el caminante Suplemento especial 04 SADA y el BOMBÓN — OTOÑO 2012
Suplemento 04 / El Caminante / ¡Hola!
Pasear y hablar, a eso podría reducirse la naturaleza humana.
SUPLEMENTO ESPECIAL 04 REVISTA SADA y el BOMBÓN Dirección: Sé, taller de ideas. Edición: Eduardo de la Garma. Diseño: Denisse Piña. Ilustración: Vital Lordelo Neto. ¿Quisieras discutir con alguno de los autores? Escríbenos a hola@sadabombon.com sadabombon.com
Este suplemento especial apareció dentro del número 12 de la revista Sada y el bombón.
Cuando el pitecántropo alzó la vista, observó el horizonte, dijo «allá» y comenzó más que erguido a caminar, fue cuando comenzó la humanidad. No vemos lo que está detrás del horizonte, pero lo imaginamos y, en lo que caminamos hacia allá, le ponemos nombre. Quizá todas las palabras sean sólo otra forma de decir «allá voy». Estamos hechos de pasos y palabras. Pero no todos los pasos ni todas las palabras son iguales: los miopes suelen ver horizontes ilusos e ingeniosos, las personas con pie plano caminan con una torpeza certera, el tartamudo suelta a veces frases espléndidas. Cada quien articula el camino de forma distinta. Para algunos el paseo es una actividad, para otros es un tono o un estado de ánimo. ¿De qué hablamos cuando hablamos de pasear? ¿Ir al parque a caminar con uno de esos tenis para enflacar es pasear? O mejor aún: ¿podría considerarse un paseo el estar un par de horas en una mecedora viendo la profunda superficialidad de una pared blanca? ¿Qué paseamos cuando paseamos? ¿Paseamos la vista, las piernas, la cintura o la cabeza? ¿Paseamos la vanidad, la ansiedad o el deseo? Quizá paseamos todo a la vez, quizá paseamos todo el tiempo. Funcionamos por capas; nuestros pasos son palimpsestos.
por Rodrigo Suárez
Suplemento 04 / El Caminante
Pasear es disolverse Me ha tocado vivir en un lugar en el que me encapsulo para trasladarme, y me muevo por rutas y caminos que exigen mi atención y demandan todos mis sentidos. Por si eso no fuera suficiente, me desplazo únicamente para ir a lugares determinados y voy siempre por el camino más eficiente; es cuestión de economía. En respuesta a esto, y en la medida de lo posible, he intentado viajar, y lo he hecho porque es ahí donde he podido situar el paseo. El traslado a pie estuvo íntimamente ligado a las necesidades fundamentales del hombre. El hombre como cazador no podía llevarse las manos a la boca, emitir un sonido gutural y esperar a que un ave se desplomara del cielo a su plato. Si quería alimentarse, tenía que caminar; con arma en mano, atento a los peligros y a los alimentos potenciales. Yo nunca me he detenido a pasear mis ojos por el delicado bordado de las toallas o las exóticas flores que adornan el baño cuando lo que me apura es poder llevar a
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El paseo no tiene nada que ver con lo aprehensible, lo sólido y lo permanente, sino con todo aquello que se disgrega, que ahora está y luego ya no estará.
cabo alguna necesidad fisiológica. No sé si lo mismo le sucedía a los hombres primitivos; desplazándose por necesidad, se movían, pero prescindían del movimiento solaz o quizá incluso lo desconocían. El que iba por el camino perdiéndose, regodeándose y paseando, moría devorado o por inanición. Eran caminantes, nómadas; no paseantes. Si la caminata es algo tan antiguo y primitivo, ¿cuándo empezó entonces el paseo como tal? No lo sé, pero asumamos de una vez que si estuviéramos inmovilizados de las piernas por alguna discapacidad física, algún experimento absurdo, o incluso si decidiéramos deslizarnos como gusanos por el mundo, nos encontraríamos igualmente con la posibilidad de pasear. Por esa razón quisiera dejar de lado la idea de la caminata como la única posibilidad de paseo. ¿Pasear es una decisión? Y si lo es, ¿cuándo empieza el paseo y cuándo termina? Lin Yutang decía que podíamos ir a algún paraje descubierto con la intención de leer un libro excelente y en vez de ello terminar leyendo las nubes en el cielo. Corremos siempre el riesgo de pasear, pero también el riesgo de dejar de hacerlo. Miguel de Unamuno creía que es en el dolor cuando con mayor certeza cobramos consciencia de nosotros mismos. A muchos nos habrá pasado que diciendo que nos duele la cabeza alguien nos responde: «pero si hace cinco minutos no te dolía». Puede ser verdad, pero en algún momento tiene que empezar el dolor. En este caso, el inicio puede ser fijado en el primer atisbo consciente de la molestia. Cuando nos referimos al paseo sucede todo lo contrario: si podemos decir que estamos paseando, entonces se rompe en ese mismo instante el hechizo y dejamos de pasear. No importa que sigamos caminando, el paseo no es como el mecanismo de aquellos relojes que recargan su cuerda con el simple movimiento de quien lo porta.
