PERCONTARI N7: La libertad

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PERCONTARI Año 2 • Nº 7 • Santa Cruz de la Sierra, Bolivia • noviembre 2015

La libertad Revista del Colegio Abierto de Filosofía 1


EDITORIAL

Colegio Abierto de Filosofía Percontari es una revista del Colegio Abierto de Filosofía. Filosofar significa estar en camino. Sus preguntas son más esenciales que sus respuestas y toda respuesta se convierte en nueva pregunta. Karl Theodor Jaspers Dirección

Enrique Fernández García Consejo Editorial H. C. F. Mansilla

Roberto Barbery Anaya

Blas Aramayo Guerrero

Alejandro Ibáñez Murillo Andrés Canseco Garvizu Ilustración

Juan Carlos Porcel Seguimiento editorial Gente de Blanco DL: 8-3-39-14

Colaboran en este número Alfonso Roca Suárez Pablo Antonio Sanjinés Rojas Juan Marcelo Columba-Fernández Christian Andrés Aramayo Eynar Rosso Andrés Canseco Garvizu Fernando Molina Carolina Pinckert Coimbra Mario Mercado Callaú Gustavo Pinto Mosqueira Luis Christian Rivas Salazar Christian Canedo Marco Antonio Del Río Rivera Roberto Barbery Anaya María Claudia Salazar Oroza

facebook.com/ colegioabiertodefilosofia revistapercontari@gmail.com revistapercontari.blogspot.com Con el apoyo de:

Instituto de Ciencia, Economía, Educación y Salud

Entre la fascinación y el desprecio

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on pocas las palabras que han originado tantas reflexiones como la libertad. En distintos lugares y épocas, encontramos personas que la consideraron con diversos fines. Es que no ha sido solamente un término generoso para las meditaciones, los diálogos, el debate; la historia nos muestra su provecho práctico. Son incontables los sujetos que optaron por invocarla para procurar un cambio en la realidad. Aunque resultaba beneficioso teorizar al respecto, pues muchos de nuestros postulados lo precisan, su mera comprensión fue insuficiente. Así, se gestaron movimientos que, en su nombre, protagonizaron contiendas admirables, pero también consumaron abominaciones de la peor calaña, segando cuantiosas vidas. La Ilustración, con sus brillantes pensadores, y el jacobinismo, tan radical cuanto monstruoso, sirven para evidenciar ambas facetas. No obstante, ni siquiera las peores cruzadas en su favor podrían restarle importancia, pues se trata de un aspecto básico, fundamental, hasta vital para nuestra existencia. Exceptuando los casos en que se patrocina una postura sombría, cabe concebir la libertad como un elemento inherente a nuestra naturaleza. Esa línea marcada por Locke, Rousseau y Nozick, entre otros autores, es digna del amparo más firme. Correspondería, por lo tanto, que rechazáramos la esclavitud, cualquier tipo de servidumbre, así como todo dogmatismo, por ser profundamente contrarios a esa convicción. Por desventura, aun cuando se haya realizado una labor titánica para dotar a esa idea de un respaldo mayoritario, numerosos individuos no valoran tal proeza. Pasa que, si bien todos nacimos libres, esto no implica un aprecio unánime, una valoración positiva de dicha facultad. No me refiero sólo al desinterés sobre su conocimiento; ante todo, cuestiono la facilidad con que demasiada gente se decanta por menospreciarla frente al ejercicio del poder. Es innegable que nuestro tema central puede ser trabajado desde distintas ópticas. En este número, usted advertirá que hay disquisiciones éticas, ontológicas, antropológicas, neurocientíficas, lingüísticas y, por supuesto, políticas, las cuales fueron formuladas para ofrecerle una lectura fructífera. Procediendo de este modo, es posible notar cuán variados pueden ser los ejercicios filosóficos que llevamos a cabo; empero, se hallan hermanados por su talante crítico. Quizá sea ésta la mejor forma de mostrar cuánto afecto sentimos por esa condición del hombre, cuya falta, sea ésta forzosa o voluntaria, será siempre indeseable. No experimentar ningún pesar por su ausencia es un camino seguro a la perdición. E. F. G. 2


El mito del titiritero Alfonso Roca Suárez Que la neurociencia liquide el libre albedrío es cosa tan improbable como que la espectrografía de sonidos acabe con la inspiración musical. Fernando Savater

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mente al suelo debido a la fuerza de gravedad; y la manera en la que una pieza de dominó se desploma al ser golpeada por otra se atribuye a una serie de factores físicos que actuaron a consecuencia del impacto. Sin embargo, cuando hablamos del comportamiento humano, tenemos la convicción de que algunas de nuestras acciones no se encuentran completamente determinadas. A la hora de tomar una decisión, las distintas opciones se presentan ante nosotros como alternativas diferentes, y vemos nuestro accionar como el resultado de nuestra voluntad. Así, por ejemplo, cuando esta mañana decidí ir por el café, tengo la impresión de que igualmente pude haber optado por una taza de té. Es decir, si pudiera retroceder en el tiempo, mi elección de tomar un tipo de bebida, y no otro, no fue la consecuencia de causas suficientes, que son producto de eventos anteriores, y las leyes de la naturaleza, sino más bien la percibo como una elección libre que, si todo lo demás permanece constante, bien pudo haber sido diferente. En el ámbito de la neurociencia, los experimentos de Benjamin Libet son los más citados en la literatura del campo. En los años 80, Libet llevó a cabo una serie de experimentos que buscaban elucidar la relación entre la fisiológica del cerebro y libertad. Si bien, hoy en día, estos experimentos han sido refinados por otros neurocientíficos, los principios generales siguen siendo los mismos. En los experimentos de Libet, el sujeto entraba en una habitación y realizaba algún tipo de acción que el científico le había indicado de antemano, como, por ejemplo, presionar un botón o mover un dedo. El sujeto no podía decidir por adelantado en qué momento llevaría a cabo la acción, sino que debía realizarla de manera espontánea dentro de un periodo de

xiste realmente el libre albedrío?”; “Nuestro concepto de libertad es una ilusión”; “Somos nuestro cerebro”; “Científicos descubren que la mente toma decisiones antes de que se sea consciente de ello”. Titulares como estos, en donde se afirma que la neurociencia ha refutado nuestra concepción del libre albedrío, se ven a menudo en la sección de ciencia de los periódicos internacionales. De acuerdo con ellos, nuestras decisiones diarias no son más que el producto de procesos neurobiológicos inconscientes que están fuera de nuestro control. En nuestro ámbito, establecer si el libre albedrío es una mera ilusión no es una cuestión baladí, puesto que, si el cerebro es quien controla nuestro accionar y nosotros no somos nada más que títeres para sus designios, esto tendría toda una serie de implicaciones teóricas y prácticas importantes. El funcionamiento de la sociedad, como en el caso del sistema judicial y nuestro modo de actuar como individuos, están fundamentados sobre el supuesto de que los humanos somos seres racionales y responsables de nuestros actos. Ahora bien, si el lector se sintió perturbado por los titulares del principio de este párrafo, ya puede tranquilizarse. En este ensayo, le devolveré sus cuerdas al convencerlo de que la idea de que somos los títeres de nuestro cerebro es totalmente insostenible. El problema de la libertad de la voluntad surge a partir del choque entre dos convicciones fuertes a las que ha llegado el ser humano. Por un lado, la ciencia nos dibuja una figura determinista del universo, cuyas partes están conectadas a formas de engranajes dentro de una gran máquina. Cada evento es el efecto ineludible de eventos pasados y las leyes de la naturaleza. De este modo, el estado del agua pura depende de las condiciones de temperatura y atmósfera; una manzana cae indefectible3


tiempo establecido. Dentro de la habitación, el sujeto debía observar un reloj adaptado para el experimento y, en el momento en que sintiera el primer impulso consciente de moverse, debía indicar dónde se encontraba la manecilla del reloj. Mientras todo esto ocurría, su actividad cerebral era escaneada por una serie de aparatos que medían pequeños cambios eléctricos en la corteza cerebral. Los resultados de estos estudios asombraron a muchos. Algunas milésimas de segundo antes de que los sujetos se percatan de la intención de moverse, e incluso medio segundo antes del movimiento, cierta actividad cerebral preparatoria, denominada potencial de disposición, ya se había iniciado en la corteza del cerebro. En orden cronológico, esta es la secuencia de eventos: (1) potencial de disposición se detecta medio segundo antes de la acción; (2) el sujeto es consciente de la decisión algunas milésimas de segundo antes de la acción; (3) la acción se lleva a cabo. La interpretación que algunos científicos le dan a esta serie de eventos es la siguiente: el hecho de que el potencial de disposición aparezca en la corteza cerebral antes de que el sujeto sea consciente de su decisión de mover el dedo nos conduce a pensar que es el cerebro, y no el sujeto, quien toma la decisión. Consecuentemente, la libertad es una mera ilusión, y las decisiones son, en efecto, el producto de un conjunto de procesos físico-neuronales subconscientes. En oposición a esto, existe una gama de pensadores a los que me suscribo, entre los que están J. P. Moreland, C. S. Lewis y Richard Swinburne, entre otros, que sostienen que ningún descubrimiento neurocientífico puede refutar nuestra creencia en el libre albedrío. De hecho, toda evidencia que se presente a favor de cualquier teoría neurodeterminista descansaría en el supuesto de que la propia teoría sea falsa. En puridad, el neurodeterminismo se refuta a sí mismo. Para entender mejor este planteamiento, propongo al lector irnos de cacería en busca de algunas de las bestias más salvajes de la selva filosófica. Iniciaremos nuestro safari, guiado por la terminología propuesta por Swinburne, distinguiendo dos tipos de eventos. Por un lado,

están los eventos físicos, que son todos aquellos eventos públicos, a saber, eventos que pueden ser observados por cualquier turista. Por ejemplo, el movimiento de mi mano al apretar un gatillo puede ser avistado por cualquier pasante que se encuentre en el lugar y momento correcto. Asimismo, los procesos bioquímicos que se producen al interior del cerebro, como la liberación de neurotransmisores o los cambios de voltaje en las neuronas, pertenecen a un tipo específico de eventos físicos que llamaremos eventos cerebrales. Si bien estos últimos no pueden ser observados a simple vista, ya que se originan dentro del cráneo, cualquier turista provisto de los instrumentos necesarios podría descubrirlos. Por otro lado, para los aventureros más exigentes, tenemos los denominados eventos mentales, los cuales requieren de un pase exclusivo para poder disfrutarse. A diferencia de los eventos públicos, que pueden ser accedidos sin costo alguno por cualquier excursionista, los eventos mentales son de carácter privado: solo el sujeto que los experimenta puede acceder a ellos. Ejemplos de este tipo de eventos son: las sensaciones, como la experiencia del color cuando veo cierto animal, o el dolor al ser mordido; las creencias, como que esta mañana tomé una taza de café; los pensamientos, por ejemplo, cuando se me ocurre que esta excursión empieza a volverse interesante; los deseos, ciertas inclinaciones del sujeto a hacer algo, como el deseo de permanecer indefinidamente en el poder o simplemente el deseo de dormir; y las intenciones, que se refieren a lo que el sujeto busca obtener al hacer algo, por ejemplo, presiono el gatillo porque tengo la intención de cazar algún animal. Nuestro safari filosófico continúa con el determinismo físico, una bestia muy popular que ruge que todos los eventos que ocurren son causados por eventos anteriores, netamente físicos, suficientes, y que están regidos por las leyes de la naturaleza. En otras palabras, cada movimiento, cada pensamiento, cada decisión, cada giro que da nuestro conductor está determinado por eventos físicos anteriores, cuya trayectoria causal puede seguirse hasta el momento de la chispa que encendió el motor de nuestro vehículo: el Big Bang. Además, en lo que respecta al ser hu4


adaptaré alguno de los principios epistémicos desarrollados por Swinburne. Para que su producto pueda ser aceptado en el mercado, el vendedor necesita de, al menos, dos elementos. Primero, el producto debe ser novedoso. Debe ofrecer algo que que no se encuentre en el mercado. En este sentido, la teoría científica debe ser capaz de predecir ciertos eventos que la competencia no prediga. Segundo, el producto debe poseer las características que la envoltura especifica. Por tanto, será necesario mostrar que los eventos predichos por la teoría sí ocurrieron. La envoltura del epifenomenalismo universal postula que los eventos mentales no tienen ninguna influencia causal sobre los eventos físicos. El siguiente paso será, entonces, mostrar que esto es cierto. Para ello, no solo tendremos que registrar la aparición del potencial de disposición en el cerebro del sujeto, sino que también será indispensable corroborar que este potencial se expresa en una conducta externa, ya sea que la intención por parte del sujeto esté presente, o no. En otras palabras, el potencial de disposición deberá ser causa suficiente del movimiento. Estos son los tres eventos que el observador deberá registrar: (a) aparición del potencial de disposición (evento cerebral); (b) formación de la intención (evento mental); (c) movimiento (evento físico). Existen tres métodos que permiten corroborar la veracidad de un evento: observación (el vendedor prueba el producto por sí mismo); memoria (el vendedor recuerda haber probado el producto); y el testimonio de otros (el vendedor escucha el testimonio de alguien más, como, por ejemplo, el fabricante). Recordemos que tanto (a) como (c) son eventos de tipo público que pueden ser observados por cualquiera. En cambio, (b) es un evento privado; es el secreto del fabricante. La única forma que tiene el vendedor de acceder a (b) es confiando en el testimonio del fabricante, pero ¿por qué debería hacerlo? En este caso, lo normal sería recurrir a dos principios epistémicos utilizados por las ciencias. el principio de credibilidad nos dice que, si tengo la impresión

mano, todos estos eventos tienen su origen en el cerebro. Por lo tanto, llamaremos a esta especie más específicamente como neurodeterminismo. Nuestra excursión concluye de manera curiosa. El neurodeterminismo nunca está solo. Hay una criatura que lo acompaña que, pese a tener un nombre kilométrico, no cuenta con ningún tipo de influencia en el reino animal. Estamos hablando del epifenomenalismo. De acuerdo con esta criatura, completamente dócil, aun cuando son causados por eventos cerebrales, los eventos mentales no tienen ninguna relación causal con los eventos físicos. Desde esta óptica, si bien tenemos la impresión de que nuestra intención de apretar el gatillo inició el movimiento del dedo, el verdadero causante del movimiento es el cerebro y, lamentablemente, nuestra conciencia de la decisión no juega ningún rol en él. En resumen, los eventos cerebrales (potencial de disposición) causan tanto los eventos mentales (intención) como los eventos físicos (movimiento); sin embargo, los eventos mentales no causan nada. Su existencia es enteramente trivial. La libertad, por tanto, vendría a ser un mero espejismo. Aunque es cierto que a veces nuestras intenciones no intervienen en ciertos tipos de comportamientos, como cuando retiramos la mano automáticamente al entrar en contacto con una plancha caliente, pensar que el epifenomenalismo universal, la tesis de que toda nuestra conducta está regida por procesos neurobiológicos inconscientes, es una extrapolación demasiado grande que carece de la justificación necesaria. Esta es la cuestión que analizaremos a continuación. Una de las tareas de la ciencia es la de elaborar teorías que puedan explicar adecuadamente los fenómenos observados. Entonces, ¿qué tipo de evidencia necesitaríamos para aceptar una teoría como la del epifenomenalismo universal? Es pertinente subrayar que no estamos buscando pruebas o refutaciones absolutas, ya que, así como señala el astrofísico Sean Carroll, “la ciencia no está en el negocio de probar cosas. Más bien, la ciencia juzga los méritos de los modelos que compiten en términos de su simplicidad, claridad, amplitud y ajuste a los datos”. Nuevamente, ¿cómo podría un neurocientífico vender su producto en el mercado de las ideas? Para responder este interrogante, 5


de que estoy comiendo una manzana, entonces es probable que este sea el caso. Y, salvo que tenga evidencia en contra, como, por ejemplo, que padezca de esquizofrenia, debería creer lo que parece ser cierto. Similarmente, el principio de testimonio sostiene que, a menos que tengamos evidencia que muestre lo contrario, podemos justificadamente aceptar el testimonio de alguien que dice haber tenido una experiencia de uno u otro tipo. Por ejemplo, si alguien dice haber comido una manzana esta mañana, y no tenemos algún tipo de evidencia que nos haga dudar del testimonio de esa persona, la acción más racional a seguir es creerle. Volviendo al caso del fabricante, ¿tenemos alguna evidencia a nuestro alcance para dudar de su testimonio? Cuando el fabricante nos dice que su producto tiene cierta característica, aceptamos su testimonio porque pensamos que nos quiere decir la verdad. Por lo tanto, una condición necesaria para creer en el testimonio de alguien es que creamos que tiene la intención de decirnos la verdad. Si contáramos con evidencia de lo contrario, la razón dicta que no debemos creerle. Por ejemplo, las personas con síndrome de Tourette sufren de tics de diversa naturaleza, entre los que está la producción involuntaria de sonidos vocales producto de eventos cerebrales. En este caso, no estamos justificados en aceptar el testimonio del sujeto porque tenemos evidencia suficiente que indica que no está tratando de decirnos la verdad. Casos como el síndrome de Tourette son equiparables al caso del neurocientífico que nos quiere vender el epifenomenalismo universal. Para que el producto gane aceptación en el mercado, es necesario mostrar que lo dice la envoltura del producto es cierto. La única forma de hacer esto es consultarlo con el fabricante; sin embargo, la propia envoltura nos advierte que no podemos confiar en lo que nos dice. “Lo gracioso es que el artillero vuele por los aires con su propio petardo”, dijo Hamlet. Irónicamente, cuando un neurocientífico alega que la neurociencia refutó la idea del libre albedrío, está diciendo lo siguiente: “Tengo una teoría que muestra que no puedo confiar en mis propias conclusiones porque son el producto de procesos mentales inconscientes, y, no así, el resultado de procesos racionales orientados hacia

la verdad”. En pocas palabras, termina desbaratando la justificación de su propio postulado. Por otro lado, la creencia en el libre albedrío es perfectamente racional y justificable. Si tenemos la impresión de que nuestros actos son el resultado de nuestra voluntad, a menos que se nos presente evidencia de lo contrario, estamos plenamente justificados en aceptar la idea de que nuestros actos son, de hecho, el producto de nuestras intenciones. Más aún, resulta imposible presentar evidencia en contra del libre albedrío, ya que todo intento de refutarlo terminará recurriendo a su veracidad para justificarse. ¿Qué rol tiene, entonces, la neurociencia en el debate? Los seres humanos siempre hemos sabido que los eventos físicos ejercen cierta influencia sobre nuestra conducta. Si he estado andando bajo el sol durante mucho tiempo, mi deseo de beber líquido va a ser más fuerte. Si le doy un golpe en la cabeza a alguien, voy a modificar su estado de ánimo. Lo que hace la neurociencia es elucidar los procesos neurobiológicos subyacentes a estos eventos y hacer una descripción más detallada de lo que ya sabemos. Para decepción de muchos, los descubrimientos neurocientíficos no son relevantes al debate sobre el libre albedrío. Sin embargo, no pienso que las insensateces se detengan. No es raro que los titulares den mayor cobertura a la idea de que nuestro cerebro nos controla. Mientras más especulativa e imposible suena una idea, más atención atrae. Después de todo, si un perro muerde a un hombre, no es noticia, pero, si un hombre muerde a un perro, eso sí que es noticia.

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El hombre que quería ser libre Pablo Antonio Sanjinés Rojas No te hice ni celestial ni terrenal, ni mortal ni inmortal, con el fin de que –casi libre y soberano artífice de ti mismo– te plasmaras y te esculpieras en la forma que te hubieras elegido. Podrás degenerar hacia las cosas inferiores que son los brutos; podrás –de acuerdo con decisión de tu voluntad– regenerarte hacia las cosas superiores que son divinas. Pico Della Mirandola

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a humanidad, en su largo camino a través de la historia, ha intentado pensar la libertad, considerándola como un bien supremo y natural al ser humano, y su concepto ha dominado en general toda la historicidad humana, siendo abordada desde diferentes puntos de vista y contextos. Cada periodo histórico y su expresión contextual han determinado, en cierta forma, la incidencia de la libertad dentro del quehacer habitual del hombre. En el principio de las sociedades, la dicotomía libertad/esclavitud dominaba el sentido conceptual y, por ende, respondía sobre la pregunta de su esencia. La libertad era considerada como la autodeterminación del hombre, como la expresión incoercible de su voluntad, tanto como para sí mismo como para con sus semejantes. Todo esto se daba dentro del marco de una libertad política que muestra ya el germen del concepto de responsabilidad frente a un todo articulador que se traduce en la polis; sin embargo, la libertad entendida como atributo individual al ser se encuadra conforme al destino y la razón. Ya hacia la época medieval se reconocía a la libertad como un atributo universal para los humanos. Con un tinte profundamente teológico, enmarcado en el tenor de su tiempo, la libertad del ser humano para sujetarse a sus propias normas y condiciones es el preciado pero peligroso don recibido de la divinidad; solo en esta última es posible ser inexorablemente libres. De esta forma, se entrega la libertad a la humanidad, pero, a pesar del significado de la misma, su verdadera y completa expresión solo puede ser en tanto sea albergada en la divinidad otorgante. Dicha noción dominó por un largo periodo; mil años transcurrieron hasta el Renacimiento, época en la cual lo subversivo es muestra misma de la libertad.

