Cómo nos toca la guerra. No. 19

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l segundo semestre de 2016 fue un tiempo de vértigo político y social; parecíamos subidos en una montaña rusa dados los acontecimientos que se dieron frente a los acuerdos de La Habana entre las Farc y el gobierno Santos. Así, pasamos de la firma de los acuerdos el veintiséis de septiembre en Cartagena, que trajo vientos de esperanza luego de cerca de seis años de diálogo, al plebiscito del dos de octubre con una ligera pero concreta mayoría que votó por el NO que nos dejó perplejos. Vino luego el tiempo de la plebitusa de quienes votamos por el SI, que se transformó rápidamente en diversas movilizaciones en ciudades y poblaciones del país que se tradujeron en foros, expresiones artísticas, vigilias, marchas, mientras se realizaban algunos ajustes solicitados por los contradictores, a los acuerdos. En medio de toda esta ebullición social, nuevos asesinatos de líderes y lideresas y amenazas a muchos otros, que han pasado bastante desapercibidos, recordaban la vigencia de la intolerancia de la guerra. Finalmente, y con el espaldarazo del premio nobel de Paz para el presidente, se firman los nuevos acuerdos el veinticuatro de noviembre. Y ahora sí, la verdadera y larga prueba de fuego: desarrollar y cumplir los acuerdos. El vértigo de la incertidumbre continúa, menos evidente, pero estará ahí por un buen tiempo. Todo esto pasaba mientras un grupo de profesionales cursaban su primer semestre de la Maestría en Desarrollo Rural. Quizá parte de estos sentimientos encontrados e incertidumbres estuvieron presentes mientras pensaban y escribían estas trece crónicas para contar una historia que respondiera a la cuestión ¿cómo nos toca la guerra? Gracias a cada uno de las y los autores por su contribución que, por su decisión, sigue siendo anónima; ello muestra la vigencia del miedo que rodea el ejercicio de hacer memoria de la guerra. La complejidad de la violencia en Colombia incluye diversos factores, y muchos otros intereses y actores diferentes a las Farc, que la mantienen activa. Señalar con realismo político esta situación, sin embargo, no excluye reconocer la importancia de estos acuerdos, especialmente para la vida de los pobladores rurales; esos pequeños y grandes cambios que se están construyendo en medio de incertidumbres, son fuente de muchas otras historias y muchas crónicas que esperan también ser contadas. Flor Edilma Osorio Pérez Diciembre de 2016


Uno nace con

eso en la sangre

Venga le cuento una cosa. Yo creo que uno nace con el sentimiento de ser dirigente, uno nace con eso en la sangre, lo lleva en la piel, eso no se quita ni con agua ni jabón Dirigente Campesino.

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o nací en el año de 1972 en el municipio de La Macarena. Para ese entonces, el municipio era inspección de policía de San Juan de Arama y Vistahermosa desde inicios de la década de 1960. La historia de La Macarena se remonta al año 1954 cuando se establecen allí colonos caqueteños, inicialmente compuestos por la familia González, quienes venían huyendo de la violencia desde el municipio de San Vicente del Caguán. Con todos estos acontecimientos, se crea un núcleo de colonos fundadores quienes denominaron a este sitio El Refugio, hoy denominado municipio de la Macarena mediante la Ordenanza No. 021.


¿Cómo nos toca la guerra?

Mi papá y mi mamá vivían en aquel entonces en el caserío denominado El Refugio. Nunca conocí por qué y cómo llegaron ellos a este territorio. Económicamente se dedicaban a la agricultura, la producción y cacería de animales. Para el año de 1976, cuando tenía dos años de edad, llegan los tiempos de los cultivos ilícitos; inicialmente fue la bonanza marimbera y luego se establece la bonanza cocalera. Adicionalmente, el auge maderero llegó de forma muy tímida a mediados de la década de los ochenta convirtiendo al río Guayabero en la vía principal que comunicaba a La Macarena con San José del Guaviare. Para aquel entonces, la mayoría de las familias se dedicaron a la siembra de cultivos -que en lo personal considero no eran ilícitosporque, al final, no puede ser ilícito algo que nos brinda las garantías económicas para sobrevivir y que el Estado nunca nos ha ofrecido.

A partir de este momento, inician las jornadas de creación de JAC y fue precisamente entre 1986 y 1987 cuando se organizan las Juntas en Comuneros y Santa Lucía. Esta última vereda tenía unas relaciones sociales de conectividad distintas a todas las demás, porque en aquellas veredas había una relación directa con la cabecera de Puerto Rico. Las otras, por el contrario, no tenían casi ningún tipo de intercambios con la cabecera municipal. Las otras tenían un contacto más directo con el municipio de Vistahermosa y fue, precisamente por este territorio, donde ingresé con varios colonizadores al río Güejar. Nuestras relaciones sociales y económicas eran con la inspección de Piñalito, por lo tanto, nosotros salíamos era allá. En Piñalito hacíamos nuestras compras de alimentos y hasta tomarnos una cervecita; para esto subíamos por el rio Güejar hasta Piñalito.

Corría el año de 1983 y recuerdo que cuando tenía once años salí de La Macarena y llegué a la ciudad de Villavicencio, que para mí no era más que un pueblo más grande. Sin embargo, me sorprendió toda la infraestructura de vías, casas. Es más, hoy día no deja de sorprenderme la manera que viene creciendo la ciudad. Mi estadía en Villavicencio fue de paso, porque realmente mí destino fue el municipio de Duitama, en el departamento de Boyacá.

Luego llega un grupo de colonizadores a un sitio que se llamó Colinas -todo eso hoy hace parte de Santa Luciay quienes llegan a este sitio tenían visiones de dirigencia y conforman su JAC. De igual manera, hay veredas que son relativamente nuevas y empiezan a nacer con procesos organizativos. Entre ellas recuerdo mucho Colinas, La Rivera, luego nace Caño Danta con personería jurídica en el año dos mil; seguidamente en el 2001 nace Miravalles y La Pradera, la primera llegó a hacer parte de la vereda Fundadores. Adicionalmente, nace El Palmar, que incluso no aparece ni siquiera en el mapa del municipio.

Transcurría el año de 1986 cuando emprendí mi viaje desde el municipio de Duitama hacia la región de La Macarena. Durante mi viaje llegué a la zona rural del municipio de Puerto Rico, en el departamento del Meta, especialmente a la vereda de San Pedro que, para esa época, no tenía ni existían las Juntas de Acción Comunal. Para ese tiempo, se encontraba conformada únicamente las JAC de Puerto Toledo y la vereda Fundadores; solo había un sindicato que buscaba que se organizaran JAC en veredas que estaban lejanas y que empezaran a apoyar los distintos procesos que se pudiese construir al interior de las veredas.

Ya hemos conversado de mi llegada y la formación de algunas JAC que yo vi nacer, pero venga le cuento una cosa. Yo creo que uno nace con el sentimiento de ser dirigente, uno nace con eso en la sangre, lo lleva en la piel, eso no se quita ni con agua ni jabón. Imagínese que yo tenía como catorce años o tal vez unos quince, aproximadamente, como para el año de 1987, si mal no recuerdo, cuando en San Pedro había una Junta pero sin documentación, y mucho menos personería jurídica, eso no existía, pero

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estaba muy bien organizada. Entonces, en una oportunidad sin conocer y sin saber de estatutos y nada de esas cosas, me atreví a participar. Yo tenía recuerdos de que en otras partes y otras JAC en las que había estado escuchando, se hablaba del comité de deportes y que ese comité hacia estas cosas y otras, es decir, buscaba integrar a las familias y hacer lo que tenía que hacer, fomentar el deporte al interior de los asociados de la JAC.

tenía algo para agregar a la reunión. Toda la asamblea contestó en coro que no había nada más que decir, cuando de pronto un señor entre toda la gente levantó la mano y pidió la palabra. Aquel señor caminó hasta el frente donde se encontraban los dignatarios. Iba en botas de material nova, una bota de material de cuero y fue muy curioso porque los únicos que utilizaban botas de ese estilo en esa época eran de la guerrilla. Entre todas y todos los presentes no faltó el que lo primero que miró fue las botas y se murmuraba “miércoles este va a ser un guerrillero”. Cuando llega, se para al frente y dice: “reciban todos un revolucionario y caluroso, fraternal y combativo saludo”. Recuerdo que el discurso fue verraco y afianzaba “nosotros estamos por acá de paso, pero queremos apoyarlos en alguna cosa. Mi misión, mi trabajo, mi tarea es contribuir con la organización; yo veo que aquí ya están medianamente organizados, yo quiero saber quiénes son aquí los dignatarios de la junta. Levanten la mano”.

Aquí hago una aclaración: a las reuniones tenía que ir todo el mundo. ¡Imagínese esas reuniones! En aquellos tiempos, cada finquero que podía llegar a tener sus matas de coca y tenía entre cinco y seis trabajadores, entonces imagínese la cantidad de gente que asistía a las reuniones, íbamos era todos. Ese día fue cuando inició mi carrera de dirigente campesino. Ese tema de dirigente que recorría mi cuerpo como la sangre y estaba permeado en mi piel, salió a brote. Claro que yo no iba a participar, pero se me ocurrió preguntarle a Daniel -le decimos Boyaco y para ese tiempo era fiscal de la Junta-, - Pido la Palabra padrino - Hable chino, hable a ver, me contestó. - Yo digo que por qué no se conforma el comité de deportes, que a mí me parece que eso es importante. - No, no, no chino, eso hábleme de trabajo. ¿Quién dijo eso? Eso es mamadera de gallo. La vez pasada se reunieron unos, que dizque de deportes, se fueron por allá para Santa Lucía a una fiesta, se llevaron una platica y se la tomaron fue toda por allá. No, eso no, esa vaina es alcahuetear el desorden. Eso no. Ese día me dejaron sin palabras. La reunión continuó. Seguían los debates. Se conversaba acerca del aporte de los asociados para una cosa, para la otra, que se iba a construir un puente en tal lugar, en fin, la reunión se desarrolló hasta cumplida toda la agenda del orden del día. Cuando se estaba en la lectura del punto de propuestas y varios, se hizo la pregunta a la asamblea que si alguien

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Así la reunión se fue ampliando. Todos los dignatarios se fueron presentando. De igual manera aquel hombre continuaba con las preguntas, - Háganme un favor ¿quiénes son los coordinadores de los comités? - No. Aquí no tenemos comités, contestó un dignatario. - ¿Cómo así que no tienen comités? Y entonces ¿cómo funcionan ustedes? ¿Su legalidad? ¿Tienen personería jurídica? - No, no, no. Nosotros que vamos a hacer por allá, volvieron a contestar los dignatarios. - No señores, ustedes deben tener su personería jurídica. Entonces ¿ustedes cómo hacen para funcionar? ¿Cómo hacen para ir a gestionar? - No. Es que nosotros no vamos a ningún lado. - No, qué pena. Ustedes tienen que organizarse. ¿Cómo así que sin comités? –contestó aquel hombre. Y prosiguió: por ahí escuché una muy buena propuesta de un joven que dijo que el comité de deportes.


¿Cómo nos toca la guerra?

En lo personal, no se me va a olvidar nada de aquel día, cuando aquel señor continuaba su discurso y decía: El comité de deportes es el pulmón de la Junta de Acción Comunal. Y cómo así que usted, señor fiscal, se va referir hacia un joven de muy mala manera, sin escuchar ni valorar la opinión de la juventud? No señor, qué pena. Y hoy, si no tienen los comités, hoy los van a nombrar. Y llega aquel señor y dice: ¿Dónde está el joven que propuso lo del comité? Yo llegué a pensar que me iban a vaciar.

Bueno también llegue a comprar pitos, tarjetas, empecé a pedirle a la gente apoyo para comprar uniformes y llevando en un registro lo que dio cada quién. Compre guayos. Eso me volví, mejor dicho, pues, la gente de mi comunidad decía, ese tipo es un verraco. Ese chino es tal cosa, es otra. Me tenía muy bien referenciado por todo lo que estaba haciendo por la comunidad desde el comité de deportes. Finalmente fui secretario de la Junta y así, en ese trasegar he podido estar por aquí en todas partes recorriendo, apoyando, liderando, siempre al lado de mi comunidad a pesar de esta violencia tan jodida. Ojala con el acuerdo de paz, realmente podamos vivir en paz. Mire no más, ya no están matando. Esperamos no nos suceda lo mismo que a los de la Unión Patriótica.

