nos atropella, empuja o roza. Así nos lo muestran estas trece crónicas de la decimosexta compilación que compartimos hoy. Son historias en buena parte de enormes sacudones vividos a tempranas edades que

han

tatuado

recuerdos

la vida de sus protagonistas.

y

han

transformado

completamente

Contadas y construidas desde este

presente que no nos ofrece mayores certezas de una mejor realidad, esos

relatos

derivan

en

decisiones

y

devenires

optimistas

que

contrastan con el peso de los miedos y la gravedad de los daños. Gracias a todas y todos por estos testimonios propios y ajenos que nos permiten escuchar, junto con la experiencia de la guerra, voces que también sueñan y construyen nuevos y mejores amaneceres. Los necesitamos.

Flor Edilma Osorio Pérez Mayo 29 de 2015


TABL A DE CONTENIDO

AHÍ VIENE L A PERR A

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CAÑOEDIONDO

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EL DÍA QUE EL VIENTO SE LLEVÓ

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NAZARETH EN MEDIO DE L A GUERR A

UN DESPERTAR

8 L AS BOTAS

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32 ESA GENTE NO ER A PAR A CHARL AR

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25 HACIENDO DE TRIPAS COR AZÓN

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SIN PERDER L A ESPER ANZA

LA INCERTIDUMBRE

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UNA DE TANTAS VECES

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ESTA GUERR A QUE VIENE Y VA

UN DÍA DECIDÍ IRME

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Cómo nos toca la guerra. No. 16

¡

Ahí viene la Perra! decía Perra Loca. La perra era la Flota Santafé, esa empresa de buses que siempre había acompañado a los pobladores de San Juan de Ríoseco, en el occidente de Cundinamarca y que lleva pintada una gacela, por lo que siempre se le llamó los buses de la perra.

Perra loca era Germán, un joven –ya casi adulto– huérfano de siempre, criado por doña Antonia y don Bonifacio. Doña Antonia, era una viejita casada con don Bonifacio pero no había sido madre, era una viejita con plata, que compraba piernas enteras de cerdos y mientras disfrutaba comiendo lloraba pensando cómo pagarle al carnicero… En fin, gente de mi pueblo.

AHÍ VIENE L A PERR A Cuando Germán, Perra Loca, gritaba ¡ahí viene la perra! era porque el bus se avistaba a lo lejos, más exactamente en la Rioja, y entonces los pasajeros se alistaban, pues debían salir corriendo por los caminos, para hacerle la varada al bus. Esa escena para mí era muy motivante, -claro, sólo las dos veces que me llevaron a Zetaquira en Boyacá-. Pero hubo veces que sencillamente fue desgarradora, pues las cosas sucedieron así: No entendía porque me pusieron a pelar papas y a desgranar mazorcas para los envueltos ese día en la tarde noche, creo que era un viernes. Mi mamá hacía sus cosas, muchas cosas. Al otro día, ella se levantó muy temprano, como a las cuatro de la mañana, empezó a

cocinar los envueltos y hacer el caldo de papa. Entonces se levantaron mis hermanos, los que hoy llamo Pachito, Ahijado y el Abuelo. Daban vueltas, yo no entendía por qué estaban ansiosos. Uno le decía al otro: ¡Haga bien el perro! ¿Pero, y que ese eso del perro? me preguntaba yo. También le decían a Pachito: cuando lleguemos al Vanguardia tiene que agacharse en la registradora y meterse en el avión detrás de los bultos.

Y entonces el mediodía llegó. El almuerzo se sirvió a la mesa. Pero este no era un almuerzo normal, algo pasaba. Mi mamá estaba silenciosa. A pesar que el almuerzo estaba rico, no sabía bien.

Algo pasaba. Y entonces las tres de la tarde llegaron. Mis hermanos levantaron las maletas. Al hombro se subían tulas llenas de jabones; crema dental; pastillas por si algún dolor y, sobre todo, para aliviar el paludismo; botas de caucho “venus” llanera y, muchos, muchos escapularios de esos que en un cuadrito esta la Virgen del Carmen y en el otro el Divino niño Jesús, de esos que el cuadrito de la virgen dice: ¡Ruega por nosotros!, y el del niño dice: Yo reinaré.

Y entonces salimos a la carretera, nos sentamos en un muro, y escuché el grito: ¡ahí viene la perra! y efectivamente el bus llegó. Le hicieron la varada, y mis hermanos -en ese tiempo mis hermanitos- subieron a

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CRÓNICAS él, no sin antes aferrarse a mi mamá y a mí, como se aferra el marinero que presiente que en el inmenso mar va a desaparecer, pero ese inmenso mar para ellos no era de agua, sino de selva.

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Y en medio de mi confusión la flota arrancó e inmediatamente vi brotar de los ojos de mi madre gotas de llanto que una tras otra se fueron convirtiendo en un diluvio. ¿Qué pasaba? ¿Por qué mamá estaba llorando? ¡Era tan difícil controlar su llanto! Y así el otro día llegó, la casa estaba sola, mi mamá y yo éramos pocos para la casa, que tan escasa de lujos y adornos sí tenía mucho de espacio. Y así fueron pasando los días. No sabía nada de mis hermanos, sólo sabía que debían ir muy

lejos, que su ruta era primero a Bogotá, luego a Villavicencio, y que este primer tramo lo debían realizar después de las dos de la mañana, pues antes no se podía porque estaban construyendo la vía al llano, por lo que permanecía cerrada la mayoría de tiempo; que luego iban al aeropuerto Vanguardia y de allí tomaban un avión, avión de carga, viejo, sin sillas y desbaratado. Este avión los llevaría hasta algún lugar del sur donde debían tomar una lancha que le llamaban taxi 15 y que, luego de tres horas por un río, debían desembarcar y caminar durante diez horas por entre la selva húmeda hasta llegar al punto de trabajo. Para mí todo era confusión, ¿cómo va hacer este recorrido mi hermanito Pacho, si apenas tiene quince años? Pero bueno, fui

asumiendo que debía ser el hombre de la casa. ¡Perdón! ¿Hombre de la casa un niño de diez años? Si. Así me dieran aún la sopa fría para que no me quemara y me advirtieran que soplara, yo era el hombre de la casa.

Y los meses fueron pasando y la soledad con mi progenitora nos empezó a unir más y más. No sabíamos nada de mis hermanos, no sabíamos cómo estaban, ni cuándo iban a volver. A pesar de sentirme ‘el rey de la casa’ todas las noches me dormía en el seno de mi madre. Y entonces una noche, cuando dormíamos profundamente, al menos yo, desperté sin poder respirar, con una mano de mi mamá que me tapaba la boca. Cuando hice el primer movimiento brusco, ella me susurro al oído: ¡quédate quietito, están en el patio! Efectivamente

PEDRO RUÍZ. Vendedores Ambulantes.


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hice caso, pero quedé perplejo. Escuchaba botas y ruidos como si partieran palos - eran los fusiles- no hablaban, pero secreteaban. Tarzán, el perro de la casa, ladraba amedrentado, asustado, alejado. Se escuchaban chasquidos. Y por más de una hora estuve quieto, como si estuviera jugando congelados. Después de un rato se fueron. Yo pude volver a dormirme, no sé si mi mamá también lo hizo. Al otro día el patio parecía un basurero, había barro de ese que se desprende de las botas y que quedan con forma de la suela. Estaban regadas todas las cáscaras de un racimo de bananos totalmente maduro que estaba en el patio. Además había sobres como de comidas empacadas. Realmente el susto fue muy fuerte, tanto que a la otra noche me dormí, como todo

niño lo hace, profundo, pero cuando desperté al desplegar mi mano al otro lado de la cama, me di cuenta que mi mamá no estaba, el susto fue tan fuerte que quede sentado. Vi la puerta abierta que dejaba entrar la luz de la luna y la sombra que hacían las matas de plátano. Entonces salí corriendo y gritando desesperado. Pensé que se habían llevado a mi madre. ¡Bendito Dios! ella estaba arreglando algo en la cocina, y para no despertarme no había prendido la luz. El impacto de la sensación fue tan fuerte que aún hoy, después de veinte años me levanto en la noche, dormido, preguntando por mi madre y pensando que algo le ha pasado. Y los meses seguían pasando. En esos meses que pasaban, un día en la escuela la jornada no fue normal. Al menos para mí.

Pues yo había sido elegido por la profesora Lucía y el profesor Julio, para traer la leche de donde don Jorge Roldán. La finca no distaba mucho de la escuela pero los perros eran bravos, pero bueno no había lío, lo importante era traer la leche y ganarme la moneda de cinco pesos que daban de reconocimiento. La moneda era de esas grandes que traían a Policarpa Salavarrieta en una de las caras. Salí corriendo por el cafetal, pues debía regresar rápido, para tomar la bienestarina y alcanzar a jugar micro un rato. Iba tan rápido que no levantaba la cara, sólo la levanté cuando me estrellé con algo o mejor con alguien. Era un hombre, alto, vestido todo de verde, pero un verde como habano, mechudo y con una maleta cuadrada a la espalda y un arma en

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CRÓNICAS

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sus manos que atravesaba los brazos. La frenada fue en seco. Y entonces al mirar las matas de café, vi que cada mata estaba escoltada por un hombre de iguales condiciones. Escuché su voz diciéndome: ¡Ha visto al ejército? ¿Ha visto algo raro? ¿Quién es su papá? La voz era amable, tranquila, convincente. A pesar de ello lo único que me acordé de decir, era no, no, no y Marcos. Por lo que me increpó ¿Qué es eso? Y respondí: No he visto el ejército, no hay nada raro y mi papá se llama Marcos. Salí corriendo, no sé cómo el temblor de mis piernas me permitió correr. Fui por la leche, no dije nada en la finca, al regresar pensaba si debía ir por el mismo camino, si debía contar en la escuela o no. Pues no hubo necesidad de contar. A pesar de que tomé otro camino, al llegar a la escuela al único que estaban esperando

era a mí, para decir que la jornada había terminado y que por razones, sin razones, debíamos irnos inmediatamente a nuestras casas. Pasado este día, vino el fin de semana, un fin de semana diferente, pues había fiesta en el pueblo. Igual era plena cogida de café, eso significaba plata, rumba y trago. Ese domingo mi mamá quería ir al pueblo, pero decidió que no, no me iba a dejar solo, éramos amigos y por eso se quedó. Al llegar la noche, ahí en esa hora en que las gallinas buscan el gallinero y que el sol ya se ve a lo lejos, escuché como un aplauso, algo raro. Todo estaba en silencio -cosa que no era rara pues en el campo a toda hora hay silencioluego volví a escuchar otro ruido, como un estallido. Y luego uno y otro y otro y otro. Mi mamá corrió, me metió debajo de la cama,

se escuchaban cerca tiros y tiros de fusil, granadas, bombas. Era un infierno, era un desastre. Todo se escuchaba muy cerca a la escuela y efectivamente allí fue donde quedaron tirados más de siete cuerpos. Lo único que coincidimos en decir con mi madre era, menos mal no se fue, sí, menos mal no me dejó solito…

Y siguieron pasando los días. Pero por allá cuando corría el octavo mes, una mañana cuando era muy temprano aún, cuando apenas se sentía el olor del tinto, vi algo lindo, emocionante. El bus que pasaba a primera hora para San Juan y que venía desde Bogotá, se detuvo frente a la casa de don Adán y vi a tres personajes descender del vehículo. Eran Pachito, Ahijado y el Abuelo ¡Que felicidad! ¡Mamá llegaron mis hermanitos, mírelos,

son ellos! Mi mamá corrió, pero no para donde ellos, sino para la cocina, ya no había que poner una olla pequeña, había que poner la olla grande e ir echándole vista a la gallina más gorda, porque ésta es la forma de celebrar. Todo era felicidad. Ellos, sin duda no eran los mismos, venían flacos, cansados, ojerosos pero con ilusiones, -aun creo que sus ilusiones eran vernos-, y sus sueños se hacían realidad. Sus manos venían con cicatrices, el rostro con manchas, el sol había hecho mella en ellos, el paludismo también. Pero eso sí, traían plata y harta. Y los perros que habían armado, -sus maletas- venían vacías, con nada de lo que habían llevado y muy poco de lo que habían conseguido.