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Tengo la certeza de haber paseado un día en el que había caminado 300 metros para poder ver de cerca una torre, un minarete. Cuando llegué a la mencionada torre, me pareció ver a la distancia otra torre idéntica desde la cual un hombre se asomaba y me llamaba a mí, por lo que avancé hacia esa otra torre. Me consta que paseé no sólo porque caminé una larga distancia, sino porque nunca encontré la otra torre. No creo que se haya desmoronado y se haya metamorfoseado en hojas muertas, coches, ruidos, voces, olores, pájaros, flores y hombres diversos. Aunque posiblemente el hombre que me llamaba era imaginario, la torre tenía que estar algún lugar. Pondré así la primera torre como la salida y la segunda como la meta, el principio y el fin del paseo. Nunca encontré la segunda torre, pero en el momento en que me detuve a otear el horizonte y pensar en dónde estaría esa torre, había ya dejado de pasear. Había insertado ya el dardo en la cerbatana e iba a dispararle una foto a mi presa –quería poder llevarme algo sólido a la boca. Fue entonces que descubrí que el paseo no tenía nada que ver con lo aprehensible, lo sólido y lo permanente, sino con todo aquello que se disgrega, que ahora está y luego ya no estará. Por esa misma razón el paseo no puede ser medido, acotado o planeado. Imagino un vaso y en su interior un líquido en el que todo lo accesible a los sentidos está disuelto y contenido. Pasear es caminar verticalmente por el costado del vaso e ir sumergiéndose en sus infinitas sustancias pasajeras. Poco a poco, sin notarlo, deslizarse y llegar al fondo del vaso y verse reflejado en él, y asustado volver corriendo a la superficie, de forma opuesta a la disolución, es decir, rumbo a la materialización. O, por contrario, permanecer absorto y maravillado ante la visión de uno mismo. Pasear es disolverse en lo intermitente. Recientemente pensaba que cuando planeara un viaje o eligiera algún destino que quisiera recorrer, había que considerar no qué cosa quería conocer, ver o fotografiar, sino en dónde quería conocerme o verme a mí mismo. En el paseo uno se encuentra a sí mismo fuera de sí. Hay veces en las que es conveniente levantar la vista y buscar torres, creer que en ellas habita un hombre que nos habla y dirigirnos a ellas con el firme propósito de que, en algún momento de lucidez, caigamos en cuenta de que no vamos nunca a encontrarlas.
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Apuntes sobre las relaciones temporales y espaciales de un caminante por Jacobo Zanella
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A los 22 años comencé a vivir en el DF y conocí lo que era un barrio —vivir, trabajar y realizar todas las actividades en un espacio delimitado— pero, sobre todo, lo que era caminar para realizar todas esas actividades: proclamar la independencia urbana, la independencia del automóvil. En esos años pude sentir cómo una necesidad se convirtió en un placer; uno de los recuerdos primordiales de esa época son las largas caminatas solitarias del cine a la casa después de las diez u once de la noche, entre los árboles de Horacio. He vivido en otras casas y en otras ciudades, y siempre he buscado esa posibilidad de hacer todo caminando. Ahora, a los 36, puedo sentir cómo el placer de caminar ha regresado a ser otra vez una necesidad: la necesidad de obtener placer caminando, de convertir un trayecto en el más sencillo y noble lujo urbano. Las primeras caminatas conscientes que recuerdo, a los trece o catorce años, me permitían pensar en voz alta, con mucha claridad. Las caminatas de hoy ya no son marginales como aquellas, pero me siguen dando preguntas y respuestas. Presento aquí los siguientes apuntes, apenas como abstractos de ideas no desarrolladas; como observaciones obsesivas de un obsesivo caminante.
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Las velocidades del caminante
La suma de dos velocidades
Las velocidades a las que una persona puede caminar van de 1 a 10 km/h. La primera velocidad es la del bebé que recién aprendió o la del enfermo, cautelosa y temerosa. La segunda, una de mis favoritas, es la de la observación pausada o la del perezoso (es también la que evita sudar cuando hace calor). La tercera es la del promedio de los caminantes en pareja o pequeños grupos: lenta, torpe, mediocre –aunque permite conversar. La cuarta es la velocidad de las ciudades medianas o del peatón solitario que rebasa a todos. La quinta es la de la pasarela de moda, la de las grandes urbes o la de ejercicio; altera la respiración. La sexta es la de mucha prisa, casi corriendo (la que usamos en los aeropuertos cuando creemos que vamos tarde). La última, la séptima, es sólo para los profesionales: la caminata olímpica.
Caminar de prisa sobre la banda automática de un aeropuerto puede ser muy divertido, pues se suma nuestra velocidad con la de la banda (es mi ocupación predilecta cuando me aburro entre un vuelo y otro): caminar así cambia totalmente nuestra percepción del espacio y de las otras personas; la visión lateral comienza a deformarse ligeramente. Si pudiéramos caminar a esa velocidad, la arquitectura y las ciudades serían muy distintas.
Caminar solo vs. Caminar acompañado Caminar solo es una expresión individual; trasciende lo motriz y se convierte en un acto de personalidad. Alguien te observa caminar solo y puede decir «ahí va tal, deduzco que es así y así». Caminar con alguien –o en grupo– elimina esas características casi psicológicas que el acto de caminar puede comunicar: caminar con alguien te obliga, irremediablemente, a hacer concesiones respecto a tu velocidad y ritmo: dejas de ser un individuo y te conviertes en un promedio.
La resta de dos velocidades Caminar de prisa sobre la banda de una caminadora de gimnasio es algo muy aburrido, pues la velocidad de la banda contrarresta nuestra velocidad (si fuera a un gimnasio, es el último aparato que usaría): caminar así cambia totalmente nuestra percepción del espacio y de las otras personas, pues logramos caminar, paradójicamente, sin movernos; deja de ser algo físico y trascendente y se convierte en una actividad sedentaria.
La relación entre las dimensiones de la ciudad y la velocidad del cuerpo Las manzanas de las ciudades (en promedio, en teoría) miden 100 x 100 m: una hectárea. Si caminamos a 100 m/min, podemos calcular fácilmente nuestro tiempo de llegada: ¿dónde dices que vives? Ah, ya sé dónde, son unas ocho cuadras; nos vemos ahí en ocho minutos.
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Algunas formas notables de caminar y sus velocidades
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La relación entre la velocidad y la masa En otoño e invierno, según mi peso (62) y la velocidad a la que camino (6 km/h), quemo 50 calorías por kilómetro recorrido. En esos meses camino al menos ocho kilómetros al día, o sea que quemo unas 400 o 500 calorías sólo por esa actividad cotidiana. En primavera y verano, cuando el calor es tremendo –y el apetito disminuye–, camino más despacio (5 km/h) y camino menos, apenas cuatro kilómetros en promedio, por lo que quemo solamente 200 calorías.
