NARRATIVA Revista El humo # 55 www.revistaelhumo.com
Lo que habita en los cajones / Alexandra Cárdenas He dedicado gran parte de mi vida a la persecución más antigua de todos los tiempos: la búsqueda de la verdad. A veces, en ciertos momentos del día, como esa franja casi surrealista del tiempo que constituye el atardecer, me atrevo a pensar que en el fondo todos los seres humanos hemos ofrecido, aunque sea algún fragmento de nuestro tiempo a esa persecución frenética del conocimiento, como si pensáramos que en el vientre de la verdad nada la felicidad en líquido amniótico y quisiéramos estar ahí para contemplar el alumbramiento. Como la mayoría de las personas realicé mí búsqueda siempre en los lugares equivocados. Buscaba debajo de las mesas y por encima de los labios; sobre la mesa de la cocina, en el sofá al caer la noche; en las manos de los oficinistas, en las ruedas de los coches, en cada página del calendario; en el polvo que se acumulaba bajo la cama y entre los huecos de la memoria. Por encima de las sábanas propias y las pieles ajenas. En las canciones que sólo pueden escucharse cuando se está triste y en las despedidas que nunca serán felices; en más de quinientos libros y en un par de poemas; en las nocturnas copas de vino y en los primeros cafés de cada mañana. En el vaivén del viento y en la pereza de los lunes. Busqué en cada rostro que cruzaba la calle y en todas las pupilas que se habían quedado incrustadas en mis historias. Cuando me di por vencido, como suele ser la historia natural de las búsquedas de tan fatídica naturaleza, me conformé con inventarla. Me miraba al espejo y me repetía que aquello que me miraba de vuelta era lo cierto; que el suelo que pisaba era realmente la firmeza que me sostenía y que el maletín bajo mi mano contenía todas las respuestas que pudiera estar buscando. Inhalaba y exhalaba el aire sin preguntarme de que estaba hecho, convencido de que aquello era lo que ponía en marcha mis pulmones y por ende mi corazón. Empecé con el tiempo a creer fervientemente que no había nada tras lo que mis ojos miraban. Conocí a una mujer lo suficientemente bella para pensar que estaba enamorado y con eso me bastó para ligar mi vida con una ajena. Dejé pasar los días sin buscar en las esquinas del calendario indicios de la existencia de algo más. Leía saltándome las pausas, me bebía la ciencia y los discursos
como tragos amargos sin reparar en los motivos de nada ni de nadie. Maduré. Aun así supongo que todo el tiempo he sabido que la mentira más importante es la de creer que una búsqueda puede terminar así sin respuestas y por el tedio. En el fondo sé, como lo saben todas las personas. Que la verdad es algo que uno encuentra cualquier tarde de lluvia dentro de una hoja en blanco. No hay espejo más nítido que la desnudez del papel que nos mira en espera de palabras. No existe más respuesta que el silencio. Todo lo que es real vive en las pausas, en los intervalos, en lo no dicho. Pero nuestro instinto ha sido y será siempre aniquilarlo, escribir, hablar, movernos, borrar esa verdad que nos vigila, porque en el fondo, todos sabemos que lo que Teseo encontró en el centro del laberinto fue el grave e infinito silencio del centro del universo. Desde que la encontré. Como lo ha hecho todo el mundo, la guardo en un cajón bajo llave. No dejo bajo cualquier circunstancia que esa nada se escape y cada que intenta asomarse por los recovecos de un insomnio me apuro a llenar de pensamientos ese vacuo espacio de la “no respuesta”. ¿Qué existe después de todo más certero que la muerte? Y ¿Qué es acaso la muerte sino el más grande de todos los silencios?
Alexandra Cárdenas Rodríguez. Médico, escritora y poeta. (Hidalgo del Parral, Chihuahua 1988) Reside en la ciudad de Chihuahua, egresada de la facultad de medicina de la Universidad Autónoma de Chihuahua. Ha enfocado su carrera al estudio de la mente humana, actualmente cursa un diplomado de introducción a la Psiquiatría y próxima a realizar su especialidad médica en dicha área. Ha participado en publicaciones de periódicos locales en su ciudad natal, así como en la sección cultural de la revista artística-científica de su universidad. Publicó parte de su obra en foros universitarios de narrativa y poesía; asiste regularmente a cafés literarios de la facultad de medicina para lectura de textos. Participó como asesora en cursos de verano para estudiantes de bachillerato en las áreas de español y literatura. Dedica su tiempo libre a la administración de sitios webs con enfoque literario y actualmente se encuentra trabajando en la estructuración de un poemario y un compendio de cuentos.
