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a crónica “construye memoria, ayuda a hacer visible lo invisible” dice el gran cronista colombiano Andrés Salcedo Ramos. De diversas maneras los autores de esta nueva compilación de crónicas -que hacemos semestre a semestre, desde hace ya ocho años- muestran ese proceso en donde no siempre es fácil explicitar aquello que nos hemos propuesto, por múltiples razones, mantener silenciado. Son cinco crónicas construidas desde ‘un rincón del alma’, como dice el bolero. ¿Cómo nos toca le guerra? pregunta que orienta la reflexión para reconstruir una historia propia o ajena, adquiere en estos relatos un profundo sentido personal, para buscar respuestas desde las vivencias más privadas del curso de sus vidas familiares. La pregunta para algunos se vuelve una excusa para conversar en torno a lo que esquivamos por temor; es la oportunidad para escuchar a padres, parientes o conocidos sobre aquellas historias sin contar, que muestran diversas caras con las cuales la guerra se hace presente en sus vidas. La presentación de esta compilación está enmarcada por una situación diferente a las anteriores. No he conocido ni compartido con sus autoras y autores y solo desde la lectura atenta de sus historias los he recreado en mi imaginación. A ellas y ellos quiero agradecer por haber aceptado este pequeño reto, mostrando en ello creatividad, capacidad narrativa y generosidad para compartir estas casi confidencias que nos permiten una aproximación sensorial a las huellas que la guerra deja en nuestro caminar. Flor Edilma Osorio Pérez Noviembre de 2014
CRÓNICAS
D OC E A ÑO S E N E L I N F I E R NO S I N H A BE R PECA D O Ese día llevaba 60 pasajeros. Cuando llegué a una parte que llaman La Cabaña miré por el espejo y vi un carro raro detrás. Era una camioneta. Cuando llegué a la terminal no me dieron papaya, sino que se me atravesó una buseta, me tocó frenar. Cuando me di cuenta estaban encima de mí y me encañonaron con metras. Uno se subió y el otro me apuntaba desde fuera. Era el UNASE del Ejército. Yo me quedé quieto, los vidrios los quebraron todos porque la gente por donde podía salirse se volaba. Ellos no sabían qué era lo que pasaba si me iban a matar o cómo era la cosa. El bus quedó prendido a media calle, no me dieron tiempo de apagarlo. Me bajaron a puros golpes con las manos en el cuello y me echaron en la camioneta. Me decían ‘hijueputa diga dónde está Nicolás Gómez’, que esto y lo otro… Nicolás Gómez era un comandante de las FARC
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quel 19 de febrero de 1994, era un día común y corriente para Abelardo Romero. Conducía su bus -Dodge modelo 1980- en el servicio público urbano en Apartadó, Antioquia, que le daba para vivir bien con su familia: su esposa Teresa, ama de casa y su hijo John Fredy Sánchez, que hacía su último año de estudios secundarios. El día de la detención, eran las dos de la tarde y Abelardo llegaba de La Trinidad con un viaje. “No sabíamos que teníamos orden de captura, esta era para 300 personas y lograron capturar a 150; ahí cayeron los alcaldes, concejales, escoltas, junta de acción comunal y conductores. Es decir, todo lo que perteneciera a la Unión Patriótica, los alcaldes de Chigorodó, el de Turbo, el de Apartadó, entre otros que no recuerdo”.
“Ese día llegué a almorzar a la casa, como a las 12 o 1 de la tarde. Llegó un muchacho conocido de nosotros, le decían Vitamina, era también de la UP, me dijo: ‘Hermano pilas que hay un listado de órdenes de captura de los compañeros de la UP’. Él se enteró porque había visto ya el volante, yo le dije ‘Pero por qué hermano si yo no he hecho nada, yo me voy a seguir con mi recorrido’. La orden no la había dado alguien, porque para esa fecha no la había. Primero nos cogieron y nos llevaron a La Picota y a los siete días salió la orden de captura. Eso lo hizo la Fiscalía, la señora Clemencia Usechi”. El bus no era la única fuente de ingresos para la familia de Abelardo: “También teníamos una finca de 60 hectáreas donde había ganado, cosecha verde y bestias, era una
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finca en el campo donde se cultivaba maíz y cacao. Estaba más o menos a 40 minutos en San José. Allí teníamos administradores y trabajadores”.
grande. Nos devolvieron, a mí me tumbaron todos los dientes, me dieron mucha pata y culatazos en la cara”.
A La Picota. Los capturados fueron llevados al batallón donde continuaron los interrogatorios: “El que me obligaba a mí a cantar era un tipo muy conocido, yo lo tenía como amigo y fue el que me dio dedo. Como pagaban millón doscientos mil porque le dieran dedo al que fuera, no era más sino que dijera ‘ese es’ y no más. Yo lo vi y él me decía, ‘Este hijueputa, diga, diga…’ yo le contesté ‘no sé de qué me está hablando, yo a usted no lo conozco, escasamente trabajo en este pueblo y este bus es para cargar a todo mundo, yo cargo al que sea, no le pregunto a usted quién es ni nada, a mí lo que me interesa es que me paguen’”.