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Y los planes no se hicieron esperar. Había que ir a la gran ciudad, a comprar mercado, mucho mercado y ropa. Ellos compraban de la mejor marca, en ese momento Manpower, todo era de esta marca: las botas, camisas, correas. A mí me regalaban los tarritos donde venían los calzoncillos para que yo jugara. La felicidad era muy grande, volvimos a jugar micro con mis hermanos, sobre todo con Pachito. Me llevaban a piscina y ¡claro! cómo no iba aprender a nadar con semejantes profesores que habían atravesado el caudaloso río Vaupés nadando. Y yo dentro de mí hacía planes de jugar, de aprender con ellos. Y fui preguntando por qué se van a esos lugares. Me decían que a ganar plata, porque en San Juan no había nada que hacer. Un jornal de cinco mil pesos no era nada

comparado con uno de esas tierras que llegaba hasta los setenta mil pesos, que trabajar en el agro del pueblo no era nada rentable -¡ja como si hoy si lo fuera!- Les entendí que ellos se iban y sacrificaban todo, su salud y su felicidad porque necesitaban ganar plata. Pero la felicidad duró poco. Después de como tres semanas, otra vez la tristeza volvió, otra vez armaron perros, otra vez mi mamita triste y otra vez el grito de Germán, ¡ahí viene la perra! Volvieron las semanas solos con mi mamá; las navidades solos y tristes; los fines de año y cumpleaños solos; los ataques, las emboscadas y sustos a todo momento. Algo me martirizaba y era que seguía creciendo y el próximo en ir a esas tierras debía ser yo, pues

era tradición que lo que hacen los hermanos mayores lo sigue haciendo el menor al alcanzar la edad. Fui entendiendo que ellos iban a ganar plata y a sobrevivir por medio de la raspada de una mata que decían era mágica. Fui entendiendo que algo tenía que cambiar, alguien debía cambiar. Y entonces en esos giros de la vida, que pueden suceder tan rápido como la velocidad de la luz, y que pueden marcar la vida para siempre, que pueden cambiar el norte del mapa, entendí que la vida pende de nada, y decidí hacer lo que ellos no hacían. Decidí estudiar.

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CRÓNICAS

EL DÍA QUE EL VIENTO SE LLEVÓ

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ranscurrían los días del mes de junio de 1996 y mi padre ejecutaba un proyecto de construcción de unidades sanitarias en varios municipios del departamento de Santander, entre ellos, San Joaquín y Onzaga de la provincia comunera y, Concepción, en la provincia de García Rovira. Allí operaba el octavo frente de las FARC posesionado del páramo de Guina en Onzaga y los paramilitares en el páramo del Almorzadero en el municipio de Concepción.

pero en el transcurso del viaje el jeep se varó pues las vías intermunicipales no son las mejores. Esta demora ocasionó un disgusto al comandante y al llegar al medio día al sitio de la cita, él ordenó que se quedaran los ocupantes y el conductor fuera a prestar un servicio de transporte a otros militantes que tenían otra misión. Lo que el comandante desconocía era que el conductor era mi padre y eso agudizó todavía más el disgusto del jefe guerrillero.

Con mi madre fuimos de visita de vacaciones para acompañar a mi padre en las labores diarias. Por aspectos del contrato mi padre fue citado por el frente octavo de las FARC al páramo de Guina, para informar sobre el manejo de un supuesto anticipo de 200 millones de pesos,

A las 3 de la tarde regresó mi padre con el carro al sitio de la cita y lógicamente la reacción no se hizo esperar. Primero por el incidente del atraso. Y segundo, porque al presentarle los documentos del contrato y el anticipo, no era las sumas que

de alguna fuente no bien intencionada tenía el comandante, sino 10 veces menos; el contrato sólo era de 50 millones y el anticipo, de 20 millones, lo que frenó las expectativas que tenía el frente guerrillero de pedir la participación del contrato. Estando en esta acalorada aclaración entró un muchacho guerrillero para avisar que el ejército estaba a un kilómetro de la carretera central; efectivamente, al salir al corredor se observaron cuatro camiones del ejército sobre la carretera pavimentada que comunica Duitama con Capitanejo. Se armó el alboroto y la estrategia para empezar combate y el jefe guerrillero se vio obligado a que los visitantes abandonaran de manera urgente la

PEDRO RUÍZ. Ocobo.


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zona en sentido contrario al del ejército, pero antes dio la advertencia a mi padre que debía pagar el 10% del valor del contrato en un plazo de ocho días para poder seguir laborando en la zona.

Quince días después de este incidente, por razones de trabajo, había que visitar la zona del páramo del Almorzadero donde se construían las otras unidades sanitarias. Muy similar al caso anterior, un retén de los paramilitares detuvo el vehículo para interrogar el supuesto apoyo que el contratista estaba haciendo a la guerrilla, lo que significaba que entre los guerrilleros había un informante del ejército y de los paramilitares, pues no se justifica que en tan corto tiempo y en reunión privada la noticia ya fuera de conocimiento del grupo paramilitar.

En tres horas de interrogatorio se logró demostrar que no se había hecho ningún aporte, que había sido una advertencia de la guerrilla diciendo que estarían pendientes para el cumplimiento del contrato. En esta oportunidad mi papá estaba acompañado por nosotros y fuimos víctimas de la angustia por las demoras pues nos pusieron a recorrer el páramo del Almorzadero haciendo mandados a los paramilitares, mientras se tomaba la decisión de qué se iba a hacer con nosotros. Finalmente, en las horas de la noche nos dejaron pasar hacia el casco urbano, no sin antes advertir que mi padre tenía que entregar el 10% del valor del contrato ejecutado en Concepción para poder trabajar en la zona. Eso no solo le sucedió a mi padre sino a todos los contratistas que laboraban en la zona,

afectando la seguridad, el desarrollo social y rural. Lo que tenían en esa época y hasta nuestros días es un negocio, basado en amenazas y exigencias, donde el que paga las consecuencias siempre es la sociedad civil trabajadora. Mi padre me contaba estas experiencias con toda la serenidad que podía mostrar, recordando momentos que yo nunca tuve presente y que el viento se llevó. Me paraliza el pensamiento evocar cómo podría haberse sentido mi madre que es tan nerviosa y la actitud de mi padre protegiéndola. Pero finalmente le doy gracias a Dios porque no pasó nada grave y mi papá lo relataba así para que yo tampoco me angustiara. Es un episodio que pasó y se debe continuar adelante, más cuando se trabaja en zonas rurales. Estos episodios nos vuelven más fuertes.

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CRÓNICAS

UN DESPERTAR Ciudad de Bogotá, 1988-2015

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ací y crecí en Bogotá. Aislada de la realidad de la guerra de mi país. Con esbozos de sus atrocidades provenientes de las noticias sobre la guerrilla, los paramilitares, la droga, la corrupción en el noticiero de las 7; en las clases de historia del país; de ver a los desplazados por la violencia en las calles de la ciudad; de las bombas que en los últimos años han sacudido la capital; de las marchas en la plaza del 20 de Julio… Un mediocre acercamiento a la realidad social del país. Estudié en un buen colegio, rodeada de lindas amistades y de una familia amorosa, donde los acontecimientos más importantes eran las presentaciones de baile, teatro, música y poesía, los partidos de fútbol o

voleibol, las previas, las entregas de calificaciones, las coca-colas bailables y luego los proms. La directora de mi colegio, una señora inglesa de gran corazón, siempre nos llevaba a compartir con niños de bajos recursos económicos, les celebrábamos la navidad, el día del niño… recolectábamos ropa para llevar a fundaciones; allí empecé a entender que no todos teníamos lo mismo y a preguntarme el porqué. En cuarto de primaria leímos el libro “Los hijos de la Oscuridad” de papá Jaime que me generó un gran impacto.

Cuando ya era más grande me enteré que mi abuelo había vendido su finca en el Magdalena por la presencia de paramilitares interesados

en el ducto de gasolina que atravesaba la finca; que el esposo de una tía había llegado a la ciudad como desplazado por una persecución política, su padre era liberal; y que mi papá en su rural había sido llevado a la fuerza por la guerrilla varias semanas para atender a los heridos del campamento. Éstos fueron los primeros eventos que conocí de manera más directa de la guerra que ha vivido el país.

Con el transcurso de los años la competitividad, las expectativas, los sueños se fueron encaminando hacia el ser productivo. Sin embargo, siempre tuve el gran ejemplo de mis papas; mi papá médico y, mi mamá odontóloga, a través de sus historias nos enseñaban a mis

PEDRO RUÍZ. Mangos de Corazón.


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hermanos y a mí, el valor de la vida y el deber de ayudar a otros. Durante mi pregrado hubo un fuerte cambio en mi vida: decidí detenerme, observar y sentir. Detenerse, observar, sentir. Al dedicarme a realizar proyectos con énfasis social en mi pregrado, descubrí aquella verdad que siempre estuvo ahí y muchos ignoran en su afán del “progreso”, en su búsqueda individualista de bienestar. Comprendí la responsabilidad que tenía con aquellos que no tuvieron las mismas oportunidades que yo, decidí pensar y sentir a todos los colombianos y ahí comenzó mi preocupación por enfocar mi carrera, mis proyectos hacia el bienestar común.

Tras salir de la universidad tuve la oportunidad de trabajar con una empresa extranjera de productos orgánicos para la agricultura y fue ahí donde logré conocer la verdadera cara del campo colombiano. Sentí su calidez y su hostilidad. Encontré con dolor los rastros de la violencia en gente amable, sentí miedo por primera vez en mi vida, miedo al horror que tantas personas han vivido, sentí aquellas noticias que ajenamente escuchaba en el noticiero, logré ver por un instante la realidad sufrida por tantos y desconocida por muchos. En pueblos silenciados, con huellas de disparos; en los sitios reconocidos por tragedias; en las historias de las personas de las diversas zonas que pude visitar, para el mercadeo de la implementación de productos orgánicos a los cultivos agrícolas. Estas experiencias perfilaron mucho más mi decisión por ayudar, por ser parte de un cambio. Creo que muchos pueden ayudar; que, como yo, pueden tener la posibilidad de despertar para detenerse, observar, sentir y ayudar.

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CRÓNICAS

L AS BOTAS

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ace ya mucho tiempo que no sé si decir que estamos en un país en guerra o, por el contrario, que ella hace parte de nuestra cotidianidad. Desde que tengo uso de razón he visto asesinatos, muertes de personas que han sido asesinadas por defender sus ideas, o, por el contrario, por estar en el momento que no era. Con esto me refiero a que la vida no siempre nos pone a decidir sobre el lugar donde podemos estar o el lugar al cual queremos ir; en algunos casos solo nacemos en un lugar determinado. En mi vereda usé las botas a los seis años, siempre andaba descalzo. Era muy común entre nosotros andar a “pielimpio” como dicen, era una forma fácil de

caminar y no había que sufrir por lavar las botas. La primera vez que usé un par de botas fue para ir a la escuela. Recuerdo que la profesora Carmen no nos recibía sino teníamos las botas limpias para entrar a la escuela, por eso siempre me las ponía antes de entrar a clase. Ni qué decir de los primeros zapatos que tuve. Eran de mi hermano, como él ya había crecido los zapatos no le servían y me los dieron a mí.

A mi corta edad las botas y los zapatos marcaron mi vida, primero porque en algunos casos ha sido signo de muerte y en otras porque los zapatos han sido signo de ser del pueblo. Yo vivía en una finca donde se producía de todo, incluso muchos de mis amigos

de infancia se criaron conmigo jugando al bus escalera en la plancha de secado del café. Todos los viernes en la finca, mi papá madrugaba a eso de las dos o tres de la mañana para hacer la molienda de caña en la Ramada que había en la finca. Ahí se reunían las esposas, los hijos y los hermanos de las personas que trabajaban en la molienda. Para nosotros, los viernes eran un día de gran emoción, puesto que nos dedicábamos a jugar con gran entusiasmo y alegría con los pocos juguetes que teníamos, sólo jugábamos al “bus escalera” y “escondidijos”. Ese día también era muy importante para mí, ya que mi hermana llegaba del internado del pueblo a visitarnos

PEDRO RUÍZ. Emperador Azul.


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y, siempre que venía, alguna cosa nos traía. Parte de los oficios de la finca era limpiar la cochera de los cerdos antes de irnos a estudiar y moler el maíz, cosa que rotábamos mi hermano y yo. Creo que me empecé a dar cuenta de que algo en mi vida y en mi vereda estaba cambiando, cuando un día estaba moliendo maíz y vi por primera vez que llevaban a una persona amordazada. Unos hombres armados con pistolas y fusiles pasaron por frente mío y de mi madre con un señor con la boca tapada y con las manos atadas; mi madre me miró y me hizo la señal de que no dijera absolutamente nada. La ley en estos casos era decir que nunca se vio pasar a nadie y, en caso tal de que alguien nos llegara a interrogar,

decir que nosotros no sabíamos nada y que no vimos nada. La ley era callar o morir. Mis padres me enseñaron esta norma desde muy pequeño y constantemente me la recordaban. Es más, aún hoy cuando intento narrar esta historia no estoy seguro de poder decir ciertas cosas por miedo a decir aquello que de lo que nunca podré hablar o que por presión nunca voy a volver a recordar. Creo que me di cuenta muy tarde que estaba en la guerra puesto que este no fue el primer muerto que vi en mi vida, sino que fue el único que recuerdo haber visto asesinar. Los hombres que lo llevaban tenían botas de caucho, las que yo solo podía llevar puestas cuando iba a la escuela. Las mismas botas que los hombres de bota y fusil lavaban cuando se quedaba a dormir en la ramada de la

finca y las que luego me regaló uno de ellos. Mis padres se enojaron tanto con el hombre que me las dio, que hablaron con uno de los que lo dirigían y no le permitieron volver a hablar conmigo.