- Pase para acá. Y me preguntó ¿cuántos años tiene usted? Yo creo que tenía como quince añitos, pero mi estatura reflejaba una edad mayor. - ¿Usted cómo se siente para que coordine el comité de deportes? Me dijo. - Claro. Desde que estén de acuerdo conmigo, desde que la comunidad me nombre, claro, yo le hago, contesté con voz fuerte. - ¿Ustedes están de acuerdo? Preguntó aquel hombre a toda la asamblea. Todo el mundo contesto que sí.

Ya es tarde, vamos a dormir que el sueño no da espera, otro día para descansar tranquilo. Mañana continuamos conversando.

Y desde entonces, con la pendejada que yo había dicho, solo me dijeron que lo conformara. Desde ese día comenzó mi carrera como dirigente. El cuaderno que tenía para apuntar las arrobas de hoja de coca que recogía, lo dividí en dos partes; en la primera mantenía lo que venía escribiendo y la otra mitad la convertí en cuadernito del comité. Desde ese día me iba de finca en finca, preguntando a la gente, que si se iba afiliar a mi comité. Les decía que esto no era solo jugar futbol, sino que además era para comprar guantes y otras cosas. Me encontraba totalmente entusiasmado. Eso no me paraba nadie. Conseguí balones de FIFA profesional que costaba cerca de 23 mil pesos cada balón. Estoy contándole a usted señor lector, entre los años 1988 y 1989. Una pregunta para usted, señor lector ¿Qué se encontraba haciendo para esa época? ¿Era feliz?

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Le pregunté a la

violencia por la paz: ahí llegó la muerte

P

arado en una esquina de la calle 26, en dirección al Cementerio Central, llegando al Centro de Memoria, se dirige uno al barrio Santa Fe. Muchas historias tiene por contar esa zona, especialmente cuando la noche fría cubre, palmo por palmo, su extensión, su totalidad, que termina debajo de lo que los ojos alcanzan a vislumbrar. La lápida de Carlos Pizarro asoma en una colmena de tumbas, que mueren cada día en el frío del mármol que los adorna.

Cerca, Gustavo Rojas Pinilla, resaltando su corte militar con la blancura de su osario. Más allá, Jaime Pardo Leal, mártir de la Unión Patriótica, que unas manos mataron el 11 de octubre de 1987. Cerca, donde empieza la industria del mármol, que suple diariamente la corrosión del tiempo y de la memoria, había una placa suelta, de orillos negros, como la conversación posterior. En ese instante, vi que decía Gilberto y la raja situada delante impedía ver algo más. Gilberto. ¡Gilberto! No contestó, ya no podía.


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arraigada. La violencia es un arraigo, un arraigo despiadado, porque se posa en el alma para quedarse. Piense en el español; hay un elemento que le puede ilustrar mi punto. Fíjese que de lo más interesante del idioma es que existe una separación ya natural, porque lleva varios siglos en su haber, entre ser y estar. En inglés, el verbo ‘to be’ representa ser y estar. ‘I am’ puede ser un asunto del presente, temporal, pasajero, etéreo, del ahora, condicionado por el ahora mismo; y puede ser, al tiempo, una condición natural al individuo, es decir histórica, pero de una composición más profunda y más fuerte. El inglés se ve apabullado por el español, especialmente en las posibilidades discursivas que abre esa distinción. Ser, en contraposición a estar, implica una noción distinta del tiempo, que rebasa la linealidad. Yo soy feliz, en contraposición a yo estoy feliz, denota una condición del alma, del cuerpo. ¿Es usted feliz? podría preguntarle, Gilberto. A lo que usted respondería, después de salir de su parcela en la que nació, creció, jugó y levantó ese platanal que tanto le gustaba visitar cuando se emborrachaba, que no. Que desde que salió no ha sido feliz nunca y que, probablemente, no lo vuelva a ser, aunque vuelva, porque los lugares son la significación que construimos en ellos; una vez muerta ésta, el espacio se torna vacío, espacio. Pero si, en cambio, le pregunto si está feliz, podría decirme que sí, porque había silenciado su historia desde que salió y la tranquilidad que siente por liberarse es equiparable a estar feliz. ¿Sí ve la diferencia? La violencia es eso: unir de nuevo el ser y el estar, fusionar el presente con el futuro, el estado con la condición, la posición con la naturaleza, el relato con la historia. Así, por supuesto, le cierra la puerta a la esperanza, porque convertir el cambio en quietud significa asesinar la paz, violentar el cuerpo.

Esa es la muerte, la imposibilidad de dar respuesta a la historia, la transición inevitable al olvido, que puede ser antecedida por la gloria o el repudio. La memoria siempre llevará al olvido, como pude notar. Habían pasado ya diez años de su ida. ¿Dónde estará, ahora que se fue? Hablo con él, pero ya no responde. Le pregunto, pero no contesta. ¿Dónde estará, ahora que no está? Decidí hablarle a la placa, para olvidar el olvido que es. Decidí hacer memoria con la figura del mármol partido, que fue persona, pero que nunca más lo será. Al final, contestó. Entonces le dije: “Cuando me pregunté qué era la violencia, resolví que el primer problema de contestar era la pregunta misma: la violencia no era, es. Es, porque anda, camina con vida propia. Es un ser, podría decirse, que se va llenando de nada, pero que está lleno de todo. La violencia, de otro lado, es también atemporal. Fuera del tiempo, porque la violencia tiene su propio tiempo, que nos es ajeno -qué contradicción, qué cosas del lenguaje, decir que aquello atemporal es aquello que mantiene un tiempo autónomo, un propio ritmo, un tiempo siempre a destiempo nuestro-. Fuera del tiempo, porque su propia cadencia la hace tan impersonal como feroz -¿será acertado hablar de una violencia impersonal cuando vemos que, como a usted, Gilberto, fueron personas, de carne y hueso, los que lo botaron de su casa?-. Fuera del tiempo, porque mutila las generaciones, no avanza, no retrocede -creo que esta fue la única afirmación que salió en blanco de mi cabeza: la violencia es quietud, aun cuando se muestre como tormenta-. La violencia es, tal vez, apoderarse de ese espacio entre lo vivo y lo muerto, es decir, de la inexistencia que existe entre nosotros. Pero la violencia también es cruel, en sí misma. No le basta con llevarnos a la incomprensión de la existencia fuera del tiempo, sino que rompe todas nuestras escalas morales, postrando la suya propia delante, sin que nadie en la fila axiológica reclame siquiera, hasta después de verla

Es por eso, Gilberto, que digo que para la violencia, estar significa ser. Su ser representa su estadía en los cuerpos, en las historias, en las memorias. La violencia es y está, para quedarse. Pero está usted demasiado callado. Seguro

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que me entiende, pero no habla porque no puede, como no pudo hacerlo cuando tronó un cañón en donde sabía que estaba su casa. Siento que el estruendo le nublara la mente, porque un cerebro lúcido puede con el apremio. O ¿qué piensa? Sí, supe que ese cañón no era precisamente uno de salva. Lo siento por su vieja, estuvo en el lugar equivocado en el momento equivocado. ¿Por qué no se fue cuando pudo? Toda vida es mejor que la muerte ¿verdad?”

primera, al nacimiento, sería negar la muerte, por lo que queda claro ya que estamos condenados a la violencia. La violencia, señor, no es la muerte; mi muerte fue libertad; usted se encadena a la esperanza. Su esperanza, la vida que le queda, no es más que la ilusión de que la vida vale por sí misma, y ya quedó claro que no. Ahora, en lo que estoy de acuerdo con usted, y que de manera curiosa, con todo el tiempo que la muerte otorga, no había pensado, es en que la violencia es quietud y que se presenta como tormenta. ¿Algo así le escuché? Ya hecho claro que la vida es violencia, puedo replantear su postura, sin hacerle perder del todo el sentido original con que la dijo. Cuando la violencia ocurre, no puede no haber ocurrido. Y llega, para quedarse; para estar, para ser. Cuando mi vieja murió, ya había muerto también. Ese disparo le terminó la agonía de estar muriendo, de haberse muerto sin poderse ir, sin poder hacer filosofía de verdad. Cuando llegaron los paracos a San Juan, la violencia, que es vida, ya había invadido el pueblo. Lo que nadie quiere, y en eso le concedo razón, es que la vida, aunque sea violencia, se convierta en muerte, si llega tan abruptamente. De todos modos, puede ver que hay, al menos, dos tipos de violencia: una, de la que ya hablé, que es el nacimiento y, por extensión, la vida; y otra, que es la contradicción de esa violencia inicial: la tortura, el asesinato, la violación, en una palabra, la ruptura del alma y del cuerpo. Esa violencia es la negación de la otra violencia, lo que hace que pese más, por cuanto en esa sí hay decisión para el que violenta, aunque quede poca para el violentado. ¿Me entiende? Vea que la violencia no es unívoca, y que puede ser su propia negación. Hay, entonces, una violencia-vida y una violencia-muerte, y en ese contexto, la muerte como paz, es decir la mía, tampoco es única. Y ahí empiezan los problemas. El Hélmer Cárdenas impuso la violencia-muerte en el Urabá, y jugó con cabezas humanas. Pobres cuerpos, desnudos, sin su raciocinio, pero con el

Y él contestó: “Está equivocado. No toda vida es mejor que la muerte. Yo morí antes de morir y viví sin vivir. Esa vida es humanamente insoportable. Justifica usted su amor a la vida, quizá porque mantiene intactas las esperanzas, de una manera filosófica que ahora creo comprender. Fíjese que la filosofía encuentra sentido en la muerte. Antes, las discusiones vivas sólo tienen validez porque la vida se acaba. Entiéndalo: la vida es el preámbulo de la muerte y todo lo que en ella nace importa por su necesaria desaparición. Y dije ‘filosóficamente’, nótelo, porque sitúa usted su elucubración fuera de la vida, en la muerte misma. Eso reafirma mi cuestión: hasta la filosofía misma, más allá de su importancia, esto es, por su realización, depende de la muerte. La pregunta sería, visitante, ¿qué significa para uno la muerte? Porque yo podría decirle que para usted, mi muerte fue violencia; y que para mí fue paz. Su filosofía es, necesariamente, filosofía de la muerte; la mía, ya muerto, es la de la vida. La vida encuentra su sentido después de vivirla. Y ese sentido, el de la armonía, la comprensión, la posibilidad de trasegar caminos ya recorridos, con la experticia que trae la muerte, es una expresión más de que cuando llega la muerte, se acaba la violencia. Su contrario, la vida, empieza con una carga inusitada de violencia, por cuanto entrar al mundo, bajo una responsabilidad exclusivamente ajena, es en sí mismo poner una carga no pedida de humanidad al naciente, que no decidió sobre su nacimiento. Debería uno poderse negar ¿no le parece? Negarse a la violencia

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peso muerto de una falsa condena. A la vieja no le cortaron la cabeza, porque no trabajaba con sindicatos, pero seguro que si se mete en alguno, se la bajan. Y la exhiben, porque en esa tortura que va después de la muerte, esto es, la violencia en el fallecido, la pornografía del espectáculo carnal de la sangre brotando a borbotones y la carne deshilachándose por efecto del trajín de los otros cuerpos, que sí están vivos y que cortan cabezas, en esa tortura se encuentra el meollo de la violencia: la publicidad y el escarnio. Y ese tipo de violencia-muerte es la negación, también, de la muerte-paz. Es ahí donde realmente aplica esa violencia, no en dejar de estar vivo. Ahora podemos hablar de la violencia-muerte como categoría filosófica, que niega al tiempo la muerte y la vida, porque se reproduce en la vida de los que quedan vivos y hace pensar en la vida, la violencia-vida a los que ya murieron, pero que quedaron en el escrutinio poblacional de sus cuerpos, como si fuera su salvación. Y ahí se repite el ciclo. Afortunadamente a mamá le pegaron un tiro y se pacificó.

a trabajar, a morir trabajando, porque la muerte-liberación era el peor ejemplo para las mentes esclavizadas. En cambio, la violencia-muerte del trabajo en las plantaciones y minas, era la condena al escarnio, a no morir en la muerte, a mantenerse esclavos incluso después de la muerte. Qué racionalidad la del suicidio esclavo, qué valentía, qué coraje. Pero esa violencia que eran los grilletes, nunca fue una excepción, un huracán; fue, al contrario, una expresión de su propia cotidianidad, la vida que merecieron por nacer allí donde la genética los obligó. Esa cotidianidad siempre fue calmada, con contadas excepciones. Esa fue nuestra propia calma, la de nosotros, habitantes del Urabá, que rogamos por un pedazo de tierra para no morir como violencia, sino como vida. En ese caso, morir de hambre es sustancialmente distinto que morir de enfermo pero sin hambre o, al menos, sin tanta. Termino con una frase extraña: la violencia es hambre. Empéñense en decir que la violencia es hambre. Porque la violencia que viene del fusil ya la conocen; la que vino de la motosierra apenas está volviéndose visible. Pero la que viene de la tierra, está escondida, profunda, dormida. El hambre es violencia, peor que la violencia-muerte y negación de la violencia-vida. No hay paz con hambre y cuando me fui de Apartadó, mi cuerpo murió con hambre, o sea, no murió realmente, y por eso hablo con usted hoy. Adiós.”