Tulipán africano / Laura Pini Enfrentas al mundo en silencio: a mí tu silencio me mata.
Echamos raíces juntos. Me colgué de tus ramas cuando apenas crecías y yo solo jugaba. Después me senté bajo tu sombra a escribir. Eres hermoso. Te conté de mi escuela y de los niños que se peleaban por no hacer la tarea o trabajar en equipo conmigo. Tú me platicaste de los que te pateaban y rompían tus brotes. Pronto fuiste más alto que mi hogar. Me observas a través de la ventana, yo te contemplo. Eres majestuoso. No entiendo la mirada de Kant al confrontar lo bello y lo sublime. Eres ambos. Leo a tus pies, tus flores de fuego caen en los míos. Te fui colgando papelitos con mis deseos. Los descolgué cuando se cumplieron. Espacio y tiempo hicieron posible nuestra existencia. Llegó él, bailé contigo: mis ramas y tus brazos se confundieron; él se fue. Tu tierra secó mis lágrimas y te colgué más papelitos, esta vez de colores y en origami. Simulan pájaros. Te vi soportar tempestades y amanecer más espléndido que nunca. Llegó otro él y se fue. Tú te quedaste sin hojas, pero te llenaste de vainas que cayeron a tu alrededor. Crecen tus vástagos. Por fin llegó él, trayendo todo lo que pedí: corteza suave, dulce sabor, las coincidencias, frescura, libertad. ¡Te dejé sin papelitos! Los días grises fueron perfectos, los de arcoíris pasaron impensadamente. Mis manos acariciaron el piano e hicieron composiciones en su piel, escribieron fuego y sembraron lunas. El pequeño él y la pequeña ella nunca llegaron. Él ya no está. Mis pies tienen frío y mis manos se han hecho huesudas. Cada vez que salgo escucho sus pasos detrás de mí, resuenan más en la obscuridad. Dejé de verte como árbol frondoso. Pareces, de día y noche, dibujo a tinta china. Me hice eremita. Nos advertimos a través del cristal. Volví a verte con tus flores campanuladas en llamas y la estatura de un coloso. Me fuiste dado, otra vez, mediante la sensibilidad. ¡Eres sublime!
Tras once años de silencio, como Kant, estoy de nuevo bajo tu sombra. Miles de aves anidan en ti. Quito las colillas que dejaron en tu tierra. La contaminación nos habría vencido de no ser porque cumples la máxima kantiana del deber por el deber mismo. El tiempo, forma de la experiencia externa e interna, te hizo espléndido. Pero el hombre transformó tu belleza en vacío. ¡Cómo pudo alguien sin raíces arrancar las tuyas! La inmisericorde tormenta no te derribó. Sin embargo, la mañana del domingo escuché una sierra eléctrica. Sobre el asfalto agoniza tu majestuosidad. Sin mis ramas, no volveré a tocar el piano.
Laura Pini. Historiadora, socióloga, viajera cansable, amante de la fotografía, vive entre los cementerios, pasea por los atardeceres, juega con las formas del agua. Escribe acompañada de Sutil: una viuda negra. Ha publicado cuentos en El Occidental, el Blog MicroCuentos, la Revista Digital No Te Rajes y en los libros A la sombra del cuento y Cuentos para picar. Participa en el Taller de Cuento Letras Tintas.