Al siguiente día les llevaron a la Fiscal, Clemencia Usechi, “Un tipo de café puso una pista y luego otra sobre la mesa. Estaba ella y a mí me sentaron, yo les dije que no conocía a ninguno de los que me preguntaban (…) El sábado estábamos esperando que nos llevaran a desayunar, porque aguantábamos mucha hambre. Estábamos listos desfilando para desayunar, pero no me dejaron, dijeron que no se le da de comer a un guerrillero hijueputa. Nos montaron a un helicóptero de carga que parece un burro, ahí nos metieron a 26 todos amarrados. El tiempo de vuelo, 45 minutos, fue una tortura; descansamos cuando llegamos a La Picota, no nos volvieron a maltratar para nada. Los guardias nos decían ‘muchachos lo que están haciendo con ustedes es una injusticia’”.
Cuando llegaron al batallón lo encerraron con Mercedes Úsuga. Fueron amarrados, junto con otros 18. “Como a las 10 u 11 de la noche llegan los del Ejército a tratar mal a Mercedes, a la viejita le decían que dijera dónde estaban los muchachos que reclutábamos y nos daban pata. A mí me sacaron a las 12:30 de la noche, me cogieron y me metieron una bolsa negra en la cabeza y dele, y dele… Yo sentí que fui hasta cierta parte caminando, entonces un soldado se emberracó y les dijo ‘no a ese señor devuélvanlo, esa gente está a cargo mío, porque si les pasa algo yo los tengo que divulgar a ustedes y me perjudico yo’. Éramos tres, nos llevaban para una parte que llaman el pozo, un hueco
Fue testigo de cómo en las cárceles se reproducen los conflictos que se desarrollan en el resto del país. Los metieron al Infierno o cuarto piso, que estaba abandonado: “Dicen que ahí era donde mataban la gente. En el piso de arriba estaba la gente de Pablo Escobar, que nos recibieron bien y nos defendieron de los paracos que querían matarnos. Nuestro patio estaba abandonado, había arena, no había camas. Los lugartenientes de Pablo nos surtieron todo, nos dieron colchones, cobijas, todo lo necesario. En la cárcel nos trataban muy mal, nos daban hora de sol de seis a siete de la mañana. Los del patio dos, donde estaban los del ELN y las FARC también nos protegían de los paras. Varias veces los paras intentaron
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meterse a nuestro patio, hubo balaceras, muertos. Hasta que las FARC se metió al patio de los paras y se generó un enfrentamiento con varios muertos”.
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Cuatro meses después fueron llevados a un cuarto oscuro donde una voz ronca les decía que aceptaran los cargos. “No teníamos qué aceptar. La justicia sin rostro hacía lo que le daba la gana con nosotros”. Abelardo tuvo dos condenas una por 25 años y la otra por 52, por complicidad en la Masacre de La Chinita, perpetrada en enero de 2014 en el barrio Obrero de Apartadó, Urabá Antioqueño, donde un grupo de hombres armados asesinaron a 35 personas que departían en una fiesta comunitaria.
La salida del Infierno. A los meses de estar detenido,
llegaron a su casa en Apartadó a matar a su esposa y a su hijo. Afortunadamente, cuatro horas antes, habían abandonado todo y salido del pueblo para Bogotá. “Cuando llegaron a la ciudad –dice que no sabe por qué- los del cartel de Medellín que estaban en la cárcel se las arreglaron para darles ropa, una estufa y pagarles arriendo”.
finca”. Ni su esposa lo supo, pues un hermano de Abelardo debió responder por ella y su hijo a quien le faltaba poco tiempo para graduarse de bachiller. Su familia sobrevivió en Bogotá gracias a un trabajo en una cerrajería que consiguió el muchacho, luego como vigilante. El fin de su parcela. Alguna vez entró a hablar con ellos un abogado que les dijo que según lo que sabía ellos no tenían defensores, que los habían abandonado. Abelardo con tantas decepciones por culpa de otros abogados, tampoco creía en que él le pudiera ayudar pero lo autorizó a coger su caso. Pocos días después lo sacaron a una reunión en el Consejo de la Judicatura. “Ahí me sorprendí al ver el memorando que yo le había firmado al abogado. Luego de dos horas de reunión dijeron ‘estos papeles háganmelos llegar a (no sé a qué oficina) porque a esta gente no me la van a castigar más’”.
En el Infierno duró seis años, aunque el lugar había tenido muchas mejoras. Lo sacaron al patio quinto o de la tercera edad cuando cumplió 50 años. Allí fue diferente. Pudo aprender a trabajar la madera, hacer muebles, distraerse y producir. Sus días pasaban entre los talleres, las lecturas de libros de historia, la Biblia y el periódico Voz. Perdió todas las propiedades que tenía en su pueblo, la casa, los carros y la finca, aunque de esta última tiene papeles, no ha podido recuperarla y sabe que ahora la utilizan solo para ganadería.