Debo reconocerle su esfuerzo por interlocutar con un recuerdo, que está muerto, pero que como puede notar, está vivo. Y cabe decirle una última cosa: lo de la tormenta, es cierto. La violencia se presenta como la más cruda de las furias y, en esencia, lo es. Pero su terreno de acción no es, en absoluto, su movilidad, sino por lo contrario, su quietud. Piénsela como una bola negra de hierro irregular, que los gringos llamaron ‘blackberry’ y que se suponía era la prisión in situ de los esclavos. En realidad, su cárcel era su cuerpo y por eso se liberaban suicidándose; hasta la moral cristiana, que atacó de frente el suicidio como contraposición al orden económico y social, basado en la apropiación de trabajo ajeno, que no es muy distinto a lo que pasó en Colombia hasta entrados los 1940, mató la posibilidad de liberarse con la muerte-vida. El cuerpo del negro esclavo era su último bastión, y por eso los capataces buscaron doblegarlo, pero no destruirlo. Los cazaban, torturaban, y mandaban de vuelta a sus cambuches,

Abrí los ojos y la lápida seguía ahí. ¡Gilberto! Ya no contestó más.

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Añoranza

de un pueblo pujante

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oy, desde la cumbre de El Salto, contemplo con añoranza la tranquilidad de un pueblo pujante, lleno de ilusiones, esperanzas, en cuyas manos se tejen las artesanías, y en sus voces se plasma la letra que da vida a la música. Aún conservando sus ancestros ha transformado su cultura que envuelve a personajes brillantes sobrepasando fronteras. Esta región enmarcada en una meseta de imponentes paisajes donada en principio por la comunidad concepcionista y bañada por el imponente río Guitara que recorre la región del Guaico en su totalidad, hace que se observe como dice el poeta Aurelio Arturo, el “verde de todos los colores”. Dando un vistazo hacia la derecha, observo con alegría y emoción, cómo los caballos transportan desde las fincas cientos de cargas de caña hacia los trapiches, lugares mágicos donde la caña se transforma en panela


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gracias a la inteligencia y habilidad de sus moradores, haciendo del entorno un lugar llamado “tierra dulce” por excelencia. Sandoná, mosaico de caña y café, la convierten en tierra panelera del suroccidente Nariñense.

silencioso río de virtudes. Este territorio, escenario de grandes potencialidades, fue propicio para atraer como un imán la violencia que vivenciaba el país con la presencia de grupos al margen de la ley, convirtiéndose en una zona de conflicto, donde el reclutamiento de niños y jóvenes, el tráfico de estupefacientes, extorsiones, secuestros, asesinatos y enfrentamientos de grupos armados, fueron el común de cada día.

En un instante, mi mente me transportó al diario vivir de la región silenciosa, calmada, tranquila pero alegre y acogedora por la familiaridad de sus gentes, dando paso a la integración de niños, jóvenes y adultos en espacios de solidaridad, compañerismo, servicio y ayuda mutua. Los trabajos realizados (mingas) incluida la recreación se hacían en barriada, llevando en mente las prácticas tradicionales enseñadas por los abuelos, las cuales se divulgaban por tradición oral, más que por otros medios. Los papás, con una mirada de ilusión buscaban que sus hijos aprendieran algo más para ser de cada uno un ser humano mejor. Los tiempos aquellos fueron difíciles, llegar a una escuela o a un colegio imposible. Las distancias, el costo y la ausencia de un lugar de aprendizaje, hacían que cada día se atrasara más el poder ser. Sin embargo, nunca se perdió la esperanza de trabajar por la región, de ser alguien en la vida, de colaborar para que la juventud del mañana fuera brillante y que jamás ninguno de sus habitantes llegara a cometer delitos o errores que más tarde afectaran el buen vivir de aquella comunidad sana.

Empezó a caer la noche y con una mirada, como si mi corazón adivinara lo que iba a pasar, emocionada contemplé la vereda la Regadera, donde tantas veces había compartido experiencias educativas en la escuela dirigida por la profesora Nancy Miramág. Recordé a mi gran amigo Libardo Guerrero, habitante de la región que a duras penas sabía leer y escribir, pero con el don de líder fue elegido concejal a nombre del Partido Social de Unidad Nacional; además se desempeñó en la agricultura y en la construcción. Como líder de la vereda fue elegido presidente de la junta de acción comunal a través de la cual lideró importantes proyectos de desarrollo; desde esa posición convocó a la comunidad para conseguir propósitos comunes como siembra de árboles, mantenimiento de la vía, organización de mingas, consiguió apoyo del municipio para cambiar mangueras, construir un tanque de almacenamiento y comprar los elementos necesarios para cercar la bocatoma del acueducto comunitario. De igual manera, junto con Álvaro Julio Erazo alcalde del momento y un ingeniero de CEDENAR (centrales eléctricas de Nariño) gestionó la instalación de energía eléctrica en las fincas de la vereda. Gracias a la amistad de Libardo con los representantes políticos mejoró las instalaciones de la escuela.

No sé porque, como una ráfaga de viento me centro en el hoy. Ya la tierra, como dice la canción, “ya no es mi tierra, es un lugar cualquiera”; habitantes de muchas regiones han llegado sin saber por qué, la plata abunda, el confort es fuente de vida; los artículos sofisticados y la tecnología han trasformado la mente de jóvenes y niños, ya no importa el trabajo sino la facilidad con que se adquiere el dinero, caminos que han llevado al alcoholismo, drogadicción, prostitución y la delincuencia común. Me sentí tan triste al ver cómo esa explosión de antivalores borró de la región lo que hacía muchas décadas atrás era un paraíso de tranquilidad, en medio de un

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En el año 2012, Libardo apoyó la candidatura a la alcaldía del doctor Fernando Paredes Aguirre, cuestión que al parecer causó muchos enfrentamientos a nivel político en las veredas Regadera, San Miguel y San Isidro, lo cual conllevó el surgimiento de enemigos personales.


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La profesora Nancy se desempeñó como docente durante 22 años en las escuelas de las veredas San Francisco, San Miguel y en la escuela Luis Carlos Galán de la vereda La Regadera. Alternó sus labores docentes con las de líder comunitaria en la junta de acción comunal. Era integrante del grupo de catequesis de la Parroquia Nuestra Señora del Rosario y artesana haciendo parte de la Cooperativa Femenina Artesanal –Coofa– de la cual fue gerente. Libardo y Nancy como líderes comunitarios y preocupados por el reclutamiento de 8 jóvenes -entre mujeres y hombres menores de edadhabitantes de la vereda, resolvieron denunciar ante las autoridades lo que estaba sucediendo en su entorno. Las autoridades ajenas a los reportes de los líderes hicieron caso omiso; pasaron y pasaron los días sin considerar la problemática que desencadenaría tan desafortunada denuncia. En la tranquilidad de la noche, siendo las 8:30 p.m. un grupo de aproximadamente diez hombres armados no identificados llegaron a la casa de la profesora Nancy Miramá quien hacía uso de su merecido descanso; ella se levantó con súbito temor y abriendo la puerta se encontró frente a un grupo de enmascarados, quienes bruscamente la obligaron a salir de su casa con dirección a la casa del señor Libardo. Con angustia sin saber qué acontecía, Don Libardo fue obligado a salir de su casa. Los dos fueron conducidos hasta el puente de la vereda y acribillados con sevicia acabando así con la vida de quienes siempre estuvieron defendiendo los derechos humanos, el bienestar de los niños y jóvenes y el progreso de la región.

un fusil de varias descargas y a Libardo le propiciaron varios tiros en el cuerpo causando su muerte de inmediato. Los cobardes asesinos huyeron del lugar buscando refugio en las sombras de la noche para no ser descubiertos por vecinos que de inmediato salieron en búsqueda de sus familiares y amigos, a quienes encontraron sin vida. A la espera del trabajo realizado por la fiscalía y el CTI, transcurrían las horas en desesperación y angustia sin saber qué podría pasar con el resto de los habitantes quienes, al igual que Nancy y Libardo son gente de bien, interesada en la defensa de sus derechos y la protección a la vida. No se pudo identificar exactamente quienes fueron los responsables. Según versiones, se cree que fue el grupo paramilitar “Los Rastrojos” que está presente en el Departamento de Nariño, una región estratégica para las rutas del tráfico ilegal de drogas, armas, etc., hacia el Océano Pacífico. Coincidencialmente, ocho días después de la muerte de Libardo y Nancy dos de los ocho jóvenes reclutados, aparecieron muertos cerca del Municipio de Samaniego y se rumora que estos jóvenes quisieron regresar a casa. Conmovidos con el cruel asesinato, no solo los habitantes de la vereda sino también la ciudadanía sandoneña se unió para rendirles un homenaje de reconocimiento por la valentía en defensa de la juventud y la niñez en el municipio. Ninguna sala de velación podía albergar la cantidad de personas unidas al trágico acontecimiento y solo la solidaridad de la comunidad franciscana permitió la velación en el auditorio del colegio. Por esta razón, también esta comunidad religiosa fue amenazada de muerte.

El puente ubicado a un escaso kilómetro de las casas de los líderes asesinados se convirtió en el peor de los escenarios de martirio; los asesinos asediados por el ladrido de los perros, aceleraron la muerte colocando en la boca de Nancy

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Todos estamos

marcados por la guerra

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a guerra que ha vivido Colombia a través de los años ha dejado una gran huella en sus territorios tanto en su infraestructura y en su geografía como en sus habitantes. En estos últimos han sido devastadoras, porque de una u otra forma gran parte de la población ha vivido la guerra de cerca. Sin importar el grupo al margen de la ley que la genera -FARC, ELN, Narcotráfico, entre otros-, han visto morir a familiares o vecinos; han sido despojados de sus tierras y pertenencias; han sido afectados físicamente por minas, balas, explosiones; han destruido sus sueños, metas e ilusiones; han sido víctimas de secuestros, extorsiones, violaciones físicas y psicológicas. En pocas palabras, los han sumergido en las espesas aguas de la guerra y sus corrientes los han llevado a lugares que nunca imaginaron porque solo tienen desolación, tristeza, desesperanza, incertidumbre. Mis padres provienen de familias campesinas. Familias que día tras día se levantan con el propósito de trabajar la tierra, producir alimento mediante sus cultivos o producciones pecuarias y vivir una vida tranquila, sin otra preocupación que la cantidad de leche que producen las vacas, el cantar del gallo en las mañanas o el sol de los venados en el atardecer, como le llamaba mi bisabuelo al cierre de las tardes soleadas.