Yo no entendía muy bien por qué esos señores me regalaban botas y me contaban tantas historias y me enseñaban cosas que yo nunca entendí. Pero me di cuenta luego de muchos años, de que me estaban preparando para llevarme a la guerra. Un día en una conversación con mis padres les pregunté por qué muchos de mis amigos de infancia no se habían vuelto a ver. Y fue ahí fue cuando me contaron la historia de que se los habían llevado para el monte, que esos mismos hombres habían querido hacer lo mismo con mis hermanos y conmigo y que ellos se

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CRÓNICAS resistían cada vez que les insinuaban ese tema.

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En mi vereda era muy normal ver los hombres de diferentes colores con las botas pantaneras y con botas de cuero caminar por la finca; todos ellos tenían algo en común, sus armas. Cada uno de ellos cargaba consigo pistolas, fusiles y granadas. Este era un lugar muy estratégico para poder divisar quién se acercaba por su cercanía a la carretera y fácil acceso al río Magdalena que comunicaba con el resto del oriente. Cualquier día mi padre no volvió a la finca. Luego de que mataron al hombre que había pasado atado de manos en frente mío, mi papa no volvió a la finca nunca más. Ese día decidió dejar todo ahí e irse al pueblo a trabajar en una cafetería muy cerca al

hospital. Allí se encontró con la sorpresa de que algunos de los hombres que habían pasado por su finca iban a comprar tinto a la cafetería donde él ahora trabajaba. Por las conversaciones con ellos se dio cuenta de que había un hospital improvisado en una de las casas cercanas al hospital, por lo que creció más su temor y nos empezó a decir que estaba siendo investigado y que en la vereda muchos de los hombres habían preguntado por qué él había dejado de asistir a las reuniones y renunciado al cargo de presidente en la Junta de Acción Comunal. Mi padre vendió su finca y dejó toda su historia atrás. La finca había sido heredada de su padre. Cuando mi abuelo murió, mi padre asumió el control de la finca y con parte de la producción que

realizaba nos mantenía a nosotros y a mi abuela que vivía en la cabecera municipal. Él nunca había sabido lo que era tener que trabajar y cumplir con horarios de trabajo, porque siempre estuvo en su finca cultivando y contratando trabajadores para sacar la producción. Cuando nos desplazamos al pueblo parecía que nos lleváramos con nosotros la guerra. Al poco tiempo de llegar al casco urbano se realizó la primera toma al cuartel de los policías, donde murieron dos guerrilleros y seis policías. Las confrontaciones cada vez se hacían mucho más complicadas, puesto que eran más intensas y todos los días había alguna persona asesinada. En algunos casos la escuela del pueblo tenía que ser cerrada por las tomas que la guerrilla hacia y los asaltos al Banco

Agrario que realizaban a plena luz del día. Mi padre un día cualquiera volvió a desaparecer. Esta vez tuvo que irse mucho más lejos para que la guerra no lo alcanzara. Se fue a Medellín huyendo de varios hombres extraños que andaban preguntando por él. Se rumoraba que estaba en una lista y que lo andaban buscando para asesinarlo por haber colaborado con las guerrillas. Un día cualquiera tuvo que tomar el primer bus que se dirigía hacia la ciudad de Medellín y allí buscar ayuda por parte de algunos de sus familiares, que ya habían migrado hacía la ciudad por culpa del conflicto. Por mi parte, me di cuenta qué era usar zapatos y camisas estampadas. En el pueblo


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ya no podía andar a “pielimpio”; debía usar siempre zapatos y estar bien vestido. Peor aún, cuando llegué a Medellín me di cuenta de que eso que siempre anhelé de la ciudad, como el lugar donde estaba y se encontraba todo, no era sino una simple fantasía.

UNA DE TANTAS VECES

P

rimero de noviembre de 1998. Al salir la aurora, en vez de escuchar los pájaros que se levantan con el sol, escuché un estruendo muy fuerte -el estallido de una bomba- que interrumpió mi sueño. Sueño que debía haber culminado hacia las 7 de la mañana, hora en que usualmente me levantaba, y para ese día con ansias, puesto que me despertaría a comerme los dulces que había recogido junto a mis amigos y amigas en las tiendas de todo el pueblo la noche anterior, en el festejo de la llamada “noche de las brujitas”, el 31 de octubre. Pero no fue así. Siendo las cinco de la mañana en punto de ese primero de noviembre me levanto como quien se levanta de una pesadilla sin fin, con las manos frías, el corazón agitado y la respiración

descontrolada. Abro los ojos y no sé qué es lo que escucho, un son de sonidos graves y agudos cual orquesta desafinada. Es el sonido de una ráfaga de tiros y bombas.

Escucho gritar a mis padres desde la pieza continua. ‘Tania, Marco quédense ahí’, luego, ellos se dirigen hacia nuestro cuarto. Es ahí donde empiezo a entender que esos sonidos extraños no son nada amigables, que se trata de algo peligroso y que nos debemos cuidar.

Mi padre nos tira al piso a mi hermano y a mí, nos esconde bajo la cama, tratando de protegernos del resultado de aquellos sonidos. Lo único que hice fue entrar en llanto al escuchar gritos despavoridos y lloriqueos

de los vecinos que, al igual que nosotros, se encontraban asustados. Yo lloraba en voz baja, mis manos temblaban, el frío tomaba por completo mi cuerpo y el miedo se hacía cada vez más fuerte, aun estando con mi mamá, mi papá, mi hermano y mis perros. Pasado un tiempo mis padres deciden trasladarnos hacia el baño de la casa, el cual estaba ubicado a unos cinco metros frente de nuestra habitación. Salimos de debajo de la cama como un ermitaño sale de su cueva, cautelosos y sigilosos a la vez. Allí ubicaron un colchón en el que nos acostaron a mi hermano y a mí. Aguardamos en este lugar, no sé cuánto. La noción del tiempo se perdió, tanto que siempre esperaba el

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CRÓNICAS anochecer la noche

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rápido, pero no llegaba.

Apaciguado un poco el estruendo de las bombas y cilindros de gas al estallar, los tiros que iban y venían por todas partes disminuyeron un poco. Mis padres aprovecharon el momento y nos dirigen entonces hacia el patio de la casa en busca de otro refugio, la alberca; es el tanque de almacenamiento de agua, construido totalmente en cemento, el cual era lo suficientemente grande para resguardarnos allí cómodamente. Aunque nuestra alberca estaba ubicada a unos 10 metros del baño, el recorrido se me hizo tan largo como si transitáramos por un enjambre de culebras venenosas. Afortunadamente se encontraba sin agua y nos permitió refugiarnos a todos, incluido el perro que, igualmente, temblaba

de miedo donde

y buscaba esconderse.

Horas más tarde, justo cuando creíamos que todo había pasado, se escucha un concierto de balas sonando desde cada lado de nuestra casa. Estábamos equivocados, lo anterior era solo la introducción de lo que se conocería a nivel nacional como la toma de Mitú, la toma guerrillera de las FARC, Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, a una capital de departamento.

Para ese entonces, Mitú era un pequeño pueblo ubicado en la espesa selva amazónica colombiana con apenas 10.000 habitantes, sin calles pavimentadas, sin acueducto, sin energía eléctrica constante, pero con una tranquilidad como en ningún otro lugar había conocido.

Recuerdo que la estación de policía contaba con pocos uniformados, ochenta aproximadamente, todos conocidos por los habitantes del pueblo, muchos de ellos de mi aprecio, pues para mí solo eran personas con uniforme verde que jugaban con los niños en las vacaciones recreativas que hacían cada año, en las cuales solía participar sin falta. El día anterior de ese fatídico día compartí con muchos de ellos, quienes se disfrazaron para jugar con todos nosotros... Retomando. Cuando estábamos refugiados en la alberca, yo aún no sabía con certeza qué pasaba, pues con tan solo ocho años de edad en mi cabeza no había nada más que juego y diversión. Afortunadamente hasta ese entonces, la guerra no había tocado mi

PEDRO RUÍZ. Pajaritos.


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vida, motivo por el cual al escuchar las ráfagas de tiros y la escasez de palabras entre las personas, las relacionaba como cuando jugaba a las escondidas con mis amigos, en donde hablábamos en voz baja para preguntar por la ubicación de la persona que estaba buscando y así no ser encontrados. Así mismo era el hablar entre nosotros y con los vecinos, se medían las palabras y el tono de voz. Ya en las horas de la tarde tras una pausa en el combate, sentía un hambre atroz. En mi casa se acostumbraba a comprar para el diario, así que no teníamos mucha comida. Mi papá se dirigió a los vecinos a intercambiar alimentos. De los patios de las casas se quitaron algunas estacas que formaban la cerca para que entre vecinos pasáramos comida

e información sobre los posibles muertos, posibles personas secuestradas y demás.

a todos los policías, lo cual me ponía aún más nerviosa, triste y nuevamente a llorar.

Al pasar las horas y al caer la noche pensaba que iban a cambiar las cosas. Al escuchar los comentarios de los adultos entendí que unos tipos malos ya habían dicho que se iban a tomar el pueblo y que lo mejor era que nos preparáramos. En sí, se sabía que esto iba a pasar pero nadie lo creía, pues era algo raro en un pueblo donde nunca pasaba nada, en donde se podía dormir con las puertas de las casas abiertas y nunca robaban. Aquí la gente se moría de vieja y desde luego de enfermedades, pero de nada más. Yo de curiosa escuchaba decir que eran muchísimos guerrilleros y pocos policías; entonces, ya tenían que haber capturado o matado

Así mismo como cae el sol, caen las balas y bombas, esta vez tanto de la guerrilla como del apoyo del ejército que había podido llegar a Mitú. Esto últimos realizaban sobrevuelos con sus aviones, desde los cuales también disparaban y tiraban explosiones.

Antes del fatídico día, las noches en Mitú se caracterizaban por un silencio total, en donde solo se escuchaba el sonido que generan los insectos y el movimiento de las hojas de los arboles por el paso del viento. A las doce de la noche muy puntuales apagaban la planta que generaba energía eléctrica al pueblo por cinco horas

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CRÓNICAS

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al día y se daba paso para el descanso de las personas. Solo era silencio y tranquilidad. Sin embargo, la noche del primero de noviembre se convirtió en una oscuridad ensordecedora por las bombas y ráfagas de las ametralladoras, granadas, morteros, cilindros bombas, gritos de guerrilleros dando instrucciones y los aviones del ejército rondando por Mitú con el ánimo de ayudar.Era algo de nunca acabar.

A la media noche, el cansancio y el estrés del día pasaron la cuenta de cobro, no quedaba más que esperar y dormir. Tratar de salir de este infierno real a través del sueño. Fue una noche dura, puedo afirmar que la peor de mi vida. Dormí ratos cortos, pues el ruido, el temor y desespero me tenían atrapada.

Recuerdo muy bien que cuando lograba conciliar el sueño y de repente me despertaba, mis padres estaban despiertos, como coloquialmente se dice: “no pegaron el ojo en toda la noche”, vigilando por si algo pasaba.

Al día siguiente, el dos de noviembre, aprovechando un tiempo de calma, supongo de aprovisionamiento, tregua o tiempo de recarga en el combate, pudimos desayunar, aunque no mucho; unos huevos revueltos y chocolate calmaron mi hambre. También aprovechamos para pasar lo necesario para la alberca. Esta se convirtió en mi nueva casa; allí ya había una cama pequeña, de esas auxiliares y colchones para pasar más “cómodamente” el día. Ahora vivía en la alberca, en el patio de mi casa.

Un radio donde escuchábamos música en las mañanas, mientras mis padres nos alistaban para ir al colegio, se convirtió en el medio de comunicación con el exterior. Las frecuencias de la guerrilla y del ejército nos narraban de cierta manera lo que estaba pasando y lo que tenían pensando realizar. Lo peor venía... Escuchaba cómo los guerrilleros decían su ubicación, daban instrucciones a sus miembros y se expresaban palabras de alegría por lo ya realizado. Frases como “¡le dimos!, ¡bien!, ¡sigan así!” eran las más frecuentes. Así mismo, desde las frecuencias de los aviones del ejército se escucha decir frases de impotencia, temerosos de disparar, pues la guerrilla se resguardaba bajo las casas de civiles y podían entrar en confusiones.

