Narrativa # 58

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Revista El humo # 58 www.revistaelhumo.com


PROLONGACIÓN INFINITA DE UN INSTANTE

B

ajo la ventana para sentir por un momento el viento fresco sobre mi piel. Extiendo mi mano fuera del vehículo y dejo que la ráfaga empuje mis dedos hacia atrás, como si quisiera devolverlos un poco hacia el pasado,

un poco más hacia atrás, pero continuamos en marcha. Miro de lado y permaneces con la mirada fija en el volante. La brisa apenas si te roza los cabellos y la mejilla pero no dices nada. Tienes los ojos puestos en el horizonte, aunque pareciera que conoces de antemano cada curva y cada irregularidad de la carretera. Nos encontramos entre dos franjas, entre la frontera que separa al día de la noche y el asfalto que separa el antes y el después. Nos vamos guiando por las líneas del pavimento, tú conduces siempre, a mí nunca me ha gustado y lo sabes, no protestas porque disfrutas tener el control. No podría ser de otra forma. Nuca ha sido de otra manera. El atardecer en su último suspiro se balancea con un movimiento perpetuo sobre nosotros. Hemos perdido la noción del tiempo. Hace mucho que no sé cuánto llevamos en marcha y a decir verdad, ninguno de los dos recuerda con exactitud hacia dónde nos dirigimos. Todos los viajes tienen en común esa ansiedad premonitoria que revuelve un poco el estómago provocada por el deseo de llegar a algún sitio. Se sabe siempre que el desplazamiento es temporal. Uno clama con toda seguridad que eventualmente terminará y en eso radica la belleza del movimiento: en su segura finitud. Después de todo ¿Qué sería de nuestras vidas sin esa certeza narrativa de un principio y un final? Nosotros decidimos hacer las cosas a nuestra manera. Al momento de partir, nos montamos en el coche por impulso a sabiendas de que ya no seríamos poseedores de ninguna certeza. Siempre tuvimos la huida en mente, aunque sabíamos que escapar era abrirle las puertas a un abismo desconocido En el lugar de dónde venimos nos dijeron que más allá no encontraríamos nada. Que debíamos permanecer para siempre entre las ruinas de un sueño, entre los restos


de nosotros mismos. Debíamos hacer como todo el mundo y dejar que tiempo nos fragmentara cada día más. Intentamos seguir vivos entre sus calles aberrantes y toscas; entre los habitantes de un pueblo en el que nadie se miraba al espejo y todos miraban la ventana del vecino esperando encontrar en ella el pedazo de vida que habían perdido. Buscábamos rincones en el invierno para enterrar nuestras manos y congelar lo poco de voluntad que nos quedaba. Nos aferrábamos a la promesa de encontrar el atardecer más memorable de la tierra que nos haría renacer. Pero era imposible. Los caminos retorcidos nunca han llevado a nadie a ningún sitio agradable. No es que Anna Karenina hubiera tenido un plan para arrojarse a las vías del tren. A mí tampoco se me habían ocurrido los detalles del plan hasta que una tarde de abril, apenas ver tus ojos me di cuenta que de cualquier manera, si existía un destino, debía estar dentro de ellos. No había vuelta atrás.

Nos fuimos

acostumbrando de poco a no ver vida a las orillas de la carretera, a no sentir frío calor o hambre. Si algo nos quedaba por sentir a veces era el deseo de aparcar de cuando en cuando el coche y hacer el amor a un lado del camino. La primera vez con precaución de los mirones que imaginábamos podrían pasar junto a nosotros. Luego con la calma de quién ha perdido el reloj y junto con él las ganas de encontrarlo. Fue así que descubrimos que podíamos parar, pero nunca volver hacia atrás, aunque a decir verdad, no nos ha dado nunca por intentarlo. Alguna vez pude jurar que vi a un par de individuos a lo lejos. Llevaban sombrero de bombín, estaban sentados bajo las ramas de un árbol seco mirando a la luna. Me recordaron una obra de teatro que vimos juntos alguna vez. Ese día me dijiste que te parecía absurdo el argumento, que la vida no podía tratarse de sentarse a esperar a que llegara alguien. Decías que haberlos visto en ese estado de inmovilidad te había provocado levantarte y salir corriendo, pero no lo hiciste, te quedaste hasta el final y luego no volviste a decir nada más. Creo que aquellos hombres nos hicieron un gesto de saludo al vernos pasar. Pero no podría asegurar que la visión no haya sido producto del sueño.


