Suplemento especial 06 Ruidos urbanos

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RUIDOS URBANOS Suplemento especial 06 SADA y el BOMBÓN — OTOÑO 2013


RUIDOS URBANOS ¿Las ciudades se ven o se escuchan? ¿La fotografía urbana o el Noise? ¿Qué unidad mide mejor una ciudad, los decibeles o los lúmenes? Si las ciudades se miden además por su vida nocturna, entonces la respuesta es clara, pero ruidosa: cuando se pone el sol, las ciudades resuenan, y una ciudad nunca está tan muerta como al amanecer. La luz congrega, pero es la palabra (la oral) la que crea comunidad. Se piensa mejor en los extremos. Reformulemos: ¿quién comprende mejor una ciudad, un ciego o un sordo? Muchos tipos de sordera generan desorientación espacial, mareo, vértigo. La sordera tiende al vacío. Deshabita. La ceguera es la nota opuesta: como murciélagos, los ciegos se orientan en medida que sus propios ruidos rebotan y hacen eco en los distintos recovecos de un espacio. Ecolocación. El ciego habita los espacios complejos, urbanos. Algunas referencias. ¿Quién fue primero, Eco o Narciso? Ray Charles compuso ciego, Blind Willie Johnson también. Pero Goya pintó sordo. ¿Cómo es el Moondog de las ciudades del Bajío? Quienes hablan de los privilegios de la vista suelen ser poetas, expertos de la voz (Homero, Góngora, Borges, Paz). Y es que el oído ve mejor. En el oráculo de Delfos, Tiresias es ciego y andrógino, es decir, plenamente urbano. Tiresias ve más porque oye más. La plasticidad de su cerebro depende de los ruidos que escucha. Hace un par de años este suplemento trató sobre las bibliotecas, esos telescopios incapaces de escuchar. Publicamos ahora el reflejo de aquél: un radar que trata de percibir la vida urbana en el Bajío.

Suplemento Especial 06 • Este suplemento especial apareció dentro del número 18 de la revista Sada y el bombón. • Dirección: Sé, taller de ideas. Edición: Eduardo de la Garma. Diseño: Denisse Piña. Ilustración: Daniel Bravo. ¿Quisieras discutir con alguno de los autores? Escríbenos a hola@sadabombon.com / sadabombon.com


Atento, o sin estarlo –con una consigna–, llevo un tiempo pensando en los ruidos urbanos. A veces como si estuviera sentado en la banqueta de la avenida más transitada de la ciudad, y a veces a punto de dormir escuchando el trrrtrrrtrrrrt lejano de algún camión cuyo conductor hizo caso omiso del letrero que rezaba, que imploraba: «Zona urbana, utilice silenciador». Escribir sobre los ruidos urbanos, eso me ocupa. Podría elogiar al ruido y embellecerlo o al menos defenderlo –si es que estuviera calificado para ello. La escritura podría ser melódica, armónica, bien acompasada, fluida y disfrutable, pero no sé si puede serlo tratándose del ruido, teniendo que hablar de él, ubicuo e impersonal, con multitud de caras desagradables, que son todas la misma, punzantes como aristas. Que parece no hablar, pero al que escucho perpetuamente en un lenguaje incomprensible; diciendo nada. Ruido es trrrtrrrtrrrt, evsa vibración que captan trrrtrrrt nuestros oídos, que nos trrrtrrrtrrrrt invade sin que lo hayamos trrrtrrrtrrr solicitado, y podría píííípíííp seguir escribiendo uíuíuíuuú onomatopeyas cada vez que se cuela un ruido aquí en donde escribo, como ahora que trrrtrrrtrrrrtrrrrt se estaciona un coche. Sería elocuente y desagradable. Podría seguir hasta que el lector diera vuelta a la página. Eso es el ruido, lo que no queremos escuchar. Urbano es aquello que se refiere a la ciudad, aquello que está dentro de su entorno, de su perímetro, ¿pero no es lo urbano exclusivo del Hombre? ¿No son entonces los ruidos urbanos los ruidos del hombre donde quiera que éste se halle? Bueno, miremos la urbe. La ciudad es, en primera instancia, el caldo que nutre las ambiciones y propósitos del Hombre. Aquí, en esta organización social, en este contrato producto de multitud de dinámicas ignotas y

Residuos prescindibles por Rodrigo Suárez

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04 designios, habita el Hombre, constructor de máquinas e ideas, la escandalosa bestia de voz discreta. Imagino a hombres anteriores peregrinando para ver pasar y escuchar una locomotora. Visitando las primeras fábricas con una mezcla de temor y magnificencia, asomándose a la azotea para ver pasar al Concorde, todos ellos testigos de la modernidad y de su ruido, como si éste fuera un vibrante alimento. Sé que hoy existen hombres que compran motores escandalosos y, ante el estrépito de la máquina, avanzan con el martilleo que les repiquetea la glándula suprarrenal estimulándoles la liberación de adrenalina. Con ello se solazan y se conflagran en su gozo: el ilusorio logro humano. Así, en medio de ese estruendo incesante, se entrelazan íntimamente con su especie. Y yo aquí escucho un ruido y quiero volver atrás porque antes dije que podría defender al ruido con una escritura armónica, pero quiero cuestionarme. Podría borrar lo escrito y dejar sólo lo nuevo, pero eso no cumpliría mi propósito; quiero desmentirme. Tal vez alguna vez haya escrito algún texto rimado, algo que a los oídos del lector fue casi melódico, ligero y saltarín, agregaré que el texto además fue bello, exageraré pensando que fue, quizá, sublime. Tal vez como una orquesta en medio de la plaza, y al doblar la esquina, un café, donde la cuchara toca a la taza para invocar las