Los medios radiales notificaban que las FARC se estaban tomando el municipio de Mitú, capital del departamento del Vaupés. Por primera vez escuchaba por la radio el nombre de mi pueblo, parecía como si fuera importante...Y así pasó la mañana, entre tiros que iban y venían, comentarios, palabras y juegos con mi hermano para distraernos. Entre amigos vecinos nos invitábamos a jugar, pero por obvias razones nuestros padres no querían que fuéramos. Ya se había calmado todo un poco y con la insistencia de ir a jugar, mis padres nos dejaron ir a mi hermano y a mí a la vivienda de un vecino, exactamente a dos casas. Cruzamos por la cerca de los patios como si fuera un laberinto entre árboles y obstáculos. Al


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llegar allá nuestro juego se convirtió más bien en una charla aterradora donde todos contábamos la manera en que habíamos despertado ese día. Todos murmurando y suponiendo sobre la hora exacta y cuántos bombazos sonaron. Hoy día, yo sigo afirmando que fueron cinco bombas que sonaron a las 5 de la mañana.

Fue bueno estar reunidos con mis amigos, pero nuevamente ráfagas de tiros nos descontrolan y todos nuestros padres gritan los nombres de cada uno, llamándonos con tal desespero que fue el momento de salir corriendo e ir a casa. Nuevamente comienza todo. Esta vez, veíamos cómo desde los aviones disparaban sin cautela, sin medir consecuencias. Y así pasamos esta segunda noche, entre

tiros y bombas, pero ya más lejos. Al parecer con el apoyo militar estaban logrando espantar a la guerrilla nuevamente hacia la selva. Al tercer día, se suponía que el ejército había recuperado el pueblo, mas sin embargo, aún se escuchaban tiros y una que otra granada detonar. Mi padre sale al centro a mirar cómo estaban las cosas. Yo, con temor que algo le fuera a suceder insistía en querer ir, pero no. Su única respuesta fue: te quedas y punto. No demoró mucho. Lo que encontró en la calle no fue de su agrado, ver gente tirada muerta lo derrumbó tanto que volvió pronto. Yo seguía prestando atención a los comentarios de los adultos, se hablaba de muertos, secuestrados,

personas del pueblo que habían sido asesinados por chismosos.

Y así fue como el rugir de la guerra me tocó, pero no solo fueron estos tres días, sino por años. Años, en donde en múltiples ocasiones nos vimos atacados como pueblo, como estudiantes, como niños. Años en los cuales me vi en la necesidad de cambiarme de casa por días, huyendo de posibles hostigamiento y ataques guerrilleros. Años en que duré extrañando personas que se habían llevado retenidas. Años, viendo y viviendo el desastre dejado por las destrucciones realizadas por el ataque guerrillero y que llevaban mi mente a recordar y extrañar mi pueblo anterior. Fue así que todo cambió, mi vida cambió. Muchos se

fueron de Mitú, otros nos quedamos pero ya con temor. Ya no jugábamos hasta tarde en las calles, ya nos salíamos de paseo a la carretera. Todo cambió. De esta toma guerrillera queda el mal recuerdo y el trastorno que me atormentaba cada vez que escuchaba un ruido muy fuerte. Los diciembres en el Valle de Cauca o Barranquilla a donde mis padres nos llevaban a pasar vacaciones aislándonos del entorno de guerra en Mitú eran una pesadilla. Tras escuchar los juegos pirotécnicos me levantaba en llanto y con un temblor incontrolable en las manos. No faltaban los días en Mitú en donde se escuchaban explosiones o ruidos muy fuertes por los cuales salía corriendo a buscar refugio, a veces sin la necesidad, simple y llanamente por instinto de resguardar mi vida.

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CRÓNICAS

CAÑOEDIONDO Yo soy el papá del comandante. Estamos en una lucha revolucionaria y donde no hay muertos no hay revolución. Vicente Trujillo Cañoediondo, 2015

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ntre filos, cañones y carrizos, frente a la tienda de cualquiera vive don Vicente quien en diez días cumplirá 79 años, el segundo de cinco hijos nacidos en Zaragoza Antioquia, es el papá de dos guerrilleros, dos fareños, que ahora están muertos. Un amigo de los años de revolución lo acompaña en su casa y le sirve de memoria, justo cuando las fechas no coinciden o los nombres no encajan. Esa mañana sobre la mesa, libros de historia patria, información sobre la constituyente minera del nordeste y tres tazas de café tibio.

-Yo tenía una tierrita pua’ya pa una vereda que llama el Porvenir, antos yo soy desplazado de allá para acá. -¿Qué pasó en el Porvenir para que fuera desplazado? -¡aaah! los paramilitares estaban matando mucha gente puai cerquita. Fue el primer despojo que arrojó su memoria. Salió de su finca con destino a la nada; un hijo lo llevó a una vereda en la que podía contar de cinco a seis ranchitos de plástico y paja y algunos barequeros que venían por lo suyo y que luego se

marchaban; la gente ya no estaba, se habían ido junto con la mina que en su momento ya no daba nada y ahora la madera era la que levantaba la incipiente vereda que allí se asentaba. Pasado algún tiempo una nueva mina, “La esperanza”, fue el preámbulo para la llegada de un montón de gente, que venía atraída por el brillo fugaz de la explotación aurífera, junto a ellos llegó el ejército. -Antós ya decían que uno pa’ poder trabajar esa mina, tenía que trabajar con ellos. -¿En qué sentido? -Que tenía que tar informándole a ellos, pa’ onde corría la guerrilla


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y a onde estaban ellos, cierto? Uno no cuenta nada, antos ya dijo que si no decían, esa mina había que pararla. PEDRO RUÍZ. Raúl

La gente quedo manicruzada, la mujeres, algunas se enrolaron con los soldados y cabos, la represión comenzaba, “decían que iban a acabar toda la vida”, y el conflicto se situaba, no a 500 metro del caserío, sino entre las calles y casas de Cañoediondo. El éxodo inició, pero don Vicente y su compañera se quedan, ya no querían correr más. Además, no les iba mal con el ejército; el tener un hijo en la guerrilla hacía de ellos un escudo de guerra, así que les daban todo lo que necesitaban; hambre nunca pasaron.

-¿Ellos sabían que su hijo estaba en la guerrilla, ellos como

sabían que era su hijo? -Qué habrá que en el mundo no haiga que no se dé cuenta la gente. Cuando los helicópteros sobrevolaban todos huían, desaparecían y el caserío quedaba solo. No quedaba nadie, excepto las gallinas, los perros o los gatos pero nadie quedaba, todos se escondían del paso del ejército. Don Vicente recuerda haberle dicho a su señora,

-Mija, esto aquí está muy aburridor, nos va a matar la pena moral de estar aquí sufriendo. -¿Ustedes estaban solos los dos? -Teníamos un niñito de 27 días. Un recién nacido en la guerra, hijo del guerrillero, del fareño que ahora está

muerto. Nunca pensaron en dejarlo botado aunque sus posibilidades de poderle cuidar fueran mínimas; era el nieto, el hijo de Camilo y quizás fue él quien en tiempo de enfrentamientos cuidó de ellos.

Por esos días llega el ejército llamando por el nombre del padre al niño. -Vea a Camilito. Oiga, ya sabían pues que ese mo’acho era de Camilo. La historia del niño sacado del monte, hijo del comandante del frente cuarto de las FARC, se había regado como pólvora en Cañoediondo, tanto así que el ejército ya tenía la certeza de ello. Dice don Vicente, estamos en el medio de los indios y no sabemos quién es el cacique.

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CRÓNICAS

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Las noches se pintaban de luces por toda parte, el candeleo anunciaba los enfrentamientos de la jornada. Nueve años han pasado cuando don Vicente y algunos de la vereda decidieron no correr más “ni por la madre de nadie”. Eran los tiempos de la Operación Bolívar en la región suroriente; en ese candeleo murió un guerrillero. Los filos de las montañas estaban llenas de fogones, la gente sabía que estaban rodeados por el ejército; una mañana tres de ellos se aproximaron hasta la cantina. Don Vicente estaba sacando la ceniza del fogón cuando lo llamaron en varias oportunidades sin respuesta alguna por parte de él. Finalmente decide arrimar hasta donde estaban,

-A

la

orden

señores.

-Nosotros somos el ejército, nosotros no somos paracos, venimos es a protegerlos a ustedes los campesinos, aquí venimos a quedarnos dos o cinco años a ver qué hacemos nosotros con la guerrilla. Un interrogatorio bajo el palo de mango tiene lugar aquella mañana: -¿Tiene hijos en la guerrilla? -No tengo ni uno, ¿por qué?, hijos no tengo en la guerrilla. -¿Cómo se llama usted? -Vicente Trujillo -¿Usted no tiene hijos en la guerrilla? -No. -¿Oiga, usted no es el papá de Nicolás?

- Usted sabía, ¿para qué me pregunta si sabía? Yo soy el papa de Camilo, yo soy. Luego de lo dicho por el papá de Camilo viene la aclaración, nada le harían si tan sólo informa donde está su hijo. El conocía el territorio y sabía dónde estaba, pero ante el ejército la respuesta fue incierta, la región era muy grande y montañosa y tener la certeza de su paradero era imposible. -Yo no sé nada (y ellos aquí como a media hora del caserío) -¿Usted sabía que ellos estaban a media hora? -¡Claro!

yo

si

sabía.

Al momentico el caserío se llenó de cascudos, de comandantes del ejército, querían saber

dónde estaba Camilito y su abuelo, para seguir el interrogatorio. Una nueva versión afirmaba que el niño era de una de las hijas de don Vicente y que ella vivía en Bogotá; sin embargo, el ejército se mantenía señalando que el niño era el hijo del comandante y que don Vicente debía saber dónde estaba. “Dele, hable, hable pues”, le decían los cascudos. Siempre él se negaba. Incluso le llegaron a decir a su esposa “hable entonces usted viejita” y ella con la lección aprendida, respondió “No, yo no voy a hablar nada”. El comandante siempre estuvo en las montañas, lejos para ellos, muy cerca para su padre, quien se mantenía aferrado a la tierra y a la idea de seguir cultivando; pronto parecería una arriera, cada dos días traía plátano y yuca, le vendía al


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ejército y ahí permaneció con ellos, bajo el rigor de las arremetidas, cuidando de su negrita y del pela’o. De cuando en vez se iba a buscar a su hijo, al comandante, salía con la ropa de trabajo, montaba su bestia y decía ir a la parcela; pronto cambiaría de rumbo. Nicolás siempre la repetía lo mismo, -Y qué viejito, cuándo se va volar de ahí. -A dónde me voy a volar viejito. -Por Dios y su mamá pues. Le respondía don Vicente y es que no era fácil; los años ya eran muchos y su esposa pesaba como 103 kilos. No era fácil correr, “Ay, qué problema, ¿no?”. Con el tiempo la guerrilla asaltaría a las tropas del

ejército, no dentro del caserío, pero sí hacia las orillas. Una noche cayó el centinela justo frente a la tienda de la Burrita, ahí cayó el soldado. Como a la una de la mañana se enciende la chumacera, “no se levante nadie, nadie se levante” gritaba el ejército, “tiéndase al suelo todo mundo”, había candela por toda parte, atizada por el helicóptero que llego a reforzar, las vainillas quedaron en la cancha regadas por montón; en el enfrentamiento también dieron de baja a una guerrillera, “a la médica”. Camilo era hermano de otro militante de la guerrilla que también murió; al comandante del ejército se encargó de quitarle la vida solo con un tiro. Eran los tiempos en los que trabajaba en el bloque Catatumbo; fue dado de baja en la Rochela un 30 de Septiembre. Una

llamada de Bogotá anunció la situación. Don Vicente estaba con una de sus hijas cuando el celular sonó, “ahí mismo pegó el berrido”, mataron al comandante, al hermano, al hijo, al padre de Camilito. -¿Lo mataron? -En la guerra estamos mija, qué vamos a hacer!. No llore por eso que en la guerra se espera es la muerte. Pareciera que era lo seguro. Más allá de la victoria o el triunfo, la muerte siempre sería una certeza. Pero una vida sí era segura, la de Camilito, la que salió del monte, la que se dio en el rigor de la revolución, la que ahora está muy lejos de Cañoediondo, del candeleo, de los cascudos e incluso del hombre que en diez días ajustará 79 años.