Yo a veces dormía mientras estábamos en marcha, sin poder distinguir por supuesto, la longitud de mis siestas, podrían haber durado diez minutos o diez años. Tú a veces cerrabas los ojos después de hacer el amor y te quedabas inmóvil por un rato. La verdad es que no hablábamos mucho. Los dos éramos conscientes de la situación pero a ambos nos daba miedo romper el hechizo con nuestras palabras. Si la eternidad consistía en aquel árido camino, parecíamos dispuestos a recorrerla. Después de todo, de no haber sido así, hubiéramos sido condenados a ir persiguiendo al olvido durante todas nuestras vidas, y ese también es un camino sin retorno. Cada tanto volteabas a mirarme y me sonreías con toda la intensidad de nuestro tiempo prolongado. Era tu manera de fragmentar la existencia en pequeñas líneas, como el bordado amarillos sobre el asfalto frente a nosotros. Yo me conformaba con mirar al cielo buscando la estrella polar o a venus que nos alumbraba desde su cúpula gris sobre un cielo rosado, sin atreverse nunca a descender del todo. – ¿Sabes cuál es la única diferencia de nuestra vida anterior? – ¿Cuál es? – Que antes éramos dos líneas paralelas que viajaban siempre al mismo ritmo condenadas a no cruzarse nunca. Y después de ese salto mortal podemos abrazarnos de vez en cuando. Sonríes y vuelves a tomar el control. O por lo menos a fingir que lo tienes, mientras extiendo mis piernas sobre el tablero y finjo yo también que me dejo guiar. Como si hubiera en realidad alguna ruta. Como si de verdad deseáramos llegar a algún sitio. Como si no hubieras encontrado la felicidad en la prolongación infinita de un instante. Supongo que en algún momento decidimos representar nuestra propia versión del viejo argumento sobre la búsqueda eterna de algo, añadiéndole, únicamente, el movimiento. Sé que podríamos haber parado, sentarnos sobre una roca y tomar un respiro, pero sólo los que esperan algo encuentran sosiego en permanecer inmóviles.


Nosotros hace mucho tiempo que no buscábamos nada, después de todo, esperar por el destino y correr detrás de él son la misma cosa. Alexandra Cárdenas: Chihuahua, México (1988). Médico y escritora, actualmente se encuentra realizando la especialización en Psiquiatría. Su formación profesional incluye cursos de psicología, asistencia a talleres literarios, y diplomados en teatro y dirección escénica. En su tiempo libre administra su blog literario: “El café de las tres”. (https://www.facebook.com/ElCafeDeLasTres). Ha participado en publicaciones digitales como “Revista el humo”, “Revista Ombligo”, “Revista Argo” y el foro universitario “expresarte”; ha escrito para la sección de arte en la revista “FM-Siglo XXI de Ciencia y Arte”, así como en columnas de periódicos locales. Recientemente seleccionada en el ‘I Concurso de Cuentos Breves Palabras al Vuelo” (Lanzarote-España) para formar parte de la antología del mismo nombre, así como en la edición de una antología narrativa en la editorial independiente “la cartonera”. Entre sus proyectos actuales se encuentran la edición de un compendio de cuentos y un poemario.


LA LANCHA DE ROLO

H

ace como siete meses que soy novio de Nica. En noviembre nos la pasamos a todo dar en la lancha de Rolo, que es amigo de la familia de Nica.

En su lancha tomamos todo lo que quisimos, desde una coca hasta un Wisky y, comida, la que quisiéramos. Yo platicaba con Lalo, Patricia y Nica, a nuestro grupo no se unía la mamá de ellas, siempre se apartaba con Rolo, es muy extraña, ella no habla con nadie de nosotros, solo con Rolo. Siempre que la veo esta como en las nubes, es distraída, si yo no la saludo ni cuenta se da que existo. Al papá de Nica no lo conozco, puesto que no asiste a los paseos o viajes en lancha, o a las comidas con nosotros, le he preguntado por él. Me dicen que el señor está muy ocupado en su trabajo y a veces ni ellas lo ven. Esta familia de Nica es muy rara, pero me cae bien, sobre todo su amigo Rolo, que nos regala boletos para el ballet o el teatro, en esas ocasiones nos hemos divertido mucho los cuatro; Lalo, Patricia, Nica y yo. Pero mucho más cuando viajamos en la lancha de Rolo, aunque a veces va Jorgito, en hijo de éste. Es un niño güero, pecoso, un poco afeminado, como es “hijo de papi”, se cree el dueño de la lancha. Cuando él está con nosotros no podemos desplazarnos bien por ella pues ahí anda de metiche. Empieza a preguntarme; ¿Juancho, así es tu nombre, porque vienes a la lancha con Nica? Así hasta que llega la señora Mónica, la mamá de Nica, por él. Cuando Jorgito no va, nos la pasamos muy bien. Otra parecida es Patricia, la hermanita de Nica, está bien niñita, aunque a Lalo, mi amigo, le gusta mucho, a mi se me hace una niña consentida y tonta, por eso casi no platico con ella, todo se lo cree. Con Lalo si platico, él si agarra la onda, tenemos los mismos problemas, sólo que a él no le andan exigiendo que se case y a mí sí.