Diálogos / Luis Rangel Al viejo don José ya hace tiempo que se le había acabado el aire. Sus pulmones sólo se llenaban de polvo y después se vaciaban para cubrir todo a su alrededor. Cubría los muebles con capas espesas de polvo y las ventanas con telarañas. Cada intento fallido por respirar levantaba nubes del pesado polvo; uno más denso que su soledad. Sus ojos hundidos miraban con desanimo sus manos, ya viejas y arrugadas. El viejo se sacudía y se sacudía pero el polvo parecía no acabarse nunca, y siempre a cada golpe le seguía la nube de polvo que acrecentaba la soledad y la enfermedad. A don José ya se le había acabado el aire después de tantos años. Hace tiempo que yacía sentado en el sillón aquel. Tenía en su mesita de centro un recuerdo hecho por su esposa, la que hace tantos años lo había abandonado, y encima de aquello una taza de café vacía, aún con las manchas oscuras y los residuos. El viejo José ya no podía beber café pero guardaba el gusto por prepararlo, era como un ritual que lo mantenía de pie. Un día alguien llamó a la puerta, suave como queriendo no tocar, así como queriendo susurrar un mensaje y luego echarse a correr lejos. Tocaron muy suave, así como una respiración, pero no del viejo, porque el viejo echaba nubes de polvo y soledad. El viejo abrió la puerta con lentitud, como quien sabe que huyeron y espera ver en la entrada de la puerta la canasta con un bastardo abandonado, un bebé con aires nuevos. El viejo abrió y la puerta rechinaba, parecía que le gritaba que no abriera, hacía tanto ruido como el llanto del niño que no habían abandonado, y eso lo vio cuando por fin abrió la puerta. Nada. Entonces la muerte se plantó frente a él. Después de un silencio entró, se levantó un poco el manto, reclinó la cabeza y lanzó el primer paso a través de ese portal, deslizándose como una brisa
fresca que se escapa en verano, de esas brisas agradables. Entró despacito para luego correr como el viento por toda la casa llenándola por completo de ella. Don José sólo le veía en un lado de la puerta, le veía con alegría pero a la vez con ojos tristes. Con la alegría de quien se siente acompañado, pero con la tristeza de saber que será una visita breve, tan breve como un suspiro o dos. – Doña –se presentó atreviéndose a lanzar la primera palabra, pero enseguida comprendió– Soledad, para usted. Pero podría llamarme Asunción –. Y luego rió. Se quitó el polvo y tomó asiento. Movió por un instante los dedos y dejo pasar el tiempo mientras miraba el reloj. El tiempo pasaba lento. – ¿Nos vamos? –Le lanzó a José la última pregunta después de la larga espera. – ¿Nos vamos? –volvió a preguntar. Desde la puerta, y con una mirada que se debatía entre la tristeza de la muerte y la alegría de decir adiós a la soledad, don José observó su casa como quién observa todo por última vez. La muerte esperaba, aún con la pregunta en el aire. Don José no respondió nada, sólo el silencio respondió. Pero hubo otro silencio aún más grande, silencio eterno que inundó cada rincón de la casa. Luego, y después de un rato, el silencio se rompió por un fuerte ruido. Un certero golpe y don José cayó de bruces al piso. Una ráfaga de aire entró arrancando la puerta entreabierta, levantó una inmensa nube de polvo y se marchó. Don José quedó tendido en el suelo y a su lado un costal negro de huesos y polvo le acompañó. A don José ya se le había acabado el aire hasta para hablar, y si acaso hubiese tenido un poco, lo hubiese usado para responder, de igual modo, vámonos.
Luis Fernando Rangel Flores, nació el 8 de septiembre de 1995 en Chihuahua, Chihuahua. Estudia la licenciatura en Letras Españolas por la Universidad Autónoma de Chihuahua. Es mediador del Programa Nacional de Salas de Lectura desde donde promueve la cultura a través de diferentes actividades. Textos suyos aparecen en las revistas Kraft y Homúnculo. Forma parte de diversos colectivos culturales. Participó en el Segundo Encuentro Regional de Bachilleres Zona Noroeste como parte de la delegación chihuahuense.