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CRÓNICAS

NAZARETH EN MEDIO DE L A GUERR A

A 22

mediados del año 2010, la Universidad Nacional pasaba por un momento importante de movilización contra el rector de ese entonces, el profesor Moisses Waserman. Durante una visita al campus, tal vez una de las únicas que hizo durante sus dos períodos como rector, un puñado de estudiantes lo siguió hasta su camioneta y exigió que rindiera cuenta sobre el estado financiero de la Universidad. Esta situación escaló a tal punto que cientos de estudiantes rodearon la camioneta del rector y este, vía telefónica anunció en los medios de comunicación que se encontraba secuestrado. La situación finalizó con un desalojo violento de la universidad, por parte del ESMAD.

Pues bien, en esa época yo hacía parte del movimiento estudiantil. Luego de ese evento espontáneo en la Universidad, debía viajar a la localidad de Sumapaz para hacer un trabajo con la Secretaría Distrital de Patrimonio y Cultura: recoger la memoria histórica de la localidad y sus habitantes. Dentro de la división que hicimos con el equipo de trabajo, mi labor era en la UPZ de Nazareth. Viajé a Nazareth, a dos horas de Bogotá, un pueblo muy pequeño, de unas tres cuadras a la redonda. La mayoría de los mil habitantes del pueblo viven en fincas campesinas y se dedican a la producción de papa y productos de pancoger. Según percibía

en las entrevistas a los campesinos, la insurgencia estaba en el territorio, pero la relación con los habitantes era más bien distante; la gente decía que muy de vez en cuando la guerrilla se acercaba al pueblo, por lo que siempre insistían que había que estar tranquilos y despreocupados por el tema. El último día de mi estancia en Nazareth, era domingo. Si bien no había mucho que hacer allí y hubiera querido viajar a Bogotá a descansar, no podía. El único bus que sale desde allí a Bogotá, lo hace solo lunes, miércoles y viernes a las 7 de la mañana. No tenía otra opción más que esperar.

PEDRO RUÍZ. Frailejones.


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Para aprovechar el tiempo, decidí volver a un puente que era muy importante para la historia del pueblo, pues había sido gestionado por la comunidad y no le había alcanzado a tomar fotos. El puente queda a unos diez minutos a pie del pueblo. Mientras iba llegando, vi a lo lejos cuatro soldados del ejército; en ese momento yo no había sacado la libreta militar, -por pereza y rebeldía contra el servicio militar obligatorio-, y me asusté que pudieran ponerme problemas por no tener el documento. Cuando me acerqué más, vi que había unos diez campesinos esperando con los cuatro soldados. Al pasar junto a los soldados, los saludé y quise seguir hacia el puente. Sin embargo, uno de ellos me dijo con voz de mando “espere ahí”, yo respondí “¿por qué?” y él me dijo “!porque así es la guerrilla! aunque si

es muy machito siga a ver cómo le va”. En ese momento fue claro para mí que no eran soldados sino guerrilleros; ya luego me fijé que tenían botas de caucho y algunos tenían barba. Así pues, saqué las manos de la ruana y le dije “claro que sí ¿dónde quiere que me siente?” Allí esperé un par de horas mientras llegaban más campesinos. Todos aburridos, esperábamos. En el transcurso de esas horas, el jefe de los guerrilleros se me acercó y me dijo “¿usted por qué lleva el pelo largo? ¿Quiere ser mujer?”. Sin saber que responder solo atiné a mencionar que yo estudiaba en la Nacional. Luego de eso la actitud cambió, se pusieron más amigables conmigo. De hecho el jefe me dijo, “por ahí escuché que secuestraron al rector, felicitaciones” y yo respondí, “eso son

mentiras de los medios, nunca se ha secuestrado a nadie en la universidad”. Luego de eso me dijo que si quería ir a tomar las fotos al puente fuera, pero que solo tomara fotos del puente. Así lo hice y al acercarme al puente a tomar las fotos, vi que del otro lado había otros guerrilleros, alrededor de diez. Tomé las fotos y me devolví con la mirada de muchos guerrilleros encima. Luego de dos horas de espera, de repente vi a tres personas de civil llegar desde el otro lado del puente, escoltados por unos cinco guerrilleros. Ahí el jefe que nos tenía retenidos nos dijo: “devuélvanse al pueblo, no miren para atrás”. Así lo hicimos. Mientras íbamos caminando, a unos cien metros, escuchamos unos tiros de fusil y seguimos sin mirar atrás. Cuando llegamos al pueblo, el

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CRÓNICAS ambiente estaba terrible, mucha zozobra. Algunos campesinos bajaban la mirada cuando yo pasaba por ahí, otros lloraban y el señor que me estaba hospedando me dijo “muchacho, no lo puedo tener más acá, busque donde quedarse o cómo irse”.

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Luego escuché a alguien que decía que habían matado a los ediles, que la situación se iba a poner muy fea en el pueblo. Desesperado por estar en el peor momento, me acerqué a una camioneta que estaba por irse; tal vez por mi cara de desespero o simplemente por empatía con la gente de la camioneta, accedieron a llevarme a Bogotá. En el camino me enteré que habían matado a tres ediles de la localidad, que la gente que me llevaba a Bogotá eran funcionarios

distritales y que muy seguramente se encendería la guerra en la región. Mientras salíamos nos paró un retén militar, por lo que el miedo de no tener libreta volvió, pero el conductor del carro, que resultó ser del Partido Comunista, muy carismáticamente tranquilizó a los militares y nos dejaron seguir. Los helicópteros sonaban, aproximándose a Nazareth y, dos camiones llenos de soldados pasaron con rumbo al Sumapaz.

Luego de llegar a casa y de tranquilizar a mi mamá que me recibió llorando tras ver la noticia, me enteré que Uribe, que era presidente todavía, iba a celebrar un Consejo de Seguridad en Nazareth al día siguiente, y había ordenado un despliegue por todo el Sumapaz para golpear al Frente 53 de las FARC.

El alivio de haber podido salir fue enorme, pues me hubiera encontrado en una situación muy incómoda y peligrosa al estar allá, máxime cuando me encontraba trabajando subcontratado, es decir, no tenía ninguna credencial de la Secretaría de Patrimonio. Solo temí y lamenté que esta situación afectaría mucho la vida tranquila que alcancé a ver y documentar de los campesinos de este pequeño pueblo de Nazareth, el cual, otra vez, se encontraría en medio de la guerra.


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L A INCERTIDUMBRE

¿

Cómo nos toca la guerra? En un principio se podría decir que la guerra no me ha tocado, así lo pensé antes de iniciar esta crónica. Pero al hacer memoria encontré varios episodios en los que la guerra ha estado presente en mi vida. En ese momento me surgió la siguiente pregunta ¿habrá alguien en Colombia que no haya sido tocado por la guerra? Dejando abierta esta pregunta voy a dar paso a dos cortos relatos de mi vida. Un poco de mi historia. Nací en el municipio de Fusagasugá, Cundinamarca, pero no tengo ningún recuerdo de este lugar. Mi vida se ha desarrollado entre el municipio de La Vega –Cundinamarca- y Bogotá. Viví de manera permanente en La Vega

hasta los 17 años, luego llegué a Bogotá para trabajar por un año y luego estudiar ingeniería agrícola por seis años. Durante los dos últimos semestres de universidad trabajé como ingeniero recorriendo una pequeña parte del Valle del Cauca, Boyacá y Cundinamarca. Mi territorio. Tal parece que las historias no pueden desligarse del lugar en donde ocurrieron. La primera historia transcurrió en el municipio de La Vega reconocida por ser un lugar muy tranquilo y acogedor, se puede decir que este es mi territorio que ahora se ha extendido hasta Bogotá y, la segunda historia transcurre en mi primer viaje fuera de mi territorio, a la ciudad de Medellín.

¿Se metió la guerrilla al pueblo? Aunque en el municipio de La Vega nunca ha existido presencia de guerrilla de manera directa, algunos municipios vecinos han sido declarados zona guerrillera, entre ellos Villeta, Sasaima y La Peña, los cuales quedan a tan sólo treinta minutos de distancia de La Vega; esto hacia aún más critica la situación y la zozobra. Esta cercanía generaba una sensación de incertidumbre y preocupación a los habitantes de La Vega ya que, ocasionalmente, se escuchaban rumores sobre la posibilidad de que la guerrilla se tomara el municipio. En diciembre del año 2001, tenía doce años y fui con mi hermano menor de

cinco años al pueblo, mis papás estaban en la finca y ese día fuimos a comprar pólvora. Recuerdo que en el pueblo se dedicaba una cuadra completa a la venta de voladores, volcanes, totes, martillos, marranitos y toda clase de juegos pirotécnicos en pequeñas casetas. Acabábamos de llegar y empezamos a comprar. Mientras observaba los vendedores y los transeúntes me percaté que los encargados de dos casetas estaban jugando entre ellos, lanzándose fósforos. De repente un fósforo cayó sobre la pólvora y las casetas explotaron. Ese año la novedad eran los voladores de 24 golpes, por lo que la explosión se escuchaba como una balacera. Tomé a mi hermano de la mano y salimos a correr, llegamos muy lejos por el miedo.

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CRÓNICAS

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Mis papás en la finca a dos kilómetros del pueblo, únicamente podían escuchar sonidos similares a disparos que duraron por alrededor de diez minutos y lo primero que pensaron fue que la guerrilla finalmente se había “metido” al pueblo. Pensaron en esconderse, pero mi hermano y yo estábamos en el pueblo, por lo que mi papá decidió ir a buscarnos sin saber realmente qué había pasado. En el camino se encontró con una persona que le contó que se habían explotado las ventas de pólvora y luego nos encontramos por la carretera de regreso a la casa. Después de esto nos enteramos que muchas personas, al igual que mis papás, pensaron que la guerrilla se había metido al pueblo.

El viaje a Medellín En 1999 mi hermano mayor y yo fuimos invitados a un paseo a Medellín por parte de un tío, teníamos 10 y 13 años. Era una época de retenes y pescas milagrosas por parte de la guerrilla del ELN en la zona de la autopista Bogotá- Medellín. Yo no comprendía esta situación pero sí escuchaba por los noticieros que la guerrilla reclutaba niños para sus filas.

Mis papás nos dieron permiso para ir. Todo transcurrió con normalidad hasta cuando empezamos a atravesar la cordillera central. Empecé a notar que a la orilla de la vía habían varios caballos muertos y al continuar en el camino se podían ver algunos hombres con camuflados y botas pantaneras.

Ingenuamente le pregunté a mi tío “¿por qué los soldados pueden tener el cabello largo y botas pantaneras?”, mi tío contestó con voz fuerte: “no son soldados, ellos son guerrilleros”.

Más adelante, saliendo de una curva, vimos un retén guerrillero; aún no lo entiendo, pero recuerdo que la primera reacción que tuvimos con mi hermano fue un ataque de risa que nos duró pocos segundos pues mi tío nos regañó y nos dijo que nos quedáramos callados.

Al llegar al retén vimos que tenían un camión a punto de ser lanzado por un barranco. Todos los hombres tenían uniforme militar e insignias del ELN en sus brazos y portaban fusil; únicamente había uno vestido de manera diferente, tenía sudadera,

PEDRO RUÍZ. Tierra Caliente


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estaba encapuchado y apuntaba a todos los carros con una pistola. Mientras esperábamos en la fila de carros, recordaba las noticias de niños que eran reclutados para las tropas de la guerrilla. Luego de una larga y tortuosa espera, llegó nuestro turno; le pidieron la cédula a mi tío y la compararon con una lista, luego nos preguntaron de donde veníamos, qué hacíamos y para dónde íbamos. Mi tío no dudó en contestar cuales eran los motivos del viaje, “tan solo un recorrido para conocer Medellín”.

La cuestión que nos atormentó durante esos pocos minutos de preguntas radicaba en que el familiar al que íbamos a visitar a Medellín era policía. Finalmente nos dejaron continuar, así llegamos a Medellín. Pero teníamos miedo del viaje de regreso, por lo que decidimos tomar la ruta de Puerto Berrío que según lo que nos decían era zona paramilitar. Con angustia durante la mayoría del camino nos regresamos sin ningún inconveniente. Pero ese viaje me mostró que el país era muy diferente a lo que se veía desde mi pueblo.

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CRÓNICAS

HACIENDO DE TRIPAS, COR AZÓN

J 28

hon, un joven nacido en Fusagasugá en 1989 y criado en Cáqueza, Cundinamarca, creció pensando que el conflicto armado en su país era una cosa exclusivamente de la televisión; una serie de acontecimientos catastróficos que sucedían en lugares inimaginados, apartados del tranquilo entorno en el que él se encontraba. En el 2007 la vida le dio la oportunidad de ingresar a la universidad pública de Villavicencio, Unillanos, y fue allí, donde a través de los relatos de compañeros y docentes, por primera vez en su vida conocía de primera mano las injusticias y los dolores que muchas personas han padecido a través de la historia, no solo por los grupos guerrilleros, sino también por parte de las autodefensas.

