Narrativa - Revista El humo # 57

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NARRATIVA

Edici贸n # 57 www.revistaelhumo.com


TIC TAC TIC TAC Señorita creo que no me ha entendido, quedaron muy formales de depositarme o traerme el cheque con el pago hoy por la mañana, y ni una cosa ni la otra. Claro que tengo la orden de compra, me la enviaron por correo ayer como a esta hora, está firmada por su gerente, y dice URGENTE. Por supuesto que la cantidad la confirmaron en otro correo que mi secretaria les envió hoy por la mañana, precio neto y el desglose como lo pidieron. No, tampoco han pasado por el material, está listo desde las 10 de esta mañana, tal como quedamos, claro que se la hora exacta porque la vi en el reloj de mi oficina. Señorita no me contesta nadie por la extensión a la que me comunicó, páseme a contabilidad por favor a ver si saben algo de mi pago. No señorita, cierro en una hora y no tengo noticias de nada, ya son las 5 pm, Ayúdeme no sea malita, entienda que ya es viernes por la tarde, mañana ya no hay bancos. Yo se que este tiempo es complicado para todos, pero también comprenda que se vienen gastos fuertes como el pago de mi gente, hágame el favor de investigarme con quien tengo que hablar para que me liquiden esa factura. Tengo toda la mañana hablando por teléfono y enviando correos pero no tengo respuesta de nadie, que tengo que hacer ahora? écheme la mano señorita, Ud. es la única que me atiende. Bueno? Bueno? Tic tac, tic tac, tic tac.

ADRIANA CALDERON CASILLAS GUADALAJARA JALISCO 12/03/65. Actualmente en el taller de letras tintas en línea. Trabaja en la elaboración de su primer libro de cuentos.


ESTA NOCHE TE ESPERO MIRANDO AL SOL “En la noche negra del alma siempre son las tres de la madrugada” F.S. Fitzgerald Las tres de la madrugada no es un buena hora prácticamente para nada excepto para pensar. Parece que la noche está cortada a la mitad con el filo de una navaja, y de pronto uno se encuentra en medio de un mar en el que las costas que lo circundan quedan a una distancia equivalentemente lejana. Quizá es por eso que los pensamientos cuando nacen en esa brecha de tiempo tienen la cualidad de no pertenecer del todo a la realidad ni al sueño. Esa era la hora marcada por el reloj cuando decidí llamarla. Uno, dos, tres timbrazos, como siempre, no hubo respuesta. Colgó. Permaneció unos minutos mirando la pantalla. No esperaba nada, sólo quería que el tiempo corriera más rápido. Fueron inútiles todas las consultas con médicos, ninguno había podido determinar la causa de su insomnio. Había intentado los somníferos prescritos una y otra vez sin obtener resultados. Le dieron el diagnóstico de insomnio secundario idiopático, lo que en lenguaje práctico quería decir, que nadie se explicaba su padecimiento. Todas las noches, rigurosamente a las tres de la mañana sus ojos se abrían en automático. No importaba lo cansado que estuviese o bajo los efectos de que sedante se hubiese ido a la cama. No había escapatoria. Se había vuelto una especie de esclavo del reloj. Intuía que ella estaba despierta al mismo tiempo, por eso intentaba buscarla en medio de las sombras del insomnio, pero era inútil. La madrugada no es una hora que pueda pasarse en compañía. Se levanta de la cama, sin nada más que hacer, como un vagabundo en su propia habitación. Se sienta en el escritorio que da la cara a la ventana y abre las cortinas de par en par. Quiere ver el cielo para ahuyentar la claustrofobia generada por la soledad. Hojea un par de libros sin lograr concentrarse en ninguno. Exhala un profundo suspiro y se rinde. No hay remedio. Garabatea unos versos débiles sobre un viejo cuaderno. Quizá por lo menos, pueda escribir.


“La noche es una hamaca tejida de suspiros. La luna el sol de los que pierden su destino” De inmediato se arrepiente y los borra con brusquedad. Se da la media vuelta en la silla giratoria y queda de cara a un espejo de pared. Su imagen lo incomoda, se ve a sí mismo sentado, esperando, con los ojos hundidos y los cabellos enmarañados. Se siente un intruso en su propia habitación. Es la imagen de alguien que espera algo, cualquier cosa. Se espera a sí mismo en las pupilas de alguien más. Toma de nuevo el bolígrafo y garabatea: “Andamos por el mundo creyendo saber que eventualmente algo ocurrirá, esperando, como si estuviéramos eternamente sentados en el andén de una estación de trenes. Hora tras hora, días, luego siglos, eternidades completas vemos pasar un sinnúmero de vagones vacíos. Nadie se atreve a moverse de su lugar. En algún momento algo sucederá.” Mira nuevamente las manecillas del reloj, como quién mira los brazos del verdugo a punto de ejecutarlo. Luego toma su teléfono entre las manos, está frio y con la pantalla en negro. Es un faro que no se digna a arrojarle una luz en medio de la oscuridad. “¿Y cuál es la luz que buscamos?, ¿La de otro cuerpo? Vivimos pensando que el amor es la cura de todos los males, nos montamos en los otros como si fueran vagones sin preguntar hacia dónde van. Esperamos llegar a alguna parte. Esperamos que alguna vez, sólo una vez, uno de ellos sea el que nos lleve a algún sitio. Cualquier lugar nos bastaría con tal pausar nuestro eterno recorrido. Viajeros sin hoja de ruta, sin horarios, sin tiempos y con maletas que se van haciendo más difíciles de arrastrar con el peso de los años y el paso de los daños” Pone de lado la pluma. Se escucha un ruido seco al golpear esta contra la madera. La mira detenidamente, sabe que es una extensión de su propia mano, y su mano cuando la toma se vuelve una extensión de su propia alma, si es que tal cosa existe. Se vuelve a girar sobre la silla. Esta vez no se mira en el espejo; recorre mentalmente la habitación posando su mirada sobre el mobiliario. Tal vez si algo cambiara, sólo una vez sería un amable recordatorio