infusiones, un café con charlas íntimas y moderadas. Luego, en el balcón de una callejuela, una mujer abriendo las ventanas y batiendo con pericia las sábanas que ondearán al ritmo del viento, y un niño pateando una pelota y un bebé en una cuna mirando sobre su cabeza un móvil que tintinea. En esta escena, como en alguna poesía, parece no haber ruido, pura musicalidad y cadencia; inspiración y armonía. Pensemos en algún escritor consagrado, un poeta lejano o próximo, algún vate místico. Recorramos sus páginas pensando que el lenguaje y su sustancia pueden ser sí, armoniosos y dulces, pero cerremos el libro y miremos al hombre: ¿no es todo un delicioso embuste? ¿Cuántas palabras, ideas, remordimientos y angustias; cuántas cacofonías, disonancias y correcciones habrán existido en ese hombre entre la primera letra y la última del más excelso de sus textos? Y aún si de un tirón ha escrito toda su poesía, luego vendrá una relectura que presente dudas, que sugiera correcciones, ¿y no es todo eso también ruido, el mismo ruido de los hombres? ¿Alguna vez, en medio de un mercado, una avenida o algún convite notaron uno de esos extraños momentos en que todo el fragor y el ajetreo se calla? Hemos encontrado el modo de sobreponernos al ruido: nos colocamos unos audífonos y caminamos en medio del bullicio sin enterarnos de nada. Silenciar un ruido con uno más agradable,


quizá, pero también más ensordecedor; combatir el fuego con fuego. Qué fácil sería dejar que la música lo inunde y lo ocupe todo, la Obertura 1812, su motivo triunfal y sus cañones de artillería. Mero artificio. No dudo que habrá suelto en el mundo algún sofista que halle argumentos para elogiar o defender el ruido de una ciudad –sé que hay quienes lo disfrutan–, o algún otro que aprecie sus significados y sus connotaciones, su encanto y su folclor. Yo no puedo hacerlo. La primera utopía que yo habitaría sería la del completo silencio. No sé del todo cómo sería, pero no harían falta reyes sabios, legislaciones excelsas y prudentes, ni igualdad, progreso y fraternidad. Nunca he escuchado a un político ofrecer ciudades más silenciosas; sí, en cambio, industrias, eliminar tenencias para coches y etcétera. La utopía del completo silencio: una urbe donde, por ejemplo, los asesinos caminen de puntitas, con armas que disparan en silencio, y donde cada detonación ahora ausente ratifique mudamente que todo ruido es un residuo prescindible. Una utopía donde las víctimas cayeran silentes, sin alaridos, sin respiraciones agitadas, donde incluso las superficies más sólidas recibieran a los cuerpos abrazándolos en su caída. Donde las ambulancias fueran como esas enormes máquinas quitanieve que con una pala en V hicieran a un lado todos los autos que se interpusieran en su camino. Sí, esta mole mecánica, únicamente para poder dejar a un lado las desquiciantes sirenas, uíííuíííu uíííuíííu. ¿Lo coches arrojados por los costados? Daños colaterales en aras del silencio. Porque si toda la dinámica e interacción humana es irrefrenable e insalvable, y si todo ha de persistir como es, y si persiste la máquina, el caos y lo violento, al menos que persistan en silencio. Habrá seguro quien piense que en el cielo se escucharán harpas celestiales, que si algún día el Hombre ha de hallar en algún progreso quimérico la paz, a ésta la acompañara el silencio, bellas voces, un delicado susurro del viento y los dulces cantos de la aves. Porque sé que una vez habité en un doble escándalo, me parece, pues, que los ruidos urbanos, las ciudades y su caos son una fiel extrapolación, una materialización de la mente humana, que no calla, que no cesa, y que sólo de vez en cuando logra urdir alguna trama medianamente armónica. Así que por atroz que se presente esta utopía, por violenta que sea, lleva en sí un mensaje que no se puede defender con palabras: el silencio antecede a la paz. 05


06 Toda mi vida he sido cazadora del silencio. Dicen mis padres que cuando era pequeña estaba prohibido, bajo pena de muerte, hacer ruido: «la niña está durmiendo». Aprendí que el espacio ocupado por el silencio podía ser vasto. Mis mejores amigos siempre han sido los audífonos. Desde aquellas tardes en las que pasaba enchufada a un sistema de sonido inamovible hasta estos días afortunados en los que tengo la posibilidad de encontrar escapatoria en el fondo de mi bolsa. Me hago de silencios controlados au besoin. Tiendo a sufrir microcolapsos nerviosos cortesía de cualquier vehículo equipado con sirena. Norteamérica es fanática de esos. Soy, también, la única persona adulta que va a ver los fuegos artificiales y se sale de ahí desestructurada e hipersensible. En las películas de acción voy a murmurar tres o cuatro veces «está muy fuerte». Y durante un concierto seguramente descansaré del escándalo incrustándome unos tapones de esponja en las orejas. Igual sucede en los bares. Pasé mi vida estudiantil siendo de las pocas personas alérgica a los bares. La densidad del ruido, esas capas sonoras formadas con todas las voces, con todos los timbres, con todos los matices, más el propio volumen de uno mismo, estridente y roto, luchando por llegar a los oídos de un interlocutor fingiendo escucharte, son ambientes que me hacen huir al baño y encerrarme, taparme las orejas y escuchar mi voz emitir un hilo formado por el fonema U, el más dulce de todos: «uuuuuuu», me digo. Luego salgo al caos otra vez. Y así es como enfrento a los altos decibeles. La cuidad es un monstruo aparte. Pero antes, debo hacer un paréntesis donde indico que haber vivido en México durante treinta y tres años, menos tres de los cuales viví en EEUU, más los siete que llevo en Montreal, no me han vuelto más resistente a la constante carraspera de una ciudad.