Tales testimonios tenían todo tipo de matices. Fue el caso de James Bueno, de Puerto López, un compañero al que su padre salvó de ser reclutado por la guerrilla cuando tenía quince años, metiéndolo entre un bulto de arroz durante varias horas. O el de Rafael Pereza, de Yopal, al cual estos grupos armados le cobraban a su familia millonarias “vacunas”. O el de René Daza, un compañero nacido en Monterrey, en el Casanare, y que fue desplazado junto a su familia por las autodefensas. Estos y muchos otros tipos de abusos como secuestros, retenes indiscriminados y masacres le permitieron ver de otra manera el conflicto de su país. Terminando semestre y

el tercer luego de

aplazar un año la carrera para poder ahorrar, Jhon recibe la peor noticia de su vida. Gueyer, su hermano mayor, quien siempre soñó con darle lo mejor a sus padres, en labores de patrullaje prestando su servicio militar, fue masacrado junto a siete compañeros más, en Solita, Caquetá.

Fue allí donde Jhon conoció y comprendió el verdadero dolor. Comprendió que estaba en un país donde la guerra nos toca a todos, porque como su hermano, son cientos de jóvenes quienes mueren en las tropas de ambos bandos. Entendió, igualmente, que la guerra no se acaba con más guerra, porque la ira es la yesca que continua alimentando el incendio social en el que nos encontramos.

Ya culminando sus estudios y con el deber de hacer su servicio social, junto a su buen amigo, Alex Martínez, Jhon decide vincularse a una EPSAGRO, denominada ASOPRODAMET, que brinda servicios de asistencia técnica en el bajo Ariari, en los municipios de Puerto Concordia, Mapiripán y Puerto Rico, en el departamento del Meta. Allí debía recorrer en moto las veredas de estos municipios hablando, capacitando y brindado asistencia técnica a productores que, en su mayoría, habían sido productores de coca. Fue allí donde por primera vez en su vida, se encontró en persona al ejército nacional, la guerrilla y las autodefensas durante la misma semana.


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Especialmente en Mapiripán, un municipio enorme, -el tercero más grande de Colombia-, en donde la parte occidental la controla el paramilitarismo, el oriente las FARC y, en donde pueda, patrulla el ejército. Para él fue increíble encontrarse con caseríos desolados, casi como pueblos fantasma, marcados con mensajes alusivos a Tirofijo, y en donde sus pocos pobladores aún pagan las cervezas y la remesa con algunos gramos de pasta de coca. Donde hay hombres que llevan más de quince años sin visitar una ciudad y más de treinta sin comunicarse con sus familias. Como el caso de Curramba, un poblador del solitario caserío denominado El Rincón del Indio, en Mapiripán. Un extrovertido hombre afrodescendiente que

supera los cincuenta y que demuestra unos escasos treinta y cinco, atraído como todos a estas tierras por la siembra de coca, pero que ahora pasa sus días cazando, jornaleando o atendiendo las necesidades de su finca, a la que le sembró pasto para arrendar a algún ganadero, con muy poco éxito ya que los inversionistas son escasos en este alejado sector. Otro personaje que recuerda bastante es Amarillo, el dueño del Bar-Hostal, también en el Rincón del Indio. Un enamorado de las escasas mujeres de esta vereda, quien le mostraba los desastrosos efectos que tuvo la fumigación con glifosato que había enviado en avionetas el gobierno y que no solo produjo bebés malformados en algunas mujeres, también produjo abortos en vacas

y muerte de grandes parches de bosque que, al secarse, dejaban ver toda la fauna fallecida colgando como en una típica película de terror. Igualmente acabó con pastos y los cultivos de cacao de más de dos años de sembrado que, en algún momento, un personaje que se postulaba a la alcaldía gestionó para dar solución al gran número de pobladores a quienes se les había erradicado el cultivo de coca y que necesitaba con prontitud tener un ingreso adicional a la escasa actividad ganadera con la que se contaban. Otro caso que lo impactó bastante, fue el de una joven, a su gusto muy hermosa, de aproximadamente unos 24 o 26 años de edad, en la vereda Santa Helena, que en ese momento estaba en la dieta tras haber alumbrado un

gordito bebe rubio y a quien escuchó referirse con nostalgia al saber que no volvería a marchar con sus compañeros de grupo en las autodefensas. Ella recordaba las incontables batallas con las FARC, ocasiones en las que por no tener disciplina, los centinelas se dormían y eran sorprendidos a plomo en territorios del Casanare, Vichada o el Meta. Quedó aterrado al escuchar la naturalidad con la que esta joven se reía narrando, cómo era costumbre para ellos, cuando se encontraban en un combate muy parejo con la guerrilla, llamar al ejército como refuerzos al combate y, en ocasiones, estos los “traicionaban” disparando indiscriminadamente al monte y ellos tenían que salir huyendo también.

Ya en el municipio de Puerto Rico, en el

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CRÓNICAS

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segundo semestre de su año rural, la cosa no era diferente. Algunos jóvenes le contaron cómo para ellos en su infancia, era familiar que quien imponía el orden en el pueblo era la guerrilla y cuando entró el ejército a tomar el control, ellos aún los miraban con miedo, ya que los veían como los malos. Sin embargo, de eso está seguro, la zona sur oriental de este municipio, o sea todas las veredas al costado opuesto del río Ariari, son controladas por las FARC y, para ingresar a ellas, es necesario pedir permiso a las Juntas de Acción Comunal, para que soliciten la autorización a los comandantes y se pueda así realizar la visita. En ocasiones, pasó a Jhon y a Alex, estos son otorgados presidente de

como le su amigo permisos por el la Junta

y tras un viaje en moto, de más de tres horas para realizar una jornada de capacitación o dar asistencia técnica, al llegar al lugar el comandante con arma en mano los devolvió, asegurando que él simplemente no había sido notificado de la visita. El último paro nacional agropecuario, para Jhon y sus compañeros técnicos fue muy revelador en términos de la poca presencia y control del estado en estos sectores del país, ya que la guerrilla obligó a los campesinos a viajar a la ciudad y cobraba multa a los que se quedaban. Igualmente, en el casco urbano, se vacunó con frecuencia a los comerciantes y ganaderos para proveer el alimento a los cientos de campesinos que ellos habían llevado hasta Pipiral y Buenavista, en Villavicencio.

Como un elemento en particular, de toda esa experiencia en estas zonas de conflicto Jhon pudo percibir que, sin embargo, la gente -en especial los campesinoshan sabido hacer de tripas corazón y, aunque hay muchos pobladores rurales que al terminarse el negocio de la coca se fueron, quedan muchos que se han organizado o se están empezando a organizar, especialmente en el municipio de Puerto Rico y Puerto Concordia, creando alianzas productivas con empresas como Fritolay con el asunto del plátano, con la Nacional de Chocolates en el tema del cacao o empresas como Alquería, que tiene una muy buena presencia en el alto y bajo Ariari y ha brindado a los campesinos una alternativa diferente y estable de producción.

PEDRO RUÍZ. Licuala


Cómo nos toca la guerra. No. 16

Sin embargo, el conflicto en el país no se termina y todos los días vemos noticias de ello. Poco tiempo después de que Jhon regresó a Villavicencio, las FARC dinamitó el puente que pasaba el Caño Ovejas, complicando muchísimo más lo que ya por sí es un viaje arduo a través de los 93 km de trocha que hay desde Lindenal, en la vía a San José del Guaviare, hasta el casco Urbano de Mapiripán. Y como este, muchísimos más casos de muerte y abusos que se cometen no solo por parte de la guerrilla, también por el mismo ejército, en algunos casos, y que la población civil en general padece, unos más que otros. Gracias a esta experiencia Jhon se sensibilizó muchísimo más, particularmente con el sector rural, uno de los sectores más vulnerables y golpeados por el conflicto y por las mismas leyes del estado. Así que hoy se dedica a encontrar nuevas formas de organización campesina para generar bienestar y prosperidad en este sector, especialmente en el municipio donde creció, que es Cáqueza, Cundinamarca, manteniendo siempre la esperanza de que poco a poco, con los actos invisibles de la gente buena de este país, algún día encontraremos la tan anhelada paz.

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CRÓNICAS

ESTA GUERR A QUE VIENE Y VA

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alir; entrar; permanecer; recordar;soñar;escuchar. Y la guerra que viene y va.

Rebobinar. Había viajado en varias ocasiones sin tener completa certeza de cuál era el destino de llegada. Había viajado para escuchar y recrear historias en distintos lugares, casi siempre en pueblos lejanos, con pequeños cuartos de hotel sin luz, calles polvorientas y la incertidumbre siempre detrás como una sombra. Más allá de las calles de estos pequeños pueblos se encontraban montañas, praderas y caminos aún más inciertos que debía recorrer y que mostraban el ir y venir de la guerra: retenes, trincheras, casas olvidadas, animales abandonados, soledades,

cementerios sin nombres, pancartas, saludos de guerra y de paz y la gente, tal cual como la guerra que viene y va. Había llegado siempre a distintos lugares, lugares selváticos o montañosos, cercanos unos de las ciudades y lejanos otros, todos con historias comunes, historias de la guerra que como la sombra iban siempre detrás de las personas. Después de haber recorrido un largo camino de tierra, piedras y barro había llegado al fin del camino, allá donde el río se convertía en el único que podía ir y venir cuantas veces quisiera; en ese otro camino de agua turbia que dejaba y traía a las personas, había llegado a ese otro mundo, el mismo mundo

con otras miradas, con otra historia de esta guerra; la otra historia, la historia de las miradas que en otros lugares eran ocultas y prohibidas, pero no allí; esas otras miradas de las que había escuchado y leído una y otra vez, esas que no se podían nombrar. Caía la noche luego de una larga jornada de historias y la fiesta para los más pequeños no se haría esperar. El festejo que habían organizado para los niños había traído consigo un rato más de iluminación en la calle que apenas sí les permitía a las voces reconocer sus sombras en los caminos polvorientos. Pronto habría de quedar todo en silencio mientras esas otras miradas seguían retumbando por las calles, como siempre lo habían hecho, vigilando a la guerra que viene y va.

PEDRO RUÍZ. Catleyas


Cómo nos toca la guerra. No. 16

Despertar. Habría corrido toda la noche o todo el día, tratando de buscar una salida de aquel lugar que pronto sería marcado por las huellas de la guerra, esa que va caminando al compás de los fusiles y las botas. No sabía cómo había llegado hasta ahí y mucho menos como podría escapar. No tenía certeza de quien iba a su lado, una figura, una sombra a su lado. Lo importante en ese momento era escapar. Algunas voces le habían avisado que uno de los pocos caminos que comunicaban ese lugar con el resto del mundo había sido ocupado, que la única manera de salir era tomar el carro que iba lleno de voces de angustia y desasosiego y contar con la suerte de llegar a la escuela. Durante el recorrido habían aparecido nuevamente las voces

contando que la escuela estaba ocupada ya, que no habría escapatoria alguna, que no tenía más opción que llegar allá y convertirse en una voz más. Y así, mientras se fueron acercando poco a poco, la escuela había dejado de serlo para convertirse en un laberinto de corredores sin salida, rodeado de botas y fusiles, de voces sin cuerpo y sin rostro que se iban desvaneciendo hasta convertirse en sombras que se fueron uniendo en la imagen de una sola mancha negra con la cual despertó. Rebobinar. Después de haber pasado toda la noche en la silla de un bus, con el sueño interrumpido por las voces intermitentes de quienes acompañaban su viaje, las curvas de la carretera y la noticia triste de una muerte -una muerte más en este ir y venir de mundos sin esperanza-

el amanecer en tierras desconocidas le hacía casi que olvidar la noche y empezar a andar por los caminos adentrándose en las montañas tanto tiempo como durara el tabaco encendido de quien sería el contador más grande de historias durante el viaje. Habían llegado con el objetivo de conocer las historias que años tras años de lucha se escuchaban a través del viento y los árboles, historias que hace rato habían dejado de ser solo las del andar de las botas y los fusiles. Y así, como el mismo viento, sintió que tan pronto como llegaron debieron marcharse, llevando consigo otras realidades que después de días enteros de camino con el morral al hombro y de haber pintado, escuchado, cocinado, jugado, bailado y tejido historias, se encontraban nuevamente en la carretera que, así como la guerra, viene y va.