Las siguientes formas están subjetivamente ordenadas por velocidad, de menor a mayor. 1. Caminar verticalmente atado a cuerdas, con picos y ganchos: los profesionales que hacen montañismo. 2. Caminar en una procesión: dos pasos para adelante y uno para atrás –o variantes mucho peores–, cargando una plataforma con estatuas. 3. Caminar con las manos: también conocido como caminar de cabeza. 4. Caminar con una andadera: bebés o ancianos. 5. Caminar sobre una cuerda: los trapecistas o los que caminan entre dos edificios. 6. Caminar con muletas: cuando hay un impedimento físico temporal o permanente. 7. Caminar con bastón: después de ciertas intervenciones quirúrgicas o en edad avanzada para mantener el equilibrio. 8. Caminar de rodillas: sinónimo de humildad y sumisión. 9. Caminar sobre el agua: yo sólo lo he visto en Porto Galinhas. 10. Caminar con esquís y bastones de esquí: para caminar sobre nieve. 11. Caminar con bastones de trekking: puede usarse sólo uno o el par; los viejos los usan en la caminata deportiva. 12. Caminar con zancos: la fábula insertada en la tragedia. 13. Caminar de la mano de alguien: niños pequeños, enamorados, ancianos o temerosos. 14. Caminar con tacones: la postura se estiliza inmediatamente. 15. Caminar normal: se usan los pies, como lo hace todo mundo, sin más. 16. Caminar dentro de un cilindro: eternamente, como un hamster. 17. Caminar sobre un vehículo en movimiento, por ejemplo, el pasillo de un avión en pleno vuelo: el sueño recurrente de Einstein.
El caminante como el tiempo La casa como un punto, la calle como una línea, la manzana como un polígono. La ciudad como el ejemplo esencial de la tridimensionalidad del espacio. El caminante como el tiempo, el cuarto elemento que hace que todo –la casa, la calle, la manzana– sea relativo.
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La discreta mirada del caminante El caminante es un morboso voyerista que sabe, después de años, en qué momento preciso –y desde qué ángulo– voltear a ver a alguien para, en menos de un segundo, apreciar perfectamente sus virtudes y defectos.
La velocidad como acto de edición El incremento en el número de habitantes en una ciudad incrementa la cantidad de estímulos que ésta irradia. Para controlar este exceso de información –y adaptarse a ella–, los ciudadanos de las grandes metrópolis aceleran el paso. En las grandes ciudades, la persona promedio tarda 8.5 segundos en caminar 15 metros, mientras que en los pequeños pueblos tarda 22, casi tres veces más.
La relación entre el espacio y la individualidad El ancho de las banquetas es un elemento importante en la interacción y en la democracia urbanas. La banqueta puede ser suficientemente ancha para que distintas personas o grupos caminen simultáneamente, cada quien a su ritmo, sin estorbarse. Contrasta con ella la banqueta muy angosta, en la que apenas cabe una persona; en ella es imposible la individualidad: hay que estar cediendo, calculado y adaptándose a los otros peatones todo el tiempo.
La deliberada distorsión de la percepción Caminar solo y escuchar música a través de un par de audífonos es uno de los clichés de la vida urbana. También es una de las mejores definiciones de lo que es el tono: da una atmósfera, una actitud; propicia una cierta mirada, una tendencia. También distorsiona el tiempo, lo alarga, lo reduce, nos hace caminar más rápido o más despacio; nos obliga a sentarnos un momento o a cambiar radicalmente la ruta. Es también una gran experiencia posmoderna: la música pinta todo lo que vemos con cierto matiz, lo hace falso, lo transforma en lo que la música nos induce a creer que es. Mientras caminamos, la coincidencia inesperada de la mejor parte de una canción con una escena urbana inusual puede ser el mejor momento del día; puede incluso despertar una emoción superior a la que alcanzamos en un concierto.
El caminante y el equilibrio ¿Te has dado cuenta que caminar es estar parado en un pie el 99% del tiempo? Difícilmente ambos pies están en el piso simultáneamente. Caminar es, entonces, como ir brincando en cámara lenta.
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Ver por dónde
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El sistema de navegación de un barco antiguo dependía del firmamento. Caminar como antecedente de la percepción El sistema de navegación del cuerpo Ver, oír, gustar, tocar, oler. Caminar es una depende de los ojos, sobre todo en una especie de sexto sentido: caminar otorga multitud o en un espacio de circulación el sentido espacial y temporal: ¿cuál es la constante. Con la vista tensamos líneas relación del cuerpo con el espacio, la luz, entre los ojos y el lugar donde vamos a las formas o los volúmenes que lo rodean? pisar, entre nuestro cuerpo y el espacio ¿Cómo percibo el paso del tiempo si por donde se desplazará. Esas líneas camino a gran velocidad o si apenas me invisibles son perfectamente notadas muevo? Estas relaciones y percepciones y respetadas por los otros peatones. son nuestro diálogo con el mundo físico. Funciona incluso con gafas, aunque no Son igual de importantes que las que perfectamente si son oscuras. generan los cinco sentidos tradicionales (¡de los cuáles ninguno es motriz!). Mantenga su derecha El sistema de metro en París es eficiente. La psicología de la física Son los usuarios y los turistas quienes Caminar es una forma de ser y de sentir. pudieran atascarlo. Es un sistema de Hagan este ejercicio para comprobarlo: transporte automático que, sin embargo, en una banqueta cualquiera, caminen depende mucho de la eficiencia motriz exactamente igual que el que va adelante de sus usuarios, del timing de sus micro de ustedes. Hagan todo idéntico: repitan desplazamientos dentro de los espacios su movimiento de cadera, el ancho y largo que forman el sistema. Las autoridades del paso, el sube y baja, la postura y, por lo han reducido todo a tres palabras: supuesto, la velocidad. Todo. Muy pronto Tenez votre droit. Con ese imperativo comenzarán a sentir lo que él siente y a intentan que la eficiencia de un sistema de pensar como él piensa. transporte no disminuya por culpa de una idiosincrasia individual o grupal.