Que se haga el silencio por L.F. Niño


La ciudad en la que vivo tiene cuatro distintos soundtracks. Mi favorito es el del invierno. La vida durante el invierno es fría y penosa, difícil y obscura, pero es silenciosa. Cuando nieva los carros parecen gatos caminando sobre una alfombra. Cuando obscurece –a las cuatro–, el murmullo vehicular se ahoga con el slush de la nieve gris. La gente lleva las bufandas por encima de la boca, los fumadores platican en las calles en voz baja. No hay terrazas de donde el ruido de los bares se desparrama. Salir a caminar a las temperaturas groseras de estas partes del mundo es para mí un deleite mudo. Se rompe a la llegada de las máquinas que levantan la nieve, pero al pasar la mayor parte del tiempo en interiores su rugido casi es un mero murmullo. El contraste con verano es justamente el volumen descontrolado de la humanidad en la calle. En México así es, siempre. Yo huía de eso pasando la vida en mi carro con ventanas cerradas, AC y música elegida por mí con todo el cuidado del mundo. Desde hace siete años dejé de manejar y ahora camino a todas partes o ando en bicicleta; estoy a la intemperie en una ciudad con una mínima ventana de tiempo para autoregenerarse. Por esta razón, la maquinaria de la construcción opera durante los meses sin nieve. Me siento parte de la historia de Gulliver mirando al gigante dormido y roncando cuando estoy en pleno centro de la ciudad. Las grúas, las excavadoras, tractores y camiones llegan

desde principios de abril y se quedan hasta la primera nevada. Las calles, autopistas, túneles, callejones y demás arterias de la ciudad se anestesian con el calor y con el rítmico beep beep beep, beep beep beep de los sensores de reversa. Y luego están los vecinos. El que corta el pasto, arregla su balcón, instala un nuevo motor a la piscina, o el vecino que repara su deck. Todos trabajan dignamente acompañados de martillos, taladros y sierras. Y los amantes del boombox, aquel enorme jeep con dos negros bien enjoyados que llevan no cualquier rap francés, con las ventanas abiertas agregando un par de palpitaciones a quienes nos encontramos a la redonda. O los señores en plena crisis de los setentas con sus descapotables y su rubia a un lado escuchando a Aznavour en sistemas de sonido perfectamente ecualizados. El respiro llega durante las famosas «vacaciones de la construcción». Un buen día de julio salí en la bicicleta y durante todo mi trayecto no escuché ni el más mínimo martillo. Me sentí en una película de zombies: todo parecía abandonado. En cualquier situación en que la urbe me ataca con sus gritos recurro a mis audífonos, rápido, como quien pide Gravol en un barco. Reconozco en mí cierta intolerancia, o tal vez sólo una mala costumbre. Así llego al otoño y cambia la banda sonora. En ese momento el ambiente se acompaña de un ruido sutil de hojas muertas. Un preludio al silencio. 07


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Life's but a walking shadow, a poor player That struts and frets his hour upon the stage And then is heard no more. It is a tale Told by an idiot, full of sound and fury Signifying nothing. ~Macbeth


En la memoria de algunos hombres, vibran con simetría presagios primitivos y espantosos, melodías tan antiguas como el mundo mismo, dijo el brujo tocándose la frente y evocando un profundo suspiro seco y terroso. El latido es el compás de la vida; al final, la medida se desgasta esfumándose en un silencio definitivo, la composición biológica del cuerpo se expande para reconocer en el tiempo evolutivo los sonidos esenciales y errantes del universo, nada –y aquí se quedó mirando fijamente a Big Bang como si estuviera sentenciándolo a la vida en mutismo– es hueco como la cabeza, cualquier acorde repercute en nuestro plexo solar y desde allí los apagados cantos ancestrales evocan a los espectros para que nosotros bailemos perecederamente con ellos: el baile de la muerte. El brujo, empapado en sudor por el calor de las llamas, sacó de una cubeta varias piedras blancas, Big Bang y yo nos miramos intensamente, conmovidos e iluminados. Decidimos pasar allí el resto de la noche. El frío ya se nos había quitado. Llevaba conociendo lo suficiente a Big Bang como para dejarme llevar junto a él por las sonoridades mágicas del brujo contemporáneo. Recién lo acabábamos de conocer. Un día antes, Big Bang llegó por la tarde a mi casa, iba muy

Mapa de los sonidos del IDM ancestral Horacio Lozano W Nos advierten: no se asusten, los muertos emiten a veces ruidos primitivos confusos. ~Gerardo Deniz

1 Intelligent Dance Music (IDM) describe un género de música electrónica que surgió a principios de los años 90 en Gran Bretaña en el contexto del final de la escena rave. Este género toma elementos de diferentes estilos musicales, especialmente del Detroit techno y del ambient. Estilísticamente, la IDM se caracteriza más por la experimentación individual que por estar dotada de un conjunto de características musicales fijas. De ahí que pueda abarcar música y músicos muy dispares. El término Intelligent Dance Music ha sido criticado por el uso de la palabra «inteligente», en el sentido de considerar que puede dar lugar a una interpretación elitista frente a otros estilos. Otra crítica habitual proviene de los propios músicos, que rechazan esta etiqueta como poco o nada representativa. (Wikipedia) 09