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Sin embargo, a través de los años han tenido que vivir el rigor de la guerra. Desde la época de enfrentamientos entre partidos liberales y conservadores, donde mis abuelos, sus familiares y vecinos tuvieron que dormir a la intemperie o como lo dirían ellos “en el monte”, resguardarse en cuevas y esperar a que la calma retornara para volver a casa y continuar con las labores cotidianas. Uno de mis tíos hace nueve años vivió de cerca la austeridad de la guerra. Una noche tranquila como cualquiera, sobre las nueve de la noche -cuando ya dormían, porque las labores de la finca se inician a la madrugada- fueron sorprendidos por un grupo de hombres armados y encapuchados, que tuvieron fácil acceso a su vivienda porque queda a orillas de una carretera principal de Guayabal de Síquima, Cundinamarca. Estos hombres irrumpieron en la vivienda golpeando a su esposa, sus dos hijos, su cuñado y a él, supuestamente en busca de dinero y de cosas de valor; pero allí lo de más valor era sus propias vidas. A mi tío y a su cuñado los golpearon bastante, los amordazaron y los llevaron detrás de una loma cerca de la finca. Mientras mi tío junto a su cuñado era llevado lejos de su casa y su familia solo se aferraba a Dios, “Señor Dios, no permitas que les hagan más daño, que les causen más dolor, protégelos y permíteme a mí también volver con ellos”. Cuando los hombres armados sintieron que estaban lo suficientemente lejos de su casa los golpearon una vez más dejándolos allí inconscientes y se regresaron a la casa donde estaba el resto de sus cómplices. A la esposa y los niños también los amordazaron pero los dejaron en el patio de la casa. Mis primos, desde su mirada de niños, lloraban inconsolables en medio de esa situación, sentían miedo, rabia, no entendían qué pasaba y menos por qué. Su madre, también en medio del dolor y el miedo, trataba de ser fuerte, de calmarlos, porque aquellos hombres armados amenazaban con hacerles más daño si no se callaban. Desde un rincón solo podían observar cómo su ropa, su

mercado, sus cosas eran aventadas con fuerza al suelo, otras las rompían y otras simplemente las pisoteaban. Luego de revolcar todo, dañar las pocas cosas que tenían y tomar unas gallinas, se alejaron de allí como sin nada. Una vez calculó que estos hombres ya estaban lejos de la finca, la esposa de mi tío empezó a intentar soltarse; luego de forcejear por un rato lo logró y junto con sus hijos salió corriendo en busca de ayuda de mis otros tíos que viven cerca. El ladrido de los perros despertó a mis tíos y abuela a esas horas de la noche; por la ventana se asomaron cuidadosamente y cuando la vieron a ella con los niños y en medio del llanto salieron rápidamente a su encuentro. En medio de las lágrimas que rodaban por su mejilla, su respiración agitada, logró explicarles lo que les había sucedido. “Yo solo me imaginaba lo peor, encontrar a Gabo y a Marquitos con un tiro en la cabeza, sin vida, fríos y por nada, simplemente por unos delincuentes”. Una vez el resto de familia se enteró de lo sucedido lo que más les preocupaba era mi tío y su cuñado; iniciaron la búsqueda y afortunadamente a pocos metros de la finca los encontraron casi sin aliento, golpeados, confundidos pero aún con vida. Ellos solo preguntaban por los niños y Marina; pero mis otros tíos les dijeron que estaban bien. “Cuando escuché eso me volvió el alma al cuerpo, sabía que Dios no me fallaría y los protegería para que esos bandidos no les hicieran daño. Pobres mis niños confundidos, adoloridos y temerosos”. Durante varios meses después de esa vivencia el miedo y la incertidumbre invadieron sus mentes, sus vidas. Duraron un buen tiempo sin dormir en su casa. Solo iban en el día en compañía de amigos o familiares a alimentar a los pocos animales que dejaron, pero la noche la pasaban en casa de familiares. Nunca se supo qué grupo armado fue el responsable de tal atrocidad; no obstante en la zona ellos no fueron los únicos, pero sí corrieron con mejor

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¿Cómo nos toca la guerra?

suerte, pues en otras fincas mataron a algunas personas. Por otro lado, antes de este hecho familiar, la guerra ya me había tocado de cierta manera. En mi época de colegio de básica secundaria, para las clases de español teníamos vía libre para escoger algún libro que nos gustara. En ese tiempo me incliné por Fernando Soto Aparicio. Uno de sus libros, “La noche del girasol”, me abrió los ojos y realmente puso ante mí el escenario físico y mental de las personas afectadas, dejando de ser solo cifras como se veía en los noticieros. A continuación cito algunos de los apartes de su relato:

y también por su vulnerabilidad porque, simplemente, el gobierno ha puesto sus esfuerzos en las grandes ciudades donde para ellos están los pilares de la economía. Hay que tener en cuenta que aunque no se viva en el campo o se tenga familiares amigos que habiten allí, la guerra siempre nos está tocando. O acaso ¿creen que la delincuencia común de las ciudades, el miedo a sacar el celular en la calle, la abstención de comprar algo caro o valioso por el material en el que está hecho y llevarlo puesto, no es un tipo de guerra con la que se vive diariamente en las zonas urbanas?

“Cuando con la culata del arma te dieron un golpe en la frente sentí un dolor terrible, que todavía no me pasa. Si pudiera disponer de un espejo me miraría para saber si tengo la piel abierta. He perdido gran parte de la sensibilidad del lado izquierdo en la cara. No sé nada de ti ni de las otras personas con las que la desgracia nos reunió en ese retén de la Golera; apenas recuerdo que cuando nos iban empujando montaña adentro estallaron otros incendios, se escucharon ráfagas de ametralladora, gritos, llantos, maldiciones y súplicas…”1 p.45. “… Había un par de letrinas, y detrás de ellas pude ver un corral cercado con alambre de púas, donde tienen –dicenmás de quinientos muchachos que antes fueron policías y soldados. Causa un dolor terrible, un vómito del alma, verlos de la mañana a la noche sin esperar nada. Los oí gritar, maldecir, suplicar; pero quienes los vigilan son sordos, no les hacen caso, no los miran…”1 p. 221. La guerra nos toca lenta y sigilosamente, y el día, a la hora y lugar menos pensado. Desafortunadamente a quienes más golpea es a las personas del área rural, sí, los que llamamos campesinos, trabajadores humildes, pero con berraquera -decisión, valentíaen el alma y el corazón. Ellos se vuelven población blanco por la riqueza de sus territorios, por la ubicación de sus tierras

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La guerra ¿un

asunto ajeno?

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ace poco tiempo escuchábamos a todo el mundo hablar acerca de su decisión del “Si” o del “No” frente al plebiscito que se avecinaba a la vuelta de la esquina, decisiones que giraban en torno a si aceptábamos los acuerdos definidos en la Habana o no los aceptábamos. Lamentablemente para mí, ganó el “No”. Desde mi perspectiva, desde que nací hasta hoy en día, he vivido lejos de los lugares en donde la guerra ha golpeado con todas sus fuerzas a la población colombiana. Debo tener en cuenta que Colombia tiene una larga historia de violencia, pero no solo eso, sino también una gran resistencia a ella, una resistencia que tiene gran poder. Esa resistencia es la memoria. Me refiero a la memoria de cada una de las víctimas de esta guerra que ha sufrido a sangre fría las consecuencias de la guerra. La memoria de las víctimas se puede dar en muchas expresiones, en muchos contenidos y/o en muchos usos. Hay memorias que se quedan en silencio ya sea por la fuerza o por simple elección; pero también las hay de memorias participantes, memorias que luchan en contra de la guerra, memorias que oponen su resistencia a la guerra.


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En todas y en cada una de las memorias se deriva una conciencia de injuria, pero sus sentidos responden muy diferente. Para algunos, la respuesta de injuria es una pequeña propuesta de volver al orden, de la búsqueda de la erradicación de las condiciones que llevaron a que ocurriera lo que se está viviendo actualmente; en pocas palabras, nos referimos a una memoria transformadora, que anhela la paz. Pero también existen memorias recíprocas, las que no ven un futuro o lo tienen nublado, memorias que buscan venganza, buscan acabar todo por la fuerza. En Colombia, durante años, las víctimas fueron ignoradas; tras múltiples discursos de acabar la guerra por la fuerza yo conocía estas víctimas de diversas formas: población civil, daños colaterales o como “falsos positivos”. Desde mi punto de vista, fueron consideradas como pérdidas de la guerra, residuos de esta guerra. La población colombiana en ese tiempo se llenó de solidaridad con ellas; incluso las movilizaciones ciudadanas contra modalidades de alto impacto, como el secuestro y la desaparición forzada, se ubicaron en esta lógica dominante en el campo político. Las víctimas, particularmente del paramilitarismo, fueron puestas muchas veces bajo el lente de la sospecha; se establecieron jerarquías denigrantes según el victimario, que tuvieron como correlato la eficacia o la desidia institucional, la movilización o la pasividad social. Para ayudar a las víctimas del conflicto y a la protección de estas víctimas se consagraron en las normas internacionales de los derechos humanos y del derecho internacional humanitario. No obstante, pareciera que en los hechos se requiere la condición de parte directamente afectada, interesada, para que el tema de las responsabilidades frente al conflicto desencadene la acción colectiva.

Por ello, aunque el conflicto armado en el país ha cobrado millares de víctimas, representa para muchos ciudadanos un asunto ajeno a su entorno y a sus intereses. En mi caso, después de un tiempo, me puse en el papel de ellos y desde ese momento tengo un punto de vista diferente al conflicto armado que, de una manera u otra con tal que sea pacíficamente, debe acabar. El conflicto armado del país ha llevado a la violencia de la desaparición forzada, la violencia sobre el líder sindical perseguido, la violencia del desplazamiento forzado, la del campesino amenazado y despojado de su tierra, la violencia sexual y tantas otras que se viven en medio de profundas y dolorosas soledades. La violencia vivida en una parte del país especialmente rural y el anonimato de la inmensa mayoría de víctimas han dado lugar a una actitud de indiferencia, alimentada, además, por una cómoda percepción de estabilidad política y económica. Nos hemos dado cuenta que solo unos pocos tienen la idea de los alcances, impactos y mecanismos de reproducción de este conflicto armado. Y los otros, que no tienen ni si quiera una idea clara de lo que sucede, solamente ven el conflicto como una simple expresión delincuencial o de vandalismo y no una manifestación de problemas de fondo en la configuración de nuestro orden político y social. Muchos piensan a menudo en una solución en términos del todo o nada, que se traducen o bien en la pretensión totalitaria de exterminar al adversario o bien en la ilusión de acabar con la violencia, sin cambiar nada en la sociedad. Debemos tener en cuenta que las guerras pueden destruir o transformar las sociedades, pero ellas también se transforman por exigencias internas o por variaciones inesperadas de los contextos que propiciaron su desencadenamiento. La violencia contra

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la población civil en el conflicto armado interno se ha distinguido por la sucesión cotidiana de eventos de pequeña escala -asesinatos selectivos, desapariciones forzosas, masacres, secuestros, violencia sexual, minas antipersonalesdentro de una estrategia de guerra que, deliberadamente, apuesta por asegurar el control a nivel local pero reduciendo la visibilidad de su accionar en el ámbito nacional. La conclusión es que una paz debe hacerse tanto desde los centros como desde la periferia del país. Tanto desde los liderazgos nacionales y los liderazgos enraizados en las regiones, como desde los pobladores comunes y corrientes. La democratización de una sociedad fracturada por la guerra pasa por la incorporación, de manera protagónica, de los anónimos y de los olvidados a las luchas y eventualmente a los beneficios de las políticas por la memoria. Esta es la realidad de nuestro país desde un pasado remoto hasta nuestro presente. Es un relato que se aparta explícitamente, por convicción y por mandato legal, de la idea de una memoria oficial del conflicto armado. Esta es una reflexión como ciudadana que no ha sufrido las consecuencias del conflicto armado. El país, tiene pendiente construir una memoria legítima, que no consensuada, en la cual se incorporen explícitamente las diferencias, los contradictores, sus posturas y sus responsabilidades, que reconozca a las víctimas. Mi perspectiva es un momento, una voz, en la compleja situación actual que se ha venido configurando en las últimas décadas. Es el ¡basta ya! de una sociedad agobiada por su pasado, pero esperanzada en su porvenir.

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El ruido de los

helicópteros: noches de incertidumbre en el Cauca

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i papá, nacido en Cali, criado en Playa Gande municipio El Charco, Nariño, a orillas del río Iscuandé y a la luz de mi bisabuela Rosalbina Baltán, creció entre frutales, guaguas y viche. Es fruto de las migraciones de población que se presentaron en la región del Pacífico a finales de la década de los 70 tras el maremoto ocurrido a lo largo de la costa Pacífica nariñense. Tras la tragedia migra a Cali, su ciudad, a crecer entre la venta de frutas de mi abuela Berta Baltán en la plaza de mercado de Santa Elena. Desde muy joven perteneció a la policía juvenil; aunque tuvo el anhelo de estudiar derecho, las condiciones de vida no daban para estudiar en la universidad así que optó por su segunda vocación, la policía nacional. Precisamente, de esta historia de vida se desprende la mía y mi experiencia y conexión con los escenarios de guerra.


