Laberinto
EL ARTISTA, LA ENFERMEDAD Y LA MUERTE danubio torres fierro p. 04
MILENIO
NÚM. 758
sábado 23 de diciembre de 2017 FOTO: ESPECIAL
NAVIDAD LIBRESCA
FÁBULAS DE NOCHEBUENA
david toscana p. 12
glafira rocha, magali velasco, iliana vargas, nora de la cruz p. 06
ANTESALA
sábado 23 de diciembre de 2017
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LABERINTO
ESPECIAL
Elegía ARMANDO GONZÁLEZ TORRES @Sobreperdonar
ESCOLIOS
H
ace unos meses decidí que la vivienda donde se alberga mi biblioteca, agobiada por un luto, necesitaba un cambio de aires y la mandé pintar. Asumí que los pintores solo protegerían con plástico los libreros y los trasladarían de un lado a otro sin alterar su ordenamiento, no obstante, al parecer esto resultaba demasiado pesado y decidieron retirar los libros y luego volver a acomodarlos según su libre albedrío. Cierto, mi biblioteca no seguía ninguna clasificación convencional y respondía a un caos íntimo; empero, la inesperada, y todavía más anárquica disposición en que quedó me hizo observar lo que era un espacio familiar como un páramo desconocido, súbitamente desprovisto de las claves emocionales que le daban orientación y sentido. Poco a poco he ido recuperando las geografías
ALFILERES ARMANDO ALANÍS @elsaltillero
de la biblioteca y restituyendo las afinidades entre sus habitantes, pero será un trabajo largo, equivalente a reconstruir un diario extraviado. Por eso, no me podía resultar más oportuna y empática la lectura de Mientras embalo mi biblioteca. Una elegía y diez digresiones (Almadía, 2017) de Alberto Manguel. En este ensayo el gran erudito y escritor relata su mudanza de Francia y la hibernación, embalada en cajas, de la extensa biblioteca de más de 30 mil volúmenes que había acumulado. Manguel recalca que no es un bibliófilo y que en su biblioteca convivían libros aristócratas y plebeyos, buenos y malos, organizados con un particular idiolecto, guiado por el azar y el capricho. Sin embargo, la privación de su biblioteca lo hizo enfrentarse a una carencia doble, la de un instrumento de trabajo y de un depósito de memoria y afectos.
Alberto Manguel
La visión infantil de una vieja tortuga que vagaba desconsolada tras perder la mitad de su caparazón es la imagen que simbolizaba su desprotección después de clausurar su biblioteca. Porque en la biblioteca se atesoran amistades, recuerdos, proyectos extraviados de vida, “yoes” escindidos. Los libros son nuestros cómplices, pero también nos interpelan y nos dicen quiénes somos. Así, en Manguel el relato de
En el cementerio de los sueños están enterrados todos aquellos que dejaron de serlo.
William H. Gass (1924–2017) LOS PAISAJES INVISIBLES
L
una desventura doméstica se vuelve autobiografía y ensayo digresivo y deslumbrante sobre la identidad del libro, sobre la naturaleza de la escritura y sobre la historia y la función de las bibliotecas. Pero quizá lo más importante de este lamento de Manguel es su prescripción a acostumbrarse a la pérdida (o al cambio), esa sabiduría vital que invita a disfrutar ya no los seres y los objetos concretos, sino lo que dejaron en uno. L
os prosistas más brillantes suelen renegar de su talento y no por falsa modestia sino porque la búsqueda de la perfección los vuelve cobardes e inseguros: cada párrafo les infunde el vértigo de caminar por la cuerda floja. Los mejores prosistas suelen meditar palabra por palabra y extraviarse en el sentido, la acepción, la cadencia de los vocablos. Inclusive, algunos se ofuscan si la armonía de una frase decae en el ritmo porque piensan el texto como una partitura: el buen escritor escucha, siempre escucha. William H. Gass tardó 26 años en escribir su novela El túnel (1995). La razón, decía, era porque escribía muy lento y muy mal, así que corregía, borraba y reescribía constantemente para, al menos, “alcanzar la mediocridad”. La explicación de Gass puede sonar a falsedad, impostura, a exageración (sobre todo en boca de él, que para entonces ya había publicado Omsetter’s Luck y la novela experimental Willie Master’s Lonesome Wife, pero también esos
IVÁN RÍOS GASCÓN @IvanRiosGascon
cinco relatos perfectos de En el corazón del corazón del país, obra maestra no solo de la América descarnada sino de las emociones más profundas del ser y su inexorable condición de finitud), pero no. Gass era sincero al describirse como un pésimo prosista y no porque sus párrafos fueran oscuros o feos o insípidos o incoherentes, sino porque la belleza y la complejidad de su lenguaje, como todo en el arte, aún era perfectible. El estilo de Gass es análogo al de William Gaddis. Su eco también está presente en la prosa de David Foster Wallace, eco que surge de la contemplación de los detalles jeroglíficos, del oído atento a las voces, los rumores, el ruido mundano que no siempre es sonido desnudo porque la resonancia también tiene su propia narrativa, como una cuerda que se hala o, digamos, la espiral fabuladora que sostiene el vínculo entre el mundo real y la imaginación. Las ficciones de Gass tienen como origen un instante introspectivo,
emergen de una partícula errante en el escenario que dispone: en El túnel, William Frederick Kohler intenta redactar la introducción a su estudio sobre la culpa y la inocencia en la Alemania de Hitler, y en esa insignificante travesía intelectual vuelve sobre su pasado e invoca a los vivos y los muertos. En “En el corazón del corazón del país”, texto que da nombre al volumen conformado por “El chico de Pedersen”, “La señora Ruin”, “Carámbanos” y “El orden de los insectos”, Gass describió impecablemente lo que somos: “Nuestros ojos, como los de los ancianos, miran hacia adentro. Y no hay nadie que se apiade de nosotros”. En “La señora Ruin” mostró que la belleza no es relativa sino absoluta, que la perfección se produce en lo grotesco, y cuenta: “En el Medioevo se hablaba de un arroyo de agua fresca tan dulce y tan pura que, al beberla, dotaba al espíritu de elocuencia, y a la mente, de bendiciones. Aun así, cuando los hombres seguían su curso hasta la fuente de donde manaba, se encontraban con que brotaba de las mandíbulas putrefactas de un perro muerto. De modo que los fieles predicaron sobre cómo de un mundo fétido, corrupto y malvado podría salir uno inmaculado, perfecto, bueno…” No hay metáfora más aguda, se lea en el sentido en que se lea. Y en los puebluchos de Ohio e Indiana, esos sitios crueles y violentos que Gass prefirió para su narrativa por razones autobiográficas (su infancia transcurrió en un sitio semejante y no fue nada amable), es posible encontrar algo sublime aunque brote de lo infame. El 6 de diciembre Gass cerró el libro de la vida para siempre. Tenía 93 años. Quizá en este momento algo o alguien lo reescribe. L
dirección josé luis martínez s. edición roberto pliego, iván ríos gascón arte y diseño salvador vázquez
MILENIO
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× C É S A R
A N TO N I O
ANTESALA
sábado 23 de diciembre de 2017
ESPECIAL
M O L I N A ×
Cracovia bajo la nieve El poema que publicamos procede de Calmas de enero (Tusquets), un libro que condensa los viajes, las reflexiones, las nostalgias de “un poeta singular y de culto” Theodor Adorno
E
l deseo es frío y sólido carámbano. El deseo mal efímero. El deseo repetición. El deseo derriba el tiempo. El deseo es sostener hielo entre las manos. Para salvar el hielo, debemos congelar el deseo. El amante quiere que el hielo sea hielo, y aún así no se derrita en sus manos. El lector quiere que el conocimiento sea conocimiento, y aún así permanezca fijo en la página escrita sobre el blanco. El deseo es frío y sólido carámbano. Siempre todavía por venir, siempre ya pasado. El deseo es sostener hielo entre las manos.