Nica ya ha hecho varios planes, incluso me ha dado fechas probables, pero pues yo todavía quiero seguir estudiando. La chava es a todo dar, eso ni duda cabe, también me gusta mucho, esta como quiere, además es muy alegre, pero de que agarra sus ondas del matrimonio, ni quien la aguante. Yo ya le dije que así nos la podemos pasar toda la vida, si queremos nos lanzamos dos o tres por semana y cada quien en su casa, sin compromiso. Pero no, ella dice; la familia es importante, tener un hogar, donde los dos veamos por nuestros hijos, los eduquemos, los cuidemos. No como su familia, donde su mamá ni las entiende, seguido esta fuera de su casa, sin atender a sus hijas. Ella quiere una familia donde el padre no se vaya de viaje a donde se le pega la gana, la madre por otro lado, de paseo siempre con Rolo y las hijas abandonadas. Otra vez le dije; si tú quieres podemos seguir así como estamos, ahí de vez en cuando seguimos queriéndonos. ¿No crees? Cuando termine de decirle esto, la desconocí, me echó en cara lo de que Rolo dejó de hablarle a su mamá, a ellas, y que ésta sufría mucho, que ella no quería pasar por las mismas cosas. Yo que creía que Nica era más moderna, sin ese tipo de tonterías que trae en la cabeza. Y de nuevo empezó con eso del matrimonio. Ahí le paramos; le dije. Que me voy a casa. Se quedó enojadísima. Hace dos días me llamó para vernos en el café, en su casa no quiso, ¿no sé por qué? Entonces empezó otra vez, con que si nuestras relaciones eran serias, que si nos casábamos, que porque quien sabe que problemas traen en su casa, su papá regresó de su último viaje, se peleó con su mamá por lo de Rolo. Ya se le hace inaguantable esa situación en que vive su familia. Que por eso ella quiere formar su propio hogar, para salirse de su casa. Le dije; Calma Nica, andas muy acelerada, esperemos

a que te controles y

entonces hablaremos tranquilos de nuestra situación. Pero nada, se puso a gritarme, me insultó tanto que ya ni recuerdo que me dijo, nunca la había visto así de enojada. Desde entonces ya no me habla.


Terminaron nuestros viajes en la lancha de Rolo, además se descubrió la relación de su mamá con él, Nica nunca pensó que ella fuera infiel a su papá. Deje pasar dos meses para hablar con Nica, a ver si ya se la había bajado el coraje, pues la he extrañado para compartir los helados, ir al café, al cine, estar juntos. No me contestó. Un mes después, por teléfono, me dijo que se van a mudar de casa, pues sus padres se van a divorciar, Nica está confundida por la decisión de su madre para casarse con Rolo, pues dice, él la ama como mujer, no como madre de sus hijas, por eso ya no soportaba a su padre a quien casi no veía en su hogar, siempre viajaba en busca de clientes para asegurar sus bienes raíces. Por mi parte estoy contento de no tener que casarme, ni ahora ni nunca. Cuando han visto a un Juancho quedar amarrado a una sola mujer, tener que mantenerla a ella y a sus hijos, vivir en la esclavitud familiar en un solo lugar, si puedo estar solo y viajar por todo el mundo.

Elodia Corona Meneses: Licenciada en Lengua y Literatura Hispánicas, por la UNAM. Trabajó como docente en la Preparatoria 6 impartiendo las materias de: Metodología de la Lectura, Lectura y Redacción I, II, III, del año 2000 a 2004. Colaboro en el Agendiario Ciclos (una agenda de mujeres para mujeres) desde hace 7 años con un poema cada año. Fue partícipe en la antología de nuevos narradores mexicanos Letras de empeño publicada por la UNAM en febrero de 2003, con un cuento titulado “El hechicero del río” Participe en la antologíaa de Poesía Visual La palabra transfigurada, Publicada por Coedición de CONACULTA y ediciones Del lirio publicado en febrero de 2014.


VIAJE A PRAGA I. Sueño En la piel acuática del Moldava visto desde el avión como una hermosa serpiente lumínica, sobrevuelo la ciudad con la mirada, después aterrizó en el noroeste de la ciudad en el gran aeropuerto de Ruzine. Tristan Tzara parece dictar la seducción surrealista de esta ciudad, doy con el intrincado corazón de Praga, que aparece después de unos veinte minutos en auto desde el aeropuerto.