010 nervioso y excitado, me dijo que acababa de tener un encuentro directo con el núcleo de la ciudad, que había escuchado cómo las entrañas de las calles se retorcían provocando retumbos y chirridos atemorizantes, escuchó cánticos guardados de mujeres y hombres sufriendo, pudo oír al concreto partiéndose en dos y ritmos provenientes de la antigüedad. Lo miré realmente conmocionado. Forjé un porro de prisa e inmediatamente después me confesó lo de la nota y el brujo. ¿Quién era Big Bang? Big Bang era mi mejor amigo. Cuando lo conocí se presentó como Big Bang, me pareció razonable ya que de alguna forma extraña tenía el físico para ser un Big Bang. Le dije que yo era Kash, el hijo de Wárdok, él tampoco preguntó nada y con eso deduje su interés por la música. Con los años, nos reducimos a fumar, caminar, jugar Super Nintendo y, sobre todo, a la música. Estábamos obsesionados con la electrónica experimental, el IDM, minimal, maximal, nitropop, poesía sonora, Detroit techno, ambient, drumb & bass y otros géneros desconocidos, géneros que encontrábamos en lo más profundo del internet. Los mejores buscadores eran Audio Galaxy y Emule, todavía no había YouTube ni mucho menos Spotify. Normalmente, Big Bang llegaba a mi casa, armábamos varios porros, poníamos algo de To Rococo Rot y nos sumergíamos en murmullos sintetizados y estructuras trastornadas. Nuestro trance sobre el sofá era real. Comenzaba con un hormigueo en las piernas, los cartílagos vibraban suavemente, los párpados temblaban, uno a la vez, y en mi cerebro las representaciones y la señalética del inconsciente se convertían en matemáticas y poesía. Big Bang y yo creíamos que a través del IDM se podía llegar a un estado de conciencia similar al de la meditación crónica. Pensábamos que podíamos abrir un portal sonoro. Lo más importante era salir a transitar por las calles de la ciudad y crear una metástasis entre los ruidos urbanos y los beats espectrales generados por softwares místicos. Para adentrarnos en la ciudad usábamos peyote. Lo comíamos una hora antes de clavarnos en la urbe, seleccionábamos el CD que cada uno iba a escuchar y, por si las dudas, llevábamos nuestro estuche de discos. Cuando los efectos de la mezcalina comenzaban a palpitar en nuestro pecho, nos lanzábamos a las calles del centro y algunas veces hasta la zona industrial. Se encendía de pronto el imaginario disonante. Cada quien con sus audífonos, uno detrás del otro, peregrinos alucinados.


Generalmente salíamos por la calle Felipe Luna y nos quedábamos frente al templo del Calvarito electrizados. Los motores de los taxis y las cadenas de las motocicletas se sentían en las suelas de los tenis. Big Bang siempre terminaba poniendo el mismo disco: LP5 de Autechre. Podía darme cuenta de que lo iba escuchando al contemplar su caminar numérico y espiriforme. Mis peregrinajes, eran muy diferentes a los de Big Bang, él estaba buscando el sonido biológico. Varias veces se tumbaba en alguna jardinera del Jardín Zenea y proclamaba que podía escuchar al cosmos, que sus composiciones eran como mil granos de arena cayendo sobre el cristal. En cambio, yo me tenía que enfrentar con coyotes rabiosos que salían de los callejones, con sus aullidos y su rabia, sentía unas fuertes pulsaciones en el estómago y creía que allí estaba la entrada al portal. Me gustaba pararme frente a las estatuas, desarmarlas y volverlas a armar, pieza por pieza. Era un ejercicio meticuloso pero perfectamente simétrico y memorizado. La música en mis oídos eran golpes de bronce y minerales chocando entre ellos. La noche antes de que Big Bang llegara a mi casa para platicarme lo del brujo, nos habíamos aventurado a la ciudad bajo los efectos de un licuado de peyote con piña. Big Bang le dio play al Pin Skeeling de Mira Calix y, como yo sentía una fuerte taquicardia, decidí sumergirme en los océanos sagrados de B12. Un auto, dos camiones, voces, gira, retorna, neón, mantente, impalpable, el vacío, un coyote, Plaza de Armas, la noche y, como por acto de magia, Big Bang se quitó los audífonos y me indicó con señas que me quitara los míos. Mis tímpanos compactados sintieron las pulsaciones de la atmosfera, como si un par de almohadas estuvieran atadas a mi cabeza. Tardé en asimilar los sonidos de las calles, de la realidad, del tiempo presente. La ciudad es el cuerpo de la música. Intenté comprender lo que Big Bang quería decirme, pero solo escuchaba tambores tribales y susurros muy graves. Distinguía su boca moviéndose y podía sentir los impulsos sonoros retumbando en mi rostro. Entonces advertí, mirando los ojos desorbitados de Big Bang, que me estaba hablando en Esperanto2.

2 El Esperanto es una lengua auxiliar artificial creada por el oftalmólogo polaco de origen judío Lázaro Zamenhof en 1887 como resultado de una década de trabajo, con la esperanza de que se convirtiera en la lengua auxiliar internacional. (Wikipedia). Esperanto, 1995 (Mondadori), primera novela del escritor argentino Rodrigo Fresán. 011


012 Al día siguiente, Big Bang se levantó aturdido y cuando se miró en el espejo reparó en que todavía podía escucharse a sí mismo bajo un halo de armonías desconocidas. No era nada similar a lo que había escuchado hasta ahora. Eran tambores tribales y cantos antiguos, como si su ADN los reconociera por instinto y necesitara de ellos. Parecidos a ritmos africanos que alguna vez había escuchado en un programa de televisión. Provenían de dentro de su ser, los podía sentir en su mente, en su pecho, en sus rodillas y en sus tobillos. Intentó recostarse, pero el canto aumentaba. Su fuerza era sorprendente. Cerró los ojos y vio líneas rectas, microorganismos, agua furiosa, poco a poco se fue formando un mapa. Sintió que se asfixiaba y salió aprisa de su casa. Necesitaba aire, aire silencioso y fresco. No llevaba audífonos, no había fumado marihuana, no había comido peyote, sin embargo, sentía en la planta de sus pies un temblor de fuego, un latido, un corazón gigante. Los cánticos se extendían con rabia y, cuando sintió que se desvanecía bajo un árbol, un silencio monstruoso se apoderó de todo y todas las cosas. Después de un rato, abrió los ojos y escuchó los ruidos de la calle, no sabía cuánto tiempo había transcurrido. Sintió algo entre sus manos, era un pequeño papel con algo escrito: Lo escuché todo. Camino de San Jerónimo, Km ***. Salida a Cadereyta. Rancho el C**********. Carretera México, Querétaro. Lleguen antes de que acabe el siglo. M**** K********* La caligrafía era excepcional, vi la nota cuando Big Bang llegó a mi casa atónito a contármelo todo. —Vamos mañana temprano—, le dije sin titubear. Llegar fue sencillo. El nombre del rancho estaba escrito sobre una tabla con pintura roja. Cruzamos una pequeña cerca de alambre y seguimos el camino que llevaba hacia dentro. Era un camino de terracería, como de unos 200 metros. Alcanzamos a distinguir entre los espejismos una casa