El caminante y el silencio Venecia representa el cliché, la masa, la postal y la exageración, pero tiene algo bastante inusual: la presencia del caminante y del silencio. Cualquier día puede ser domingo, pues andar no produce ruidos ni emisiones. La experiencia urbana es atemporal.
por Julieta Díaz
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Cuatro paseos I.
En un agosto, un narrador de una novela emprende una caminata para «poder huir del vacío que se estaba propagando en mí», nos confiesa. Merodea un año exacto por el condado de Suffolk. Un año caminando. No lo dice, pero yo imagino que deambula por esas 79 millas de costa fría que unen Felixstowe con Lowestoft. Quizás ve estas ruinas que yo veo ahora, erigiéndose dignamente sobre el borde de esa costa imperiosa. El mar ya se comió el ala oeste de las ruinas. Hace unos años, el agua se tragó una de sus dos torres. Ya sólo quedan cinco arcos de esa iglesia abandonada hace cuatro siglos, tratando de rescatar la dignidad que pueden reunir en ladrillos. Algo así como el narrador de la novela. Camina para rescatar lo que queda de su persona. De su humanidad.
II.
Aquí es marzo. La lluvia ha concedido tregua sólo en cantidad, no en presencia. Hace frío. He llegado en tren a Nishikyo-ku para ver de cerca el palacio de retiro imperial Katsura y sus alrededores. Nunca he entendido cuando me dicen que algo se construyó en el s. XVII, yo lo traduzco a noches que nadie ha habitado y mi cabeza se obstruye por tanta soledad. Aquí, dice el narrador, el sendero no es un medio para llevar a alguna parte. Aquí es el hilo del discurso. Se camina para que el caminante acoja la idea de que él no es unidad sino multiplicidades que se van mostrando en puntos de vista desdoblados durante el recorrido. El movimiento causa una transformación en perpetua calma. De nuevo, el narrador advierte que «caminar presupone que a cada paso el mundo cambia en alguno de sus aspectos y también que algo cambia en nosotros». Si algo me queda claro es que en este paisaje yo soy el escenario.
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III.
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Aquí a todo el mundo le interesa el barrio rojo. Por eso tienes una ventaja incomparable. Por las tardes nadie camina por la posada en la que tienes una pensión tan barata que haces a un lado tus sospechas con los cubiertos. Te avecindaste sólo porque querías sentirte judío, adolescente, actor shakespeariano. Porque aquí nadie te conoce y montas una escena en la calle sin empacho. Aquí el narrador no le da voz al personaje, porque ya hemos dicho que es un actor. Ellos repiten lo que alguien más les ha escrito. Los canales circulares en torno al casco antiguo han formado calles y canales cuyas curvas esconden más de lo que revelan. Sofoca la humedad del verano y Jordaan, a pesar de no ser el sitio más turístico, se está llenado de riquitos que arrendan lofts en esta época del año. Caminas y reafirmas que eres judío pero hablas inglés. Que eres joven pero naciste viejo. Te has enamorado pero no sabes todavía por qué. Tú sigues caminando.
VI. La leyenda dice que Pablo huyó de Iconio, rumbo a Laranda.
Que pasó por Listra y Derbé. Ya no podía estar en esa ciudad por la asfixia entre los muros de adobe. Pero no es Pablo el que te interesa ahora. Es el poeta, más bien, que ha vivido once siglos después. Te embarcas a Turquía solamente para ver Iconio. El calor seco te marea un poco. Levantas la vista al minarete porque quieres pretender que eres un simurg que permanece en silencio: ese que piensa que «el resto es todo olor» y que huye de la trampa –sólida– de su amante. Que dice que tiene pies ligeros porque no sabe cómo ha llegado ahí. A ti te separan diez siglos del poeta y por eso los coches y los edificios se imponen al desierto; pero sigues siendo, esencialmente, el profeta que huye de los otros, el poeta que huye de ella, el hombre que huye de sí.
¿Es necesario decir que el lector ha caminado Suffolk, Kyoto, Ámsterdam y Konya?
I. Sebald, W.G. Los anillos de Saturno. Trad. Carmen Gómez y Georg Pichler. Madrid: Debate, 2000. II. Calvino, Ítalo. Colección de arena. Trad. Aurora Bernárdez. Madrid: Siruela, 1990. III. Yourcenar, Marguerite. «Una hermosa mañana». Como el agua que fluye. Trad. Emma Calatayud. Madrid: Alfaguara, 1994. IV. Yalal al-Din Rumi. Poemas sufíes. Versión de Alberto Manzano. Madrid: Hiperión, 1997.