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Fiel amante del cantante Michael Jackson, apasionado por el ajedrez, lloraba cuando veía algunos capítulos del Chavo del ocho; dedicado lector. Aún recuerdo que, en sus días de descanso, me llevaba a la terraza de mi casa y sentada en una butaca con mis pies aun colgando, leía libros en voz alta enseñándome a su vez a darle sentido y armonía a las historias. Conoció a mi madre en el aeropuerto de Popayán, lugar donde la familia tenía a cargo el restaurante y entre cafés nació el camino para construir mi historia. Mi madre, una mujer maravillosa, luchadora y noble, me enseñó la importancia de ser una mujer independiente. Ella entre pinturas le da vuelco a su imaginación dándole vida a todo objeto donde coloca su pincel; es una artesana de la vida. En medio de vivir junto a mí padre nos enseñó a no decaer ni perder la esperanza dentro de nuestras vivencias. Yo nunca había reflexionado sobre la guerra. Desde muy niña me había acostumbrado a ella y no lograba entender la dimensión que representa. Era cotidiano para mí escuchar el sonido de los helicópteros pasar sobre el techo de mi casa durante noches eternas. No entendía por qué interrumpían mis sueños hasta aquella llamada que escuché al tener ocho años. Corría el año de 1998 y una noche llama mi papá a la casa; en ese entonces los dos pisos tenían teléfono. Me dijo con voz sobria y baja que le comunicara a mi madre. De inmediato la llamé y ella contestó en el teléfono del primer piso; no colgué, me quedé escuchando con curiosidad por la voz y la urgencia con la que hablaba mi padre. ¡Mija, estoy bien, la guerrilla se está tomando el pueblo, somos pocos hombres, estamos bien pero escondidos. ¡Cuando esté en un lugar seguro la llamo! En ese momento me asusté, bajé corriendo las gradas para ver mi mamá quien al llegar ya había derramado algunas lágrimas, pero aun así se mostraba fuerte; nunca nos demostró debilidad ante las situaciones difíciles.

A partir de ese momento comencé a darme cuenta de una realidad que estaba muy cerca de mí pero que involucraba uno de los tesoros más valiosos de mi vida, mi papá. Es precisamente en ese momento en el que entendí por qué sonaban los helicópteros en las noches: la zozobra y la guerra se escuchaban por los aires. En medio de mi niñez e inocencia entendí desde muy temprano el contexto en el que vivía. El amarillismo bajo el cual se dan las noticias en nuestro país alimentó la incertidumbre y preocupación cada vez que pasaban esas aves mecánicas sobre mi casa, pues el primer ruego era ¡que mi papá este bien! En medio de las imágenes televisivas de la guerra en mi bello Cauca donde tengo puesto el corazón y mis esperanzas, vi cómo la violencia arrebataba vidas, arrasaba con los pueblos y hacía migrar a personas de sus espacios de vida. En ese momento, el Cauca era invivible y una bomba de tiempo para un policía, mi papá. Este hombre, que es un ejemplo para mí, me enseñó a pensar bien antes de actuar y no dejarme intimidar por nadie, a ser una mujer ¡bien parada! Inició en la contraguerrilla en 1984 y su primera misión fue en el Cauca, lugar donde hacían presencia aproximadamente siete guerrillas diferentes en aquella época, un espacio donde comienza a construirse una historia entre él y mi madre. Casados en 1989 conforman una familia; cada cual antes de casarse tenía un hijo, mis hermanos mayores y, de su relación matrimonial, nací yo en 1990 y mi hermana en 1994. Mi padre trabajó en diferentes áreas de la policía, siempre en el Cauca, donde recorrió como comandante los municipios de Toribío, Santander de Quilichao, Puerto Tejada, Suarez, Caldono, Cajibío, Totoró, Popayán, El Tambo, Puracé, Timbío, Bolívar, El Bordo, Belalcázar, Inzá y Florencia. Recuerdos, pocos. Quizá los que más se quedaron en mi retentiva por la frialdad de la guerra. Mi segundo momento, se remonta a una imagen televisiva. Tenía doce años y en una nota de última hora vi una imagen en medio

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de un fuego cruzado en la carretera que conducía de Popayán al Bordo: el hombre que corría en medio de los disparos era mi papá. Aún recuerdo esa imagen como si hubiese sido ayer. El desespero se apoderó de mí, pero la fuerza con la que mi mamá siempre asumía ese tipo de situaciones alivió las cargas. Las horas pasaron y esa noche llegó mi padre, empolvado y con su uniforme rasgado por un tiro de fusil que pasó sobre su hombro, afortunadamente. En aquella ocasión murió el intendente Valencia, amigo cercano de la familia quien quedó en medio del fuego cruzado, en la carretera, con un disparo en la pierna y desangrándose lentamente. Mi padre no pudo hacer nada para salvarlo. Esta experiencia representó un trauma pues mi madre contaba que se despertaba en la noche asustado y no durmió bien durante un mes. Pasados los años, siguió trabajando en Policía de carreteras. La guerra se recrudecía ante la ofensiva de la política de la seguridad democrática. El Cauca era un campo de batalla día y noche. Luego, mi padre fue trasladado a Florencia, Cauca, sitio donde el poder del Bloque Calima de las AUC tenía coaptado al pueblo, ni una hoja se movía sin su autorización. Cuando llegó mi padre a ese sitio cuenta que comenzaron los operativos incautando cargamentos de cocaína. A partir de ese momento comenzaron las amenazas. Era la mañana del sábado 10 de mayo de 2014 cuando llegaron a la casa dos hombres con un supuesto ramo de flores; eran vísperas del día de la madre por lo cual no le pareció extraño abrir la puerta de la casa. En ese preciso momento los hombres desenfundan sus armas y comienza un forcejeo entre mi mamá y uno de ellos; mi hermano es acorralado por el otro hombre en el baño y le apuntaba en la frente con el arma; mi hermana estupefacta se orinó parada del susto. Mientras eso sucedía, corrí con toda la fuerza que daban mis piernas hasta la terraza de la casa, pasé hasta la casa de mi vecina y llamé a la

policía. Mientras tanto, mi papá vivía un verdadero infierno. Cuenta que previo a esos días lo llamó un comandante paramilitar a advertirle que si seguía haciendo operativos iban a matar a algunos de nosotros. Que sabía cuántos hijos tenía, los horarios de salida del colegio y las rutinas de mi madre. Nos tenían vigilados. A petición de mi padre y ante la inminente amenaza para nosotros, salió del pueblo a la madrugada en su carro, con una granada entre las piernas y su arma de dotación. Esta sería la última vez que mi padre visitaría un pueblo como policía. Esperó los pocos meses que necesitaba para cumplir los 25 años en la institución y se retiró. Ahora es un hombre dedicado a las labores del campo para sanar las heridas, para distraer su mente de las cicatrices que dejó la guerra en él. De las historias que tímidamente nos contó después de retirado tuve la oportunidad de escuchar una que otra vivencia durante sus 25 años de servicio a la institución. Historias que escuché entre copas pues creería yo que es su única forma de romper el silencio. Escuchar las historias de mi padre viendo morir quemados, mutilados por las granadas y arrasados por las balas a sus compañeros o como lo menciona en su lenguaje “camarada” o “lanza”, es parte de un relato que muchas veces quiere ocultar con su alegría. Algunas noches después de sus jornadas dedicas al cultivo de café y aguacate en su retiro después de vivir una cruel violencia como la colombiana, pasa noches sin poder dormir, con sus sueños perturbados por las secuelas de una violencia que le tocó vivir, pero que muchos no comprenden ni mucho menos se ponen en sus zapatos, sólo lo juzgan por haber tenido que tomar el camino de luchar por una causa estatal. ¿Cómo no entender que, independientemente del bando en el que se esté, todos somos seres humanos, tenemos una familia y tenemos una vida que queremos construir cada cual desde una subjetividad y una forma de ver el mundo? ¿Cómo no entender que

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tanto guerrilleros como militares tienen una vida detrás de sus causas? Para mí, ese un dilema que no lograba entender, sobre todo cuando conoces personas cuyas posturas son tan radicales que te dicen “muerte para los aguacates” y tú desde el otro lado de la balanza eres el hijo de uno de ellos. Desde pequeña aprendí a vivir una guerra de manera indirecta, pero me tocaba a mí, a una de las personas que más amo y que tiene un significado valioso para mi vida ¿Cómo no valorar su esfuerzo?

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El día que

Palestina, Huila, se pareció a la Palestina del Medio Oriente

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esde la comodidad de una casa auténticamente rola, de costumbres tradicionales y casi aburridas, es poco lo que un joven nacido y criado en el centro de la urbe capitalina, puede decir sobre el conflicto armado. Ese mismo que consume nuestra nación desde la misma llegada de los conquistadores que, entre guerreros y ladrones, nos heredaron y que con el tiempo lo convertimos en folclore, lo arraigamos jocosamente y casi con orgullo decimos que hace parte de nuestra idiosincrasia, la misma que se ha enquistado en toda nuestra sociedad y que creemos que hace parte de nuestra cotidianidad, a punto tal de pretenderla como propia y hasta difícil de concebir una vida sin ella. Recurriremos al relato de Yuli, mujer de 27 años, casada, con dos hijos y hoy residente en la capital del Huila quien, amablemente, nos ha contado la forma en que hace 15 años se encontró de frente con la realidad de orden público. Vivía en un apacible pueblo del sur del Huila, donde lo más grave de sus días eran las infaltables peleas que se armaban en la plaza central en las ferias y fiestas, fechas en las cuales bajan todos los habitantes de la zona rural, quienes entre la orquesta, la galería y las cabalgatas, algún conato de bonche se inventan.


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Eran las 6:30 de la tarde el 11 de febrero del año 2001, domingo, día de mercado, como es costumbre en los pueblos. Yo tenía 12 años y le ayudaba a mi mamá a cuidar su miscelánea mientras ella compraba en la plaza del pueblo algo para hacer la cena. Cuando de repente, la tranquilidad de todos se interrumpió. Las personas corrían y gritaban como locos buscando un lugar donde esconderse, razón que aun yo desconocía, pero que no impedía que las puertas y ventanas de todas la casas fueran cerradas presurosamente y casi que a los golpes. La curiosidad innata de mi edad fue atendida por un vecino que decía a grito herido mientras entraba corriendo “es la guerrilla, es la guerrilla”. El almacén tenía tres puertas grandes y pesadas, por lo que fue necesario que las personas que habían entrado para estar seguros me ayudaran a cerrar, dejando por fuera a mi mamá la cual, evidentemente, yo había olvidado por completo y que no fue posible traer al recuerdo sino hasta que, segundos después, llegó corriendo, naturalmente asustada y que por obvias razones tocó dejar entrar. El negocio de la familia se conectaba por la parte de atrás con otros dos negocios, por lo que todos los que estábamos ahí, tratamos de caminar a la parte más segura. En el último de estos locales quedaba la droguería de mi padrastro donde se encontraba un señor de apellido Pasinga, se notaba que estaba borracho y no se quería quedar ahí y repetía que mejor se iba para la calle ya que a él nada le pasaría. Sin embargo, tan pronto abrió la puerta para salir, fue impactado por una bala que lo dejó mal herido y murió a los minutos puesto que nadie -por obvias razonessalió a socorrerlo. Cuando la balacera empezó, un tío materno estaba ingresando al pueblo en su camión viejo de color azul con amarrillo; recuerdo muy bien que las balas le pincharon las llantas, le rompieron los vidrios y los espejos,

su puerta tenia huecos por las balas recibidas pero, afortunadamente, nada le pasó y pudo llegar hasta nuestra casa para refugiarse con nosotros y con los vecinos que aún permanecían allí. Él se metió debajo de la cama en el segundo piso para poder contestar el teléfono fijo que no paraba de sonar. Familiares de todo lado habían escuchado que el pueblo estaba siendo tomado por la guerrilla y querían saber cómo estábamos todos, a lo cual Manuel, -así es como se llama mi tío- hablaba cortantemente y no paraba de reír, cosa que creo era por los nervios, ya que en una situación así no da para tales carcajadas, por lo menos no para mí. Mi hermano menor y yo estábamos muy asustados, llorábamos y gritábamos cada vez que oíamos las explosiones de los artefactos que caían a no más de dos cuadras del lugar, ya que allí era donde quedaba la estación de policía. Pasados unos minutos, se escuchó la sirena de la ambulancia que trataba de llegar a la esquina de la cuadra, pero los guerrilleros la pincharon lo que hizo más difícil transitar; sin embargo, los conductores se arriesgaron y llegaron a recoger a doña Aracely que vivía diagonal a nuestra casa. Cuentan los vecinos que se asomó al balcón a llamar a su hijo para que se entrara y no corriera peligro, pero cuando salió una bala la dejó sin vida. En la siguiente cuadra, en el restaurante de doña Lidia, se encontraban Ballesteros, Herrera y Pastrana sentados en una mesa esperando que les sirvieran la cena, cuando tres muchachos ingresaron al restaurante a dispararle a los policías. A Ballesteros, cuenta la dueña del restaurante, lo dejaron de una vez sin vida, a Herrera contra la pared mal herido y a Pastrana, por fortuna, no le alcanzaron a hacer nada. Finalmente, la ambulancia logró trasladarlos al hospital y, por lo que se supo en los posteriores chismes del pueblo, el herido regresó con vida a Teruel, Huila, su lugar de origen.