grande, moderna, reluciente. Se alzaba como un templo entre los cactus. En la entrada colgaba otro letrero que tenía escrito con una hermosa caligrafía: Dejar en la canasta teléfonos celulares y cualquier aparato electrónico. Queda estrictamente prohibido el acceso a cualquier tecnología. Big Bang vacío inmediatamente sus bolsillos. Dejamos dentro de la cesta nuestros Nokia, los Discman, audífonos y relojes. Mientras nos acercábamos por un camino de arbustos y nenúfares, pudimos percibir una bella terraza y una alberca clara y limpia. Alguien estaba nadando. Llegamos hasta el borde del agua, pero el hombre que nadaba estaba tan concentrado en su crol que no nos advirtió. Esperamos 15 minutos hasta que terminó su rutina y entonces salió de la piscina dejando un rastro de huellas de agua que inmediatamente se evaporaban con el calor. Mientras se secaba con una enorme toalla blanca nos dijo que nos estaba esperando. Big Bang y yo teníamos las mismas preguntas, pero ninguno de los dos dijo nada. Pasen, nos dijo, vamos a beber un té y a platicar. El brujo tenía alrededor de 40 años, pero se veía más joven y a veces más viejo; no supimos deducir con exactitud su edad. Estaba perfectamente afeitado y tenía un enorme tatuaje que le cubría todo el pecho, una especie de mapa, sin nombres o números; era un laberinto de líneas. En varios cruces estaba tatuado con delicadeza un punto rojo. Vivo aquí solo, dijo el brujo todavía con el traje de baño puesto y la toalla sobre los hombros, pero esta no es mi casa, es prestada. La nota, dijo mirando a Big Bang, la escribí yo para silenciar tu caos. Enseguida comenzamos a sentirnos resguardados y nos dejamos llevar. Después del té, nos pidió que nos pusiéramos unos taparrabos negros que había sacado de un closet y entramos a un temazcal que él mismo había construido en un bello jardín al fondo de la casa. Fueron cuatro puertas. Cada una más poderosa y más oscura que la otra. Las piedras calientes eran volcanes activos; nuestro sudor se metamorfoseaba con el agua herbal; 013


014 el origen de la tierra zumbaba sin compasión. El brujo hablaba y deliraba en lenguas extrañas: otomí, etrusco, germano, no lo sabemos. Tocaba de pronto instrumentos prehispánicos que en el trance me parecieron muy cercanos al IDM. El útero de piedra comenzó a pulsar y contraerse. Después de la negrura y la magia fuimos expulsados del vientre con la violencia y la sangre y la viscosidad de la naturaleza. El agua helada nos regresó lentamente a la vida. Sentí la luz y el color. Nos quedamos en silencio un largo rato y, cuando comenzaba a atardecer, el mago encendió un fuego con madera de pino y ocote. El cielo estaba despejado y las estrellas latían con la misma velocidad que las llamas. Nos sentamos alrededor del calor y nos ofreció un brebaje verduzco y espeso. Amargo. Entonces comenzó a predicar: —En la memoria de los hombres con honor quedan presagios primitivos y espectrales de melodías tan antiguas como el mundo mismo. Acomodó unas piedras blancas en forma de triángulo para que nosotros quedáramos en el centro. El cielo azul marino estaba radiante. Unas ligeras convulsiones se apoderaron de nuestra materia. Los sonidos recónditos y arcaicos comenzaron a salir de nuestro pecho, podíamos verlos como llamaradas y como relámpagos y como luces de camiones. —Tu cuerpo es el único instrumento vivo—, decía el brujo entre nubarrones y danzantes del inframundo que se iban congregando, poco a poco, a sus espaldas. Una armonía profunda comenzó a nacer, era el segundo cuerpo. Por reflejo empecé a producir sonidos con mi boca, me golpeaba el pecho, Big Bang hacía lo mismo, éramos reaccionarios descubriendo la música del mundo y el desgaste de la naturaleza. Brincábamos y nos agitábamos dentro del triángulo. Eran los ecos de los años, era un experimento sonoro claro y puro. De pronto, en una claridad borrosa, vi al brujo desnudo, o eso creí, los puntos rojos de su tatuaje latían con fuerza, se proyectaron como puntos láser sobre el cielo registrando varios objetivos específicos. Intenté seguir las líneas, trazar el mapa, abrir de lleno el portal y traspasarlo con mi organismo. Los ritmos ancestrales comenzaron a transmutarse con sonidos de autos, cláxons, campanas, motocicletas, ambulancias, gatos, acero y voces humanas. El mapa del brujo siguió resplandeciendo hacia el espacio. Era un mapa de los sonidos. El portal. Sentí mi cuerpo como una gelatina. El IDM se detuvo, el fuego se fue extinguiendo, y por fin llegó el silencio.


En los primeros años de la era cristiana el filósofo Séneca escribe una epístola a Lucilio y hace un recuento de los ruidos urbanos: los gemidos de los atletas que entrenan bajo su casa, el cantante que berrea en el baño, la interminable conversación del barbero, los gritos de vendedores ambulantes y el rumor de los carros que pasan. Después da un consejo de estoicismo para los intolerantes al ruido urbano que huyen al campo: el verdadero escándalo lo lleva un alma con por Antônio Cabadas desasosiego a donde quiera que vaya.