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por M. Sánchez
A paso de perro
Me gusta caminar por la calle de Arenales hasta Scalabrini Ortiz. Ir chusmeando por todos los predios, ver cómo los porteros lustran los metales exteriores de sus edificios. Es muy temprano, corre un aire fresco, y así, caminando desde Cerrito, voy meditando en compañía de diez canes. Nunca imaginé terminar como paseador de perros. Llegué a Buenos Aires con otras intenciones, quería establecerme bien, ganar mucha plata, pero nada salió como esperaba y aquí estoy, caminando por las calles porteñas. Cruzamos Coronel Díaz, Anasagasti, Bulnes, Vidt y Salguero. Viajo en colectivo desde Barracas hasta Microcentro. Ahí inicia mi caminata para recoger animales, pasear junto a ellos y ganar algo de plata. Una a una voy colocando las correas en mi muñeca como si fueran brazaletes. Una, tres, cuatro, ocho correas. Los perros quietos y obedientes, listos para caminar por las calles porteñas. Mi rutina cambia poco. Todos los días me despierto al cuarto para la seis; pongo algo de agua en la pava sobre la hornilla eléctrica y me hago un té Cachamai, de hinojo y anís. Nunca me gustó el mate, ni con azúcar, ni en saquito, mucho menos en la matera, no me gusta eso de compartir la bombilla con amigos o extraños. A las seis y cuarto ya estoy en camino a Recoleta, uno de los barrios emblemáticos de la ciudad, lleno de viejos y perros. Desde mi departamento en la calle Vieytes, avanzo unos veinte minutos en colectivo hasta la esquina de 9 de Julio
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y Santa Fe; después, un cuarto de hora caminado hasta la calle Uruguay, vuelta a la derecha hasta Juncal. Carola es mi primer cliente, es una perra golden de pelo largo que sufre de un ojo. Caminamos por todo el barrio recogiendo a Negri, Princesa, Tomás, Amín, Scott, a Manchas y a Juancho. De ahí tomamos Arenales hasta Plaza Italia. Ser paseador de perros tiene sus ventajas: caminas mucho, algunos te ven con buenos ojos, conoces otras vidas, paseas y además puedes ser autoritario y macho con los perros y no pasa nada. Plaza Italia, Thames, Paraguay, Juan B. Justo. Ser paseador de perros es también ser un mapa de ciudad con anotaciones al margen; por ejemplo, la avenida Jorge Newbery lleva el nombre del famosísimo aviador argentino al que todos conocían como Señor Coraje. Seguimos caminando. Pasa el autobús turístico y somos víctimas de las cámaras de los turistas, les digo comemierdas –y algo más–, pero hacia dentro de mí. Me duele la muñeca, así que tengo que cambiarme de mano las correas. Pasear perros y caminar con ellos no es negocio malo; veinte pesos por animal, en bloques que van de cuatro a cinco horas. Trabajo dos turnos, seis días a la semana en promedio, tengo un sueldo similar al de un burócrata de medio pelo, pero claro, esto es más lindo que ser funcionario público y estar sentado en una oficina comiendo mierda cada tanto. Acá estás fuera, al aire libre, caminando por las calles y registrando la historia de todos los días paso a paso, literal. Yo con ocho acompañantes, caminando con un buzo puesto con el logo de River. Avanzamos por Paraguay y cruzamos Humboldt, Fitz Roy, Bonpland, Carranza, Ravignani y Arévalo. Ser paseador de perros es llevar registro involuntario del paso de la vida: escucho a tres viejos decir que la presidenta es una conchuda, dos bolivianos hablan sobre los costos del vuelo a La Paz, dos chicos retándose a las puteadas por el mal partido del viernes entre Boca y el recién reincorporado a primera, el River Plate. Cruzamos Arévalo, vuelta a la izquierda hasta Honduras y, a partir de ahí, emprendemos el regreso. Descansamos sobre el parque que está en la esquina de Honduras y Darwin. Ahí hay un canil en el que encontramos a otros perros y paseadores. Recientemente, la municipalidad ha mandado bardear
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Ser paseador de perros tiene sus ventajas: caminas mucho, conoces otras vidas. Es también ser un mapa de ciudad con anotaciones al margen.
todas las áreas verdes de la ciudad, tal vez con la intención de evitar que los perros entren a cagarse y que vagos e indigentes las tomen como casa, como cama y como baño. Los otrora parques bonaerenses, abiertos y descarados como indicio de la libertad imperante, ya no son más ese espacio democrático de juego, de siesta y de amores furtivos. Ahora existen los caniles, esos predios cerrados donde las cosas fluyen diferente. Mientras los humanos conversan, los canes juguetean y dan rienda suelta a sus gozos e impulsos. Sólo hay un Akita que se dedica a dormir y contemplar el movimiento ajeno. Termino mi almuerzo y seguimos camino sobre Honduras hasta plaza Borges. Llegando ahí, topamos de frente con un letrero que dice: Plazoleta Cortázar. De regreso por Honduras, pasando Armenia y Malabia, hasta Scalabrini Ortiz para tomar Charcas. Llevamos cerca de 40 cuadras, de Barrio Norte a Palermo y de regreso, más de tres horas de camino, de pensamientos, de recorrido, intercambiando miradas con algún transeúnte, fumando faso. En el recorrido, los perros caminan frente a mí, gallardos a ratos, olisqueando el concreto, chasqueando sus uñas contra los bloques de cemento de la vereda –clic, clac, clac, clac, clac–, haciendo un alto colectivo cuando nos toca el semáforo en rojo, avanzando en conjunto con la luz verde que parpadea. Continuamos sobre la calle Larrea y los perros ya están cansados, no interactúan, sólo se huelen. Parece que algunos ya no quieren continuar. Hacemos una parada para vaciar el cuerpo. Esto es algo que no me gusta de ser paseador, recoger y recoger mierdas, como si uno no tuviera suficiente con lo que vive día a día con la gente. Tragar gordo, recoger mierda. Avanzamos, comienza la entrega, dejamos a la Negri en casa, la vieja dueña nos comenta lo mal que
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ha seguido del corazón; la perra, no ella. Por lo menos con nosotros no ha mostrado ni un ápice de flaqueza. Tal vez le gusta olvidarse por unas horas de ese departamento que huele a neftalina, frente al parque Vicente López. Dejamos al Manchas, subo rápidamente al edificio a entregarlo con la esperanza de que me dejen usar el baño. Camino sobre mis pasos para dejar al resto del pelotón. Pasear perros, caminar las calles, hacer sumas y restas de lo perdido y lo hallado, vislumbrar la debacle. Ya no tengo los mismos sueños de antes –pienso mientras camino. Termino el reparto y tomo el autobús. No puedo caminar más. Una hora de descanso y vamos al siguiente turno. En éste, paseo dos perros de una mujer diabética que vive en el barrio de Retiro, en la misma calle donde fue el atentado a la AMIA en 1994. A este par se le unen Capitán –un pastor alemán bipolar de muy malos hábitos–, Blanquita y Pelusa, dos salchichas viejas, y La Biche, una cocker que se llama igual a la perra de Onetti, el escritor uruguayo. La tarde es más pausada y termina la jornada en la calle de Suipacha, pasadas las ocho de la noche. A veces ceno, y si mis amigos tienen algún plan, me sumo con las últimas fuerzas del día. Aquí en Buenos Aires uno puede ser todo lo que quiere, o al menos eso parece, sólo hay que pasar una prueba muy larga de resistencia. Ahora quiero trabajar en una librería. Combinar las dos cosas, pasear perros, vender y recomendar libros, tal vez uno de estos días me dé una vuelta por la librería Guadalquivir, la que está sobre Avenida Callao. Les pediré hacerme cargo de la sección de plantas y animalitos. Eso sí, no pienso dejar los perros. Además de ser compañeros en largas caminatas, son siempre de lo más agradecido. Algún día Lord Byron dijo –según recuerdo– que su perro poseía «belleza sin vanidad, fuerza sin insolencia, coraje sin ferocidad y todas las virtudes del hombre sin sus vicios». Estoy de acuerdo, me digo y asiento con la cabeza mientras desciendo la escalera del subte en la estación Tribunales.
