El suicidio de Europa - Claudio Magris

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04 b sábado 26 de julio de 2014

MILENIO

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LABERINTO

de portada

de portada

El suicidio de Europa

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En el siguiente ensayo, el escritor italiano no solo abre un enorme ventanal desde el que se mira la relación entre el primer conflicto bélico del siglo XX y la cultura sino que plantea lo esencial: ¿es la guerra un mal necesario para el progreso de la humanidad? Aunque la respuesta parece obvia, la historia sigue mostrando que el mundo transita en dirección opuesta Claudio Magris

E

n Prosecco, existe un pequeño cementerio austrohúngaro de la Primera Guerra Mundial. He hablado y escrito acerca de él con bastante frecuencia, incluso recientemente, porque está ligado —por lo menos para mí— a una pequeña historia que revela toda la cándida ingenuidad con la que Europa, con la Gran Guerra, se encaminó hacia la gran masacre y —como dijo Benedicto XV, uno de los poquísimos en haber visto con claridad la realidad— hacia su suicidio. En ese cementerio yace sepultado un oficial austriaco, padre del gran historiador vienés Adam Wandruszka. Como me contó él mismo, portaba el nombre de Adam porque su madre estaba encinta cuando su padre partió al frente, dejando dicho que, si nacía varón, debían bautizarlo con ese nombre. De esa guerra, decía con convicción poco antes de morir en el Carso, nacería el hombre nuevo, fraternalmente amigo de todos los otros, porque después de esa guerra ya no habría necesidad de otras más y el mundo se tornaría —o regresaría a ser— un Paraíso Terrenal. En todos los frentes enemigos, los cuales estaban a punto de ser llevados al matadero, se pensaba y se sentía, al menos en su gran mayoría, de la misma manera. La poesía rusa de esos años prodigaba sus esperanzas en un “hombre nuevo”, ciudadano libre en un mundo de paz y de vida renovada; y en todas las literaturas se encontraba esta sensación de una regeneración —no solamente guerrera y belicosa, como la entendían los nacionalistas, sino también noble y fraternalmente espiritual— que seguiría durante la guerra. Con excepción del lúcido o, por decirle aún mejor, clarividente pontífice ya mencionado y algunos socialistas y anarquistas pacifistas —que sin embargo, reaccionaron más por sentimientos humanitarios que por un cabal juicio histórico—, todos esperaban o por lo menos aceptaban la guerra. Todos los países que habían entrado en guerra pensaban que le da-

ban una buena lección a su enemigo más cercano, sacando ganancias territoriales o de otro tipo, sin imaginarse que las hostilidades, vistas por casi todos como un fenómeno de corta duración, pudieran asumir dimensiones mundiales y una prolongada permanencia. Los nacionalistas de todos los países fantaseaban pensando que su poderío crecía gracias a la fácil victoria; muchos liberales esperaban que se corrigieran antiguas injusticias; los comunistas veían en la guerra la posibilidad de la revolución; los democráticos soñaban el derribamiento de todas las fronteras, el final de los regímenes totalitarios y un diálogo fraterno entre los pueblos. Nadie podía imaginar —la imaginación humana es muy débil e incapaz de pensar una realidad diversa a la del momento— que la guerra podía ser tan tremenda, especialmente para las tropas en el frente, y tener una duración tan prolongada. La masacre fue, aparte de cualquier otra consideración, realmente “inútil”, como la definió Benedicto XV, porque al final de esa carnicería los problemas que la habían desencadenado no se habían resuelto, incluso se habían agudizado. Las masacres de Verdún, del Carso, de Leopoli (“tumba de pueblos”) dejaron tras de sí una Europa devastada y envenenada por los viejos problemas —las fronteras, las nacionalidades, el nuevo papel de las masas, los conflictos sociales— todavía más agravados. En ese nuevo Edén, en el que debería vivir feliz y en paz el nuevo Adán llegaron a reinar con crueldad Mussolini, Hitler, Stalin y otros déspotas en otros países; sobre las ruinas