El ruido de los otros

He vivido en varias zonas de Querétaro, cada una con sus particularidades sonoras: el ferrocarril y el agua del río en Calesa. La voz de Jorge Ben con «Ela vem chegando e feliz vou esperando» anunciando a una empresa de gas en el centro. La fiesta de unos loros prófugos de la sierra que se refugiaban en un nogal en Jardines de Querétaro y ahora, en El Refugio, son los zanates los que me acompañan siempre. En todas esas colonias estaba el ubicuo sonido de los autos. •

Ahora se cumplen 10 años del lanzamiento de Pop street sound, el disco de Jorge Govea (aka Wakal) que le puso ritmo electrónico a acordeonistas, merolicos, gritones y charangueros errantes de DF. Un homenaje a todo eso que aisladamente puede parecer contaminación auditiva. En una línea de Accordion Lover, uno de los sencillos, se escucha «Hey, I hate the way you fucking talk, your voice is pissing me off». El fin de la paciencia. •

En la ciudad me gusta la calma pero me entedia el silencio puro. Yo no quiero una ermita intelectual en San Dónde Sea ni en Coyotepec. Prefiero la presencia gentil de los demás, el vaso que se rompe, el murmullo de las voces bajas, el sonido de otra puerta que no sea la mía. Esa convivencia aislada me reconforta, me da un tipo de felicidad. Hoy repito unas líneas de Fabio Morábito, un especialista de la vecindad con reservas: «No quiero, pese a todo, / muros gruesos, / tan gruesos que no oiga / el silencio de los otros». 015


016 Voy a hablarte del lugar que vienes, de Casandra, la ciudad de condominios pardos en cuyos balcones tienden la ropa las ancianas antes de la oración de la tarde. Los cargueros bajan del Krungvlovo a través del canal que serpentea por el distrito. Cuarenta y seis kilómetros entre naves industriales, apartamentos, piscinas públicas, reformatorios, carreteras, escuelas, rampas de patinaje, muros podridos salpicados de grafitis, ferreterías, panteones, posadas, astilleros, canchas de futbol 7, deshuesaderos de camiones Helmut Karter, talleres textiles, torres de vivienda social y una radiodifusora llamada Crash FM. Los barcos descienden novecientos ochenta y nueve metros para volverse a pasar en el Golfo de Canarias; suavemente, como un niño que pone a flotar su juguete en la bañera. Todo con sus debidas proporciones. Las maniobras del canal se escuchan por la ciudad entera, los triunfos de la ingeniería. Se meten por los balcones abiertos e impregnan los tendederos de diesel. Las sirenas irrumpen en la oración de las mezquitas y aplastan el sueño de los niños de cuna; ponen a temblar las puertas de las vitrinas y derraman el té negro servido en pequeños vasos de cristal tallado. Los abuelos recuerdan cuando excavaban el canal en la década de los treinta y cómo sus padres se opusieron violentamente a la construcción. Miran los barcos desde sus balcones y se ponen a adivinar el origen de sus banderas; Malasia, dicen, no, Micronesia, Madagascar, Bengala; pero todos saben que son alemanes o americanos y que les cobran más impuestos por navegar el Krungvlovo con sus estafetas de origen. Y así continúan platicando de la última resistencia de los árabes de Hermes, de los detenidos, los desaparecidos, de quienes fueron ahorcados

Visiones de Casandra (fragmento) por Antonio Tamez Para Adriana


o fusilados públicamente, de los amputados que regresaron al malecón a pedir limosna. Del emperador o del gobernador de entonces, Mustafá Bedovottir, que prometían purgas inexorables hasta la última cueva de los montes; hoy ya todas cubiertas de tumbas y edificios y tuberías y túneles del metro. Era para ellos, decía el emperador Leopoldo y lo replicaba Bedovottir. Para los árabes de Santa Victoria que habían perdido hijos y padres en las Guerras de Unificación, que habían derramado su sangre por la defensa del imperio. Les daban entonces las llaves mismas del Krungvlovo, el gran afluente navegable de Hermes. Estaban en la mira del mundo, compitiendo contra Suez y Panamá por navegar más veloces en dirección al progreso. Vendrá la paz, por fin la paz en aquella tierra de pantanos y osamentas en donde los árabes tenían la fama de pueblo inquieto y belicoso. Ahora serían cargueros y obreros, gente de bien. Ingenieros admirables, controladores del sistema pluvial más extenso del mundo. A Casandra y Andrea les aguardaba el destino de los grandes puertos árabes del mundo; Alejandría, Trípoli, Estambul. ¿Por qué seguir con las batallas del desierto, la brutal Jihad interminable, las cabezas cercenadas, los caballos, las cimitarras? La noche se pone sobre Casandra y los barcos continúan descendiendo durante la madrugada, perforando el sueño púrpura de los musulmanes. La ciudad se transforma en un peñasco de pequeñas lucecitas que se miran desde el océano como una montaña en llamas. 017


018 Todas las mañanas me despierta un gallo. Nunca lo he visto, pero le oigo. Es un sonido próximo y vecino: lo único que nos separa son dos metros de pasto y una barda de ladrillos que termina en alambre. A veces asomo la cara para buscarlo, pero solamente alcanzo a ver antenas y tinacos, techos grises de un barrio enfrascado en la ciudad. Lo escucho a todas horas, invisible y siempre junto a mí. Apareció hace no más de seis meses. Yo estaba extendiendo la alarma de mi reloj y lo escuché, era un graznido campesino y fuera de lugar. Desde entonces su grito emplumado me acompaña a todas horas. Y ahí está, un quiquiriquí intermitente, chillido incesante y latoso: un ruido. Desde mi ventana se oye de todo: ambulancias, motocicletas, fiestas, mariachis, cuetes y la ocasional patrulla nocturna; tantos ruidos industriales y yo siempre escucho al gallo, esa maldita ave inmediata que cansa, que interrumpe mis siestas y me lleva a los límites de la compulsión. Lo construyo con sonidos: unas garras flacas y alarmantes, cuerpo rechoncho, lleno de plumas bañadas en tierra, una cresta rojiza y –lo peor– un cuello imprevisto y aleatorio que rota y gira a su antojo. En cualquier momento te pica los ojos o las orejas, te pellizca el cartílago, asoma el pico hasta los oídos, escarba, rasguña y muerde hasta llegar al tímpano; las ansias, el dolor de cabeza, las plumas en la cara, sus patas escalándote el cuello y el ruido que no se va. El ruido que nunca se va. Grita en el patio del vecino pero yo lo siento corriendo alrededor de mi cuarto, abriendo las alas y saltando sobre la cama. He soñado que salgo en pijama del departamento, camino y toco la puerta del vecino, lo hago a un lado y le pido que me muestre al gallo. Observo sus ojos, su andar distraído, el cloqueo constante mientras busca semillas o