Ignoro si

encontraré el aire existencialista que Albert Camus descubrió en ella o si será la palaciega ciudad experimentada por mis compatriotas Fuentes y Pitol. Desde las cimas de la Petrín de Praga, puedo observar mi reflejo multiplicado en el laberinto de los espejos, traído desde Stromov y construido para el jubileo de la exposición de 1891, y sólo entonces encuentro en mi rostro un poco de los rasgos de Jaroslav Hasek, Milos Jiranek, Karel Kapek y Franz Kafka, que desde la calle Celetná aún parece sacar una pata de escarabajo por debajo de la puerta. Al final del laberinto encuentro una pintura de los hermanos Karel y Adolf Liebscher, que retrata una batalla llevada a cabo en el Puente de Carlos hacia 1648, entre checos y suecos. Luego desciendo hacia ese otro laberinto de calles erosionadas por la Historia, de una arquitectura antiquísima y sensual, como conservada por arte de magia contra las garras del tiempo. Puedo admirar esas iglesias barrocas y esos puentes enigmáticos que terminan por arrojarme a la callejuela del Oro o al cementerio de Olsany. Mi visita al Clementinum termina por hacer lúcido este viaje, y acompañado del mítico ciego argentino, descubro no sólo una biblioteca llena de la cultura del catolicismo austrohúngaro sino una ensoñación bibliófiloliteraria bastante tiempo aplazada. Praga es Babel, pienso, o sueño, y su esoterismo está en la carne de los mil y un libros leídos y/o vistos ahí, aquí. No encuentro ninguna referencia de las que Milos Forman me ha dotado, porque después de todo él traduce bellamente más Cáslav, su ciudad natal, que Praga. El "Kolya", de Jans Sverak altera un poco mis pasos previstos por el río Moldava, esa infinita lengua de agua que se extiende desde sus fuentes en Šumava pasando por Český Krumlov, České Budějovice y Praga, hasta unirse con el Elba en


Mělník. A la Iglesia de San Nicolás de Malá Strana, en el centro de la Plaza del Barrio Pequeño, voy a ver morir el sol del atardecer contra su imponente cúpula y su campanario, que se erige como un mástil sobre el mar de tejados. Voy desmenuzando la ciudad con los ojos y los pasos, de pronto siento un hambre de náufrago. Así que me meto en algún restaurante o bar y como en un bodegón descrito en una de las novelas de Jaroslav Seifert, (premio nobel de literatura en 1986) descubro con un apetito voraz, una naturaleza muerta muy proletaria que armoniza con el barrio obrero de Zizkov, es decir una botella de cerveza, un vaso, una rebanada de pan y una salchicha envuelta en un papel grasiento. Hasta en este sueño hay pobreza, como los sueños mexicanos, y no hay ningún Goulash en la mesa, no hay ningún platillo preparado con carne, caldo de res, cebollas, pimientas, pimientos molidos y patatas. II. Vigilia Nada de lo anterior ocurrió así. Despierto. Aterrizo y de inmediato voy corriendo al corazón de la ciudad, escribo y leo al mismo tiempo la Ciudad Vieja (Staré Mesto) y la Ciudad Pequeña (Malá Strana); un orden cósmico, pienso, ha decidido conservar toda esta belleza de una ciudad ancestral, sólo para esto, para el deleite del viajero deslumbrado. El Castillo (Hradcany) parece intacto desde hace cien años salvo un leve cambio en la dermis exterior. En honor a Gregorio Samsa y un viejo trapecista camino la ruta que Kafka hacía desde su casa, ubicada en la calle Celetná, hasta la escuela primaria, muy cerca del puente Carlos y que le obligaba todos los días a surcar la Plaza de la Ciudad Vieja y el imponente Reloj astronómico del Ayuntamiento, donde me detengo a tratar de entender la posición de los astros, hipnotizado por la parte central del reloj en donde está el cuadrante astronómico, la pieza más antigua del reloj, con forma de astrolabio. Descubro la tierra en el centro, una zona azul que es el cielo sobre el horizonte en donde puedo leer en latín las palabras ORTVS (este) y OCCASVS (oeste), AVRORA (amanecer) y CPEPVSCVLVM (crepúsculo). Salgo de golpe de esa gran maquinaria de relojería, y recuerdo a una antigua amante que amaba los relojes y también, por cierto, a Kafka. Sigo la armonía del vagabundeo que me impone la ciudad. Dicen que todos los checos parecen llevar un violín dentro de sí, o soñado