Se deja pronto la idea de una libertad posible solo en la divinidad y se enarbola la idea de una libertad en la conciencia y en el pensamiento, cuestionándose el dogma establecido y abriéndose el paraguas de la divergencia. No solo se desarrolla una autodeterminación en la conciencia y en cierta medida en las acciones, sino una determinación en lo espiritual; para el hombre, es posible ser libre en sí mismo y por sí mismo, pues ya no es necesario el regazo de lo sagrado. Sin embargo, la libertad pasa ahora al producto del hombre, siendo ella misma solo posible dentro del poder humano representado en la figura del monarca. Es allí donde reside la paradoja de la época: la libertad adquiere nuevas cualidades y una nueva dimensión, se profundiza, pero, al mismo tiempo, figuras como la monarquía se refuerzan y se constituyen en el único marco de posibilidad para la incipiente libertad renacentista. Mas no será la última estación del despliegue de la libertad. Efectivamente, pronto, la corona majestuosa en la que se dibujaba la libertad renacentista es olvidada y abandonada tras el surgimiento de los ideales ilustrados, en donde se abandona por completo la noción de una libertad necesitante para articularse una libertad absoluta, omnipotente y conceptualmente omnipresente; dicho de otra forma, la libertad no necesita mayor sustento que el mismo ser para su expresión y desarrollo total. La figura y la consolidación de lo individual como equivalencia a libertad se contrapone a lo colectivo o social como equivalencia de libertad; el desarrollo del capital catapulta al concepto y este se hace prevalente. El hombre, feliz de haber dominado a la fiera, pretende dominarse por completo en nombre de su preciada libertad, argumentado el carácter 7


“sacro” de su autodeterminación, liberándose de las ataduras su contexto. Ha superado, cree él, los lastres de su condición social y económica que antes le imponían un rol dentro la sociedad; ahora, él determina su propio rol. Esa es la figura del hombre moderno frente a la libertad. Habiendo el hombre, desde su origen, deseado pensar por completo la libertad, hacerla suya, aprehenderla, creyendo haber alcanzado su cúspide cual montañista cree haber alcanzado la cima de su adversario, pronto se da cuenta que lo que creía haber dominado no son más que ilusorias sombras de su bien tan preciado. Al creer que no es posible adentrarse más en la libertad, se hunde en el abismo de lo individual, que pasa de ser la meta triunfante de la batalla a un mero y sórdido espejismo de la derrota. El logro más preciado de la libertad del hombre se convierte en su maldición. Tras ensalzar su individualidad como la máxima expresión del ser, queda ofuscado en el delirio del aislamiento: todo su desarrollo, todas sus proezas, todo su ser y esencia zozobran en la movedizas arenas de la realidad. Al darse cuenta de su desgracia, intenta, con locura, luchar contra la espectral figura del fracaso de su ideal de libertad; sin embargo, pese a su magnánima voluntad de poder, a su inquebrantable autodeterminación, flaquea y desfallece frente a su nebuloso adversario. En su agonía, logra descifrar a la figura fantasmal que le ha vencido. Es en ese momento donde le invade la tristeza y la desesperación; al disiparse la niebla, puede ver más en claro a aquella sombra y descubre que no es más que su reflejo; ha perdido frente a sí mismo. Esa derrota del hombre es producto de la extinción de su deseo por la libertad, ahora remplazado por la inmediatez de la intención, resultado del desarrollo desenfrenado, y aparentemente acabado, de lo imaginado como libertad. Su deseo de libertad, que ha ido tomando fuerza y creciendo a lo largo de la historia, es traicionado por su contexto, que no tiene otra cualidad que la inmediatez, donde el hombre ya no puede desear más, donde su capacidad de pensar y reflexionar ha sido superada y derrotada por sus propias limitaciones. El hombre pronto entra en conciencia de las múltiples situaciones límite a las que se enfrenta y que fueron, poco a poco, apagadas en su desarrollo y echadas al

olvido en la titánica tarea de autodeterminarse. Se da cuenta de la insalvable angustia que es pensar y vivir la libertad, que no pueden estar enmarcadas en otra cosa que no sea él mismo y sus penosas limitaciones. Entiende, por fin, que la libertad no es más y solamente posible en el enfrentamiento con uno mismo, en el enfrentamiento con sus propias situaciones límite, que, por antonomasia, tienen como naturaleza a la férrea, pero confortante angustia. El hombre pensó que, al librarse de las ataduras premodernas, su ser individual, al concretizarse, expresaría el total despliegue de la libertad –de su libertad–, que no consideraba más que el dominio absoluto de su intelecto racional en perfecto equilibrio con su esencia emocional y sensitiva. Sin embargo, pese a un parcial desarrollo de su racional independencia, se ha visto aislado, lo que, trastornando su ser, ha logrado convertirlo en un pequeño, tibio, ansioso e impotente ser. El perder frente a sí mismo y su contexto ha sido el final de su camino, el final de su libertad, porque la realidad que logra desvelar en la derrota ha resultado insoportable, por lo que ha optado por la evasión más desesperada, la sumisión a una sociedad dominada por totalitarismos ontológicos y, a la vez, a una realidad atomizada de particularismos insignificantes, pertenecientes a sociedades de entes inconscientes e incapaces de reflexionar sobre sí mismos y su entorno, dominados por el éter del consumo desmedido y el miedo a la libertad.

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Sobre algunas formas literarias de la libertad Juan Marcelo Columba-Fernández Lo que los estetas deben esforzarse en enseñar a la juventud, es que la poesía para manifestarse no requiere de medidas, que el metro, por ser matemática, es su yugo, siendo que la poesía es la libertad en acción, en plena belleza de emoción. Arturo Borda

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úbrica, vibrante, voluptuosa... una acústica vernácula que evoca more naturae su empíreo contenido. Su seductora sonoridad disuelve la arbitrariedad sígnica y, ebluisante, cautiva el alma de su impetuoso auditor. Aún si los presuntuosos nacionalismos militaristas y sus melodías de guerra tornan a la bella infortunada en vampiresa, ella resguarda con recelo el fuego de su genio emancipador. Advertido, así, del carácter y la sensualidad cautivadora de la palabra, intrépido lector, propongo una fugaz e insubordinada disonancia nocional en torno de la voz libertad y algunas de sus manifestaciones verbales.

¿Cuál la naturaleza del estado producido por esta sintética dualidad? La etimología del término puede brindarnos elementos de respuesta. El verbo latino liberare refiere, en principio, a la emancipación de un individuo reducido a la condición de esclavo; sin embargo, el término también se encuentra emparentado con la voz latina libēre que da origen a libido. Así, la voz libertad, además de establecer su valor por oposición a la forma particular de opresión que constituye el esclavismo, presenta un vínculo genético con el deseo y la sensualidad evocados por la palabra clave del vocabulario freudiano. Una esencia semántica que congrega la anulación de un dispositivo opresor y el apetito por un estado de placer alcanzado mediante la acción del sujeto y su ígnea voluntad de emancipación. El goce de la liberación a partir de la supresión de limitaciones y restricciones incluye entonces una dimensión pasional que permite comprender la equivalencia latina que A. Nebrija le atribuye en el siglo XV a través del término vindicta. La libertad puede entenderse, en esa acepción, como un tipo de venganza determinada por el goce o satisfacción que desagravia los ultrajes recibidos durante el menoscabo anterior a la libertad. El placer de la libertad se impone, reparando el estado de opresión material y/o espiritual previo. La génesis del placer libertario deviene así poíēsis… una trasmutación emancipadora del no-ser al ser. El deseo y la pasión por la libertad resultan los catalizadores para la generación de la obra redentora, un proceso creador que se nutre de la savia de lo inefable, sobrepasando incluso los límites del lenguaje y todo aquel ra-

Precipitarse contra los límites del lenguaje Volcánica y etérea, la hechicera expresión designa el estado de aquel sujeto concreto que tiene la facultad de obrar o no hacerlo, aquel ser investido bajo el noble epíteto libre. Es el acto de liberar, sin embargo, el que provoca el surgimiento de una nueva condición del ser en su tensa relación con el mundo. La performatividad del verbo –la acción producida al pronunciarlo– le otorga una cualidad hierática cuya potencia creadora deviene cardinal en diferentes episodios de la historia local y universal. Esta relación entre el sujeto libre y el acto de liberar, entre el agente y la acción, fue abordada por destacados pensadores contemporáneos, entre ellos Hannah Arendt, quien, en un ensayo en torno a la libertad publicado originalmente en 1961, señala que tanto el ser libre como el acto que origina tal libertad no forman sino una sola unidad. 9


del ser humano. Estas letras libertarias reflejan, probablemente desde la esfera más intestina y protosemántica del ser humano, su esencia emancipadora y las pulsiones más íntimas que desmoronan violenta y apasionadamente los límites de las estructuras y sistemas culturales instituidos.

zonamiento que se considera expresable en términos estrictamente científicos y lógicos. Ludwig Wittgenstein, hacia el año 1929, durante una disertación brindada en la Universidad de Cambridge, sostenía que la mística de las experiencias sentimentales, éticas o espirituales, llevan al conjunto de los hombres a expresarse según una singular tendencia: la de precipitarse contra los límites del lenguaje. Veamos. Impromptu Kikakoku! Ekoralaps!

Wiso kollipanda opolosa. Ipasatta ih fuo.

Kikakoku proklinthe peteh.

Nikifili mopalexio intipaschi benakaffro - propsa pi! propsa pi! Jasollu nosaressa flipsei.

Aukarotto passakrussar Kikakoku. Nupsa pusch?

Kikakoku buluru?

Futupukke - propsa pi! Jasollu.......

(P. Scheerbart, KIKAKOKU, 1897)

Coda

Si la fuerza de la acción liberadora y la participación emancipadora del sujeto son tales que pueden subvertir las estrucKp’erioum turas culturales cardinales, como es el caso de la lengua, la insubordinación ideológica ante el despotismo y la podredumbre discursiva dominante resulta no solo viable, sino necesaria. El mismo Barthes, que nos advierte sobre el fascismo lingüístico –ese ordo donde se entremezclan servilismo y poder–, se inclina por la alternativa literaria como una revuelta permanente que despoja la lengua de todo su (R. Hausmann, KP`ERIOUM, 1919) dominio opresor.

No se trata, como podría pensar nuestro caro y políglota lector, de la transcripción de alguna resplandeciente lengua aborigen del Nuevo Mundo, como aquellas estudiadas por religiosos y exploradores europeos desde su llegada a estas tierras. Inscritos en el movimiento dadaísta, los poemas fonéticos que ilustran nuestra propuesta exultan una libertad desafiante a toda opresión lingüística. La sintaxis y la ortografía quedan devastadas ante la potencia de la pasión liberadora y dejan como testimonio estas magníficas formas de libertad. Ante la vehemencia emancipadora del ser libre, la lengua –este código verbal que Roland Barthes, durante su lección inaugural en el Collège de France, no dudó en calificar de fasciste– se reduce a migajas. Las normas y prescripciones esenciales de la lengua se pulverizan en favor de la expresión libre de las pasiones

De la misma forma, la furia de las letras libertarias ante la impostura y la dominación injusta puede plasmarse, en diferentes ámbitos de la vida social, mediante el ejercicio público de la razón y el uso talentoso de la lengua para el continuo cuestionamiento crítico de los discursos que constituyen y legitiman un poder dudoso. Una praxis lingüística liberadora, aquella que cristaliza las libertades de pensamiento, de prensa o política conceptualizadas en el Siglo de las Luces, no puede sino materializar así uno de los más sublimes ideales de la Ilustración: la constitución de una República de las Letras que, a partir de la liberación del intelecto y la palabra, promueva el encuentro en torno a valores comunes y nos permita encarar las múltiples mutaciones experimentadas por las sociedades a escala mundial. 10


Relativismo y libertad Christian Andrés Aramayo Tal como la fresa sabe a fresa, la vida sabe a felicidad. Alain

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dictado para alcanzar la libertad y ello quiere decir que ya somos libres, y, de este modo, el debate de la libertad carecería de sentido. El relativismo, más que generar aportes a la ética, le quita su valor. Pero ¿ello está mal? ¿Qué tal si esa es una verdad absoluta, la única? Si cada quien es autor de su verdad, entonces las preguntas de la humanidad carecen de sentido. Por ello el relativismo se va en contra de lo anterior y es tan amigo del ateísmo. Es una respuesta fácil, como un búnker al cual refugiarse cada vez que se tiene que asumir alguna posición, por más equivocada que sea. El relativismo es totalmente cierto en la medida en que se limite al campo de la intersubjetividad, lo que no es nada nuevo, y sí, no por ello deja de ser importante, e incluso fascinante. El proceso de intersubjetividad nos ayuda a acercarnos a la verdad, nos acerca a la vida virtuosa –y, por lo tanto, a la felicidad– en la medida en que, en el proceso, practiquemos la virtud de la compasión. Pero la intersubjetividad no se da más que en el momento en que somos-con-losdemás, por lo que ¿cómo tomarnos a nosotros mismos tan serios como para decir que somos tan verdad como una verdad universal? ¿Qué atributos tenemos dentro del simple proceso del método científico? ¿Existe método? No, y nosotros no somos algo tan serio. Tomarnos tan en serio sería eliminar al humor y a la sencillez como virtudes (incluso a la humildad), y ambas, sabemos bien, implican gran parte de la existencia y felicidad del ser humano. La felicidad sin humor no es más que una felicidad aburrida y la verdad sin sencillez es soberbia. El relativismo, más allá de la intersubjetividad nos vuelve menos libres, esclavos de nosotros mismos, al considerarnos una verdad tan igual como cualquier otra, por lo tanto, fieles seguidores de la única verdad absoluta: nosotros

a búsqueda de la verdad, la felicidad y el fin de la existencia han sido cuestiones milenarias del ser humano. Existe un aspecto fundamental que es transversal a estos tres temas, y este es el libre albedrío (cabe advertir que no es lo mismo que la libertad): al final de cuentas, se debe decidir qué hacer respecto a estos temas. Pero acercarnos a estos tres fines implica una renuncia: si buscamos la verdad, la felicidad y el sentido de nuestra existencia, estamos renunciando, poco a poco, a la relativización absoluta, la ignorancia y a la mentira, a la infelicidad y la divagación existencial. Así, la libertad no puede darse desde el simple ejercicio del libre albedrío, ser más libre implica asumir nuestras decisiones y sus consecuencias como ejercicios que implican responsabilidad en referencia a alcanzar la felicidad, la verdad y el fin de la existencia del ser humano. Es así que, para alcanzar la libertad, no basta decidir ni saber lo que se decide; es requisito asumir la responsabilidad de la existencia propia y nuestra co-existencia desde las obras diarias. Esto hace de la moral una referencia de suma importancia, ya que ella, evidentemente, nos indica lo que debe hacerse. Por tanto, para ser más libres, es necesario seguir los dictados de la moral y, así, realizar aquellos actos bajo el espectro que gobierna la ética. Pero existe un valor adicional, sumamente importante en la búsqueda de la verdad por sobre las otras dos cuestiones, a saber: una falsa felicidad es una desgracia y vivir una mentira carece de sentido. Así, como no podemos saberlo todo y carece de sentido saberlo todo, el relativismo ha generado confusión al asumir que no existe una verdad, más al contrario: diversidad de verdades. Esto conlleva serias consecuencias para la moral y la ética: al relativizar los conceptos y las limitaciones, deja de ser válido todo tipo de 11


mismos. Supone miles de millones de verdades y, por ende, reduce al absurdo a las preguntas sobre nuestra existencia, nuestro propósito y nuestra felicidad. ¿Exceso de amor por uno mismo? ¿Megalomanía? Es la trampa del relativismo y una forma de vanagloriarse. No se puede encontrar

peor amo que aquél que somos cuando somos esclavos de nosotros mismos.

La coerción de la libertad y su fuga en el sueño crítico Eynar Rosso La libertad, para realizarse, debe bajar a la tierra y encarnar entre los hombres.

No le hacen falta alas sino raíces. Octavio Paz

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llegado a un total ímpetu. Se habría logrado la total independencia de disponer múltiples herramientas para trasmitir todo aquello que se desea. Es en este entendido que ni siquiera es necesario hacer un listado de las libertades que se han conquistado, pues no alcanzaríamos a nombrarlas todas. Concretemos un poco más. Si tomamos la siguiente premisa: “Todo hombre es libre”, tal vez no estemos cometiendo un error ni una equivocación de principio a fin. Podemos revisar a todos los filósofos que discutieron y teorizaron sobre la libertad, podemos encontrar bellos poemas dedicados a este noble concepto y tener un placer estético. Sin embargo, todo ello estaría en el campo de lo abstracto, entonces: ¿dónde se comprueba mi libertad; si sabido es que en todo el derecho que tengo, de ejercer mi libertad, no puedo efectuar ciertos actos que me son restringidos, prohibidos y condenados? Como sabemos, esas restricciones, prohibiciones y condenas, en su gran mayoría, se basan en principios sociales y morales que restringen la libertad de los sujetos. Es decir que un sujeto, en toda su libertad, no puede realizar ciertos actos que perjudiquen a su prójimo inmedia-

acer un ensayo que verse sobre la libertad es una tarea difícil y ardua, más aún cuando muchos autores, en este número de la revista, hablan sobre ella. Atendiendo a las diversas miradas y perspectivas, se nos muestra un abanico de posibilidades de cómo entender este concepto, ya de por sí abstracto, complejo y escurridizo, pero totalmente conocible y apreciable. Abstracto, porque es un concepto que exige mayor agudeza de comprensión; complejo, porque es difícil delimitarlo; y, finalmente, escurridizo, porque es libre. Que todo lo anterior vaya a servir como justificación de este ensayo, pues considero que es necesario enfocarme en otro espacio, en otro terreno que aún no ha sido explorado. Este terreno es nuestro propio contexto, es decir: no discurriré en dialogar este concepto desde una problemática abstracta, que converse con las nubes, siendo ello muy laudable, sino que este ensayo se concentra en poner lo concreto, nuestro acontecer inmediato, como objeto para ser discutido, analizado y problematizado. Ahora bien, comenzaré a desarrollar lo planteado. Hoy, estamos siendo testigos de un nuevo orden, en donde las libertades del hombre han 12


to; por tanto, podemos llegar a la conclusión de que la libertad de un sujeto termina donde comienza la libertad del otro. Entonces, ¿el hombre es realmente libre? En un plano concreto, es decir, en lo fáctico, el hombre no es libre. En la actual política de Estado que se vive en varios países latinoamericanos, asiáticos y africanos se ha arrinconado la libertad de las personas, de los individuos, de los hombres. En el caso de los países latinoamericanos, tenemos en primera fila a Cuba, Venezuela, Ecuador y en esta línea se encadena Bolivia. En efecto, Bolivia, en una actitud autoritaria y coercitiva, ha empezado a socavar sistemáticamente las libertades de las personas. Los principios democráticos y las posturas disimiles frente al gran orden estatal son cada vez más silenciadas. La eliminación metódica de la libertad para silenciarla, no sólo se da en el Estado, sino que se realiza en los aspectos más simples de nuestra cotidianidad, hasta los más complejos. Un ejemplo de lo anterior es la coartación de la libertad de traslación, que es individual, frente a la libertad de protesta, que es colectivo; o, asimismo, el planificar programáticamente de que los hombres elijan a ser esclavos en contraposición de ser libres. En otras palabras dar a elegir en elecciones “democráticas” donde nos encontremos con “la gran mayoría” votando, en su libre decisión, por ser cautivos y no libres. Resultando como consecuencia inmediata que aquellos que eligieron ser libres tengan que vivir

con la pesada idea de que son esclavos. Efectos de la democracia, rareza de la libertad o reflejos de la actitud conductista y la manipulación mediática. En definitiva, se trata de una actitud conductista que se imparte en las aulas de los colegios, imponiendo como credo y “sentido común” el seguir el mandato de la mayoría y ni siquiera dar el espacio a la reflexión crítica, y ello lo vemos en todos los desfiles cívicos y en las presentaciones folclóricas donde todos son obligados a participar. Manipulación mediática que se impregna en todos lados donde volteamos la mirada, propaganda direccionada a que es mejor vivir en esclavitud que en libertad. Pero ¿qué pasa cuando los hombres cambian su libertad por la esclavitud? Hay terrenos verdes y floridos para los hombres libres donde puedan desarrollar su libertad y ese lugar es el espacio onírico, la tierra de los sueños, ya que ahí no hay restricciones para pensar en libertad, para reflexionar nuestra realidad críticamente. Aunque resulte una paradoja y un exabrupto, el único lugar donde el hombre, incluso cuando es esclavo o prisionero, puede ser totalmente libre es su espacio onírico y, lamentablemente, no es su realidad inmediata circundante. Pero no pensemos que, solamente, hay que soñar con los ojos cerrados. Es así que debemos llevar, enraizar nuestros sueños de libertad en nuestra realidad.