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Mucho tiempo después sentimos que las balas habían dejado cruzar por las calles. Ya no se escuchaba nada y todos empezamos a salir. Notamos que la casa tenía huecos por todos lados. Al siguiente día parecía un pueblo fantasma, nadie quería abrir los negocios por temor a que volviera a suceder lo mismo. Nosotros, por buen tiempo no dormimos en el pueblo, pues preferíamos ir muy temprano al campo a la finca de un tío y quedarnos ahí ya que era menor el riesgo que nos pasara algo.

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De Turbo a Riosucio: crónica de un viaje incierto

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urante el mes de febrero de 2013 estando en Turbo, Antioquia, municipio ubicado sobre el mar Caribe, específicamente en el golfo de Urabá, donde cumplía mis compromisos laborales en condiciones de contratista del Parque Nacional Natural Los Katíos, debí desplazarme a la cabecera municipal de Riosucio, Chocó, para tomar desde allí un transporte fluvial que me condujera a La Coquera, un poblado ubicado en la subcuenca de Balsas, Jurisdicción del Consejo Comunitario de la Cuenca del Río Cacarica, con el propósito de socializar a las comunidades del sector el Programa BIOREDD, implementado por Chemonics con recursos de la USAID. A eso de las 9 de la mañana salió la panga -lancha rápida o voladora- del Waffe -terminal fluvial de Turbo- rumbo a Riosucio, con un número de 20 pasajeros, aproximadamente, que nos embarcamos en un viaje que pronosticaba algunos riesgos. En días anteriores, en un lugar entre Turbo y Riosucio llamado Puente América, ubicado en la mitad del trayecto, guerrilleros de la FARC- EP habían raptado dos pangas de ruta y los anuncios decían que esta actividad continuaría.


¿Cómo nos toca la guerra?

Las interpretaciones de este hecho y los anuncios escuchados abrían la posibilidad de algo parecido en el viaje. A esto se sumaba la parálisis del transporte de panga, por miedo a correr la misma suerte de los otros colegas. Consiente de todo esta situación me encontraba embarcado rumbo a Riosucio. La primera parada fue en el guardacostas ubicado en el punto conocido como Punta de Las Vacas, a 10 minutos del Waffe. Después de realizar los chequeos de rutina, los soldados nos dieron la orden de continuar el recorrido. Seguimos navegando por el golfo de Urabá, hasta pasado 20 minutos que ingresamos al río Atrato por la Boca del Coco, allí está ubicado el poblado de Bocas del Atrato, donde nos detuvimos a comer pescado de mar frito. El pescado de este punto es famoso. Prueba de ello es la parada casi obligada que hacen las pangas y otras embarcaciones en este lugar. Normalmente se sirve una posta (porción) de anchova o robalitos fritos acompañados de patacones de bananos o plátano. Este pescado tiene un sabor especial, es uno de mis preferidos, aunque a veces tenga problema para conciliar el sueño. Desde pequeño la anchova me produce disvariaciones y sensaciones extrañas durante las noches. El sabor del rico pescado era arruinado por las constantes referencias a la situación de orden público que se estaba presentando en este trayecto. Pasada una media hora retomamos el viaje. Después de haber recorrido por el río Atrato una hora y veinte minutos aproximadamente, llegamos al poblado de Tumaradó, ubicado en la jurisdicción del municipio de Unguía, en límites con el Parque Los Katíos. Este lugar permanece en la memoria individual y colectiva de los habitantes de la cuenca del rio Cacarica como un sitio de terror. Desde 1996, las Autodefensas Unidas de Colombia -los paras-, instalaron aquí un puesto de control donde inspeccionaban

la entrada de víveres a la cuenca. Una familia solo tenía derecho a un mercado de $ 30.000; quienes transportaran sumas superiores, le decomisaban los productos y quedaba mal referenciados. También controlaban el movimiento de los viajeros. Aquí desaparecieron algunas personas acusándolas de miembros o colaboradores de la guerrilla. Al llegar a este punto se hizo una parada rápida en el centro del poblado, luego continuamos con el viaje que debió ser interrumpido antes de abandonar este lugar. A la salida fuimos abordados por miembros de las nuevas estructuras paramilitares quienes nos hicieron bajar de la panga, para hacer una minuciosa requisa del vehículo y los equipajes de los pasajeros- hasta los sobres de manila eran registrados-. En medio de la requisa preguntaron si en la panga iba algún pasajero con destino a Cacarica; resultó una persona, la cual fue requisada e interrogada de manera rigurosa. Según expresaron, en días anteriores encontraron unos cartuchos en las pertenencias de una persona que viajaba a Cacarica. Después de unos 25 minutos nos permitieron continuar el viaje; ahora los pasajeros estábamos más cargados de temor por la situación que se estaba presentando. El motorista de la panga expresó que en caso de ser abordado por los señores de las FARC-EP no iba a realizar ninguna maniobra para escapar, porque debía proteger su vida y la de los pasajeros. Todos estuvimos de acuerdo con él. Luego de media hora de recorrido divisamos a Puente América; el pánico incrementó en los pasajeros por los hechos sucedidos en días anteriores. Llegamos a este lugar, desembarcó el pasajero que iba para Cacarica y continuamos el recorrido. Después de recorrer unos 25 minutos llegamos a la Honda, donde fuimos abordados por miembros de la Infantería de Marina que realizaron los controles de rutina rápidamente para dejarnos continuar con el viaje. Solo

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habíamos recorrido unos 4 minuto, y nos encontrábamos a una vuelta del puesto de control de la Infantería, cuando en la desembocadura del río Balsa fuimos abordados por miembros de las FARC-EP fuertemente armados, que nos obligaron a abandonar el rumbo y nos condujeron por el río Balsa de manera presurosa, antes de que los soldados se percatar de la situación. Este fue un momento de pánico, el motorista no opuso resistencia y condujo la panga río arriba escoltado por la embarcación de los insurgentes. De la desembocadura recorrimos unos 10 minutos río arriba, hasta que nos hicieron desembarcar en un paraje cubierto por árboles de cativo. Allí nos pidieron las cédulas y quitaron los celulares, hasta pasado unos 20 minutos que llegaron los otros miembros de la tropa que se encontraban de centinelas asegurando el área para la acción. Cuando llegaron los compañeros, le pidieron las llaves de la panga al motorista y realizaron las pruebas respectivas para chequear el estado de la embarcación. Antes de marcharse entregaron las cédulas y dejaron los celulares en un lugar visible con la orden que nadie podía llamar. Se marcharon en la panga y el bote que ellos andaban río arriba y nosotros quedamos botados en la orilla. Gracias a Dios respetaron la integridad física y las pertenencias de los pasajeros. Algunas personas se pudieron comunicar para dar a conocer la situación en la que nos encontrábamos. Nos dieron la noticia que iba la Infantería de Marina a recogernos en sus embarcaciones rápidas, no tardaban más de 10 minutos en llegar al sitio, pero la espera fue como de 50 minutos. Llegaron en tres embarcaciones que nos recogieron y transportaron al punto conocido como Yarumal. Estando allí, el alcalde de Riosucio envió un bote que nos recogió y nos llevó hasta la cabecera municipal de Riosucio. Después de una hora aproximadamente llegamos a Riosucio, donde amigos y familiares nos esperaban. Por fin completamos el viaje después de tantas vicisitudes.

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Las 36 horas en

las que entendí lo que significa libertad

D

urante mediados del año 2011 en el contexto político y participativo del escenario electoral de nuestro departamento, al igual que un buen número de familiares y coterráneos, decidí acompañar y apoyar a una amiga de la familia,- a quien llamaré Isabel-, que emprendió su aspiración a la alcaldía de uno de los municipios del Cauca; no mencionaré sitios y nombres específicos ya que los hechos ocurridos aún son una vivencia que me persigue en mi diario vivir. La travesía como tal comenzó cuando después de una reunión con el grupo de campaña nos distribuimos por los diferentes corregimientos del municipio; siendo conscientes de la presencia de grupos armados en la zona fue necesario adelantar la actividad en las veredas donde se tenía permitido el acceso.


CRÓNICAS No.19

Estábamos motivados y con la voluntad de que a través de nuestro trabajo aportaríamos a la comunidad y a las personas más vulnerables de nuestro entorno. Entre otros motivos, decidí apoyar su programa de gobierno porque enfatizaba en las necesidades sociales del municipio y pretendía llegar con ideas de impacto social, ya que este municipio vivía la amenaza latente y constante del conflicto armado. Aun así me dirigí a concertar una reunión comunitaria con varios líderes veredales. Recuerdo la hora exacta en que comenzamos a trabajar, una y media de la tarde; los líderes eran personas activas que dentro de las charlas que ya veníamos sosteniendo meses atrás buscaban alternativas para la sustitución de cultivos ilícitos, el desarrollo productivo del municipio y dejar atrás los rezagos de una violencia aun latente. Se esperanzaban con la construcción de esta propuesta política que se encaminaba a hacer un impacto ante las entidades nacionales en busca una solución a las consecuencias del conflicto armado. A pesar de la fuerte presencia guerrillera se hablaba de libertad de expresión, de trabajo comunitario, de participar activamente, términos que parecían irreales a la hora de contrastar la cotidianidad en la que vivían ellos: toques de queda, pago de las llamadas vacunas, hostigamiento, asesinatos, desapariciones, en fin el conflicto armado en toda su intensidad. Después de definir hora, lugar y acciones a realizar salimos antes de las tres de la tarde de aquella vereda, obligado casi por lo lideres veredales que siempre me aconsejaban salir temprano hacia la cabecera municipal, por los toques de queda que establecían los grupos armados. Cuando ya me encontraba en carretera divisé un grupo de vehículos en espera de paso. Asumí que era un procedimiento de retén, algo por lo cual pasaba frecuentemente en mis recorridos por el municipio. Al momento de mi turno por el control de paso me

identifiqué y di los motivos de porque me encontraba en la zona como ya varias veces lo había hecho; pero ese día a diferencia de los demás me solicitaron que orillara mi vehículo en la carretera y esperara. Así pasó media hora mientras veía pasar los demás vehículos pensaba en que me pedirían información sobre la candidata, sobre cómo iba el trabajito de la campaña como le decían ellos y sin más contratiempos podría continuar mi viaje; en realidad, siempre quise verle el lado positivo a la situación y no dejarme permear por el temor al que sé, muchos han tenido que enfrentar en medio del conflicto en nuestro país. Al paso de media hora más se levantó retén, pero a diferencia de mis otros recorridos, esta vez, quien al parecer era el comandante del grupo aquel, se subió con otros cuatro guerrilleros más a mi vehículo y me pidió que me adentrara aún más sobre la vereda en la que me encontraba. En ese momento lo hice sin titubear. Durante el trayecto no se cruzó palabra alguna, solo escuché la siguiente frase del posible comandante que decía por radio teléfono: ¨si, ya vamos¨. En ese momento percibí que el motivo de mi retención no tenía nada que ver con la campaña política y solamente pensé en todo lo que dejaba atrás y si en realidad podría volver a mi vida habitual. Después de casi una hora, me pidieron que parara en el trayecto y continuamos a pie por una trocha. En ese punto ya no tenía claro donde me encontraba, ya que como lo había mencionado, no habíamos hecho el recorrido a todas las veredas por motivos de seguridad; nos adentramos en la montaña. El ambiente era boscoso, la humedad y el frío se sentían con mayor intensidad, por la caminata me facilitaron una cantimplora con agua pero me advirtieron que la racionara porque el camino aún era largo. No percibo las horas que caminé pero sí recuerdo las palabras de mi trabajo reciente con los líderes veredales; la esperanza con que me hablaban sobre un mejor futuro, sin guerra, con igualdad. Esa palabra que tiene una connotación muy grande, para ellos solo significaba poder hacer su