La importancia de los gallos por Luis Bernal


mi brazo, acechando, moviendo el pico, frotando sus pliegues con mis zapatos. Entonces lo agarro de las patas, soporto algunos arañazos, me muerde el brazo pero logro sacar un cuchillo afilado y degüello al animal. Cabeza en el suelo, el ave se mueve y camina decapitado por unos minutos, intenta cantar y, aunque el pico está revolcado en la tierra y la mugre, llega hasta mis oídos un ruido gutural, ronco y áspero: el último cacareo. Ahí, tirado con cuchillo en mano, oigo la ciudad: el viejo escape del camión, las sirenas que vigilan el barrio, los corridos en la cantina clandestina, la borrachera estudiantil, el tren y los trailers golpeando el empedrado. Veo la sangre corriendo por el suelo y entiendo que el gallo era un ruido distinto. Tengo una sensación de vacío, de haber matado algo que no era de aquí, pero que estaba aquí por algo. Volteo al cielo alumbrado y me imagino su canto peleando con los sonidos industriales, las garras contra el metal, las alas contra los motores; un ruido que se pierde en los imponentes estruendos citadinos. Luego despierto y el gallo sigue ahí.

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020 En cada uno está asomarnos a una dimensión diferente, poner atención en cosas que solemos pasar por alto mientras corremos en la sonaja del día a día. Por ejemplo: «Se cooooompran (pausa) colchooooones (pausa) lavadoooooras (pausa) microoooondas…». Esta grabación encierra uno de esos misterios sin resolver de la ciudad. Parece la voz de una chica joven y gritona en tono pitón, pero, fijándose uno mejor, se descubre a una diva. No parece tanto de la escuela del transporte público, sino de escuela de mercados de calle. Dudo que alguien le diera una lección magistral de oratoria para la grabación y le dijera que eligiera palabras que en la sílaba tónica tengan siempre «o», que hiciera las pausas con el aplomo con que las hace. Esa forma de declamar es de las cosas que se podrán depurar con práctica, pero el don se tiene o no se tiene. Uno se puede imaginar a esta chica como joven o bien como madre coraje de una familia de chatarreros. Da de qué pensar, solamente por el número de camionetas que llevan la grabación por toda la ciudad. Quizá sea una magnate de las cosas viejas y vaya en limusina. Se ha hecho más familiar que la tipa que dice con voz de muñeca de plástico lo de «el número Telcel que usted marcó no está disponible». En Querétaro hay un hombre más mediático que esta chica y la de Telcel juntas. Un personajazo urbano, un ícono popular, camino a ser leyenda. Con pocos recursos de producción mediática, no tiene una flota de camionetas viejas voceando la ciudad ni tiene a Telcel detrás. Él solito se ha inventado y producido a sí mismo. Tiene un taller mecánico de carros cerca del centro histórico: él es El Mecánimo, también conocido como «Señor Ánimo». Es cierto que lo sonoro no es lo único que le caracteriza, porque se ha dotado de un carrito –el Animovil– con

Ruidos cotidianos por Jon Aguirrezabal


alerones caseros, que es mucho. Casi Barroco. Su producción mediática casera desarrolló su grito de guerra y el silbido-sintonía del eslogan cada vez más arraigado en Querétaro: «¡Ánimo!». Definitivamente, el silbido y grito de guerra del Mecánimo Ecuánimo es mi sonido urbano favorito. Supongo que, por tradición, costumbre o folclor, se consideran de una manera más entrañable los ruidos que, aunque perturben el sueño, forman parte del entorno de la ciudad desde mucho antes de que la ciudad fuera ciudad: las campanas, el tren, los gallos. No se lo imaginaría uno en una ciudad de un millón de habitantes, pero mucha gente tiene gallos y gallinas en la casa. En Querétaro, uno puede comprobar lo falso del mito, según el cual los gallos lanzan su quiquiriquí cuando está amaneciendo; en realidad lo lanzan a todas las horas del día y de la noche cerrada. Afortunadamente, no me he tenido que acostumbrar al arrullo de los balazos para dormir. Algunos norteños que pasan por Querétaro se quieren tirar al suelo cuando oyen los cohetes que tiran los curas del templo de La Cruz, celebrando a algún santito. Cerca de una iglesia se oyen las campanas a todas horas, pero el tren se oye desde mucho más lejos. Se oye el traqueteo de las ruedas con los rieles y el chillido de los frenos. Entonces aparece la bocina del tren, irreverente con todo, saliéndose del cosmos. Yo me imagino que el maquinista disfruta tocándola innecesariamente por la noche porque, si no, no puedo entenderlo. A los que vivan cerca de las vías del tren, les dedico el eslogan popular queretano: ¡ánimo! Por último, un par de notas vecinales: el amigo de un amigo tiene a su actriz favorita. Este hombre no sabe mucho de cine y ni siquiera conoce la biografía de la actriz o el año de sus películas, tan solo su nombre de guerra. El caso es que de vez en cuando pone alguna de sus películas, apagando la pantalla para no ver, sino solamente escuchar a esta diosa de la interpretación. Al vecino de un vecino le dicen que ronca, aunque siempre he tenido mis dudas sobre esto. De todas formas y como en el caso de los grillos nocturnos, un Do de pecho bien dado es otro sonido que se integra al fondo armónico, sin el cual el entorno no sería igual de acogedor ni la ciudad sería tan hermosa. 021