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Libertad, hedonismo y responsabilidad Andrés Canseco Garvizu Yo llenaba mi vida de placer hasta el borde, como se llena hasta el borde una copa de vino. Ahora estoy afrontando la vida desde una óptica completamente nueva, y hasta lo que es imaginar la felicidad me resulta a menudo extremadamente difícil.

Oscar Wilde, De profundis.

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na precisión inicial: las líneas siguientes apuntarán sobre el placer personal, aquel que no ocasiona daño al prójimo, ese que es única y exclusivamente responsabilidad del individuo, sus gustos, sus decisiones y las consecuencias para su existencia; cuando se pasa esa línea y el hedonismo afecta a otro, hay otras consideraciones que tienen que ver con la convivencia y la legalidad, las que no son objeto de la presente reflexión. Por su propia naturaleza, el placer está vinculado a la libertad; sin libertad, no hay espacio para la incesante búsqueda hedonista. Situaciones, emociones y acciones que generan gozo en un hombre pueden provocar indiferencia y repulsión en otro. Pero, además, la libertad se nota en la elección de momentos, intensidades, sitios y hasta compañía para ese gusto. En la vía del placer, la plaga de la burocracia no tiene muchas posibilidades de entrometerse: no hay códigos, reglamentos o escalas que determinen cuándo el hedonista ha alcanzado la satisfacción. No hay alarmas, intimidaciones o restricciones externas que valgan. Y no es que no lo hayan intentado, pues los apologistas absolutos de la abstinencia han existido desde el inicio. Estos represores morales del placer humano han adoptado diversas justificaciones, desde sus caprichos autoritarios hasta complejas teorías del pecado y de condenas ardientes en el fuego eterno. “Que nadie quiera rebajarnos a ascetas”, escribe Borges, acaso como una proclama contra todos aquellos que desdeñan los deleites que el mundo puede ofrecer. La vida de un hedonista es mucho más compleja de lo que sugiere. Ese ser que ha ido

más allá de las líneas de Epicuro no sólo está en el conflicto de satisfacer cada día los deseos de encontrar un vino más místico que el anterior, una fresa más roja, un verso o prosa con mayor exquisitez en el nuevo libro que abre. También, él es un ser que –muchas veces sin saberlo– lucha por sobrevivir, por lograr que el desborde de la libertad que proclama no lo haga sucumbir; para el hedonista, están la libertad como un impulso y la moral como un freno. Dependiendo de la intensidad y el efecto, el placer toma formas diversas. Así, puede ser un escape ocasional al agobio de la rutina, un fin que alcanzar o solamente el matiz agradable que decora del deseo de autoeliminación. Solamente el individuo en su soledad conoce la respuesta. Precisamente por la genuina libertad, que no acompaña promesas o chantajes de paraísos celestiales ni terrenales, es que el placer genera excesos. Aunque quisiéramos ubicarnos como seres medianamente virtuosos que sepan identificar el justo medio entre el vicio aniquilador y la abstinencia mojigata e hipócrita, la debilidad y la tentación tienen tantas cartas en el juego. Es una pendiente en la que se cae, habiendo el riesgo de perderse, quedando poco espacio para el análisis en momentos gratificantes. Bien lo dice Vargas Vila: “¿Qué nos importa saber las fuentes de nuestro placer? Al río que aplaca nuestra sed, no le pidamos el secreto de sus cabeceras”. El triángulo y la relación libertad-placer-responsabilidad es una guía personal, un norte singular que podría salvar el destino del hombre, viviendo de modo equilibrado. La idea de 14


mirarse al espejo por la mañana y contemplar las secuelas del descontrol hedonista de horas, jornadas o años pasados debería bastar para que un mortal adquiriese un nivel mínimo de conciencia que evite su destrucción y la angustia de sus cercanos. Las consecuencias no únicamente pueden ser físicas; posiblemente, un camino por el desenfreno también genere desordenes patrimoniales, emocionales y en las relaciones interpersonales. Incluso se presenta el riesgo de llegar a extremos en que el deleite únicamente sea obtenido con aquello que deteriora, pues todo lo demás ya puede saber a poco. No hay que crear monstruos que uno no pueda contener. ¡Cómo no pensar en Oscar Wilde (tan parecido a su creación, Dorian Gray), acabado por una vida de placeres, olvidado y perdiendo hasta el nombre, transformado en un decadente Sebastián Melmoth! Así también, vivir sin experimentar y sin regocijarse nos puede conducir a subsistencias monótonas y oscuras. La negación del placer es contraria a la condición humana, pues el esfuerzo y los malos momentos merecen una recompensa y un bálsamo respectivamente. No hay que ser santos; basta y sobra siendo humanos, humanos sin respuestas armadas por otros, solo con aquellas que durante el camino puede dar la propia existencia con errores y aciertos. Finalmente, y entendiendo que no hay más mundos que éste, hay una razón menos compleja para perpetuar nuestra conservación y no ceder a la destrucción definitiva del goce de un día o una noche, es simplemente sobrevivir para volver a la contienda de la jornada siguiente para crear y hallar más placer. A menos que nuestro reloj esté en cuenta regresiva y falte muy poco, hay un tiempo de vida más que llenar con deleites y satisfacciones. ¿Para qué caer, entonces, antes de tiempo? Un aliento para el hedonismo: no únicamente la satisfacción del cuerpo, también el

alma y la mente necesitan ofrendas. El arte, bien entendido y asimilado, la música, las letras, el viajar, el conocimiento alcanzado, la buena convivencia, el contacto con la naturaleza y muchos otros son complacencias que pueden darse sólo cuando se vive en libertad y por los que no se debería experimentar culpa alguna mientras no desvíen el futuro hacia los vicios y la ruina.

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Las tres definiciones del liberalismo y la revolución Fernando Molina

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dia, dislocada del sistema estamental formado por la aristocracia, la Iglesia y el campesinado, y que necesita de mayor espacio para seguir creciendo. Su interés común –que se expresará de distintas maneras en diferentes países– es acabar con los privilegios económicos y políticos de los estamentos superiores, que la condenan a una permanente situación de inferioridad, y con la base ética de dichos privilegios: la creencia en la desigualdad fundamental de los seres humanos, definida por Dios para asegurar que todos contribuyan, cada uno donde debe, al funcionamiento de la sociedad. En el siglo XVII, el “iusnaturalismo” defiende la convicción contraria: las desigualdades son una alteración humana, posterior, de una ley divina originalmente igualitaria. En “estado de naturaleza” los seres humanos eran: a) individuos que podían valerse por sí mismos, b) autónomos, es decir, creadores de sus propias leyes, c) por tanto, libres, y d) racionales. Su sociedad, empero, fue deteriorándose y pasó a un “estado de guerra” que sigue amenazando a la humanidad y que debe conjurarse con el “gobierno civil” u organización política orientada a asegurar el orden mediante la reposición de los derechos naturales perdidos por sus miembros. La visión política de John Locke es, como se ve, igualitaria, aunque no de la misma manera en que lo serían las utopías socialistas posteriores, pues no rechaza que los seres humanos se distingan en riqueza o prestigio, sino exclusivamente en su poder de dominar los unos a los otros. La suya es la igualdad que requiere la clase media para barrer los privilegios legales y políticos que surgen de la vinculación de la riqueza y el poder con la posesión territorial, y de ésta con el nacimiento. Para Locke hay una desigualdad natural, la del talento y la aplicación, que es hija de la libertad y sólo podría desaparecer con ella. Pero también existe una

l proceso histórico que, del siglo XV al XVIII, instaura la sociedad moderna, puede considerarse, en su aspecto ideológico, de dos maneras: como el ascenso y triunfo de la Ilustración, o como la emergencia del liberalismo. Ambos tipos de pensamiento aparecen simultáneamente y son en casi todo complementarios durante el lapso señalado, pero se separan a partir de la Revolución Francesa, es decir, de la imposición por vía revolucionaria de la Ilustración. Este ensayo se pregunta si el liberalismo puede compartir esta vocación revolucionaria o si esto sería contrario a su axiología y a su visión. La respuesta tiene importantes resonancias para la lucha política actual, pero de inicio nos exige echar una ojeada a la historia primitiva del “Estado de derecho” y la democracia representativa, a sus relaciones mutuas, y a las teorías de algunos de los más importantes pensadores liberales (así como de algunos no liberales). Nótese que en nuestra pregunta interesa el “liberalismo”, es decir, una tradición ideológica transpersonal con fronteras semánticas, las cuales se hallan determinadas, por un lado, por la lógica de sus principios, y por el otro, por la necesidad que sus fines imponen al cálculo de sus medios. No interesan en cambio los “liberales”, ya que estos pueden adscribirse de forma parcial o excéntrica a esta tradición. Comencemos. No es necesario ser economicista para admitir que el motor de las transformaciones que se producen en este periodo en todos los campos del quehacer humano es el aprovechamiento de las oportunidades individuales de enriquecimiento que se abren en la Baja Edad Media, gracias a los lentos cambios previos en la demografía, las comunicaciones, y en el papel económico y político de la ciudades. El enriquecimiento por vía individual, al extenderse, forma una nueva clase social, la clase me16


“desigualdad depravada”, que es la que impone el tirano por medio de la guerra contra los demás. Esta desigualdad es inaceptable porque arrebata a muchos de los derechos con los que nacieron por voluntad de Dios. Este reclamo de igualdad y, simultáneamente, esta limitación de la igualdad a sus aspectos legales y políticos, constituyen las piedras fundamentales del liberalismo. Por la positiva, el Estado liberal es el que destruye los privilegios, es decir, el que asegura la igualdad de sus miembros ante la ley, de modo que todos puedan esperar lo mismo de ella o, lo que es lo mismo, gocen de idénticos derechos. Por la negativa, es el Estado que carece de privilegios para imponerse él mismo y a las elites que lo gobiernan por encima de la ley, o sea, por encima de la igualdad. Con lo que llegamos a una primera definición de liberalismo, que más adelante tendremos ocasión de precisar (historiándola) y de completar: la doctrina que busca asegurar la libertad de las personas mediante la limitación del poder del Estado con el rasero de la ley. Compáresela con la definición moderna de “Estado de derecho”, aquel en el que ‘todos deben cumplir la ley, y cada uno está facultado a denunciar cualquier ley ante jueces imparciales que podría revocarla si consideran que afecta los derechos fundamentales’. La coincidencia es evidente. Digamos entonces que, en esencia, el liberalismo es “la doctrina del Estado de derecho”, tal como, en otras palabras, lo define Bobbio.

por la emancipación de los individuos de sus anteriores lealtades estamentales. Las consecuencias políticas de la Reforma fueron de gran importancia para el liberalismo. Con ella comenzó el retroceso del imperio papal y la necesidad, para las monarquías de base nacional, de sacar de sí mismas el poder espiritual que antes les transmitía el Papa. Esto condujo a la divinización de los monarcas, pero la misma sirvió en Inglaterra, paradójicamente, a la delimitación del poder regio, como veremos. Y en Francia, donde las guerras religiosas duraron un largo periodo, la perdida de la legitimidad del rey hugonote sobre sus súbditos católicos, y de la de los reyes católicos sobre los hugonotes, impulsaron el escepticismo de unos y otros respecto a la institución monárquica, su posibilidad de encarnar la voluntad divina y de actuar siempre justamente. El resultado neto de las conmociones del siglo XVI fue una mayor concentración del poder dentro de cada país, simultaneada con una mayor conciencia de la necesidad de limitar este poder desde abajo. Veamos cómo se da este proceso en la Inglaterra del siglo XVII. En este momento, ya hace mucho que el reino no es despótico, es decir, que el rey se ha comprometido a cumplir la ley que él mismo da. También se ha mostrado dispuesto, a consecuencia de las luchas intestinas que se han producido a lo largo de los siglos, a consultar con los barones los gravámenes que les quiera imponer, por lo que debe reunir a la Cámara de los Lores cada que sea necesario. Al mismo tiempo, ya está establecida la costumbre, que hace única a Inglaterra, de convocar a representantes de la “gentry”, o capa de propietarios y notables, electos por un territorio y facultados para votar a nombre éste (y no como parte de un estamento, como ocurrirá en Francia hasta la Revolución) en la “Cámara de los Comunes”. En otras palabras, en el siglo XVII Inglaterra ya ha inventado el sistema representativo, uno de los dos componentes de la democracia moderna (siendo el otro el gobierno de la mayoría). La causa de que haya surgido aquí y no en otra parte es la mezcla virtuosa del pragmatismo anglosajón con una serie de casualidades históricas, por las que, para su explicación, seguiremos de cerca a Edmund S. Morgan.

El surgimiento del Estado de derecho A raíz de la célebre tesis de Weber sobre el tema, se ha debatido mucho acerca de las relaciones entre la insurgencia de los propietarios individuales de la que estamos hablando y la Reforma Religiosa del siglo XVI. Si la desaprobación a la opinión de Weber es cada vez mayor, ya que los credos protestantes comenzaron siendo tan contrarios a la independencia personal y al éxito mundano como el catolicismo medieval, en cambio pocos niegan que la aparición de un Lutero o de un Calvino, y sobre todo su victoria en tantos países, hubieran sido inconcebibles sin la nueva atmósfera creada 17


su voluntad solo puede ser favorable a este, en la práctica se limita a sí mismo: hará únicamente lo que le convenga a sus súbditos. Esta limitación es la ley. Sin embargo, a veces el gobierno actúa en contra de la ley. En tales casos, el error no puede deberse a una equivocación del rey, ya que él nunca se equivoca, sino a que algunos funcionarios actúen en su nombre y enajenen su soberanía, por lo que deben ser sancionados. Y la Cámara de Comunes los sanciona, haciendo oídos sordos a la molestia del rey por ello. De este modo, los comunes, que no pueden tocar al rey, castigan a quienes él envía. Para evitar estas sanciones y conflictos, el gobierno debe actuar de acuerdo a la verdadera voluntad del rey, que no es la que este expresa, sino la divina, que es, a la vez, la que coincide con la voluntad de los súbditos. Y esta voluntad se expresa, como el rey ha dicho siempre, a través de la Cámara de los Comunes. Por tanto, el gobierno debe cumplir las decisiones de esta, y el rey conceder los derechos que ella le solicita. A lo largo del siglo, los reyes ingleses se defienden de este curioso razonamiento y sus graves implicaciones políticas absteniéndose de convocar a los cuerpos representativos por prolongados periodos. Pero como estos les son necesarios para gobernar, al final tienen que reponerlos y llegar con ellos a acuerdos que les dan continuidad. Entonces el invento de la voluntad popular como voluntad inconsciente del monarca que es revelada por la Cámara continúa su marcha, y con ello los privilegios van desapareciendo, conforme aumentan los derechos universales por los que abogan los comunes (en ocasiones porque convienen a la clase media que representan; pero también porque ellos mismos están convencidos de que hablan por todos los ingleses). En teoría el rey tiene la primera y la última palabra, pero en la práctica no puede decidir contra el Parlamento y, como éste aprueba la ley que guía su propio comportamiento, al final el rey, el gobierno, los jueces y los representantes terminan sujetos a esta ley. Esto hace que las concesiones reales de derechos se conviertan en concesiones legales, ya inmodificables por el rey. Surge entonces la monarquía parlamentaria, que es el primer Estado de derecho de la historia. También es la primera democracia moderna, todavía

La principal tarea de los representantes de la “gentry” es la misma que la de los lores, acordar con el rey los impuestos; para esto es que el monarca los necesita y convoca. Tenemos entonces que la razón de ser de estos incipientes órganos democráticos es doble: por un lado ellos forman parte del gobierno, ya que el gobierno los usa para cumplir su trabajo; por el otro lado constituyen el límite de éste, que no puede operar sin su aquiescencia en el campo impositivo, la cual es –legalmente y en cierta medida también en la práctica– la aquiescencia de los súbditos. Estos órganos contienen, in nuce, la dualidad de la democracia representativa: al mismo tiempo son un medio de participación en el poder (aspecto positivo) y un sistema de control del poder (aspecto negativo). Tal como lo hace Bobbio, entre otros, se suele afirmar que al liberalismo solo le interesa este segundo aspecto, no el primero. Es decir que a esta corriente le es indiferente quién gobierne, un rey o un presidente electo, con tal de que esté establecido que el mismo no pueda meter la mano en la billetera de los súbditos (o ciudadanos), ni quitarles sus derechos; en fin, con tal de que esté limitado. Pero esta distinción solo es posible en teoría; en la historia ambos aspectos se hallan indisolublemente unidos. En primer lugar, el rey no aceptaría que la gentry lo limite si no necesitara de su participación: debe incorporar a esta clase nueva al gobierno para lograr que contribuya a los gastos de éste sin oponer resistencia violenta. A la inversa, la necesidad de limitar al rey produce el concepto de “voluntad popular” y, en un segundo movimiento, su “elevación al trono”, es decir, su transformación en “soberanía popular”. Debemos esta invención a los parlamentarios que actúan en la Cámara de los Comunes a lo largo del siglo XVII. Las cosas suceden más o menos así. El rey impone la ficción de que los representantes son idénticos a los representados, para que la aprobación de su política no pueda ser resistida por nadie. Los representantes son los primeros en adoptar esta ficción, así que comienzan a hablar en nombre de todos los súbditos. El rey, por su parte, representa la voluntad divina, por lo que en principio puede hacer lo que quiere, pero como Dios es siempre benigno con el pueblo y 18


incompleta, pero que se completará cuando el Parlamento consiga el derecho a designar a los ministros del rey.

controlan al poder del rey, sí, pero en la que, puesto que se ha eliminado a la aristocracia, la Cámara de los Lores o representación estamental tiene que ser sustituida por el Senado conformado por representantes de los Estados, es decir, de los territorios, y existe una Cámara de Representantes que expresa la voluntad de la población; se desgaja así, en dos instituciones diferentes, la función doble que cumplía la Cámara de los Comunes (representación territorial y proporcional). Y puesto que ya no hay rey, el pueblo elige directamente a un “rey”, el presidente, que dura un periodo prefijado. En Estados Unidos este “rey” temporal es efectivo, el verdadero poder ejecutivo, mientras que en otras repúblicas posteriores será un “rey” ceremonial, símbolo de la unidad nacional y encargado de representar al país ante el mundo, la misma figura en la que se han convertido los reyes verdaderos de las actuales monarquías constitucionales. El sistema americano desarrolla lo que era una suerte de “presencia fantasmal” en la democracia inglesa: la participación popular en el gobierno (necesaria para la representación, como vimos, pero escondida dentro de ella). Hasta ese momento la teoría política la tenía reservada –ya que esta había sido la única experiencia histórica de ella– para el gobierno de pequeñas comunidades políticas. Así ocurre en Montesquieu, que termina su famoso libro, El espíritu de las leyes, 17 años antes del comienzo de la Independencia de Estados Unidos, y también en Rousseau, quien publica El contrato social tres años antes. Para Montesquieu, un país grande como Inglaterra o Francia no puede ser “gobernado por el mayor número”, ya que no hay forma de que repita las instituciones democráticas de las polis griegas, que estaban pensadas para un “demos” de unos pocos miles de personas; consagradas, además, a la ascesis de una ciudadanía virtuosa. Un país que no sea de ese tamaño y de esa homogeneidad solo puede ser gobernado, entonces, o por medio del despotismo, que Montesquieu aborrece y quiere eliminar, o por medio de una monarquía parlamentaria. Inspirado en el gobierno inglés, que es el más avanzado de su época, Montesquieu desarrolla su famosa teoría sobre el mejor sistema político