×EKO×EX LIBRIS×VIOLETTA Y GIUSEPPE VERDI×
Una pareja incómoda BICHOS Y PARIENTES
T
JULIO HUBARD
heodor Adorno no entendió del todo la democracia. Por supuesto, era más que capaz de analizar ideas, pero lo habitaba el autoritarismo. Su marxismo continúa la suposición de que un objetivo del ser humano es superar la carga del esfuerzo corporal y el trabajo físico. Se airaba contra la sociedad de consumo: la “industria cultural” y el arte como mercancía. Le enojaba que las clases medias y pobres tuvieran al alcance de la mano —la tele, el radio, el mero entretenimiento— un sucedáneo que, en vez de cultivar su espíritu, lo domesticaba, lo aturdía y lo dejaba aún más pobre. Lo horrorizaba el uso gringo del tiempo libre. Pero, más que la afición al bronceado o los deportes, odiaba lo más notable de ese residuo industrial de la cultura: la música popular. Oía el jazz con repugnancia; le parecía idiota una música que se apoyara en un ritmo sincopado y siempre audible. Fue discípulo de Arnold Schönberg (que jugaba tenis con George Gershwin) y nunca quiso entender que la música popular era un recurso de participación: los músicos entre sí, la presencia corporal, danzante, de un público que, por primera vez, toleraba la interacción entre razas y, sobre todo, que un público blanco acompañara y bailara al son de una orquesta de negros, mientras descubrían el movimiento de su propio cuerpo. El jazz abrió la puerta a una inteligencia musical compleja, inventada por negros, y a la corporalidad gozosa de unos blancos protestantes, rígidos de moral y de caderas. Y en vez de descubrir que el gozo musical del jazz era una transformación democrática, inteligente y liberadora, Adorno creyó ser testigo de la decadencia. Murió en 1969, detestando toda esa música y su progenie. Esto se sabe, pero viene a cuento porque coincide, punto por punto, con un registro preocupante de la extrema derecha norteamericana: el documental Generation Zero (que se puede ver en YouTube), producido por Steve Bannon, donde varios analistas de la Alt–Right señalan que, justamente en 1969, se dieron dos claves del estado de cosas en la civilización estadunidense. Una buena: el poderío que significaba poner un hombre en la Luna. Una mala: Woodstock, el rock (ese hijo naco del jazz), portal del diablo por donde se coló toda la decadencia que ahora se ven obligados a revertir, para bien de una sociedad ordenada. Un marxista y la extrema derecha. Y la pregunta: ¿no será que ambas capas, las izquierdas ilustradas y cultas, y las derechas orgullosas de su ignorancia, son una pareja complementaria, un mismo andrógino original? L
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LABERINTO
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El artista, la enfermedad Las obsesiones poéticas de Carlos Barral se entrecruzan con las búsquedas de Jaime Gil de Biedma y R. M. Rilke en este texto que evoca la voluntad creadora en el cuerpo agonizante ESPECIAL
ENSAYO DANUBIO TORRES FIERRO
E
s fama que Marcel Proust pensaba que cada día “vivía por última vez”; y, en algún momento, sin duda consciente de que resumía una estética, hizo saber a su amigo Willie Heath que “los enfermos se sienten más cerca de su alma”. Por su parte, Cyril Connolly decía que la mala salud ayuda a que el artista toque sus entrañas y se vuelva clarividente —una extensión, por supuesto, de la pathetic–fallacy de inspiración romántica que mucho arraigó en las generaciones de la entreguerra y la posguerra europeas del siglo XX. En uno y otro caso lo que se afirma es que la enfermedad es una forma de conocer y, sobre todo, de conocerse. La enfermedad exacerba el poder de los sentidos y permite penetrar en sus secretos; al hacerlo así, afila la mirada introspectiva y agudiza la sensibilidad, estimulando la locuacidad de la inteligencia y la facundia de las emociones. La hispersensibilidad febril, o su contraparte, la hipersensibilidad vidriosa, entonces, son dones de la enfermedad que aguijonean tanto el escrutinio de los sueños y las alucinaciones (unos dominios en los que reverbera la zona irracional que auxilia en la tarea iluminadora de la creación) como la perspicacia crítica extrema (que sirve de palanca a las facultades del intelecto). Abundantes, y muy sagaces reflexiones, desgranaron en este sentido esos ancestros franceses que van de Montaigne a Vauvenargues y pasan por La Rochefoucauld y llegan hasta Choderlos de Laclos. En el ámbito hispanoamericano, sin ir más lejos, en la España de mediados del siglo pasado para mayor exactitud, el Diario del artista seriamente enfermo, de Jaime Gil de Biedma, escrito en 1956 y publicado casi veinte años más tarde, en 1974, es un testimonio de tal filiación inductiva. Allí, arropado en la terapéutica lúcida de la tuberculosis, un joven decide, en efecto, convertirse en poeta. No se encuentra una cesura tan teatralizada y radical en el desarrollo vocacional de Carlos Barral, amigo íntimo de Gil de Biedma y “compañero de viaje” suyo hasta el temprano final de sus vidas. Pero hombre de resonancias rilkeanas, que perdurarán vitalicias en su itinerario creador, Barral conservará, en el “edificio de sus afectos”, y en muchos tramos de su “racionalización de la vida sentimental”, la marca ideológica y las laceraciones aflictivas de lo que él llamó, con cuño muy suyo por el juego antagónico, “el febril irrealismo” del poeta de Praga, de ese Rainer Maria Rilke que tanto se metió en las entretelas de una raza poética atribulada. (Al respecto, puede consultarse el artículo “Un poeta venenoso”, que el desaparecido suplemento “La Letra y la Imagen” de El Universal publicó el 2 de marzo de 1982, y algunas notas —“Muerte de vecino”, por caso— que se recogieron en el libro Observaciones a la mina de plomo publicado por Lumen en 2002)). ¿”Febril irrealismo”? Es claro que, con esta nomenclatura que apela al contraste agudo, Barral se refiere, en primera instancia, al amor que no obtiene respuesta, al amor que se nutre
Carlos Barral
de sí mismo y que encarnará, para Rilke, en esas “grandes desafortunadas” (Gaspara Stampa, Mariana Alcoforado) que crean y fomentan una pasión que siempre está por encima del sujeto amado. Se trata, bien entendido, de un “donjuanismo femenino” de pura estirpe espiritual, exento de cualquier toque de materialidad, de manoseo físico o trato carnal. Amar así, de esta manera, como de hecho parece ser que ocurrió en la dramática relación entre Rilke y Paula Becker, implicaba, en el complejo y ahora sentimental y estéticamente lejano código del poeta, madurar, llegar a ser algo en sí, “irradiar una luz inextinguible”, “El recorrido de construir un mundo la conciencia occidental, particular apuntalado ha terminado por en el mundo de los otros. expoliar a cada cual También cabe avistar, en de su derecho a la una segunda versión de propia muerte” ese “febril irrealismo” que Barral discierne en Rilke, una expresión, distanciada y distante, de la vida y la muerte, o, con más precisión, del nacer y el morir como complementarios signos gravitantes de los que es tributaria toda humana experiencia. “Morir de la propia muerte”, “morir de la gran muerte que cada uno lleva en sí”, “morir de la muerte que la vida engendró”, morir apropiándose de una realidad ínsita, de una muerte que no obedece a las reglas de las ciencias naturales sino a un ritual personalísimo, intransferible, significaba
acercarse a la muerte mítica, efectivamente a la conmoción del mito de la muerte. Recuérdese que Rilke, malherido por una infección fatal, se niega a recibir los estupefacientes salvadores: “No. Déjenme morir de mi propia muerte. No quiero la muerte de los médicos”. En Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, en particular, el dibujo de un cuadro de la miseria exterior y de la desesperación interior a través de la mente del doble del poeta y de las visiones del mundo circundante alcanzarán, de hecho, una coloración espectral, desollada, “familiar de lo inefable”, como figura que sobrenada el progreso sombrío de un relato que hace de París una ciudad capital con frecuencia lívida, inhóspita, un París ya remoto de aquella “inmonde cité” que descubre Charles Baudelaire en 1843 y que, sin embargo, aún se le parece en su espectral capacidad de inyectar irrealidad. Estos aspectos afantasmados que cunden en la antropología rilkeana, y cuya versión se encaminaba a buscar “transformar lo visible en invisible” —según un singular análisis de Furio Jesi— como esencia principal de un arte poética, estas metamorfosis que predestinan a la desaparición y no a la sobrevivencia, son sin duda los rasgos que más atrajeron a la obsesión de Barral por la muerte. Una obsesión, añádase, que en su caso se alimenta de los instintos y de la enseñanza ancestral de las ars moriendi de la agonía en esa Edad Media con la que, como catalán, estuvo tan comprometido. En este sentido, en muchos de sus títulos y de sus escritos sueltos, y
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y la muerte particularmente en su novela Penúltimos castigos (1983, una pieza en la que se llega a escenificar la muerte de Carlos Barral vuelto uno de los protagonistas de la trama), figuran reiteradas alusiones al consolatio, o sea, a las estaciones del discurso que se refieren a la aceptación final de la muerte. Además, y en estos contextos, lo que a él le resultaba intolerable, lo que le repelía, era que en las sociedades modernas, en el arco histórico que se extiende desde el medioevo hasta nosotros, la muerte fuera el gran tabú y se le hubieran inventado sucesivos maquillajes para domesticarla y ladearla. No sorprende oírlo decir que en algún momento de su carrera de editor deseó publicar la traducción al español de los Essais sur l´histoire de la mort en Occident du Moyen Age à nos jours (1975), de Philippe Ariès, libro al que Leonardo Sciascia reconociera precisamente como un estudio precursor sobre “la medicalización de la vida”. En un paso más de este razonar, el recorrido de la conciencia occidental, creía Barral, ha terminado por expoliar a cada cual “de su derecho a la propia muerte”. En todo caso, y sin llegar a afiliarse por entero a la teoría proustiana del beneficio espiritual del sufrimiento, el impulso que sopla en el Rilke de las Elegías y en amplias secciones de Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, ese impulso que Barral caracteriza de “febril irrealismo” admite, bajo cuerda y de modo oblicuo, un parentesco con los estímulos sensitivos que, según Connolly, remueve la mala salud del poeta. Hay un escrito de Barral en el libro Observaciones a la mina de plomo, que se ocupa concretamente de esta cuestión; es aquél titulado “Tàpies como metáfora”, en el que se habla del diagnóstico de la tisis del futuro artista catalán aún adolescente y se toma a ese descubrimiento de la enfermedad (y el primero en hacerlo es, por cierto, el propio enfermo) como avanzada metáfora de la muerte. Y más: en el joven Tàpies, al igual que ocurría casi por las mismas fechas con el joven Gil de Biedma, la enfermedad ayudó a articular una conciencia de la vocación, una conciencia de tal modo suficiente que hasta se la valora como diseñadora de un futuro. Tàpies no tiene pelos en la lengua: A pesar del choque que a mí también [alude al disgusto de sus padres] me produjo el saber que estaba tísico, con todas las connotaciones que esta palabra tenía entonces, no consideré, sin embargo, que aquella enfermedad fuera una desgracia y me adapté a ella rápidamente, convencido de que todo acabaría bien. Parecía que inconscientemente me propusiera aceptar dócilmente aquel descalabro como para alcanzar el final de una etapa absurda, no de mi vida, sino de la vida en general. Como si con la llegada de aquel mal tuviera que prepararme para el necesario sacrificio simbólico, como el que practican los chamanes para renacer en una etapa superior de la existencia. Y efectivamente todo aquello me condujo a una especie de muerte ritual.