022 Nunca callaría a la ciudad, de verdad, no acompañaría mi caminata callejera con audífonos, y menos si estos tienen reductor de ruidos (cosa que muchos alardean de tener con orgullo). Yo no soy melómana, no tengo intención de serlo, pero tampoco me desagrada la música, si es que ésta aparece mezclada con el sonar urbano. No, nunca callaría a la ciudad. Y no lo digo en el sentido romántico decimonónico del asunto, lo digo por sobrevivencia. Un ejemplo simple y precario: ¿cómo saber que está pasando el camión del gas sin escuchar su estridente grabación? Bañarse con agua caliente es una necesidad básica del ser urbano, y no en todas partes hay gas entubado. Otro ejemplo son los automóviles, éstos son el objeto clave de las sociedades citadinas, al punto de ser considerados en la arquitectura misma. El sonido de su claxon es evidente, pero el ruido propio del movimiento de los automóviles es como la agitación de las hojas tocadas por un depredador. Uno aprende a identificar qué tan lejos está, qué tan rápido viene y para dónde hay que moverse cuando se acercan a envestir. Los urbanos más cultivados al respecto presumen poder identificar el modelo de un auto por el sonido de su motor. Pero no puedo negar que sí hay algo de romántico en el sonido de los pasos de otros seres urbanos, en el conjunto de voces en los espacios públicos, en los choques de cerámica de las cafeterías, en las historias de los pasajeros de los autobuses, aún en las melodías que aparecen y que cambian de tienda en tienda, de auto en auto, o de tono de celular en tono de celular. Cualquier sonido urbano es más real y vívido que cualquier marañas de pensamientos, que tal como ésta no me dejan escuchar más allá que mi cabeza. Nunca callaría a la ciudad, pero a ratos sí callaría a mis soliloquios urbanos.

Soliloquios urbanos Carolina Nieto Ruiz

Ruidos urbanos Roídos urbanos Oídos urbanos Oí dos urbanos


Ruidos ejemplares 1. Las campanadas Con un templo en cada cuadra, las ciudades del Bajío suenan a misa. Los chilangos se sorprenden porque muchos de nosotros no usamos reloj. «Su estilo de vida es tan relajado, que se han olvidado del tiempo», dicen. Falso: sí usamos reloj, nomás que lo usamos en los tímpanos: cada 15 minutos un templo nos dice qué hora es. 2. Todou locou Con permiso de las ciudades de la frontera norte, San Miguel de Allende es la ciudad más pocha de México. Oh, no!, yeah!, es beautiful, perfectou, ¡oh, istoy hablandou espaiñol!, qué locou, todou locou… El ruido de las vocales ambiguas, la voz estridente y exagerada de los gringos retirados: el ruido característico de San Miguel. 3. Fuentes danzarinas La frase de Borges «no nos une el amor, sino el espanto; será por eso que la quiero tanto» no es sobre Buenos Aires, sino sobre las fuentes danzarinas de Querétaro. Los que vivimos y/o trabajamos al lado de una, hemos convertido el ecléctico repertorio musical (Huapango de Moncayo, I Don't Wanna Miss a Thing, Por una cabeza, Por ti volaré) en un ruido urbano más, acaso el más detestable. 4. Alarma despertador La modernidad en provincia se expresa con enormes edificios departamentales. Se construyen en

¿A qué suena el centro de México? ¿Qué ruidos concretos escuchamos en nuestras ciudades? A continuación los diez ruidos urbanos más representativos del Bajío.

menos de un año, es decir, son de tabla roca. Esto es perceptible todas las mañanas: entre 6 y 8 suenan todos los despertadores del edificio. Te levantas con el despertador ajeno y pones el tuyo para despertar al vecino. Ruido dominó. 5. Ruido carretero Aunque en Querétaro, por ejemplo, recorrimos unos cuantos kilómetros la carretera panamericana (antes pasaba por Constituyentes), seguimos escuchando el motor, los frenos y la alharaca de los trailers y camiones. Nuestras ciudades no son todavía lo suficientemente grandes para crear un libramiento vial y auditivo. 6. Ruidos subterráneos Guanajuato es casi zona sísmica: la tierra no se mueve, pero sí escuchamos que algo sucede ahí dentro: autos y camiones pasando por antiguos túneles mineros. Más que sonar a temblor, Guanajuato suena a una ciudad con retortijones, como si tuviera estómago y algo le hubiera caído mal. 7. Silbidos Silbar es un verbo pueblerino. En provincia silbamos más que en el DF. No chiflamos más ni pitamos más, pero sí silbamos más y mejor. Silbamos –se entiende– tonadillas, cuplés y hasta canciones enteras. Nuestros labios siempre están alzados, como si besáramos el aire. Un freudiano sordo pensaría que nunca superamos la fase oral. Y en una de esas tiene razón.

8. Urracas La Presidenta de nuestro H. Consejo Editorial dice que nuestras ciudades son pajarientas. Ella lo dice porque las ve, nosotros lo confirmamos porque las escuchamos, sobre todo por las tardes. Ruidos roncos, ásperos, poco musicales: urracas. La onomatopeya de la urraca es el chac chac chac. 9. Cuete patronal En nuestras pequeñas ciudades los templos religiosos siguen funcionando como parroquias. Son centros comunitarios que celebran a su santo patrono con cuetes y tamborazos. Por lo menos una vez al mes cerramos una calle para atronar y retumbar el cielo todo. 10. Voceadores «El diaaariooooo, el diaaariooooo»: el oficio del voceador sigue existiendo en provincia. Cada vez hay más grabadoras que ofrecen ricos y deliciosos tamales oaxaqueños, o algún fierro viejo que vendan, pero todavía se escucha por ahí a algunas personas ofreciendo, a grito pelón, toda clase de servicios. No se les entiende casi nada, eso sí, pero algo gritan.

¿No oímos ladrar a los perros; nos faltó un ruido urbano ejemplar? Grítanos por mail (hola@sadabombon.com) o tuiter (@SadaBombon), prometemos parar la oreja.



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