El surgimiento de la democracia representativa El sistema representativo viaja a América en los barcos de los puritanos y los emprendedores que fundan las 13 colonias inglesas, donde se usa para que los “hombres libres” (y no solo los notables) participen en el gobierno. Las asambleas americanas de representantes adoptan varias formas, según las características de cada colonia. Pero todas creen tener el derecho de aprobar los impuestos con el que el rey planee gravar a sus representados. Cuando esto no ocurre, cuando el rey quiere imponerse y la Cámara de los Comunes sita en Londres lo respalda, el viejo acuerdo pierde su validez. (Esto muestra que la representación, siendo una ficción muy persuasiva, y fundamental para el gobierno democrático, no deja sin embargo de ser una ficción; al final del día, los representantes metropolitanos, atrapados por sus propios intereses patrióticos, no pueden constituir la voz de esos ingleses, ubicados al otro lado del mundo, que comienzan a llamarse “americanos”). En 1765 comienza la llamada “Revolución Americana”. Pero, ¿es una revolución? Ya discutiremos esto detalladamente. Lo cierto es que en este caso, y por primera vez, el liberalismo –es decir, el establecimiento de límites al gobierno– no puede avanzar por medio de una sucesión de reformas, como ocurrió en Inglaterra, y por tanto no da paso a una semi-monarquía o una monarquía liberalizada. Al romper con el Imperio Británico, los Estados Unidos se convierten en una república. Se produce entonces un quiebre (que luego clasificaremos adecuadamente). A partir de este momento el liberalismo actúa en circunstancias diferentes, que como veremos coinciden mejor con su sentido, que se fusionan con él y lo reconstituyen como corriente política y filosófica. De la mezcla entre representación y república surge un nuevo liberalismo pero también, y en estrecha relación, la primera democracia moderna. Es una sociedad en la que los representantes del pueblo 19


para la libertad, que es el que posee órganos separados entre sí (un gobierno que ejecuta, un legislativo que aprueba las leyes, y unos jueces que proveen justicia), cada cual con un poder distinto que nunca debe concentrarse. La distribución del poder tiene como efecto el debilitamiento de este, y constituye, por tanto, un eficaz medio de limitarlo. Puesto que la monarquía constitucional cumple estos parámetros, se trata de un Estado de derecho y de la realización (una realización) del liberalismo. El gran pionero de las ciencias políticas no vive lo suficiente para ver sobre el escenario histórico a un otro sistema de limitación del poder más evolucionado que el inglés, el cual surgirá de la representación o, si se quiere, usará el aspecto positivo de la representación para lograr, en la terminología de Montesquieu, el “gobierno del mayor número”, y en la de Robert Dahl, el “gobierno de muchos”. Desde un inicio, como hemos visto, la representación territorial y poblacional, a diferencia de la representación estamental típica de las sociedades medievales, no solo permite poner “frenos” al rey, sino también elegir a sus “colaboradores”, aunque solo sea para la realización de algunas tareas concretas. Aplicado este mecanismo representativo a una república, que es lo que permite la Revolución Americana, sirve para elegir al representante por antonomasia, al presidente. Por medio de este representante se da la participación popular en el gobierno, que entonces es desde el primer momento, como se comprenderá, una participación mediada. El pueblo no gobierna directamente, sino a través de un presidente. Luego, para evitar que este “rey virtual” pretenda convertirse en uno auténtico hay un Parlamento (y una Corte Suprema) con la misma función que cumplía en Inglaterra respecto al rey verdadero, esto es, la de controlarlo. Así se concreta la separación de poderes que teoriza Montesquieu, pero de un modo completamente diferente al imaginado por éste. De lo que hemos dicho se infiere que la democracia moderna es un segundo tipo de Estado de derecho, y en esa medida, un logro del liberalismo, que ya había dado la monar-

quía parlamentaria. ¿Cuál de estas dos formas de gobierno corresponde mejor con él? En un momento inicial, que todavía es de vacilación, no se sabe: coexisten el liberalismo monárquico, es decir, el que asigna a la representación, como su máxima tarea, la limitación del poder de una aristocracia (que en algunos casos piensa volver a crear), y el liberalismo democrático, para el que la representación debe emplearse para constituir y reemplazar periódicamente al gobierno. Una de las justificaciones del liberalismo democrático es que la elección y la alternancia del presidente constituyen una mejor manera de delimitar el poder que una guerra silenciosa pero permanente del Parlamento contra el rey, que además puede volverse violenta en cualquier momento, como entre otras cosas muestra la propia Revolución Americana. Las otras justificaciones liberales de la superioridad de la democracia son las del utilitarismo, y, excepto por un par de apuntes, no las discutiremos en este ensayo. Liberalismo y democracia terminan fusionándose, incluso en Inglaterra; el primero avanza, de su preocupación exclusiva por la limitación del poder, hacia la cuestión de la racionalidad del sistema de producción de las leyes. O mejor sería decir que encuentra la relación entre una cosa y la otra. Encuentra que si limitar el poder es básico para la libertad, la democracia (la participación del pueblo en el gobierno) resulta fundamental para limitar el poder. Por supuesto, se trata de un método mucho mejor que el de la sucesión hereditaria, que por un lado no es liberal, ya que es un privilegio, y por el otro apoya toda la admirable estructura del parlamentarismo encima de una base tan deleznable como el carácter de un hombre. El liberalismo se hace entonces republicano, radical. Y así llegamos a un punto en el que podemos presentar una segunda definición, más completa, del liberalismo o doctrina que, para garantizar las libertades individuales, busca limitar el poder (esto es, lograr un Estado de derecho), mediante la separación y el control cruzado de los aparatos del Estado, y mediante la elección y la remoción popular de los representantes. Como se ve, de trata de una definición compuesta: liberalismo + democracia, pero que subordina la segunda al primero. Los utilitaristas, en cambio, se resisten a admitir esta subordinación: para ellos la de20


griegos la concedían exclusivamente a los ciudadanos varones. Los censitarios, a la minoría que tenía propiedades y estaba alfabetizada. En ambos casos, la igualdad política se reservaba para quienes ya eran bastante iguales fuera de la política. Esto es coherente en el caso griego, porque las polis se fundaban simultáneamente en la desigualdad de las personas (el esclavismo), y en la homogeneidad de los grupos, cada uno de los cuales debía cumplir un determinado papel en beneficio común. Gobernar no era un derecho, entonces, sino un privilegio de los ciudadanos varones de, por ejemplo, Atenas (unos 45 mil de 300 mil habitantes), que estos pagaban o debían pagar con una conducta virtuosa. Es cierto que el gobierno de estos “muchos” constituye una ruptura con el ancestral “gobierno de tutelaje”, es decir, de los que por cualquier concepto se considera mejores: los más sabios, los santos, los famosos guerreros y sus herederos, como los llama Dahl. Pero no supone un ideal de igualdad universal. En Grecia el “demos” tenía que mantenerse pequeño, y no solo por la imposibilidad de ampliarlo con quienes se consideraba inferiores (y que por tanto debían vivir bajo tutelaje), sino por la imposibilidad de sumarle los griegos de otras polis, que por esto nunca se juntaron en una federación democrática. Dado que no era universalista, la democracia griega fue completamente contraria a la representación. Pero si resultaba coherente en Grecia, la “igualdad política reducida” era en cambio contradictoria en las sociedades liberales del siglo XIX, ya que estas partían de la uniformidad de todos los hombres ante la ley. Esta uniformidad, por supuesto, solo podía ser “ficticia” o, mejor dicho, formal, es decir, verificable en las relaciones entre las personas, no en su ser. Plantados en el mundo real los hombres son desiguales; por eso las sociedades liberales, para funcionar como “contratos” a los que todos los individuos concurren como pares, tienen que ser formales, es decir, capaces de sustituir la realidad con la ley. Pero hete aquí que en las democracias censitarias el sistema de gobierno de estas sociedades, y justamente el de ellas, carecía de plena formalidad ya que no reconocía la igualdad política de todos, sino únicamente la de los que eran parecidos en la realidad. Esto las convertía

mocracia no es solo un mecanismo negativo, de control del poder; sino positivo, de afirmación del bien general por medio de la busca del bien para el mayor número de individuos (votantes). La existencia histórica del liberalismo monárquico (al parecer incluso John Adams coqueteó con la idea, que se haría común a principios del siglo XX, tanto en la Francia postrevolucionaria como en los nacientes países latinoamericanos), y el que posteriormente algunos liberales participaran en gobiernos no democráticos que supuestamente respetarían el Estado de derecho, podría llevarnos a dudar del compromiso liberal con la soberanía popular. Sin embargo, el liberalismo moderno es democrático. Esto significa que no considera como “Estado de derecho” ningún otro que el que muestre la capacidad de otorgar a sus miembros, además de las libertades caras en tiempo de Montesquieu, los derechos de pensamiento y de expresión; y que considera imposible apartar este “Estado de derecho en sentido fuerte” –como lo denomina Bobbio– de la democracia. Tal imposibilidad tiene razones lógicas (la necesidad de elegir hace imprescindible el pluralismo, que como veremos se convertirá en uno de los valores fundamentales del liberalismo), y también empíricas: los únicos Estados que respetan los derechos humanos en su conjunto son los democráticos. Por tanto, hoy el liberalismo antidemocrático ha quedado relegado al desván de la historia. El surgimiento del pluralismo Un caso más importante es el del “liberalismo democrático censitario”, el único existente durante todo el siglo XIX y, en algunos países, hasta bien entrado el siglo XX. Este liberalismo está asociado a las primeras sociedades democráticas, que solo concedían los derechos políticos (a votar y ser elegido) a una capa de la población, mas no al resto. Tal limitación entrañaba una determinada idea de la “igualdad política”, es decir, del derecho colectivo a participar en el gobierno que constituye el fundamento de la democracia, tanto de la versión griega como de la moderna. ¿Debe beneficiar a todos? Es conocido que los 21


ser censitario para ser fiel con sus principios: la única democracia que corresponde con él es la que no resulta sensible a las diferencias sustantivas de los seres humanos. b) Que el liberalismo haya sido censitario por más de un siglo nos muestra que al principio no fue consciente del nuevo valor que produjo su irrupción histórica y que, aunque indisolublemente ligado a él, le resultaba sin embargo desconocido. Este valor es el pluralismo, entendido como el debate, la coordinación y finalmente la unidad de los disímiles. Como hemos visto, el liberalismo actuó primero en nombre de la igualdad ante la ley (Estado de derecho), luego en nombre de la igualdad política, si bien reducida (democracia censitaria). Finalmente, lo hizo en nombre de la igualdad política ampliada a todos los adultos de un país (democracia representativa moderna). En todos estos momentos fue, por decirlo así, una fuerza “niveladora”, esto es, universalista. Pero entre el segundo y el tercer momento se produjo un bache: el universalismo vaciló antes de incorporar en sus alcances a los abismalmente distintos, aquellos que ni siquiera contaban con una propiedad, que cumplían trabajos serviles o indignos, o, peor aún, que pertenecían a razas extrañas y menospreciadas. La primera reacción liberal fue considerarlos ajenos a la comunidad política. Pero como esto era contradictorio con los principios universalistas de la doctrina, al final esta abrió paso a estos “otros”, en un movimiento que requería admitir, simultáneamente, la pluralidad de la comunidad política (que así comenzó a imaginarse con una figura opuesta a la del mitificado demos griego, y por tanto desposeída de la “virtud política” que se atribuye a este, una carencia que preocupa a los conservadores hasta hoy). Con el tiempo, lo que empezó siendo una mera concesión se convirtió en un mérito. Pero, ¿cómo se reconcilia un método homogeneizador y un resultado pluralista? Si se lo piensa bien, resulta lógico: cuando se reconoce la igualdad de los diferentes, se admite que los diferentes irrumpan en el espacio de la igualdad. Pero hasta aquí el pluralismo es un hecho, no un valor. Se convierte en valor en el momento en que pasa de ser un resultado incómodo de la

en el gobierno de las clases pudientes. Pero un gobierno así, ¿no era otra vez un espécimen del género del tutelaje, que es el que en primer lugar se quería superar? (Y esto mismo podría haber reclamado un esclavo ateniense a la democracia de su ciudad, si hubiera podido). En todo el asunto hay una evidente contradicción, que finalmente condujo a la desaparición de las democracias censitarias. Se aclara que la lucha por el sufragio universal fue promovida por los utilitaristas, porque esta corriente se decanta por la democracia no solamente por la capacidad de esta para limitar el poder, sino también de expresar lo que la mayoría considera útil. Y esto no es posible si el voto no está suficientemente generalizado. Esta experiencia histórica, sin embargo, nos muestra dos cosas: a) Que si la “igualdad política” es en Grecia un producto de la igualdad real, en la sociedad moderna constituye el resultado de un proceso que podemos describir como de “abstracción”: es posible porque abstrae las diferencias de las personas hasta dejar en ellas una pura “forma”, la de seres racionales capaces de elegir. Una forma idéntica y hallable en todos: universal, por tanto. Ahora bien, hacer esta abstracción es más fácil cuando se parte de una “materia prima” más homogénea. Los primeros demócratas americanos podían verse a sí mismos como iguales, pero esta operación les costaba más (o, para ser concretos, les era imposible) respecto a sus esclavos negros. Los cuerpos negros de éstos opacaban, a sus ojos, la forma universal que llevaban en su interior. Mucho más fácil, en cambio, era hacer abstracción de las diferencias de los miembros de las clases adineradas, para postularlos en conjunto como un demos homogéneo parecido al griego; la igualdad política era más asequible si reflejaba una cierta igualdad real. Pero al mismo tiempo la inclusión de los distintos es necesaria para la democracia, que no puede tomar en cuenta las diferencias sustantivas (socioeconómicas, étnicas) de los individuos, para no convertirse, disimuladamente, en otra forma de tutelaje. Si la democracia no fuera formal no podría partir de la igualdad; tendría que basarse en la diferencia; y esto la inhabilitaría para oponerse a los privilegios. Por esto el liberalismo tiene que dejar de 22


Para evitar el “estado de guerra” de unos valores contra otros, entonces, se necesita dejar que coexistan y –precisamente– compitan entre sí. Si defender distintos valores lleva a los seres humanos a enfrentarse, ¿daremos a la fuerza la última palabra? Para evitar este destino hemos creado las sociedades pluralistas, en las que –en un hábitat de tolerancia– unos valores velan porque otros no predominen, y viceversa. En estas sociedades el antagonismo de los ideales absolutos se matiza e incluso puede dar paso a un acuerdo (aunque éste sea frágil y sujeto a constante revisión). Las sociedades pluralistas no son totalizadoras y menos totalitarias, sino casuísticas: tratan de focalizarse en los problemas concretos y resolverlos movilizando tanto a la ciencia como a las distintas opciones éticas. Las reglas de las sociedades pluralistas resultan siempre de un compromiso entre valor y ciencia, y entre principio y consecuencia (las categorías en las que Weber fundó sus dos clases de ética: la una apunta hacia el valor y la otra hacia el mundo real). Y, como veremos en la siguiente sección de este ensayo, las sociedades pluralistas son el antídoto de la revolución. En suma, si antes había que tolerar el pluralismo porque era el inevitable resultado de la democracia representativa, actualmente debemos afirmar la democracia representativa por su capacidad de producir pluralismo. La democracia no solo es el mejor medio de limitar el poder de los gobernantes, lo que hace con la separación de poderes y el sufragio universal, sino también de limitar el poder de los valores, que al absolutizarse pueden convertirse en “religiones” ante las que solo quede asentir, y que se usen para obligar a los pueblos a consumar obras faraónicas y librar sangrientas cruzadas. El poder de los valores se combate con la dubitación moral; con el escepticismo popperiano respecto a la posibilidad de anticipar cómo evolucionará el conocimiento humano, y por tanto de interpretar la historia de una forma que obligue al porvenir; con el uso razonable de la razón, esto es, valorándola sin dogmatismos, recordando que cada respuesta a un problema se convierte en un problema ella misma: el dominio del átomo, el planeamiento económico, la burocracia… Con el fomento de la disidencia, fuente de donde surge la innovación; y con

democracia a constituirse en la principal justificación de ésta. Y esto ocurre durante la lucha del liberalismo contra los regímenes totalitarios del siglo XX, los cuales buscaban, como se sabe, imponer una “verdad única” a la sociedad, a fin de salvarla de sus demonios. Este fenómeno hizo emerger del liberalismo un elemento que ya estaba en él, pero del que, como hemos dicho, era poco consciente, y que llamaremos el elemento escéptico. Si antes todo el armazón teórico liberal podía asentarse sobre la necesidad de preservar las libertades individuales, el totalitarismo exigió al liberalismo que justificara también las libertades mismas, la necesidad de estas, que aquel consideraba prescindibles y engañosas: para el totalitarismo las libertades eran un ardid de las “fuerzas enemigas” destinado a impedir el progreso definitivo de la sociedad en el sentido establecido por la ciencia o por el dictamen del partido. Como es visible en las obras de Berlin, Popper y Hayek, el liberalismo respondió a este desafío afirmando que una concepción indiscutible sobre la sociedad y los caminos “correctos” para su transformación constituye un absurdo y un imposible. Las decisiones morales inevitablemente implícitas en el gobierno de la sociedad no pueden ser tomadas de una forma científica, como, por ejemplo, creía Marx. El espacio ético es autónomo porque, como dice Popper, “ninguna decisión se deriva de un hecho”, es decir, se puede reaccionar de más de una manera a los mismos estímulos. Por ejemplo, frente a una idéntica crisis económica (un hecho), unos países deciden cerrar sus mercados y otros, abrirlos. ¿De qué depende su reacción? No del hecho, sino de aquello en lo que creen, de sus valores. Ahora bien, estos valores, nos enseña Berlin, resultan a menudo irreconciliables entre sí. Por esta razón no es posible predecir lo que las sociedades elegirán, ni aquello que las hará felices. Además, como demuestra Hayek, la imposición de una idea “mejor” del bien común requiere que se conceda un poder enorme a los portadores de esa visión, lo que termina destruyendo las libertades. Funciona como una fuerza centralizadora que arrebata a las economías modernas de su fuente de prosperidad: la competencia entre sus miembros. 23


la protección de las minorías, que se espera se conviertan en las mayorías del futuro. En dos palabras: con una sociedad abierta. Lo que nos lleva a una tercera y última definición de liberalismo, doctrina que fundamenta las sociedades pluralistas en el Estado de derecho (limitación del poder) y en la democracia representativa y, simultáneamente, justifica el Estado de derecho y la democracia representativa por su capacidad de producir sociedades pluralistas. Se trata evidentemente de una definición circular, un pleonasmo del que sin embargo nos saca el elemento escéptico: todo esto es por una razón: porque no podemos estar seguros de qué es lo que nos conviene absolutamente a todos y entonces necesitamos crear las condiciones institucionales e ideológicas para que cada quien busque su conveniencia (que es mucho más que su interés) sin perjudicar a los demás y, en lo posible, sin que esto impida la coordinación social.

decir, un Estado de derecho con un gobierno aristocrático. En tal caso la aristocracia hubiera visto respetada una parte de sus privilegios y la transformación social se habría producido gradualmente, como en Inglaterra, esto es, de la monarquía absoluta a la monarquía parlamentaria y de ésta a la monarquía constitucional. Pero estaba dicho que el camino inglés no se hollaría nunca más. La resistencia del ancien regime a la movilización popular de 1789, que intentaba dar el primer paso de esta secuencia en Francia, obligó a los insurrectos a radicalizarse: adoptaron entonces otro paradigma, el que resulta inevitable cuando se le ha cortado la cabeza al rey, es decir, la democracia representativa, parecida a la que comenzaba a dar sus primeros pasos en Estados Unidos. Todavía por tanto un Estado de derecho. Pero, a diferencia de lo que había ocurrido en América, la resistencia francesa y europea a esta incipiente construcción no terminó en una guerra relativamente rápida y civilizada, sino que se tornó encarnizada, internacional, y llegó a amenazar realmente a los cambios. Fue entonces que un ala del movimiento rebelde, la jacobina, se radicalizó aún más y se volvió revolucionaria. Hagamos aquí un paréntesis para decir que, aunque el liberalismo nació reformista, es decir, dispuesto a avanzar gradualmente por medio de una adecuada combinación de presión sobre, y compromisos con, la monarquía, también fue el heredero (el más aventajado) de la vieja tradición antidespótica que a lo largo de la historia había llevado a considerar aceptable, y aun necesaria, la rebeldía del pueblo contra los tiranos. Se dice que Locke escribió su Segundo tratado sobre el gobierno civil solo con el propósito de exponer el deber de oponerse a los gobernantes que pisotean los derechos fundamentales y con ello retornan al estado de guerra en contra del pueblo. Por esta razón Locke llama a estos gobernantes “re-bellum”, es decir, rebeldes, como sostiene Carlos Mellizo. Los que se rebelan contra el pacto de los derechos, es decir, contra la ley, deben ser combatidos. Nosotros llamamos a este combate, no a sus causas, “rebeldía”. La rebeldía es el instrumento de los pueblos para hacer prevalecer los derechos que la ley les ha concedido como reconocimiento de su dignidad humana, de su