de que sigue vivo, pero las cosas permanecen siempre igual, inmóviles, intactas. ¿Seguirá él igual también con el paso de las noches? ¿Así se sentirá la eternidad? ¿Cómo un eterno preámbulo a la madrugada? ¿Es acaso también una clase de insomnio esperar con los ojos abiertos a que llegue un rayo de luz a nuestras habitaciones frías?, ¿Será que en el fondo estamos acaso tan vacíos como los pasillos de una biblioteca a las tres de la mañana?, con tanto silencio metido en los párpados, ¿Quién puede atreverse a soñar? Lentamente el sueño parece llegar al fin. Su cuerpo desea ceder al descanso pero su mente sigue en pie. Podría dormir y ponerle fin al drama de la espera pero en vez de ello, en un afán masoquista, se levanta y se prepara una taza de café. De cualquier manera, le vendría mejor por ahora no soñar. Probablemente la vería de nuevo y tendría que soportar perderla al despertar. Todos los médicos le habían interrogado acerca de sus síntomas. Pero no había manera de explicarles el malestar creado por el hueco de una ausencia. Como si algo dentro de él hubiera muerto. Como si algo de ella se rehusara a abandonarlo del todo. No desea dormir. Se aferra a la vigilia como un gato arañando la alfombra. Cerrar los ojos sería volver a los brazos de esa mujer que vive al otro lado de su mente. Sus ojos van de nuevo de un punto a otro como una mariposa en cautiverio, suben por encima del refrigerador y se brincan luego a la cerradura de la puerta; recorren la mesa de cabo a rabo fijándose en los restos de azúcar esparcidos sobre el mantel; en el piso no hay nada nuevo, está limpio; las persianas cerradas; las tazas acomodadas sobre una repisa que necesita una mano de pintura, la tetera somnolienta sobre la estufa. Todo permanece bajo un

orden

inquietante.

De pronto siente una suave caricia sobre la espalda, lo recorre como un escalofrío. Alguien le besa en la nuca pausadamente con un aliento suave mientras percibe un aroma de vainilla y rosas, que sabe a puesta de sol en verano. Mira el reloj pero este ha detenido su marcha. Ya no está solo, sabe que por fin lo ha vencido el sueño, o quizá de nuevo, acaba de despertar.


Alexandra Cárdenas: Chihuahua, México (1988). Médico y escritora, actualmente se encuentra realizando la especialización en Psiquiatría. Su formación profesional incluye cursos de psicología, asistencia a talleres literarios, y diplomados en teatro y dirección escénica. En su tiempo libre administra su blog literario: “El café de las tres”. (https://www.facebook.com/ElCafeDeLasTres). Ha participado en publicaciones digitales como “Revista el humo”, “Revista Ombligo”, “Revista Argo” y el foro universitario “expresarte”; ha escrito para la sección de arte en la revista “FM-Siglo XXI de Ciencia y Arte”, así como en columnas de periódicos locales. Seleccionada en el ‘I Concurso de Cuentos Breves Palabras al Vuelo” (Lanzarote-España) para formar parte de la antología del mismo nombre, así como en la edición de una antología narrativa en la editorial independiente “la cartonera”. Entre sus proyectos actuales se encuentran la edición de un compendio de cuentos y un poemario.


TIEMPO A TIEMPO Las manecillas se movían con lentitud, más de lo usual. Caminaba incomoda, tratando de mantener la calma. El tedio la absorbía, la mañana clara, las calles desiertas. Pensaba en sí misma, sin darse cuenta, otra vez su futuro. Cuando el tiempo nos alcance. Eran las palabras de Mauricio, a quien recordaba últimamente sin saber por qué. No lo había visto hace tiempo. Un futuro glorioso, repetía, o diversas rutas para hundirse. Pasado y futuro se entremezclaban, el recuerdo que se extendía. Pensó en Angélica, la amiga de la adolescencia, con quien compartió los sueños de convertirse en una inepta, frustrada, ebria. Las cuestiones más absurdas de la época, planeadas desde la juventud, ahora en una edad suficiente. Caminó junto al centro comercial, pasó frente a un gimnasio y allí pensó en la posibilidad de cumplir otra promesa propia: ser teibolera. Era la excusa perfecta para mantener un cuerpo maravilloso. Pero odiaba el ejercicio, por la frivolidad que encarnaba. Solo por una razón así asistiría. También lo haría para conocer a alguien; un Pedro o un Josué, o alguna persona con dinero que desee ser embaucada. Seguro hay varios allí, afirmó. Seguro decenas así y muchos más que aspiran serlo. Lo seguro era que no encontraría a un Mauricio ni un Juan. Mucho menos Óscar, el tipo de cabello largo y tatuajes con el que también soñaba. Miró los maniquís de las vitrinas, sonrió al verse reflejada en ellos. Vio su reloj nuevamente, la avería la había hecho llegar temprano. Solo deseaba terminar el trabajo e irse a comer. Sola, acompañada, daba igual. La plaza estaba a una calle del sitio acordado. Debía hacerlo, terminar el encargo como tantas veces. Completa una vuelta a la manzana y se posa nuevamente frente al reloj de la parroquia que marca la hora precisa. Nueve catorce. Minutos como horas, debía ser un chiste. Entra a la plaza. No le gusta ser vista merodeando, así que busca una excusa para perder el tiempo. Trabajo, trabajo. Es buena en su labor, lo sabe. Tiene la habilidad que no brinda la teoría. El pulso que solo se gana con la práctica, el automatismo, la naturalidad. No puede fallar esta vez, debe reparar su imprecisión. El reloj de la plaza difiere pocos minutos. Más, menos. Avanza al puesto de café, pide un expreso, paga, lo bebe aparentando tranquilidad. Se