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CRÓNICAS Recordar, soñar, permanecer, quizás no era más que los recuerdos de tantas historias escuchadas que ahora se deformaban en los sueños y también en la realidad. Le habían contado tantas historias, historias de juventudes rebeldes, de sueños utópicos que una y otra vez se repetían al compás de la música que siempre había escuchado como susurros, como si no pudieran cantar a los cuatro vientos esos otros mundos. Había escuchado, leído y visto historias del conflicto, de la guerra, de sueños revolucionarios, unos ya perdidos y otros no, de bombas y de atentados, historias de la ciudad y del campo, historias de la televisión y la radio. Historias que con el tiempo se fueron fundiendo en los sueños, en los recuerdos, en las palabras y en esta guerra que, como la vida misma, viene y va.

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ESA GENTE NO ES PAR A CHARL AR

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e Medellín se fueron por problemas familiares. Llegaron a la vereda La Paloma, porque allí vivía la familia de su mamá o al menos parte de esta, pues dos de sus hermanos tenían finca allá. Ellos se dedicaban a cultivar y a raspar coca, que era lo que se hacía, “no se hacía nada más”. La hija mayor, Lorena, ayudaba a cocinar las raspas a una tía, pero eso fue al principio, porque luego lograron que un señor les vendiera una tienda que empezó a atender junto con su mamá. Sorana tenía 15 años y sus dos hermanas aún eran niñas, le ayudaba a su mamá pero cuando se podía le gustaba ir a raspar. De esa tierra dice que para vivir era buena, a diferencia de la ciudad, el campo resultaba sano

para criarse. Así fue hasta que la violencia del conflicto armado alcanzó al caserío. Llegaban grupos armados pero sin saber todas las veces quienes eran, pues no siempre llevaban los distintivos. Su tienda era un punto de parada de unos y otros y pedían lo que necesitaran “deme tal cosa o deme tal otra; yo quiero tomarme esto, y tomaban y comían, y ya, ni gracias, ni nada”. También se llevaron los pollos que su mamá criaba para vender en los bazares o en las raspas o para hacer los tamales y no se les podía decir nada. Aunque al principio la señora trató de resistirse, pronto se dio cuenta “que esa gente no era para charlar”, porque si no se los dejaban coger los mataban ahí mismo en el patio, ellos eran “la ley”.

En algún momento su mamá pensó abandonar esa tierra, su preocupación se hizo más grande cuando se escuchó que ellos -los paramilitares del Bloque Central Bolívar-, iban a recoger muchachas, pero “esa vez a ella no le tocó”. Su problema con ellos fue tener rasgos similares con una desertora, como la llamaban, a quien tenían por orden de darle de baja donde se la encontraran. Según el comandante, quien la citó junto con su mamá, se parecían en todo menos en su voz. El cabello, la forma de caminar, la altura, los ojos, el rostro, eran los mismos; además, el gorro que usaba para tapar el sol cuando raspaba coca, solo la hacía parecerse aún más.

Desde el día de la cita, su mamá no volvió a dejarla salir, ni ir a trabajar, la situación se puso “muy berraca” para ella en ese momento, y más porque se enteró de que a un muchacho del caserío, conocido suyo, lo habían matado en la cabecera municipal. Él era raspachín y los paramilitares lo señalaron como guerrillero. Si eso fue con él ¿qué le iba a suceder a ella, si su parecido la hacía “objetivo militar” de ellos? Nunca supo si encontraron o no a esa persona cuya apariencia le había cambiado la vida. Cuando ellos la miraban, se les hacía conocida y sabía que con estas personas “las cosas eran a otro precio”.

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Lorena recuerda como era vivir en medio de los enfrentamientos. En uno de esos, estaba saliendo del trabajo y cruzaba hacía su casa en medio de las ráfagas de balas, cuando le gritaron: “¡hey muchacha, espere ahí! Y uno quieto, estático, porque ¿qué más?”. La tuvieron esperando dos horas a la llegada de un comandante, porque según le dijeron, se tenía que ir con ellos. Fue muy impactante para ella ver tantos heridos y tantas muchachas metidas en eso, ya que nunca imaginó que ellas fueran a los combates. Una de ellas, muy joven, fue quien sin querer la salvó de que ese día se la llevaran arrastrada. Se encontraba muy herida, le faltaba el brazo y estaba perdiendo mucha sangre, por lo que le pidió a su grupo que la sacaran pronto. El hombre de los paramilitares que la había

hecho detener decidió que tenían que avanzar, no sin antes decirle a ella que luego arreglaban que ya sabían dónde vivía. Cuando escuchó eso, Lorena no dudó en salir corriendo sin mirar atrás, pensando en que se podían arrepentir y hacerla devolver. No supo en que momento llegó a la casa, con sus nervios totalmente alterados, le contó a su mamá lo que había sucedido. Ese día, vio por primera vez un camión lleno de personas apilonadas que no sabía si estaban heridas o muertas. Pasaban motos y carros que los paramilitares habían tomado de los caseríos para salir de la zona. Los que iban caminando pasaban llenos de sangre y “dando bala terrible”.

Lorena y su mamá sabían que debía irse del caserío. Una señora

que manejaba carro para transportar a la gente del caserío fue quien les ayudó mucho. La señora le comentó a su mamá que los paramilitares iban a salir, que no iban a estar los comandantes, así que era la oportunidad perfecta para que Lorena lograra salir sin que le dieran problema, ya que los controles sobre la entrada y salida de allí eran muy fuertes. Se les hacían preguntas como ¿Para dónde va? ¿Cuánto se demora? ¿En qué carro va? ¿Con quién va? Salieron en la noche, tarde, y cuando pasaron por la “base”, los paramilitares las detuvieron y les preguntaron que para dónde iban y por qué a esa hora. La señora les respondió que ella iba a surtir y que estaban demoradas porque se habían varado. Les ayudó que ellos ya conocían a la señora y sabían que llevaba y traía gente, además, sin

PDRO RUÍZ. Araracuara


comandantes en el lugar, no encontraron razón para detenerlas. Lograron pasar. Ese día Lorena “temblaba todita, desde la punta de los pies, porque pensaba que no la iban a dejar salir”, pues ella ya estaba “fichada”. Con frecuencia le decían: usted es como conocida, nosotros a usted como que la conocemos. Eso lo entendió desde que el comandante los había citado para preguntar por ella porque su parecido con la “desertora” la situaba en la mira. Siempre debía portar su tarjeta de identidad para evitar la confusión y si iba más lejos de lo habitual debía hacerlo con su mamá. Tan pronto pudo llegar al casco urbano, salió para Medellín. Varios años después regresó al casco urbano y quiso contar una parte de la historia de su vida, concluyendo que “es muy duro para uno que es un niño, ver esas cosas, pues nosotros no estábamos enseñados a eso”.


CRÓNICAS

SIN PERDER L A ESPER ANZA

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in pensar. Cuando escuchaba en la radio o miraba en la televisión las noticias sobre atentados, secuestros y más aún en las voces de los y las protagonistas, su angustia, desespero o tragedia, me imaginaba que nunca pasaría eso en mi comunidad y, peor aún, que jamás lo sentiría con mi propia vida. La verdad, una está equivocada en muchas cosas sobre la forma de vivir; creer que la vida es larga cuando es corta; que el mundo es pequeño cuando es grande; que los violentos están allá cuando están aquí; que el dinero compra todo y no es así. Quizás sea mi crianza o no lo sé, pero lo que sí creo es que cuando mi familia, mi hija y yo estuvimos al borde de la muerte, entonces fue cuando recapacité y me sentí viva.

Lo vivido. La señora Liliana con 29 años de edad, en el año 2010 ya casada y con una hija fue secuestrada durante tres meses y sin aún superar el trauma psicológico del cautiverio, un mes después de su liberación, su padre falleció tras sufrir un violento accidente. Siendo la hija mayor se convirtió en el apoyo de su madre y tomó las riendas de su familia; tras dos años de dificultades familiares, sintiendo angustias y temores personales, decidió habitar cerca a la estación de policía en el caserío de San Joaquín, como medida de seguridad por el secuestro. Sin embargo, en enero de 2012 se realizó la única toma guerrillera en el pueblo que, después de seis horas, dejó a su paso un pueblo con muchos

daños, una escuela y dos casas destruidas en su totalidad, una de estas la de Liliana. Afortunadamente, como dijo ella, gracias a Dios nadie falleció.

“Sólo puedo describir ese día como un milagro de vida, pues solo segundos después de haber discutido con mi marido y cambiarnos de habitación, un cilindro cae en nuestro cuarto y dejando una única viga que sostenía una pared y parte del techo para no ser aplastados por la casa, además teníamos que correr con mi esposo y nuestra hija en medio de la lluvia, viendo pasar las trazas rojas de las balas en frente nuestro hasta la siguiente casa, y más desesperante llegar y encontrarla sin techo,

PEDRO RUÍZ. San Joaquín.


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con un único armario como refugio para los niños. Entonces ves pasar los segundos como horas hasta el amanecer”. La superación. Si me preguntas cómo he vivido la violencia de mi país te puedo decir que muy difícil hasta para describir; mi duelo tuvo su tiempo y mi esperanza de vida, que superó cualquier momento del pasado, fueron mi hija y mi familia. También el mantenerme ocupada ha permitido no pensar en el cautiverio de mi secuestro, en la muerte de mi padre y en el horror de la guerra, porque entendí que debía pensar sobre mi presente y proyectar mi futuro. Pensar que el tiempo es demasiado corto, que si hoy dejas de vivir algo con tus seres queridos, entonces ya no hay tiempo atrás y te puedes arrepentir en lo más

profundo, que el mundo es grande por que debes aprender a disfrutar de otros lugares y compartir con otras personas. Que si no perdono -y qué difícil- a quiénes son los implicados de la región en mi secuestro y atentado, no hay un verdadero descanso en mi corazón, yo no le puedo garantizar un futuro a mi hija y familia, porque la venganza solo me sumiría mucho más en el dolor y es así como pienso que se debe construir el proceso de paz en Colombia. Que el dinero no lo es todo, solo soy bachiller pero lo que menos me afecta es el dinero, porque como mujer emprendedora y trabajadora no he sufrido necesidades ya que la libertad, la felicidad y el amor no se compran por ningún oro.

Me considero una mujer ejemplar, pacífica y

luchadora o por lo menos eso me hacen saber mi hija, mi esposo, mi familia y la gente de la comunidad. Al recordar lo pasado, que no se puede olvidar, lo hago teniendo presente que la vida es hermosa, que hay miles de cosas porqué luchar, que las oportunidades están allí y que no hay de dejarlas ir. Es allí cuando te pellizcas, hay que seguir luchando con actitud positiva y de liderazgo, que vamos para adelante. En la comunidad, las personas y los jóvenes que sufren problemas, acuden constantemente a mí, para que les ayude, para impregnarles motivación a su vida.

Siento satisfacción enorme por haber superado mis crisis. Mi esposo dice que él no es capaz de hacer las cosas que hago, me identifica como una mujer valiente,

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CRÓNICAS decidida, que lo sorprendo, por ejemplo en la compra del lote para mi casa nueva, solo le dije ya tengo el dinero gracia a los cultivos de la finca, acompáñame a comprarlo y me dijo: ¿qué? ni yo que soy empleo ha podido ahorrar tanto. Esta es mi opinión, ante tantos momentos difíciles no podemos perder la esperanza, al caernos debemos ponernos de pie de inmediato para seguir, que si bien esta es nuestra realidad de país, esta comienza a cambiar solo por nosotros mismos.

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UN DÍA DECIDÍ IRME

M solo

uchas veces vivimos las historias de otros con escucharlas.

Este relato lo escuché de una prima materna o no sé si de ella o de Marly su otro nombre. Llegó del Caquetá, de un lugar enclavado del piedemonte amazónico, a mi casa en Villavicencio hace once años. Su estado de salud me conmovió y llena de curiosidad le pedí que me contara que le había pasado, por qué estaba así, de quién se estaba escondiendo porque pareciera venir huyendo. Tenía que entender por qué ese silencio tan marcado en ella y en mi tío. Con nostalgia y con algo de vergüenza finalmente Marly decidió contármela.