Caminar es un ejercicio literario
por Mariel Ibarra
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Libro, déjame andar por los caminos Mover un pie seguido de otro es como bajar nuestros ojos renglón por renglón. Cada calle, una página; cada colonia, un capítulo; cada ciudad, un libro. El paseo se presta para crear personajes e historias con las situaciones o personas que se observan o imaginan. Caminar es una actividad inspiradora; los libros, como las calles, desarrollan la imaginación y convierten al caminante en un cuentista. con polvo en los zapatos y sin mitología: El polvo, la arena o la tierra que se queda en los zapatos conforma el cúmulo de imágenes que recolectamos en nuestro andar: personas, objetos y todo lo que encontramos cuando estamos expuestos y dispuestos a utilizar los sentidos para aprender algo del exterior y de uno mismo. Los zapatos más gastados son los que suelen haber visto y conocido gran cantidad de cosas, los que tienen más historias, los que han caminado por distintos paisajes, suelos y climas. vuelve a tu biblioteca, yo me voy por las calles. Caminar por las calles en una tarde de otoño es una experiencia literaria; el crujir de las hojas, la nostalgia y los recuerdos de un verano que ha quedado atrás. El otoño hace del caminante un poeta melancólico y romántico, un hombre de metáforas, un Quijote rimbombante, con gracia y talento. El caminante ideal, al que el piso se deleita con cargar en sus espaldas, un Amado Nervo, un Federico García Lorca… ~Oda al libro, de Pablo Neruda. ¿Habremos ya caminado por dónde ellos alguna vez lo hicieron, pisado sus huellas enterradas? El tiempo es un caminante maestro que por nada se detiene; nunca pierde o cambia el ritmo. Caminemos hasta que se nos acabe el tiempo, desarrollemos esas ideas que nacen en los pies y crecen en la cabeza, que hacen del caminar un ejercicio literario.
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Formas de la errancia por Eduardo de la Garma de la Rosa
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Nadaba para conocer los límites de mi cuerpo, pero también para descubrir las profundidades de mi abismo. Sumergirse es abismarse.
Durante once años, de los 11 a los 22, nadé. Era todo lo que hacía: nadar. Nadaba en la madrugada y volvía a nadar a medio día. Después corría o iba al gimnasio o hacía cualquier ejercicio que me sirviera a nadar mejor. Mientras no nadaba, pensaba siempre en nadar. «Nado en seco», le decía a mis amigos cuando me preguntaban por qué doblaba el brazo y lo estiraba sobre el respaldo de una silla. Tenía una dieta de 8 mil 500 calorías que delataba lo que era obvio: nadaba. Y todos los días a las 10 de la noche estaba ya dormido; la razón: me despertaba a las 4 de la mañana a nadar. Durante 11 años, mi vida consistió en comer, dormir y, sobre todo, nadar. Nadaba cuatro horas al día. Pasaba cuatro horas en posición horizontal, con la mitad del cuerpo dentro del agua, la otra mitad tratando de permanecer a flote y la cabeza viendo las formas de los azulejos. Cuatro horas al día con la cabeza sumergida en el agua, pensando las mil y un cosas que uno puede estar pensando mientras observa nada. Cuatro horas al día abstraído en el cloro, sin poder hablar con nadie, completamente ensimismado, buscando razones más valientes y compasivas de mí mismo.