por ellos. En todo caso puedo convertir en mi mente las famosas composiciones de Smetana en la banda sonora de este viaje. Y veo, a través de esa música, tanto contraste lumínico y de sombras que ofrece la arquitectura de viejos siglos olvidados. En el atardecer, y con reflejos juguetones salidos del Moldavia la ciudad parece como reconstruida en negro sobre negro, como si fuera una extensión de su famoso teatro. En un breve descanso, a orillas del Moldavia, bebo un poco de absenta, el suficiente para ver con otros ojos la calle Nerudova que antes recorrían los reyes, muchos santos y cariátides en el exterior de las iglesias, que parecen observarme, y palacios y sinagogas, que desembocan siempre en este río memorioso y en sus puentes. Pasado el efecto del absenta entro al Antiguo Cementerio Judío de Praga, fundado en el siglo XV, ubicado en el hermoso barrio judío de la capital checa. Recuerdo de inmediato la novela titulada El Cementerio de Praga, del escritor italiano Umberto Eco, aquí hay lápidas caídas y desgastadas por el tiempo que me hacen pensar de nuevo en el reloj astronómico que acabo de visitar, y pienso en los muchos relojeros y astrónomos que han pasado a lo largo de cinco siglos para que siga funcionando. Aquí en Praga la muerte de los hombres nunca parece inútil y hay muertos alumbrando los caminos. Por ejemplo La Iglesia de San Nicolás, con un domo y una bóveda como sacados de un viejo celuloide enlatado de Krizenecky, guarda una historia hermosa, del amor filial y el poder de la herencia. En 1702, el famoso arquitecto de Bavaria Kryštof Dientzenhofer diseñó los planos para la nueva iglesia de Malá Strana, bajo el impulso de los jesuitas, pero Kryštof murió sin ver la iglesia. Pero afortunadamente la obra fue continuada amorosamente por su hijo Kilián Dientzenhofer, educado en el Clementinum jesuita. Antes de visitar la Antikvariát galerie mustek de la Avenida Narodni y la Galería Nacional en la Plaza de la Ciudad Vieja, para admirar pinturas del siglo XIX, decido comer y beber, cerca de la Plaza Wenceslao, una buena cerveza claro, como en mi sueño, hígado de oca con cebolla y el famoso jamón de Praga. Me entrego a la digestión.


Eduardo Sabugal Torres (Puebla, Puebla 1977) Es escritor de cuento, guion, y ensayo. Maestro en Lengua y Literatura Hispanoamericana por la UDLAP. Ha impartido clases universitarias en la UDLAP, el ITESM, UNARTE y la UPAEP. Actualmente es Catedrático de Filosofía y Literatura en la Ibero Puebla. En 2010 la Secretaria de Cultura del Estado de Puebla publicó su primer libro de cuentos Involuciones. Su segundo libro Liquidaciones se publicó en el 2012 en el Fondo editorial Tierra Adentro (CONACULTA). Ha sido ganador de la Beca Estatal FOESCAP, FONCA y PECDA. Y ganador en 2014 del 13vo Concurso Nacional de Cortometraje del IMCINE. Es productor de radio, catedrático universitario y colaborador de la Revista Crítica, editada por la BUAP.

Fotografía: Diego Illescas


CENIZAS

M

ientras acomodaba las tres bolsas de tela en la valija de mano, Mariana pensaba en las vueltas que había dado por el mundo. Conocía Uruguay, Paraguay, Brasil, Canadá, Europa, Sudáfrica, Maldivas,

Australia y Nueva Zelanda. Había vivido en Santiago de Chile hasta los veinte años, luego en Buenos Aires, restando el año que había pasado con su madre en Barcelona y el que había pasado con Raúl en Wilmington, Delaware. Ahora a Raúl le había surgido un viaje de una semana a Santiago que coincidía con las vacaciones de invierno de los chicos, así que volvería a pisar Chile, después de casi una década. Las vueltas de la vida, pensaba, mientras acomodaba las tres bolsas de tela en la valija. No terminaba de ubicarlas satisfactoriamente. Primero las había distribuido en esquinas diferentes, pero pensó que así sólo llamarían más la atención. Lo mejor era que estuvieran juntas, una al lado de la otra entre las camisas y los pantalones de Raúl. No pensaba decirle nada a él, que ya se ponía bastante nervioso por el simple hecho de viajar, y los chicos no tenían por qué estar al tanto, no hasta que llegaran a Santiago. Cerró la valija y le puso el candado. Estamos listos, dijo. No surgió problema durante el chequeo de seguridad, aunque cuando le tocó el turno a la valija de ellos de pasar por los rayos X la mujer policía detuvo la cinta y se quedó un rato observando la pantalla. Mariana podía ver la imagen de los contenidos, entre los que se destacaban tres sombras muy oscuras, alargadas, en un rincón de la valija. El corazón empezó a latirle con fuerza. La mujer miraba y miraba la imagen en la pantalla, la cinta estaba detenida y los demás pasajeros esperaban del otro lado del detector de metales. Mariana sintió que si echaba un vistazo a su reloj se encontraría con el segundero congelado. Entonces la mujer policía dirigió la mirada hacia ellos, pestañeó, volvió a observar la pantalla. Apretó un botón y la cinta empezó a funcionar una vez más. Mariana tomó la valija y