El 22 junio de 2006 Abelardo quedó libre. Recuerda que su esposa fue a esperarlo a la salida de la cárcel y estuvo hasta la una de la mañana, pero por un error en un número de la cédula no lo soltaron. Al siguiente día en horas de la mañana salió, pero no pudo ir a alguna parte. Se encontraba solo en una ciudad que no conocía. Tuvo que llamar a su esposa para que lo recogiera, lo que sucedió hora y media después. Poco tiempo después, había conseguido trabajo como vigilante. Dice que no va a volver porque el pueblo está lleno de paramilitares, que siguen haciendo masacres en el campo. “Mi historia ha sido muy dura, está llena de humillaciones”, comenta para explicar cómo la fiscal los hizo condenar sin prueba alguna. “Es la misma fiscal que luego fue a la cárcel, eso salió por televisión”.
Cuándo Abelardo estaba a cargo de su tierra vendía la producción a una cooperativa: “En ese tiempo el cacao era más caro que el café y sacaba mucho, pero actualmente no sé qué es tomarme un tinto de la producción de la
De manera categórica dice que no cree en el proceso de paz que se adelanta en La Habana. Que una cosa es lo que se firme allá y otra lo que se vive en los campos donde están creciendo y fortaleciéndose los paramilitares. “Ellos
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son los que están haciendo y deshaciendo. Entonces, para que haya paz deben es desmontar el paramilitarismo y no creo que hagan eso. Es que recuerdo que alguna vez trabajando en el bus llegué a una vereda donde vi cómo habían incendiado más de 150 casas de la gente, los masacraron y esas tierras ahora son de gente como los Castaño, Uribe y Rito Alejo. No creo que eso cambie”. Actualmente está endeudado por los impuestos de la finca y la casa. La casa en el pueblo está en poder de los paramilitares. Los carros y el bus fueron desguazados en un batallón del ejército. No quiere volver a hacer producir la tierra, solo quiere tener una propiedad en la ciudad en donde meter a su familia…
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Comenta él que en este pueblo vivieron mis bisabuelos entre 1900 y 1969, en una finca que se había heredado de generación en generación.
Al pensar en esto lo relaciono con las películas de terror, cuando el protagonista va caminando tranquilamente sumido en su cotidianidad, pero detrás de él va una sombra que solo es percibida por la audiencia o en aquellas escenas donde revisan fotos y descubren que en la ventana de la casa del fondo se ve un fantasma. Al descubrir estas sombras perturbadoras en mi memoria, decido iniciar una investigación -como en las películas a las que hago referencia- y me entrevisto con mi papá que inicia su relato hablando de Fosca, Cundinamarca.
Cuenta mi padre que sus primeros años de vida estuvieron acompañados de estas historias llenas de miedo, necesidad, angustia, falta de alimento, nostalgia e inquietud por algunos familiares desaparecidos desde aquella época. Todo empeoró un día cuando regresando de la escuela saluda a su primo en el camino, quien iba de la mano de su padre y de repente sale un hombre que le dispara al padre de su primo en la cara. Mi papá detiene su relato por un momento, se tapa el rostro y
s muy difícil ser consciente de la guerra cuando uno de los principales mecanismos de defensa de nuestro cerebro es bloquear o dejar en un rincón los momentos más difíciles o dolorosos de la vida. Si pienso en guerra, sangre y muerte, en primera instancia simplemente siento que es algo que está muy lejos en general de mi existir. Pero si miro en detalle las fotos de mi pasado, como si pudiera ampliar con una lupa cada imagen mental, puedo empezar a descubrir algunas marcas permanentes y muy violentas que rodeaban mi entorno de una manera impresionante y casi perturbadora.
Ellos eran de corriente conservadora y lamentablemente sufrieron una fuerte persecución por los liberales. Mi padre recuerda de manera muy vívida y estremecedora las historias que le contaban sus abuelos de personas descabezadas a machete frente a sus hijos, quemados vivos, violaciones y otros horrores que llevaron a sus abuelos a huir hacia Gutiérrez y sobrevivir en el Páramo de Sumapaz durante nueve meses.
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me dice: “no olvido la cara de dolor de mi primo”. Luego, retoma la historia contando como sentía que su corazón latía a mil, que sus piernas no lo podían mantener de pie y que un dolor indescriptible se apoderaba de él y me dice: “Los mayores miedos con los que crecí se convirtieron en realidad, y los motivos los mismos, la guerra entre liberales y conservadores”.