Un día cualquiera decidí a mis 14 años de edad montarme a un campero con el ánimo de hacer cambios en mi vida, ligados al aburrimiento de los tantos quehaceres que tenía que cumplir en la finca de mi papi. Su mirada bajó al suelo como escarbando en lo más profundo de sus pensamientos y se deslizó por una de las muletas que le servía para caminar. Esto precisamente me llevó a tomar la decisión de buscar en el pueblo a un amigo miliciano y decirle: Me quiero ir para donde ustedes, y él inmediatamente le contestó, a las 8 de la noche sale ese carro y señaló a unos metros más adelante de donde estaban, móntese y llega a donde me está pidiendo. Marly entornó sus ojos con la emoción y rapidez de esa decisión


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que cambiaría su vida. Probablemente Marly no midió el término de su decisión que ahora la acompaña de cierta nostalgia. Sin pensarlo mucho y con lo que llevaba puesto, lo hice. Así de simple me lo dijo, así de fría. Emprendí un viaje por una trocha de la vereda la Cristalina y esa noche tuvimos que dormir en el monte, en unos cambuches improvisados hechos de ramas, plástico y una sábana que muy amablemente me prestó uno de los cuatro manes de civil y armados que me acompañaban. Esa noche el frío y el temor por las culebras me dieron la bienvenida a los tres largos meses que pasaría allí. A la madrugada volvimos a coger camino, seguimos monte adentro, trataba de orientarme por lo que conocía, sin embargo fue

difícil. Fueron seis horas de viaje que finalizaron en un campamento de reclutamiento de la guerrilla de las FARC. ¿Le provoca tomar algo? Pero ella ensimismada en su historia siguió con la misma frialdad y queriendo solo hablar. La primera impresión fue que no estaría sola, ya que había conmigo cerca de doscientos muchachos entre los 14 y los 18 años, prácticamente por igual, hombres y mujeres. Como cosas de la vida encontré a la hermana de una cuñada y con los días nos volvimos buenas amigas. Ella me contó que el maltrato de su esposo la motivó a estar allí y que no le importaba haberlo abandonado junto a su hija.

Pensé en un instante que Marly y su nueva

amiga iban huyendo de su destino. Marly me sacó de mis pensamientos cuando dijo, en ese momento nos llamaron a formación y el comandante nos explicó a los nuevos el reglamento, en el que asignaban las diferentes tareas en grupos, en la recogida de leña, cargar agua, barrer, limpiar caminos, cocinar y eso si nos advirtió que debíamos prepararnos sicológicamente para el entrenamiento físico que nos iba a tocar, correr, saltar obstáculos, polígono y hasta cruzar en medio de alambres de púas. Marly se detuvo un poco, y me dijo, ¿Sabe qué? Le recibo algo. Le ofrecí una avena con empanada. Está bien, me dijo. Me paré de la silla y me fui a traerle lo ofrecido y una vez probó un sorbo, exclamo: ¡Imagínese que a traer leña y a cocinar! Eso me pareció muy cansón. Luego teníamos que cargar un palo colgado al hombro

simulando el fusil y tenerlo limpio y organizado y nunca dejarlo botado o seríamos castigados. Ante esa amenaza varios nos miramos y nos preguntamos cuáles serían esos castigos que el comandante hacía referencia. Al caer la tarde nos entregaron la dotación de sudadera, camisetas, ropa interior, botas de caucho, un toldillo y la loza. Muy a las cinco de la tarde nos sirvieron la comida, era más o menos buena y le llenaban el porta comidas a uno. La dormida fue de la misma manera, en cambuches individuales o también en hamacas. El comandante dormía en la mitad de todos. Le pregunté si ella no sintió miedo de una balacera o algo así, muy segura Marly de su respuesta me respondió: Siempre estuvimos custodiados por

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CRÓNICAS guerrilleros ya formados. El campamento contaba con dos cordones de seguridad alrededor de nosotros, por eso nunca sentimos miedo de hostigamientos por parte del ejército.

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En cuanto a la rutina de los días, todos debíamos levantarnos a las cuatro de la mañana, realizábamos las tareas asignadas durante todo el día. Como parte del protocolo de entrada, en esa misma semana nos presentaron a la enfermera, ella nos hizo como un examen médico, a las mujeres par ticularmente, ese día por primera vez nos aplicaron la inyección de planificar.

Mi cara fue de asombro al ver su naturalidad para decir esto. Apenas tenía 15 años de edad.

Así fueron pasando los días, muy rutinarios por cierto, me sentía aburrida, cansada por todas las tareas que me tocaba hacer, era más el oficio en el campamento que en la finca de papi. Lo paradójico para Marly es que precisamente venía huyendo de esto. En medio de sonrisas irónicas me dijo, extrañaba mi casa, mi cama y algo la familia. Ya no se le sentía la misma frialdad que al principio. Y con una sonrisa pícara en su rostro comentó, entre mis compañeros ya estaban naciendo algunos noviazgos, nunca los prohibieron; al contrario, el comandante tenía un libro donde programaba los miércoles, sábados y domingos los encuentros conyugales, así los llamaba él, era muy chistoso porque todos escuchábamos el ruido del caucho de los cambuches. Nos reímos sin parar, nunca me imaginé este

tipo de disciplina para organizar a unos jóvenes en plena pubertad. PEDRO RUÍZ. Valle del Cocora

Marly estaba más relajada conmigo, sin embargo, se le sentía cierta timidez. Pasados los primeros quince días nos separaron en grupos de a cincuenta muchachos y para sorpresa mía, nos asignaron un nuevo comandante. Quedé perpleja ¡era Álvaro! Un muchacho que solía visitarnos en la finca. El también quedó sorprendido al darse cuenta que estaba allí; me preguntó si mi papá me pegaba o me regañaba mucho, yo le dije la verdad, que mi decisión era por aburrimiento de hacer oficio y por voluntad propia, porque tampoco tenía más opciones y que ellos no me encontrarían fácil en el monte.


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Su mirada reflejó un brillo especial, pues fue evidente su nostalgia al recordar a Álvaro. Desde ese día que nos volvimos a ver con Álvaro, sentí una mirada fuerte de él. Con los días fue muy especial, hablábamos mucho, nos mirábamos coquetamente, ¿Si me entiende? Con una sonrisa pícara y nerviosa y bajando el tono de su voz. Nos bañábamos en el caño en la tardecita. Comencé a gozar de privilegios que ningún otro los tenía, ya no hacia oficios, me despertaba más tarde, iba hacerle mandados a un pueblito cerca, mejor dicho me cuidaba y me consentía mucho.

Álvaro con treinta años de edad, fue el primer hombre en la vida de Marly, aunque le cuesta aceptar sus sentimientos. Pero la manera en que se refiriere a él, presumo que ella se enamoró y hace parte de su gran secreto. Como guardar para siempre en su corazón el nombre verdadero de Álvaro. Mi curiosidad no pudo más y le pregunte ¿usted lloró estando en el monte? Marly con su espontaneidad y frialdad que la caracteriza exclamó, ¡por qué iba a llorar! yo decidí irme, pues qué más, tenía que afrontar la situación; además, tampoco la pasé tan mal, me trataron bien. Otra vez el asombro me acorraló y como si nada continúo con su historia.

Cada quince a veinte días nos movíamos de los campamentos, hasta tres horas caminábamos como mínimo, era muy agotador pero me gustaba porque iba con Álvaro. Como parte de los detalles de Álvaro, me regaló a los dos meses de novios una cadena de oro. Ese regalo provocó celos y envidia en la enfermera esa, ella nunca estuvo de acuerdo que se me diera trato especial, esa vieja fue con quejas a otros comandantes y logró finalmente que trasladaran a Álvaro. Me quedé pensando en el infierno que debió pasar Marly esos últimos días allá. Antes de irse Álvaro me regaló su pistola; como él me recomendó, la escondí entre mis cosas, pues era prohibido para nosotros cargar armas. Además con esa enfermera rondando, uno no se

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CRÓNICAS

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podía confiar. Cumplidos los tres meses de estar ahí, ya nos tocaba jurar bandera, la ceremonia se iba a realizar a cuatro horas de camino de donde estábamos. Otra vez a caminar como burros y sin Álvaro. Tuvimos que pasar por varios caños y una trocha muy pantanosa. Un compañero por saltar una zanja se fracturó un pie. No impidió que continuara con nosotros, lo llevaron entre varios. Próximos al sitio teníamos que cruzar otro cañito, fue más complicado para mí, pues me resbalé y caí mal, ahí fue donde me fracturé la cadera. Ese dolor en la vida lo había sentido. Para rematar la que me atendió fue esa bruja, la enfermera, me aplicó dos inyecciones como si estuviera vacunando ganado. Tuve toda la intención de sacar la pistola de Álvaro y meterle su tiro. Pero el hijueperra dolor no me dejó.

A pesar de su sarcástica risa y mirada de rabia, creo que Marly no estaba preparada para matar a alguien, tampoco es justificable su intención, pero en el monte para ellos todo vale, pues es su manera de sobrevivir. La manera que me sacaron de ahí fue a caballo, de por Dios yo no le deseo ese dolor a nadie, grité y lloré del dolor cuantas veces pude. Por fin llegamos a una finca. El otro compañero fracturado también venía conmigo; un miliciano nos recibió y me llevó a mi primero en un campero a la finca de mi papi. Lo más sorprendente para mí fue cuando mi familia me vio, yo por supuesto no podía bajarme sola del carro, ellos corrieron a saludarme, lloraban, gritaban, se reían, me abrazaban, mejor dicho una felicidad muy inmensa.

Yo me quedé callada y cuando se dieron cuenta de mi estado de salud, que estaba aporreada se asustaron muchísimo. En ese momento el miliciano y un hermano me bajaron del campero y me llevaron a mi cama. Él le entregó a mi papi dos millones y medio de pesos, para los gastos médicos. Pero le advirtió que ellos volvían por mí.

Mi mamá me pasó limonada y mi papi no se aguantó y me preguntó con lágrimas por qué lo había hecho; que si ellos habían fallado como padres, ¿qué le hizo falta en la casa? Me quedé callada, ni lloré tampoco. Me daba vergüenza con ellos que por mi flojera había cometido esa locura. El silencio de Marly en ese preciso momento, me traduce que su valentía

de afrontar las cosas ya no era cuestión de su espontaneidad y su ligereza de ver la vida.

Mi papi se calmó y me comentó que al enterarse que yo estaba en la guerrilla fue a hablar con varios comandantes y la respuesta que él encontró fue: Aquí no se le niega nada a nadie, ella quiso hacerlo por voluntad propia y eso es precisamente lo que nosotros buscamos en los nuevos. Pero tranquilo, su hija puede regresar cuando quiera a la casa. Usted hace parte de los afectos del comandante Manuel; usted lo conoce, seguramente hablando con él, le dé una segunda oportunidad a Marly. Lo paradójico que más recuerdo de todo esto es que él mismo decía: no me quedó grande manejar la guerrilla todos estos años, pero si a la loca de mi hija.


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Mi proceso médico duró dos años, no fue fácil, pero siempre mi papi estuvo conmigo. Tuve que someterme a varias cirugías en Bogotá, esperando mi recuperación en la quietud total de una cama y luego usar las muletas durante meses, no fue para nada gratificante este proceso. Bajó su mirada y suspiró tristemente: y más aun huyendo de la guerrilla, porque yo por allá no vuelvo. Tuve que venirme para donde ustedes a que me refugiaran, me ayudara mi tía con las terapias para no quedar lisiada.

Marly, llama a la reflexión. Si su decisión fue dada solamente por los impulsos de una locura adolescente o por la falta de opciones. Porque hay muchísimos jóvenes en Colombia que lo hacen por situaciones similares, pues recordemos que ella tuvo doscientos compañeros reunidos en un solo lugar. Pienso ahora que el Estado se ha centrado en combatir la guerra equivocadamente, porque si se esforzara en gobernar, seguramente le restaría futuros guerrilleros al monte.

-¿Qué pasó con Álvaro? -Pues él me visitó en la finca una sola vez y fue antes de viajar a Bogotá, me regaló dinero, para mis exámenes. Él siempre me manifestó que me recuperara pronto, para estar juntos nuevamente. Lo último que supo Marly de Álvaro fue que las FARC lo dieron de alta del monte, porque sus pulmones ya no aguantaron más su vicio, el cigarrillo. Fueron más de 15 años al servicio de la revolución. Ella no sabe si al día de hoy sigue vivo. Me confesó con una mirada de amor y un mínimo de vergüenza, que volvería a estar con él… pero lejos de la guerrilla.

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PEDRO RUÍZ “De la única manera en la que yo me podía salvar como pintor es siendo sincero y me comencé a ocupar de las cosas que me afectaran realmente: el desplazamiento for zado, las fumigaciones con glifosato, el narcotráfico” Ar tista plástico nacido en Bogotá, Colombia. Sus trabajos “Desplazamientos”, “Love is in the Air ” y “Oro, Espíritu y naturaleza de un territorio” buscan, durante un proceso de múltiples exposiciones transformar su carác ter individual y conver tir se en instalaciones y eventos interac tivos que aborden de manera más amplia problemas como el narcotráf ico y el desplazamiento for zado en Colombia.

Diseño y Diagramación Amanda Or juela


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