siente incómoda entre mesas vacías, rodeada solo por empleados como ella. Los mira, escudriña en sus gestos, su apariencia, el escenario que los rodea. Siempre quiso hacer estallar una plaza comercial, aunque era un sueño corriente, el sueño de todos. Claro que no una plaza vacía, como estaba en ese momento. Sino una repleta de personas, niños, gente insoportable. Termina el café en un santiamén y tras mirar nuevamente el reloj, pide un capuchino. Sube al segundo piso a beber con mayor comodidad. Una vez allí, en medio de más mesas, se rinde ante su futuro. Piensa que perderá su empleo, porque el tiempo la presiona y debe ser paciente. Cosa que nunca había sido un reto. Recuerda nuevamente, esa misma mañana. Despertó un poco más temprano, tras un sueño que olvidó al instante. Sólo mantuvo la sensación que dejó en ella, una mezcla de nostalgia y anhelo. Era como haber estado con alguien que ya no está. Se levantó rápidamente tratando de emprender el ritual que la ayuda comenzar una empresa. Corrió un poco, ejercicios de estiramiento, meditación, boxeo y una ducha extendida. Salió de casa con el reloj averiado. Tomó un taxi y pidió al chofer que se apresurara. Amaba sentir la velocidad, pero odia conducir. Pensó en Oscar nuevamente, amaba su motocicleta. Inhala con profundidad buscando relajarse. Actitud natural, natural, se dice. El reloj se mantiene inamovible. En contra de sí, toma el celular de su bolso, mira los mensajes y mira su alrededor, como si alguien la inspeccionara. No era más que esa incomodidad de quebrantar el rito. Cambiar el reloj de su madre por mensajes de texto no podía ser buen augurio. Nunca se sintió más supersticiosa. Comenzó a revisar sus archivos, fotos viejas, algunas buenas tomas. Hace tiempo que no tenía nuevas. Pasó un momento observando foto a foto, a detalle. Sin sentirlo, recobró la paciencia, la tranquilidad y el tiempo, que fluyó a contra corriente, acelerado cuando no lo miraba, huyendo mientras no lo percibía. Una foto más, la imagen del auto que su madre había adquirido con enorme dificultad. El gran tesoro en el que murió. Mira la hora, el tiempo aprisionado en su reloj se ha ido. Sale apresurada y avanza con paso firme, controlando sus emociones, recobrando la templanza. No era presión laboral, era presión de sí misma, la perfección en los detalles que la llevaría lejos, donde siempre había soñado. Era eso, o un final junto a su madre, una muerte dentro de un auto en llamas.


El tiempo es relativo, el sonido de la explosión llega al final, el cuerpo cayendo se adelanta; los gritos son aún más lentos. Entró por una calle, fingiendo la prisa de una persona moderna. Tenía la bufanda y las gafas de sol cubrían la otra mitad del rostro. El abrigo ocultaba el estuche, los brazos cruzados el arma. El hombre salió a la hora precisa, ella miró el portón abrirse y el automóvil tomar la calle. Pasó a su lado sin mirarla y ella abrió fuego sin ningún reparo. La ráfaga destrozó la puerta, pero el estruendo vino del choque que arrebato la vida de quienes transitaban con descuido. Avanzó un par de calles, para retornar a la avenida. Dio un bostezo profundo y miró el reloj nuevamente. Está hecho. Eran las diez con tres de la mañana.

Edgar Ruiz. Licenciado en Sociología por la Universidad Autónoma Metropolitana, investigador académico auxiliar y pintor artístico de medio tiempo en un taller independiente (Taller arte-ilustrado). Ha participado en diversas exposiciones pictóricas y colaborado en revistas literarias (Sapiencia, Tiempo, La pluma en la piedra, entre otras) con relatos breves y diversas contribuciones gráficas.


ABANDONO En la pared hay un reloj por el cual no pasan las horas, se quedó suspendido en el tiempo. Sentada, con la mirada fija en sus manos y unas moronas de pan. Piensa en su marido que está atendiendo los negocios. En sus hijos que han ido a la Universidad. Ellos llegaran tarde como de costumbre, sus dos jóvenes comerán y se irán después con sus amigos. Su marido regresará tarde porque esta haciendo auditoría. Sólo ella está presente en la casa, como una sombra, sentada junto a la mesa para cuatro personas. Ni una llamada viene a consolarla de esa tristeza, de esa ausencia de calor humano. Hoy no va a hacer nada, no deambulará por la cocina, por la sala o las recamaras. La extrañarán es cierto. Pero las abandonará igual que a ella la abandonan sus seres queridos. Estará aquí sentada a la mesa contando las moronas de pan como ha estado contando sus años que le pesan cada vez más. El otro día la voz le dijo que sus hijos pronto se iban a casar. Carmen ni siquiera había pensado en eso, todavía

recordaba la preparación de las mamilas, los pañales limpios, los

emparedados para el colegio. De qué manera pensar que se casarían. Esa voz que es su conciencia, le ha dicho cosas acerca de sus hijos. Cosas, como: Ya no les gusta como preparas el yogur, las ropas que les compras les parecen feas. Ella preparaba la comida cada día para que ellos llegaran a la casa a comer, para verlos saborear la ensalada, la sopa de verduras, el agua de frutas. De prisa comían y se iban a sus diversiones. Carmen los esperaba hasta la noche. ¿Lo que hacía ya no era útil? Las moronas de pan cada vez eran más pequeñas hasta que se convirtieron en polvo, al igual que los años. Sus manos las devolvieron a la nada. Así es mi vida, nada, pensó; sin mis hijos, nada es ya importante. Miró el reloj sin verlo, en realidad el tiempo no le importaba. Un minuto podía ser una eternidad o un vacío interminable.