Rumor de enfermeros y batas blancas, un vértigo de cínicos gitanos músicos, unos vahos alentados por el siroco... Además del eco primitivo se escuchan, es claro, como fuentes iniciáticas, las notas mórbidas del Hans Castorp y el von Aschenbach de Thomas Mann, el primero al ordenar su vida desde los corredores del sanatorio en las montañas y el segundo al entreverar a Eros y Tánatos en los callejones “de la ciudad enferma” —la ciudad “en cuyo aire pestilente brilló un día, como pompa y molicie, el arte”. Así, y al igual que aquella pesadumbre que el propio Rilke reconocía como capaz de regenerarse y, en giro milagroso, tornarse positiva, fecunda, así la sensibilidad abrasada por la afección o la convalecencia puede fungir en el ejercicio estético como factor de creencia, y más: como fértil donante de voz. Resuena aquí el motivo arquetípico de que la vida solo puede aquilatarse, incluso solo puede vivirse, si la inteligencia, llevada a sus últimas fronteras sensibles, es capaz de desentrañar y registrar toda la belleza y la íntima amistad existentes en la realidad del mundo y de los afectos en contraste irónico, eso sí, con el monótono resplandor de la suciedad y el vacío, la mediocridad y la muerte. Es en este punto, en esta inflexión de la gramática sensible, donde el laconismo y la melancolía (recurrencias, no se olvide, caras al Barral poeta y memorialista), unidas al menoscabo de la salud y al sentimiento malicioso del artista que se devora a sí mismo, que él cultivó con afición inquebrantable, se resolverían por fin en siembra y fruto poético. Leamos, para ilustrarnos, el poema que significativamente cancela el volumen Usuras y figuraciones (1979), un poema en el que emerge y domina una corriente subterránea y sostenida de emoción y tan perentorio en sus comprobaciones:
VACIADO DEL MIEDO Tan de repente no. No de improviso. Despierta en lo remoto como un perro enroscado a un lejano rumor o sube por los miembros como una fiebre dulce, un quebranto apenado con burbujas de grito; un cóncavo reflejo que excava las entrañas mansas del animal. Viene luego hacia fuera y el paso se hace frágil y el gesto como vidrios y la sílaba torpe y el pecho de ansiedad. Y un abismo sin techo donde pesaba el cuerpo, en los hilos del aire o en la memoria o sombras del henchido de nada que pugna por seguir. Algo anida en los huecos, algo oscuro, un fardo ya de muerte o su muda quietud, la no invocada cuenta: el miedo tan extraño, decrépito, infantil, peor que lo temido. L
sábado 23 de diciembre de 2017
LITERATURA
Estrategias retóricas RESEÑA DIEGO JOSÉ
E
l ars poetica de muchos artistas interesados en la organización interna del arte y sus estrategias retóricas se rige por el precepto: “Dios es forma”. Sin embargo, bajo esta divisa, la forma depende de la idea que tengamos de dios, la cual históricamente se ha vinculado a los grados de perfección, al menos desde que Tomás de Aquino justificó la existencia divina con sus vías argumentales. Si toda obra de arte, en consecuencia, busca reproducir cierto grado de perfección, la duda inquietante sobre este determinismo sería definir aquello a lo cual toda construcción artística debe aspirar. En poesía, por ejemplo, estos niveles varían según la poética que represente mejor al libro, considerando lo mismo su arquitectura verbal que su contenido, sus intenciones estéticas y efectos sensibles esperables; incluso, las consideraciones alrededor de los viejos debates sobre si la poesía es comunicación o conocimiento, lenguaje o experiencia, ruptura o tradición, cotidianeidad o esoterismo, inspiración o técnica. Renato Tinajero, poeta nacido en Ciudad Victoria en 1975, se hizo acreedor del Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes 2017 con el libro Fábulas e historias de estrategas (Fondo de Cultura Económica/ Instituto Cultural de Aguascalientes). Libro impecable en su destreza técnica que consigna, a través de una ejecución acertada de imágenes y figuras, los símbolos y conceptos que su autor requiere para comunicar sus preocupaciones. El volumen propone una aproximación al juego de ajedrez con sus piezas personificando situaciones y condicionamientos propios de su función dentro del juego. Bajo el signo de Borges, los poemas aluden a un conflicto abstracto que busca reflejar en la contienda intelectual el gran sueño del universo, con sus incertidumbres y limitantes: “La eternidad es así: un árbol increado/ donde la discordia cosecha áridos frutos”. Sin duda, se trata de un ejercicio de “gran precisión formal”, como lo destacó el jurado del premio. Renato Tinajero hace uso de una excelsa plasticidad en el lenguaje y de una decantada proporción estilística en sus versos. En este sentido, el autor se postula por el control de los recursos poéticos para alcanzar un notorio dominio técnico que contribuye al buen funcionamiento del tema. Las estrategias retóricas de Tinajero proponen y propician el juego de metáforas en que las piezas relatan sus historias con solvente efectividad, pero siempre inmersas en su limitada cartografía. El lector mira desde afuera del tablero los movimientos y posiciones que asumen los personajes, pero el poema no lo interpela; se trata en gran medida de atestiguar desde la distancia, la celebración de un destino marcado por las reglas, la táctica y la reflexión propia del juego, sintetizada en esta sentencia: “No hay voluntad que venza al mecanismo/ de las causas y los hechos./ Un peón, un alfil, se enfrentan en el campo/ y no se enfrentan./ Lo que juegan es reflejo de lejanos dioses/ que jugaron una vez para los siglos”. El ajedrez, en tanto juego intelectual, termina por dominar el impulso poético de Renato Tinajero, que desde un ímpetu de perfeccionamiento logra un libro de “extraña belleza” al que le hace falta un poco de emoción y vitalidad. Una tendencia marcada en los creadores de poesía en nuestro país es el dominio de la forma poética en cuanto a tres exigencias: originalidad temática, corrección lingüística y sobre–estilización retórica. Existen diversas razones para entender esto, pienso sobre todo en la confrontación excesiva de la lectura del poema en sesiones de taller que tienden a compactar la visión poética dentro de lo estilístico; y la necesidad de desarrollar la proyección de un trabajo predeterminado por su función temática y formal. El resultado puede ser bueno e interesante como en el caso de Fábulas e historias de estrategas, que funciona como una calculada partida de ajedrez, perfecta en su realización aunque sin mayor riesgo. L
LABERINTO
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Fábulas de Nochebuena Presentamos cuatro relatos en los que la Navidad rompe las líneas temporales, enfrenta a los personajes con sus fracasos y temores, deja que el asombro se renueve con los milagros y presagia la llegada de un invitado excepcional
CARTA Glafira Rocha
N
o es una buena fecha para nacer, pero tampoco para morir. ¿Comprendes esto?, es necesario que me digas si esta comunicación te está llegando, es importante, no puedo continuar si no te esfuerzas en decir una palabra. Dame una señal. El día anunciado, cumpliría mis nueve años. Alrededor de las doce de la noche entre el 24 y 25 de diciembre de 2017, justo durante la cena navideña. En ese instante, la línea continua del tiempo, deja de existir. Cuando cumplas los nueve, papá le gritará a mamá y caerá en el piso, será un paro cardiaco fulminante a sus 36. Es el día en que dejas de hablar, pierdes la voz, ¿dime por favor si me estás escuchando? Ya van a ser las doce de la noche del 24 de diciembre del 2053 y aún no sé si estos mensajes te están llegando. Quiero corroborar si mis intentos de entablar una conexión funcionan. Es muy sencillo, esta información nos ha llegado a través de todas nuestras existencias, somos viajeros y nos pasamos la estafeta, a mí me fue legada en el 2026, ¿entiendes? Se trata de recuperar la voz, de cambiar el pasado, de que no te pierdas en
la marea de las burlas constantes, del claustro autoimpuesto, de una risa que jamás volvió… eso creía. Tuve que escuchar el mensaje, me esforcé por hacerlo y por eso quiero entrar en contacto contigo. Uno de los viajeros me dijo: “los viajes en el tiempo no necesitan de una máquina, eso es una mentira, ha sido un pretexto para que la tecnología cumpla la función primordial dentro del complejo desarrollo de la estructura humana”. Mientras lloras y ves que se llevan a papá, te digo: “hay una parte tuya que está en otro grado de desarrollo psíquico y espiritual, le llamamos el yo multidimensional”. En alguno de los encuentros me explicaron que el secreto para hacer el viaje está en abrir el corazón, tuve que descifrar ese código, investigué en diversas tradiciones y todas llegaban al Anahata, un vórtice de micro–energía que nos pertenece a todos, gira al contrario de las agujas del reloj, tiene dos extremos, uno se conecta con la parte frontal a la altura del corazón y el otro en la espina dorsal. Esta energía en miniatura se relaciona con la glándula thymus, que aloja a las emociones y al sistema inmunológico. Cerramos esta micro–energía por el miedo. ¡Ya deja de llorar, concéntrate, nos quedan pocos segundos!: “es necesario abrir el vórtice para que me puedas escuchar”. Es en el silencio, desde el desprendimiento de toda preocupación, que podemos hacer el viaje y encontrarnos. Escucha mi voz pero déjala