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¿Cómo nos toca la guerra?

trabajo sin deber a nadie. De un momento a otro llegamos a lo que asumo era un campamento, un lugar con cambuches medio levantados que bien hacían de camas, de sentaderos y demás, pero en realidad el impacto más grande fue ver un armazón de postes de alambre de púas que hacía las veces de calabozo. Allí me ingresaron y en ese momento se vinieron las miles de imágenes que se ven por televisión de personas secuestradas y de las luchas de sus familiares para su liberación. No quise preguntar nada o más bien no pude; estaba impactado por la situación y pensaba que ese era el fin de mi libertad. Al llegar la noche dos guerrilleros fueron a mi búsqueda y me llevaron ante otro guerrillero más, al parecer era la persona de mayor mando en aquel campamento. Me dijo que estuviera tranquilo, que allí se me iban a respetar mis derechos y que le avisara si había algún contratiempo con alguno de sus subalternos; me dieron un plato de comida y procedieron a dejarme en mi sitio de reclusión sin dar ninguna explicación de por qué me encontraba allí. No pude dormir durante toda la noche y entrada la madrugada pedí hablar con el comandante; al cabo de quince minutos me llevaron ante él. Le dije que yo me encontraba realizado trabajo de campaña sobre la vereda, que ellos habían permitido trabajar como bien le habían informado a Isabel, que mis fines eran solamente de acompañarla a ella y que necesitaba saber por qué me encontraba en aquel lugar. El comandante no emitió ningún signo de expresión cuando me escuchó hablar y al finalizar solo me dijo “no se preocupe muchacho, que ya nos comunicamos con su papá y en unas horas la situación estará solucionada”. Y así fue. Calculo que al pasar unas cuatro horas me sacaron de aquel armazón donde me encontraba, caminamos unas horas más me subieron a un vehículo y al poco tiempo me bajaron, me dieron instrucciones de cómo llegar. Para mi sorpresa, me dejaron cerca de la cabecera municipal y se fueron nuevamente.

No tenía claro lo que pasaba pero solo sé que aceleré mi paso, reconocí el lugar y al divisar la primera casa, corrí y solicité ayuda. A mi encuentro salió un campesino, me dijo que no me preocupara, me brindó un vaso de café y me acompañó hasta el pueblo, yo aunque un poco desconfiado aun por todo lo acontecido le comenté al hombre lo que me había ocurrido. Me aconsejó sin dudar, “esté tranquilo, pero por consejo propio es mejor que no mencione nada de eso”. En ese momento aun trataba de establecer cuál de todas las hipótesis en mi cabeza era la adecuada sobre lo que había sucedido en el transcurso de ese día y medio que fui retenido en medio del frío, la soledad de ese lugar y el cansancio de la caminata. En cuestión de minutos llegamos a la cabecera, sentí una mezcla entre felicidad, tristeza y desconcierto, por fin había terminado aquella jornada y lo único que quería era ver a mi familia. Llegué directo a la casa de Isabel. Allí estaban esperando mis papás, sentí una alegría inmensa al ver el rostro de ellos, me abrazaron como si hubiese estado en un viaje muy largo. Descansé y a puerta cerrada me explicaron lo que había sucedido. Fue una retención para exigir una suma de dinero, al parecer de un nuevo comandante en la zona. De mi experiencia, más que los miedos por la situación vivida reflexiono acerca de la necesidad de paz en los diferentes territorios de nuestro país, en la necesidad de escuchar más a la comunidad desde los diferentes niveles y en la desigualdad que se sufre en las zonas rurales de nuestro país. En realidad, somos poco conscientes de la verdadera cara del conflicto armado, del régimen de zozobra en el que aprendieron a vivir muchos pobladores en las zonas rurales y de la necesidad de implementar los acuerdos de paz para que estas cosas no se repitan. Porque siempre las verdaderas pérdidas van a ser la población civil, esa que se queda en medio de los enfrentamientos, que sufre el estigma, que parece olvidada y estancada en la historia.

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Crónica de dos vidas

para toda una historia

E

ntre 2013 y 2014 fue un periodo de tiempo que marcó y profundizó mi horizonte de vida, ya que pude ahondar en lo recóndito de las estribaciones del departamento del Chocó; allí pude conocer infinidad de personas las cuales recreaban mitos, realidades y resistencias a partir de la memoria individual y colectiva, en medio de innumerables conflictos por la permanencia del territorio. Durante los innumerables días de navegación por ríos y quebradas me encontré geográficamente en la comunidad indígena Waunnan de Macedonia y en la comunidad negra de Santa María la Loma de Bicordó, en las cueles puede conocer la historia de Bernalicia Moya Peña y Efrain Tamayo Peña, hijos interétnicos del enamoramiento de un territorio sumergido en el olvido del Estado, pero conmemorado por sus historias en el territorio.


¿Cómo nos toca la guerra?

Efraín Tamayo Peña. Don Agustín Tamayo, afro colombiano, fue hijo de las tierras chocoanas, cultivador del campo y gran navegante de ríos y quebradas; tuvo la fortuna en muchos de sus ires y venires ribereños de conocer a la señora Encarnación Peña, indígena Waunaan, trabajadora infatigable de la tierra y reconstructora de la herencia histórica de sus ancestros a través de la palabra y de la procreación interétnica. De la unión de estas dos personas en el río nació Don Efraín Tamayo Peña. Don Efraín nació en la comunidad de Santa María la Loma de Bicordó, mágico territorio de las estribaciones del Medio Litoral San Juan, hijo de mujer india y hombre negro; creció en medio de las espesas junglas llenas de grandezas naturales inimaginables que ofrecen las majestuosas selvas chocoanas. Don Efraín fue un joven de espíritu aventurero y trabajador, el cual fue creciendo a la par de la siembra del chibirico, yuca y otro tipo de alimentos que él mismo sembraba y producida. Como buen amante del territorio, creó pensamientos de respeto y amor hacia su comunidad, inculcó el trabajo comunitario, además de dar una gran valoración cultural a las mujeres. Este hombre que falleció por causa desconocida, hoy vive en la eternidad de los recuerdos del sacrificio de muchas luchas por la vida y la tierra, fue heredero de la historia no contada que han dado los pueblos negros e indios por su liberación de la opresión implantada por décadas. Este breve relato está escrito con algunas voces que se resisten a perder su memoria por el olvido, a través de conmemorar a un hombre que tuvo como mejor casa, mejor escuela y mejor universidad los extensos territorios chocoanos, llenos de ríos, ciénagas, mangles, valles, arroyos, ríos y montañas, un hombre que trato de defender a su comunidad hija de Bicordó, por medio de la organización comunitaria.

Por tanto la comunidad lleva el legado de su ser, con la memoria de la defensa y reconstrucción de esta gran casa, escuela y universidad donde día a día las poblaciones interétnicas compuestas por hombres mujeres, niños, y niñas reciben como legado, saberes ancestrales y populares, únicamente dados aquí, en este extenso y biodiverso territorio chocoano. Hoy, estos saberes y legados plasmados en el territorio, se encuentran en disputa y a punto de desaparecer para las comunidades que históricamente han vivido aquí por los conflictos de carácter económicos, social, culturales, políticos. De esta forma conmemoramos tu vida pasada y presente, Efraín Tamayo Peña, como luchador por la permanencia de tu pueblo dentro un territorio llamado Bicordó, un territorio sin dueños, sin tiempo. Un territorio que hoy heredan las presentes y futuras generaciones, quienes tienen el desafío de salvarlo del saqueo y el olvido. Bernalicia Moya Peña fue una mujer indígena Waunaan, hija de Aguirre Moya la señora nacida en el mes del chivirico y recibida por las calurosas y jaguadas manos de una matrona indígena chocoana. Esta mujer antes de nacer tuvo la fortuna de ser poseedora de una serie de conocimientos que su cultura históricamente ha utilizado, como las técnicas de nado en las quebradas, la capacidad de juagar la piel con diseños que son heredados milenariamente, la elaboración de tejidos, entre muchos otras prácticas ancestrales que se mezclan en la turbulencia de los remolinos formados en las quebradas Sanjuanenses. Los días en la selva y el rio fueron pasando para Bernalicia, al igual que su tiempo dentro de la comunidad de Macedonia que, desde sus inicios, forjó su historia en estos territorios chocoanos llenos de grandes secretos únicamente entregados de la madre tierra a su herencia que es el legado histórico indígena. Esta mujer con tan solo escasos metro y medio de altura,

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CRÓNICAS No.19

juró proteger la grandeza de su territorio por medio de resistencia cultural ante los más de 500 años de exterminio perpetuo de su cultura indígena.

Hoy conmemoramos tus años de resistencia, como los días que no serán borrados por el paso siniestro de historias de despojo.

A Bernelicia antiguamente le habrían llamado cacica de su resguardo, puesto que luchaba por la organización del cabildo para la reconstrucción de la memoria colectiva de su pueblo. Ella enseñaba saberes que se recreaba en las tradiciones culturales, con la danza del guatín -cerdo de monte-, o del genpot –halcón- embargando su cuerpo mente y espíritu a ritmo de cantos colectivos hechos por las mujeres, tambores tocados por los hombres, pinturas corporales hechas de jagua y adornos coloridos de chaquira ubicados en el pecho, trasmitiendo así el rescate de la cultural desde la tradición oral y corporal.

Hoy conmemoramos todos tus esfuerzos que viven millones de mujeres, indias, negras, blancas, mestizas, mulatas. Hoy te agradecemos por haberos permitido nacer como comunidad, en este infinito territorio chocoano indio y negro de raíz, Hoy mañana y siempre sabremos que tu historia nunca será borrada.

Ella enseñaba también a través del trabajo en minga, las siembras tradicionales de diferentes variedades de caña, arroz, maíz y demás cultivos que, practicados con la cacería, les proveía el reconocimiento de su territorio además de la carne. El sabor de los cultivos y el conocimiento de los bailes calentaban la tulpa hecha con tres troncos de madera de árbol de perico, para cocinar un cúmulo de conocimientos autónomos. Esta mujer, además luchar por la recuperación de los conocimientos, tradiciones ancestrales y comunitarios, luchó como matrona, como líder femenina pintada con tinta de árbol de jagua selvático, luchó por la organización de su comunidad y de su género que ha sido desconocido e invisibilizado por ser mujer y, más aún, por ser mujer indígena; el patriarcado llegado con la corona española, le dejó una larga herencia llena de violaciones impuestas, pero dispuestas a eliminar. Hoy conmemoramos a Bernalicia Moya Peña como una mujer luchadora por su pueblo de Macedonia.

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Breve fotografía de

la historia campesina de La Gabarra, Tibú

N

o recuerdo bien. Recordar pierde importancia frente a lo urgente, frente a los afanes del día a día: la tierra, la comida, la vida familiar. Pero mi Nona, de manos fuertes y tono gentil, contaba en las noches de oscuridad y silencio cómo llegaron de la costa al Catatumbo bajo, ese pedazo pegadito a la frontera, persiguiendo el dorado del petróleo. Cuenta que llegó por lo que le contó un tercero, un familiar lejano, obrero de la Empresa Colombiana de Petróleos, la COLPET, presente acá en la región desde antes de los 40. Las noticias de una tierra en la que se podía vivir y trabajar atrajeron a mi Nona y a otros más, no sólo costeños, pues llegaron boyacenses, antioqueños, vallunos y tolimenses. Exploraron, apartaron sus finquitas en uno de los tantos predios baldíos, mandaron a traer al resto de su familia y a fuerza de rula sembraron de zapotes, piñas, maíz, yuca, cacao lo que antes eran espesas selvas, las míticas selvas del Catatumbo. Es por esto que la mayoría de los que vivimos acá no tenemos títulos. Dicen por ahí que la tierra es pa´l que la trabaja y nosotros estamos a la espera de que nos la reconozcan.