Suplemento 04 / El Caminante
Nadaba para conocer los límites de mi cuerpo, pero también para descubrir las profundidades de mi abismo. A fin de cuentas, sumergirse es abstraerse, es decir, abismarse. Aunque sí fui a competencias importantes e incluso llegué a ganar una que otra medalla nacional, no nadaba para competir o para ser como Johnny Weissmuller. Tampoco nadaba porque tuviera talento –mi cuerpo tiende a ser raquítico y famélico–, y mucho menos por salud. Normalmente, el principal propósito de un deportista de alto rendimiento es ir a los Juegos Olímpicos, competir entre los mejores deportistas del mundo y subirse al podio. Yo, por supuesto, pensaba en lo mismo, pero no era ese mi principal impulso para levantarme todos los días a las 4 de la mañana a nadar 6, 7 u 8 kilómetros. No nadaba 80 kilómetros a la semana para en una competencia hacer menos de 50 segundos en el 100 libres; nadaba 80 kilómetros a la semana para poder nadar de mejor forma los 80 kilómetros de la semana siguiente. Nadaba para nadar. Hasta que un día dejé de hacerlo. Fui con mi entrenador y, cual Bartleby el escribente, le dije que ya no quería seguir nadando: «preferiría no hacerlo». Desde entonces no me he metido a una alberca. A veces pienso que la razón por la que nadaba era la misma por que ahora paseo –o leo, o escribo–: para estar solo, abandonado en mí mismo. Más que un deporte, la natación es un temperamento, un tono, uno muy similar al que alcanzo leyendo o paseando. Pasear, con todo y que permite ver la vida a 6 km/h o que permite pensar con las rodillas, no es sino otra de las formas que hemos inventado para estar tête-à-tête con nosotros mismos. Pascal decía que todos los problemas del hombre derivan de su incapacidad de permanecer solo en una habitación. De la misma forma, el principal problema del paseante comienza cuando no puede dar paso sin dirección. Pasear es divagar; dar pasos sin destino, deambular sin ningún propósito, no tener otro motivo mas que el paseo mismo. Pasear es errar; es no tener el cuerpo, el talento o los motivos de los mejores nadadores del mundo, pero día a día nadar incluso delante de ellos. Hace siete años dejé la alberca. Sin embargo, siento que no he dejado de nadar. En cada paseo, así lo haga con las piernas o con la vista, dando pasos o abriendo libros, sigo buscando lo mismo que buscaba en las abstracciones que formaban los azulejos de la alberca: formas de perderme en mí mismo.
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por Julián Monsalve
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Callejiar en Medellín Nací y crecí, y pocas veces he salido de Medellín, una ciudad que se armó en una grieta que algunos llaman valle, en la cordillera de los Andes. Promedia uno La Habana y Buenos Aires y ahí está. Es la misma ciudad donde cantó su último concierto El Zorzal, donde se chamuscó Gardel en el aeropuerto de las Playas. La ciudad donde murió en un tejado uno de los hombres y mafiosos más ricos del mundo. La misma ciudad donde vino a cantar cuatro veces Celia Cruz desde 1955 hasta 1996 cuando vino con la Fania All Stars. Tiene los mejores pasteles de Arequipe con Guayaba de Colombia, el Mejor Aguardiente y el único tren metropolitano que hay en el país. «La eterna primavera», le dicen. No tiene estaciones, el clima es amable todo el año, siempre hay parranda, siempre hay baile en algún lado, excepto los jueves y viernes santos. Medellín no tiene música propia. Aquí crecimos con músicas prestadas. De abajo, de la Argentina, llegó el tango cuando Medellín quiso ser elegante y cosmopolita; y de arriba, del Caribe, la salsa. Tango y salsa se bailan con el mismo zapato en Medellín. De niño crecí en un barrio tranquilo donde en esa época se acababa la ciudad plana. Con menos de cuatro años ya había escapado un par de veces de la casa. Un día, mientras mi padre organizaba el jardín, dejó la puerta abierta y salí, enrollando en la mano un billete imaginario con el que planeaba comprar verduras en caso que fuera capturado en el camino, mientras iba en busca de la banda de guerra que celebraba a la Virgen del Carmen, la patrona del barrio. Fui capturado un par de veces en flagrancia a esa edad y en piyama. Mis escapes fueron en
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vano porque nunca logré llegar a donde estaban los tambores y las cornetas; me sacaban de casa porque no me cabía el corazón de la emoción. De adulto conocí el significado de la mayoría de edad solamente cuando comencé a callejiar en Medellín, una ciudad que era peligrosa pero parrandera, siempre con música y baile. Comencé a callejiar seriamente cuando entré a la universidad. Salía a buscar los sitios memorables donde me dijeron que había música, donde sonaban tangos y salsa: la música que no se escuchaba en mi casa. Yo no crecí oyendo salsa, tampoco escuchando tangos, era música de barrios populares, de mecánicos que reparaban mulas y camiones, era música para tomar aguardiente y ron. Empecé a andar la calle en busca del tiempo –y el baile– perdido. Empecé buscando en la Carrera 70. El TíbiriTábara, ese sótano por el que pasé a diario durante 6 años mientras asistía al colegio católico más célebre de la ciudad. Un sitio sin aviso, sin luces afuera. En el TíbiriTábara, a los 18 años, comencé a bailar salsa. Más adelante conocería otros sitios como El Son de la Loma, El Eslabón Prendido, Rumbantana y El Suave, donde compartí pista de baile con personajes que usaban los mismos zápatos brillantes de los años ochenta veinte años después. Comencé a callejiar buscando el familiar Salón Málaga, donde se
escuchaban tangos, milongas y valses mezclados con porros, cumbias y gaitas del folclor colombiano. Buscando el Homero Manzi, donde aprendí a pedir canciones, a tomar aguardiente y a pasarlo con tango. Callejiando paré a tomarme una cerveza, un aguardiente parao, con los taxistas y los aguardienteros entrados en años en El Viejo Vapor de la Calle San Juan. Varias veces llegué a caminar desde el centro buscando la Calle Carlos Gardel donde vivió mi abuela cuando llegó de su pueblo y donde supe que había una estatua que daba nombre a la avenida repleta de billares, cafés y panaderías. Años después, persiguiendo el mito de Aire de Tango, la novela costumbrista del colombiano Manuel Mejía Vallejo, fui a buscar, a esa calle trepada en media montaña, la Carrera 45, la Carlos Gardel, a Jairo, a verlo bailar Nochero Soy y otros tangos de Oswaldo Pugliese que después me habría de cantar, y a enamorarme de sus pasos de baile que parecía haber aprendido en sus pactos con el diablo. Casi siempre caminaba, andaba a pie esta ciudad llena de negocios con música, una ciudad con tantos géneros de música de baile como colores de piel. Merengue, vallenato, salsa, porro, cumbia, tango, milonga, vals, bambuco, pasillo, guasca, carrilera. Música que en casa no me dejaban bailar y que me fui a buscar a algún lado del centro, a algún lado del
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Callejiar buscando la música perfecta, como quien desliza las perillas de las radiolas antiguas, deteniéndose brevemente en cada emisora.