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Agrega que salió a buscar ayuda y termina resumiendo sus vivencias de aquél horrible día recordando cómo a su abuelo le dieron una tunda con botellas en la cabeza casi hasta la muerte y que al esposo de su tía, que era el alcalde del pueblo, lo mataron a puñaladas delante de él. Nos miramos a los ojos y la verdad yo no sabía si hacer más preguntas, pues eran recuerdos muy dolorosos. Sin embargo, yo aún no había resuelto la inquietud por la cual me había sentado con él a esculcar el pasado. Así que tomé aire para tener el valor de terminar la charla, pero en ese momento él se adelanta a mis intenciones y me dice: “Uno crece con miedos y cierta rebeldía, no puedo identificar por qué, pero puede que se alimente solo de miedo”. Y sin yo saberlo en ese instante empieza a contarme una parte de su historia que me acerca más al momento donde posiblemente voy a descubrir al fantasma de la foto. Me explica entonces que mis abuelos se vienen a vivir a Bogotá para ponerle fin a la persecución. Mi abuela era docente en ese entonces y mi abuelo -que trabajaba en sanidad en el pueblo- consiguió luego un cargo con el estado ya que había estudiado y vivido en el exterior, lo que le permitió trasladarse a Bogotá en muy buenas condiciones. Tenían siete hijos y mi padre era el mayor. Él, debido al miedo y a lo que él llama rebeldía, sumado a otras razones que no interesan a este relato, se va a vivir a la calle desde los 11 hasta los 18 años.
Yo procuré no interrumpir todas las historias dolorosas que me compartió de su vida en la calle. Mientras lo escuchaba no pude evitar pensar que era tan solo un niño y aquello me llevó a compararlo con mis hijas, imaginándolas en esas situaciones. También me pregunté cómo es posible que sea el hombre que es, después de todo ese maltrato y dolor, pero no lo interrumpí con palabras, solo con algunas lágrimas. En algunas de sus historias de siete años de calle, aparecían su compañero y defensor Carlos Ilich Ramírez quien a veces estaba acompañado de su hermano Vladimir; con ellos encontró refugio y comida en la calle 14 con carrera 15, junto al antiguo teatro San Jorge. Después de muchas andanzas mi padre regresa a casa y retoma el estudio en un colegio donde se sentía relativamente cómodo luego de tantos años de calle. Allí se hace amigo de Luis Devia Silvia, al que le enseñaba algebra y con quien ganaba dinero organizado grandes fiestas en la casa de la hermana de este, María, que vivía en la calle 32 con 16. Luis siempre buscaba apoyar a su hermana ya que ella tenía una pequeña llamada Chana; mi padre colaboraba con diferentes ideas para que el negocio fluyera y beneficiara a los tres. Luego de un tiempo Luis consigue un trabajo en Nestlé, por lo que viaja fuera de Bogotá, mi padre continúa apoyando a María por un corto tiempo pero, finalmente, se distancian perdiendo así el rastro de su amigo. Muy agradecida por el momento íntimo con mi padre, pero un poco confundida y casi perdida en mi primera intención de búsqueda, le pregunto cómo piensa él que todo aquello me afectó a mí. Entonces es cuando me dice que su primo, aquél al que le mataron el papá en Fosca, fue guerrillero y ahora está muerto, que Carlos Ilich, más conocido como Carlos “El chacal”, es un conocido guerrillero venezolano que fue miembro del Frente Popular para la Liberación de Palestina (FPLP), y posteriormente de un
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grupo propio y que actualmente purga condenas de cadena perpetua en Francia por el asesinato de dos agentes de la DST (Direction de la Surveillance du Territoire) y que Luis Devia Silvia fue alias Raúl Reyes. De este modo me dice que su destino estaba escrito para la guerra, pero que él tomó otra decisión y que fue en las fiestas de la casa de Luis donde conoció a mi mamá. Luego nací y decidieron vivir en Venezuela, huyendo de la tentación, de la rabia, de las ganas de cambiar el mundo a la fuerza y de dejarse llevar por el odio. Pero con los años, se encontró en Venezuela con Vladimir, hermano de Carlos y con otros fantasmas de los que huía. Decidió entonces que regresáramos a Colombia, pero al llegar nos encontramos un país en medio de la guerra del narcotráfico. Es en ese momento del relato cuando encuentro mi sombra, ahí está, esa era mi pregunta.
Todo iba a empezar con ¿por qué no recuerdo esa época como el resto de mis contemporáneos? A veces pienso que no la viví como las personas de mi generación, nunca entendí por qué no está tan presente para mí. Fue ya de adulta cuando descubrí sucesos realmente importantes de la época, sintiendo algo de vergüenza por ello. Pero la respuesta estaba ahí, en lo que seguía de su relato y sin entrar en detalles me explicó que su intención fue que mi hermana y yo no repitiéramos esas vivencias. Por eso salimos del país. Mi padre construyó historias y mundos alternos para nosotras y buscó que no sintiéramos la guerra hasta que fuera totalmente inevitable que la descubriéramos. Yo no puedo decir si su decisión fue buena o mala, solo entiendo que actuó para compensar su dolor, proyectando en sus hijas su deseo de haber tenido una vida muy distinta. Encontré entonces mi fantasma, uno que me deja la sensación de gratitud y orgullo hacia mi padre.