Efluvio / Alejandra Olson Las yemas de mis dedos te abrazan la piel, tu cuerpo vibra, los ojos cerrados y tus manos se deslizan por cada una de mis vertebras: no consigo paz. Cada instante cerca de tu olor me vuelve a erizar los sentidos, vuelan a los días que no terminamos de darnos amor, a cuenta gotas lo vivimos durante mil noventa y cinco (1,095) días, en una guerra que comenzó el silencio. Ese agujero que hizo un alfiler y que luego lo abrió un montacargas, las palabras guardadas
rompieron
nuestra
fe,
en
cadenas
se
convirtieron
los
pensamientos que volaban y nos hacían morir cada día. Tenía las manos llenas para ti, tenía el alma dispuesta hasta la muerte, ahora tengo la vida esperando que esas luces dejen de ser silencios para gritar si vamos arriesgarnos a amar. Las ventiscas de los domingos son ilusiones, espejismos de esperanza, esa esperanza que se derrite por en medio de la semana que luego toma bríos por momentos. Mis ojos están cansados de verte y no poder mirarte, mi alma está cansada de sentir que se acerca a la tuya y luego una patada tuya viene a derrumbarla, se enferma, se agota, se deshace, se muere. Todos tenemos que morir, tengo ya tan poco tiempo para vivir. El silencio es un nudo que me hace la garganta trizas, tengo la soga y quiero halar del nudo que la forma para cortarme la respiración. Ruedan las gotas negras del alma por las mejillas, esas gotas que se convierten en espinas y, que se clavan en el pecho, en los brazos, los pezones, el ombligo, el sexo, los muslos, los pies me clavan a la tierra, me recuerdan a donde tengo que llegar (tremenda y cierta realidad) ahí, a ella que espera ansiosa para despellejarme los ojos. Si hablo y grito tu nombre, si hablo y grito te amo, si hablo y grito no te vayas: no servirá de nada. Las palabras que no existieron, no existirán hoy o mañana. Mis yemas te recorren y son las únicas palabras que pronunciamos, tu piel se vuelve suave, tus manos son dulces con mis caderas, espalda, cuello. El lenguaje no existe, sólo hay alrededor un vapor mágico, nos rodea un efluvio volátil, un listón enreda nuestros cuerpos en el más hondo reposo. Te vas sin irte,
dejas mi habitación enrarecida con tu olor y mi esperanza. Los días raros son esos domingos que vienes y te retengo por la necesidad de conquistar tu tierra, me quedo con un puñado de ella como un tesoro pero se desvanece con el agua que estalla de mis ojos al verte partir y saber que llegarás a la cama de no sé qué ramera.
Alejandra Olson, espíritu congestionado por las letras. Que busca encontrarlas en el camino del hacer literario y de éste encuentro aparezcan historias de empatía con los ojos participantes del espectador. Se dice incipiente escritora, pues cada día se descubre, redescubre, encuentra, pierde hilos dentro de éste oficio. Oficio que necesita dedicación, amor y empeño. Ella es así, tan natural como la vida se lo permita y aguerrida.
Letras tintas / Guillermo Osuna
El día que me des la espalda se enterarán que fuiste mía.
Eras un hombre muy grande Tomás, pero en serio, muy grande. A tus cincuenta años, tumbaste de un empujón la puerta del salón de billar. En tu rostro se reflejaba un extraño placer al ver la piel de las mujeres, en especial, aquellas con la espalda descubierta. Nos metimos en habitaciones contiguas, tú con Raquel, yo con Luisa. Estaba besándome con ella, cuando escuchamos los rechinidos de la cama, el golpeteo en la pared y la televisión encendida de tu lado. Reímos un poco y apagamos las luces. Minutos más tarde, se hizo un largo silencio. Intuimos algo extraño. Dejamos de movernos. Comenzaste a gritarle órdenes y groserías, a las que Raquel respondía con afirmaciones cortas y sollozos. Corrían por la habitación y chocaban en las paredes. Le decías: te voy a meter todo, y ella gemía de dolor. ¿Pero qué todo? ¿Qué le está metiendo? preguntó Luisa desesperada. Tranquila, le dije, tomando sus manos frías y temblorosas. Los diálogos se hacían cada vez más insoportables hasta que nos levantamos para golpear la pared: ¡Ya déjala, cabrón!, ¡Sal de ahí, Luisa! Se callaron de inmediato. A ella le costaba trabajo contener el llanto, se ahogaba. Del fondo surgió tu carcajada. Escuchamos que le pedías disculpas y ella respondía nerviosa que sí, que te perdonaba. ¡Y ustedes dejen de estar chingando! concluiste. Horas más tarde, te escuchamos salir del motel. Encontramos a Raquel sobre las sábanas ensangrentadas, con tu nombre grabado a lo largo de su espalda. Luisa se acercó para acariciarle el cabello con ternura y, mientras lloraban juntas, me preguntó con rabia: ¡Por qué! Yo solamente levante los hombros y las esperé afuera. Las dejé a unas cuadras de la Cruz Roja y desaparecí. Lo mejor son las putas, dijiste al día siguiente, desquitan cada peso mientras te atienden, luego ya no te joden. Te recargaste en la silla y estiraste los brazos: ándale, ya tráete el backgammon para madrearte de nuevo.
