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Gael Montiel
gaeL montieL
tuLtitLÁn, 1991
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Estudió periodismo y egresó del diplomado de la Escuela de Escritores de México. Textos suyos han aparecido en el diario Reforma y las revistas Tierra Adentro, Crítica, La Hoja de Arena, Revista Mexicana de Comunicación, entre otras.
Uno nunca sabe
Carolina tiene fiebre, dolor de cabeza y garganta y algo ha escuchado sobre un virus del otro lado del mundo y a los expertos decir que podría llegar hasta aquí, sin embargo para ella eso es un ruido de fondo para sus preocupaciones más tangibles, como el recado por neuralink que su jefe le envió a las cinco de la mañana cuando ella apenas se iba levantando, así que no se inquieta por el cuerpo cortado y los pensamientos de su malestar y de aquel virus no se tocan en su mente, está cada uno aislado en su burbuja de intrascendencia, porque en este momento lo que a ella le interesa es llegar temprano a la oficina, y corre, y baja las escaleras del metro, le escurre aún el cabello mojado, y estornuda, se tapa con la mano y se agarra del tubo por tres estaciones hasta abandonar el vagón y sube Juan, que también algo ha escuchado por ahí de un virus, pero esas son pendejadas que ocurren muy lejos, y a él lo que le importa de momento es saber si tuvo éxito para ocultarse de las cámaras en el andén, así que sube al vagón y en cuanto el tren se pone en marcha saca las golosinas que vende y las ofrece: barras de proteína sintética para la oficina, para el trabajo, al fin que sustituyen a una comida completa, y pone su mano derecha en el tubo en el que embarró la mano Carolina y camina hasta el fondo del vagón, sin darse cuenta de que propaga en el pasamanos la mucosidad apenas perceptible, y Juan llega al final del vagón y nadie le compra y baja y tiene sueño, y se rasca los ojos con la mano izquierda y se sube a otro vagón y se agarra del tubo y entonces Israel, que va entrando y solo tiene que llegar a la próxima estación, pone la mano en el tubo repasado por Juan,
e Israel se baja del metro y llega a la oficina y habla con Mauricio, le pregunta cómo está, si ya desayunó, le dice que él va en camino a bajar por comida, si no quiere nada, e Israel no se da cuenta, pero escupe cuando habla y nadie se da cuenta de cuánto escupe cuando habla, y la mano de Mauricio interrumpe la trayectoria de la saliva y la recibe sin sentirla, y él niega, le dice que no se apure, ya comió una de esas barras de proteína sintética y mientras platica toma la pila de documentos con la mano ensalivada y los entrega a Fernanda, quien cuenta las hojas y las golpea con la mesa para acomodarlas y entra a la junta y reparte los informes, uno para Enrique, uno para María, uno para Daniela y Daniela toma la hoja, la dobla con fastidio, se burla de que en su empresa aún utilicen hojas de papel y lee desinteresadamente, y aprovecha que todos están concentrados en una gráfica para rascarse la nariz con discreción, la punta apenas, con el pulgar y el índice, y termina la junta y Daniela, que no ha desayunado, baja a la cafetería de la esquina y en la fila encuentra a Jorge y lo saluda de mano, intercambian un diálogo nimio antes de que Jorge se despida y entre a su oficina en otro edificio, pero se queda hasta muy tarde revisando los códigos de inteligencia artificial, y regresa a casa y se baja del metro y entra en su edificio y se agarra del barandal de la escalera para subir hasta llegar a su casa, pero Jorge es tu vecino y vive arriba de ti y tú, pendejo, sales por la mañana al día siguiente, porque solo querías estirar estas piernas que apenas te responden y llevarlas aunque fuese a la esquina a pasitos, porque llevas quince días encerrado desde que oíste en las noticias sobre el virus del otro lado del mundo, y te agarras del barandal cuando subes, el mismo barandal que agarró Jorge, y subes las escaleras con mucho esfuerzo y cuando al fin llegas a tu departamento arrojas el cubrebocas sobre la mesa y vas directo al baño y abres el grifo, presionas la botella de jabón y recibes en tu mano temblorosa el espeso líquido verde, y repasas los movimientos que hace tantas
décadas memorizaste para lavarte, haces círculos con las manos y vuelves el jabón espuma, restriegas tus dedos, tomas tu pulgar como una palanca, así aprendiste a hacerlo cuando eras joven, y la limpias y rascas tu palma izquierda para limpiarte los dedos de la mano derecha hasta debajo de las uñas, rascas tus palmas, rascas tus palmas, rascas tus palmas y tus dedos empiezan a sangrar y rompen tu piel delgada y el blanco de la espuma se mezcla con el rojo de tu sangre y piensas en cómo la gente puede salir tan confiada a la calle tras haber escuchado del virus del otro lado del mundo porque ellos no se acuerdan de eso, de lo que pasó hace décadas, en 2020 la mayoría ni había nacido o apenas o no entendía, pero tú, que ya no te acuerdas de muchas cosas, sí te acuerdas del encierro y de la muerte y del miedo y no sabes si esta vez será igual, no sabes muchas cosas, si el vecino se llama Jorge, si trabaja en una oficina, si Carolina solo tenía una gripe, vaya, no sabes si Carolina existe siquiera, pero agarras más jabón y te restriegas las manos de nuevo, por si acaso, porque uno nunca sabe.