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DE L O S MON T E S DE M A R Í A A L A GUA J I R A
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n los Montes de María se alzaba imponente como una fortaleza La Hacienda Santa Inés, la misma que vio nacer a los trece traviesos e intrépidos hijos de Don Rafael Espinosa y Doña Inés Salcedo, mis abuelos. Él era un hombre alto, de ojos grandes y de contextura gruesa, se dedicaba a trabajar la tierra; y ella una mujer de ojos negros como el carbón y fuerte como un roble, tenía el mando de la casa y la difícil labor de criar a los niños. La infancia de mis tíos y tías transcurrió en medio de diabluras, de cultivos de pan coger, yuca, patilla, aguacate, entre otras cosas que se sembraba. Hasta ese momento todo era dicha y alegría. Pero a finales de 1980, la historia daría un giro de 180 grados. Los grupos al margen de la ley tomaron más fuerza en el país y quisieron arrebatar a las malas lo que ellos creían que les pertenecía. La finca de mis abuelos tenía una ubicación estratégica para ellos. Como sea iban a sacar a sus habitantes, querían que dejaran todo botado, sus cultivos, sus animales, vida e infancia. Hasta ese momento sólo llegaba la información a través de panfletos. Todo era alegría, felicidad, no había tristeza, pero una mañana de sábado, recién el gallo comenzó a cantar, entre sueños escuchamos gritos, llantos, pasos de gente que corría apresurada por la trocha. El día había llegado y como quien acecha a su presa, varios hombres uniformados rodearon la casa, uno de ellos quien parecía tener el mando habló: “Esta hacienda es necesaria para la revolución, tienen que salir que aquí en menos de 24 horas o se atienen a las consecuencias.”
Mi tío Kike el menor de todos los hermanos y quien por esa época ya estaba casado y con dos hijas dijo: “Señor ¿por qué tenemos que dejar nuestro hogar?… aquí está todo lo que conocemos, cultivos, familia, amigos y vecinos” Responde el comandante con voz retadora: “Mire negro de mierda, ya nos llegó la información que además de todo, ustedes son colaboradores e informantes de la guerrilla.” En menos de nada, en aquel paraíso nació el infierno y antes de 24 horas tenían que abandonar el pueblo. Por doquier se escuchaba el llanto y el canto desgarrador de quienes dejaban su tierra. El domingo en la mañana, amaneció el pueblo con el rumor de que los encapuchados estaban haciendo la ronda para verificar quienes se habían ido. A mis tíos y abuelos no les quedó más remedio que salir para salvaguardar sus vidas. Todos se fueron, todos excepto mi tío Kike, que siempre había sido un hombre terco, no se amedrenta con nada ni con nadie, y no le iba a dejar su tierra a los primeros aparecidos que se la pidieran. Él se negaba a dejar botado, el lugar que lo vio nacer, crecer, enamorarse y ahora tener su propia familia. De nada sirvieron los ruegos de mis tíos, ni las lágrimas de mi abuela, la suerte estaba echada. Los encapuchados llegaron tumbando la puerta, mi tío abrió… y uno de los encapuchados le dice: “¿Por qué tú y tu familia no se han ido? Y mi tío responde, “Esta es mi casa y de aquí no me voy”
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Esa fue la sentencia de mi tío. Sin más ni más lo asesinaron. Fue algo cruel que fragmentó a toda mi familia. Éramos unas personas muy unidas todos pendientes de qué necesitaba el otro. Pero este suceso marcó la vida de todos, en especial la de mis primas Blanca y Betty, que eran tan sólo unas niñas de 13 y 10 años de edad. Fueron ellas, en medio de su inocencia, las que tuvieron que recoger a su padre para poder enterrarlo. A mi padre el desplazamiento lo condujo a Maicao, donde conoció a mi madre y luego se radicaron en Riohacha. Yo no tuve la fortuna de conocer a tan maravilloso tío; la guerra nos arrebató más que un pedazo de tierra, nos quitó la paz y tranquilidad de toda una familia. Esa ridícula pugna no me dejó ver el lugar donde mi padre creció. Ahora todos mis tíos están regados en el departamento de La Guajira y Cesar. En medio de lágrimas mi padre recordaba cómo fue su infancia al lado de sus hermanos en el predio. Le da dolor el pensar que sus hijos no pueden pisar los bellos Montes de María. Lástima que mi padre murió sin volver a ver su finca, le daría alegría saber que hoy en día ya se puede volver. Aunque lo único que queda de aquella inmensa finca es maleza.