Ella se vio en una cama, suspiró hondo, estaba satisfecha, había actuado cada instante de su vida para ayudar a sus hijos, con los alimentos, los cuidó en las enfermedades, los llevó a la escuela, hasta les ayudó con sus tareas. Nadie le obligaba a hacerlo, ella dejó su trabajo para cuidarlos. Mientras su esposo trabajaba desde la mañana hasta el anochecer, cuando llegaba todo estaba en orden. Justo ahora que ella los necesitaba de seguro acudirían a cuidarla en su rehabilitación. Así lo esperaba Carmen. Surgió la voz de su interior --¿Y entonces por qué sigues aquí? Ella contestó –por mis hijos, que están por llegar. --¿Tus hijos? Continuo la voz… ellos se han ido, hicieron su propio hogar. Ahora estas en este asilo para desahuciados, te acuerdas que tus huesos te dolían más y más a causa de la artritis, tus manos se deformaron, entonces decidieron ponerte en tratamiento en este lugar. De pronto se dio cuenta de que habían transcurrido diez años, ella seguía preocupada por la ausencia de su familia que no regresaba. En un momento sintió, el bienestar a plenitud, dejo de preocuparse, hizo a un lado sus fantasías de proyectos de vida. Respiró en calma, imperceptible tomo el aire con alegría, dio gracias a la vida. La vida fue justa con Carmen, no sufrió, no se quejó, no molestó a nadie. ¿Quién sufriría su ausencia, su amado esposo, sus hijos? El reloj marca las nueve y media de la noche. La muerte la liberó de sus afectos mundanos.

Elodia Corona Meneses. -Licenciada en Lengua y Literatura Hispánicas, por la UNAM- -Trabaja como docente en la Preparatoria 6 impartiendo las materias de: Metodología de la Lectura, Lectura y Redacción I, II, III, del año 2000 a 2004 -Colabora en el Agendiario Ciclos (una agenda de mujeres para mujeres) desde hace 7 años con un poema cada año. -Participó en la antología de nuevos narradores mexicanos Letras de empeño publicada por la UNAM en febrero de 2003, con un cuento titulado “El hechicero del río” - Fue participe en la antología de Poesía Visual La palabra transfigurada, Publicada por Coedición de CONACULTA y ediciones Del lirio publicado en febrero de 2014. -Actualmente escribe poesía y cuento.


LA CONTRINCANTE. Alteana, mujer de Alicante España, nacida un 8 de diciembre, vaya usted a saber de qué año, sin embargo, su foto de perfil me dice que es una octogenaria con el chal lleno de pines, y su sonrisa franca me invita a querer vencerla. La partida comienza con un triunfo mío, muy discreto pero mío, cuarenta puntos por la palabra ‘ARROZ’, y después, la nada. Han pasado ya más de veinte minutos para que haga su jugada, no es que me obsesione con los juegos de letras y formar palabras, sin embargo, me extraña que habiéndome mandado un tres de tréboles por mensaje instantáneo y de tener en la mira una partida como esta, en la que se juega el honor de dos países, me haga esperar tanto; aunque realmente no me sorprende su actitud, ultimadamente en todos los aspectos de mi vida me ha tocado esperar. Treinta minutos más tarde me pregunto si algo le habrá pasado. Quizá pensó que esta mexicanita era demasiado contrincante para ella, por esos cuarenta puntos iniciales, entonces, tiró la computadora de la mesa, resopló, bufó y me mentó la madre, claro con palabras españolas, tal vez piensa que soy una hija de puta y se está cagando en la leche, así tan casual como suena y como lo dicen los españoles, tal vez, sólo tal vez, después se ha echado a llorar sobre la mesa sin importarle haber roto el ordenador, y clama a dios el haberla hecho tan buena en aquellos tiempos del 2006 cuando empezaba con los torneos, y que hoy esa misma Alteana no es más que una niñita ochentona con los sueños rotos gracias a mí. Vaya, no recordaba el efecto que suelo tener en las personas; pero bueno, siendo realista no que Alteana haya tenido un comportamiento así, puesto que después de treinta y cinco largos minutos mirando fijamente la pantalla de mi laptop, tratando de crear una palabra con las siguientes letras: ‘OVREFAT’, se me indica que Alteana ha formado la palabra ‘HONDEAN’, y que así como así la pone a la cabeza en la contienda, se ha llevado setenta y cinco puntos y yo sigo pensando qué hacer con ese conjunto que me ha tocado a mi y en lo único que


realmente pienso es que acá son ya las 11:30 am, traigo una modorres impresionante, tengo una cita de trabajo a las 12 y supongo que no llegaré, por eso culpo al desempleo de tenerme metida en torneos de scrabble en línea, aumentando mi vocabulario y socializando internacionalmente. Me reacomodo en la cama y comienzo a analizar las letras con las que cuento, entonces me da ya lo mismo si formo una palabra importante o no, y me arriesgo con ‘FAVOR’, el reloj dice que son las 11:45, carajo, espero que Alteana sea considerada conmigo, no sé, si decirle ‘APURESE’ en un mensaje privado pueda ofenderla o tal vez por su situación de abuelita, resulte ser tierna y comprensiva. Tengo diez minutos para levantarme de la cama, bañarme, peinarme, cambiarme y sólo quizás desayunar, pero no puedo hacerlo, Alteana me tiene con las manos atadas a mi cama individual, con el cuarto hecho una vasca, con medio closset en el piso, trapos que he acomodado en una esquina de la recamara como cama para mi gata, cajas de zapatos, calcetines, libros y una botella de vino blanco que he comprado ayer y que he preferido que permanezca en el cuarto y no en la cocina, pero bueno, me tiene de nuevo a la espera, con la palabra ‘FAVOR’ sólo he tenido la suerte de juntar 17 puntos, no son nada. La palabra ‘favor’, no significa nada. Ya es medio día, definitivamente no llegué a la cita, mando un mensaje al cliente excusándome con habilidad, dibujándome llena de trabajo y actividades varias; me contesta de inmediato con un ‘No se preocupe Lic, la comprendo, nos vemos mañana, saludos’, y así de fácil se resuelve esa situación, pero Alteana, ella parece no ser muy empática con mi tiempo, así que me armo de valor y también le mando un mensajito privado por el chat del juego: ‘Hola, disculpe, sólo quería percatarme de que siguiera ahí. Ya ve usted que esto de la distancia y del tiempo son cosas demasiado filosóficas, y en la situación en la que nos hallamos, Parménides mismo se sentiría abrumado explicando si ‘el tiempo pertenece al no ser, y por tanto el tiempo no es, concluyendo en que el tiempo no existe´, pero a mi parecer el tiempo que llevo esperándola si ha existido, aun cuando parece que no, por haber estado pegada a la pantalla sin poder comprobar que siga usted tras su pantalla, pero bueno, no soy nadie