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Barrio Antioquia, la zona de tolerancia donde alguna vez hubo famosos burdeles de luz roja en la puerta, donde se mató Gardel y en su honor abrió el Gordo Aníbal el Patio del Tango, que vio acabarse la era de los burdeles y que vio florecer la venta de vicio. Aún hoy sobrevive el Patio del Tango, ya remodelado, en un barrio oscuro, aislado de los barrios «decentes». En la época de la crisis económica, a finales de los noventa, caminaba muchísimo, tomaba metro o cogía bus. Me gustaba en particular coger uno de esos buses paisas, por fuera pintados a rallas amarillas, azules, rojas, verdes y blancas, que por dentro llevan un bar con luces rojas y moradas y sillas tapizadas rojo brillante, conducidas por un sujeto que muchas veces llevaba a alto volumen Latina Stereo, el Sonido de las Palmeras. Escuchaba los salsaludos que pasaban por radio, desde Manrique, Aranjuez, Castilla y otros barrios a media montaña, y también desde Boston, New Jersey y New York, intercalados a esa hora de la noche con las potentes voces de Willie Colón, Bobbie Cruz y timbales al son de Medellín que corre a toda velocidad. Vos callejiás en Medellín como un ritual antiguo pero innombrado, como una excusa para llegar a un lugar al que llegarás, aparentemente con fingida indiferencia en el trayecto, y con disimulada sorpresa a cada cuadra, cada bar, café, heladería o casa de donde sale música, volteando la cabeza a cada escena para mirar, chismosear, quién y qué se baila, qué música suena. Callejiar buscando la música perfecta, como quien deslizaba las perillas de las radiolas antiguas, deteniéndose brevemente en cada emisora hasta llegar a la música que prendía la fiesta. Salgo a callejiar por Medellín como quien pasaba esa radiola; hay días que salgo a callejiar buscando las conocidas melodías del FM, y hay días que salgo a buscar las melodías perdidas del extinto AM, aquellas desaparecidas o suspendidas en el tiempo. Alterno la sorpresa de la novedad con algo de la nostalgia de esa música que no sé si es ilusión del pasado, de antiguos bailes, de épocas guapachosas o elegantes, de novelas costumbristas y modernas, de crónicas o rasguños de historia patria a blanco y negro que hoy en día continúan sonando por ahí en alguna calle escondida de Medellín.
Bibliografía del caminante Todo paseo deriva en otros paseos. Las bifurcaciones se extienden, los caminos se multiplican y las andanzas se amplifican. Si leer es otra de las formas del paseo, entonces este suplemento fue quizá una especie de punto de partida, el impulso para contemplar y caminar entre otros tantos párrafos y enunciados. Teoría del andar, de Honoré de Balzac (ensayo incluido en Dime cómo andas, te drogas, vistes y comes… y te diré quién eres, editado por Tusquets). Un análisis detallado sobre el movimiento humano y la gracia del caminar. Andar «es más que la palabra, es el pensamiento en acción».
Libro de los pasajes, de Walter Benjamin (editado por Akal). La obra inacabada del filósofo alemán que recopila citas, poemas y fragmentos literarios que describen la fascinación y el desencanto del flâneur ante la vida parisina –citadina– del siglo XIX.
El hombre de la multitud, de Edgar Allan Poe (busca este cuento en sadabombon. com). El misterio que conlleva la contemplación de los espacios públicos, las multitudes y sus hombres incógnitos.
El otro cielo, de Julio Cortázar (cuento incluido en Todos los fuegos el fuego, ediciones varias). Un cuento acerca del caminante parisino en su escenario andante (los cafés, calles y galerías), sus amores y su abrumador temor a quedarse sentado en un mismo lugar. Un cuento con un magnífico y memorable inicio: «Me ocurría a veces que todo se dejaba andar».
El arte de caminar, de William Hazlitt y Robert Louis Stevenson (editado por la UNAM). Libro doble; incluye el ensayo de Hazlitt «Dar un paseo» y la respuesta de Stevenson «Excursiones a pie». Ensayos fundamentales sobre la experiencia de caminar. Paseos por Berlín, de Franz Hessel (editado por Tecnos). Un homenaje a la contemplación urbana, las observaciones del caminante y los distintos recuerdos berlineses.
El paseante solitario: en recuerdo de Robert Walser, de W. G. Sebald (editado por Siruela). Walser, un errático escritor «que estaba por completo con los pies en el suelo y se perdía incondicionalmente en el aire, cuya prosa tenía la cualidad de disolverse al ser leída», como un paseo.
Cómo viajar sin ver, de Andrés Neuman (editado por Alfaguara). Pensamientos fugaces sobre la máxima expresión del flâneur posmoderno: pasear en un avión. «Una hipérbole del turismo contemporáneo». A pie, de Luigi Amara (editado por Almadía). El vértigo por ser un vagabundo, una locomotora errática. Avanzar con desparpajo. Afirmar el despropósito. Ser el monumento andante y poliforme de la dejadez. Un paseo donde «los pies toman por asalto / la cabeza / y la desoyen». Diarios de bicicleta, de David Byrne (editado por Sexto Piso). Los apuntes del Talking Head que durante más de 30 años ha usado la bicicleta como principal medio de transporte. Los ensayos, de Michel de Montaigne (editados por Acantilado). Los célebres ensayos de Montaigne son una consecuencia del paseo. A fin de cuentas, ensayar no es sino un sinónimo de pasear.
¿El niño quiere más? Encarrílate buscando cosas de Charles Baudelaire, H.D. Thoreau, Karl Gottlob Schelle, Guy Debord, Salvador Novo, Paul Virilio, Néstor Perlongher, y de ahí a la deriva.