El surgimiento de la democracia sin Estado de derecho Hasta aquí hemos visto el proceso por el cual el liberalismo, a causa de sus propias necesidades, introduce la soberanía popular y reconduce la representación medieval hasta convertirla en democracia representativa, y luego amplía esta última hasta hacerla contener el pluralismo. Vale la pena recordar que, al mismo tiempo, este proceso produce al propio liberalismo, el cual llega a nosotros al través de él. Pero la historia no solo remodela la democracia en un sentido liberal. Así como en teoría puede existir un Estado de derecho sin democracia (pero en la realidad ambos están interrelacionados), también es teóricamente posible una democracia sin Estado de derecho, que imitara en nuestra época la que efectivamente se dio en Grecia hace miles de años. Este modelo político, la democracia sin Estado de derecho, surgió como resultado de la progresiva radicalización de la Revolución Francesa. En los años previos a ella, el ideal de la clase media oprimida por el absolutismo monárquico era instaurar en Francia algo parecido a la monarquía parlamentaria inglesa, es 24


participación en ese pacto original que Locke llama “estado de naturaleza”. Pero hay que diferenciar la rebeldía de la revolución, como por ejemplo nos invita a hacer Octavio Paz. Aunque este nombre se haya usado de forma mucho más amplia, aplicándose por ejemplo al proceso americano, que en realidad fue una rebelión contra un rey que rompió la ley, lo que designa solo nació después de la Independencia de Estados Unidos, en plena Revolución Francesa, cuando la inicial rebeldía contra el absolutismo, acicateada por la obstinación del ancien regime para sobrevivir, se transformó en el propósito, inédito hasta entonces, aberrante para la cultura cristiana, de eliminar a una parte de la población y erradicar por completo un tipo de pensamiento, es decir, de pasar sistemáticamente (y no solo episódicamente al calor de los combates) por encima de las leyes, con el propósito de imponer lo que se considera justo. Un propósito así es plenamente moderno; no hubiera podido sostenerse sin las condiciones demográficas y tecnológicas producidas por el desarrollo económico coetáneo. Su desmesura, sumada al método que le es consustancial, que es el del terror, forma un fenómeno enteramente nuevo en la historia humana. Según Paz, toda revolución busca plasmar en el presente una “edad de oro” carente de contradicciones, prenda de armonía y progreso. Es por tanto un movimiento de remodelación social que se inspira en el pasado. De ahí su radicalidad, la cantidad de violencia y de recursos persuasivos de tipo intelectual que requiere para imponerse. De ahí también que su victoria tienda a reproducir viejas formas políticas: el tutelaje, el despotismo. Francois Furet dice algo un poco diferente. Para él, según Vittorio Criscuolo, la Revolución Francesa “se concretó en una sustitución de soberanía: la soberanía del pueblo llenó el vacío dejado por la monarquía de derecho divino pero conservando el mismo carácter absoluto de aquélla. Nació así la idea de la democracia pura, o sea, del autogobierno del pueblo sin intermediarios, verdadera responsable de la Revolución…”. La revolución no quería otra cosa que reponer al rey, pero a un rey popular, que al final se concretó en Napoleón.

No es necesario decir que, en cualquier caso, la revolución es el opuesto absoluto de la sociedad pluralista y su escepticismo acerca de los milagros sociales, acerca de la posibilidad y la conveniencia de sacar las utopías del plano especulativo y llevarlas a la práctica. El momento revolucionario es aquel en el que una sociedad se concentra en el qué y pasa de largo del cómo. Nada tiene que ver, entonces, con el Estado de derecho, cuya única preocupación es el cómo. Ninguna revolución es liberal, y por tanto, el liberalismo no es revolucionario (aun cuando pueda llamar a la rebelión contra los tiranos). Sin embargo, la revolución, que como hemos dicho no es liberal, sí es ilustrada. El pensamiento ilustrado, basado en la razón y su capacidad para conocer y transformar la realidad, impulsa el deseo revolucionario de remodelar la sociedad a imagen y semejanza de un determinado ideal. Al principio el liberalismo se alimenta de este pensamiento y mantiene la misma actitud optimista: la idea del “contrato social” se basa completamente en la confianza en la razón para reordenar la sociedad tal como es realmente. Pero puesto que el modelo social hacia el que el liberalismo pretende hacer progresar a la sociedad no es monista sino pluralista, y no es sustancial sino formalista, no puede compatibilizarse con la violenta homogeneización que postula la revolución ilustrada. Aquí es donde el liberalismo se separa del iluminismo. Hayek expresa esta separación en la división que aparece en su obra entre dos tipos de pensamiento social: el anglosajón, que se adapta a las condiciones existentes, para mejorarlas sin causar más daño con la reparación que el que ya causaba el problema, y el francés, que pretende revolucionarlas para, como se dice, “cortar el mal de raíz”. Ahora bien, si los jacobinos no pueden enarbolar el paradigma liberal, ¿con qué modelo social lo sustituyen? Como sugiere la alusión a Furet, con la democracia, pero no la democracia representativa existente. Aparece otro sentido de la democracia, el sentido que Bobbio tiene en mente cuando opone democracia y liberalismo en su obra homóloga. En efecto, en el sentido jacobino, la democracia no es liberal. Es 25


una democracia sin Estado de derecho: la democracia de la igualdad sustantiva del demos, la democracia antigua.

democracia antigua y la moderna; el poder limitado para salvaguardar la libertad y el poder de los iguales (y por tanto el poder de igualar); la realidad actual y la historia mítica… esta yuxtaposición será fuente de inacabables debates y confusiones. Incluso Robert Dahl, quien dedicó su vida a elucidar tal polisemia, también equivoca alguna vez su estrategia expositiva y presenta la “democracia” como el gobierno inventado por los griegos al que se le adiciona la representación, como una prótesis, para darle mayor alcance y lograr que abarque a las populosas sociedades actuales. Pero Dahl, a diferencia de la mayoría, es muy consciente de las graves implicaciones de confundir la democracia como realización del pluralismo (mediante la limitación del poder) y la democracia como igualdad, que es un ideal monista. Para corregir esta confusión echa mano de la palabra “poliarquía” para referirse a la criatura radicalmente nueva que nace en Estados Unidos a fines del siglo XVIII. Si eso mismo hubieran hecho los padres fundadores de la democracia (es un decir), y habrían llamado “poliarquía” a su invención, y todas las democracias representativas ulteriores hubieran seguido su ejemplo, entonces nos habríamos ahorrado los siguientes efectos indeseados del significado doble de la palabra: a) los adversarios de las poliarquías no hubieran podido medirlas, criticarlas y hasta derribarlas por su capacidad o incapacidad de realizar el ideal monista de la igualdad democrática, como ha ocurrido tantas veces en la historia y ocurre hasta ahora; b) las poliarquías se evaluarían en función de lo que hacen o no para encarnar el proyecto del liberalismo, y este por su capacidad para inspirar poliarquías realmente existentes capaces de ofrecer una mejor vida a sus miembros; c) los luchadores monistas por la igualdad presentarían su lucha como un proyecto “democrático”, pero este término no tendría ninguna connotación liberal, por tanto se vería claramente como un intento revolucionario de vuelta al pasado (o de construcción de una sociedad con el instrumental del “socialismo científico” y la inspiración griega), y no como la transformación, en un sentido justiciero, de una poliarquía; c) el liberalismo y la democracia serían realmente dos conceptos ajenos entre sí,

Los dos significados de “democracia” El “gobierno del pueblo” en las sociedades modernas es esencialmente diferente del que se dio en las polis griegas en el siglo V antes de nuestra era. El primero nunca fue, ni puede ser en ningún caso un gobierno directo, asambleario, colectivista. Su punto de partida no es la homogeneidad de los ciudadanos cohesionados por la virtud política, sino esa competencia entre diversos intereses y visiones que resulta propia del sistema representativo, que lo pone en marcha, por decirlo así. La democracia griega es un tipo de gobierno en una sociedad estamental, en el que, por una vez, no gobiernan uno ni pocos, sino muchos. La democracia moderna es un tipo de gobierno en una sociedad liberal, en el que muchos son representados de distintas maneras, a fin de que el Estado en ningún caso pueda quitarles sus libertades. Sin embargo, los demócratas modernos no dejarán de vincular sus propias realizaciones con el pasado griego, aunque este sea un antecedente de lo que ellos hacen solo en un sentido: en tanto la democracia griega es también lo opuesto, la alternativa a los gobiernos de tutelaje, es decir, al mando de uno o unos que por alguna razón se considera “mejores”. Pero la agitación política hará que la democracia antigua sirva a la moderna como mucho más que eso: se convertirá en su mito, una “edad de oro” en la que la igualdad no fue un artificio logrado con una compleja construcción legal y política, sino una dimensión natural de la condición humana. (Los esclavos, las mujeres y los no griegos se hallaban excluidos de esta condición, pero los mitos no requieren de fidelidad histórica). A partir de la Revolución Francesa, el ideal democrático se expresará ora en los términos de su realización, es decir, como un antídoto para la tiranía; ora en los de su mito, como expresión de una igualdad humana sustantiva. El uso de la misma palabra (“democracia”) para referirse a dos cosas bien diferentes: la 26


porque democracia en ningún momento significaría un régimen de libertades individuales, sino un gobierno en el que las partes está determinadas por el todo, según quería Aristóteles, es decir, impedidas de diferenciarse. A falta de esta convención nominalista con la que fantaseamos, muchas de las acciones humanas contra la libertad llevan el rótulo de “lucha por la democracia”. Es posible reconocerlas de inmediato porque no admiten que la democracia moderna (la poliarquía) sea el resultado de la representación, es decir, oponen democracia y representación. Cuando esto ocurre, uno puede estar seguro de que la “democracia” de la

que hablan y por la que luchan es la democracia antigua. La concepción revolucionaria o “pura” de la democracia, imposible de concretar en la práctica pero muy útil para movilizar a la población en contra de la democracia representativa y del Estado de derecho, y terminar retornando a alguna forma de tutelaje; esta concepción se ha convertido hoy en día, ayudada por la polisemia de la palabra “democracia”, en la peor enemiga del liberalismo.

La libertad en tiempos modernos Carolina Pinckert Coimbra La libertad significa responsabilidad, es por ello que la mayoría de los hombres le tienen tanto miedo. George Bernard Shaw

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n la historia del ser humano, nos hemos encontrado con formas de esclavitud de toda especie: sistemas de trabajo forzado en tiempo antiguos, los siervos viviendo para su señor durante el feudalismo, la mita en época colonial del Alto Perú, entre tantas formas de abuso que a los hombres se les ha ocurrido para servirse de sus congéneres. Quien leyera esto dijera que, hoy en día, nos encontramos en el paraíso, pues no tenemos sistemas de castigos físicos; tenemos libertad de movernos, trabajar, pensar, viajar, etc.: nos podemos hallar como seres realizados y en pleno uso de su libre albedrío. Sin embargo, no nos damos cuenta de que esa aparente libertad tiende a ser superflua y, en algunos casos, no menos que esclavizante. Es que contamos con tecnología inteligente que nos tiene encadenados, registrando cada paso que damos o, si queremos ser saludables, cada vaso de agua que tomamos. Recuerdo que,

cuando era niña y comía fuera de casa, debía relatar a mi madre lo que había ingerido, con el fin de que ella estuviera tranquila respecto a mi salud; hoy, en cambio, muchas personas registran todos sus consumos en una fotografía para que todo el ciberespacio sea testigo de ello. Contamos con cierta libertad de expresión, que nos permitiría realizar opiniones y críticas sociales y políticas; no obstante, para fortuna del Gobierno, preferimos utilizar esa posibilidad para publicar nuestro estado de ánimo o lo que nos gustó o desagradó de un programa de televisión. Y no es lo único que malgastamos. Resalto que, fuera de nuestra vida en Internet, tenemos una agenda social que cumplir, la cual está llena de reuniones severamente programadas por instituciones o grupos sociales que, aunque el fin fuera conversar ligeramente o cenar, nos ven con ojos de decepción si nos quedamos en casa, descansando frente a un 27


libro o al lado de un familiar. Ni hablemos de las fiestas, marcadas con rojo en el calendario y cargadas de magnificencia, por las que, si no asistimos, somos casi merecedores del destierro. Por otro lado, nos consideramos libres, económicamente, al poder acceder a compras rápidas y préstamos sin muchos requisitos, y lo percibimos como algo inofensivo, puesto que “nos da una mejor calidad de vida”; empero, no terminamos de pagar las cómodas cuotas de un producto cuando ya estamos pensando en adquirir otro. Nos zambullimos dentro de tanta publicidad y propaganda que nuestros ojos son sólo de compradores y no de críticos. Incluso, en el área de la maternidad, las féminas podemos elegir, dentro de un lapso de días, cuándo quisiéramos que nazca nuestro hijo. Así, se hace una cuestión sencilla lo que antes era un misterio. Lo peor es que, mientras somos parte de todas esas libertades que nos permiten sentirnos con la emoción de que utilizamos nuestro libre albedrío para algo falsamente satisfactorio, no nos damos cuenta de que, fuera de nuestro “mundo libre”, nuestro país es víctima de un Gobierno demencial, de una inseguridad radical, de una economía que va en picada, como un avión descompuesto, de una juventud que se

da “likes” en vez de apoyo, de una sociedad cada vez menos ética, y de nuevas esclavitudes que abundan en el siglo XXI, como, por ejemplo, la drogadicción, la prostitución, el tráfico de órganos y trata de blancas. El acto de desobediencia como acto de libertad es el comienzo de la razón. Erich Fromm Entonces, si el principio de nuestro enamoramiento por esa libertad edulcorada es el conformismo y el desinterés de la realidad más allá de los confines de nuestra identidad, pues debemos trabajar en búsqueda de su contraparte, de una conciencia de sociedad comprometida y un espíritu crítico sagaz e irrefrenable. Recordad que el secreto de la felicidad está en la libertad, y el secreto de la libertad en el coraje. Tucídides

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Reseña: sin reglas no hay juego Mario Mercado Callaú Todo ejercicio de la libertad natural de unos pocos individuos que ponga en peligro la seguridad de toda la sociedad es y debe ser restringido por las leyes. Adam Smith

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mitad de la segunda década de un nuevo siglo y mirando hacia al pasado, quizá sea fácil, para algunos, darse cuenta de los avances que hemos tenido a lo largo de nuestra historia en materia de libertad. Vale la pena hacerlo para encontrar una orientación o sentido que nos sirva. Partamos con la libertad natural, que, para Jean-Jacques Rousseau, muere a partir del nacimiento de los Estados y de la inserción individual. Así, se da nacimiento al hombre nuevo dentro de una sociedad civil, en la que, muchas veces, ese nuevo hombre demanda y exige el cumplimiento de sus derechos, pero, pocas veces, piensa y exige con tal vehemencia el reconocer y cumplir con sus deberes. Rousseau dice también que el hombre, al perder su libertad natural a través de un contrato social, pierde un derecho ilimitado a todo lo que lo tienta y puede alcanzar; sin embargo, como contraprestación, gana la libertad civil y la propiedad de todo lo que posee. En esa búsqueda de poseer cosas, el hombre se lanzó en el desarrollo de habilidades que le permitan conseguirlas, actuando, muchas veces, con inteligencia y, en otras, también muchas, a través de la fuerza. Más adelante, con la Revolución inglesa, donde saldría triunfante la burguesía en contra del absolutismo monárquico de ese entonces, se reconocería el derecho de los hombres en poder hacer lo que se les antoje con lo que es suyo, planteando que la virtud del capitalismo era un beneficio para toda la sociedad, trayendo buenas nuevas a Occidente. Esto fue impulsado gracias a grandes pensadores de la talla de John 29

Locke, padre del liberalismo clásico, con cuyas ideas se cambiaría el curso de la historia. Dieciocho años después de la muerte de Locke, nacería Adam Smith, el economista más influyente del siglo XVIII. Con su gran libro La riqueza de las naciones, trataría de describir el esquema o, en todo caso, el movimiento económico de aquella época y lanzaría algunos criterios propios sobre sus percepciones del sistema capitalista imperante, introduciendo el concepto de la mano invisible, haciendo alusión a que el mercado se autorregula sin necesidad de terceros. Smith señalaba que la intervención de los gobiernos podría dañar el ejercicio de la economía, pero no rechazaba su injerencia, al mismo tiempo que no lanzaba ninguna predicción a futuro sobre el tipo de desenlace que tendría la historia económica hasta nuestros días. El pensamiento de Locke y la experiencia revolucionaria en Inglaterra inspirarían a muchos pensadores franceses como Voltaire y Montesquieu, de la Ilustración, que, junto con Rousseau y otros destacados filósofos políticos, serían los promotores ideológicos de la Revolución francesa, justificada debido a las condiciones deplorables en las que se encontraba aquel reino por la negligencia y el abuso de su monarquía. El pensamiento del liberalismo clásico y otras corrientes filosóficas modernas jugarían un papel importante en la Independencia de Estados Unidos, que se realizaría años antes de que se lleve a cabo esa gesta política en Francia, tanto es así que, al leer la carta de la Independencia norteamericana, se puede observar la gran influencia del pensamiento de Locke. Latinoamérica alcanzaría su Independencia casi hasta mediados del siglo XIX, imbuida de


Marx, en la ciudad de Chicago, Estados Unidos, el primero de mayo de 1886, se realiza la famosa huelga de más de 200.000 trabajadores, exigiendo “8 horas de trabajo, 8 horas de sueño y 8 horas para la casa”. Esto se producía porque la Revolución industrial ya había llegado con fuerza a Norteamérica y existían trabajadores que trabajaban alrededor de las 18 horas diarias y en condiciones infrahumanas.

todas esas nuevas corrientes filosóficas que habían sido traídas de Occidente, con el anhelo de sacarse, de una vez por todas, el yugo español, aprovechando los problemas que tenía España en Europa tanto con Francia como con Inglaterra. En el anterior y breve relato histórico, que comprende desde el término de la Revolución inglesa, en 1689, hasta mediados del siglo XIX, se ha abarcado aproximadamente 161 años. Es un tiempo en que las promesas de la burguesía inglesa, que conciernen al pensamiento liberal, argumentando que el capitalismo sería la solución para todos los individuos de una sociedad, no se estaban cumpliendo a cabalidad. Basta con leer novelas como Oliver Twist, publicada en 1837 por el escritor inglés Charles Dickens, o Los miserables, del poeta y escritor francés Víctor Hugo, publicada en 1862, para percatarse de que lo prometido era todavía un obligación pendiente de cumplimiento. Pasa que dichos autores no inventaron estas historias de manera extraordinaria, sino que se inspiraron en hechos reales que se vivían a diario en aquellas épocas. Es más, los abusos y la explotación hacia los obreros, a las mujeres y niños, los bajos salarios, la escasa protección en sus diferentes fuentes de trabajo, tanto en el aspecto físico como en materia de beneficios sociales, entre otros, fueron el clima perfecto para el nacimiento de una nueva corriente filosófica e ideológica que trataba de dar respuesta y solución a estos problemas. Efectivamente, en el año de 1848, en la ciudad de Londres, Inglaterra, Friedrich Engels y Karl Marx lanzan un pequeño tratado llamado Manifiesto del Partido Comunista. Posteriormente, Marx, el economista más influyente del siglo XIX, publicaría el primer tomo de su gran obra El Capital en el año 1867. Fueron las bases fundamentales de una concepción del mundo que, como lo pretendían sus gestores, acabaría con las injusticias. Sin embargo, hoy en día, cuando miramos hacia atrás, es muy probable darnos cuenta de que esta nueva corriente filosófica, empleada como un remedio, trajo más problemas que la misma enfermedad. No obstante, por lo menos, serviría para darnos cuenta de que las cosas no estaban bien y que se tenían que cambiar. Tres años después de la muerte de