todos caminaron hasta la puerta de embarque. Se quedó petrificada, dijo Raúl, ¿qué llevás, una bomba? Ella no respondió. Hay 1.100 kilómetros entre Buenos Aires y Santiago, una distancia que ella había atravesado ¿cuántas veces ya? ¿siete? ¿ocho? No le había resultado difícil cambiar de país. No extrañaba Santiago, que en su mente estaba asociada principalmente con los terremotos. Si cerraba los ojos podía revivir aquellos momentos espantosos. Los cuadros sacudiéndose en las paredes y cayendo al suelo, algún que otro adorno quebrándose, su padre gritándoles a todos que se pusieran bajo el dintel de alguna puerta y no se movieran, y ese ruido horrible como de algo revolviéndose bajo la tierra durante diez o veinte segundos eternos. De niña había tenido que asistir por un tiempo a una escuela diferente porque en la de ella había colapsado una de las aulas del piso de arriba. Definitivamente no extrañaba nada de eso, y aunque en la Argentina no había logrado entrar a la Facultad de Medicina, había conseguido buenos trabajos de secretaria y en el último había conocido a Raúl. A sus hermanos no les había ido tan bien. Alejandro, enterrado en un cementerio de California. José, muerto de cáncer del estómago a los 33 años. Y quién sabía en qué andaba Pablo, con quien había cortado toda comunicación después de aquel problema de dinero que habían tenido. Todos habían adoptado la nacionalidad argentina menos su padre, que además les había pedido que una vez muerto —si era posible— lo llevaran de vuelta a Chile. El avión empezó a acelerar. Mariana miró el despegue por la ventana, después se acomodó en el asiento y cerró los ojos. Pararon en un hotel sencillo y moderno del barrio de Las Condes, a dos cuadras de la avenida Apoquindo. Una vez en la habitación, Mariana sacó las tres bolsas de la valija y las apoyó sobre la cama que ocuparían Raúl y ella. Son los restos de mis padres y los de mi hermano José, dijo. ¿Los trajiste así nomás en la valija?, preguntó Daniel, el más chico. ¿Es legal eso?, preguntó Ezequiel, el mayor. Raúl se encogió de hombros. Son sólo cenizas, dijo Mariana.


Al día siguiente, un sábado, tomaron un autobús hasta el Templo Votivo de Maipú. Mariana se arrodilló ante el altar de la Virgen del Carmen mientras Raúl y los chicos recorrían el templo. A su lado estaba el bolso en el que llevaba las cenizas. Antes de entrar al templo había visto una pequeña arboleda a un costado. Ese lugar estaría bien. Desde algún lugar la estarían mirando sus padres, sus hermanos José y Alejandro. Todos se habían ido demasiado temprano, la habían dejado que cargara con tanta muerte, ella sola, porque Pablo era como si estuviera muerto también, o peor. Bueno, ahí estaba, los había traído de vuelta a casi todos, podían estar contentos y orgullosos de ella. Se puso de pie y salió del templo, seguida de Raúl y los chicos. Ezequiel eligió el árbol, uno de los más próximos al camino, al lado derecho del templo. Mariana dio una bolsa de tela a cada uno de sus hijos, tomó la que quedaba y los tres las vaciaron al mismo tiempo a la base del árbol. De Chile habían venido y a Chile volvían. Ahí se quedarían, se mezclarían con la tierra, mientras ella seguía dando vueltas hasta que a su vez le llegara la hora. Dijeron una oración juntos, hicieron la señal de la cruz y buscaron un taxi. Pasaron el resto del día en el centro de la ciudad. Mariana les mostró el edificio en el que había vivido cuando niña, en la calle Teatinos, muy cerca del Palacio de la Moneda. Se despertó unos cinco segundos antes de que empezara, como si durante los años que había vivido en Santiago se le hubiese desarrollado un sensor interno. Se incorporó lentamente en la oscuridad, en una quietud absoluta, sin saber por qué. Ahí mismo recibió la respuesta. Los cuadros empezaron a vibrar, también seguramente el teléfono y el reloj despertador, la lámpara, los cajones, se sacudían las sillas, las camas, todo. El dintel, pensó Mariana, iba a gritar, ¡Todos bajo el dintel!, pero entonces el mundo dejó de agitarse y el tiempo volvió a transcurrir normalmente. ¿Estás bien?, preguntó Raúl. Sí, dijo Mariana, bien. Encendió la luz del velador. Los chicos apenas se habían movido. ¿Qué pasó?, preguntó Daniel, incorporándose. Ah, un terremoto, balbuceó Ezequiel, levantó apenas la cabeza e inmediatamente volvió a dormir. Asumiendo que todo estaba bien, Daniel lo imitó.


El reloj marcaba las tres y veinte de la madrugada. Mariana apagó la luz. Volvió a acostarse y juntó las manos sobre el vientre. Se quedó mirando el techo, hasta que la luz del amanecer empezó a colarse por la ventana.