fluir, confía. Aún con tus ojos abiertos, imagina la apertura en el tórax y deja que el silencio permee, este es el secreto para la conexión. ¡Eso es, has perdido la voz! Durante el silencio, las palabras flotan, las observas a lo lejos sin pertenecer a ellas, dejas que viajen. Pasados y futuros aparecen, no te fundas en su danza. Mantente en el presente, en la claridad, enfócate en esa energía que baja hacia tu pecho y después confía. Suelta y escucha. Un niño de nueve años ya sabe llorar sin necesidad de que un dolor físico le sea infligido, entiende perfectamente cuando su “Ahora entiendo mi padre muere y decide, propósito: esta fecha es de alguna manera inla que algunos viajeros comprensible, que es escogemos para nacer, mejor dejar de hablar. para morir, para dejar Los doctores me dijeron un mensaje.” de una disfonía espasmódica perenne, la chamana comentó que el susto permitió que una entidad se robara mi voz. Lo cierto es que decidí escribir sin parar en el pizarrón electrónico–multifase y no quise una voz artificial. Algo dentro de mí me decía que era lo mejor. Las navidades fueron silenciosas aún con mamá presente. Pero esa navidad del 2044 fue diferente, en medio del ruido apagado se presentó la taquicardia, quise que saliera mi voz para decirle a mamá, pero ella, dentro de su
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sábado 23 de diciembre de 2017
DE PORTADA
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LOS FALSOS REGALOS Magali Velasco Vargas
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mirada perdida, no se dio cuenta. Respiré profundo en medio de la confusión, caminé hacia la ventana para que me diera el aire, pero un dolor en el pecho, tal vez como lo sintió papá, paralizó mis sentidos. Morí, el corazón entró en huelga y dejó de funcionar. En medio de la incertidumbre de dejar la existencia, escuché una voz infantil, como aquella que perdí a los nueve años: “No se trata de recuperar la voz, hemos decidido perderla, porque solo desde el mutismo es que en realidad podremos viajar por el tiempo. Si lo sabes tú, lo sé yo. No tengas miedo, el miedo es el que mata, no el corazón que se rinde en sus funciones. Deja que tu pecho se abra, que palpite a un nuevo ritmo. Permite que las palabras corran en el río de un pensamiento vacío y entonces, la verdadera y silenciosa voz, será la guía en el camino por la espiral del tiempo”. Pum, pum, “Suelta y escucha”. El corazón late de nuevo. El futuro es el presente y el pasado aún no existe. Ahora entiendo mi propósito: esta fecha es la que algunos viajeros escogemos para nacer, para morir, para dejar un mensaje. Escribo esta carta, para que tú, quien ahora lee, conozca el secreto y emprenda el viaje. Esta es mi señal. L Glafira Rocha (Culiacán, Sinaloa, 1974) es autora de Azul, El rumor de los días que vendrán y Minerva quiere volar, entre otros libros.
e lunes a sábado, durante el trayecto al Bancomer, Carmina ve a la indigente. Hoy, además de saber que no ganó la vacante de directora, se da cuenta de que desde hace dos años ve a esa mujer de edad incalculable, golpear puertas de los autos para que reparen en su mano extendida. En una ocasión, la indigente hizo lo mismo con Carmina mientras revisaba su WhatsApp. Del susto tiró el celular y furiosa le gritó a través de la ventanilla cerrada: “¡No tengo, carajo!” Por unos segundos, Carmina vio con claridad el rostro enjuto y simiesco de la mujer. No han pasado 24 horas desde que publicaron los resultados de las vacantes en Bancomer, coincidió con el brindis de Navidad que harán hoy en el banco. Al final Ruth González será promovida y ella no. Carmina no encuentra la fuerza para estacionarse, andar con sus tacones y el uniforme del banco, saludar a todos con un beso en la mejilla y encender su computadora. El Crossfox rojo está a cuatro coches del semáforo, el termómetro del auto marca 6° C, para Xalapa, una temperatura baja. Carmina ve a la mujer con pantalones de mezclilla enormes, amarrados con un mecate, lleva la misma sudadera que un día fue rosa pálido, hoy tiene los pelos amarillos y a su mente viene la imagen de un troll, ¿quién la habrá pintado así?, se pregunta. Ese cruce está a una cuadra del estacionamiento del banco. Antes de descender ve en la parte de atrás la bufanda envuelta para regalo que compró especialmente para Ruth, por navidad y por el puesto. Duda en bajarla, creía que lo tenía controlado. Resultó que desde que abrió el correo con los resultados han pasado dos noches que no duerme y que siente miseria y odio en la boca del estómago. Es Navidad, se repite, aun así, decide no bajar el regalo. En la entrada del banco le pregunta al guardia más antiguo de la sucursal, si conoce a la indigente y si sabe desde cuándo vive en la calle. “No siempre ha vivido en la calle, esa señora tenía una casita de lámina y vivía con otra viejita junto a donde construyeron el Oxxo. Afuera de la choza siempre había muchos gatos y cuando vino el presidente a inaugurar el Hípico, les quemaron la casa porque se veía bien gacha, jodida y apestosa por los gatos. No tardaron ni media hora en quemar la casa —continuó el guardia— al otro día, pasabas por ahí y veías humear los restos como basura quemada. Pero lo que a mí me pudo, fue ver a los gatos trepados en los escombros, eran más de diez y parecían zopilotes merodeando entre las cenizas”. Carmina da un profundo respiro y entra en el banco, directo a su escritorio. Enciende su computadora, nota que se le desprendió el esmalte polish de la uña del dedo índice derecho. No hay nada qué hacer con la uña, mitad roja mitad opaca. No hay nada que pueda hacer para evitar ver a Ruth con rencor. Se reprocha haberla creído
amiga, haber ido con ella a tomar algo después del trabajo y haberle confesado estar enamorada de un hombre casado. El clásico, dijo Ruth. En el transcurso del día, Carmina no dejó de pensar en la historia de la indigente. En el momento en el que se la contó el guardia, la perspectiva que tenía de la horrible mujer del crucero, cambió. Los últimos clientes abandonan el banco a las 16:30 horas, Carmina al fin puede mirar hacia la calle, la neblina envuelve las casas y difumina las siluetas de los autos. Ramiro Fuentes es el alma de la fiesta, pide a todos reunirse alrededor del árbol artificial de casi dos metros de alto adornado con esferas azules y plateadas. Se reparten copas de plástico llenas de sidra para el brindis. Carmina repara en los falsos regalos con moños azules que completan la escenografía bajo el árbol iluminado. Después de las palabras de la directora que está por jubilarse, da la bienvenida y felicitación a la licenciada Ruth González, excelente ser humano y de impecable currículum, que a partir de enero de 2018 será la nueva directora. Carmina levanta su copa, brinda, después aplaude como los demás y piensa en el regalo que se quedó en el auto. Desea irse lo más pronto posible, está por cumplir doce horas en ese lugar. Se abriga y toma su bolsa, impaciente de que le abran la puerta principal. Escapa a paso veloz. Al bajar el último escalón del estacionamiento, el tacón se atora en una grieta y Carmina se desploma. El frío, el cansancio de ese día, le impiden ponerse en pie. Es como si sobre su espalda hubiera caído también una loza. De pronto, una mano la sujeta por el brazo, el cuerpo de Carmina vuelve a activarse y se endereza. Se percata de que quien la ayuda es la indigente. Instintivamente se hace a un lado, alejándose. La mujer le pregunta “¿Te lastimaste, muchacha?” Carmina percibe el fuerte olor de alcohol rancio, ve que la mujer sostiene debajo del brazo un cuaderno. No hay nadie más en el estacionamiento. La mujer se aleja con pasos muy cortos, con la mirada fija en el lápiz y el cuaderno pequeño. Carmina le pregunta qué escribe. La mujer se detiene, se gira despacio y con voz débil, entrecortada, contesta: “De los Gerombolos, la primera civilización, el primer pueblo”. Carmina quiere saber más de eso que no entiende, pero la mujer la ignora, no logra retener su atención. Te voy a dar un regalo, le dice. Sus manos están tan frías que no logra aprehender las llaves del auto, cuando saca la bufanda, la mujer se pierde entre la neblina y las luces navideñas de las casas. Le hubiera gustado preguntarle sobre el tinte de su cabello pero sabe que en dos días volverá a topársela, entonces le dará la bufanda también. L Magali Velasco Vargas (Xalapa, Veracruz, 1975) ha publicado Vientos machos , Tordos sobre lilas y El cuento: la casa de lo fantástico. Cartografía del cuento fantástico mexicano.