La desvalorización del mundo humano crece en razón directa de la valorización del mundo de las cosas. Karl Marx Cuando entramos en el siglo XX, podemos observar, por un lado, que la codicia sin frenos del hombre en busca de satisfacer sus ansias de poder, que recorrían los diferentes imperios en Occidente, llega a tal punto que la muerte de un individuo sirve como pretexto para desatar la Primera Guerra Mundial. En años posteriores, la misma avaricia por el poder, sumada a corrientes ideológicas nacionalistas y raciales, desataría la Segunda Guerra Mundial. Por el otro lado, la Revolución rusa y la Revolución china, que intentaron, a través de la fuerza, imponer la ideología marxista como la solución para un mejor mundo, terminarían matando más de 60 millones de personas, incluso provocando más muertos que en las dos conflagraciones mundiales juntas. Resalto que, al término de la Segunda Guerra Mundial, la dicotomía del pensamiento ideológico político que causaría la Guerra Fría dividiría al mundo entre la visión capitalista, comandada por los Estados Unidos, y la visión comunista, comandada por la Unión Soviética. Así, se crearía un mundo polarizado en cuanto a las visiones políticas y económicas. Es en este contexto histórico que el nobel de Economía Simon Kuznets, supervisor doctoral del también nobel Milton Friedman, gran pensador liberal del siglo XX, expondría su tesis de la relación del crecimiento económico con la distribución del ingreso. En su criterio, el crecimiento basta para reducir la desigualdad, aun cuando se asocie también a ésta con los comienzos del crecimiento, cuando hay la necesidad de llevar 30


por excelentes matemáticos que salieron de las mejores universidades del mundo, no tenían ningún tipo de regulación por parte del Estado, porque se traduce que lo que no está prohibido es prácticamente legal. De esta manera, mientras millones de personas en el mundo quedaron sin hogar, sin trabajo y sin nada, algunos pasaron hacer los nuevos millonarios casi de la noche a la mañana. Se tiene que entender que, cuando existe una crisis como ésta, no es que afecta a todos; es solo a las mayorías, ya que el dinero no migra a otro planeta, sino que se concentra en otras y pocas manos. Esto supuso poner el interés de capitalistas poderosos (Wall Street) por encima del Estado (o entiéndase democracia). Por otro lado, resalto que, aunque existen datos actuales de la disminución de la extrema pobreza, hay muchos más datos alarmantes sobre las brechas de desigualdad tanto entre países como entre individuos. En este contexto, las críticas realizadas por Joseph E. Stiglitz, premio Nobel de Economía, en su libro El precio de la desigualdad, o Paul R. Krugman, también merecedor del mismo reconocimiento, con sus fuertes críticas hacia la doctrina neoliberal y del monetarismo, ponen en cuestión y abren el debate sobre la importancia de los Estados por encima del libre mercado. Esas críticas han ido ganado mayor peso entre los intelectuales, sobre todo después de vivir la pasada crisis financiera. A estas objeciones se suma el economista francés Thomas Piketty, autor del gran libro El capital del siglo XXI, en el que crítica fuertemente a Simon Kuznets por lo anteriormente mencionado. Piketty, junto a otros economistas, hace un análisis, fundamentalmente, con datos de Francia e Inglaterra recopilados en los últimos 250 años, mientras que, de los Estados Unidos, Japón, Canadá, Alemania, se obtienen datos desde mediados del siglo XIX hasta nuestros días. Piketty argumenta en su libro que, cuando la tasa de acumulación de capital crece más rápido que la economía, las desigualdades aumentan, lo cual implica que los propietarios de grandes volúmenes de capitales serán cada vez más ricos que el resto de la población. Es con estos argumentos que se pone en tela de juicio el valor real de la “meritocracia” y el ensanchamiento de las brechas de

a cabo grandes inversiones en infraestructura y en bienes de capital. Se entiende que, después, la generación de fuentes de trabajo y el incremento de la productividad llevarían a sueldos de mayor importancia, mejorándose la distribución de los ingresos. Aclaro que una de las críticas que se realiza a Kuznets es que su investigación solo se refiere a los Estados Unidos en un periodo de 35 años (1913-1948) y donde ocurrieron eventos poco usuales como la Gran Depresión y el Crac de 1929, al mismo tiempo que las dos guerras mundiales. En las postrimerías a la caída del Muro de Berlín, la nueva corriente económica liberal, entonces predominante, era impulsada por grandes agoreros que defendían la desregularización del mercado y de los sistemas financieros por parte de los Estados. Ellos harían que el presidente de los Estados Unidos, Ronald Reagan, sea la punta de lanza de tales medidas, sobre todo en el sistema financiero. A esto se sumarían casi todas las potencias mundiales, al igual que muchos países latinoamericanos. Sin embargo, de una manera muy particular, el crecimiento económico vendría muy acompañado de las crisis económicas, entre ellas, la Crisis asiática de 1997, la Crisis punto.com (1997-2001) y, quizá la peor de todas, la Crisis de la hipotecas Subprime, de 2008. Estas crisis se desarrollarían por muchos factores distintos, pero tendrían en común las nuevas políticas liberales de la década de los 70-80. Tomada para un breve análisis, la crisis del año 2008 deja ver, con algunos ejemplos, cómo entidades financieras como Golmand Sachs son salvadas por la Reserva Federal de Estados Unidos con un préstamo a casi cero el interés, y la quiebra de Lehman Brothers, donde sus directivos salieron más que millonarios e impunes por la justicia; por tanto, no es muy difícil darse cuenta a quiénes han ido beneficiando en demasía esas nuevas directrices económicas. La desregularización del sistema financiero, por ejemplo, permitió a los dueños de los grandes bancos no involucrar su patrimonio y trabajar sobre el dinero de los ahorristas, inventado un sinnúmero de productos, o mejor llamados “bombas financieras”, como las famosas hipotecas Subprime y los tan mencionados “derivados”. Estos productos, tan bien diseñados 31


desigualdad que existe en las distintas sociedades y, lógicamente, a un nivel global. Entre otros ejemplos que encuentro necesario destacar, señalo que empresas como ADM, Bunge, Cargill y Dreyfus manejan más del 80 % de la alimentación mundial y especulan en beneficio de su propio interés; por lo tanto, se necesita de un ente, en este caso el Estado, que proteja a los ciudadanos de tales maniobras. Si esa presencia no fuera efectiva, se multiplicarían casos más escandalosos de corrupción, como el que sucedió en Estados Unidos por parte de los altos ejecutivos de la empresa ADM, los cuales, por suerte, fueron intervenidos por el FBI. Es muy probable que la desigualdad en sí no sea el problema, sino las consecuencias que trae, planteada por razas, por género, etc. Es también una realidad en Estados Unidos que, por cada 6 dólares que gana un blanco, un afroamericano recibe $us 1. Asimismo, mientras que el 75% de blancos se encuentran ubicados en las mejores universidades, solo tienen acceso a éstas un 7% de afroamericanos; tanto hispanos como afroamericanos se encuentran en universidades de mucho menor calidad. Esto no es solo un mal en los Estados Unidos, sino también en los países latinoamericanos. En definitiva y para su adecuada interpretación, la crítica no se dirige a constituirse en un ataque directo al capitalismo; el ataque va dirigido a sobreponer al capitalismo por encima de la democracia, que, en definitiva, es el bas-

tión que tienen los ciudadanos para hacer los cambios necesarios que sus Estados necesitan. Muchos creen que distribuir mejor las riquezas se basa en igualar el poco talento de muchos ciudadanos, o favorecer a la envidia colectiva de las masas por los que se encuentran arriba, algo muy poco real. Se trata de buscar el espacio necesario en que todos puedan desarrollarse de manera digna, dentro de una nueva sociedad del siglo XXI, con inclusión e igualdad de oportunidades. Así, se salvaguardaría la libertad de los individuos que estén motivados a realizar empresas como parte de su vocación y donde la incertidumbre del riesgo de invertir su capital por la búsqueda de nuevas oportunidades se decante en éxitos y felicidad, pero también se garantizaría la posibilidad de que a aquellas personas que viven felices con la certidumbre de sus sueldos mensuales, y prefieren pasar más tiempo con sus familias que en la búsqueda de riquezas, les sean otorgadas condiciones de vida digna, con el derecho a una excelente educación y a una muy buena atención de salud, entre otras cosas, entendiendo que una excelente educación potencia más y mejora no solo la democracia, sino las condiciones de vida dentro de un país.

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La libertad, ¿qué es y por qué defenderla? Gustavo Pinto Mosqueira

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artamos de estas ideas o situaciones sobre la libertad: i) “El hombre ha nacido libre, y sin embargo, vive en todas partes entre cadenas. Él mismo, que se considera amo, no deja por eso de ser menos esclavo que los demás. ¿Cómo se ha operado esta transformación?”, dice y se pregunta Rousseau. Para responder a esta cuestión, escribe su obra El contrato social. El individuo es libre por naturaleza, y, sin embargo, en el mundo social, en la sociedad civil, pierde esa condición porque vive oprimido. ii) En contra de la condición de esclavitud o de cualquier situación de opresión, Rousseau, en la obra ya citada, escribió: “Renunciar a su libertad es renunciar a su condición de hombre, a los derechos de la humanidad y aun a sus deberes. No hay resarcimiento posible para quien renuncia a todo. Semejante renuncia es incompatible con la naturaleza del hombre: despojarse de libertad es despojarse de moralidad”. La libertad o el libre albedrío es el fundamento de la conciencia moral. Sin libertad, el hombre no se hace responsable de sus actos, moralmente hablando. iii) En la carta fundacional de la Organización de las Naciones Unidas se declara: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente con los otros”. Detrás de esta declaración, están los principios ilustrados del siglo XVIII, en nombre de los que se hizo la Revolución francesa y la Independencia de los EE.UU. iv) Si hay libertad, entonces por qué el Estado y los que lo gobiernan, usando el poder político, “vigilan nuestros movimientos y nos dicen qué comer y dónde fumar […] y miles de cosas más”, apunta Dupré, en el encabezado

al acápite 5, «El contrato social», de su libro 50 cosas que hay que saber sobre política. v) “El gran valor atribuido a la libertad es un indicativo de las numerosas y enconadas batallas que se han liberado para conseguirla: contra las iglesias que estaban dispuestas a matar para defender sus ortodoxias; contra el poder absoluto de los monarcas; contra la opresión de las mujeres y de los disidentes políticos; contra la esclavitud, el prejuicio, la ignorancia y un millar de cosas más”. (Dupré, ídem). Entonces, ¿el hombre es libre o no? Si somos libres, ¿hemos hecho un contrato social para ponernos cadenas? ¿Cuáles cadenas? ¿Es el Estado una de ellas, tal vez la más pesada y brutal? El problema de la libertad humana, la natural o la civil, es cualquier poder que la limite o la reduzca. Porque, si la libertad es un principio que orienta nuestra realización humana, y nos permite perfeccionarnos, limitarla es prohibir nuestro perfeccionamiento como seres humanos. Si la libertad ha posibilitado nuestra racionalidad, limitarla es volvernos menos racionales. Si la libertad es tener la facultad de expresar nuestras ideas y pensamientos, limitarla es frenar el desarrollo de la filosofía y las ciencias. Si la libertad es el fundamento de la moral, limitarla es frenar el desarrollo de la moralidad en los seres humanos. Dios es libre, por tanto, tiene que haber hecho libre también al hombre. Por ende, la libertad humana tiene esencia divina. Todo esto es lo que defendemos. Nuestra escala de valores, en la jerarquización de los mismos, coloca, por encima de todos los otros valores, a la libertad humana y su defensa. Ella es el valor que aglutina, organiza y coordina a todos los demás valores morales. Ahora bien, la libertad tiene una larga defensa entre los pensadores. Así, en el mundo griego antiguo, Sócrates la entendió como autodominio, 33


tradición. “¡Atrevete a pensar por vos mismo!”, será su máxima racional como expresión de la autonomía del ser humano. Durante el siglo XIX, otros pensadores seguirán defendiendo la libertad. En efecto, John Stuart Mill, en Sobre la libertad, hablando de la libertad civil, sostendrá que el único fin por el cual es justificable que la humanidad, individual y colectivamente, se entremeta en la libertad de acción de cualquiera de sus miembros, es la propia protección, o sea, el poder político puede ser ejercido con pleno derecho sobre un miembro de una comunidad política contra su voluntad, cuando busca evitar que se perjudique a los demás. Por esto mismo, “la libertad, como un principio, no tiene aplicación a un estado de cosas anterior al momento en que la humanidad se hizo capaz de mejorar por la libre y pacífica discusión. [...] La libertad humana comprende, primero, el dominio interno de la conciencia; exigiendo la libertad de conciencia en el más comprensivo de sus sentidos; la libertad de pensar y sentir; la más absoluta libertad de pensamiento y sentimiento sobre todas las materias, prácticas o especulativas, científicas, morales o teológicas. [...] En segundo lugar, la libertad humana exige libertad en nuestros gustos y en la determinación de nuestros propios fines; libertad para trazar el plan de nuestra propia vida según nuestro propio carácter para obrar como queramos, sujetos a las consecuencias de nuestros actos, sin que nos lo impidan nuestros semejantes en tanto no los perjudiquemos, aun cuando ellos puedan pensar que nuestra conducta es loca, perversa o equivocada. En tercer lugar, de esta libertad de cada individuo se desprende la libertad, dentro de los mismos límites, de asociación entre individuos: libertad de reunirse para todos los fines que no sea perjudicar a los demás; y en el supuesto de que las personas que se asocian sean mayores de edad y no vayan forzadas ni engañadas. [. . .] No es libre ninguna sociedad, cualquiera que sea su forma de gobierno, en la cual estas libertades no estén respetadas en su totalidad; y ninguna es libre por completo si no están en ella absoluta y plenamente garantizadas. La única libertad que merece este nombre es la de buscar nuestro propio bien, por nuestro camino propio, en tanto no privemos a

que significa dominio de la propia racionalidad sobre la propia animalidad; significa hacer que el alma sea señora del cuerpo y de los instintos unidos al cuerpo. “En consecuencia, se comprende que Sócrates identificara la libertad humana con este dominio de la racionalidad sobre la animalidad. El verdadero hombre libre es aquel que sabe dominar sus instintos, el verdadero hombre esclavo es el que no sabe dominar sus instintos y llega a ser víctima de los mismos”, concluyen Reale-Antiseri al exponer este aspecto del pensamiento socrático en su Historia de la filosofía. 1. Filosofía pagana. Unido a ese concepto de autodominio y libertad, en Sócrates está el concepto de autarchía, es decir, de autonomía. Sin embargo, serán los ilustrados del siglo XVII y XVIII quienes defenderán la libertad natural y civil ante el Estado, los reyes y la autoridad eclesiástica. Thomas Hobbes, en su obra Estado sostiene que los “hombres por naturaleza aman la libertad”. Locke, en su Carta sobre la tolerancia, al defender la libertad en el campo religioso, sostiene que el empleo de la fuerza resulta ineficaz en los asuntos de fe. La “conciencia es incoercible” y “ningún hombre puede, aunque quiera, conformar su fe a los dictados de otro hombre”. Porque la libertad religiosa es de “derecho natural”. Por tanto, es un derecho de la libertad de conciencia y de la libre expresión de ésta (aquí, en Locke, la libertad religiosa no tiene un carácter teológico). En el prefacio a su Carta... declara: “Libertad absoluta, libertad justa y verdadera, libertad imparcial y equitativa, esto es lo que necesitamos”. Por su parte, Rousseau, al hablar del asunto de la legitimidad del poder que domina a un pueblo, dice: “En tanto que un pueblo está obligado a obedecer y obedece, hace bien; tan pronto como puede sacudir el yugo, y lo sacude, obra mejor aún, pues, recobrando su libertad con el mismo derecho con que le fue arrebatada, prueba que fue creado para disfrutar de ella. De lo contrario, no fue jamás digna de arrebatársela”. Finalmente, Immanuel Kant, en ¿Qué es la Ilustración?, defenderá también la libertad del hombre de hacer uso público de la razón, esto es, la facultad de ejercer la crítica como efecto de atreverse a pensar por sí mismo, de tener el valor de salir de la minoría de edad y de abandonar la condición de vivir bajo el tutelaje de la autoridad y de la 34


minaron la democracia y limitaron las libertades individuales y varios otros derechos humanos. Las explicaciones filosóficas que se dieron en su momento al origen de este tipo de sociedades eran de las más diversas y disparatadas, como aquella de que hay individuos “inauténticos” que buscan su identidad y el apoyo de un grupo, o de que las actitudes autoritarias permiten escapar de la excesiva libertad individual a la que muchos individuos modernos le tienen miedo, o de que a la gente le gusta que le digan lo que tiene que pensar, entre otras explicaciones. Por su lado, K. R. Popper dirá que los propios filósofos políticos (Platón, Rousseau, Hegel y Marx) habían sembrado el germen de las sociedades totalitarias y represivas. Estas sociedades tienden a ser teleológicas y utópicas; y los utopistas, que suelen ser dogmáticos en lo tocante a los fines e informales en cuanto a los medios, respetan demasiado la uniformidad y desprecian la diversidad humana. Por eso la solución era luchar por una sociedad abierta, plural, democrática, donde se permita hasta el conflicto moral, con un orden espontáneo y un Estado mínimo. Con una libertad política, como la que defiende Isaiah Berlín, fundamentada en el libre albedrío, pero que acepta algunas limitaciones en nuestras elecciones políticas. Para funcionar como miembros de una sociedad libre y como ciudadanos responsables –sostiene Berlín–, debemos aceptar cierta forma de libertad colectiva. Esta libertad política puede ser a la vez negativa y positiva. La libertad negativa significa que tenemos ciertos derechos a limitar la interferencia del Estado en nuestra vida. (Esto aceptan y defienden los políticos de las democracias liberales; los políticos de izquierda de las democracias sociales, no, porque piensan que el Estado o sus gobiernos de turno pueden interferir en la vida de cada ciudadano y decirles lo que deben hacer, imponerles normas, impuestos y muchas cosas más.) En cambio, la libertad positiva significa que tenemos derecho a ciertas oportunidades y elecciones para desarrollar nuestro potencial humano. Ambos tipos de libertad, en el fondo, tienen como base la idea metafísica de Jean-Paul Sartre, expresada en su ensayo El existencialismo es un humanismo, de que el “hombre está condenado a ser libre”. Ontológicamente hablando,

los demás del suyo o les impidamos esforzarse por conseguirlo. Cada uno es el guardián de su propia salud, sea física, mental o espiritual. La humanidad sale más gananciosa consintiendo a cada cual vivir a su manera que obligándole a vivir a la manera de los demás”. En ese tipo de libertad y sociedad libre, no cabe ningún poder, como el poder del Estado, que obligue a los demás a pensar, sentir, querer y vivir como desean y mandan los que gobiernan. Porque eso tiene un nombre: se llama opresión, dominación. Situación que los anarquistas del siglo XIX rechazaban rotundamente. Algunos habían identificado que el Estado, monárquico o nacional, era el mayor ogro para el hombre. Joseph Proudhon, en su libro de 1841 titulado ¿Qué es la propiedad?, que rechazaba la propiedad privada, escribió que “los gobiernos son la maldición de Dios”. Según este pensador francés, se debía abolir la propiedad privada y el Estado como forma de lograr que la sociedad sea libre. Por su lado, para Mikhail Bakunin, cualquier forma de Estado es opresora. Para este anarquista, el Estado es la autoridad, la fuerza, la ostentación, la infatuación de la fuerza. El Estado es el que provoca las guerras y esto lleva a sufrir a las clases sociales. (Karl Marx nunca estuvo de acuerdo con esas ideas sobre el Estado de Bakunin.) Por eso Bakunin defiende la destrucción del Estado y, por lo mismo, la “libertad infinita”, aunque basada en la solidaridad. “Mi libertad en función de la libertad de todos. La opresión de los unos tiene como corolario la esclavitud de los otros. Solo soy humano y libre yo mismo en tanto reconozco la libertad y la humanidad de todos los hombres que me rodean”. “La historia consiste en la negación progresiva de la animalidad del hombre”. “Una sociedad libre es posible”, o una sociedad natural sin gobierno, también. Estas son algunas ideas que defiende en su obra cumbre Dios y el Estado. Para entenderlo hay que aceptar que sociedad y Estado no son lo mismo, sino dos realidades distintas. De ahí en más, la libertad humana seguirá siendo defendida durante el siglo XX e inicios de la presente centuria. Porque, en nombre de la igualdad e inclusive de la libertad, surgieron sociedades totalitarias como las socialistas comunistas, las fascistas y las nacionalsocialistas, que, gobernadas por partidos políticos elitistas, eli35


no hay ningún fundamento de la existencia humana; ésta precede a la esencia. La existencia no se podrá “explicar jamás por referencia a una naturaleza humana dada y fija; dicho de otro modo, no hay determinismo, el hombre es libre, el hombre es libertad. Si, por otra parte, Dios no existe, no encontramos, delante nuestro, valores y órdenes que legitimen nuestra conducta. Así, no tenemos ni atrás ni delante de nosotros, en el dominio luminoso de los valores, justificaciones o excusas”, sostiene Sartre. Por eso, el hombre se proyecta en el devenir para ser lo que elige ser. De esta manera su existencia es anterior a su esencia. Entonces, la libertad natural, ontológica, psicológica, civil o política es el mayor y único bien común ético, de la humanidad o de los pueblos y naciones, que tenemos y que debemos defender en/con la vida individual y en común. Esta lucha no es excluyente ni violenta en el sentido de matar, sino que busca hacer trizas el control, así como el empoderamiento, de los que están en el poder, por ejemplo, el estatal, y abusan del mismo para enriquecerse, perseguir a los opositores, manipular la administración de justicia, dividir a la sociedad entre revolucionarios y contrarrevolucionarios, entre colonialistas y anticolonialistas, en fin, entre “nosotros somos los buenos”, porque somos antiimperialistas, y los “otros son los malos”, porque son proimperialistas. Esta lucha también debe ir contra el poder y control hegemónico de las nuevas tec-

nologías de la comunicación e información que están violando nuestro derecho a la privacidad. Esta es la libertad que debemos defender como filosofía, como forma de vida y como derecho político. Porque es el fundamento de nuestro Ser-hombre, de nuestros gustos, opciones, intereses individuales y grupales, de nuestros pensamientos, actos morales o éticos. Quien renuncia a este tipo de libertad está condenado a ser esclavo, es decir, a no tener conciencia, a no elegirse hombre, a no tener voluntad, a no perfeccionarse, a no ser tolerante, a no ser racional, a no decidir por sí mismo, a no distinguir entre el bien y el mal, entre lo verdadero y lo falso. Está condenado a no liberarse. “Herbert Marcuse […], dijo una vez muy acertadamente, «la libertad es una condición para la liberación». Para liberarse hay que ser libre […]”, sostiene Žižek, en su libro pedir lo imposible. El día en que un pueblo y sus individuos que lo constituyen, como el caso del pueblo cruceño o camba, pierdan ese sentido de libertad y no luchen por conquistarla cada día, ese pueblo desaparecerá del devenir histórico. El eslogan “¡Siempre libres, cruceños, seamos!” tiene que brillar para siempre en el espíritu absoluto de todos los cambas cruceños.