ARRIBA: El archiduque Francisco Fernando y su esposa Sofía viajan en el coche momentos antes del atentado en Sarajevo el 28 de junio de 1914 IZQUIERDA: Gavrilo Princip, el asesino del archiduque, fotografiado en prisión un día después del crimen

de los imperios nacieron regímenes totalitarios, tiranos y asesinos. El fin de la Primera Guerra Mundial creó una Europa inevitablemente encaminada a una Segunda Guerra Mundial o, mejor aún, a un segundo tiempo de la Única Guerra Mundial, que también vio un tercer tiempo (para nuestra egoísta suerte, jugado en tierras lejanas) con la Guerra Fría, 45 millones de muertos entre 1945 y 1989. Puede ser que se perfile o ya se esté desarrollando un cuarto tiempo, ya serpenteante, pero que la miopía de la inteligencia humana y sobre todo política no permiten ver. La Guerra en Afganistán ya ha durado dos veces y media la Segunda Guerra Mundial y no puede ser ni ganada ni perdida, es decir, quizá no puede terminar y esto es solo un ejemplo. Naturalmente también la guerra conoce y quizá contribuye a crear valores humanos: la lealtad, la fidelidad, la valentía, la solidaridad hacia los compañeros en dificultades incluso a costa del peligro y a veces también la humana solidaridad hacia el enemigo, cuando el enemigo posee el rostro concreto de un individuo en dificultades y amenazado por la muerte. La poesía nacida del dolor de la guerra es una poesía extremadamente humana, que

FOTOS: REUTERS

a menudo toca las cuerdas más universales de lo humano. Piénsese —pero solo son unos pocos ejemplos entre muchos— en Ungaretti, en “La buffa” de Giulio Camber Berni que ha expresado el nexo profundo y estrujante, épico, melancólico y sanguíneo, entre la guerra y la vida; piénsese en los grandísimos y desolados poemas de Georg Trakl; en tantas novelas como aquella famosa de Remarque o en tantas películas como La gran ilusión de Jean Renoir, también ella invadida por el doloroso sentimiento de la inevitabilidad de la guerra y de su nexo indisoluble aunque doloroso con la vida, sentimiento presente sobre todo en las clases populares y campesinas, en esa humanidad habituada a escuchar pasar sobre ella el viento de la historia aceptada como se acepta la lluvia o el invierno. Estos hombres son los verdaderos protagonistas de la guerra, victimas y héroes oscuros, no los mariscales que los mandaban a morir sin ni siquiera conocer el así llamado arte de la guerra, como nuestro Cadorna, para el cual resultó muy desatinada la decisión de que se le haya dedicado una calle en Trieste. Existe una gran literatura de testimonio, de diarios de guerra, que ha demostrado cómo, incluso en el infierno, puede sobrevivir la nobleza del hombre. Libros como el terrible Un anno sull'Altipiano de Emilio Lussu, acaso el más fuerte, el más grande en su despiadada aunque fraterna denuncia; libros como Guerra del 15 de Giani Stuparich o como los de Carlo Emilio Gadda y de otros. Los testimonios más preciosos son los de los patriotas antinacionalistas, capaces de ver la humanidad en el enemigo, como por ejemplo en ese extraordinario episodio en el que una compañía (o una pequeña unidad militar, no recuerdo exactamente) comandada por nuestro Guido Devescovi, el amigo de Slataper y el germanista que fue el primero en escribir sobre el Doktor Faustus de Thomas Mann, conquistó una ubicación austriaca a cien metros de distancia —cien metros cuya conquista, pérdida y reconquista costó la destrucción casi total de la compañía italiana, llegada a esa cuota con cinco o seis hombres, y la destrucción total de la compañía austriaca, reducida a uno solo, un teniente o subteniente que los soldados, enfurecidos por la masacre, probablemente estaban a punto de asesinar y que Devescovi tuvo que detener apuntando contra ellos su pistola—. Y así, de aquellos peñascos y troneras pudo nacer una flor de amistad, como la que surgió entre Devescovi y el oficial austriaco. Entre los caídos por la Trieste italiana también se encontraba mi tío Galileo, muerto a los 18 años como voluntario en el Carso, mientras que otro de mis tíos, mayor en edad, Virgilio, combatió como oficial regular de los alpinos, porque mi abuelo Sebastiano, llegado a Trieste desde el Friuli, no había querido renunciar a la ciudadanía italiana. Y fue así que en 1915 la familia se trasladó a Pistoia. Otro ejemplo de nobleza lo han ofrecido algunos, especialmente intelectuales italianos, profundamente contrarios porque Italia entrara en guerra, y también, en ciertos casos, activos tratando de influir en dicho sentido en la opinión pública y en la política pero que, cuando Italia entró en guerra, desgraciadamente sintieron —al igual que el gran filólogo Cesare de Lollis, pero solo es un ejemplo entre muchos— el deber de enrolarse voluntariamente, de compartir, para bien y para mal, el destino de su patria. Ciertamente de la guerra nació el fascismo, pero también la flor de un antifascismo resistente. Un ejemplo entre muchos: Ercole Miani, heroico voluntario y posteriormente con D’Annunzio en Fiume, el cual en Trieste fue jefe de la resistencia democrática y horriblemente torturado por las bestias de la banda de los Collotti, providencialmente fusiladas poco después, nunca dijo una palabra para delatar a nadie y nunca se vanaglorió de su auténtico heroísmo. La guerra también parió ríos de exaltación feroz y despreciable, una literatura exaltada por la violencia. Acaso la cúspide de la sanguinaria e imbécil bestialidad la alcanzó una página de Giovanni Papini, el cual (sin haber combatido, a diferencia de muchos de sus amigos) se complacía con la sangre de las plebes, es decir, de los soldados que, así describía, abonaban y fecundaban la tierra y, tocando el pináculo de la vulgaridad y de lo inhumano, agregaba que no le importaba que le vinieran a decir que las madres de todos esos caídos desconocidos habían llorado y lloraban, porque “no lloraron cuando quedaron encintas”. Reprocharle a una madre que llora la muerte de su hijo el hecho de no haber llorado mientras lo concebía es una bestialidad que no tiene parangón.