LABERINTO
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CUMPLEAÑOS Iliana Vargas
O
ye, Lina, ¿ya preparaste tu maleta? Si no tomas ese bus mañana, tendrás que esperar seis meses para que pase de nuevo por aquí. —¿Otra vez con la misma necedad? A ver, Matías, explícame: me subo, ¿y luego? ¿A quién voy a buscar? ¿Quién me espera en Arica? ¿Qué voy a hacer entre tanta gente? No; no voy a tomar ese camión, ni mañana, ni dentro de seis meses. —¿Y entonces piensas quedarte hasta que la piel se te seque, como a todos nosotros? ¿Hasta que la voz te suene a arena? ¿Hasta que se te olvide cómo son los colores de la tierra viva? —No seas tan dramático, Matías; tampoco es que estemos perdidos en pleno desierto. Huacachina es un oasis, por si no te habías dado cuenta. Estoy bien aquí, me gusta esta vida; me gusta ayudarte a ti y a los otros. Si un día me fastidio, ya sabré qué hacer. Pero no me obligues a irme, como me obligaron de donde vengo. —Bien. Si estás tan segura, olvida que lo mencioné y entonces hazme un favor: ve a buscar la cabra que le encargué a Rosina y las frutas y verduras que habrá traído Sebas. Oí que llegaron de Ica esta madrugada, y apenas nos dará tiempo de macerar la carne para la cena de mañana. —Matías… sabes que las celebraciones tampoco me hacen feliz… Además, no hay nada más ajeno a este clima que la Navidad. —Mira, muchacha: a lo mejor soy el único en este pueblo que recuerda la Navidad, pero también recuerdo que hace tres años entraste asustada, hambrienta e insolada por esa puerta. Que hayas sobrevivido entonces, y que quieras quedarte, es suficiente motivo de alegría para mí. Con esa respuesta, a Lina no le quedó más opción que sonreírle a Matías e ir en busca de sus encargos. Al día siguiente, Matías estuvo invitando a todos los vecinos que se encontraba en el camino rumbo al pozo, pero solo acudieron tres, entusiasmados porque cenarían algo distinto a lo acostumbrado. Lina había conseguido un poco de pisco y algunas cervezas, así que cuando llegó la hora del postre, todos se sentían bastante animados y empezaron a bailar. Sin embargo, un ruido blanco empezó a filtrarse entre la música, y cuando decidieron apagar la radio y poner un disco, notaron que alguien estaba tocando la puerta. Supusieron que Sebas o Rosina se habían animado a pasar, pero cuando abrieron, encontraron a un desconocido cuyo atuendo no era nada apto para el desierto. Lo primero que Lina pensó, por experiencia propia, fue que quizá había sufrido un accidente. —Hola… ¿Te pasó algo? ¿Necesitas ayuda? —¡Jíff frautik, zublákar! / [¡Hola, ya llegué!] —¿Perdón? ¿No hablas español? ¿De dónde eres? —¡Izmílaba! Ustralasmita nesbarra 2058, krákimur decibens nesqüa / [¡Soy yo! Hoy es mi cumpleaños 2058 y me dieron permiso de venir a celebrar la mayoría de edad] —¿2058? Sí, estamos en ese año, pero…
ESPECIAL
—Espera, Lina, se me hace conocido —intervino Matías, quien dejó la copita con pisco en la mesa, y se metió a su cuarto. —¿Cómo vas a reconocerlo si apenas puedes ver, Matías? —¡Ñaku! ¡Gretzuka meskri! / [¡Oh! ¡Mírame bien, tú también me conoces!] —Disculpa, pero no entendemos nada de lo que dices. Pasa, si quieres, y mañana vemos si alguien puede llevarte a Ica, la ciudad más cercana. El desconocido aceptó, extrañado de que ella dijera que no lo entendía. Observó los restos en la mesa; lo sobrio del ambiente; la seriedad de los invitados, y algo decepcionado, les dijo: —Traúpis sertrika… ¿Pulfra akra nuzu? Nétrica solipnesis gráte nuska… ¿Ackrasi trujme Ome Agri nére? / [Veo que ya terminaron de cenar… ¿No me esperaban? Yo pedí una fiesta en el oasis y esto no lo parece… ¿Se habrán equivocado en la Central Divina al enviarme aquí?] Todos se quedaron mirando entre sí al no comprender las palabras, al notar la expresión en el rostro del desconocido. Lo único que se oía era el abrir y cerrar de cajones en el cuarto de Matías, quien al fi n salió apresurado, con algo en la mano. —¡Lo sabía, lo sabía! —gritaba, mientras agitaba y mostraba a todos un cartoncillo viejísimo. —¿Qué es eso, Matías, qué sabías? —¡Es él, Lina, es él, es Jesús, el de los cromos! ¡Mira, miren! La imagen era antigua y decolorada, pero los rasgos, aunque estilizados, coincidían. —¡Oooooh! —exclamaron todos al unísono. El desconocido sonrió y se acercó. Nunca había visto una representación humana de sí mismo, pues los habitantes de la Dimensión Divina eran figuras etéreas y abstractas. —¿Izmílaba? / [¿Soy yo?] —¡Eres tú! —le gritaron en coro. Miraba la imagen y palpaba su rostro al mismo tiempo, reconociéndose, cuando un estruendo de vociferaciones parecía surgir de la tierra. El desconocido empezó a sacudirse frenéticamente hasta convertirse en flama viva y luego en un montón de ceniza. —¡Nooo! ¡Doppelgänger! —exclamó uno de los invitados. Sucedió tan rápido y todos estaban tan estupefactos, que lo único que se le ocurrió hacer a Lina fue tomar la escoba y juntar el polvo antes de que se esparciera. Los vecinos limpiaron la mesa y se despidieron balbuceando un buenas noches, gracias por todo, hasta mañana. Matías, anonadado, solo supo responderles ¡Feliz Navidad! L Iliana Vargas (Ciudad de México, 1978) es autora de Joni Munn y otras alteraciones del psicosoma, Magnetofónica y Habitantes del aire caníbal.