para apurarla ni para decirle cómo usar su tiempo. Disculpe, sigamos en el juego.’ Entonces aprieto el botón de enviar. En el reloj, las 13:10 de la tarde, recibo contestación al mensaje, más no ha hecho su jugada, el mensaje de Alteana, casi totalmente en blanco, pero de nuevo con tres tréboles verdes, pequeños y brillantes; me deseaba suerte. Sigo esperando.

Janette Jazmín Jacobo Pérez, (Querétaro, 1987) Egresada de la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Querétaro, con publicaciones en el semanario ‘Tribuna’. Actualmente se forma en la poesía y en el cuento.


CARACOLES Y CEREBROS Laura Pini En cierto sentido todos somos diferentes. En ese mismo sentido, todos somos iguales.

No soy asesino, soy médico forense. Desde que era niño encuentro un parecido fascinante entre los caracoles y los cerebros. Aparentemente, aquellos son simples y estos complejos; ambos son quebrantables y se aplastan con facilidad. Cuando la maestra de biología en la preparatoria nos llevó a la morgue, decidí estudiar medicina. Lo que más disfruto desde entonces, excepto quizá ver a mi hija haciendo lo mismo, es abrir cadáveres. Nunca me interesó conquistar montañas ni adentrarme al centro de la tierra. Me gusta explorar encéfalos humanos. Siempre he querido saber qué hace a un individuo bueno o malo, pensar de una manera o de otra, ser inteligente, creer. La respuesta debe estar en este intrincado laberinto. Ella la busca en el corazón, más ahora tras descubrir que también tiene neuronas. Siendo estudiante me gustó experimentar con los cerebros, aun sin tener conocimientos. Hice todo lo que se me ocurrió: los corté en láminas delgadas vertical, horizontal y diagonalmente; les inyecté substancias de colores, los freí, los metí al microondas, les conecté corrientes eléctricas con diferentes voltajes, los trepané, desuní los hemisferios. Haber sido médico de pobres tuvo su ventaja: disponer de todos los cuerpos necesarios para practicar sin límites. Los desdichados mueren en los hospitales públicos y sus familiares los abandonan ante la imposibilidad de pagar los gastos médicos, el obligado trámite, el entierro. Así pues, nuestra experiencia es mucho mayor y sin restricciones, morales o burocráticas. Me especialicé en medicina forense. Todo transcurre en perfecta calma en el hospital civil, excepto cuando hay muchos cadáveres a los que debo realizar el examen post-mortem. Entonces el segundero del viejo reloj de pared parece sonar con más fuerza. Hice mi propia morgue en un gran salón al fondo del jardín, con vista a la piscina en forma de ele. Suelo traerme cuerpos que nadie reclama o,


simplemente, sus materias grises. Realizar autopsias en este lugar, sin importar

que

el

reloj

marque

los

minutos,

es

extraordinario.

Sigo

experimentando. De vez en cuando mi hija idea otras prácticas. Le llaman la atención el mesencéfalo y el rombencéfalo. Ella propuso que recreáramos la metodología de Hallonet y Le Douarin, realizando injertos de células cerebrales de pollos en codornices y viceversa. Transferir la conducta de una especie a otra o ver elementos cerebrales de un animal en otro es sorprendente. Me pregunto qué pasaría si se usaran células humanas. Admiré a mi padre desde pequeña, como todas las niñas. Él era el más inteligente, el más guapo, el más divertido, el mejor doctor. Crecí viendo cerebros por todos lados, preguntándome por qué lo cautivaban; me parecían simples nueces gigantescas, sin color. En la secundaria, al abrir sapos y conejos durante las prácticas de biología, empecé a entender. No obstante, me interesaron los corazones. Observar cómo latían fue vivificante, así que estudié medicina

especializándome en cardiología. Ahora, también me encuentro

abriendo cadáveres. No soy como mi padre. El reloj se detiene cuando estoy con mi hija jugando en el jardín o nadando. Desde que mi nieta nació la luz de la morgue adquirió un cariz diferente. Aunque sigo disfrutando estar ahí, prefiero destinarle mi tiempo libre a ella. Es notable su embeleso por los caracoles; los trata con mucho cuidado. Le explico que también tienen ojos, boca, hígado, pulmón, ganglios cerebrales, corazón. Le digo que se fije en las espirales logarítmicas de las conchas; la mayoría parece girar en el sentido de las manecillas del reloj, unas pocas lo hacen en sentido contrario. Jugamos a ver quién encuentra primero uno de estos últimos. En algunas culturas antiguas esta forma representa el ciclo "nacimientomuerte-renacimiento". La primera vez que traje a mi hija a la playa se asustó ante el embate de las olas. Pero cuando descubrió que aquí también hay caracoles, le encantó. Cada vez que hay vacaciones venimos juntas. Nos levantamos muy temprano para ver el amanecer, caminar por la arena descalzas y recolectar caracoles y conchas. Aunque extraña a su abuelo, es feliz. Espera sorprenderlo con la colección que reunió esta vez. Durante la mañana de nuestro regreso ha hecho