U NA H I S TOR I A C OT I DI A NA , U NA GU E R R A C OT I DI A NA
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a guerra es tan común en la familias colombianas que hemos llegado a acostumbrarnos a ella llegando al punto de hacerla algo tan cotidiano que, en mi familia, la hemos dejado de lado en el momento de relatar nuestra historia. Es así como intentaré reconstruir parte de cómo la guerra a estado junto a nuestra familia a través de los recuerdos, comentarios e historias que en algún momento mi abuela, madre, tías y primos, amablemente me han compartido.
en pueblo, buscando refugio hasta lograr llegar al punto más alejado para ellos de esa guerra. Y ese punto fue el municipio de San Bernardo, un pueblito en la región del Sumapaz, donde su clima templado, sus tierras fértiles y su vida tan tranquila, permitió que mis abuelos tuvieran una familia compuesta por 15 hijos, en su mayoría mujeres causa por la cual las burlas llegaron a mi abuelo, pero que con la llegada casi al final de sus hijos varones cambio de semblante. De esos 15 hijos solo quedaron 13, debido a la muerte prematura de dos de ellos por causas naturales.
La historia más lejana de la guerra se remonta a la historia de cómo mi abuelos maternos salen corriendo de su vida en el departamento del Tolima debido a la guerra entre liberales y conservadores, la cual llegó al punto de obligar a mis abuelos a correr por el Tolima, de pueblo
Esos 13 hijos vieron en su pueblo natal, un lugar donde vivir y por qué no tener su propia familia. Es así como durante más de 40 años se consolida mi familia materna en este bello lugar caracterizado por acoger a tan numerosa
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familia, la cual posteriormente se fue incrementando con la llegada de nietos. Por causas económicas varios de mis tíos incluyendo mi mamá se van a diferentes lugares a buscar suerte, pero un grupo de 4 tíos deciden quedarse en San Bernardo, lugar que durante tanto tiempo acogió las reuniones familiares tan felices en fin de año como tristes con la muerte de mi abuelo. Este lugar tan apacible solo fue sacudido cuando la guerra volvió a acercarse, esta vez con las incursiones de la guerrilla de las FARC–EP en el pueblo. Aunque fueron tres ocasiones entre 1995 al 2000 las que la guerrilla trato de ingresar al pueblo, causó un efecto tan devastador en la tranquilidad del pueblo, que poco a poco se fueron mis tíos de ese bello lugar, alejándose poco realmente porque aun en el pueblo seguía mi abuela y ella mantenía su estilo de vida con su hotel, su tienda y, por supuesto, su vida. El desplazamiento de mis tíos es principalmente a Fusagasugá y Cabrera. Este último sería el próximo lugar donde la guerra tocaría a nuestra familia, pero esta vez de una forma trágica, pues tomó la primera vida, la del tío Carlos; aunque no compartiera el apellido o la sangre, había sido una persona tan especial para nosotros que la muerte de él sería tan impresionante que aun las secuelas se mantienen entre nosotros. Pero como decía al inicio, se vuelve tan cotidiano que suele irse de nuestras mentes y causando una segunda muerte y es la muerte en la historia.
Esta muerte es la que me ha llamado la atención, puesto que las vidas de una familia tan numerosa debería ser igualmente numerosa en historias, pero desafortunadamente solo cuando abordamos ciertos temas en nuestras charlas, llegamos a contarnos que la guerra ha estado junto a nosotros, tan cerca que la perdemos de vista. Es así como mi familia no ha dejado de deambular por este país, llevando a parte de mis tíos a vivir en zonas tan comunes para otras víctimas del conflicto armado, como lo son los barrios periféricos de Bogotá y en municipios tan alejados para nosotros como San Vicente del Caguan. Estos dos lugares son tan emblemáticos para Colombia con respecto a la guerra que olvidamos que son sitios en los cuales vive parte de nuestra familia. El primer sitio es el lugar a donde nuestra sociedad ha empujado a familias enteras a luchar cada día contra la indiferencia, el desempleo y la falta de oportunidades; y el segundo lugar, se caracteriza por la estigmatización de ser el refugio de la guerrilla, durante los días en los cuales esperó un país entero finalizar tantos horrores causados por la guerra, pero que desafortunadamente solo se transformó en un sitio donde se hizo evidente lo poco que queremos reconocernos como un país en conflicto. Con familiares y nosotros haciendo parte de la guerra, aun sin empuñar un arma, hacemos parte del conflicto.
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En San Vicente del Caguan, llegó el tío Miguel a hacer lo que mejor sabe hacer, vender, esa cualidad tan especial que lo ha llevado a recorrer Colombia entre ferias de pueblo, almacenes y cuanto espacio abre un vendedor. A este lugar tan alejado y lleno de oportunidades, llega no solo él, sino su familia, la cual ha sabido adaptarse a vivir en este lugar lleno de vida gracias al comercio que existe en la región, pero también donde se convive con la guerra. Esa guerra que se hace visible cuando existe un combate armado pero cuyas consecuencias en las personas es tan marcado, al punto de olvidar las condiciones del lugar; para cualquiera de nuestra familia parece normal trabajar allá, tan normal como trabajar en Medellín, Bogotá, Barraquilla o cualquier otra ciudad.