Nunca las volvimos a ver, sin embargo, aquellos lamentos seguían hirviendo en mi cabeza todas las noches. Olvidé entonces el significado del silencio. Dejaste de ir a la cantina. Nadie sabía de ti. Revisamos la chamarra negra que dejaste colgada a un lado de la barra. Solo encontramos una pequeña agenda que guardé en mi bolsa trasera. Pasadas algunas semanas, llamó tu hermana para pedirme que la acompañara a tu departamento. Subimos hasta el último piso del viejo edificio. Todo estaba cerrado. Intenté derribar la puerta, pero no tenía tu fortaleza. Llamé a la policía. Al llegar hicieron algunas preguntas y, reconociendo la urgencia del asunto, forzaron la entrada. Nada estaba fuera de lugar: la ropa limpia y planchada, los trastes lavados, el refrigerador limpísimo y los botes de basura vacíos. El ambiente nos asfixiaba. Debajo de tu cama encontramos una maleta con juguetes sexuales, instrumentos de tortura y una cámara Polaroid. El baño de tu cuarto estaba helado. Pinche Tomás, te veías en santa paz tendido sobre el azul pálido de los mosaicos. Ese frasquito que te había regalado el viejo nazi, que tanto presumías, ahora reposaba vacío a lado de tu enorme mano derecha. Según dijiste, era de los que utilizaban los soldados para garantizar su mutismo en caso de que los apresara el enemigo. Observé, una a una, las fotos que mostraban los avances de tu caligrafía sangrienta. Detrás de esas letras, escuché tu risa perversa de tonos tintos acompañada de los nuevos alaridos femeninos que harían insufribles mis madrugadas. Llamé a cada número de tu agenda, visité a cada mujer que conociste y pregunté en cada bar donde tomaste una copa. No tuve la suerte de encontrar al nazi que me ayudara a recuperar mi arrebatado silencio nocturno. Ahora, resignado ante mi destino, mi rostro refleja un extraño dolor al ver la piel de las mujeres, en especial, aquellas con la espalda descubierta. Guillermo Osuna Descifrador de Realidades. Integrante del Taller de Cuento Letras Tintas de Gabriela Torres “Cuerva”
El código de los silencios / Frank Aquino A ese chico se le nota muy especial. Me acordé inmediatamente de la fecha en que tenía reservada la matrícula y fui al departamento de historiales académicos. El olor era como a fruna y él estaba parado delante de mí, esperando sin desesperación alguna la llegada de la señorita encargada. Su porte era como de canillita frustrado. Estaba con los brazos de luto y tenía los pantalones rasgados. Luego supe que él se los había roto a propósito. Entonces él estaba allí y creía que nunca se iba a mover de su sitio hasta que yo tuve que dar el primer paso, literalmente. Me le adelanté vivazmente y le dije en tono amical: Esto será rápido, luego sigues tú, ¿sí? No hubo respuesta de esa persona pero yo tampoco la esperaba porque ya estaba comenzando a sospechar que ese chico era muy extraño como todos murmuraban y sería común en él siempre verlo callado. Pero no solo era callado, sino que tenía unas terribles ganas de no hablar, que me daban cierta desazón. Desde ese día nunca siquiera intentó mirarme. Yo siempre trataba de saludarlo pero no correspondía a mi saludo. No por maleducado, sino por retraído. Desde que empezaron las clases de un nuevo semestre yo no paraba cada tarde de octubre de mirarlo, hacia su carpeta escolar. Esa expresión humana que no había encontrada nunca descrita en ningún libro estaba allí, mirando hacia abajo, con las pestañas quemadas y los cachetes flácidos. Parecía una lechuza moribunda, pero que permanecía inmóvil en la rama de su árbol. Él se dio cuenta un día, seguramente, que yo lo miraba demasiado desde mi asiento que hasta ni prestaba atención a clases. A la salida me dejó un papelito escrito con letra apurada: ¿Por qué me miras tanto? A mí me dio un golpe en el corazón. Más abajito decía sin embargo: mañana ven a las escaleras del sótano en hora del recreo. Yo creía entonces que me esperaría para por fin hablar e interrogarme por mi comportamiento extraño hacia él. Resultaría que ahora el más raro del salón sería yo. Pero fallé. Cuando llegué a las escaleras ni siquiera levantó su mirada pero detectó rápidamente mi presencia. Me hizo una seña con la mano para que me acercara. De repente, a mí me dieron unas ganas animales de abrazarlo para demostrarle que lo quería. Porque ese quería debía llenar todos esos vacíos y malos momentos que quizá le habían sucedido en la infancia y por eso ahora es como es: un chico timorato, silente y arrinconado. Pero justo cuando iba a hacerlo me detuvo con sus brazos haciéndome una señal de todavía. Desde ese momento creí que nunca nadie lo había abrazado en su vida.