frío. Acomodo a mi niña en su silla, en la camioneta, asegurándola bien y partimos. Ya estamos cerca de la ciudad. Me preocupa mi cabeza. ¿Por qué no habrán regresado? A las tres de la tarde en punto recibí la llamada que hubiera preferido ignorar y el tiempo se detuvo. ¿Cómo conservar la cordura? ¿Cómo seguir trabajando con la mente dispersa por el dolor? ¿Cómo reanudar la exploración de cerebros, vivos o muertos? Mi nieta pronto saldrá del hospital. ¿Cómo le diré que su madre se ha ido? No quiero justicia. Una camioneta las embistió de frente. Decidí hacerme cargo del sujeto que la conducía. Vino a dar al mismo hospital en el que trabajo. Lo mantendré con vida el mayor tiempo posible poniendo en práctica todos los métodos que se me ocurran para tratar sus lesiones, sin anestesia. Luego, sin que haya muerto, lo llevaré a la morgue y continuaré con mis experimentos en el cerebro. Mi nieta ya no se interesa por los caracoles. Ahora colecciona pétalos y hojas en forma de corazón. El reloj no existe más.

Laura Pini. Historiadora, socióloga, viajera cansable, amante de la fotografía, estudiosa de teología bíblica y de filosofía contemporánea, vive entre los cementerios, pasea por los atardeceres, juega con las formas del agua. Sutil, la viuda negra que solía acompañarla al escribir, ha muerto. Ha publicado cuentos en El Occidental, el Blog MicroCuentos, la Revista Digital No Te Rajes y en los libros A la sombra del cuento, Cuentos para picar y Reverberaciones. Cuentos breves. Participa en el Taller de Cuento Letras Tintas.


NIDO DE HORAS. 3:00am: El aire me ahoga en ésta habitación. ¿Llevo acaso más de veinticuatro horas despierto? Los ojos enrojecidos parecen tener piedras que no me dejan ver con claridad, arden. Me dijeron que si no duermo el cerebro se me va a pudrir, pero pienso que ya lo tengo ulcerado. ¡Qué más da! Quiero dormir pero no lo consigo. Mis pensamientos parecen una cadena de movimientos constantes. Ensayan la manera en que el sueño vuele en un mundo onírico perenne o ven la obscuridad que rodea mi vida, la obscuridad que anda alrededor de estas paredes. 4:00am: miro alrededor, Quiero encontrar alivio, echo atisbos por todos los rincones. Un hueco obscuro, asemeja a la caída libre. ¿Llegar? a ningún lado. Un golpeteo seco en el pecho me derrumba. Floto en la nada. Estoy descompuesto. Luego el vacío de la obscuridad me rodea. Encuentro en las paredes pequeñas manchas negras, busco en ellas alguna forma, luego mis ojos se alejan. El oxígeno es poco, parece que me asfixio. Me revientan los lagrimales como meteorito. Mis latidos disminuyen, el tórax se rasga y el corazón queda en exposición. 4:15am: Quince minutos, apenas. La eternidad pareció pasearse por el reloj. Las dimensiones de las manchas han progresado, la escala va en ascendente. Atino en el agujero del que escurre yeso justo frente a mí. Asoman unos ojos brillantes como la noche, tropiezan con los míos. Un chillido súper agudo llega a mis oídos y abstrae mis pensamientos nebulosos. 4:30am: La sustancia del chillido penetra hasta partir mi cerebro. Dependo de cada músculo en mi cuerpo, sin embargo la lentitud viaja por las fibras, el dolor participa cuando se mueven. Pienso que no deseo moverme más. En esa quietud incómoda, impuesta vaga la pesadumbre. Mi cuello permanece apretado, la incapacidad de tragar saliva produce un charco en mí boca, ni el aire entra. Me deleita formar oraciones para ver imágenes bellas, pero ahora viajan espinas por mi piel que me distraen y matan todas las palabras. Hoy, no me interesa encontrar más oraciones, mi cabeza permanece como un desierto, completo vacío de ideas. El agujero, recuerdo y vuelvo la vista a la pared


donde lo encontré unos minutos atrás, creció sin duda. Ahora cuatro grandes luces brillan y me saludan. 4:45am: Recuerdo que un escritorio habita en mi habitación al lado de la cama, lo busco con el brazo. Tropiezo con una charola repleta de comida; desde fruta hasta galletas y pasteles. Trago una galleta, dos, tres, sin darme cuenta, devoro veinte en un impulso que surge como un choque eléctrico. Habito un cuerpo más pesado que hace un par de años, la grasa cae por todos lados. Sin importar llego al punto que ni una migaja de pan entra por mi boca pues el estómago está enredado a tal punto que la náusea llega con el mínimo olor. Cada segundo el chillido me irrita, produce que mi piel se sature por la agudeza y tono que sube. Brinco hacia la pared y grito: ¡Silencio! Ocasiono pequeños rasguños con las puntas de las botas, mientras paso mi pie izquierdo por debajo del orifico. No me desnudo porque a veces tengo la sensación de querer salir corriendo y tal vez un día lo haga. Los ojos se multiplicaron, despiadados me miran. Me aproximo al boquete pequeñas garras aletean cerca de mi nariz. Como resortes mis piernas me regresan a la cama, clavo la mirada en una mancha que descubro en el techo, remarco la línea que la forma durante algunos minutos. Mis pensamientos viven en claro-oscuro, con el rasgo que descubro Rascan la pared, el sonido me despierta del letargo que soñé con la estría. 5:00am: El vacío deja entrar a la melancolía. Una fuerza desconocida me vuelve la cabeza a las moronas de tiza que forman un camino hacia el piso. El hueco es un gran anillo de huracán. El crujido produce sordera por los tonos agudos, tan altos, que me tapo los oídos. Es insoportable. Por un segundo aprieto los ojos, constriño los oídos con toda la presión que sale de mis palmas hasta que no resisto más y giro, sostengo una chancla que está cerca. Con mucha energía, desde hace mucho la pensé perdida; levanto el brazo para estrujarla en la pared. Me detiene el encuentro en rededor del hoyo cientos de ojos centellear. Estos vigilan cada uno de los movimientos que doy, me acechan los brillos de esas pupilas pequeñas que atacan. Dejo caer la sandalia, me quedo quieto, muy quieto. Tan rígido que ni yo me encuentro. Parezco una estatua construida por los restos de la cal en el piso, ahí encima de la cama. Hiperventilación, la sangre se trepa al corazón. Una asquerosa rata rasca la punta de mi bota. Saca sus dientes los descubro llenos de furia.