Esta tranquilidad solo se rompe cuando llegan noticias de una incursión armada, pero que tan pronto se vuelve a la normalidad olvidamos que allá hay guerra, como olvidamos que el tío José vive en un barrio de la periferia de Bogotá, como olvidamos que tres tías se fueron a vivir a Fusagasugá debido a la falta de oportunidades en San Bernardo causados por el deterioro en la tranquilidad del pueblo luego de los combates armados. Es así como esta crónica además de cuestionarme cómo le contaré la historia familiar a mi hijo, me ayuda a romper con el ciclo de olvido de nuestra historia familiar y su relación con la guerra, que ha estado junto a nosotros pero que por querer avanzar en nuestras vidas la dejamos de lado, siendo solo algo más de la vida cotidiana.
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de Capurganá, los moradores de las veredas adyacentes de una forma u otra tenían algo que ver co esta actividad. C ON V I V I E ND O C ON L A I NC E RT I DU M B R E
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ara poder dar respuesta a la pregunta: ¿Cómo me toca la guerra?; debo necesariamente remontarme al año 2010. El último trimestre de ese año tuve la oportunidad de hacer mi práctica social de la carrera de ecología en el departamento de Chocó, región del Darién. Llegué a este fascinante lugar por medio de una organización de la sociedad civil que desarrolla diferentes tipos de proyectos de investigación. La corporación cuenta con una estación biológica en la que se han hecho diversas investigaciones. Hay una especialmente interesante en la que hicieron una aproximación etnobotánica del bosque húmedo con las comunidades de dos veredas. En ese entonces a mí me gustaba el tema del eco-turismo así que como ejercicio de investigación propuse un análisis de capacidad de carga turística, sin tener muy claro la complejidad de la labor en la que me estaba metiendo.
De manera muy sucinta, un análisis de ese tipo incluye parámetros ambientales y de la infraestructura presentes en el lugar, para determinar el máximo número de personas que pueden estar por un periodo determinado de tiempo sin que genere perjuicios en el área. Aunque las ecuaciones de la metodología no representan mayor dificultad, el levantamiento de la información de los “factores” fue otra historia. Por suerte hubo gente de la comunidad con la que me llevé muy bien y que me ofrecieron su ayuda. De esta forma, medir los senderos (no lineales) de medio kilómetro con una cuerda de 20 m., en medio del bosque húmedo tropical sólo fue la mitad de desgastante de lo que pudo haber sido. También hice entrevistas y talleres con los habitantes en un intento por tratar de entender su visión con respecto al fenómeno del turismo en esta región. Por su cercanía con la cabecera del corregimiento
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Así que el proceso de hacer las entrevistas implicó que visitara a cada una de las personas de dos veredas. Algunos me ayudaron a aligerar mi trabajo al mostrar su total desinterés y falta de motivación con el tema a tratar. Pero la mayoría sí se tomó el tiempo para hablar conmigo. Hice de manera especial una conexión con Luisa Pereira y Raúl Quintana, quienes siempre han vivido en la vereda La Mora. Son los propietarios de una finca y su subsistencia depende de los productos que allí cultivan y que luego comercializan en Capurganá. También tienen una pequeña cabaña que alquilan para aquellos visitantes esporádicos que quieren desconectarse de las presiones propias de las grandes ciudades. La intermitencia y en algunos casos inexistencia del servicio eléctrico garantiza que así sea. A pesar del abandono gubernamental y de otras problemáticas sociales preocupantes, las personas se caracterizan por su buen ánimo y espíritu trabajador. En gran medida considero que esa actitud pueda estar relacionada con los elementos del paisaje. Al estar enclavada en el mar Caribe, el cielo y mar azules predominan en la región. El sol está por lo general presente y radiante, tal vez excesivamente radiante para alguien del “interior”, como yo. Las noches son tranquilas y frescas. En este formidable escenario, el mar se encuentra con la montaña. El exuberante bosque cubre a la montaña y de este, se alcanzan a escapar los aullidos de algunos monos y la algarabía propia de las aves tropicales. Tuve la oportunidad con mi tutor de recorrer la estación biológica de la corporación y un sector de bosque no intervenido (primario) inmerso en la serranía del Darién; al menos hasta que el
sonido de chasquido hecho por unas intimidantes hormigas nos sacara corriendo despavoridos. Con alguna frecuencia caminaba al pueblo, ya fuera para comprar comida (en donde me quedaba no tenía la opción de refrigerar nada) o para comprar materiales (cartulinas, papel, colores, etc.) en la miscelánea de Capurganá. En algunas oportunidades fui abordado en el camino por una pequeña unidad de personas armadas, quienes por lo visto disponían minúsculos campamentos justo afuera de la vereda en la que yo estaba. Sus uniformes parecían ser del ejército. Al menos un par de veces me hicieron una requisa y me preguntaron mis razones para estar ahí. Además de decirles que era un pasante de Fragmento, nunca tuve mucho más de que hablar con ellos. El contenido de mi morral corroboraba mi historia.