JORGE IGLESIAS (Buenos Aires, 1982) es profesor visitante en la Universidad de Houston. Sus relatos han aparecido en Literal Magazine, donde también publica reseñas de libros y películas. Es autor, además, de una introducción a Outlaw: The Collected Works of Miguel Piñero (Arte Público Press, 2010).


EL TOUR Estoy seguro que no nos propusimos el viaje al mismo lugar, mucho menos que coincidiéramos en el hotel donde paramos. Quién iba pensar que al descender del auto lo primero que veo son tus maletas en una larga fila sobre la banqueta. No sabía que eran tuyas como no sabía que estaríamos ese fin de semana en un tris de regresar casados, ahora sí, a nuestras vidas cotidianas. Lo primero que hice fue reírme del montón de maletas. Me causó tanta gracia pensar que alguien necesitara tanto equipaje para un tour de fin de semana. La curiosidad me hizo buscar con la mirada a la dueña cuando escuché tu voz. Ahí estábamos otra vez, cruzando nuestros caminos. ¿Te acuerdas el viaje a París? Nosotros, sí, tú y yo y tus dichosos perros. Todavía me acuerdo y me dan ganas de rascarme. Habíamos planeado ese viaje con tanta ilusión, hasta parecíamos una pareja de enamorados en su luna de miel. Pero no. Tenías que echar todo a perder con el maldito detalle de tus mascotas. Pero mujer, ¿a quién se le ocurre llevar sus perros a un tour por Europa y encima con su enamorado? El caso es que cuando terminó el dichoso viaje ni tú volviste a llamarme ni yo quería acercarme a un metro de donde tú estuvieras. Los dos quedamos satisfechos de problemas. Que si la cuenta del avión por las mascotas, que si la cuenta del hotel porque los perros rompieron la alfombra, que si las latas de comida, que si el veterinario… Acabamos por agotar nuestra relación. Nos separamos de la mejor manera. Como buen caballero absorbí los gastos pero, nena, no me quedaron ganas de verte más. Y mira, aquí estamos de nuevo. Haremos de cuenta que somos dos extraños ¿te parece? Ni yo te conozco ni tú me has visto jamás y por favor, que tus perros no se acerquen a mi puerta. La alegría que te dio cuando nos vimos de nuevo fue equiparable con el meneo de la cola de tu

perrito. Espero que mi cara de

amargura no haya ofendido tu susceptibilidad. Qué mala suerte la nuestra, tan grande el mundo y coincidir en el mismo sitio para vacacionar. Resignémonos. No hay más que asumir una pose de personas maduras y saludarnos con amabilidad cada que nos encontremos. De cualquier modo preguntaré a la administración si es posible colocarnos en los cuartos más alejados uno del otro.


Allá está el

elevador, corramos o nos deja. ¿A qué piso vas? ¿Al 9? ¡Ay,

caramba! que coincidencia voy al mismo piso. Bueno, pero seguro estaremos separados de extremo a extremo. No puede ser. ¿Cómo qué

nuestras

habitaciones son contiguas? Bajaré de inmediato y pediré que nos cambien. Nada se puede arreglar entre nosotros. Esos perros se interponen entre los dos, así que olvidemos que un día fuimos amantes. Cariño, sí, estábamos muy enamorados, nos queríamos mucho pero ¡tus benditos animales nos separaron! La noche que decidimos dormir juntos ¿qué pasó? Ya estábamos en la cama y cuando nos abrazamos la perra saltó sobre mí ladrando tan fuerte que la administración nos mandó callar. ¿Así quién puede hacer el amor? Y encima tú dijiste que era yo el que no podía. No, no fue que no pudiera, ¡por favor! No nos ofendamos, porque si empiezas con esas cosas te diré que tuve que hacer un esfuerzo para no reír cuando saliste del baño con pose de mujer fatal y se atoró tu pantufla en la alfombra. Casi me ahogo. Para que veas que lo nuestro me interesaba, estuve dispuesto a perdonar lo de la perra pero el colmo fue

después: quisiste que

también el labrador durmiera con nosotros. No, no era un capricho mío que los perros se fueran de la alcoba. Era una necesidad por nuestro bien pero ya no hay vuelta atrás. Bueno vayamos a descansar, mañana pediremos que nos cambien de cuarto. ¿Y ahora qué sucede? Los perros no dejan de ladrar, ¿será posible que no vayamos a dormir esta noche? ¿Por qué rascan la pared? Es molesto ese ruido. Camarero vaya usted a ver qué sucede en ese cuarto por Dios, que no puedo dormir. O mejor espere, quiero que me cambien de habitación en este mismo momento. ¿Que si también a la señora? ¿Cuál señora? Pero ¿cómo te pudiste atrever? Me dio tremenda pena que el camarero me miró con suspicacia cuando pedí el cambio de cuarto y tú estabas dormida, cuan larga eres, en mi cama. ¡Con razón los perros rasguñaban la puerta! No se cómo demonios entraste a mi cuarto pero que tierna te veías con mi camisa puesta. Pensé en lo mucho que nos habíamos querido y qué felices habíamos estado en Francia. Nuestros recuerdos están enlazados. Supongo que por eso el destino ha querido juntarnos otra vez. Puede ser que peleemos mucho por tus perros y que nunca estemos de acuerdo


