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Historia Salesiana
Centenario de la muerte de Don Pablo Albera, sdb (1921-2021)
«La cualidad característica del salesiano… la práctica de la dulzura»
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Querido lector del Boletín Salesiano: A cien años del nacimiento al cielo de don Pablo Albera, Rector Mayor de la Sociedad de San Francisco de Sales, entre los años 1910 a 1921, queremos compartir contigo algunas perlas de su talante espiritual contenidas en el rico y denso magisterio como sucesor de san Juan Bosco, además de su servicio como Director Espiritual de la Congregación Salesiana, durante el Rectorado de Don Miguel Rua (1893-1895). Las citaciones que encontrarás a continuación fueron extraídas del volumen Don Albera, maestro de vida espiritual, escrito por don Aldo Giraudo, salesiano presbítero italiano, experto en estudios salesianos (GIRAUDO ALDO, Don Albera, maestro de vida espiritual, Settore Formazione - Società Salesiana di San Giovanni Bosco, Roma 2021).
Don Albera, como lo refiere el Beato Felipe Rinaldi, tercer sucesor de Don Bosco en la guía de la congregación, en un artículo para el Boletín Salesiano de 1921, descolló de sobremanera en el espíritu de piedad, una virtud que no solo vivió sino que promovió entre sus hermanos y hermanas en fidelidad al carisma del fundador. Escribe, en efecto, don Rinaldi, trazándonos de él un interesante perfil espiritual: «Dotado de inteligencia clara y penetrante, y de una memoria prodigiosamente fácil y precisa, desde muy joven encauzó todo este riquísimo caudal de energías para modelar su espíritu de la más sólida y esclarecida piedad que debía ser su vida. Así comenzó sus lecciones en la escuela de Don Bosco; grabando celosamente todas sus enseñanzas... Incluso los demás estudios (porque fue un erudito asiduo y amante de toda cultura sana) tuvieron esta impronta: que nutran la piedad y tengan la impronta de la piedad. Y la piedad fue el secreto de su éxito... Tantas obras, realizadas por un hombre tan parco en palabras, tan sobrio en el gesto, tan mesurado en sus movimientos, casi nos sorprenden, pero adquieren mayor valor y eficacia cuando regresan a su raíz, que es la vida interior de piedad, en la que toda su vida se recogía, y recibía de ella la impronta de sencillez y compostura que fue en él tan característica. El dicho de san Pablo: pietas ad omnia utilis est [la piedad es provechosa para todo], tenía en él la plena prueba, del hecho, que se revelaba en cada momento en la vida práctica... La grandeza de la figura moral de don Albera, como Rector Mayor de los Salesianos, está toda ella en el firme propósito de calcar fielmente, sin

restricciones y sin ninguna insinuación, las huellas de Don Bosco y de Don Rua. Esta es la verdadera gloria de los once años de su rectorado…». (p. 127).
De esta profunda unión con Dios, que debe ser la característica de los hijos de Don Bosco, emergió en don Albera una incansable actividad que lo llevó, por obediencia, a visitar todas las presencias salesianas del continente americano (1900-1903). El timido, silencioso, gentil y delicado “Pablito” hizo de su amor a Don Bosco una escuela, convertida en magisterio vital que expresó en todos las páginas de su ampio epistolario de animación y gobierno. Sus cartas circulares rezuman del genuino espíritu del fundador, del que quiso siempre ser un intérprete actualizado, como expresión y garantía de la posibilidad efectiva, incita en el carisma, de conducir a quienes se sienten identificados con él a las cimas de la santidad.
Una de las tantas características que don Albera presentó con insistencia a consideración y asimilación vital de los salesianos es la práctica de la dulzura, como expresión de la amorevolezza educativa. Lo hizo particularmente mediante una carta dirigida a los inspectores y directores del 20 de abril de 1919, titulada Sulla dolcezza (Sobre la dulzura). A la escuela de San Francisco de Sales, patrono de la congregación salesiana, don Albera insistía mucho a cerca de la práctica de la virtud de la dulzura, como ascesis del carácter y como camino expedito para acceder a los corazones de las personas, particularmente de los jóvenes. En efecto, «…Quien quiera que las personas confiadas a su cuidado “crezcan cada día en la virtud” debe mostrarse siempre amable, hacerlas felices y alegres, “practicando siempre y en todas partes esa dulzura que Jesús desea que aprendamos de su dulcísimo Corazón”. Así reinará el espíritu de familia. De hecho, lo que hace eficaz el seguimiento de Jesucristo, fue su ejemplo, la paciencia y la dulzura con que trataba a todos. También ahora sigue dándonos prueba de su bondad, a pesar de los muchos y graves pecados que se cometen; y hasta el fin de los siglos se ofrecerá al Padre Eterno como víctima expiatoria de nuestros pecados». (p. 165).
En ese sentido, para todos aquellos que tienen entre sus manos el ministerio de la autoridad, y en general para todos los/las educadores(as), «… las palabras bruscas, el comportamiento grosero y la impaciencia siempre tienen tristes consecuencias. “¡Cuántos buenos pensamientos se inspiran, cuántas sabias intenciones se confirman con una