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sábado 23 de diciembre de 2017
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Bernardo Esquinca Almadía México, 2017
Nora de la Cruz
N
Mommy, can we have some? Sarah dijo que ya veríamos, confiando en que Ben olvidaría mi mentira, pero yo estaba decidido a llevarla hasta el fi nal. Por la tarde, cuando terminamos los preparativos para recibir a los abuelos y tíos de Ben, anuncié que iría a comprar tamales y él insistió en acompañarme. Eran las seis, pero ya estaba oscuro; entre luces de colores cruzamos la ciudad hacia Doniphan Drive, donde estaba el local que me había recomendado la cajera del supermercado mexicano. No se equivocaba: estaba abierto a pesar de ser Nochebuena, y a juzgar por la cantidad de autos estacionados afuera, ella no era la única que pensaba que allí se preparaban los mejores. El lugar era muy pequeño: apenas había espacio para el enorme mostrador, un refrigerador lleno de refrescos mexicanos y para los diez o quince clientes que hacíamos la fila. De la trastienda llegaban el olor a champurrado y la voz de Juan Gabriel. Todos hablaban en español, excepto yo, que intentaba explicarle a Ben qué era cada cosa, cómo se preparaba el chicharrón y qué parte del pavo eran las colitas. La niña que estaba formada delante de nosotros con su mamá volteaba a vernos a cada tanto con una sonrisa de curiosidad. Un rato después, cuando estuve frente a la cajera, le pedí seis verdes y seis de dulce. “Solo pedidos, ¿hizo pedido?” “No, mire, no sabía”. “Disculpe, solo estamos entregando pedidos”. “Entiendo”. Era un día atareado para todos, a juzgar por la prisa con la que todos en el local cruzaban palabras, dinero y bolsas de papel olorosas a maíz y hierbas de olor, pero en ese minuto se hizo un silencio. No era un silencio incómodo, sino uno de los que hacen más ancho el tiempo. Entendí por qué, a veces, cuando nos quedábamos callados, mi madre decía que era porque entre nosotros pasaba un ángel. La cajera que un momento antes dirigía las entregas con diligencia militar, miró a Ben con sus ojos castaños de abuelita. Envolvió un tamal en papel estraza y se lo entregó; Ben extendió las manos sobre el mostrador para recibirlo. ¿Cómo se dice?, pregunté en español, sin fijarme. Gracias, dijo Ben, y el tiempo retomó su prisa. L Nora de la Cruz ha sido antologada en el libro Lados B: narrativa de alto riesgo 2015.
L E N TO ×
INFRAMUNDO
MILAGRO EN DONIPHAN DRIVE unca fui un hombre festivo. Mi idea de la Navidad era cenar pollo frito frente al televisor, sobre todo si ya habían empezado los play offs para el Super Tazón. Mi padre le iba a los Vaqueros y yo a los Malosos, como les decían los comentaristas a los Raiders. Cuando Sarah y yo nos casamos diciembre era un paseo sencillo: nos poníamos botas, bufandas, gorros y abrigos largos, comprábamos café barato en algún Seven Eleven y vagábamos en nuestro viejo auto sin calefacción por el West Side. Las casonas decoradas eran nuestro espectáculo: Santa Clauses bailarines, renos y trineos inflables, falsas estrellas titilando entre los arbustos. Encendíamos el radio y Ella Fitzgerald nos deseaba una feliz Navidad. Las luces y los colores llegaron con Ben. Nació el día de Acción de Gracias: el médico me lo entregó en una cobija azul, blando y pequeño, idéntico a su madre. Elegimos un nombre que existiera en inglés y en español para evitar problemas burocráticos, y Benjamin pareció justo: ahora él era el más joven y Sarah y yo los mayores. A partir de entonces, algo de nosotros maduraba en diciembre: juntos comprábamos el árbol, diseñábamos tarjetas, hacíamos a mano todas las decoraciones, cocinábamos la cena para mis suegros y cuñados. Igual que un niño puede ver cuánto ha crecido en las marcas trazadas en un muro, cada Navidad nos decía algo sobre nosotros que nos producía un orgullo secreto. El espíritu navideño nos había tomado por sorpresa, pero fue fácil reconocerlo porque lucía justo como en las películas: un enorme pavo, nieve, una familia rubia y sonriente que conversa en inglés junto a una chimenea. No era yo el único que notaba lo ajena que parecía mi presencia en aquella escena; por eso Sarah no me dejaba ir solo con Ben a casi ningún lado, para no alertar a los guardias del supermercado que siempre sospechan menos de un matrimonio interracial que de un adulto que lleva a un niño rubio en brazos. Al principio también intentó agregar al menú algo mexicano, pero desistió muy pronto: los ingredientes eran difíciles de encontrar, caros, inexactos o todo lo anterior. De cualquier forma, hubiera sido injusto pedirle algo distinto al pollo y las papas fritas que cenábamos en casa cada año mis padres y yo. Una noche fuimos a ver el encendido del alumbrado y en el mercadillo navideño compramos tamales. Sin saber por qué le dije que cuando yo tenía su edad mi mamá los preparaba cada año en diciembre.
F U EG O
DE PORTADA
La ciudad imaginada ROBERTO PLIEGO robertopliego61@gmail.com
Q
uienes habitamos la Ciudad de México, quienes procuramos, sobre todo, eso que llamamos el Centro y sus alrededores, incluso lo que auguran sus cloacas, no podemos sino admirar el cuidado con el que Bernardo Esquinca ha querido reinventarlo. Qué ha hecho: caminar, observar, convertir su pasado en materia literaria, nunca recomendada para turistas y menos aún para quienes reniegan de la fealdad. Lo digo porque me parece que así debemos leer Inframundo: convencidos de que la fealdad tiene un atractivo más inmodesto que el de la belleza. Vamos a ver. Aquí tenemos de nuevo a Casasola, ese periodista de nota roja que ha enfrentado a seres venidos del más allá. En esta ocasión, el mal tiene la forma de un libro, el mismo que la leyenda atribuye a Blas Botello, el desgraciado astrólogo de Hernán Cortés. Ese libro predice el futuro, enloquece a sus dueños, habla con ellos en sueños, es objeto de deseo, y permite que la trama viaje de 1520 a 1756, de 1985 a 2016, que disponga del tiempo como si ofreciera la posibilidad de ir y regresar. Seguimos a un libro y en esa carrera encontramos a sujetos despreciables, a una ciudad maloliente y socialmente podrida, condenada a los malos vaticinios… y de pronto descubrimos que así nos gusta: con los dientes careados, mal alimentada, mugrosa. Bernardo Esquinca ha sabido obtener lo mejor de estos malos atributos. Mientras Casasola recibe la visita de sus muertos, mientras descubre portales que comunican el pasado con el presente y debe restituir el orden viviente, mientras apenas duerme y busca a su novia secuestrada, vemos desfi lar a una corte de menesterosos, de perdedores y sonámbulos a quienes encontramos cada día y no dudamos en sacarles la vuelta. Y he aquí que terminamos apreciándolos. La Ciudad de México que ha reinventado Bernardo Esquinca es la misma que padecemos los que habitamos en ella y también otra cosa. Guarda, digamos, una dimensión fantástica que nos negamos a reconocer. Quién diría que un hombre de gabardina a pleno golpe de calor, ese vendedor de libros que ocupa la Alameda, sabe de los dioses enterrados y del destino infausto. Quién diría que la calle de Donceles fuera una puerta a lo que no deseamos y ocultamos. El único que lo sabe es Bernardo Esquinca... y ahora nosotros. Su Ciudad de México se equipara al París de Balzac, al Londres de Dickens. Es real porque ha sido imaginada. L
CINE
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sábado 23 de diciembre de 2017
LABERINTO
ESPECIAL
Hugo Lara
“Al cine mexicano le conviene la diversidad” Las crisis económicas y los fracasos de pareja marcan el ritmo de Cuando los hijos regresan HÉCTOR GONZÁLEZ gonzalezjordan@gmail.com
ENTREVISTA
D
e cara en la vejez, Manuel (Fernando Luján) y Adelina (Carmen Maura) viven sin mayores sobresaltos. Todo cambia cuando sus tres hijos regresan a casa tras sendos fracasos, producto de crisis económicas y decepciones amorosas. Si a mediados del siglo XX Cuando los hijos se van mostraba el sisma familiar que implicaba el crecimiento de los hijos, a principios del siglo XXI el realizador Hugo Lara plantea el lado B de aquel trance en la comedia Cuando los hijos regresan. Entre Cuando los hijos se van y Cuando los hijos regresan no solo hay casi setenta años de diferencia, hay un país muy distinto.
Soy de familia grande, de modo que la situación de los hijos adultos que vuelven con los padres la vi con dos hermanos. Una historia de este tipo me permite hablar del México actual, donde las crisis económicas y personales pegan de distintas maneras. Las versiones de Juan Bustillo Oro (1941) y de Julián Soler (1969) de Cuando los hijos se van, muestran familias muy distintas a la de su película.
Siempre quisimos hacer una película contemporánea y moderna. A mediados del siglo XX, las familias tenían otras ideas en cuestión de sexualidad y relaciones. Aquellos melodramas nos mostraban a madres abnegadas y padres
rígidos, figuras que durante años fueron mitificadas por el cine mexicano. En mi película muestro a una mamá que sí, ayuda a sus hijos, pero también les cobra intereses, me parece que este tipo de rasgos son más realistas. ¿Pesan aún los arquetipos del cine de la época de oro?
Se mantienen como referencias, pero creo que ya los rebasamos. Si los recuperamos es para jugar con ellos. Te pongo un ejemplo: cuando escribí el guión, de inmediato pensé en Fernando Luján para el personaje del padre porque su tío, Fernando Soler, participó en las dos versiones de Cuando los hijos se van, es decir, me parecía interesante seguir con esa línea familiar. ¿Por qué contarla en tono de comedia?