Hasta cuando estaba en el inodoro pensaba en él. Cuando abría de vuelta mis cuadernos para ponerme a hacer mis tareas su rostro aparecía entre las páginas. Pero había algo que yo no me había dado cuenta nunca, y es que hasta ahora no había descubierto cómo eran sus ojos. A pesar de eso, me los imaginaba intensamente negros y profundos, haciendo juego con su personalidad. Fue recién allí cuando lancé un grito desde el escritorio porque me horroricé inevitablemente: ¡Es ciego! Pero no, no era ciego porque si bien caminaba siempre con la cabeza agachada podía hacerlo con unos pasos tan largos que cualquiera pensaría que siempre andaba apurado. De hecho que tampoco era mudo, aunque parecía, porque siempre se acercaba a decirle una cosa en secreto al oído del maestro. Y movía los labios, y entonces era sabido que hablaba. Cuando murió nuestro compañero Alonso, el más tierno entre todos, él recién se enteró de la noticia después del velorio. Habíamos acompañado todos, menos él. Su madre y sus primos lloraban mientras cargaban el féretro. A mí también me dieron ganas de llorar y lloré. Pero un impulso más fuerte surgió en mí: ¿A dónde estaría a estas horas y por qué no había venido? ¿por qué nadie le decía nada ni nadie se le acercaba? ¿Y por qué será que estará siempre ocupado, como se suponía? Rápidamente corrí por la Avenida El ángel y con la dirección de su casa que tenía impresa en la mano llegué a un montón de casitas en construcción. Pensé por un instante que había valido la pena haber sustraído de la dirección académica el directorio de los domicilios. Me costó mucho trabajo pero tenía ganas de saber dónde habitaba este ser raro. Al final de la jornada del día estaba caminando de regreso a mi casa con el cuerpo caído y las ganas por el piso. Él no vivía allí. Nadie vivía aun por allí. Me había preguntado entonces el porqué de su alejamiento tanto físico como espiritual. Parecía una especie en peligro de extinción. Sentía que corría el riesgo de desaparecer. Su propio silencio lo hacía vulnerable y creía que algún día lo consumiría y lo terminaría exterminando del mapa geográfico. Un día le rogué que me mirase y dijera una sola palabra para conocer su voz pero fue como si nadie hubiera dicho nada. Él seguía allí, con su libro entre las manos, muy concentrado. Le pregunté entonces casi suplicante: ¿Por qué no me quieres mirar ni hablar? No eres ciego ni mudo. A ti no te falta algún sentido, te falta amor. Otra vez no dijo nada. Dejó caer su libro, lo levantó y lo guardó en su bolso. Se paró con determinación y fue corriendo hasta encerrarse en el baño. Por suerte no había nadie por ahí. Por más que le toqué la puerta una y otra vez, él nunca abrió. Creí que estaba llorando y ese día regresé culpable a mi casa. No quise probar la cena y no fue igual contarle un cuento a mi hermanito. Sentí que lo había
perdido para siempre. Nada me parecía más fatal por ahora que dejar escapar de mi vida un ser humano tan único como él. Nunca había visto otro igual. Era diciembre y se acercaba navidad. Estábamos más tiempo juntos pero él ahora escribía mucho y lo alternaba con la lectura de sus libros. Pero nunca me mostraba lo que escribía. Parecían poemas. Una tarde que parecía de buen sol me atrevía a decirle: ¿Me enseñas uno de tus poemas? Él esquivó la mirada para el otro lado y rompió la punta de su lápiz en sus hojas. Entonces intuí que se había enojado o que quizá algo de sus poemas le tenía tan dolido que no quería compartirlo. Sin embargo cuando tocaron las cinco de la tarde me dejó un papel escrito sobre mis piernas y se fue corriendo sin hacer una señal de adiós. Me sorprendió el hecho de que tenía una dedicatoria