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La libertad como esclavitud Luis Christian Rivas Salazar

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uchos juicios se han realizado y se realizan en torno a José María Vargas Vila. Lo acusan de romper esquemas gramaticales, algunos lo tienen de existencialista, otros de liberal radical, anticlerical, antiimperialista; así también, como libertario anarquista. Sea como se lo califique, no se puede negar su servidumbre, en su obra como en su vida, a la libertad: como si fuera su palabra favorita, la usa y abusa; una obsesión, un fetiche: “mi pasión por la obra de horror ¿la libertad ha devorado mis páginas?”. Ha devorado sus páginas como su vida, tanto así que una frase de Chavela Vargas, “No hay nadie que aguante la libertad ajena; a nadie le gusta vivir con una persona libre. Si eres libre, ése es el precio que tienes que pagar: la soledad”, en Vargas Vila, tiene sentido esa condena. En la narrativa poética de Homero, los dioses manejan el destino; los mortales tienen el libreto marcado, el hombre es una marioneta de la divinidad que le ofrece cierta seguridad en un mundo tan inseguro, a cambio de sometimiento. Vargas Vila es un Prometeo que reta a esos dioses que, en su pedestal, ofrecen seguridad a cambio de veneración; los enfrenta como David; el individuo enfrenta a Goliat, el Estado, sociedad, Iglesia, y entrega a los hombres ese fuego y esa honda para someternos y ser esclavos de la libertad. Pero los hombres libres no son totalmente libres: “Yo, amé tanto la Libertad, que terminé por esclavizarme a ella; tal es la única forma de Libertad, que el Destino deja al hombre; ésa de escoger su Esclavitud” (citas tomadas de Saudades tácitas). ¿Libertad? ¿Para qué?, solía repetir Lenin. No le encontraba sentido, pues, sometiendo al hombre al conjunto, podemos hacer que todos sean iguales. Y los diferentes liberticidas, sean socialistas, comunistas, demócratas cristianos, socialdemócratas, indigenistas, populistas, nacionalistas, etcétera, se espantan, de fenómenos

que tienen como génesis la libertad individual. ¡Horror de horrores! El único amor de J. M. Vargas Vila, solo un dios, una pasión: la libertad. Anarquista odiado y calumniado por los hijos del colectivismo y los adoradores de dioses y héroes, esos integrantes de la sociedad cerrada, a quien sabiamente les dijo: “Yo, amo el culto de los héroes, pero a condición de que estén muertos, como los dioses; un dios vivo entre los hombres, haciendo milagros en cada esquina, sería estorboso y ridículo; casi tanto como un Héroe, haciendo heroísmos diarios y agitando su penacho en los diarios menesteres; la Muerte sienta muy bien a los dioses y a los héroes...”. Pero nuestros hermanos conciudadanos desprecian la cultura de la libertad, tanto que incluso son capaces de constitucionalizar ese desprecio, someter la libertad individual a la arbitrariedad de un gobernante o elite gobernante; como si fuera sintomático en estas tierras latinoamericanas, gobierna la arbitrariedad: “El despotismo, es siempre el justo castigo de los pueblos pervertidos; Ellos no queriendo obedecer a las ideas, se arrodillan ante un hombre para obedecerlo; no soportando el yugo del Orden, se fabrican el del Despotismo; la Historia no registra el nombre de un Pueblo, que no haya merecido, el yugo que ha llevado”. Esas personas, que desprecian la libertad, se lamentan todos los días y piden al Estado intervenir. ¡Porque existe la libertad!, le dicen; ¡debe recortarla! ¡Preparad leyes, hojas de papel! ¡Legislar, controlar, fiscalizar! ¡Crucificar, encarcelar, confiscar, clausurar, cobrar!, gritan y adulan a quien ostenta el cetro y le permiten deleitarse con las mieles del poder. Los áulicos del liberticida, tarde o temprano, sufrirán las consecuencias de sus palabras: “La tristeza de los aduladores del Despotismo, es, que acaban por disgustar a aquellos a quienes lamen; el roce de esas lenguas, llega un día a hacerse odioso a las ancas de la Bestia; y, los aplasta de una coz”. 37


Por cualquier motivo, se enarbolan las banderas de la patria, y salen militares y políticos al púlpito a vociferar: “¡Nuestra patria, es como nuestra madre, defenderla es un deber! ¡Subordinación y constancia!”, pero El Maestro sentencia: “La Patria es una madre que se alimenta del cadáver de sus hijos; ¿habéis visto una madre que envíe sus hijos a morir por ella? No;

pues la patria hace eso; ella devora a sus hijos como Júpiter (tal vez Saturno); y, se hace de los huesos de sus hijos un pedestal”. No insultéis a las madres comparándola con esa patria. Nuestra madre es única, como nuestra libertad.

Una pseudolibertad Christian Canedo

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Continúo pensando, pero solo puedo deducir que soy uno de los menos indicados para hablar de libertad, ya que no sé lo que es no tenerla: no recuerdo haber experimentado necesidades apremiantes, nunca fui encarcelado ni forzado a realizar trabajos indeseables (denigrantes); no, ni de lejos. Pero tampoco podría decir que quisiera que las cosas hubiesen sido distintas para poder hablar desde la experiencia; aparentemente, estoy bien así (si no está roto, no intento arreglarlo). Supongo que no nos percatamos de nuestra libertad cuando la tenemos y la vivimos, por eso es que parece ser tan fácil perderla ante cualquier engaño: alguien se aparece y nos intercambia la independencia por diez promesas. Nos pasamos casi toda la vida obedeciendo y nos llamamos libres porque no pasamos por la mayoría de las cosas por las que transitan los “pobres” o los “presos”. Sin embargo, es ahí donde se me avecinan las preguntas: ¿realmente experimento libertad? ¿Existe la libertad plena? ¿Se puede ser más o menos libre? Estos interrogantes, lejos de poder responderse, me ofrecen contradicciones irreconciliables que me alejan de comprender lo que significa ser libre. Intuyo que ser libre implica un total dominio del individuo sobre lo que piensa y hace, es decir que todo lo que es consecuencia nuestra y

uando pienso en la libertad, se me ocurre, de primera mano, que son las cosas que hago cuando estoy en mi casa, tumbado en mi sofá, haciendo o dejando de hacer lo que se me plazca; sin embargo, entiendo que cualquier persona en este mundo, si lo procura, puede tener un lugar donde recostarse y hacer las cosas según se encuentren a su alcance. Éste es un tipo de libertad íntima y personal, que experimentamos todos y su concepción no se esconde del sencillo entendimiento de quien se encuentre en facultades de un razonamiento natural.

Sigo en cavilaciones y tengo la impresión de no tener una idea clara de lo que es ser libre, pues, en mi vida, nunca me he sentido prisionero de ninguna forma; he vivido y he ejercido la libertad a placer, con algunas restricciones mentales o materiales que solo fueron impuestas por mí mismo en determinados momentos y lugares. Pese a ello, intento pensar en una libertad más grande, viniéndome a la cabeza cosas en las que interactúo (en presente, pasado y, potencialmente, futuro). Así, por ejemplo, elegí qué carrera seguir y dónde trabajar, los amigos que tengo: cosas que afectan mi entorno y que son producto de mi decisión; al final, soy yo el que tiene la última palabra en todo. 38


nos prolonga es una creación única y voluntaria; sin embargo, esto, en todas las civilizaciones humanas existentes, estuvo y está sujeto a un orden superior, muchas veces identificado, otras, inventado, que, a lo largo del tiempo, ha dado forma al espectro en el que se mueve y vive el hombre libre. Todo lo que es correcto y lo que no lo es, lo que es de mal gusto, lo que da placer, lo que eleva y lo que destruye, etc., está delimitado dentro del camino trazado por aquello. La razón elevada por encima del resto de las criaturas en la Tierra, obtenida por el hombre en algún punto de su existencia, le otorgó la conciencia y la voluntad vital, lo proveyó de sentimientos, emociones, imaginación y, entre otras cosas, la comprensión de que una vida civilizada era el mejor camino para su subsistencia y permanencia. De este modo, abandonó, en muchos casos, la cópula indiscriminada y formó familias para asegurar la protección de sus descendientes, modificando también su egoísmo instintivo hacia la consecución de objetivos más grandes y que beneficien a toda su progenie. Todos aquellos preceptos básicos que se formaron en los albores de la humanidad se fueron complejizando hasta llegar a la concepción de la condición humana que tenemos hoy. Pero los hechos a través de la historia muestran que todos estos se formaron sobre bases endebles, intentando maquillar lo que realmente somos: una aterradora quimera, bestias-hombre que intentan convivir en civilidad, pero que en sue-

ños reviven la barbarie que los habita. La razón no es algo que se tiene, sino que se busca perfeccionar; la razón por sí misma no es garantía de humanidad. La evolución de nuestro raciocinio acompaña nuestro perfeccionamiento como humanos. En medio del camino nos encontramos nosotros, hombres autodenominados libres, que, pese a ello, condicionamos todo lo que hacemos a las posibles respuestas externas que obtengamos, no nos vestimos únicamente para cubrirnos; mayormente, no trabajamos porque lo deseamos; a veces, ni siquiera reímos porque algo nos provoque gracia, sino para que nos acepten, para que no nos aparten y, ocasionalmente, ahogamos un impulso de muerte y lo encasillamos en la fantasía, la imaginación, esa que no tiene límites y que, en ocasiones, hace catarsis en el arte, la literatura o la música. ¿Será posible que las decisiones que tomamos, esas que llevamos a cabo a través del (mal) llamado libre albedrío, sean la base de nuestra esclavitud? La razón y el gregarismo dieron al hombre una libertad que no es libertad o que es una libertad a medias, que se encuentra en camino de la libertad plena y que, paradójicamente, se aleja cada vez más de esa otra libertad que alguna vez tuvimos, y que, fuera de las demostraciones artísticas y literarias humanas, es inalcanzable por ahora.

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Libertad y temor Marco Antonio Del Río Rivera Espere…Quiero que sepa una cosa… Yo no temo a Dios. A mí lo que me da miedo son los hombres. Svetlana Alexievich, Voces de Chernóbil.

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ibertad. Bella palabra. Pero… ¿a qué nos referimos con ella? ¿Qué cualidad posible de la vida humana queremos designar cuando la utilizamos? ¿Cuándo puedo afirmar que yo soy libre? Hay quien desplaza la libertad al mundo interior. Es el caso del filósofo estoico o del monje budista que cifra en el interior de su mente y su corazón la libertad. Recordemos la experiencia de Buda. Luego de años de vivir aislado de las realidades de la vejez, la enfermedad y la muerte, el joven príncipe las descubre. Frente a la fragilidad y temporalidad de la vida humana, el alma debe aspirar a la serenidad, a la paz interior, que ninguna circunstancia de la vida contingente pueda perturbar. Recordemos: la enfermedad, la vejez y la muerte. Pensar en ellas nos remite al temor, al miedo. El temor a la enfermedad, el temor a la vejez, el temor a la muerte. El sabio budista y el filósofo estoico nos dicen que debemos desarrollar tal visión de la vida, y tal templanza del espíritu, que ninguna de tales cosas nos inspire temor. Libre sería el hombre que ha vencido esos miedos ancestrales. “¿Quién es libre? El sabio que puede dominar sus pasiones, que no teme a la necesidad, a la muerte ni a las cadenas, que refrena firmemente sus apetitos y desprecia los honores del mundo, que confía exclusivamente en sí mismo y que ha redondeado y pulido las aristas de su carácter”, señalaba el poeta latino Horacio. Svetlana Alexievich está sentada en una habitación; la acompañan tres personas: una mujer, su hija y su nuero. Este último no habla. No se nos describe la habitación ni dónde se encuentra, pero, por las palabras, sabemos que están en Bielorusia, Belarús, en una pequeña ciudad llamada Narovlia, en las inmediaciones 41

de Chernóbil. Esa gente no debería estar allá. Es una zona prohibida luego del accidente con el reactor nuclear, pero esa gente se niega a irse a otro lugar. Cuentan sus historias. Podemos imaginar a Svetlana tomar notas o escuchar al tiempo que las palabras se fijan en una grabadora. Son una familia de Dushanbé, capital de Tayikistán; son rusos de origen, pero la guerra los ha hecho escapar. Hay una guerra fratricida en Tayikistán; los tayikos quieren expulsar a los rusos de su país, mas también se están matando entre los tayicos del Palmir y los tayicos de Kuliab.

La hija describe los horrores de la guerra. Viajando en un bus, un grupo de hombres armados los detiene, y revisan los pasaportes, detienen a dos hombres, “uno, joven aún, guapo, que les gritaba algo. En tayico, en ruso. Les gritaba que su mujer había parido hace poco, que tenía tres críos pequeños en casa. Y ellos no hacían otra cosa que reírse; eran también jóvenes, muy jóvenes. Gente corriente solo que con ametralladora… Todos callaban. Todo el autobús”. Al final, los dos hombres son obligados a bajar y, al tiempo que parte el autobús, se oye la ráfaga de la ametralladora.

Era enfermera. Un día, atendiendo un parto, “entran unos con máscaras negras, armados”. Piden drogas, alcohol. En eso, nace el bebé. Uno de los hombres lo toma y lo arroja por la ventana. “Después de aquel suceso, se me cubrieron las manos de eccema. Se me hincharon las venas. Y me entró una apatía hacia todo que… ni quería levantarme de cama”. Quedó en cinta. “¿Cómo vivir? ¿Cómo parir allí?”. Decidieron huir de la guerra, de esa violencia, y se fueron a Belarús.


guerra!”. Además, ahora la zona en cuarentena se ha vaciado de hombres. “Y el hombre se alegrará de ver la huella de otro hombre. No a otro hombre, sino su huella”. Si bien hay un nuevo enemigo, y un nuevo horror, la radiación, por alguna razón los viejos no le temen: “La radiación esa anduvo por mi huerto. El huerto se quedó todo blanco”. En cambio, hay paz en la selva. Se puede caminar, pasear, sin temor: “Ahora, en cambio, ando sola por el bosque y no le tengo miedo a nadie. En el bosque no hay gente, ni un ser vivo”. Lena, más joven, entiende con lucidez el escenario: sabe que está viviendo en una zona de muerte, y con ella viven sus hijos. Sabe que su vida será corta, y que la radiación destruirá su cuerpo, y los de sus hijos, pero tiene sus razones: “La gente que me encuentro se asombra… No entiende. ¿Qué haces con tus hijos –me repiten–; es que los quieres matar? ¡Eres una suicida! Yo no los mato, los estoy salvando. Míreme, con cuarenta años y con el pelo completamente blanco. ¡Cuarenta años!”. Narra que un periodista le preguntó si hubiera llevado a sus hijos a una zona donde hubiera peste o cólera. “Qué peste ni qué cólera. Este miedo de aquí yo no lo conozco. No lo veo. Y no lo tengo en mi memoria. A quien temo es a los hombres. A la gente armada”. Estos testimonios de mujeres, que nos llegan a través de la pluma de otra mujer, nos permiten reflexionar, no en las altas abstracciones y conceptos de la filosofía política, sino en otro plano. Los antiguos pensaban la libertad en términos de que un pueblo no estaba sometido al poder y a la violencia de otro pueblo. Ese poder, ese dominio sólo se puede ejercer por el uso de las armas, el uso de la violencia, y el ejercicio del miedo, del temor y, de ser posible, del terror. Y, a lo largo de la historia, sin duda, las mujeres lo han sufrido con mayor intensidad. Por ello, me parece que el filósofo estoico y el monje budista están equivocados: la libertad no tiene que ver con una suerte de insensibilidad al dolor, la enfermedad, el sufrimiento o la muerte, insensibilidad a la que ellos aspiraban. Es algo más simple y básico: los hombres y las mujeres son libres cuando viven en una sociedad donde no tienen que temer a los hombres

El testimonio de la madre. Era segundo jefe de estación en Dushanbé. Con la guerra, los rusos, o sean gente nacida en Tayikistán, pero de ascendencia rusa, empezó a huir de los nativos, los tayikos, que, a su vez, se mataban entre ellos. Una noche, luego de partidos los trenes, dos niños perdieron el tren y deambulan por la estación. La mujer los esconde en una sala. A los pocos minutos, aparecen dos hombres armados con fusiles. Interrogan, pero se van si entrar a la sala. “¿Y si hubieran entrado en la sala? ¡Los hubieran matado a todos, y a mí, de propina, una bala en la frente! Allí solo reina un poder: el del hombre armado”. Al día siguiente, dejaron la patria para huir de la guerra. Desde el umbral de la puerta, una vecina, Lena M. de Kirguistán, cuenta su historia. De madre ucraniana y padre ruso, ella nació en Kirguistán, y se casó con un tártaro. Con la desaparición de la URSS, desapareció su patria, y de pronto ella era parte de una minoría extranjera odiada en un país ajeno. Decidieron huir a la madre patria. “Vamos a vivir a Chernóbil. Ahora esto es nuestra casa”. ¿Y la radiación, el cáncer, las disfunciones neuropsicológicas, las mutaciones genéticas? El área de Chernóbil fue declarada zona de desastre, y sus habitantes fueron obligados a evacuar. Pero hubo gente que se escondió de los registros, y vive allá. Dados los niveles de contaminación, más tarde o temprano, habrán de morir como consecuencia de las secuelas del accidente nuclear. Pero los testimonios recopilados por Svetlana Alexievich muestran gente que se niega a huir de la “Zona Prohibida”. Son conscientes del peligro, han visto morir a hombres y a los animales. ¿Por qué no se van? Como Lena, muchos no tienen adónde ir. Son rusos y la catástrofe de la desaparición de la URSS los ha dejado sin patria. “Hemos perdido dos patrias a la vez: nuestro Tayikistán y la Unión Soviética”. Los más jóvenes han llegado allá, huyendo de una guerra. Los más viejos, al ver los movimientos de tropas, a los soldados matando a los animales, han recordado los viejos recuerdos de la Guerra Patriótica. En un caso y en el otro, son malos y terribles recuerdos. Pero ellos han logrado sobrevivir a los esos horrores. “Hemos sobrevivido a Stalin. ¡A la 42


que van armados. Soy libre mientras no vengan los hombres armados para matarme, robarme o llevarme a una celda. Dejo de ser libre cuando pienso y temo que eso ocurra en cualquier momento. Los hombres armados, y sus patrones, no necesitan la justificación del Derecho para ejercer violencia; les basta la razón de su fuerza, les basta la razón que encuentran en la metralla y el gatillo. Las tanquetas en las calles son la

más inequívoca señal de una sociedad que ha dejado de ser libre. Aquí no hay nada que moleste al hombre. Ni jefes, ni nada. Somos libres.