Cómo nos toca la Guerra. No.15
Lo cierto es que a pesar de la gran riqueza natural presente en esta zona, han existido y seguirán existiendo unas situaciones muy complejas. Por casualidad llegó a mis manos una copia de un libro que me llamó mucho la atención: Memoria Colectiva del Darién Caribe Colombiano1. En este se narra con gran detalle el proceso histórico que ha sufrido este enigmático paraje, remontándose hasta el siglo XVI. Por supuesto reconoce la existencia previa de grupos indígenas como los pobladores más antiguos (Cunas y Chocoes). El punto de partida del texto es entonces, el sometimiento de los primeros pobladores y el proceso de colonización por parte de España. Posteriormente, tanto el Golfo de Urabá como la región del Darién se empezaron a considerar como territorios de gran importancia estratégica. La ubicación geográfica de estos permitió el control de las comunicaciones y sobre todo del comercio intercolonial e intercontinental. Con los años, la cercanía al límite territorial con Panamá traería más perjuicios que ventajas para las personas del Darién. Dos actividades económicas se empezaron a desarrollar ya entrado el siglo XX. Por un lado la construcción de la pista aérea de Capurganá, hecho que trajo consigo al turismo; por el otro y siguiendo la tradición mercantilista gestada cuatro siglos atrás, el tráfico de marihuana. Más adelante el narcotráfico se diversificaría e incluiría otras sustancias. Los diferentes grupos armados encontraron un lugar idóneo para sus actividades delictivas. Actividades que les resultaban muy rentables y a las cuales no estarían dispuestos a abandonar fácilmente. La simbiosis drogasviolencia no tardaría en eclosionar. En los cuatro años que han pasado desde que regresé no he perdido la comunicación con Doña Luisa ni Don 1 Universidad de Antioquia. (2004). Memoria Colectiva del Darién CarIbe Colombiano. Medellín: Corporación Académica Ambiental.
Raúl. A pesar de que no hablemos diariamente seguimos compartiendo historias y sobre todo “adelantando cuaderno”. Incluso se han dejado seducir por las nuevas tecnologías y hemos intercambiado un par de mensajes por correo electrónico, lo cual es digno de destacar teniendo en cuenta el limitado acceso a internet. La mayoría de las veces hemos hablado por celular y me quedo pensando en silencio unos segundos cuando pregunto cómo han estado y como respuesta recibo un escueto: “Bien, Juan!”. Esto teniendo en cuenta que muchas de las noticias que salen de la zona no son siempre las más alentadoras. Ellos allá y yo en la ciudad, en realidades tan distintas de un mismo país que a lo mejor pareciéramos habitar dos planetas diferentes. Hablando con Doña Luisa sobre el tema de la violencia y la guerra en su hogar, ella expresó que es difícil vivir en un lugar en donde la incertidumbre y zozobra son permanentes. El temor constante hace parte de su cotidianidad. Las posibilidades de que los maten, secuestren o los hagan “salir de la finca” no son infundadas. Los paramilitares y las bandas criminales son los grupos armados ilegales que más la intimidan. El clan de los Úsuga, antes denominados injusta y sesgadamente Urabeños, son un ejemplo real de estos grupos que atemorizan a los habitantes de La Mora. Según palabras de la Sra. Pereira, estas organizaciones violentas están en pugna por su afán de ejercer su poder sobre el territorio. Lo cual lleva a pensar que en esencia, el problema sigue siendo el mismo, como en los tiempos en que despiadados piratas a bordo de sus corsos ultrajaban y saqueaban a la población. Más preocupante que la situación actual es el pronóstico que hace Doña Luisa en cuanto a la guerra. Los niños y jóvenes están en este momento involucrados, no parece haber habido un cambio de mentalidad en las nuevas generaciones. Por eso considero, a título personal, que
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CRÓNICAS
la desidia gubernamental juega un factor protagónico en la persistencia de estas problemáticas. Cuando la presencia más visible de un gobierno en una población es la estación de policía o una guarnición militar es porque se está incurriendo en negligencia. Esta población no sólo mantiene cruzados los dedos esperando a que los grupos armados no los agredan de alguna forma sino que su propio gobierno atienda sus necesidades más básicas. En otras palabras, sólo se tienen a sí mismos.
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Con este corto relato no quiero generar una imagen desalentadora de lo que viven las poblaciones rurales en Colombia, de hecho, es justamente lo contrario. Aspiro a que este tipo de historias nos hagan más conscientes, críticos y en la medida de lo posible asertivos frente a lo que pasa en nuestro propio país. A pesar de las situaciones difíciles, las personas no se rinden y están determinadas a vivir plenamente, así sea en medio de la adversidad. Si bien no me tomo libertades que no me corresponden para considerar a Doña Luisa y a Don Raúl como mis amigos, lo que no dejo en duda es la gran estima, respeto y admiración que siento por ellos. Es a través de sus relatos como a mí me toca la guerra de este país.
Dise帽o y diagramaci贸n: Amanda Orjuela