5:10am: Entumecido, helado, paralizado. Como sea las piernas no me responden, parece que una loza me cayó. Me cuesta trabajo pensar, quiero levantarme, pero no puedo tomar una decisión. Observo la repugnancia de ese animal de cuatro patas, acerca su hocico. Experimento tanto cansancio que la cabeza no la puedo sostener en alto. Un dolor cruel me acompaña, pasea de una articulación a otra, calambres por todo el cuerpo. Necesito dormir. Mis parpados sienten pesadez. 5:20am: La pared se abrió como una gran reja. Los engranes del reloj han caído al hechizo del hacer volar el tiempo. Retumba por toda la habitación el estruendo que hace una parte del yeso al caer en el piso. Ovillado hasta el fondo de la cama, después del crujido; este me obliga también a encoger las piernas. La rata inspecciona mi cama con su hocico puntiagudo paseando por encima de las sábanas. Intento no respirar, para no moverme ni un centímetro. 5:30am: Gigantesco ruido que se produce por toda la habitación: otra vez el agudo chirriar. El pelaje espeso se desliza por un lado de mi cuerpo, mi piel se eriza por el asco y el roce. La cola larga y rasposa cruza por encima de mis dedos. Al otro lado de mi cuerpo percibo unos alambres que me pican el brazo. El ruido me irrita más los oídos. Echo una mirada a mi cama, los roedores están por todos lados. Observo alrededor de mi habitación, encuentro un animal carcomiendo las paredes hasta en la mínima mancha El shock me inhabilita. Los roedores se amontonan; uno encima del otro. Parados en sus patas traseras y pelando los dientes, ahora todos se dirigen a mí. Rodeado y tieso, no puedo luchar. El mordisqueo llega a mí también. La habitación se pinta de gris. El pelaje denso, corto y suave va de un lado a otro. Carcomen todo mi cuerpo. Alcanzo a contar diez mordidas, inútil ocultar mis gritos por el dolor. La carne arrancan por todas partes, algunas cercenan hasta el músculo. Alargo el cuerpo y las dejo bailar sobre mí. 3:00am: Pasa el día y la noche. Mi vista se pierde otra vez en el vacío. La languidez que experimenta mi cuerpo sobre la cama motiva a mis ojos para que se abran. El olor a insania y humedad que rodean las paredes del hospital me es tan familiar que mis ojos no se sorprenden al encontrar la bata blanca a mi lado y la aguda voz del médico cuestiona mi salud. El diagnóstico el mismo, no cambia nada, no se altera o mejora, pero empeora. Indolentes mis músculos están hoy.


Mismas palabras desde hace algunos años. Diagnóstico: maníaco depresivo con episodios de delirio.

Alejandra Olson. Narradora, Poeta y diseñadora. Reside en el Distrito Federal, su ciudad natal. Publicó en “Cuentos para picar” de Letras Tintas. Ha colaborado en revistas virtuales. Actualmente trabaja en un proyecto para novela.


EL HOTEL DE LOS SUSURROS La empresa para la cual trabajamos nos obsequió el viaje de bodas. Uno de nuestros mejores amigos, hizo la reservación, de sobra sabía que deseábamos viajar a Inglaterra. Creímos que por fin nuestro sueño se había vuelto realidad. Llegamos a una residencia de la época Victoriana, situada en el pueblo de Borley, condado de Essex, en Inglaterra. Era un edificio de ladrillo rojo rodeado por un inmenso bosque. En el patio de éste se hallaba una rectoría demolida por un incendio en 1839 y mil metros más al fondo existía el vestigio de un convento. Nos recibieron el botones y la administradora, ambos muy jóvenes y serviciales. Nos extrañó no ver a otros huéspedes, aunque lo creímos obvio ya que no era época de vacaciones. En nuestro camino hacia las escaleras, cruzamos un pequeño y acogedor vestíbulo ambientado con arreglos de azucenas blancas y rojas. El tapiz de las paredes estaba colmado de flores, así mismo de imágenes cristianas. Una alfombra bordada a mano, con un fondo de huevo de petirrojo cubría el piso de madera. Al entrar, lo primero que resaltaba era el gran espejo con marco de bronce, colgado en la pared a la altura de la chimenea, sobre ésta se encontraba un bellísimo reloj de mesa estilo victoriano. Veía el reloj cuando me sobresaltó el ruido de una fotografía al caer; el vidrio se hizo añicos, el botones se puso nervioso y Javier se inclinó a recoger el retrato; era un monje y tras de él una religiosa la cual mantenía la cabeza baja. Miré fijamente los ojos del fraile, parecían brillar. Reaccioné hasta cuando el joven nos llamó. — Perdonen ustedes. — ¿Quiénes eran? —Le pregunté al chico.