La libertad a la luz de una vela… Roberto Barbery Anaya Para ver una cosa hay que comprenderla. Borges

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a libertad está calumniada por siglos de tradición política. Y la devaluación es tan recurrente y paradójica que invocando “La libertad” se ha encarcelado al hombre en celdas plurales de totalitarismos de variadas especies… Lo más insólito es que el despropósito tiene una ascendencia ilustre, que va aún más allá de los desvaríos cotidianos… Por ejemplo, Platón, en La República, que afortunadamente no ha pasado de ser un “ensayo ideal”, propone una celda común tan asfixiante que no tolera ni siquiera a los poetas, porque resultan peligrosos para “el orden perfecto” –no parece casual que Zhivago, en la obra de Boris Pasternak, sea humillado por escribir versos en medio de la euforia revolucionaria de turno…–. Y es que la poesía está más cerca de la libertad que la política. Así como la música está más cerca de la emoción que la burocracia…

La milenaria confusión tiene su origen psicológico en la orgullosa incapacidad para discernir que la libertad, en su verdadera esencia, es un valor individual, no colectivo… En no comprender que, desde la perspectiva de la política, en rigor, hablamos de Derechos… Porque la libertad es, básicamente, una emoción intransferible, singular; como el amor, en efecto… ¿o acaso alguien puede cenar esta noche a la luz de una vela con “El Estado Plurinacional de Bolivia”? Al final, por encima de los cielos terrenales de la Historia y de las utopías celestiales de la Religión, cada uno quiere cenar esta noche a la luz de una vela con un nombre íntimo…

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El extravío de la libertad María Claudia Salazar Oroza Aun sin causar perjuicio a nadie, puede un hombre obrar de tal modo que nos lleve a juzgarle como un loco o como un ser de orden inferior; y como este juicio es un hecho que preferiría evitar, se le hace un servicio advirtiéndoselo con anticipación, así como de toda otra consecuencia desagradable a la cual se exponga. John Stuart Mill

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a complejidad de la vida humana se refleja en la complejidad de sus términos, y más aún en aquéllos que se repiten en un eterno retorno. La libertad es uno de esos términos que, al igual que el castigo, para Nietzsche, contiene en sí historia. Es que, para el mencionado filósofo alemán, definible es solo lo que carece de historia. Así, se nos presenta una diferenciación entre los términos que pueden tener o bien definición, o bien historia. Naturalmente, la historia del hombre es también un proceso que altera las cosas, las transforma, las cercena o agrega valor; las enfrenta, unas con otras, las oscurece o las ilumina, las perfecciona o las atrofia: en ella, por consiguiente, los términos más complejos y profundos volverán a actualizarse, una y otra vez, siempre sometidos a una encrucijada de diferentes fuerzas y condiciones vitales. No hay necesidad mayor para el ser humano que la de repensarse a sí mismo o, al menos, la de escoger por quién ser repensado. En virtud de esa división realizada por Nietzsche, resulta posible reconocer que los términos que tienen historia no cuentan con peso existencial, sino a partir de su posible relacionamiento con los que tienen definición, ya que, con ellos, se nos revelan procesos, formas y límites útiles para el trabajo de la reflexión y el pensamiento crítico. Por ello, en los múltiples intentos de comprender el significado de la libertad, se la ha asociado con otros términos, que van desde responsabilidad, derechos, respeto, elección, expresión, albedrío, conciencia, destino, hasta aquellos más sombríos como falacia, invención, dominación, determinismo, etc. Para los fines del presente ensayo, asociaremos discrecionalmente la libertad con lo que el

filósofo Karl Jaspers denominó situaciones límite, siendo algunas de éstas la muerte, la culpa, la lucha, la incertidumbre, el sufrimiento. Esas situaciones límite son aquellas en las que nuestro fracaso es percibido con profunda y sostenida certeza, pues, en esencia, son permanentes, aun cuando se altere momentáneamente su apariencia. En cualquier caso, tales situaciones sí se encuentran enraizadas en definiciones que, aunque sea temporalmente, necesitamos olvidar para darle sosiego y continuidad a nuestra existencia. ¿O quién podría pensar incesantemente en la muerte propia o de un ser querido, y, en ese mismo instante, ser feliz en compañía del otro? Además, nuestra impotencia frente a ellas ha originado innumerables consultas de carácter psicoanalítico, por más que, en principio, no se hubiese tenido la capacidad de identificar claramente cuál fue la emoción o estado que impulsó a tal fin. Sin embargo, aunque el abatimiento del espíritu sea consecuencia de la impotencia y la incertidumbre, será preciso tomar decisiones en medio de factores externos influyentes y determinantes que trazarán las fronteras de nuestras acciones, sean estos factores sociales, económicos, políticos, culturales o de cualquier índole. En otras palabras, ni siquiera allí, en medio de tales circunstancias, podemos librarnos de la carga de elegir. Para Jaspers, nuestra libertad en estas situaciones límite consiste en la autonomía de poder desarrollar nuevas capacidades, actitudes y comportamientos vitales que cambien, incidan o enfrenten la vivencia de estás, sin importar que sea imposible modificar los hechos concretos de la realidad y sus consecuencias. 44


cebir– los que suelen constituir sus momentos de mayores desafíos y ocasionan nuestros más irritantes dolores de cabeza”. En consecuencia, conforme a lo expuesto por dicho pensador, la libertad y sus posibilidades se diluyen en una marea de confusiones y exigencias de corta duración, puesto que, cual mar en turbulencia, ni bien termina una ola, azota la siguiente. De este modo, por desgracia, la libertad es usada en aspectos que solo tienen una vida tan duradera como la del mosquito. Por ejemplo, alguien podría traer al caso, como proyecto de vida, que su mayor oficio es el de conseguir y mantener bienes y fortuna para sí y sus más cercanos; sin embargo, esto no es usar la vida y la libertad en un fin, sino en un medio. Lo mismo pasaría con el poder. Se dice que éste es pasajero, ya que el dinero, una de sus concreciones, es un elemento externo y susceptible de pérdida o robo; no obstante, el esfuerzo y la atención en su obtención y mantenimiento son exaltados como virtudes, no como lo que son: valiosas habilidades y destrezas para manejar situaciones externas de la manera más conveniente a nuestros fines. Así, la admiración sin juicio crítico se instala en su máximo apogeo: un gran narcotraficante puede ser admirado por esas habilidades, provocando el deseo de replicarlo hasta la superación, pues se toma por un desafío más exitoso que trabajar sobre otras capacidades y destrezas que nos enfrentan con lo que percibimos que somos y que nos rodea. Pero ¿cómo discriminar entre medios y fines, entre qué es una virtud y qué no, qué es un vicio y qué no, sino hay cabida para el asombro y la duda? Para Jaspers, estos dos últimos términos, junto con las situaciones límite, conforman el origen múltiple de ese conjunto de reflexiones al que denominamos filosofía. Para el asombro, la indiferencia es un antídoto, en ella no hay nada que nos impresione y nos inste a descubrir lo que está detrás de aquello que nuestros sentidos perciben o de alguna situación que se presente. Ese asombrarse es ser capaces de impresionarnos en cuanto a los sentidos, las ideas y hasta en las emociones. Por supuesto, no debemos conformarnos con esa impresión, sino examinar eso que percibimos en cuanto a nuestro yo y el del otro, y sobre lo que se cons-

El camino a la autorrealización es a través del cual queda patente nuestra calidad de ser auténticos; allí, nuestra libertad existencial hace real ese ser en potencia que posee cada hombre. Este tipo de libertad se relaciona con algo tan profundo como la existencia de un sentido interior último de nuestras vidas. Si ella se pierde, confunde y refugia en lo cotidiano-sensorial y en las distracciones de una vida inútil, puede provocar angustias, preguntas sobre el sentido de la vida, sensación de vacío, falta de saciedad, recurriendo a despropósitos para compensar esas sensaciones y percepciones. En esta lógica, el curso de nuestras decisiones dará lugar a una realización interna, mediante la cual tomamos conciencia del mundo y de nosotros mismos. Sin embargo, en el proceso de la libre toma de esas decisiones, si no existe la reflexión, el pensamiento crítico ni la autocrítica, es muy difícil ser conscientes del mal gasto de la libertad y la inauténtica realización de la existencia posible en nosotros. Al respecto, recuerdo que, en su estudio sobre Karl Jaspers, Kurt Salamun apunta que “si nuestra vida no ha de perderse en la disipación, tienen que entrar en algún orden […]. Distinto de un mundo de descomposición […] que solo existe como orden externo que carece de simbolismo y trascendencia, que deja el alma vacía, que no satisface al hombre, sino que allí donde lo deja libre lo entrega a sí mismo, a sus apetitos, tedios, a la angustia y la indiferencia”. El orden externo al hombre se ha transformado y complejizado a través de la historia, pues, como bien expresa Mario Bunge, a los seres humanos los caracteriza la condición de ser problematizadores, por lo que no les han sido suficientes los problemas que el medio natural y social les ha impuesto. Respecto a ese mismo asunto, Zygmunt Bauman ha escrito un libro titulado Sobre la vida líquida, en el cual sostiene que, entre las características del que sería el orden hegemónico actual, tenemos su corta caducidad, inestabilidad, incertidumbre, ya que no puede mantener su forma ni su rumbo durante mucho tiempo; lo expone así: “La vida líquida es una sucesión de nuevos comienzos, pero, precisamente por ello, son los breves e indoloros finales –sin los que esos nuevos comienzos serían imposibles de con45


tituye como nuestra realidad. Ahora bien, estas ideas y conocimientos, que se generan de esa búsqueda posterior al asombro, provocarían autoengaño y errores sin el abrazo de la duda. La duda es esquivada por los atajos que proporcionan los dichos, las creencias, opiniones, usos y valores de hombres inmersos en un sistema de masificación tendiente al totalitarismo, que se sofistica para confundirse con otro tipo de sistema apto para albergar múltiples estilos de vida y distintas formas de autorrealización y autoexpresión, aunque, ciertamente, predomine un orden externo político, social y económico que conlleva los mismos mandatos para todos. No obstante, puede haber gente que prefiera eludir el punzón de la duda; en estos casos, una forma de hacer frente al mundo y sus posibles angustias es elegir libremente imitar al otro sin mayor juicio crítico. En consecuencia, la libertad deja de tener ese sentido profundo en relación a la existencia del hombre, por lo que, ante los espectros de la angustia, desamparo, desesperación, se la somete a lo efímero, vacío y a la burda imitación, casi como la que le es suficiente al simio, solo que este primate en particular hace alarde de su sofisticación. Remarco que, para Jaspers, “el origen de la filosofía que hay en las situaciones límite da el impulso fundamental que mueve a encontrar en el fracaso el camino que lleva al ser […] la forma en que experimenta su fracaso es lo que determina en qué acabará el hombre”. Por desgracia, ni la vía del asombro ni la de la duda suelen ser las más comunes entre los mortales, desaprovechándolas para dar a la vida un sentido más profundo, sino más bien son las situaciones límite. Se presentaría, por tanto, esa posibilidad a través de las vivencias negativas, incluso dolorosas. Pero, sea cual sea la vía, la comunicación es un elemento que complementa la reflexión que emerge en cualquiera de ellas; desde luego, no me refiero a cualquier comunicación, sino a una jaspersiana, la existencial. Para muchos pensadores, la comunicación carece de elementos y condiciones que nos permitan una evolución como seres humanos. Giovanni Sartori publicó hace algunos años el libro titulado Homo videns. En esa obra, ese pensador italiano plasma su concepción de

involución humana por efecto de la manera en que se afecta nuestra relación entre el observar y entender, a través de la cual nos concebimos a nosotros y al mundo circundante. Una comunicación basada principalmente en imágenes, señala el autor, reduce la capacidad de entender conceptos, de generar contenidos más generosos y significativos en cuanto a símbolos e ideas. Su obra tiene como eje central los efectos de la televisión sobre el hombre y su cultura, y, al estudiarlo, habría que considerar que en su época no existían las nuevas tecnologías y redes sociales en Internet, que han permitido una ampliación y proliferación del uso de la pantalla y de las imágenes, con tutoriales en formato de video, etc. No se pretende desconocer la utilidad y los beneficios de los avances tecnológicos, sino identificar a qué retroceso estamos expuestos, a fin de recuperar la lucidez y realizar esfuerzos para revertirlos o reducirlos al mínimo posible. Es, en definitiva, una exposición crítica que procura evitar el potencial fracaso del individuo, pues, como especie, seguimos en avance, precisando, por supuesto, del mejor concepto de comunicación que, hasta el momento, hayamos podido forjar. Hemos hablado de los términos, su historia y definición, destacando sus asociaciones y planteando respuestas antes cuestiones actuales. Se lo ha realizado con el fin de entender mejor la libertad y su problemática existencial. Con todo, para muchos, esto no sería sino un conjunto inútil de teorizaciones, incapaces de favorecernos en absoluto. Frente a ello, vale la pena formular una pregunta, a saber: ¿cuál es el valor del concepto, ya que, en resumen, respecto a la libertad, no hemos dejado de asediarlo en los párrafos anteriores? Al filósofo José Ortega y Gasset se le alteró la quietud del espíritu y, en su libro Meditaciones del Quijote, escribió lo siguiente: “Cuando sobre el sentir el bosque en torno nuestro como un misterioso abrazo, tenemos el concepto del bosque, ¿qué salimos ganando?”. Más adelante, el mismo autor expresa: “Sin el concepto, no sabríamos bien dónde empieza y dónde acaba una cosa; es decir, las cosas como impresiones son fugaces, huideras, se nos van de entre las manos, no las poseemos. Al atar el concepto unas con 46


consumaría para hacerse patente frente a sí mismo y a los demás. Se trata, por lo que se ha expuesto, de una comunicación que resulta difícil de advertir en nuestros días. Es que muchos pensadores critican un fenómeno actual, ese que Umberto Eco definió como civilización visual. Subrayemos que, describiendo lo que él llama hombre visual, nos presenta a aquel que recibe un aumento de la experiencia por vía sensorial y no conceptual, perdiendo el sentido histórico. Esto implica también una falta de racionalización del acontecimiento representado y un juicio sobre él, tornándose la persona en espectador pasivo, uniformándose los estándares de la cultura y del gusto. Eco lamenta esta situación, señalando sus efectos nocivos para la democracia, la misma que, para lograr sus propósitos y elevar a un conjunto de hombres, necesita de ciudadanos con sentido histórico, reflexivos, con ideas claras y alta predisposición a debatir y, sobre todo, con un conjunto de valores sin los cuales no existe más que como espejismo el sistema democrático. En medio de esto se posiciona el divo, un modelo de hombre al que nuestro autor presenta como si no tuviese sentido de responsabilidad frente a la comunidad, sin poder institucional, pero que cuyas decisiones y comportamientos la influyen por su carisma. Al respecto, dice el citado filósofo y novelista: “…se establece, pues, una dialéctica por la que el divo, por un lado, adivina ciertas exigencias no especificadas y por otro –personificándolas– las amplifica, las promueve, y así vemos a la televisión operando como escuela del gusto, de costumbres y de cultura”. En esa dirección, preponderantemente contemporánea, el sujeto busca toda respuesta única y pasivamente en el mundo exterior. Cuando sufre por una situación límite, no cuenta con las herramientas de apoyo trascendental para hacerle frente, además, la comunicación con otro interlocutor tampoco le puede brindar una experiencia y respuestas diferentes a lo que ya ha visto fuera de sí. De modo que, si tiene que enfrentar al mundo circundante, lo domina el miedo a ser autónomo, lo que provoca el rechazo a la reflexión, la autocrítica y a una comunicación profunda y diferente. Le parece

otras las fija y nos las entrega prisioneras. Platón dice que las impresiones se nos escapan si no las ligamos con la razón […]. Merced a él las cosas se respetan mutuamente y pueden venir a unión sin invadirse las unas a las otras”. Ciertamente, contando con los conceptos, relacionándolos de una u otra manera, podemos formar estructuras que nos permitan un orden interno, uno al que se refería Kurt Salamun, uno sólido, capaz de darnos suficiente autonomía para tomar nuestras propias decisiones, a pesar de ciertas influencias externas que no podamos cambiar, o, si lo hacemos, es con mucho esfuerzo. Al elaborar esas concepciones, incluyendo las de la libertad y las situaciones límite, la razón nos permite tocar con profundidad el mundo, hacer carne aquello que sentimos y vemos a través de su uso con el cuestionamiento, la reflexión y el pensamiento crítico, sin aspirar a prescindir totalmente de lo sensible y real en virtud de lo abstracto, las ideas. Por lo anterior, una comunicación basada solo en imágenes y privada de conceptos, como la criticada por Sartori, contribuiría a la imposibilidad de lo que Jaspers configuró como una autorrealización a través de la comunicación existencial. La comunicación tiene formas concretas y definidas y existen tres que anteceden a la existencial. Partimos con la comunicación más primitiva, que tiene su eje en sus posibles intereses y consecución de objetivos. Se tiene también la del segundo tipo, que se relaciona con el modo de ser que está ligado a la finalidad y racionalidad objetivas, que hacen posibles los acuerdos de unos con otros en base a esos intereses y objetivos. Finalmente, la última está comandada por las ideas; tiene contenidos. Con la comunicación existencial, el individuo busca hacerse patente, y ese fin está más allá de los intereses elementales, de los acuerdos que hagan los hombres y de las ideas comunes, por lo que construye su sistema conceptual más allá de un objetivo que pretende su universalidad; busca uno que le corresponde únicamente al sujeto singular, a partir del cual, junto con el anterior sistema conceptual, lo interpreta, construye y también delibera, de manera autónoma, sus experiencias, constituye su “yo” de modo auténtico y orienta su conducta. Todo esto se 47


nocer la igualdad de rango de los demás seres humanos en lo que respecta a los seres humanos a sus posibilidades de autorrealización y ello sin perjuicio de que existan diferencias en cuestiones o situaciones exteriores susceptibles de comparación (por ejemplo, respecto del puesto social)”. Más allá de las críticas a Jaspers, que, por su estado de salud, siempre vivió al borde de una situación límite como la muerte, y su pensamiento, es innegable la necesidad de plantearnos la tarea de realizar esfuerzos que permitan reivindicar la soledad meditativa, el pensamiento crítico, la solidaridad, la dignidad que todo humano posee, y el valor, pues, sin este último, el hombre no será capaz nunca de enfrentarse a sí mismo, de luchar por sí mismo frente a los demás y de luchar por los demás en un reconocimiento franco de la dignidad del otro, y de la necesidad de que los hombres se unan en proyectos cada vez más elevados. Sin las nociones anteriores, la libertad será efímera, sin trascendencia, malgastada en imitaciones burdas, perdida en millones de imágenes, extraviada en acumulaciones, confundida en los términos y profundamente privada de su potencialidad creativa.

preferible la comodidad de contar con todos los elementos cercanos para parecer e imitar a una de las figuras del divo, quedando inmovilizado: el esfuerzo en discernir y desarrollar nuevas capacidades, comportamientos y actitudes le resulta desmotivante. Pasa que la comunicación existencial implica riegos que no desea correr, como la apertura de existencia a existencia, pues, en este mundo, está el peligro que el prójimo nos utilice como a cualquier instrumento para sus fines (y lo hará de mejor manera si nos conoce). Aquella manera de proceder del hombre, anteriormente descrita, puede ser entendida como actos fallidos que se dan en busca de hacer realidad esa posibilidad que tiene en potencia su ser. Preocupado por evitar esos despropósitos en el hombre, Jaspers encuentra que es imposible lograrlo, sino es a través de una vida filosófica en la que podemos autorrealizarnos. Salamun resume de la siguiente manera los componentes de actitud y posición a los que debe estar vinculada la realización existencial: “1.- el valor para la soledad meditativa y creadora y para la reflexión autónoma, no manipulada desde el exterior. 2.- la voluntad de franca apertura como disposición para permitir –sin camuflajes de reaseguros– que otras personas pongan a prueba mis puntos de vista y mis convicciones. 3.- la disposición a un compromiso no egoísta en favor de los otros. 4.- la disposición a reco-

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