en la manera de ver el mundo pero eres hermosa y juntos somos una pareja formidable. Mientras pienso en nosotros, me deslizo sigiloso en la cama para no despertarte. Qué más da, solo es un fin de semana. Estás tan tibia y tu aroma es exquisito. Pensándolo bien, creo que si hacemos un esfuerzo podemos reconciliarnos. Total, yo puedo soportar a tus perros si prometes que no dormirán en nuestra recámara.

María Elena Espinosa Mata.- Cd.Mante,Tamaulipas 1954. Ha publicado Taciturna Luz Edit. Praxis 2005.- Antologada en Mujeres Poetas de México.- Edit.Atemporia, 2008 y Verso Norte 2010.


YATZIL

A

l atardecer, tras un breve vuelo, llegó a Nueva Guatemala de la Asunción. Se quedó perplejo frente al paisaje contemplado desde el cielo antes de aterrizar. Las montañas, valles y casas parecían danzar rítmicamente en

una fastuosa composición caleidoscópica de nítidos prismas blancos y entonaciones de verdes realzados por las pródigas luminiscencias solares previas a la aparición de las luciérnagas en el firmamento. Se dirigió a su hotel, dispuso su equipaje, fue a caminar y entonces la vio. Estaba de pie tras el mostrador de aquella tienda de artesanías, viendo al infinito. Su belleza le pareció perfecta: enormes ojos sepia, relumbrante tez morena, larga largo cabello color carbón, nariz pequeña y suaves labios rosa coral. Llevaba puesto un hermoso traje típico azul ultramar; después supo que era de San Martín Jilotepeque, Chimaltenango. Había buscado a alguien con tal encanto durante mucho tiempo. Estaba a punto de poner un pie en la entrada cuando una mujer mayor cambió el letrero de abierto a cerrado. Se sintió frustrado, pero mantuvo la esperanza de rencontrarla en cualquier otra ocasión. Al día siguiente se fue muy temprano a su congreso en Antigua. La semana que estuvo ahí, se distrajo evocándola. En su tiempo libre recorrió las calles desiertas de la ciudad, deleitándose con sus edificios en ruinas y la vista del Volcán de Agua, Hunahpú. Visitó el Museo del Jade y el del Traje Indígena. Por la Calle de los Pasos imaginó cómo sería estar con ella. Al regresar a la Ciudad de Guatemala se alojó en el mismo hotel y fue en su busca. Ahí estaba, en la tienda de artesanías, con un vestido en matices pálidos de azules y rosas como el de las mujeres en Zunil, Quetzaltenango. Lo recuerda bien porque al salir de su visita a la iglesia colonial, lo rodeó un nutrido grupo de señoras, casi todas ataviadas de esa manera, ofreciéndole sin tregua sus hilados hechos a mano en el típico telar. A él le sedujo más el otro traje por su vivo colorido, pero con éste se ve más bonita: todos sus atributos resaltan. Adorna su cabeza un rebozo trenzado. Lamenta el


alba, la tienda tardará en abrir. Cruza la avenida y aguarda impaciente, queriendo remar el tiempo. Cuando por fin la tiene entre sus brazos, se siente inmensamente feliz, complacido al advertir que, de cerca, su hermosura resplandece. Al abandonar la ciudad agradeció la bienaventurada coincidencia. Al lado de ella, el vuelo de retorno le parece efímero. Ni siquiera recuerda el aterrizaje ni su llegada a casa. La sutil luz del dormitorio la ilumina. Distinguiéndose con su traje de San Antonio Aguas Calientes, Sacatepéquez, en medio de la colección de su amada hija, se encuentra Yatzil, la muñeca de Guatemala.

Laura Pini. Historiadora, socióloga, viajera cansable, amante de la fotografía, estudiosa de teología bíblica y de filosofía contemporánea, vive entre los cementerios, pasea por los atardeceres, juega con las formas del agua. Sutil, la viuda negra que solía acompañarla al escribir, ha muerto. Ha publicado cuentos en El Occidental, en la Revista Digital No Te Rajes y en los libros A la sombra del cuento, Cuentos para picar y Reverberaciones. Cuentos breves. Participa en el Taller de Cuento Letras Tintas.


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