Por la misma situación. No es que los personajes se hagan los chistosos, tampoco quería un desfile de gags. Al contrario, quería ir de tonalidades dramáticas a la farsa, pero sin perder contacto con los conflictos reales. Lo gracioso, en todo caso, se deriva de las erráticas decisiones de los personajes. ¿Qué facilidades aporta la comedia urbana a la hora de hablar de la crisis económica o la disfunción familiar?
La familia como tema cruza desde los años treinta, cuando el cine mexicano se con-
HOMBRE DE CELULOIDE
Fernando Luján y Carmen Maura protagonizan el filme de Lara
vierte en una industria. Por nuestra estructura social y económica, la familia nos define. Desde hace cuarenta años vivimos crisis recurrentes que necesitan esa red de apoyo y esto ha modificado su funcionamiento, porque los roles ya no son tan rígidos como lo mostraba el cine de la época de oro. La comedia nos permite hablar de ello en un tono diferente al melodrama, herencia de aquella época. El humor rompe con ese tipo de tradiciones que en su momento nos saturaron. ¿Pero no estamos cayendo en un periodo donde la comedia trivializa la realidad?
Sin duda es un riesgo, pero creo que la cercanía con la realidad marca una diferencia en este sentido. La comedia es un género clásico y tal vez por el difícil momento que atraviesa el país, ha encontrado un buen nicho de público. No obstante, hay que tener cuidado y no agotar a la gallina de los huevos de oro. ¿Percibe ese riesgo?
Al cine mexicano le conviene la diversidad, pero sobre todo la calidad. La gente, más que pedir una comedia, pide una buena película. No podemos descuidar al documental o el cine dramático porque son muy necesarios. L FERNANDO ZAMORA
@fernandovzamora ESPECIAL
Épica y telenovela
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e viene a la mente la imagen de un cincuentón que intenta convencer a su nieto cinéfilo de que Star Wars es el más grande fenómeno en la historia del cine. El nieto ve la película y, bueno, no le desagrada, pero está lejos de mostrar el entusiasmo que quiere el cincuentón que en esta analogía es la mercadotecnia mientras que el cinéfilo somos nosotros. Los últimos Jedi no entusiasma porque la hemos visto mucho. Toda la serie es un plagio a sí misma. Y aunque el universo ficticio ahí está, los personajes de Lucas no han dado el salto que dieron en la literatura los de Asimov y Herbert en las series Fundación y Dune, respectivamente. La crítica mundial está encantada con esta película pero a mí me parece mediocre. Es cierto que los decorados son magníficos, que el Montecarlo intergaláctico en que nuestros héroes buscan la clave para desarmar al Imperio es llamativo y que
no hay ningún personaje tan estúpido como Jar Jar Binks, pero Mark Hamill enseña a su pupila a cortar piedras en la mitad del tiempo que le tomó al Kung Fu Panda aprender que en la gula estaba su poder. La gran aportación de Lucas no está en haber vivificado al cine de samuráis. A decir verdad, películas como Rashomon o Los siete samuráis no necesitan que nadie las vivifique; no está tampoco en el misticismo hippie y ramplón de “La fuerza”, un concepto que quedó tan atrasado como la mariguana frente a las tachas de diseño. La verdadera aportación de Lucas está en haber revivido el cine de propaganda que se filmó en Estados Unidos a propósito de la guerra contra Japón. No olvidemos que un año antes de La guerra de las galaxias (1977) se estrenó La batalla de Midway, y como en ella, lo único que vale la pena aquí son las escaramuzas, los naves cayendo en picada y el hom-
Star Wars: Los últimos Jedi (Star Wars: Episode VIII - The Last Jedi) dirección: Rian Johnson. guión: Rian Johnson basado en personajes de George Lucas.. fotografía: Steve Yedlin. con Daisy Ridley, John Boyega, Adam Driver, Oscar Isaac. Estados Unidos, 2017.
bre luchando contra sí mismo. Emociona, pues, el enfrentamiento de Kylo Ren contra Rey y el ejército imperial avanzando contra Skywalker. Todo lo demás sobra, entre otras cosas, porque es bochornosamente predecible:
desde el fanático incontrolable que lanza un aullido cuando se escuchan las fanfarrias de Williams hasta el misterio en torno a chismes de la familia Skywalker que lejos de ser épicos saben más bien a telenovela. L
MILENIO
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sábado 23 de diciembre de 2017
ESCENARIOS
ESPECIAL
La nitidez de Shakespeare Bajo la dirección de Mauricio García Lozano, Macbeth refrenda su vigencia en la sociedad contemporánea PERIPECIA
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ué tiene que decirnos hoy Macbeth, el asesino del rey de Escocia, concebido por William Shakespeare entre 1603 y 1606, durante los tres primeros años del reinado de Jacobo I. Más allá de la diferencia de cada Macbeth, que busca sus propios abismos en la conocida anécdota, está la inmersión que cada uno hace en el cosmos isabelino, cuyo orden ha sido transgredido, como se ha hecho durante siglos, cada vez con mayor contundencia hasta nuestros días. Sin importar cuántos montajes podamos ver de esta obra inspirada en los hechos ocurridos durante la primera mitad del siglo XI, que pugnaban, entre otras metas, por reconstruir el orden católico en Inglaterra, cada propuesta escénica proviene de nuevas y múltiples búsquedas, de distintas versiones que acentúan su interés en fragmentos específicos de ese universo y de estéticas que determinan significados. Esta vez las brujas, o Hermanas del destino, son tres mujeres encorvadas, descalzas, vestidas de negro, que disparan frases dialécticas y giran en derredor de su presa, entre oscuridad y tiniebla, a quien envuelven en agresivo asedio. Adaptado por Alfredo Michel Modenessi, el texto de Shakespeare llega nítido y directo al espectador, despojado de pesados ropajes y alusiones distantes, al tiempo en que preserva su esencia poética, su poderío analógico y el contexto de fragilidad humana, política, social, religiosa y espiritual del que se nutre. Este Macbeth es nuestro contemporáneo, un hombre que, impulsado por su esposa, se deja atravesar por una ambición devastadora, hasta hacerlo transitar por espacios metafísicos que se levantan en su contra. La tragedia tiene lugar en un espacio diseñado por Adrián Martínez Frausto, con límites rectangulares donde pareciera que los personajes se acercan y se alejan,
ALEGRÍA MARTÍNEZ alegriamtz@gmail.com
casi cinematográficamente, a partir del fondo de un marco o sobre un tablón que lo atraviesa y antecede al proscenio, donde un sillón rojo que ostenta el paso del tiempo, la mugre y la ruta del líquido que lo mancha, será el trono que inicia arrinconado y patas arriba, antes de que sea anunciado el final de la primera batalla. Mauricio García Lozano crea una obra plástica viva y actual, donde los personajes masculinos usan prendas que podríamos encontrar hoy en la calle, a las que el diseñador Mario Marín del Río les impuso detalles de estilo y textura en tonos grises con toques de elegancia, mientras que los personajes femeninos portan vestidos sencillos en oscuro, sin espacio para sostenes ni adornos, como si el objetivo fuera una imagen frágil que mostrara a la vez su fortaleza, al natural. Este Macbeth es un trabajo que se remite a la fuerza expresiva de un elenco heterogéneo, en el que Lisa Owen, sólida como Lady Macbeth, Assira Abbate en el inmenso asombro como el hijo de Banquo y de Macduff, y Paula Watson como Lady Macduff, las tres también en el papel de brujas, apuntalan la ficción sin fractura, aún en el vertiginoso cambio de personaje. Juan Manuel Bernal es un joven y atribulado Macbeth que a ratos pareciera habitar un doble espacio, congelado por segundos. Diego Jáuregui, pleno en el papel del rey Duncan, otorga también rasgos humanos, distintos para el médico que para el entorpecido portero. García Lozano, enamorado cada vez más de Shakespeare, dispone esta vez una secuencia escénica inscrita en una estética de líquido y siluetas, capaz de extasiar por su belleza, de sorprender por lo acontecido que no puede verse, tanto por la violencia que se solapa como por la que se revela. Esta tragedia de Macbeth nos habla hoy de nuestros crímenes. L DZILAM MÉNDEZ
Macbeth se presenta en el Teatro Milán. Lucerna 64, colonia Juárez. Viernes, sábado y domingos (menos 24 y 31).
Escena de El jardín de los cerezos
Carta a Chéjov MERDE!
