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Patricia M. Pedreguera

patricia m. pedreguera

ciudad de méxico, 1993

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Estudió la licenciatura en Literatura Dramática y Teatro, en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ha escrito obras de teatro como Familia Carnaval (2018) y Al borde de la carretera (2020). En el 2013, fundó el grupo de teatro La voz de las cosas, con el que actualmente está trabajando sobre el eje de la familia y sus silencios. Así mismo, es co-fundadora del colectivo teatral Lesbianas sin fronteras. Desde el 2014, se ha especializado en el trabajo con jóvenes, como docente en el Colegio Madrid; experiencia que ha volcado su labor teatral hacia propiciar espacios de diálogo y problematización con jóvenes audiencias.

Team Kong

Para Natus, por compartir la ficción.

A las siete intentar pararse, abrir los ojos, sopesar la secuencia matutina, volver a cerrarlos, para lograrse levantar hasta las ocho, ya algo tarde realmente, pero igual funciona. Tomar el celular, ver si hay alguna notificación que le de emoción a mi mañana, pero nada, ninguna es relevante: varios mensajes en grupos de trabajo que se quedarán sin ser leídos por varias horas, si es que no se quedan así por más tiempo. Sentarse viendo el piso desde la cama, los pies y los músculos con un dolor raro, dolor de días quietos. Tomar la ropa a la mano, unos pants, nadie nuevo me va a ver las piernas el día de hoy… como ayer nadie me las vio y mañana tampoco nadie me las verá…; así que el pants gris aguado, que me hace ver gorda, pero me hace sentir cómoda está bien; de playera, la misma que uso un día sí y uno no, le apestan las axilas, pero ya no importa porque nadie estará a menos de metro y medio, ni a menos de cinco metros en realidad. Caminata al baño, hacer pipí viendo la pared blanca a la que nunca le da el sol, lavarse las manos viéndome el rostro y pensando cómo resolver esta mañana mi cabello enmarañado y grasoso, que gracias a la cámara web puede pasar un poco desapercibido: decido hacerme un chongo más, como todos los días. Caminata a la cocina, café, es indispensable hacer café en la cafetera italiana; y mientras el agua se calienta para hacer que ocurra la magia del café, comer un plátano o un pan o lo que sea para evitar las agruras. Prender la computadora, sentarse frente a ella, checar en la cámara web que en el espacio

no se delate nada: ni tristeza abultada en torres de klínex, ni el cenicero con porros a medias. Me veo un poco demacrada, pero no estoy tan mal, las ojeras de siempre, nada más. Entrar a una reunión web: a dar clases, a junta, a tomar clases, no importa; entrar a una reunión web a seguir con la ficción del trabajo. Una notificación particular retumba hasta el fondo del pecho: tinder, ¿me habrá contestado por fin?, ver el teléfono y nada, otra persona, todo bien, igual es alguien chido, hay que conocer de todo, el amor puede estar en cualquier lugar inesperado, a la vuelta de cualquier match. Pero hay que volver a lo que estaba, la junta o la clase. Seguir con la ficción, a veces la ficción cobra sentido y lo vale, me olvido de que casi un año atrás, la sola idea de pasar más de dos horas en videollamadas era absurda y aberrante, ahora cuatro horas es lo mínimo y es natural, la espalda jorobada y las nalgas aplastadas en la silla ya son parte del ciclo de la vida: te levantas, te conectas a la compu y luego te duermes; en resumen: naces, te conectas a la mátrix y luego te mueres. Pero volvamos a que, a veces incluso esto tiene sentido, porque a veces entre los cuadritos de todas las personas que tienen las cámaras prendidas, ocurre el milagro de sentir que estamos todos construyendo algo juntos, aunque cada quien esté en una realidad distinta… Cinco horas después, a comer, caminar a la cocina y esperar que en el refri haya algo ya hecho, ya hecho y delicioso: pero solo el arroz de la semana, y ahora toca atún, porque no hay energía para salir por pollo. Arroz y atún o arroz con huevo, lo que sea, no importa. Comer y quizá ver la tele, sí, ver la tele y acabando a trabajar en los pendientes. El plan de una hora viendo la tele, se convierte en toda la tarde viendo la tele hasta que la mente está cansada de no hacer nada y hay una angustia de que la vida se va y no se hace nada. Voltear a ver la pantalla del celular, con la esperanza de que entre todos los pixeles haya algún resto de emoción, algo por qué vivir, una historia de amor. Pero no, nada, otro día de enfrentar la

pandemia sin nadie más, sola, sin nadie que me abrace en la noche, sin nadie que solo porque sí me pregunte ¿cómo estás?, ¿cómo estuvo tu día?, o que me diga que todo va a estar bien, aunque nada parezca estarlo.

Nada, nadie. Los amigos de siempre, compartiendo algún meme.