Soldados alemanes en las barricadas del frente de Yser, Bélgica, 1917

También el amor de patria es un profundo valor, especialmente si se le entiende como Mazzini, inserto en el amor más vasto para un coro más grande de patrias, ligadas por valores comunes y sentimientos fraternos. Es legítimo conmoverse cuando se escucha cantar “cementerio de nosotros, soldados/ tal vez un día te vendré a buscar” o cuando se escucha “Lili Marlene”, cantada, sobre todo, contrariamente a lo que se cree, durante la Primera Guerra Mundial. También encontramos algo de grandeza en los sueños de los diversos irredentismos, que se ilusionaban pensando en la idea de poder convivir fraternalmente. También hay algo de grandioso en la disposición para morir que tienen muchos patriotas, como lo recuerda en una espléndida página Elody Oblath Stuparich, la amiga de Slataper y luego esposa de Giani Stuparich; ella misma, sin embargo, en este espléndido recuerdo que expresa toda la humanidad de esa generación, dice que no solamente estaban listos para morir, sino también para la muerte de millones de hombres, aunque no se daban cuenta de ello. Acaso todo sueño de construir un nuevo Paraíso, un Edén en el cual un nuevo Adán pueda transcurrir la vida paseando libre y fraternalmente, es peligroso y termina por exigir inmolaciones. Acaso sería mejor contentarse en corregir un poco el mundo, en la modesta y concreta medida de las propias posibilidades, sin dejarse intimidar por las enormes dificultades que se crean de inmediato ante cualquier proyecto, aun el más mínimo, de pretender hacer mejor las cosas, de hacer más humano al mundo. Acaso existe una mayor diferencia entre los patriotas de un mismo campo que entre los de campos enemigos. Existía más diferencia entre los patriotas italianos, sobre todo los de nuestros terruños, que soñaban una armonía fraterna entre la cultura italiana y la eslava, al igual que Tommaseo, uno de los padres de nuestro risorgimento, que firmaba como “ítalo–eslavo”, y los que soñaban el dominio y la represión del vecino, que la que pudiera haber entre un patriota italiano democrático y un eslavo democrático, y esto vale, obviamente, para todo campo. Lo que sigue asombrándome cada vez más es la falta de imaginación. Resulta difícil entender hoy cómo se pudo pensar que esa guerra pudiera ser semejante a las que se llevaron a cabo en el pasado, ya de por sí desastrosas, sin ni siquiera especular acerca de las proporciones de la masacre que se estaba preparando. Entiendo más, aunque en abierto disenso, a aquellos que, como por ejemplo Ernst Jünger, vieron en la guerra un elemento formativo del hombre y continuaron viéndolo incluso cuando la realidad se había transformado en algo inhumanamente brutal, que a aquellos que marcharon alegremente a la guerra, pensando que de alguna manera también podía ser una “hermosa guerra” y que luego, ante la masacre al mayoreo de Verdún, se escandalizaron horrorizados. ¿Realmente es necesario experimentar en carne propia ciertos males para poder entender que constituyen