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BRAULIO PERALTA juanamoza@gmail.com
uiero que a su cementerio en Moscú lleguen ecos de su prestigio en el mundo por sus montajes, a pesar de ser dramaturgo del siglo XIX. Lamento nunca haber visto la versión de Peter Brook a su obra en París, en 1981, con Catherine Frot, o la actuación de Meryl Streep en Nueva York, bajo el mando de Andrei Serban, en 1977. Hay cosas que ni para qué quejarse… Pero he leído con atención sus cartas a Olga, esa actriz que fue su esposa, musa de sus obras, entre ellas La gaviota y El jardín de los cerezos (aunque diga que esta última comedia la realizó pensando en Duna, porque nadie recuerda a la servidumbre cuando quedan despojos). Lo he leído por traducciones y he visto en escena todas sus piezas; hasta una película mexicana con guión y dirección de Gonzalo Martínez a El jardín…, en 1978. Mi obra predilecta es Las tres hermanas porque posee la fuerza de las mujeres para salir indemnes de la desesperanza (claro, en una interpretación optimista al pesimismo de la obra). Hoy retorna al escenario mexicano con una adaptación y dirección de Angélica Rogel a El jardín de los cerezos. Le sintetiza sin alterar su texto. Le dio naturalidad a los actores, no la rigidez vivencial de sus tiempos. Le actualiza sin traicionar el fondo de aquella aristocracia que pierde su riqueza en parte por negligencia y también por la industrialización y la llegada de los empresarios. Rogel logró un elenco en el que nadie desmerece en su trabajo. Lo sabe, querido Chéjov: el teatro sin grupo y sentido de la colectividad, no existe. Debo decirle Antón —espero que me permita llamarle por su nombre—, que la era industrial trajo una nueva clase: los políticos que no tienen nada y de repente se hacen millonarios. El drama insinúa esa corrupción y sus personajes logran esa actualidad. Su estudiante —Nacho Tahhan/ Pedro—, desquicia a los acostumbrados a que no pase nada y la vida pase. Varia/ Ana Beatriz Martínez es la hija adoptiva que al parecer nadie quiere, incluso hoy, porque cargará con ese estigma. Aleks/ Alejandro Morales es el retrato fiel del arribista contemporáneo. Dejo al final a cuatro personajes indispensables en ese jardín destruido por el progreso y que aun nadie ha abonado para que renazca. La criada conoce la historia de la aristocracia y se niega a criticarla. Los aristócratas, Andrea y Leonardo, son tan ciegos que creen que reverdecerán de su pasado. El fracaso de todos será su destino. Blanca Guerra/ Andrea no puede ser mejor actriz porque ya es excelsa desde hace un buen tiempo. Adriana Llabrés/ Ana queda sin entender lo que pasó. Leonardo/ Carlos Aragón termina de ejecutivo en un banco y Duna/ Concepción Márquez cierra el telón del olvido ante una obra desoladora, la última que escribiste sin compasión por el “progreso”. Descanse y —como el deseo de Luis Buñuel—, regrese de su tumba a la vida en 10 años para comprobar que nada ha cambiado y usted sigue vigente. L
VARIA
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LABERINTO
GUIDO RENI
Navidad libresca DAVID TOSCANA dtoscana@gmail.com
TOSCANADAS
A
llá cuando se escribieron los evangelios, sus autores se vieron en la necesidad de explicar por qué al mesías le llamaban nazareno cuando las profecías hablaban de que habría de nacer en Belén. Mateo y Lucas siguen estrategias distintas. El primero sitúa desde el principio a la sagrada familia en Belén y los hace huir a Egipto cuando Jesús tiene alrededor de dos años para salvarlo de la matanza que ordena Herodes; posteriormente, en vez de regresar a Judea, se van a Galilea, donde Jesús crecerá en tamaño y sabiduría, y se hará amigote de Pedro. Por su parte Lucas se inventa un censo en el que ilógicamente todos tienen que volver a su lugar de origen para ser empadronados. Así, José y María, que vivían en Nazaret, han de viajar a Belén cuando ella está por parir. Esto lo relata José Saramago con mejor prosa y de manera más completa que el mismo Lucas, notando lo mucho que hay de insensato en que los hombres deban ir a sus ciudades de origen para ser censados. El periplo de José y María sería lo de menos, pues entre Nazaret y Belén hay ciento cincuenta kilómetros. Pero el imperio romano era mucho más extenso y tal medida habría causado que miles y miles de personas se trasladaran miles y miles de kilómetros, dejando campos, cosechas, negocios y animales a su suerte. Por eso y muchas cosas más se sabe que Lucas se
sacó de la manga su justificación del mesías betlemita–nazareno. Y si Lucas no fuese un santo, le llamaríamos mentiroso. La tradición Navideña toma elementos de los dos relatos. De Mateo son los reyes magos y la estrella de Belén; de Lucas son los pastorcitos, el niño en pañales y el pesebre. Con el viaje de Nazaret a Belén, Lucas abre la puerta para las posadas, si bien lo cierto es que éstas surgen de una tradición oral y de evangelios no canónicos. También fuera del canon están el burro y el buey, y el propio papa Ratzinger negó su presencia junto a la santa cuna, pero estas bestias siguen siendo favoritas en los nacimientos, y con buenas razones. A falta de adecuados sistemas de calefacción, para estar cómodos en invierno no había como el calor que emiten un burro y un buey. En la novela La boca pobre, de Flann O’Brien, un citadino se espanta ante esta costumbre de los campesinos irlandeses, y les dice: “¿No es vergonzoso para su decoro yacer ahí en compañía de las bestias salvajes, todos ustedes en un mismo lecho?”. El Jesús de Lucas es un recién nacido, mientras que el de Mateo tiene alrededor de dos años cuando lo visitan los reyes magos. Quizá para promediar, los niños dioses de barro y ombligo limpio que se venden en los mercados navideños frisan un año, pero entonces no son ni mateicos ni lucateros, sino salomónicos.
San José con el niño Jesucristo (fragmento)
En cambio José se ha ido rejuveneciendo con el paso del tiempo. En los primeros años del cristianismo se contó apócrifamente que era un anciano al que ya no se le paralelepípedo, y con tal deficiencia se aseguraba la virginidad de María antes y después. Por eso en el Renacimiento los Josés son unos viejillos sin libido y a veces calvos. Sin embargo, con el paso del tiempo se prefirió optar no por el hombre impotente, sino por el sacrificado y obediente; además a ese paso del tiempo le fue incomodando que una treceañera estuviese encamada con un vejestorio así fuera estilo Kawabata. Ahora José tiene una edad indefinida en las figurillas, pero no debe pasar los cuarenta años. En Hollywood es más joven, y María, más vieja. Pero todas estas incongruencias que les restan sueño a los historiadores han de darnos gozo a los amantes de novelas. Así es que festejemos la Navidad, pues ésta no conmemora un evento que a nadie le consta, sino una estupenda biblioteca que todos deberíamos leer y apreciar. L
LA GUARIDA DEL VIENTO
ALONSO CUETO HULTON-DEUTSCH COLLECTION/ CORBIS
Verano
S
egún Alberto Manguel, la relación que tenemos con los libros es tan estrecha que alguien debía advertirles, cuando nos enfermamos, de que pueden quedar huérfanos, para que vayan tomando sus previsiones. Siempre he pensado que los libros tienen vida propia. Mientras estamos fuera de casa, quizá se mueven de un lado a otro, buscan el mejor lugar dónde recibirnos y con frecuencia se aparecen, de un modo inesperado, entre un montón de objetos caseros o en el fondo de un cajón. Esto ocurre especialmente con los libros que no habíamos leído en un tiempo y que por algún motivo tienen una nueva actualidad. En estos días tan difíciles, de pronto apareció en una mesa, al lado de mi escritorio, el tomo de Verano, la pequeña obra maestra que Albert Camus publicó en 1954. El libro parece haber vuelto hoy para darnos
ánimos (palabra asociada con “alma”, especialmente el alma de los difuntos). Verano se lee y se relee con un deleite intacto, y nos recuerda la filiación del escritor francés a su natal Argelia, y en especial a Orán, situada en la costa del Mar Mediterráneo. El mar y el sol son los protagonistas: “El mundo empezaba allí cada día con una luz siempre nueva. ¡Oh, luz¡, ese es el grito de todos los personajes enfrentados, en el drama antiguo, a su destino. (…) En mitad del invierno aprendía que había en mí un verano invencible”. La premisa del libro es la idea de un destino fijado a los seres humanos, en este caso el destino que espera a quienes han crecido bajo la bendición de las “bodas” entre el sol y el mar. La luz líquida de ese verano, en el interior de sus habitantes, les impedirá para siempre rendirse “ante el invierno de este mundo”. Luego afirma: “Porque esto dice que no importa lo duro que el
Albert Camus
mundo empuja contra mí; dentro de mí hay algo más fuerte, algo mejor, empujando de vuelta”. La visión de la naturaleza, que lo llevó a consagrar la solidaridad humana como el mayor bien (tema de La peste), no le impide algunas reflexiones sobre la política. Una de ellas es especialmente vigente en la América Latina: “La tiranía totalitaria no se edifica sobre las virtudes de los totalitarios
sino sobre las faltas de los demócratas”. Otra frase tiene una vigencia universal, sobre todo ahora en Cataluña: “La estupidez insiste siempre”. También afirma que “los medios justifican el fin”. En estos días difíciles en Perú, Argentina, y muchas otras partes del mundo, Camus nos hace pensar que aún en el cambio de estaciones, el verano interior puede mantener su luz. L