especial y extraña al mismo tiempo: Para una persona. Solo para una. Me sentí alegre y triste a la vez. Se había ido el chico que quizá algún día no lo vería más porque terminaría huyendo de los problemas. Ese papel tenía escrito un poema. Pero lo leí cuando recién estuve en mi cuarto esa misma noche: Quizá nunca los seres comunes lleguen a comprender de estas cosas Que le han sido reveladas a un joven emperador: Él administra los sueños, las lámparas y las lechuzas madrugadoras Duerme / sigue durmiendo/ sigue contemplando este sueño imperecedero Que este juego nunca acabe Nada ahora pude acercarme al confort del vacío Busco /rebusco / exhorto pruebas: Soy el único culpable de mi infelicidad Oigo la sinfonía melodramática que pusieron de fondo en la primera obra teatral Fui / algo serio / algo duro / algo yo Estas sombras de los árboles derritiéndose como ceras Fueron las mejores formas de ambientar el escenario Fui / algo falso /algo actor/ algo estúpido La cadena hecha de ilusiones de los niños me colgaba del cuello.
Me vi en la seria tarea entonces de descubrirlo a través de un poema. Parecía la única opción. Pero esto no era tarea fácil: ¿Cuál era ese misterioso sueño del que me hablaba? ¿Quién era él? ¿De qué trataba aquella obra teatral? ¿Por qué hablaba de ilusiones y se consideraba estúpido? Todo esto parecía provenir de una historia muy larga y a la vez muy triste y a la vez muy sola y a la vez muy silenciosa. Hoy estamos en diciembre en pleno invierno en este año 2004. Estoy caminando hacia el buzo de cartas porque sé que de nuevo estará allí otra
más, una nueva. Cada una significa en mí un hecho algo así como glorioso: Es un inexplicable éxtasis que nadie puede sentir sino tan solo yo cuando vuelvo a leer esos poemas desgarrados que me sigue enviando aquel chico con el corazón metido en una caja maltratada. Sí, eran pues cartas en forma de poemas. ¡Qué otro individuo pudo haber pensado mejor idea! Sustituir saludos por versos era para mí la mejor manera de seguir mirándolo, como cuando lo hacía hace años. De todas maneras, hay partes en las que no aun no entiendo muy bien qué es lo que me quiere decir realmente. Yo lo pude conocer a través de poemas porque terminó aquel diciembre solitario y tan frío como el de ahora y él nunca me dijo nada ni me miró nada. Yo tenía el deber de descifrar sus palabras y mirarlo ya no a los ojos sino directo a su corazón. Ahora todo lo hago en silencio. Camino en silencio. Saco las cartas en silencio. Trato de no hacer el menor ruido posible. Odio cuando los pajaritos cantan porque entonces lo recuerdo a él, como odiaba oír cualquier sonido dulce de la naturaleza. Entonces toda nuestra corta vida estudiantil se había desarrollado en base a gestos, papelitos escritos y poemitas. Todo este tiempo he estado pensando sentado en mi mecedora y con el bastón en la mano si es que de verdad he tenido infancia y creo que sí. Sí la tuve porque ningún niño tan afortunado tuvo un amigo tan especial como el que yo tuve. Nadie más que nosotros sabía ese tipo de lenguaje que nos habíamos inventado para vivir de otra manera. Nadie sabía que nuestros silencios significaban mucho. Nadie se daba cuenta de nuestro código del silencio.
Frank Aquino Ordinola, estudiante de literatura (Piura, Perú, 1997). Reside en la ciudad de Lima, Perú y actualmente estudia en la UNMSM. Ha obtenido el primer puesto en el primer concurso de versos denominado “Los hados poéticos presagian el cambio” a cargo de la asociación Literatura Negra en la ciudad de Lambayeque. Actualmente mantiene inéditos varios poemarios y cuentos en espera de que sean publicados gracias a beneficios de concursos literarios.