un mal? Mi edad me ahorró la posibilidad de participar en conflictos armados y nunca he experimentado concretamente lo que quiere decir atravesar el abdomen de otro hombre con una bayoneta o recibir en el estómago la bayoneta de otro. Pero creo saber que se trata de algo terrible y sería muy insólito que yo me atreviera a pensar que un combate con bayoneta es algo emocionante. Me viene a la mente esa historia contada por Giorgio Voghera: la historia de un judío galiziano, ciudadano del imperio austrohúngaro que ha sido llamado a las armas y se presenta a recibir todo el adiestramiento militar correspondiente. Aunque sigue estando profundamente en contra de todas las guerras, aprende —siempre a regañadientes y con los sentimientos más pacifistas del mundo— a disparar o a arrojar bombas con la mano, hasta que, al dictaminar que ha sido adiestrado de una manera suficiente, es mandado al frente, siempre a regañadientes y con sentimientos antimilitaristas. Una noche —estamos en el frente oriental— llega la orden de atacar las trincheras rusas situadas de frente. A regañadientes y siempre en contra, él obedece, sale de su trinchera, va gateando sobre la hierba, tal y como se lo ordenan, con su fusil en la mano y apuntando en la dirección justa, hasta que, en un cierto momento, los rusos lanzan algunos cohetes que iluminan la zona y comienzan a disparar sobre los austriacos que están a punto de atacar. En este punto, el judío galiziano se levanta y grita: “Hey, ¿acaso están locos? ¡No ven que aquí hay gente!” Y cae herido con un disparo en la frente. Inútil masacre, pero también suicidio de Europa. Hasta la Gran Guerra, Europa había sido el centro del poder del mundo, para bien y para mal; con ese conflicto mundial, su imperio terminó y otras potencias comenzaron a disputarse el dominio del mundo en una lucha que ciertamente todavía no concluye. La ruina de Europa le ha permitido a muchos pueblos extra europeos, hasta entonces explotados y oprimidos, liberarse y reiniciar un camino, ciertamente todavía contradictorio, hacia su libertad y autonomía. ¿La Primera Guerra Mundial como mal necesario para el progreso en conjunto de toda la humanidad? Es difícil decir, especialmente ante el altísimo precio en sangre que se ha tenido que pagar. Los enemigos, para cada uno de los países y de los pueblos en guerra, también estaban en cada tropa. Cuando en Sarajevo fue asesinado Francisco Fernando, heredero al trono del imperio austrohúngaro, en muchos regimientos húngaros se elevaron alegres brindis por el regocijo de su muerte. Cuando en mayo de 1915 Italia entró en guerra, no muchos se percataron que esa victoria de la plaza del Parlamento era el inicio del fin de la democracia, ante cuya agonía casi extrema acaso estamos asistiendo. Toda guerra es una bomba en manos de aquellos dispuestos a arrojarla. Lo sabía bien Juan Pablo II, que no era un ingenuo pacifista, sino más bien, bajo muchos aspectos, un burdo conservador, cuando genialmente, aunque en vano, se opuso a la guerra contra el Islam. Más bien existen momentos y situaciones en las que puede ser inevitable, necesario y un deber hacer la guerra como, por ejemplo, ante la expansión homicida de la Alemania nazi (la cual, por otra parte, no habría existido sin la Primera Guerra Mundial y las injustas condiciones del Tratado de Versalles). Cuando las democracias occidentales cedieron ignominiosamente a Hitler en 1938, Churchill dijo: “Las democracias podían escoger entre el deshonor y la guerra. Escogido el deshonor. No por esto evitarán la guerra”. En 1914 fue una inmoralidad desencadenar la guerra, y fue una estupidez pensar que se podía controlar y aprovecharse de ella. *Texto tomado de Il Corriere della Sera Traducción de María Teresa Meneses


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