acogida afable, con un rostro abierto y sonriente, con una palabra dulce, con una renovada seguridad de estima y afecto!». (p. 164).
Dada la importancia de esta misiva para nuestra misión educativo-evangelizadora, la reportaremos a continuación casi por completo (pp. 190-194), esperando que sea de tu agrado, querido lector del Boletín, en la inminencia de los 400 años de la muerte de San Francisco de Sales, a quien el Rector Mayor ha dedicado el aguinaldo del año próximo, titulado “Hagan todo por amor, nada a la fuerza”.
«Al disponerme a escribir sobre este tema que tiene, como bien sabéis, una importancia capital, y es la nota característica del espíritu de
Don Bosco, me he postrado a los pies de Jesús, y me pareció sentirme decir: Discite a me quia mitis sum et humilis corde (Mt 11, 29): aprended de mi a ser dulces y humildes de corazón.
Vayamos pues a su escuela, y tengamos en cuenta sus enseñanzas y sus ejemplos. (…). (…), hablando de dulzura, ¿podríamos olvidar el título de Salesianos que tenemos la suerte de llevar? Este nombre, ya conocido en cada parte del mundo, y rodeado de tantas simpatías, nos recuerda cómo nuestro venerable fundador y padre, no sin razón, hubo elegido a san Francisco de Sales como protector de la
Pía Sociedad que debía iniciar. Profundo conocedor de la naturaleza humana, él comprendió desde el inicio que en estos tiempos para hacer el bien era necesario encontrar la vía de los corazones. Estudió, pues, con particular esfuerzo y amor las obras y los ejemplos de ese maestro y modelo de mansedumbre, y se esforzó por seguir sus trazas practicando la dulzura. Por otro lado, una voz bastante más autorizada le había impuesto la práctica de la dulzura. En aquel sueño que tuvo a la edad de nueve años, le pareció ver una numerosa multitud de jóvenes que se peleaban entre ellos hasta llegar a las manos; blasfemaban y mantenían discursos obscenos. Llevado por su carácter impulsivo y espabilado, el niño habría querido impedir tanto mal con fuertes reproches e incluso a golpes. Pero aquella voz le dijo que este no era el modo con el que habría logrado su intento, y le invitó a dirigirse a una gran matrona (María Santísima), que le habría enseñado el modo más eficaz para corregir y hacer mejores a aquellos galopines. Todos sabemos que este medio no era otro que la dulzura; y Don Bosco se convenció tanto, que enseguida comenzó a practicarla con ardor, y se convirtió en un auténtico modelo. Cuantos tuvieron la hermosa fortuna de vivir a su lado, comprobando que su mirada estaba llena de caridad y de ternura, y que justo por esto ejercitaba sobre los jóvenes una atracción irresistible (…). Cuando recibía la rendición de cuentas de algún hermano, muy lejos de aprovechar esta ocasión para hacerle reproches (aun merecidos) y correcciones severas, no tenía otro objetivo que inspirarle confianza

y animarlo a mejorar para el futuro la propia conducta. Un óptimo compañero nuestro nos contaba que, dejándose fascinar por las cualidades intelectuales y exteriores de un escolar suyo, se le había encariñado a él hasta el punto de perder la paz y tener turbada la conciencia. Decidido finalmente, no sin pena y con gran esfuerzo, a desvelar todo a Don Bosco, se le presentó con el rostro encendido y con la boca temblando le manifestó el estado de su alma. De vez en cuando miraba al venerable, temiendo que mostrase asombro y disgusto de cuanto oía; pero siempre veía aquel rostro igual y sonriente. Cuando terminó su rendición de cuentas, se esperaba un reproche duro y justo; en su lugar oyó palabras dulcísimas, que permanecieron para siempre grabadas en su corazón y en su memoria; y me las repetía, exaltando la bondad del venerado superior. «Queridísimo, le había dicho Don Bosco, me daba cuenta perfectamente de que te habías alejado del buen camino, y temía mucho por tu vocación; pero ahora has venido espontáneamente a desvelarme tus penas: esta sincera rendición de cuentas tuya aleja de mi mente cualquier temor; la confianza con la que me has hablado me hace olvidar todo tu pasado, es más, hace más vivo mi afecto por ti. Ánimo pues, Dios te ayudará a perseverar en tus buenos propósitos». No es necesario decir que este lenguaje genuinamente paterno hizo un bien inmenso a aquel hermano, que hasta la muerte se mantuvo fiel a sus promesas, y trabajó muchísimo por la propia santificación y por la salvación de las almas. ¡Oh!, si los muros de la modesta habitación de Don Bosco pudiesen hablar, ¡qué milagros nos revelarían, llevados a cabo por su dulzura y afabilidad! Estamos acostumbrados a llamar heroicos a aquellos años en los que Don Bosco y sus primeros hijos tuvieron que sufrir y trabajar tanto. Pues bien, ¿qué hacía tan valientes y constantes en su vocación a aquellos jóvenes clérigos y coadjutores, que tenían que vencer tantas dificultades para permanecer con Don Bosco? Era la palabra siempre dulce y alentadora de nuestro venerable padre. Se decía feliz por estar rodeado de semejantes hijos, y a nosotros nos sabía a gloria el hecho de ser llamados hijitos y colaboradores por semejante padre. Cuando nos proponía cualquier trabajo, aunque fuese penoso y repugnante, ¿quién habría osado decirle que no a él, que nos lo pedía con tanta gracia y humildad?
Persuadámonos bien de esto: según las idas de nuestro venerable, el verdadero secreto para ganar los corazones, la cualidad característica del salesiano, consis-
te en la práctica de la dulzura».


Hno. darwin JiMenez, sdB. instituto doMingo savio - La Paz
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