Así, una semana, dos semanas. A la tercera, la pregunta: ¿Le mando algo?, un hola… no… un ¿qué onda, cómo estas?, no… un ¿sigues ahí?.. no, no no, eso no, demasiado intenso y codependiente. ¿Le intereso? Bueno, me dijo que se iría de viaje tal vez por eso no ha contestado… aunque Jess dice que cuando a ella le importa alguien, le responde en chinga. Chale. No le intereso. Pero me cae tan bien y conocerla aquella única cita en el parque fue hermoso:

No me imaginé la boda, creo que ya controlo eso… quiero decir, eso de imaginarme la boda y la vida juntas y los hijos. Ay, pero la neta sí me imaginé un beso. Conocerla, atrás de un cubrebocas y solo conocer sus ojos por varias horas. El temor a que detrás del cubrebocas esté el virus, nos ha obligado a comunicarnos con los ojos y con el resto del cuerpo. Por suerte estudié la técnica de teatro de máscaras y logro transmitir al resto de mi cuerpo mis emociones. Pero a veces solo sonrío porque sí, y esa sonrisa, que sé que tiene potencial ligador, ya quedó perdida dentro del KN95. Qué sexy sería entrar en un arrebato de desesperación y arrancarnos los cubrebocas y compartirnos babas, virus, bacterias, sudor, olores, estar dentro de ella y ella dentro mío. Pero no, somos civilizadas y platicamos otra hora más con cubrebocas. Hasta la hora del taco, del taco al pastor. Me encanta que dentro de todo el estrés pandémico, comer sea una excepción a las reglas, como si no hubiera contagio en ese momento. Y con la expectativa de un taco, una cerveza y por fin ver su rostro, nos bajamos el cubrebocas. Era cierto lo que auguraban sus ojos, tiene una sonrisa que me encanta.

Pero ahora, aquí, cagando frente a la pared blanca del baño a la que nunca de la el sol, esperando una notificación que no llega.

Terminar de cagar y regresar a la computadora, sentarme frente a la hoja en blanco en la que tengo que escribir un reporte desde hace dos semanas. Mirada furtiva al celular. ¿Le escribo? Solo para saber cómo está, un tranqui «¿cómo estás?» «¿qué tal va el viaje?» Pero la última vez que le mandé mi chiste pendejo sobre Kong y Godzilla no contestó, no mandó ni un sticker ni nada; tal vez le cagué, todo iba bien hasta que le dije que era team Kong, si le hubiera dicho que era team Godzilla tal vez estaríamos mandándonos mensajes aún. Sí, definitivamente no le intereso. Pero si le dejé de interesar por ser team Kong sería una pendejada, ¿no? Debería de escribirle y despejar dudas. Ya perdí diez minutos viendo su chat. El reporte, sí, el reporte, ¿por dónde empezar? ¿por dónde empezar a reportar mi trabajo en línea del último mes? Lo mismo que todos los días, realmente nada nuevo. Pero, Sandra y Julieta, me dijeron que le preguntara directamente si quiere volver a salir conmigo; aunque Joaquín me dijo que me esperara a que me escribiera, que iba a parecer una loca desesperada; pero Melissa conoció a Andrea en tinder y funcionó porque se dijeron las cosas directamente; sí, pero Rodrigo dice que no es el mejor momento para ligar por la pandemia, que igual los amores de pandemia no existen, no llevan a ningún lado; aunque mi terapeuta me dijo que sonaba bien esta historia, como a que por fin estoy superando a mi ex. El reporte, puta madre, solo he avanzado la configuración de la página y el interlineado. ¡A la chingada todo! Me rindo, tomo el celular y lo aviento a la cama. Comienzo a escribir el reporte y, justo entonces, suena estruendoso y se clava directo en el centro de mi corazón, el sonido inconfundible de una notificación de tinder, volteo a ver el celular en medio de la cama; así estoy, diez segundos, un minuto, un minuto y medio.

Entonces me doy cuenta, sí, me doy cuenta de que ese momento me pertenece a mí plenamente, si tomo el celular puedo enterarme de que es alguien más y desilusionarme, o podría ser

ella, diciéndome que salgamos mañana; no sé nada de estadística, pero a estas alturas, me parece que todo tiene la misma probabilidad de suceder... bueno, tal vez no, pero lo bueno es que no sé de estadística. Pero si no tomo el celular, la ilusión sigue estando en mis manos, nadie me la puede robar, la ilusión de sentir que también le intereso. Caminata a la cocina, sacar una cerveza; de nuevo frente a la compu, cierro la ventana del reporte, ya lo escribiré mañana en las tres horas que antes me hacía de transporte al trabajo y que ahora ocupo para sacar pendientes, abro yutub y pongo mi canción favorita, abro la cerveza y le doy dos tragos, el frescor de la cerveza entre semana recorre mi garganta y mi cuerpo se suelta y me pongo de pie y me pongo a bailar, esta felicidad es mía y nadie me la va a quitar.

En un mundo sin pandemia, ahora estaría en el tráfico, apretada en un camión, con dolor de días rápidos. En un mundo con pandemia, ahora estoy bailando en calzones en mi cuarto a la mitad de la semana, esta nueva ficción también me gusta a veces. Prolongar la felicidad, huir de las notificaciones, estar conmigo un poco más. Decidir, por ahora, entregarme a la ficción de que al fin me escribió.

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