— A fines del siglo XVIII el hotel se edificó frente a las ruinas del Monasterio San Bernard de Borley. Era una congregación de monjes benedictinos, supongo que vieron al llegar las ruinas del Convento de Santa María del Rosario. —Mónica, debo avisar a la oficina que ya estamos aquí. —Nos falta poco, señor, es el piso que sigue. Una vez instalados pretendimos hacer la llamada, nos dimos cuenta que habían desaparecido nuestros celulares. Cogí el teléfono de la habitación, no funcionaba. Poco después tocaron a la puerta, pero nadie estaba del otro lado. Tal vez sean niños jugando, dijimos. No obstante, a la tercera vez que abrimos, apareció una monja con la cara desfigurada, el hábito terroso y salpicado de sangre. Levitaba y nos enseñó sus


heridas en las muñecas. Horrorizados cerramos la puerta de un golpe. A pesar de encontrarnos exhaustos por el viaje decidimos salir del hotel. Un susurro proveniente de la ventana nos hizo girar hacia ella. Era el espectro de un monje. Se quitó la capucha: su rostro era pálido y tenía un profundo surco, duro y apergaminado alrededor del cuello. Grité, Javier agarró mi mano y corrimos hacia la puerta. Alguien impidió nuestra salida. Nos encerramos en el baño. —Lo siento, mi amor. Veré la manera de salir de aquí. Tranquila. Tomó mi rostro entre sus manos, me besó. Comencé a llorar, saboreó la sal que brotaba de mis ojos. Encerrados en la regadera, con la respiración agitada, nos besamos con tal ímpetu que parecía que queríamos devorarnos. Llegó el momento en que nos apartarnos para tomar aire. Sus ojos me miraron. No era Javier… yo misma era otra, de alguna forma alguien nos poseía. Sus labios descendieron por mi cuello. El intenso calor nos abrazaba. Nos desnudamos y lentamente nos fuimos acostando. Él hundió su rostro entre mis senos. De sus labios escuché: ¡Mary! Exclamé con fervor: ¡Bernard! Poseíamos una sed insaciable, tal pareciera que esperáramos años para estar juntos cuando no era así. Abrió su boca, ardía la lengua humedeciendo mi areola y lúdica acariciaba uno de mis pezones. Me estremecí al sentir sus dedos bajo el vientre. Volvimos a besarnos y terminé mordiendo sus labios. Bajó al pubis, miraba el contraste de mi vello y la piel de mármol, como si nunca lo hubiera hecho, lo acarició. Sus dedos separaron mis labios, con astucia me excitaba, yo gemía y cerré los ojos al sentir su lengua paladeando mi clítoris... Alguien nos hablaba. No, no era una voz, eran dos y ahora más claras de un hombre y una mujer. — Go away! Go away! Go away, now! Unas manos heladas tomaron mis tobillos. Estiraban mis piernas. Algo nos estaba apartando. Tratábamos de sujetarnos cuando bruscamente se abrió la puerta. Un grupo de sombras se introdujeron en el baño, me cogieron por la cintura y los brazos. A él lo amarraron con cadenas, trató de liberarse, pero lo golpearon en la nuca. Por fin grité su verdadero nombre. Las sombras desaparecieron, nos desmayamos. Al despertar estábamos vestidos sobre una cama. Fuimos hacia la puerta. Logramos abrirla y salimos al pasillo, caminando con lentitud buscamos el cuarto que nos reservaron. Vimos las escaleras de emergencia y descendimos con cuidado, al salir del pasillo a la


tercera puerta estaba nuestra habitación. Entramos. Todas nuestras pertenencias estaban esparcidas por el suelo y entre ellas el retrato de los religiosos con manchas de sangre. No encontramos las llaves del auto. Decidimos buscar la salida. Llegamos al vestíbulo, el reloj marcaba las tres de la tarde y a un lado estaban las llaves. Corrimos a ellas. Al tomarlas se abrió un hueco y caímos por un túnel que no sabíamos hasta donde nos conduciría. Nos hundimos sobre algo viscoso. Al parecer estábamos en el sótano. Nos abrazamos. Aparecieron de nuevo las sombras. A él le colocaron grilletes en pies y manos, a mí me amarraron con cuerdas. Nos guiaron a una cámara donde había instrumentos de tortura. Nos desvistieron. Me cubrieron con un hábito de monja, parecido al de aquella que nos asustó en el cuarto y a él con un atuendo de monje benedictino. Las sombras susurraban algo que no alcanzábamos a comprender. Me empujaron contra un hueco de la pared. Me ataron por las muñecas a unas argollas y comenzaron a emparedarme. Entre gritos y llanto suplicábamos piedad. Él rogó que me soltaran. Sin evitarlo, vi que una de las sombras lo sujetaba fuertemente por el cuello. Dejó de resistirse y fue cerrando los ojos. El olor a moho, el polvo de los ladrillos y el cemento empezaron a hacer estragos en mi garganta. Entonces me pregunté sí moriría allí. Colocaron el último ladrillo frente a mis ojos.

Rita Bedia Lizcano, poeta y narradora (Monterrey, Nuevo León; México). A colaborado con: Espantapájaros, La Torre del silencio, El Humo, en 15 Diario.com.,

FACTUM, Cosmonautas, 2ª

Compilación Internacional de Mujeres Poetas Volumen II, La otra costilla, Gealittera, Editorial Jus y Columnista de La Llave. Ha participado en diversos eventos literarios como: V Encuentro Internacional de Escritores Sanmillanos, Primer y Segundo Encuentro de Escritores Nudistas, V y VI Ciclo “Escritores en su Tinta”, XXIII FIL Monterrey 2013, 2º y 3° Ciclo “Letras y Performance”, Primer y Segundo Festival Miradas Paralelas, Segundo Encuentro de Carne y Verso, Maratón Literario Conarte 2013. Este año continua participando en lecturas literarias, así como presentó, el poemario: “Apasionada” en la XXIV FIL Monterrey 2014. Libro inédito, “Noches Eternas”. Trabaja en varios proyectos.


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