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Fueron épocas de abundancia. Lo que se sacaba se vendía, salía de La Gabarra a Ocaña o Cúcuta y nos quedaba lo suficiente pa’ vivir bien, humildemente, pero bien: tranquilos y felices. Eran las épocas de la economía campesina. Los que producíamos yuca podíamos llevarla a la procesadora que había en el KM 60, de camino a Río de Oro. De todas las veredas venía gente a sacar su harina, eso era muy bonito. Además contábamos con la maquinaria donada por la Embajada de China, que nos permitía mantener arreglada la carretera sin depender de la voluntad del alcalde municipal. Aun así llegar a Tibú podía tomarnos días enteros. A finales de los 80 empezó a llegar la coca, la primera que trajeron fue la peruana –venía de Venezuela- y fue siguiendo el corte hacia el medio y alto Catatumbo: Francisco de Paula Santander, el 60, Caño San Miguel, El silencio, La india y así sucesivamente-. Luego llegaron los injertos a poblar de verde limón los paisajes rivereños. Mucha gente no entiende esto, pero para nosotros la coca ha sido vida, pues sembrar la mata nos ha permitido tener muchos más ingresos para nuestras familias. Es curioso, el gobierno dice que la mata es mala, pero para nosotros ha sido una alternativa económica. El gobierno quiere, a la fuerza, que no sembremos más, pero no impulsa el cultivo de otras cosas y no nos garantiza la comercialización, todo se pierde en el flete y acá está en juego la comida de los hijos. Si llegaran con proyectos, asistencia técnica, subsidios, riego y nos reconocieran la tierra, quizás, otro sería el cuento.

el camino hasta encontrarnos: la muerte venía en camiones y sin más, acabó con todo. El miedo terminó por zanjar toda añoranza individual o colectiva. Llegaron en la noche y quitaron la electricidad del casco urbano; como era día de fiesta mucha gente había bajado al pueblo, el Hotel del Río estaba lleno y ni qué decir de los bares y cantinas. No hubo palabra que mediara, oportunidad de salvar la vida, sólo llovieron balas. Por la oscuridad no supimos cuántos muertos fueron, algunos quedaron en el campo santo, anónimos, otros se los llevó el río bien lejos sin que pudiésemos traerlos de vuelta para su cristiana sepultura. A muchos los mataron, a otros los desplazaron, esa gente no hizo sino sembrar odio y muerte en lo que antes había sido tierra de vida y abundancia. La zozobra vivió con nosotros hasta el 2005, año en el que por fin se desmovilizaron, y Camilo, el comandante paraco, dejó de controlar la vida del Puerto de La Gabarra. Después nos reencontramos, algunos de los que se fueron volvieron y aunque ya no nos reconocíamos como antes, porque la guerra deja sus secuelas, optamos por vivir y trabajar juntos. Henry, con sus limones, piñas y vacas, nos ha puesto a pensar en otras cosas. Decidimos reconstruir nuestras casas y las juntas de acción comunal, tejer nuevamente la oportunidad de una vida tranquila y en comunidad. Créame, no ha sido fácil, pero estamos, como dicen por ahí, guerreándola.

En los 90 la cosa se puso fea, la historia –como quien dice- se nos partió en dos. El día de las madres de 1999 llegaron los paramilitares a La Gabarra, venían desde el Urabá y el ejército, en vez de contenerlos, les abrió el paso. Como sin nada arribaron a la Y, a Petrólea, a Campo dos, siguieron hacia el Kilómetro 25, allanando poco a poco

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Desde antes de nacer

¿

Cómo me toca la guerra? Me toca desde antes de nacer y ha estado presente desde siempre en mi familia “la familia Rivera”. Desde mis abuelos Víctor Manuel Rivera y mi abuela Saturia Rojas, que tuvieron que salir huyendo muy jóvenes del Departamento del Huila, finalizando la década del 50, hacia Rioblanco, al sur del Departamento del Tolima.


CRÓNICAS No.19

Salieron huyendo en medio de la guerra partidista, con sus cuatro primeros chinos como lo expresa mi abuela, “para esa época ya estaban, Uldarico, Marleny, Lucero e Italo”. El camión salió una madrugada del municipio de Tello, cargado con los trastos y la mula cuchara. Emprendieron camino hacia una tierra desconocida, en donde ya estaban los tíos Jose Antonio y Octavio -hermanos del abuelo Víctor- quienes años antes ya habían huido. Llegaron a Rioblanco, lugar que fue su sitio definitivo durante muchos años; allí los esperaban los tíos Jose y Octavio en su finca La Argentina. La familia se dedicó a las actividades agropecuarias y rápidamente fueron haciéndose a tierritas, la finca Las Mercedes y a la hermosa Santa Fe. Pasaron los años y fueron naciendo Víctor Manuel (junior), Carlos Ofredi, Rovinson, Belcy, Melba (mi madre), Dalila, Alexander y Milton “el menorcito”. Así se conformó una numerosa familia de 14 integrantes, quienes fueron creciendo y dedicándose a las actividades agropecuarias de la época, café, cacao, plátano, hortalizas y algo de ganadería. Durante 20 años, el abuelo Víctor logró sacar adelante la familia, aunque con impases. En algunas oportunidades fue tildado de apoyar las guerrillas y en momentos fue encarcelado por esas razones; sin embargo, estas privativas de la libertad no duraron largos periodos de tiempo. Con el gran esfuerzo y trabajo duro de la familia, se logró comprar casa en el pueblo, lugar de paso de los fines de semana cuando se bajaba a vender la mercancía a Río. Tiempo después las “muchachas y muchachos” llegaron a vivir a la casa para entrar a la escuela, pues mi abuelo mantenía su posición frente a la necesidad de educación de sus hijos, algunos siguieron esa senda, los más jóvenes; sin embargo hubo otros quienes se interesaron por seguir ayudando al abuelo en las labores. Este fue el panorama hasta inicios de la década del 90, cuando el abuelo empezó

a enfermar y murió en la ciudad de Ibagué. Mi abuela, siempre a su lado, lo acompañó hasta su muerte. Luego de la muerte del abuelo, mi abuela Saturia decidió quedarse en la ciudad de Ibagué y algunos de mis tíos, incluyendo mi mamá, decidieron acompañarla en ese nuevo camino. Sin embargo, otros tíos decidieron quedarse en el pueblo, como fue el caso de mi tío Ítalo quien se quedó en la vereda Santa Fe con su familia -esposa y dos hijos-. Allí empezó a perfilarse como líder de la zona en donde, con ayuda del alcalde de la época, lograron gestionar el acueducto y la escuela; tiempo después mi tío se convirtió en el presidente de la junta de la vereda. Para esa época la finca también llamada Santa Fe, se convirtió en una tienda-paradero en donde llegaba mucha gente, dentro de ellos las FARC. Las Farc llegaban a este paradero a hacer sus retenes y a tomar gaseosa, tinto o a hacer llamadas ya que era un lugar estratégico para estas actividades. En la zona también se presentaban otros grupos armados como las AUC, quienes empezaron a notar estos comportamientos y empezaron a tildar a mi tío de colaborador de las FARC. Por esta razón el 9 de Octubre de 1998 las AUC irrumpieron en la finca a la madrugada buscando a Italo a gritos y haciendo estragos, lo acusaban de ser colaborador de las FARC y de encontrarse armado. Requisaron toda la casa causando daños materiales, sin embargo no encontraron armas diferentes a los machetes que se utilizaban para la labores del campo. Luego de esta requisa mi tío fue raptado y llevado a un lugar cercano de la finca en donde fue torturado hasta morir. Su esposa Nellyta dolorosamente tuvo que ir al lugar en donde lo dejaron tirado con una marca de sangre en su cuerpo con los símbolos de la AUC. Algunas personas de la zona manifestaron haber visto cómo lo colgaron de un árbol y lo torturaron hasta morir.

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¿Cómo nos toca la guerra?

Tenía yo 10 años. Aún recuerdo cuando mi mamá llegó por mí al colegio -en Ibagué- a decirme que debíamos irnos porque había sucedido algo en el pueblo; en ese momento no lograba entender que sucedía, pues mi mamá no quiso darme detalles. Luego de 6 horas de viaje llegamos a Río, a la casa de la tía Marleny en donde se encontraba mi tío ya descasando en su ataúd. Recuerdo que tenía heridas en su cara y su nariz sangraba. Sentí una profunda tristeza de ver a mi tío en ese ataúd. Durante algunos años mi mamá mantuvo en reserva los detalles de la muerte de mi tío; sin embargo, años después tuvo el valor para contarme con lágrimas en sus ojos la muerte de su querido hermano, mi tío Italo. Desde ese lamentable hecho, poco a poco mi familia ha salido del pueblo. Sin embargo Nellyta aún sigue viviendo en la finca Santa Fe. Para ella no es posible imaginarse una vida fuera de ese lugar, a pesar de los tristes recuerdos con los que vive a diario.

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Por la rendija

Y

allí, parada al pie de un hombre joven de rostro descompuesto por el miedo, ojos exorbitados, frente arrugada, boca entre abierta, mano apuñada contra su pecho; con la manga de su camisilla cortada, su cuerpo lleno de orificios… Esa noche, mientras corríamos de un lado al otro con nuestro usual juego de yermis, transcurría parte de la noche por esas cálidas y aceitadas calles asfaltadas con crudo de petróleo, en medio del sonido del golpe de la pelota en la espalda, las tapas derribadas y los gritos de ¡yermis! Surge uno en particular ¡ya no más! -mi mamá-. Si, la misma que llevaría mucho tiempo diciéndome ¡entre!, ¡que venga le estoy diciendo! Pocos fueron los metros que recorrí mientras ella continuaba renegando. Tras un coscorrón en la cabeza a empujones me entró. Ya sabía que debía ir a dormir, era tarde y el sueño no tardó en llegar. ¡No me maten!, ¡no me maten! casi un alarido.


¿Cómo nos toca la guerra?

-Mami, mami están gritando, con un salto de la cama al piso. Mientras ella susurrando me decía: cállese, cállese no se baje de ahí, quieta. ¿Cómo poder estar quieta si en medio de la oscuridad del cuarto todo era miedo? ¡Cállese, cállese quieta, no llore! Mi angustia de 8 años era una pesadilla que, en medio de la oscuridad desde la calle nos gritaba, ¡no me maten!, ¡no me maten!

Una a una las puertas de los vecinos de la cuadra se abrieron muy despacio. Mi casa vibró del golpe que le di al abrirla, como si mi mamá me fuese a detener salí corriendo a ver de cerca muy de cerca.

Un alarido más ¡Ayuda, defiéndanme! El terror en su voz, un profundo dolor. Sin saber cómo, en medio de tropezones y lágrimas llegué al lado de mi mamá que junto a mi papá, por medio de la rendija veían de quien venían los alaridos de miedo y dolor. Inmediatamente y con un gesto brusco ella me apartó para que no toque ni siquiera la pared de la casa de tabla que teníamos. ¡Quieta, no mire! Su exclamación en voz baja casi debilitada por las lágrimas y miedo. Desde mi cama, mi trinchera segura, escuchaba el susurro entre mis papás, el llanto de mi mamá. Mientras que los gritos en la calle ya no tenían la misma fuerza, tan solo se escuchaban risas de unos y gemidos profundos que pedían ayuda. Ya no era corrida de juego, no eran fantasmas; desde mi trinchera lo único que quería alcanzar era una rendija para saber qué pasaba. Por eso en mi segundo intento logré salir y llegar a la tan prohibida rendija, otra de tantas entre tabla y tabla. Mi ubicación no podía ser mejor y hasta esa sombra penumbra de cuando el día empieza a rayar me acompañaron para entender qué había al otro lado de la rendija. Un solo hombre cuyo cuerpo daba saltos cual choques eléctricos, estaba boca arriba sobre la calle, la misma de nuestros juegos. Ya sé de dónde venían los alaridos, mi pregunta estaba respondida.

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DiseĂąo, diagramaciĂłn e ilustraciones: Amanda Orjuela


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